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Anuario de Historia Regional y de las Fronteras

Print version ISSN 0122-2066

Anu.hist.reg.front. vol.22 no.1 Bucaramanga Jan./June 2017

 

Editorial

Editorial

Helwar Hernando Figueroa Salamanca1 

1Profesor, Universidad Industrial de Santander


A propósito de la imagen escogida para la carátula del Anuario y que tiene por objeto hacerle un homenaje a la esperanza de que algún día vivamos en paz, por ahora negada plebiscitariamente y sin salidas claras para llegar a ella, es inevitable no recordar cómo el símbolo de la paloma de la paz ha sido utilizado en infinidad de ocasiones para invitar a los colombianos a reconciliarse con la vida y en defensa de los derechos humanos.

De estas ocasiones, sobresale la campaña por la paz del presidente Belisario Betancur que en el año de 1984 convirtió la figura de la paloma en símbolo de su gobierno, para ello invitó a todos los ciudadanos a pintarla en paredes, plazas y calles del país. Por esa época, la vimos estampada en lugares inimaginables, montañas, calles, techos, baños, etc. En efecto, muchos colombianos aspiraban que este símbolo de reconciliación, ritualizado hasta el cansancio, sería un artilugio para llegar a la paz. No obstante, el fracaso de los Diálogos de la Uribe entre el gobierno y las FARC-EP (1984-1986), y el fatídico desenlace de la toma del Palacio de Justicia (1985) por parte de la guerrilla del M-19 -y que a la postre fue el corolario del gobierno de la paz promulgado por Belisario Betancur-, hicieron evidente que no solo bastaba con pintarla.

La toma del Palacio de Justicia puede considerarse como un desastre nacional que dio inicio a un periodo aún más trágico para el país, pues este hecho podría entenderse como el preámbulo de treinta años de una cruenta guerra, dinamizada por el narcotráfico y sus bombas; del crimen de lesa humanidad que significó el asesinato sistemático de los integrantes de la Unión Patriótica; de las masacres hechas por los paramilitares y el desplazamiento de más de siete millones de campesinos; de la victimización y persecución de miles de líderes sociales que por la polarización de la guerra se convirtieron en objetivo militar; de la criminalización de la protesta social que era estigmatizada por sus supuestas cercanías a la guerrilla; y de los llamados falsos positivos, un eufemismo creado por la prensa amarillista para ocultar los asesinatos de miles de jóvenes, realizados por integrantes del ejército para posteriormente hacerlos pasar como guerrilleros muertos en combate y así recibir permisos, bonos y vacaciones pagadas. Un conflicto armado en el cual las FARC lograron rearmarse durante la década de 1990 para llegar fortalecida a los Diálogos del Caguán, amenazando con hacer inviable el Estado, ante lo cual este último respondió con el Plan Colombia, llevado al paroxismo durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, lo que obligó a las FARC a negociar una vez más en La Habana.

Paradójicamente, el accionar bélico de los años noventa se dio en el escenario político de una nueva Constitución, que en apariencia era más democrática pues reconoció los derechos de las minorías, descentralizó la política, le dio paso al pluralismo religioso y a los derechos sociales de los más pobres y desvalidos, dado que la política pública debería favorecerlos en primer lugar. Por el contrario, con esa constitución asistimos a la descentralización de la corrupción, liderada por los caudillos regionales que en vez de proteger los escasos recursos públicos los convirtieron en su caja menor para comprar votos; a la desindustrialización del país y al abandono del campo, lo que ocasionó que pasáramos de importar menos de un millón de alimentos en la década de 1980 a que en la actualidad importemos cerca de catorce millones.

Violencia, corrupción, desempleo e injusticia social hicieron de Colombia un país en donde la vida no tiene ningún valor. Se mata por el motivo más insignificante: en las ciudades insensibles por robar unas zapatillas, en los campos por darle agua a cualquiera de los actores armados ilegales; se mata por celos, por venganza, por deporte… La suma de todo ello deja más trescientas mil muertes violentas en esos infaustos treinta años de guerra y más de ocho millones de víctimas, que el mismo Estado poco a poco ha terminado por reconocer. Algunos estudiosos del tema llegan a considerar que estos inconcebibles niveles de violencia extrema han creado en Colombia una cultura de la venganza, del atajo, del individualismo extremo, de la cada vez más débil solidaridad y de la pérdida del tejido social.

En este complejo escenario han sido varios los intentos fallidos por negociar con la guerrilla de las FARC-EP, que fracasaron porque las partes siempre consideraron que podían derrotar a su adversario. Empero, hoy estamos en una situación diferente pues la realización de la paz se convirtió en un asunto de debate y reflexión en el que al parecer las FARC-EP ya no están interesadas en tomarse el poder por medio de las armas, sin embargo el mismo proceso se ve truncado por el grupo los ciudadanos que se pronunciaron plebiscitariamente para afirmar que todavía no estamos preparados para la paz.

Los recientes diálogos de La Habana son el intento más cercano de alcanzar la paz por la vía pacífica. Infortunadamente, para la mayoría de los habitantes de las ciudades y de las regiones menos afectadas por la guerra no representan sus intereses, dado que en estas regiones históricamente la guerra los afectó solo en términos económicos y al parecer la ven distante. La ven por televisión, allá en las fronteras de donde llegan los desplazados de hoy y los de ayer; tristemente, estos últimos son los abuelos de los hombres que hoy viven insensibles en las ciudades, corriendo temerosos, apretujados y sin mucho tiempo para pensar en el otro. Unos seres de la ciudad que no viven directamente las consecuencias del conflicto pero que las padecen inconscientemente por las miles de noticias, imágenes y los ecos de la guerra, que llegan a sus oídos pero que se niegan a escuchar; que no decir del lenguaje bélico, del individualismo de la sobrevivencia y del todo vale cimentado en una cultura del atajo, de la mediana, de la informalidad y del rebusque, en uno de los países más inequitativos del mundo. Problemas sociales que contribuyen a echarle gasolina a una guerra financiada con los dineros provenientes del narcotráfico, y que los colombianos no logramos percibir dado que estamos inmersos en un conflicto social, económico y cultural que poco a poco ha logrado inmunizarnos frente al dolor del otro. No obstante, ante este escenario apocalíptico, es necesario continuar buscando salidas a nuestro laberinto de guerra, construido históricamente con la brújula de la esperanza humana, no la de los dioses y su imposición de una verdad incuestionable sino la del hombre secularizado del siglo XXI, respetuoso de la diferencia e interesado en construir un mundo incluyente y ambientalmente sostenible.

En el segundo plebiscito de la historia de Colombia, el país urbano le dijo no a la paz en oposición al sí del país rural y de frontera. Al parecer ganó la exclusión representada en el tradicionalismo de las elites conservadoras que lograron influenciar con sus argumentos guerreritas a unos sectores medios de la sociedad en pleno ascenso social y a unos sectores populares reprimidos y enajenados. Unas elites que se sienten más cómodas para decidir privadamente el futuro de la nación en los tantos acuerdos que han realizado a puerta cerrada. En fin, ganó la insensibilidad de la sociedad establecida, endurecida en medio de la guerra y la represión social, frente a las minorías étnicas y los habitantes de frontera que son los que en los últimos años han vivido la crudeza de la guerra, pues esta se trasladó del centro a la periferia.

El plebiscito de 1957 ratificó el hecho de que solo dos partidos políticos podían gobernar al país y con ello acabar con la guerra bipartidista; este hecho también puede verse como una refrendación del impedimento para que sectores sociales y políticos diferentes al statu quo participaran en las decisiones del Estado, dado que el plebiscito bendijo religiosa y constitucionalmente la exclusión de los sectores no identificados con el régimen, ocasionando un nuevo escenario de conflicto interno, en medio de la Guerra Fría. En este sentido, conviene preguntar ¿Qué significado tienen hoy los resultados de este nuevo plebiscito?

Las palomas que antes de 1986 volaban en la Plaza de Bolívar frente de un hermoso edificio republicano, hoy lo hacen ante una gigantesca caja de mármol, con ventanas de aluminio y vidrios planos, sin ningún valor arquitectónico, su diferencia frente a otras construcciones de la plaza nos recuerda el trágico día en que nuestra justicia colapsó. Por cierto, La plaza de Bolívar, en los días en que un sector de los colombianos rechazó el acuerdo emanado de los diálogos de La Habana, es testigo de decenas de manifestaciones que buscan alternativas viables ante una continuación de la guerra. La polarización amenaza con hacer más difícil vivir en un país en donde uno de los mayores generadores de la violencia histórica no logró desarmarse pacíficamente. Ahora, más que nunca, las palomas que vuelan allí deben conjurar a los enemigos de la paz y cubrir de franjas amarillas el tricolor nacional. Queda la pregunta: ¿Por qué una gran cantidad de países e instituciones internacionales celebraron un posible acuerdo de paz que diera fin al conflicto armado más antiguo del hemisferio occidental y los colombianos todavía no nos ponemos de acuerdo sobre las ventajas que podría tener este hecho?

A pesar de este escenario tan sombrío, la resistencia de las víctimas, que en las décadas de 1980 y 1990 no contaban con ningún reconocimiento y que por el contrario también eran perseguidas, en la actualidad es el mejor ejemplo de cómo es posible por medio de la organización y la lucha democrática alcanzar sus derechos, en este caso referidos a las garantías de verdad, justicia, reparación y no repetición. Aunque es evidente que las exigencias de las victimas todavía no se concretan, sus luchas y perseverancia le recuerdan a la sociedad establecida que por medio de la resiliencia y la organización social es posible sobrevivir en medio de la adversidad y el abandono estatal.

El símbolo de una paz deseada y representada en las palomas (principalmente blancas, pero extrañamente cada vez más escasas) tuvo su origen en el mundo judeo-cristiano cuando Noe envío a una de ellas fuera del arca para saber si ya había tierra firme, esta regresa con una rama de olivo, un hecho que es leído por el héroe bíblico como el símbolo de reconciliación entre los dioses y el hombre. También la encontramos en la cultura greco-romana acompañando a la Diosa Afrodita-Venus, donde su significado está relacionado con lo libidinoso y el amor de la diosa por los hombres. Que las palomas que vuelan por nuestras plazas logren el artilugio de traernos la paz, pero no la paz de las tumbas sino de la reconciliación y de la búsqueda permanente por hacer de Colombia una sociedad en donde dejemos de matarnos y más bien luchemos por alcanzar una paz con justicia social, respetuosa de la diferencia y propiciadora del pensamiento crítico y creativo.

Solo resta invitar a nuestros lectores a ver en este nuevo número del Anuario de Historia Regional y de las Fronteras un escenario para el debate histórico y la narración e interpretación de fenómenos sociales de profundas imbricaciones culturales. En esta ocasión los artículos nos ofrecen diferentes entradas epistemológicas a problemas históricos relacionados con la conformación del comercio en el nordeste de México a mediados del siglo XIX y con las prácticas religiosas de los pentecostales de Chile durante el siglo XX. Para el caso de Colombia los artículos se han centrado en el estudio del inicio y consolidación de la lotería y del desarrollo del teatro infantil y sus implicaciones culturales. Como es de suponerse, el problema de las guerras civiles y del conflicto colombiano no deja de estar presente, de ahí que en esta ocasión hayan tres trabajos que se centran en analizar la construcción de imaginarios derivados de la guerra, en el proceso de resistencia de los actores sociales regionales vínculos a redes religiosas, y en la violación de los derechos humanos y cómo estos comenzaron a convertirse en un eje movilizador de la sociedad civil para su defensa.

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