En el contexto latinoamericano, cuando se piensa en la historia de la historia o en cómo llegamos a aprehender los modelos historiográficos europeos, el punto de partida suele ser el siglo XIX. El historicismo y el positivismo, y luego para el siglo XX la escuela francesa de Annales, la historia social británica, la nueva historia, el postmodernismo, etc. se suceden en los programas de historiografía dando cuenta de que ha sido con pilares diseñados en Europa cómo se ha investigado y escrito nuestro pasado. Lo mismo sucede con el resto de los dispositivos de la memoria: museos, archivos, monumentos y colecciones anticuarias han sido parte de la forma de usar y administrar el pasado que aprendimos de la Ilustración y que seguimos actualizando -al ritmo europeo- ahora bajo tecnologías insertas en los derechos culturales y en las dinámicas del mercado tal y como vienen ocurriendo con las del patrimonio cultural.
Con esta obra Serge Gruzinski va más atrás. Se aleja del típico argumento que hace del XIX el siglo de la difusión de la historia para sostener que la globalización de la historia -su occidentalización- habría iniciado en el siglo XVI cuando desde la península Ibérica se desplegó el más inusitado y quizás el más original laboratorio historiográfico en el Nuevo Mundo. Al final de la obra, Gruzinski será enfático en afirmar que, a pesar de la revolución historiográfica que se vivía durante el Renacimiento producto del enfrenamiento entre formas cristianas de hacer historia y la recuperación de las maneras de la Antigüedad; o derivadas de la Reforma y de toda la lucha interreligiosa que conllevó a otras concepciones del pasado, «la experiencia americana no se benefició de este entusiasmo».1 Para Gruzinski, las guerras religiosas, la vuelta hacia el siglo V griego y la conquista y colonización del Nuevo Mundo pesan por igual en tanto «choques» que transformaron el oficio del historiador. Solo que para el autor es necesario mirar en detalle lo que ocurría en el continente americano, pues los retos a los que se enfrentaron los europeos, sobre todo los primeros misioneros que se atrevieron a escribir sobre los indígenas, o los historiadores mestizos después de la segunda mitad del siglo XVI, estaban encaminados a incluir a esta parte del mundo en una historia global que no por ello desconoció algunas de las memorias indígenas transmitidas desde la oralidad o desde los pictogramas. Para hacerlo fue necesario «capturar» esas memorias y colonizarlas o adaptar el pasado a versiones europeizadas.
La obra se divide en cuatro apartados que corresponden, a su vez, a cuatro formas de historizar que se pueden leer de la mano de las obras de algunos autores o tipos de autores. En realidad, es una injusticia reducir los apartados de Gruzinski al análisis de las obras, pues la lectura del autor se enriquece con un ir y venir de la historiografía europea y de otras fuentes indígenas que permiten una mirada ampliada sobre las formas de hacer historia en el siglo XVI y al mismo tiempo sobre las relaciones entre indígenas y europeos que posibilitaron negociaciones y usos del pasado acomodados a las conveniencias y creencias de unos y otros. Así mismo, Gruzinski compara lo que sucedía en el Nuevo Mundo con lo ocurrido en Asia y en África, en donde se vivían procesos similares de colonización y occidentalización de la historia. Tener referentes de otros historiadores en esas latitudes permite una mirada global de lo ocurrido y posibilita una mayor comprensión de las particularidades y puntos en común respecto al contexto americano.
El primer apartado del libro se denomina «La captura de las memorias». La pregunta que está detrás de este título y que será respondida por Gruzinski es «¿cómo capturar las memorias indígenas y servirse de ellas para escribir la historia universal?».2 El hilo conductor es el análisis de la obra de Motolinía Historia de los indios y Memoriales o libro de las cosas de Nueva España y de los naturales de ella. A partir de esta Gruzinski, observa el bagaje intelectual europeo de la orden franciscana, en especial las obras históricas que fueron referentes en la obra de Motolinía y que le permitió al franciscano encajar la historia de los indígenas de Nueva España en unos presupuestos universales. Si bien para la época ya había una corriente historiográfica renacentista, Motolinía bebió, según el autor, de referentes medievales que no solo le daban sentido a la historia desde una visión cristiana, sino que ubicaba la labor franciscana en una misión que continuaban en el Nuevo Mundo. Resulta muy interesante ver cómo Gruzinski sustenta que el franciscano y otros más estaban convencidos de que en México existía una tradición histórica autóctona soportada en lo que Motolinía consideraba libros de historia como tales de acuerdo con el bagaje europeo que traía. De igual forma, Gruzinski se detiene en lo que pudieron haber sido los interrogatorios, inquisiciones e intercambios orales que tuvo Motolinía con los indígenas, sobre todo con las élites, para capturar la información sobre su pasado; allí examina los juegos de intereses que podían surgir en esos intercambios y las dificultades no solo desde el punto de vista del entendimiento idiomático y cosmogónico, sino desde las posiciones de poder que mediaban en esta relación. Por otro lado, Gruzinski analiza cómo Motolinía entendió la cronología indígena y de qué manera trato de ajustarla a un tiempo histórico universal, acotado en Europa occidental.
El apartado «La resistencia de las memorias indias» es el análisis de los códices de Texcoco elaborados por los tlacuilos. Gruzinski explora la instrumentalización que los propios indígenas hacen de su pasado después de veinte años de colonización. Para ello se sirve del estudio de la familia Pimentel: Antonio Pimentel Tlahuiloltzin (1540-1546) y Hernando Pimentel (1545-1564) ambos miembros de la élite indígena de Texcoco y patrocinadora de dichos códices. Lo que hace Gruzinski es preguntarse por los intereses y las negociaciones que debían plantear los nobles indígenas en este mundo colonial -donde ya eran claros los límites morales impuestos por los españoles- si querían conservar sus privilegios. En este apartado, Gruzinski también analiza el orden del tiempo y del espacio consignados en los códices Xolotl, Tlohtzin, y Quinatzin que se constituyen en formas de resistencia en medio de un contexto europeo en donde se escribían versiones sobre el pasado indígena o se discutía incluso si tenían o no conciencia histórica. Esta lectura en paralelo le permite a Gruzinski, por ejemplo, comparar lo expuesto por los indígenas en sus códices con la visión sobre el tiempo histórico de los indígenas consignado por Juan Ginés de Sepúlveda en el debate de Valladolid y con lo señalado por Motolinía.
«Una historia global del Nuevo Mundo» es el tercer apartado hilado a través de la obra de Bartolomé de Las Casas. Es en Apologética historia sumaria en donde el dominico se consagra a la inclusión de los indios en una historia universal a través de la descripción de usos, costumbres, creencias, instituciones religiosas y rituales al modo como lo venían haciendo los anticuarios europeos para otras regiones del globo. Pero según el autor, la intención de Las Casas en cuanto a la defensa de los indios hizo que pulularan las comparaciones con otros pueblos de manera que el fraile pudiera demostrar la «civilidad» y «dulzura» de los indios y, en ocasiones, su condición de superioridad moral. Estos efectos de la narración lascasiana los desentraña Gruzinski analizando las obras que el dominico leyó, en especial las de Flavio Josefo y Giovanni Nanni, quienes desde muchos años antes habían defendido o visibilizado pueblos vencidos tal y como Las Casas lo hizo con los indios. Sin embargo, no se queda allí, pues Gruzinski logra demostrar cómo la lectura de Las Casas de la historiografía portuguesa sobre África y de obras de la Antigüedad lo llevan a concatenar el devenir histórico hasta incluir a los indios del Nuevo Mundo en un relato universal.
Por último, la cuarta parte del libro «El nacimiento de la historia local» deja al descubierto las estrategias de la Corona por monopolizar el pasado del mundo sirviéndose de prohibiciones, captaciones de obras o de estrategias como las relaciones geográficas que debían responder funcionarios o aliados del imperio español en las tierras conquistadas. Para el caso del Nuevo Mundo, Gruzinski analiza la respuesta que dio el mestizo Juan Bautista de Pomar sobre Texcoco a la relación solicitada por la Corona en 1577. Sobre Pomar, estudia sus relaciones familiares con la nobleza indígena por parte de la madre y con círculos importantes españoles por parte del padre y reflexiona en torno a cómo su círculo de intereses (indígenas nobles y españoles) influyen en su escritura. Así mismo, Gruzinski analiza en detalle las posibles influencias de historiadores y de anticuarios que tuvo Pomar en su escritura tomando en cuenta a quienes pasaron por la Nueva España o quienes escribieron por la época. Como parte de sus conclusiones, Gruzinski destaca cómo la escritura de Pomar se dirige a un soberano y cómo sus palabras hacen parte de una geopolítica global. En este mismo apartado Gruzinski se pregunta por otras formas de expresión de las memorias indígenas que se escapan a la comprensión debido a que se producían desde otras formas de vivencia (pintura y oral) y no desde la escritura; y se refiere a las versiones oficiales de la historia a través de la obra Décadas de Antonio de Herrera y Tordesillas, y a las Décadas da Asia de Diogo do Couto.
La historia de la historia que ofrece Gruzinski en su obra, y aún más la historia de la captura de las memorias indias que devela estudiando a estos historiadores del siglo XVI, es una provocación para seguir leyendo las crónicas de Indias a la luz de las preguntas que nos hacemos hoy día sobre las concepciones del pasado, del presente y del futuro. La occidentalización de la historia pasó por un proceso de imposición de regímenes de historicidad -al decir de François Hartog- que como dice Gruzinski «parece que ha llegado a su término y éste sería, paradójicamente, el precio de su éxito».3 Una explicación de sus gérmenes en el siglo XVI a través de las crónicas indagadas y de los códices y relatos mestizos que trae el autor de La máquina del tiempo... es un punto de partida para ampliar la comprensión de las luchas de la memoria y de la complejidad historiográfica con la que arrancó la historia del Nuevo Mundo.