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Papel Politico

Print version ISSN 0122-4409

Pap.polit. vol.11 no.1 Bogotá Jan./June 2006

 

“ALGUIEN QUE CUIDE DE MÍ” PARA UNA LECTURA CRÍTICA SOBRE LOS DISCURSOS DE IGUALDAD DE GÉNERO

 

Adriana María Serrano López*

* Filósofa de la Pontificia Universidad Javeriana, profesora e investigadora de las facultades de Ciencia Política y Gobierno, y de Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario. Realizó una Maestría en Estudios del Desarrollo en el IUED, adscrito a la Universidad de Ginebra, Suiza. Este artículo fue desarrollado dentro del proceso del proyecto institucional de investigación “Sobre los discursos de igualdad de género: límites del discurso y resistencias culturales”, que se encuentra en ejecución. El principal colaborador para la elaboración de este texto fue Carlos Eduardo Oliveros López, asistente de investigación. Tesista de Ciencia Política y Gobierno, y de Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario. Para comentarios dirigirse a: cantarito89@yahoo.com

Recibido: 15/02/2006 Aprobado evaluador interno: 28/04/2006 Aprobado evaluador externo: 17/04/2006

 


Abstract

This article raices questions about the causes of femine resistance and lack of acceptance of gender equality discourses. As its central hypothesis the article emphasizes the fact that such resistance is a result of the limits of the femine discourse and because of this, it can not be considered as a universal dissertation. The limits found in the text focus on: the possible social and economic conditions, barriers created by the victimization discourse, the survival of the security privilege, and the consequences caused by the establishment of new gender roles in social structures.

Key words: gender, equality, victimization, security privilege, patriarchal system.

 


Resumen

Este trabajo plantea la pregunta por las causas de las resistencias femeninas a la recepción de los discursos de igualdad de género. En su hipótesis central afirma que tales resistencias obedecen a límites propios del discurso y que, en consecuencia, éste no puede ser considerado como universalmente aceptable. Los límites que se identifican en el texto se centran en las condiciones sociales y económicas de posibilidad, en las barreras que genera el discurso victimizante, en la pervivencia del privilegio de seguridad y en las consecuencias que sobre las estructuras sociales resultan del proceso de asimilación de los nuevos roles de género.

Palabras clave: género, igualdad, victimización, privilegio de seguridad, sistema patriarcal.

 


“Alguien que cuide de mí: Que quiera matarme… Y se mate por mí”. Cristina y los Subterráneos

Introducción

El epígrafe que encabeza este escrito es el coro de una canción presentada a finales de los años ochenta por una mujer joven, bella y exitosa. Se refiere, por supuesto, a la pareja que desea. No es un tango de los años treinta, no es un bolero de los cincuenta. Es música pop, hija de nuestra era que, sin embargo, muestra un deseo y una actitud que no corresponden a los imaginarios de la igualdad entre los sexos, mucho menos a los idearios teóricos de los discursos feministas.

Esta canción coincide con otras y con diversas formas de expresión cultural que, a través de novelas, películas de cine, programas de televisión o videos, reconfirman una tendencia y un deseo común que no parece orientarse con exactitud por los ideales de la igualdad sexual, o cuando menos, no en todos los campos. La aceptación de tales expresiones culturales parece provenir tanto de hombres como de mujeres.

¿Por qué? La nuestra es la era de la igualdad. Todos los discursos y las publicaciones, los proyectos políticos y las exigencias internacionales conducen hacia la igualdad en todos los sentidos. Una de las dimensiones de esa igualdad es la de los géneros. Parecería evidente que la cultura apoyara al unísono este propósito. Y de hecho, lo hace: en los discursos, en las leyes, en las alocuciones oficiales, en las encuestas.

No obstante, cuando entramos a preguntar por el deseo colectivo, en especial el de las mujeres, por sus imaginarios de familia, de afecto, de autorreconocimiento, resurgen algunas de las respuestas del pasado y se afirman exigencias que habrían parecido más acordes al clásico sistema patriarcal: “alguien que cuide de mí”.

Este escrito se propone plantear la pregunta sobre las causas de las resistencias de algunas mujeres a la recepción de los discursos de igualdad de género1.

La experiencia nos dice que la relación entre hombres y mujeres ha cambiado, y que tanto los roles de género, como su naturaleza y jerarquía, entran de nuevo al campo de la reflexión y salen de lo que en el pasado se había establecido, por milenios, como parte del sentido común: “Las relaciones entre lo masculino y lo femenino ya no son lo que eran. La modificación de conjunto de las relaciones en la familia es una mutación sin precedentes, tal vez la más importante de todos los cambios que afectan a nuestra civilización en los albores del tercer milenio”, plantea Georges Duby2.

Los discursos que han acompañado y en parte producido estos cambios, abogan, de formas ambiguas, imprecisas, y en algunos casos contradictorias, por la igualdad de los sexos3. Pero, pese a que se hayan dado muchas transformaciones (políticas, jurídicas, educativas y de costumbre) a este respecto, es posible observar en nuestros días algunas resistencias a la recepción de este tipo de discursos, y, sobre todo, a su plena asimilación dentro de la vida cotidiana. En palabras de Kathleen Newland:

“Pero los cambios se desarrollan en algunos terrenos con mayor rapidez que en otros. En el terreno legislativo, por ejemplo, donde basta una firma para disponer la igualdad, las mujeres han logrado progresos considerables, pero el progreso es ya menos espectacular a la hora de hacer que la ley se cumpla”4.

Es decir, el cambio cultural no ha marchado al mismo ritmo que el cambio político y legal. Resulta común que se mantengan actitudes de protección de los hombres hacia las mujeres (y que éstas las reclamen), actitudes de servicio de las mujeres hacia sus maridos, tendencias a reproducir modelos de roles femeninos y masculinos tradicionales.

Podrían afirmarse muchas cosas al respecto. En primer lugar, que se trata de un cambio demasiado reciente y que ello explica el hecho de que su asimilación se encuentre aún en proceso. Y eso es cierto.

En efecto, los cambios se inician de una forma reconocible a partir de los primeros tiempos de la era industrial, se consolidan parcialmente en las proximidades de la Primera Guerra Mundial, y sólo adquieren amplias dimensiones políticas y cubrimiento masivo en la segunda mitad del siglo XX:

“La igualdad sexual es, después de todo, una adición reciente a los principios básicos del derecho, que no comenzó a abrirse paso para incorporarse a las constituciones de nueva planta hasta comienzos de este siglo, y no se hizo común hasta mediados del mismo”5.

Si tenemos en cuenta que, por su parte, las estructuras patriarcales (el discurso clásico en el que el varón tiene prerrogativas de mando sobre la mujer)6 se remontan a, y pueden ser rastreadas en textos como la Biblia, y en estudios del comportamiento que se refieren a culturas anteriores a ésta, podemos decir que hablamos de un cambio significativo y reciente, que aún está en vías de asimilación.

Podría decirse, igualmente, que se trata en este caso de un cambio de tal magnitud, que compromete las bases de las estructuras sociales. Éstas, a su vez, ordenan privilegios, mecanismos de relación y de reproducción del sistema, por lo que resulta natural que se presenten resistencias al proceso. Y esto también es cierto.

Recordaremos nada más que al orden simbólico del patriarcado se remiten instituciones como los parlamentos, los estados, la idea de la ley igual para todos, los tribunales, los ejércitos, las instituciones consideradas modernas y que se siguen considerando indispensables. …El miedo a que el patriarcado arrastre en su caída a instituciones todavía indispensables para el orden social más elemental, provocando caos o respuestas reaccionarias o erróneas resistencias está, pues, bien fundamentado7.

La mayoría de los órdenes culturales tienen como uno de sus elementos de base la separación de roles entre los sexos. De esta separación dependen las estructuras familiares, el ordenamiento de la producción, de la distribución de bienes, los derechos diferenciados al goce de la riqueza, los privilegios de acción, los cánones morales de comportamiento, etc. Por lo mismo, un cambio en la concepción de los roles de género implica pérdidas de privilegios, rupturas o reestructuraciones violentas de las instituciones familiares, desplazamiento de los centros de protección, producción, distribución, goce de bienes, etc. Y es absolutamente comprensible que un cambio tal engendre todo tipo de resistencia por parte de quienes pueden sufrir las consecuencias nocivas o limitantes de la nueva situación o el nuevo ordenamiento.

Podría finalmente afirmarse que el peso del hábito social posee una inercia que difícilmente puede ser vencida por un cambio de las convicciones en menos de un siglo de reapropiación de la organización social. Y esto también es cierto. Pierre Bourdieu8 nos presenta el concepto de “habitus”. Éste afirma que las costumbres reiteradas que configuraron, a partir del orden social, el comportamiento de los individuos de una cultura, entran a hacer parte de su propia visión del mundo y se introyectan de tal manera que una persona se convierte normalmente en un tipo determinado de “encarnación” de su estructura social, y que cada vez le resulta más difícil, y en algunos casos imposible, el trastocar sus comportamientos, sus conceptos y su lógica de acción o relación.

Nuestra cultura, entre otras, se formó bajo la visión patriarcal del mundo, y aunque se han dado cambios importantes, es de esperarse que la inercia del habitus imponga resistencias a la asimilación plena de los mismos:

El feminismo ha alcanzado la forma en que la cultura instala la lógica del género en nuestra percepción y en nuestra conciencia. Hoy sabemos que, en todas las culturas, la diferencia sexual aparece como una especie de “fundamento cósmico” de la subordinación o de la opresión de las mujeres; que el entramado de la simbolización se efectúa a partir de lo anatómico y de lo reproductivo, y que todos los aspectos económicos, sociales y políticos de la dominación masculina heterosexual se justifican en razón del lugar distinto que ocupa cada sexo en el proceso de la reproducción sexual9.

Este argumento sobre la rigidez del habitus se ve además respaldado por los hechos: si observamos a las nuevas generaciones, aquellas que aún no han introyectado de forma plena la estructura del orden social, vemos que son normalmente más abiertas al cambio y presentan en su mayoría (aunque no sin excepciones) menor resistencia a la recepción de los discursos objeto de nuestro estudio.

No obstante, y reconociendo todas estas variables, se mantiene la pregunta sobre las causas del fenómeno. Descontado el hecho de que es comprensible su existencia, ello no muestra con claridad las causas de fondo de las resistencias a la recepción de los discursos de igualdad de género, y ese es el problema sobre el que queremos pensar en este documento.

Ahora bien, el centro de la pregunta se vuelve hacia este fenómeno en tanto se presenta entre mujeres. Cuando se encuentran resistencias por parte de los hombres en contra de la transformación del sistema patriarcal, la causa sería enteramente evidente: se trata de perder privilegios, de alterar la estructura de la propia identidad de género, y de ser, además, reconocidos como “victimarios” dentro de los procesos históricos del pasado. No hace falta, por tanto, buscar demasiado las causas de las resistencias masculinas (aunque ello podría ser un valioso objeto de investigación).

Resulta más interesante el hecho de que algunas mujeres se opongan a los discursos de igualdad, que simplemente no los asimilen, o que sostengan a nivel micro (y en algunos casos, a nivel macro) la reproducción del sistema patriarcal. En efecto, el discurso declara a la mujer como víctima del pasado, y las modificaciones que pide dentro del orden social se inclinan expresamente a devolverle posibilidades de acción, libertades y derechos que corresponderían a su naturaleza, pero que le fueron negados por las estructuras sociales anteriores.

Este es nuestro problema: ¿por qué hay mujeres que se resisten a aceptar y a asimilar en su comportamiento (total o parcialmente) los discursos de igualdad de género? Si estos cambios son en su favor, si ellas son las grandes beneficiarias de este proceso, ¿por qué en ciertos casos aparecen más como obstáculo que como entusiastas protagonistas del mismo? ¿Qué explica el hecho de que ciertas madres contemporáneas, muchas profesionales, independientes, etc., no obstante eduquen a sus hijos dentro de los roles tradicionales de género y reproduzcan un sistema que, a juicio de los nuevos discursos, es causa de explotación, vejación y maltrato? Estas son nuestras preguntas y el núcleo del asunto que queremos explorar.

Una vez expuesto nuestro planteamiento es necesario hacer una aclaración. Aunque resulta evidente desde el título que no asumimos aquí una posición feminista clásica, dado que intentamos elaborar una crítica de los discursos de igualdad de género, este trabajo no trata de presentar una postura teórica que se oponga a ciertos niveles de transformación de los roles de género, hecho que reconocemos como inevitable, irreversible, y, en muchos casos, deseable. No desconocemos ni aprobamos algunas situaciones tales como el maltrato doméstico o la discriminación. Los hombres no deben tener el derecho de golpear a sus mujeres (ni las mujeres a los hombres), y una mujer cuyas capacidades y estudios son equivalentes a los de los hombres de su entorno debe, como ellos, ser reconocida por su poder de acción, de decisión o de reflexión, sin que se tenga en cuenta, ni para bien ni para mal, su identidad sexual.

Porque en efecto consideramos que los nuevos roles de género son necesarios e inevitables, tratamos de reconocer las causas por las cuales este proceso de cambio se ha visto obstaculizado en la cultura para que, reconocidas las causas, sea posible reformular los términos y catalizar el proceso en el sentido que mejor convenga al ordenamiento social. Esta es la justificación del ejercicio que hemos realizado, y una propuesta para investigaciones futuras que vengan a confirmar o a falsear las hipótesis que aquí presentaremos10. La discusión está abierta, no sólo para feministas o para hombres que se reconocen como “culpables” de dominación. Está abierta para todos porque a todos nos concierne y sus consecuencias nos tocan en cada uno de los aspectos fundamentales de la vida individual y colectiva.

Esperamos que estas propuestas detonen la discusión y generen todo tipo de argumentos. Ellos enriquecerán nuestro estudio y la experiencia comunitaria de una transformación fundamental para el orden social colombiano y para la humanidad: el cambio de concepción contemporáneo de los roles e identidades de género.

Las respuestas feministas

El fenómeno que nos ocupa ya ha sido observado en el pasado por los teóricos de la igualdad de género11. Algunos de los discursos feministas afirman que existen mujeres que se niegan a la transformación de los roles, a los cambios en la concepción de la identidad femenina y masculina (y homosexual, en cualquiera de sus variables) y, en suma, al que se espera llegue a ser el nuevo orden del mundo. Ante este hecho hallamos diversas respuestas y explicaciones que, pese a su variedad, se orientan en general hacia el mismo supuesto: se trata de un efecto nocivo del sistema patriarcal cuyas redes de dominación no se quedan en la opresión exterior de las mujeres, sino que pasan a constituir los elementos básicos de su autorreconocimiento a través de la dominación simbólica.

Varios textos refrendan esta afirmación. Florence Thomas, entre otras,12 afirma:

Muchos se preguntarán por qué no fuimos capaces de operar esta revolución hace tiempo (y digo muchos y no muchas porque las mujeres ya conocen, o por lo menos intuyen, la respuesta a esta pregunta). Es necesario mencionar o recordar la coherencia, la cobertura, y la sutileza de la ideología patriarcal, que no dejó nada por fuera y permeó todo, absolutamente todo el tejido cultural. Este hecho permitió, y permite todavía, la complicidad y participación de las mujeres en su propia dominación13.

En otras palabras: el sistema patriarcal domina a las mujeres desde sus propios cerebros, y una vez vencidos los obstáculos exteriores (léase económicos, políticos, normativos) es necesario continuar el proceso de emancipación o “empoderamiento” de las víctimas del varón venciendo las malformaciones que éste dejó en su autoestima, en su concepción del mundo y de sus derechos y deberes como ser humano. En palabras de Cinta Canterla:

“La violencia física sobre las mujeres es sólo la punta del Iceberg de la violencia simbólica que el sistema cultural (elaborado por hombres) ejerce sobre ellas. Y dentro de este sistema, el estado político y jurídico que segrega”14.

Este supuesto general se expresa a través de múltiples variables. Encontramos, por ejemplo, textos dedicados a la demostración de que el lenguaje es en sí mismo androcéntrico, y de que el cambio de mentalidad implica una adaptación del lenguaje mismo para incluir a la mujer, gramatical y verbalmente hablando.

Dicho en otras palabras: no sólo nos movemos mal en el sistema cultural patriarcal porque no lo hemos creado nosotras ni está hecho a nuestra medida; es que además ha sido creado “contra nosotras” esto es, para mantenernos subordinadas. Estamos condenadas, pues, a realizar la crítica de todo el aparato patriarcal (con su división de los ámbitos en público y privado, con sus distintos modos de socializar a los varones y a las mujeres, con su peculiar forma de entender la autonomía, la igualdad y la justicia, sus extraños conceptos de razón y compasión, etc.) teniendo que usar un lenguaje y un pensamiento patriarcales llenos de trampas para nosotras15.

Estas teorías han obligado en algunos casos a adaptar los textos escolares (expresión de la dominación) para que incluyan en sus ejemplos tanto niños como niñas. Igualmente, han forzado la reestructuración de algunos programas de enseñanza, dada la afirmación de que son en sí mismos discriminadores y falocéntricos:

“Los profesores, los libros de texto, la elección y el contenido de los cursos tienden, todos y cada uno de ellos, a reforzar las expectativas tradicionales acerca de la función de la mujer, y a disuadir a las muchachas de adquirir los conocimientos teóricos y prácticos que necesitan para traspasar los límites que aquélla implica”16.

Asimismo, se exige la expresión discriminada por género. No se debe hablar de “niños” en general, bajo el supuesto de que tal sustantivo incluye a la clase completa de individuos, sino que han de nombrarse de continuo “los niños” y “las niñas”. Esto, llevado a los discursos políticos o de grupos sociales, trae consigo la norma de hacer mención directa de “los estudiantes” y “las estudiantes”, de “los asistentes” y “las asistentes”, etc. Incluso se llega a editar los textos remplazando la “a” que indica femenino y la “o” que indica masculino por el denso símbolo “@”, que tiene la intención de incluir tanto a unas como a otros dentro del grupo de los lectores17.

La afirmación fundamental es la de que dejar de nombrar expresamente a la mujer produce una violencia simbólica de negación, gracias a la cual lo que no se dice no existe o carece de valor dentro del imaginario colectivo18. En consecuencia, si se nombra lo femenino, éste ganará importancia y sentido dentro del orden social.

Igualmente encontramos textos dedicados a demostrar que la ciencia es androcéntrica19. No sólo porque la enorme mayoría de los científicos reconocidos son de hecho hombres, sino además porque el contenido mismo de la ciencia desconoce los valores y la visión propios de lo femenino. Francesca Gargallo sostiene:

Falocrático o patriarcal era el orden global que abarcaba desde la experiencia religiosa hasta las reglas económicas, desde la dimensión binaria del yin y el yan hasta la cliterectomía, desde la explotación de las clases hasta el racismo, el colonialismo y la hambruna… El hombre era el paradigma de la humanidad. Pero era un paradigma que de-sexuaba a la humanidad que le impedía reconocer la existencia de sexos distintos en su historia y de una diferente percepción sexuada del mundo real y simbólico20.

Florence Thomas confirma: “Pudimos entender, así, que la ciencia no era sino la visión parcial del hombre (entiéndase varón) acerca de la realidad, a pesar de que hubiera sido elevada a la categoría de universal”21.

Según estas lecturas, la ciencia empírica que sostiene la estructura del saber contemporáneo desconoce valores relacionados con la sensibilidad, con la emoción, con la capacidad de acogida de la vida en su unidad propia, para exacerbar en cambio las capacidades analíticas, que “cortan” al objeto de estudio, lo mutilan, lo agreden (tipo de actividad que se entiende como propia de lo masculino). El hecho de que la ciencia misma responda a estructuras de pensamiento coherentes con valores tradicionales de los varones pone al margen el desarrollo y el reconocimiento de la importancia y la pertinencia de otros valores, los femeninos entre ellos22.

Para consolidar el argumento se recurre a otros tipos de conocimiento, acopiados por culturas en donde la unidad, la relación mutua de los elementos y la armonía entre ellos, concentran el sentido de los fundamentos explicativos. Se afirma, en resumen, que la ciencia occidental contemporánea colabora, por su carácter masculino, a la dominación simbólica de la mujer. Y esto hace comprensible el que aún existan mujeres que, dado que no han podido liberarse de tal visión del mundo, acepten de buen grado y reproduzcan en sus hijos y allegados el sistema patriarcal.

De la misma forma tenemos estudios sobre el androcentrismo de la historia. Se encuentra que la mayor parte de relatos históricos de los diversos países y sus respectivas culturas excluyen la mención de la acción e intervención femenina, o la relegan a segundos y terceros planos de importancia, consolidando tanto en hombres como en mujeres la idea de que éstas últimas carecen de relevancia dentro de los procesos del devenir humano en general. Con ello se facilita el que algunas mujeres sigan sometidas al sistema patriarcal y consideren que ése y no otro es el orden natural del mundo:

Durante mucho tiempo, la historia fue la historia de los hombres, a los que se concebía como representantes de la humanidad. Muchos trabajos —para el periodo contemporáneo se cuentan por millares— han mostrado que las mujeres también tienen una historia y son agentes históricos de pleno derecho. Pero ya no se trata —atolladero teórico que puede llevar a contrasentidos históricos— de estudiarlas aisladamente, como si estuvieran en el vacío, sino más bien de proponer un enfoque sexuado del siglo, de introducir en la historia global la dimensión de la relación entre los sexos...23.

Para responder a tal necesidad se han creado publicaciones tales como La historia de las mujeres, o la Historia de la vida cotidiana, como mecanismos para recuperar y visibilizar socialmente el papel femenino dentro de las sociedades y sus transformaciones. Y esto sin contar, por supuesto, con la historia del proceso de emancipación del llamado “sexo débil”, tanto a nivel mundial, como en los diversos países:

“Apenas hoy empezamos a conocer esta historia tuya, la historia de tus resistencias, de tus rebeldías que hacen parte de las historias no oficiales, inesperadas, que sólo ahora estamos develando gracias a la mirada crítica que construimos poco a poco sobre el saber oficial”24.

Se han creado editoriales que se centran en la publicación de textos feministas o de género, y se han conformado grupos de estudio e investigación para profundizar en los temas y dar contenido a nuevos textos e interpretaciones. Y esto con la intención expresa de combatir los obstáculos que impiden a algunas mujeres liberarse de su condición de opresión.

Estos son sólo algunos de los aspectos y las variantes de la explicación que dan distintos tipos de feminismo sobre el problema que nos ocupa, a saber: la causa de las resistencias de algunas mujeres a la recepción de los discursos de igualdad de género.

Ante ellos, y no sin antes reconocer una parte de su exactitud y pertinencia, queremos, no obstante, objetar: encontramos insuficiente la explicación de las causas de resistencia y estimamos como problemático el supuesto del cual parte o, en cualquier caso, como discutible.

A continuación detallaremos las reservas que guardamos con respecto al argumento básico: que el sistema patriarcal se configuró como una forma de dominio unilateral de los hombres sobre las mujeres, y que tal dominación incluye sus propias mentes, al punto de convertirlas en cómplices del proceso de su explotación, vejación y esclavitud.

Sobre los supuestos

Al tipo de respuesta enunciado queremos llamarlo aquí “el discurso de la victimización”. Tal discurso es heredero de su nacimiento histórico, en el que se vinculan los primeros movimientos feministas con procesos políticos más amplios que provienen del socialismo. Aparecen en estas lecturas dos personajes antagónicos: la víctima y el victimario. En el caso del socialismo, el primero corresponde a la clase obrera o trabajadora y el segundo a la clase burguesa o terrateniente. En el caso de los primeros feminismos, el victimario viene a ser el varón y la víctima, la mujer.

Es innecesario recorrer aquí de forma detallada las descripciones de los cientos de aspectos con respecto a los cuales se muestra que no hay igualdad de derechos entre hombres y mujeres: asuntos políticos, de propiedad, de acceso a la educación, de prerrogativas de mando, de reconocimiento social, de libertad de acción, etc. La lista parece interminable.

Lo que resulta interesante para nuestro planteamiento es el hecho de que el punto de partida del proceso provenga de la estructura jurídica: lo que se pide (se exige, en algunos casos) es la igualdad de derechos efectivos.

¿En nombre de qué viene esta exigencia? De las cartas constitucionales que afirman que los derechos allí consignados corresponden a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna. Y ello incluye la discriminación por sexo. Durante algún tiempo esto no implicó contradicción ni incoherencia con el hecho de que las mujeres no tuvieran los mismos derechos que los hombres, puesto que éstas no eran propiamente ciudadanas. Y por tal razón, el primer gran movimiento feminista que registra la historia como exitoso es el de las sufragistas, puesto que lo que ganaban con ello no era simplemente el derecho al voto, sino el reconocimiento en tanto que ciudadanas, y con ello el acceso a la carta constitucional como un todo25.

Una vez reconocida la mujer como ciudadana de pleno derecho, la lectura de la ley permite identificar faltas contra la justicia en el facto de la diferencia entre las posibilidades de acción de hombres y mujeres. Y de allí, junto con las influencias socialistas, surge esta imagen de la mujer-víctima, que teniendo en sí misma las condiciones que le darían acceso a la igualdad de oportunidades, es injustamente limitada y oprimida por el sistema patriarcal26.

Uno de los ataques más sólidos a la línea de flotación de la democracia liberal es el que se deriva de la situación de las mujeres en los estados en los que está asentada. Pues si se realiza un análisis empírico de las condiciones económicas reales de las mismas, de su autonomía personal, de su disfrute de los bienes jurídicos, de su participación política, etc., lo primero que salta a la vista es que sigue estando sometida, como colectivo, a una violencia de género, que va desde la sutil falta de presencia de las mismas en los libros de textos escolares, hasta los malos tratos y violaciones, pasando por el lugar subalterno y degradado que suele ocupar en la prostitución y la pornografía. Y ante esta evidencia empírica es imposible no acabar preguntándose qué clase de Estado democrático es éste que hace que las mujeres sigan viviendo en muchos casos bajo un verdadero terrorismo que atenta gravemente contra sus derechos27.

Los discursos que parten de estas posturas afirman entonces que se ha dado a lo largo de buena parte de la historia un sistema de ordenamiento social que va en contra de los intereses de las mujeres, que las explota, las oprime y las reduce tanto en sus capacidades intelectuales como económicas, políticas, sexuales y demás28. Se afirma que este sistema fue creado por hombres, y que alcanzó tales niveles de desarrollo que llegó a convertir a las víctimas en cómplices del proceso, dado que las condicionó de tal modo que ellas no podían siquiera imaginar otro orden posible de sociedad. La pervivencia de esta “enajenación” es lo que explica, a juicio de las teorías herederas de este supuesto, la existencia en el mundo actual de mujeres que siguen siendo de una u otra forma “machistas”, esto es, que se apegan al sistema patriarcal y se resisten a las transformaciones a favor de la igualdad entre los sexos.

Duele mirar la cantidad de mujeres que son cómplices de los guerreros, la cantidad de mujeres que prefieren vivir mal acompañadas que solas, la cantidad de mujeres que no conocen su propia historia, que ignoran las luchas políticas, civiles y legales que hoy les permiten una relativa existencia como sujetas de derecho. No las culpo. Sé que detrás de ellas existe una enorme maquinaria que se encarga de reproducir ese tipo de ceguera y de ignorancia29.

Y este es propiamente el discurso de la victimización femenina ante el cual queremos presentar algunas objeciones.

En primer lugar, tal discurso supone impotencia de acción y de influencia de las mujeres dentro de la formación misma del sistema30. Al estilo de Rousseau, tendríamos que pensar en una situación ideal en la cual se hubiesen dado las condiciones para que los hombres crearan un orden social sin verse afectados por o sometidos a la influencia de las mujeres de su entorno. Sus madres, esposas, hijas tendrían que haber quedado fuera del campo de decisión, pero luego, una vez creado el sistema, ellas tendrían que haberse sometido al mismo. ¿Debemos suponer que todas las mujeres fueron sometidas por la violencia? ¿No existen, no conocían o imaginaban las mujeres que hubiesen otros mecanismos distintos a la fuerza física por medio de los cuales eliminar a su opresor o influir en sus decisiones? Todo esto parece muy poco probable y la historia nos demuestra lo contrario.

Para no sufrir la influencia femenina durante la creación del sistema patriarcal, los hombres tendrían que haber estado sin mujeres. Y eso es biológicamente imposible. Si hay un hombre, una mujer lo dio a luz, luego, cuando menos, ha tenido una madre. Y si el grupo ha de mantenerse tendrá que haber esposas y madres, y por lo mismo, hermanas, suegras, o sus equivalentes dentro de las diversas concepciones de parentesco.

Desechemos entonces los dos supuestos que se muestran insuficientes. No es probable que las mujeres desconozcan tipos de poder diferentes a la fuerza física o que los hayan desconocido en el pasado. Y no parece posible que se haya dado un período de la historia en el que los hombres hayan estado fuera del contacto y la influencia de las mujeres.

Y sin embargo, teniendo la capacidad para influir en los hombres, y partiendo de que el sistema en su conjunto las oprime y explota, las mujeres entran en el orden patriarcal y llegan a introyectarlo a tal punto que ellas se convierten en las principales reproductoras del mismo.

¿Cómo explicarlo? O bien no se dieron cuenta de que el sistema las explotaba hasta que ya era muy tarde, o bien eran incapaces de usar su influencia, o bien no creyeron que condujese en modo alguno a su explotación. Éstas parecen ser las alternativas razonables.

Las dos primeras resultan poco halagüeñas: si un orden social evidentemente agresor impide a las mujeres hacer muchas cosas que supuestamente se consideran buenas o deseables, y permite a los hombres hacerlas (esto es, otorga privilegios notables a un grupo social sobre otro), el hecho de que las mujeres no se dieran cuenta de que ello implicaba limitaciones y sometimiento haría pensar que no eran arbitrariamente consideradas como inferiores, sino objetivamente inferiores a los hombres, puesto que ellos (a juicio del discurso) sí fueron conscientes de tales ventajas a su favor. Algunas posturas parecen apoyar esta afirmación de la incapacidad de comprensión femenina. Al respecto un ejemplo tomado del texto de Kathleen Newland:

“La legislación libanesa sobre la condición personal, según el Grupo de Derechos de las Minorías radicado en Londres, es tan complicada que para la mayoría de las mujeres resultó siempre demasiado enrevesada como para comprenderla, y no digamos para combatirla”31.

En el segundo caso, bajo el supuesto de que las mujeres tenían capacidad de influencia, conocían tal capacidad, se vieron afectadas por un trato desfavorable por parte de individuos que estaban bajo tal influencia, y no ejercieron su poder, muestra una incapacidad similar a la anteriormente presentada.

El discurso de victimización supone entonces un cierto nivel de inferioridad real de las mujeres del pasado con respecto a los hombres.

La última opción niega el discurso de victimización como un todo: el sistema no explotaba particularmente a las mujeres, ellas no lo percibieron como un obstáculo y, en consecuencia, no sólo no se opusieron a él, sino que se convirtieron en las transmisoras y defensoras del mismo. En tal caso, las mujeres son tan capaces como los hombres de velar por sus intereses, pero no son realmente víctimas.

Este es el que señalamos como el primer vacío de los supuestos del discurso victimizante.

En segundo lugar, y asumiendo como ciertas las afirmaciones a propósito de la dominación masculina, aparecen algunos factores de difícil explicación, a saber: la estructura de privilegios femeninos dentro del sistema patriarcal. Resulta extraño hablar de un sistema de explotación dentro del cual una de las características que define la identidad del explotador sea la de ser proveedor, esto es, la obligación de mantener económicamente al explotado32. De hecho, la reputación social del individuo masculino se refleja en la calidad de vida que pueda ofrecer a su “sometida” y a su prole. En un interesante artículo de Mara Viveros que trata sobre la identidad masculina encontramos:

En Armenia llaman cumplidor al hombre capaz de asumir con responsabilidad todos sus deberes en todos los ámbitos de su desempeño social: el cumplidor es el buen trabajador, el padre responsable y el proveedor económico para su mujer y sus hijos33. ... “El trabajo autoriza al varón a afirmar las características asignadas tradicionalmente a su rol de proveedores para la familia, aportando seguridad material, brindando una posición social y sirviendo de intermediario con el mundo exterior: ‘Para mí el trabajo es responsabilidad y es el medio que me permite pagarles el estudio a mis hijos y tener a mi familia con cierto nivel, con ciertas comodidades’34.

En la cultura popular, en los medios de propaganda y en los comentarios de sentido común, se afirma que un hombre que posee amplios medios económicos puede contar con la compañía de las más bellas mujeres; que las mujeres reclaman del hombre que las pretende regalos, invitaciones y demás pruebas de su capacidad económica; que las mujeres usan el crédito de su marido para adquirir bienes suntuarios, etc. No podría entonces tratarse en modo alguno de explotación económica del hombre sobre la mujer.

Los discursos se detienen en el hecho de que las mujeres no podían trabajar, pero dejan de lado un detalle que a nuestro juicio es altamente significativo: el hombre tenía la responsabilidad de mantener a su mujer. De hecho, en los casos de orfandad la mayor de las hermanas asume el papel de la madre, es decir, se ocupa de la crianza de los hermanos menores, y el hermano mayor asume las responsabilidades de manutención, esto es, el papel del padre. ¿Podemos hablar seriamente de un sistema de explotación en el que quien aporta toda la base de manutención económica es el supuesto explotador? ¿Cuál es la explotación? ¿En qué consiste?

Si las mujeres no debían trabajar era fundamentalmente a causa de que su supervivencia debía estar garantizada por los varones que las tenían a su cargo, bien se tratase de sus padres, sus hermanos o sus maridos35. La gran mayoría de los privilegios masculinos en el hogar provienen de la justificación de que es el hombre quien “mantiene” a la familia.

Y esto hace problemático sostener la afirmación de la explotación femenina, y en consecuencia, el discurso de victimización.

Además del anterior, existe otro privilegio femenino dentro del sistema patriarcal, que resulta aún más delicado y de más difícil explicación: el privilegio de seguridad y protección. Podríamos incluso afirmar que el de manutención no es más que un aparte de este gran privilegio, a saber: el de que las mujeres deben estar siempre protegidas por un varón hasta el punto de que el reconocimiento social de la virilidad de un hombre dependerá, entre otras cosas, de su capacidad efectiva para cuidar de las mujeres a su cargo36.

Desde la estructura patriarcal son los hombres los que van a la guerra, son ellos los que asumen las tareas de mayor riesgo físico, son ellos los que en caso de emergencias tienen el último nivel de derecho a la autoprotección, puesto que la prioridad está dada para las mujeres y los niños. Incluso una buena parte de las reglas de cortesía y caballerosidad provienen de la misma fuente: ceder el lugar más cómodo a las damas, ayudarlas a subir escalones, a descender de vehículos, defenderlas de los comportamientos agresivos o atrevidos de hombres irrespetuosos, etc.

Algunos feminismos de corte radical interpretan este tipo de gestos y acciones como una demostración de que los hombres consideran a las mujeres incapaces de cuidar de sí mismas.

Si algo he aprendido en mi vida y en conversaciones en [Cyberateos], es que la mujer no se librará del yugo del machismo completamente hasta que deje de esperar la caballerosidad en un hombre, “La caballerosidad es el primer paso hacia el machismo” aunque a muchas mujeres acostumbradas a los buenos tratos se les dificulte entender. La idea es que una mujer verdaderamente independiente no espera a que un hombre llegue a abrirle la puerta, ella misma la abre con la misma destreza que un hombre podría; ella no es ninguna impedida, y al usar esa “ayuda” sin una razón específica (como sería el usar una silla de ruedas, donde sí lo veo oportuno), se le dice que por el hecho de ser mujer ella debe esperar ese trato del hombre, que a la larga resultará en sumisión37.

No obstante, se sigue hablando del femenino como del “sexo débil” y, por lo mismo, como de un grupo de la población que debe ser protegido y salvaguardado. Queremos insistir en este punto: cuando se da prioridad de cuidado a las mujeres sobre los hombres se afirma implícitamente que la vida de las mujeres resulta indispensable, en tanto que la de los hombres sería, comparativamente, dispensable.

¿Cómo podemos pensar en un sistema de explotación y esclavitud dentro del cual se forja un ordenamiento social que obliga al explotador a mantener a la víctima, a cuidar de ella, y en caso de que ello sea necesario, a dar la vida para que ella se salve?

Algunos pensadores de los discursos feministas afirman que los hombres van y deben ir a la guerra porque es su invento, porque se trata de una actividad típicamente masculina dado que las mujeres no tienen valores como la competencia, la agresividad y el placer por la agresión38. Más allá de lo que la historia puede decirnos sobre las mujeres y sobre la naturaleza misma de la guerra, esta objeción podría ser parcialmente pertinente en caso de acciones ofensivas. Pero en cuanto a las defensivas, en aquellos casos en los que una población, sin provocación alguna recibe un ataque y en donde, por lo mismo, no son los hombres quienes han provocado el proceso, ¿por qué resultaría evidente que son ellos y no las mujeres quienes deban ponerse en peligro para proteger la vida de los demás? ¿Hace parte esto del sistema de explotación patriarcal? ¿Cómo? ¿En qué sentido?

Se afirma igualmente que las mujeres son víctimas de la guerra, que ésta las convierte en viudas, que les arrebata a sus hijos, y que las hace con demasiada frecuencia objeto de violaciones y vejaciones como botín de guerra. Esto es lamentablemente cierto, pero no sólo no altera al argumento sino que lo confirma. La violación sistemática de mujeres en los enfrentamientos militares obedece a la lógica de la humillación del enemigo. Los combatientes violan a las mujeres como prueba de la impotencia de su contrincante para defenderlas, y con ello niegan su hombría. Se trata de humillar a quien tenía bajo su responsabilidad el cuidado de las mujeres tomadas, mostrándole hasta qué punto fracasó.

Cierto, las mujeres quedan viudas; sus maridos mueren. Las mujeres pierden a sus hijos; sus hijos mueren. Las mujeres sufren, cierto; los hombres mueren, son mutilados, heridos, castrados, cegados. Muchas mujeres mueren en las guerras. Eso es verdad. Y también es verdad que sus parientes varones tienen que haber muerto antes que ellas tratando de defenderlas. Tal es el orden y la exigencia social de las estructuras patriarcales. Las mujeres se ven sometidas al desplazamiento forzoso. Eso es igualmente preciso. Sus maridos e hijos se quedan tratando de proteger su tierra, o mueren intentando defender a su familia.

¿Cuál es el sistema de explotación patriarcal? No resulta de fácil comprensión.

Las mujeres no deben trabajar, pero los hombres deben mantenerlas. Las mujeres deben quedarse en casa, en el lugar más seguro, pero los hombres deben enfrentar al mundo con todos sus riesgos y caer en él si es necesario para cuidar de su familia. Las mujeres no deben participar en política, actividad que hasta hace un poco más de un siglo implicaba defensa militar, ataques directos, atentados, sabotajes, envenenamientos, agresiones. Esa es una actividad reservada a los hombres. ¿Cuál es el sistema de explotación patriarcal? No resulta en absoluto evidente. Afirmamos en suma que los privilegios femeninos en la estructura social del patriarcado surgen como obstáculos para aceptar sin más los argumentos que provienen del discurso de victimización.

Efectos secundarios

Hemos planteado algunas objeciones al discurso, a partir del reconocimiento de los argumentos básicos, tratando de señalar las debilidades que observamos en los mismos. Querríamos ahora volver sobre los hechos para señalar algunos efectos secundarios, algunas consecuencias poco deseables del proceso de transformación de las concepciones de género y de los discursos mismos, que podrían explicar hasta cierto punto las reservas que guardan algunas mujeres al respecto, y que las inclinan a conservar posturas u opiniones más cercanas al tradicional sistema patriarcal.

En primer término nos detendremos en uno de los aspectos que se estima como más desarrollado y benéfico respecto al cambio en los roles de género: la inclusión definitiva (y probablemente irreversible) de la mujer en el mundo de la productividad económica, hecho que, se reconoce, no proviene exclusivamente de las reivindicaciones políticas femeninas, sino además de las exigencias del mercado y del sistema de producción39.

Innegablemente, las estadísticas nos muestran que las mujeres se han convertido, en particular a partir de la segunda mitad del siglo XX, en parte integral de los renglones productivos de la sociedad. Esto ha traído para ellas independencia económica, y, gracias a ello, libertades y derechos a los cuales no podían tener acceso en tanto que dependientes, y esto podría verse en gran medida como una consecuencia deseable:

Es frecuente, entre autores de las más variadas tendencias —entre analistas que consideran como únicos factores determinantes las dimensiones materiales y como únicos índices expresivos las referencias cuantitativas, descuidando así la esfera de las significatividades— afirmar que la liberación de la mujer empezó en el momento en que ésta se integró socialmente en el ámbito productivo. Es cierto que la evolución del complejo proceso industrializador determinó coyunturalmente la vinculación de la mujer a la esfera económica en cuanto unidad productiva, y que así la mujer accedió a ser realidad para unos parámetros de medida que le confirieron (y le confieren) un “valor social”. No cabe duda: la integración de la mujer en el mercado laboral reconocido socialmente (por el hombre) estableció las bases para una modificación de las relaciones humanas. Esta modificación se sitúa en diferentes niveles interrelacionados; de ellos hay dos que parecen especialmente significativos, siendo por eso mismo los más conocidos. La vinculación de la mujer a la esfera económica socialmente reconocida la ha “sacado” del hogar, lo cual le ha conferido una independencia económica que le permite asumir una autonomía humana frente al cónyuge. Al mismo tiempo, esta integración de la mujer en el mercado de trabajo inició una presencia en el espacio público que, de alguna manera, la condujo a influir en decisiones de orden laboral y político. Estas modificaciones son substancialmente positivas, y probablemente han constituido factores determinantes para que el campo de los posibles abierto por las precursoras haya dejado un residuo de realidad con pertinencia histórica40.

La contrapartida viene del hecho de que, siendo las mujeres tan capaces como los hombres para responder económicamente por su manutención y la de los suyos, y al haber perdido el hombre la obligación social de proveer la subsistencia de su pareja, una de las consecuencias ha sido el fenómeno de la “doble jornada”. Las mujeres, que se liberaron del dominio opresor del varón que las obligaba a permanecer en casa y cumplir con las labores del hogar, deben en la actualidad, en muchos casos, cumplir con su quehacer productivo y llegar a sus hogares a realizar las tareas propias de un ama de casa41. Algunas mujeres consideran que tal cambio no es propiamente una ganancia.

Este problema se podría solucionar, a juicio de ciertos discursos, si el hombre participara tanto como la mujer en el cuidado de la casa y de los hijos. Esto viene ocurriendo de hecho en algunos sectores de la población. No obstante, el problema seguiría existiendo en el caso de las familias monoparentales, cuyo número es indudablemente creciente.

Otro efecto secundario ha sido la transformación de las estructuras familiares. El hecho de que la mujer pueda mantenerse a sí misma y a sus hijos, ha traído como consecuencia el que no esté dispuesta a mantener relaciones maritales dentro de las cuales se vea cohibida o limitada. Dado que indudablemente en muchos casos la pareja estable implica concesiones indeseables, las separaciones, los divorcios, las familias monoparentales y demás fenómenos conexos han crecido notablemente y en paralelo con la inserción creciente de las mujeres en el mundo laboral. Las nuevas estructuras familiares, que pueden traer consigo importantes ventajas para el ordenamiento social, piden sin embargo lentos y complejos procesos de adaptación, y la creación de mecanismos alternativos para la solución de necesidades del grupo humano que eran resueltas previamente por la familia tradicional. La ausencia de las madres exige la creación de múltiples instituciones de remplazo, tales como guarderías y colegios. La pérdida de unidad familiar exige regulaciones jurídicas complejas del traspaso de bienes patrimoniales. La ruptura de las familias extensas requiere de la formación de nuevos mecanismos para el establecimiento de redes sociales de apoyo.

Durante el proceso de adaptación del orden social a las nuevas necesidades que impone la reciente geografía de la estructura familiar, los vacíos institucionales producen daños sociales, puesto que no todas las madres que trabajan tienen acceso a instituciones de remplazo, no todos los grupos familiares complejos cuentan con respaldo jurídico para orientar con justicia el traspaso de los bienes patrimoniales, no todas las familias que han perdido sus redes de apoyo pueden acceder a grupos alternos que cumplan con esta función.

Algunas personas en general, y algunas mujeres en particular, consideran por tanto que el cambio de roles de género y sus consecuencias no son, en ciertos casos, tan convenientes para el orden social como un todo.

Otro efecto secundario del proceso de transformación de los roles de género ha sido la erosión de una buena parte de los valores morales tradicionales con respecto a la sexualidad, y el temor que tal erosión provoca en algunos grupos de la población, que aún no pueden imaginar nuevos tipos de moralidad. Mientras para algunos este cambio de valores es un triunfo de la civilización, una ruptura de los viejos tabúes que trae consigo nuevas y enriquecidas versiones de las relaciones de pareja, junto con la opción de una elección más libre y equilibrada del compañero de vida; para otros, los más conservadores, este cambio es una prueba de la degeneración del mundo social. Para estos últimos se trata de un cambio desfavorable, y dado que ven su origen en las transformaciones de los roles de género, miran con sospecha y desagrado este fenómeno y guardan profundas reservas al respecto.

Un hecho histórico determinante al respecto ha sido la aparición de los métodos artificiales de control de la natalidad:

“Ello quiere decir que ha terminado, o empieza a terminar, el control por parte del otro sexo del cuerpo femenino fecundo y de sus frutos. A este resultado han contribuido el desarrollo económico, que ha desatado muchos vínculos de dependencia familiar, y la medicina, con la disminución de la mortalidad infantil, y los métodos anticonceptivos...”42.

Mecanismos que ofrecen altos porcentajes de eficacia en la prevención de embarazos, sin limitar los contactos sexuales, han transformado —cuando menos en las culturas occidentales contemporáneas— la concepción del valor del sexo. Mientras que a lo largo del siglo XIX y en los inicios del siglo XX éste fue considerado primariamente como un medio para la reproducción humana y social, a partir de la aparición de “la píldora”, y más adelante con el perfeccionamiento de las técnicas contraceptivas, el placer se convierte en el valor primario asociado a la sexualidad, desplazando la procreación a un segundo nivel. La contracepción facilita además la inclusión estable de la mujer en los sistemas de producción, al permitirle controlar el número de hijos y con ello los posibles períodos de interrupción de su quehacer laboral. Gracias a este cambio se hace posible el acceso de las mujeres a libertades y derechos sexuales de los que carecían en el pasado. Tal libertad parece ser una consecuencia deseable.

Ahora bien, junto con este cambio se producen procesos sociales en los cuales los valores morales tradicionales sobre el sexo desaparecen: se pierde la necesidad de exigir virginidad a las futuras esposas, se pierde parcialmente la gravedad del adulterio, desaparece la figura del hijo bastardo, se fractura la separación entre las identidades sexuales dando paso a diversos niveles de reconocimiento social de identidades no heterosexuales.

El sexo, pensado como placer, surge como un centro simbólico de particular utilidad para la publicidad y venta de mercancías de toda naturaleza y, en consecuencia, se masifica y se expresa de formas cada vez menos sutiles. El cine, la música, las propagandas, se ven invadidos por referencias directas o indirectas al sexo y al placer sexual.

Esta evidente y marcada ruptura con los antiguos valores produce temor y rechazo en las poblaciones más tradicionalistas, en particular ante los hechos que de ello se siguen: la creciente cantidad de madres solteras, de segundas y terceras nupcias, los matrimonios homosexuales, la aparición de bares gay, las expresiones crecientes de liberalidad sexual, la precocidad de las relaciones prematrimoniales, el turismo sexual, los casos frecuentes de pederastia, el crecimiento y desarrollo de las redes de trata de blancas y de prostitución, etc.

Algunas personas, que aún no pueden imaginar nuevas normas de moralidad alternativas, estiman que el cambio trae consigo una degeneración del orden social que en el largo plazo podría resultar nefasta. En consecuencia, se refugian en los valores tradicionales, en las estructuras heredadas del sistema patriarcal.

Finalmente, y acercándonos a un fenómeno que corresponde tanto a los hechos como a los discursos de igualdad, observamos otro efecto secundario del proceso de transformación de los roles de género, que se refiere a las afirmaciones y actitudes de agresividad y de ruptura entre los grupos sociales masculinos y femeninos. Si bien una parte de los cambios efectivos en las estructuras sociales, jurídicas y económicas obedece a factores ajenos a los discursos de igualdad, las justificaciones de buena parte de estos cambios se han servido históricamente de argumentos que provienen de ellos, y, en particular, del planteamiento de la victimización. Este discurso, bien vale la pena reconocerlo, ha sido operativo y eficaz dentro de una parte del proceso de transformación.

No obstante, el discurso de la victimización supone y plantea abiertamente una lucha entre los hombres y las mujeres, afirmando que el acceso creciente de estas últimas a sus derechos implica un cierto tipo de enfrentamiento contra el victimario tradicional, esto es, contra el varón. Algunas feministas tratan de negar esta creencia:

Muchas mujeres y casi todos los hombres le tienen miedo o desprecio a las feministas porque tienen una idea equivocada de lo que significa el feminismo y de lo que queremos las feministas. Es más, muchas personas creen que el feminismo es la otra cara de la moneda del machismo, porque les han hecho creer que el feminismo es el odio a los hombres, como el machismo es el desprecio por las mujeres, aunque esté disfrazado de caballerosidad43

En Siete mitos sobre el feminismo, Florence Thomas afirma:

“Primer mito: las feministas han declarado la guerra a los hombres. Ninguna feminista declara la guerra a nadie. Construyen la vida y otra manera de vivirla. Creo que tenemos suficiente con las guerras que nos han declarado los hombres en las cuatro esquinas del planeta”44.

Las citas anteriores confirman que existe una idea común que relaciona a las feministas con ese enfrentamiento entre hombres y mujeres. Tal idea proviene sin duda de sus comunes formas de expresión que se plantean continuamente en términos de la “lucha” por la liberación, y la desconfianza contra los hombres. En el mismo libro de Florence Thomas encontramos:

“No olvidemos que, en este caso, el opresor muy a menudo es el hombre que creemos amar y el padre de nuestros hijos e hijas, hecho que explica en gran parte lo desgarrador que significa para muchas de nosotras pasar de la casualidad de haber nacido mujer a la conciencia crítica de lo que significa ser mujer en una sociedad patriarcal”45.

Esta actitud, llevada a extremos, plantea la conveniencia de mantener relaciones exclusivamente entre mujeres46, hasta el punto de afirmar que la libertad y el crecimiento de éstas como seres humanos sólo puede darse con propiedad dentro de sus relaciones mutuas, esto es, excluyendo sus nexos con los hombres:

Muchas mujeres han optado por vivir cultivando relaciones con otras mujeres y reduciendo las relaciones con los hombres al mínimo indispensable; algunas han hecho de esto una opción política fuerte. Dicen estas mujeres: “Nuestras vidas han mejorado. Tenemos más tiempo, más seguridad, más energías, más libertad. La relación con otras mujeres nos ha vuelto más inteligentes y más autónomas. El día en que nos dimos cuenta de que los hombres nos resultaban superfluos, fue un gran día”. Se puede decir más: es en la relación de mujer con mujer donde se forma el sentido libre de la diferencia femenina; sin ella lo que habría sería un reflejarse en el otro y no podríamos hablar de libertad femenina47.

Por estas razones, con frecuencia el discurso feminista se ve asociado en el imaginario común con actitudes agresivas y recriminatorias (que, por demás, no coinciden con los valores clásicos de la feminidad) ante las cuales aparecen resistencias y prevenciones de todo tipo.

Muchas mujeres no parecen estar dispuestas a entrar en conflicto con sus padres, sus hermanos, sus parejas y sus hijos por el hecho de ser varones, ni consideran que tal postura sea justa, equilibrada o políticamente correcta. Muchas mujeres no se muestran de acuerdo con las actitudes de agresividad en contra de lo masculino, fuente por demás de su atracción, complemento de su concepción de familia y de realización personal. Para ilustrar este punto recurrimos a un estudio de Cornelia Butler sobre las novelas en Latinoamérica, objetos que reflejan el imaginario colectivo:

En más de la mitad de las novelas de América Latina, el argumento respondía a uno de estos dos esquemas: una heroína demasiado independiente hallaba la felicidad sometiéndose, finalmente, a un varón dominador; o bien un hombre descarriado se veía inducido a abandonar el mal camino por el ejemplo de una mujer amante y paciente que nunca se quejaba ni le hacía objeto de reproches.

En este mundo de ficción, la felicidad no se obtiene por el propio esfuerzo sino gracias a la intervención milagrosa de un varón atractivo. La raíz de los problemas es siempre personal, y tales problemas no tienen nunca su origen en las opresivas circunstancias sociales. El matrimonio es siempre el objetivo final de una mujer; la maternidad más bien que una seria carga es una recompensa o el fruto de una decisión48.

El mismo texto presenta un estudio sobre las revistas contemporáneas para mujeres:

Un signo claro de la falta de liberación es la obsesión que muestra la mayoría de estas revistas de nuevo cuño por el arte de atraer y manejar a los hombres. Una característica que las distingue fundamentalmente de sus predecesoras: una actitud desenfadada, casi mercenaria respecto al sexo. Su idea de cuál sea el objetivo último de una mujer no ha cambiado (conseguir un hombre), pero el arsenal de las mujeres se ha ampliado. El camino para alcanzar el corazón del hombre ha dejado de pasar por su estómago49.

Las madres no presentan una marcada disposición a limitar sus afectos por sus hijos varones so pretexto de que se trata de potenciales dominadores. De hecho, tienden más bien a reproducir los modelos patriarcales al educar a sus hijos dentro de los cánones tradicionales de la concepción de lo masculino y lo femenino: son normalmente las madres las que obligan al hijo varón a proteger a sus hermanas y a éstas a tener cierto tipo de cuidado y servicio para con los varones de la casa.

Más allá de las inclinaciones o preferencias afectivas de las mujeres, lo que aquí nos interesa presentar es el hecho de que, se quiera o no, la reproducción humana y social requiere del concurso de los dos sexos50. Por tanto, los discursos que de una u otra forma plantean rupturas entre estos grupos sociales de mutua dependencia podrían generar escisiones en el orden cultural. Si bien esto no es un hecho (o no lo es de forma masiva), resulta claro que no sería deseable. Ciertos niveles de intuición con respecto a este potencial problema podrían justificar parcialmente las reservas que guardan algunas mujeres sobre la plena asimilación de los discursos de igualdad de género.

Si a esto sumamos la pérdida parcial del privilegio de manutención y la amenaza de la pérdida del privilegio de seguridad, creo que podría hacerse más comprensible y menos deleznable la actitud de rechazo de algunas mujeres ante los mencionados discursos, y su apego a una parte o la totalidad de los valores y las estructuras “machistas”, esto es, patriarcales.

Alternativas

Hasta el momento hemos presentado el problema, a saber: las resistencias que presentan algunas mujeres a la recepción de los discursos que abogan por la igualdad de género; las explicaciones que tales tipos de discurso dan al hecho en cuestión, las debilidades que observamos en los supuestos básicos de estas respuestas, y los efectos secundarios del proceso que podrían justificar de otro modo el fenómeno objeto de nuestro estudio.

Queremos finalmente proponer una respuesta propia, discutible y sujeta a variaciones y ajustes, tal y como debe ser toda afirmación de una investigación. Nuestra propuesta es la siguiente: unidas a la costumbre, a los privilegios que se quiere conservar, a la inercia del “habitus”, pensamos que las causas de las resistencias a la recepción del proceso de asimilación de las concepciones de igualdad de género pueden estar dadas por los límites propios del discurso.

Ésta es una afirmación problemática y controvertible. Se trata de reconocer como limitada e históricamente situada a una teoría que pretende sustentarse en los derechos humanos y que por lo mismo se afirma como universal y atemporal. Resulta necesario, por lo mismo, señalar con claridad cuáles serían esos límites que, pretendemos, existen y ponen coto a las pretensiones de universalidad del discurso.

En primer término, podemos hablar de una limitación que proviene de las condiciones sociales de producción y de ordenamiento social, histórica y geográficamente determinadas: se trata del sistema de producción industrial y del ordenamiento urbano de la sociedad.

Hoy, gracias a las lógicas económicas, sociológicas y políticas, como la modernización, la industrialización, la urbanización, y últimamente la internacionalización de la economía, las condiciones materiales para una verdadera revolución de la condición de las mujeres se han dado, y ellas, apoyadas por los aportes de las teorías feministas, los estudios de género y las demandas de los movimientos sociales de mujeres, se han visibilizado y constituido en sujetos políticos y de derecho51.

A este respecto, uno de los sucesos históricos determinantes que marcó la inclusión de las mujeres en los renglones productivos de la sociedad fue la Primera Guerra Mundial:

La guerra se convierte en una guerra moderna, en una guerra total que moviliza todos los espíritus y se libra en dos frentes: el battlefront y el homefront, el primero casi exclusivamente masculino; el segundo, donde las feministas, con mayor o menor éxito tratan de implicarse, mayoritariamente femenino52.

…a comienzos del año 1918 su número llega a 400.000, esto es, un cuarto de la mano de obra total (un tercio en la región parisina), y se erigen en verdaderos símbolos de la movilización femenina en Francia, así como de la penetración de las mujeres en sectores tradicionalmente masculinos53 .

La salida de los sistemas de economía de subsistencia, la integración en procesos de producción en serie, que dependen de economías de intercambio, y la consecuente formación y ampliación de los grandes centros urbanos, generan cambios significativos con respecto a dos aspectos particulares de especial relevancia para nuestro tema. De un lado, la producción industrial y el mercado de servicios abren campos de producción que no requieren directamente del uso de una marcada fuerza física ni implican elevados niveles de riesgo, y que, por lo mismo, son accesibles para las mujeres. De otro lado, los centros urbanos concentran instituciones y redes de protección que reducen notablemente el nivel de peligrosidad del ambiente, y proveen estructuras de remplazo a la presencia de la madre en el hogar para el cuidado básico de subsistencia de los hijos. Finalmente, los centros urbanos, que funcionan con economías de intercambio, facilitan el acceso a métodos confiables de contracepción, con lo cual se cataliza el proceso de inserción de las mujeres, de una forma estable, al proceso de producción.

Dado que hemos afirmado que una de las condiciones previas de subsistencia del orden social patriarcal trataba de garantizar los bienes y la protección de las mujeres y su prole, al establecerse un sistema en el cual su actividad puede, sin riesgo, proveerlas, y hacerlo de forma estable (gracias a la contracepción), proporcionándoles simultáneamente los medios para asegurar el cuidado de sus hijos, en tales condiciones se hace innecesaria la dependencia de las mujeres, y por tanto, tiende a aumentar su receptividad a los discursos de igualdad. Bajo esta afirmación podríamos suponer que sólo en la medida en la que las mujeres puedan proveer por sí mismas (con la ayuda del sistema) los medios para satisfacer sus necesidades básicas de subsistencia y con el mínimo de garantías que hacen paralelo con aquellas que recibían del sistema patriarcal, tenderán a aceptar y defender propuestas relacionadas con la igualdad de género. En consecuencia, en caso de no contar con tales condiciones, tenderá a reproducirse por parte de las mujeres el modelo social tradicional, los roles de género adscritos a tal modelo, y las formas de comportamiento “machistas”. Este es el primer límite del discurso de igualdad de género: las condiciones sociales de posibilidad.

En segundo término, podemos afirmar que una parte de las resistencias puede obedecer a límites que provienen de los contenidos y las formas del planteamiento tal y como se han presentado históricamente hasta nuestros días. Nos referimos con esto al discurso de la victimización.

En el caso de mujeres que trabajan, que de hecho se encuentran en condición de responder por sus necesidades y las de sus hijos, y que por tanto, han asimilado una parte de los discursos de igualdad, se observa sin embargo, el rechazo al discurso de victimización. Podemos proponer varias causas de este fenómeno. Inicialmente, el plantear el problema en esos términos obliga a las mujeres a afirmarse como “víctimas”, lo que supone una condición de inferioridad. Dentro de los órdenes sociales se dan de continuo negociaciones entre hombres y mujeres, más aún a partir de la inclusión de éstas en el campo laboral. La posición de víctima reduce los márgenes de maniobra, porque pone las decisiones de las negociaciones reiteradas en manos de uno de los actores y del reconocimiento de su culpabilidad histórica para que finalmente otorgue alguna “oportunidad” a quien explotó y limitó en el pasado. La víctima depende de la presión que pueda ejercer sobre la conciencia del victimario, de quien en algunos aspectos reconoce que depende, o con respecto al cual se encuentra en condiciones de debilidad. Luego, pese a lo que pueda parecer a simple vista, para algunas mujeres fenómenos como “la ley de cuotas” y similares, en vez de abrir espacios de acción, afirman públicamente que éstas no podrían acceder a puestos de decisión por sus capacidades propias y que por lo mismo se les debe reservar un cupo en los centros de responsabilidad en los que se les ha de recibir. Y esto es, desde cualquier punto de vista, inconveniente dentro del proceso de negociación.

Pero, además, esta victimización termina neutralizando algunas de las herramientas de influencia tradicionales del género femenino como son la apelación a su propia debilidad y a su capacidad de atracción, a su feminidad, para “salirse con la suya”.

...a pesar de que las mujeres de todos los países reconocen la autoridad del varón, incluso a nivel dual, son más numerosas las veces en que se “salen con la suya” que las que no, valiéndose de su talento femenino para convencer al hombre.

La idea de que en los grupos de dos, o en los grupos familiares, el “verdadero” poder es el controlado por la superior capacidad emocional de la mujer, es virtualmente contraria a la teoría de los ambientalistas, de los psicólogos de la conducta y de las feministas. Pues semejante idea subraya el aspecto positivo, engendrador de poder, de la feminidad y supone que la disminución de la conducta femenina, deseada por las feministas, obligaría a las mujeres a tratar a los hombres en términos masculinos, y esto conduciría inevitablemente a una disminución del verdadero poder de la mujer54.

José Lorite Mena explica este hecho valiéndose de argumentos etológicos:

La hembra aparece sexualmente a través de aquellas señales que la hacen atrayente para el macho. Al mismo tiempo, y de una manera compensatoria, la hembra ha inhibido adaptativamente aquellos órganos, estructuras o señales que frente al macho no estimulan la atracción sino la competencia. Aparecer sexualmente, para la hembra, implica, compensatoriamente, desaparecer agonísticamente55.

La metáfora etológica explica que el tipo de poder que la mujer tiene sobre el hombre proviene primariamente de la atracción que pueda inspirar en éste y en el hecho de no provocar en él la competencia que tendría con los miembros de su propio sexo. La autoafirmación de la debilidad y de la dependencia es con frecuencia una herramienta de manipulación gracias a la cual las mujeres han conseguido hacer valer su voluntad.

Herramienta que curiosamente se repite y aparece en el hecho mismo del discurso de victimización, pero que conduce, a través de él, a la pérdida de eficacia de este mecanismo de acción: porque la mujer afirma carecer de fuerza física el hombre realiza los trabajos manuales que implican cargas de objetos pesados, manejo de animales agresivos, enfrentamientos con grupos sociales atacantes. La victimización femenina utiliza este mecanismo, pero pide la igualdad y ésta implica el reconocimiento de la paridad de potencia entre hombres y mujeres, y neutraliza por tanto la posibilidad de seguir utilizando en el futuro este medio de negociación que ha sido tradicionalmente eficaz. Porque muchas mujeres no están dispuestas a limitar esta capacidad de influencia se resisten, no a la igualdad de oportunidades en asuntos económicos, sociales, sexuales o políticos, pero sí a la afirmación de la victimización orientada al fin de la igualdad plena entre hombres y mujeres.

De otro lado, otra causa de rechazo a los discursos de victimización proviene de la experiencia directa y de la percepción de casos concretos de la memoria histórica. La victimización implica reducir la imagen de las mujeres del pasado, que asumieron y transmitieron el sistema patriarcal (madres, abuelas), bajo la mirada compasiva que las considera como humilladas, manipuladas y cómplices del mecanismo que produjo su propia explotación56. Esto no coincide con la biografía de buena parte de nuestras antecesoras, a quienes en justicia reconocemos como personas capaces, brillantes, potentes, dueñas de sus decisiones y de una parte de las de sus parejas. La memoria de las mujeres del pasado nos remite más bien al poder de acción y de influencia que a la imagen de la víctima sometida. Y muchas mujeres no están dispuestas a negar o a poner en entre dicho la fuerza, determinación y poder de acción de sus progenitoras en nombre del discurso de victimización.

Pero final y fundamentalmente, porque muchas mujeres no están de acuerdo con la idea de negar o poner en duda, negociar o perder el privilegio de seguridad. Si, de hecho podemos encontrar casos de mujeres que son o quieren ser mantenidas económicamente por sus parejas (de donde viene el sueño popular del “marido rico”, y una parte de los imaginarios de ascenso social a través de un matrimonio exogámico con respecto a la clase social, que se muestra en las telenovelas, en el cine y en relatos similares), vemos con mayor frecuencia el reclamo de protección y la confirmación por parte de las mujeres del suyo como “sexo débil”.

Muchas mujeres exigen tratamientos de caballerosidad: el hombre debe dar el primer paso dentro del cortejo, debe cuidar de la mujer, debe ser respetuoso y delicado (“detallista”), debe defender a su pareja, debe cuidar tanto de ella como de sus hijos, debe ponerse en riesgo si es necesario para protegerla de abusos o maltratos de cualquier naturaleza. Estas exigencias siguen enteramente presentes dentro del campo social, y con mayor razón cuando no hablamos simplemente de la mujer sino de la madre57.

En suma, son los hombres quienes primariamente deben asumir las actividades de más alta peligrosidad (salvo si las mujeres quieren voluntaria y libremente ejecutarlas), tales como la defensa física del territorio. Claramente estas exigencias no responden al principio de igualdad entre los sexos puesto que las mujeres reciben mayores beneficios que los hombres al verse excluidas de las acciones de riesgo y cobijadas por el imaginario social que obliga al varón a protegerlas.

En Colombia, por ejemplo, se ha intentado proponer que tanto mujeres como hombres presten servicio militar obligatorio: si las mujeres quieren ser iguales en cuanto a los derechos, deberían ser iguales también en cuanto a los deberes. Y uno de ellos es el servicio militar.

La propuesta nunca ha podido avanzar, y lo más que se ha permitido plantear, y no ha sido aprobado, es la posibilidad de que ellas presten un servicio “social” obligatorio; es decir, en los centros urbanos y fuera de las zonas o situaciones de alto nivel de riesgo:

La Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz (IMP), manifestó su rechazó al proyecto de ley que modifica el servicio militar obligatorio y que busca incorporar a las filas del ejército a las mujeres “cuando las circunstancias del país lo exijan”. Esta iniciativa fue presentada por el Ministerio de Defensa, el pasado 24 de abril en la Comisión Segunda de Senado y va para primer debate... Insistimos en que el Estado no puede bajo ningún pretexto y mucho menos el de la igualdad y equidad involucrar a la población civil en el conflicto armado ya que esto conduce a más víctimas y muertes y apoyamos la objeción de conciencia de todos aquellos jóvenes, hombres y mujeres que decidan no prestar el servicio militar ni ir a la guerra. Insistimos en que las mujeres no parimos hijos para la guerra sino para la paz y nos negamos a ser reclutadas y a ser actoras del conflicto.

De la misma manera, se vería afectada la libertad de conciencia de las mujeres que por diferentes razones no pudieran o se rehusaran a prestar este servicio social, puesto que se les reclutaría obligatoriamente. Es decir, objetar en este sentido se castiga con la minimización de la libertad individual. Pero la objeción de conciencia de las mujeres puede ser producto menos de sus convicciones personales como del hecho de ser madre. Si contemplamos el problema no como el reclutamiento de mujeres sino como el reclutamiento de madres, podremos ver mejor la desproporción de las políticas de gobierno frente a la guerra, y del absurdo del reclutamiento obligatorio a madres que no pueden prestar servicios sociales. Es más, con la crianza y manutención de sus propios hijos están ya llevando a cabo un “servicio social”58.

La sociedad no tolera la idea de enviar al frente de batalla a mujeres. Algunas van por su voluntad, tanto a favor como en contra de las instituciones del Estado, o forzadas por la situación de violencia de su región. Pero de ahí a aprobar políticamente el que las niñas que terminan su bachillerato, tanto como los varones, sean sometidas a entrenamiento militar y eventualmente enviadas a combate, hay un abismo. La sociedad colombiana no tolera ni siquiera la propuesta.

Lo que destacamos en suma es el hecho de que las mujeres no parecen estar dispuestas a perder el derecho a la protección por parte de los hombres. Llevado al límite, el discurso de victimización sostiene este privilegio, dado que la mujer debe ser tratada de una forma diferencial —léase preferencial— , mientras se equilibra la estructura social (equidad); pero esto debería conducir teóricamente a la igualdad, no sólo de derechos sino de deberes. Y muchas mujeres (y hombres) no están dispuestas a asumir, ni personalmente ni en su prole, estas obligaciones y la pérdida de los privilegios que provienen del sistema patriarcal.

Así, el límite que tratamos de señalar proviene de la formulación de la propuesta de igualdad en términos de victimización y de la necesidad de conservar en el nuevo ordenamiento de los roles de género, cuando menos, el privilegio de protección femenina propio de las estructuras tradicionales.

En último lugar hablaremos de los límites que imponen al discurso las consecuencias del cambio de los roles de género con respecto a las estructuras familiares. Las nuevas formas de familia, tal y como lo señalamos anteriormente, exigen estructuras sociales que resuelvan las necesidades de las que se ocupaba la familia tradicional. María Jesús Izquierdo plantea que las propuestas feministas generan un choque entre las mujeres “individualistas” y las “familistas” puesto que lo que conviene a las primeras se convierte en un obstáculo de acción para las segundas:

Las medidas de acción positiva favorecen los intereses de aquellas mujeres que adoptan el modelo individualista, las que quieren ejercer una profesión y tener autonomía económica. Sin embargo, esas mismas medidas son contrarias a los intereses de aquellas mujeres que adoptan el modelo familista y se convierten en amas de casa… [aun más] las amas de casa son precisamente aquellas a quienes perjudica la acción positiva. Las amas de casas con su trabajo silenciado, cubren las deficiencias del Estado de bienestar. Hacen cola en la Seguridad Social, resuelven los trámites con la Administración, se encargan de que los niños vayan a la escuela, llevan ropa limpia a los enfermos en los hospitales…. Compensan con trabajo añadido la pérdida de valor adquisitivo de los salarios de sus hombres59.

En el sistema patriarcal el ordenamiento de parte de la producción, de la distribución de bienes, de la protección de los débiles o enfermos, de las obligaciones de solidaridad en casos de emergencia, y demás necesidades sociales provenía de las redes familiares. La transformación de los roles ha traído la disolución o mutación de esta institución de base, y en consecuencia, entre las comunidades dentro de las cuales no existen o no se han desarrollado suficientemente las instituciones capaces de proveer soluciones a las antedichas necesidades, encontraremos oposición y resistencia a la recepción de nuestro objeto de estudio.

Y éstos son, en suma, los que queremos señalar como límites del discurso y como causa fundamental de las resistencias de algunas mujeres a la recepción de los discursos de igualdad de género.

Post escriptum

“Alguien que cuide de mí, que quiera matarme…y se mate por mí”. La letra de esta canción es un reflejo de necesidades de subsistencia de los grupos sociales. Y aunque el mundo contemporáneo requiera indudablemente de un serio replanteamiento de las relaciones y los roles de género, que nos aproxime a la paridad, tales cambios sólo pueden realizarse con eficacia si se tienen en cuenta su condición histórica, su pertinencia y sus límites. Pero, ante todo, las necesidades sociales a las que debe responder. La violación de esta conciencia de limitación del discurso obstaculiza su acción y su plena asimilación dentro del entramado social.

Proponemos entonces que se piense una forma de paridad que parta de las condiciones del entorno, que se formule bajo términos ajenos al discurso de victimización, que respete el privilegio de seguridad y ofrezca razonables concesiones a cambio de él. Proponemos que se piensen y se estudien también las implicaciones que las transformaciones de las que hablamos traen para el sexo masculino, para la dependencia mutua, para las nuevas estructuras familiares y sociales. Proponemos que la inclusión de las mujeres en espacios que les estaban restringidos en el pasado considere la inclusión de los hombres en los territorios que habían estado vedados para ellos. Proponemos pensar nuevas feminidades y masculinidades bajo la lógica de la complementariedad y la justicia tanto para unas como para otros. Proponemos la posibilidad de pensar a la sociedad colombiana en particular, y humana en general, como la unidad indisoluble de sus miembros, de tal manera que no sea preciso exigir prerrogativas que sacrifiquen a unos en nombre de otros: que en política no se espere que las mujeres aboguen primariamente por sus intereses, dejando de lado los intereses sociales y nacionales; que en educación se capacite a las personas y se haga investigación desde distintas perspectivas del conocimiento sin recriminar o despreciar algunas de ellas por criterios de género; que el lenguaje pueda utilizarse libremente, sin la obligación de hacer diferencias entre los seres humanos para que ellos se sientan reconocidos como conjunto.

En suma, proponemos un tipo de reflexión sobre el género que incumba a todos, que acoja a todos, que preocupe a todos, sea cual fuere su sexo, su identidad o inclinación. Esa es nuestra propuesta y la intención con la cual fue escrito este documento.

 


1 Sobre el concepto de género nos serviremos de una definición que aparece en el texto de Martha Lamas, “Una oposición binaria básica, la de hombre/mujer, genera una simbolización de todos los aspectos de la vida. El género es el conjunto de ideas sobre la diferencia sexual que atribuye características ‘femeninas’ y ‘masculinas’ a cada sexo, a sus actividades y conductas, y a las esferas de la vida”. Marta Lamas (2002), “La antropología feminista y la categoría género”, en Cuerpo, diferencia sexual y género, México D.F.: Taurus, p. 57.

2 Thomas, Florence (2001), La mujer tiene la palabra, Bogotá, Aguilar, p. 7.

3 Es preciso en este punto hacer una aclaración. Evidentemente existen múltiples corrientes teóricas dentro del campo de los discursos de género. No nos sería posible en este breve texto hacer un análisis diferenciado de las posturas del feminismo de la igualdad, de sus rupturas teóricas con el feminismo de la diferencia, o del proceso de surgimiento del ecofemismo. Declaramos abiertamente que el propósito de responder a cada una de estas posturas rebasa ilimitadamente las posibilidades y pretensiones de este escrito. Por tanto, nos veremos obligados a pasar por alto discusiones internas del cuerpo teórico y a hacer algunas generalizaciones que, senso estricto, pueden resultar francamente irrespetuosas. No es esa nuestra intención. Tratamos de tomar, en cualquier caso, algunos elementos comunes a la gran mayoría de estos discursos, y elaboramos la crítica de los fundamentos argumentativos.

4 Newland, Kathleen (1982), La mujer en el mundo moderno, Madrid, Alianza Universidad, p. 16.

5 Ibíd., p. 29.

6 Nos serviremos del concepto de patriarcado enunciado en Goldberg Steven, (1976), La inevitabilidad del patriarcado, Madrid, Alianza Editorial, p. 31: “Por patriarcado entendemos toda organización política, económica, religiosa o social, que relaciona la idea de autoridad y de liderazgo principalmente con el varón, y en la que el varón desempeña la gran mayoría de los puestos de autoridad y dirección”.

7 Graziani, Francesca y otros (1996), “(Ha ocurrido y no por casualidad). El final del patriarcado”, en El viejo topo, No. 96, Barcelona, Sottosopra/Librería de Mujeres de Milán, p. 49.

8 Bourdieu, Pierre (1975), El oficio del sociólogo: presupuestos epistemológicos, México, Siglo Veintiuno.

9 Lamas, op. cit., p. 70.

10 De hecho, este artículo sirve como presentación de las hipótesis básicas de un proyecto de investigación en curso sobre las causas de las resistencias femeninas a la recepción de los discursos de igualdad de género, adelantado en las facultades de Ciencia Política y Gobierno, y de Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario en Bogotá. Tal proyecto espera confirmar o falsar a través del trabajo de campo (grupos focales, historias de vida, entrevistas en profundidad), la pertinencia de las afirmaciones que aquí aparecen básicamente a título de planteamientos teóricos no confirmados.

11 Como ya habíamos señalado en la nota 3, hacemos aquí algunas generalizaciones que pasan por alto las discusiones internas de diferentes posturas teóricas. Reiteramos que nuestra intención no es la de desconocer o negar tales matices, sino la de centrarnos en los elementos comunes a la gran mayoría de los discursos que se ocupan de este problema. Pedimos, en consecuencia, excusas a los teóricos que no vean reflejado en este texto el cuerpo coherente de su sistema argumentativo.

12 Newland, op. cit., p. 16. Ramos y Vera, op. cit., p. 7.

13 Thomas, op. cit., pp. 24-25.

14 Canterla, Cinta, Mujer y derechos humanos: universalismo y violencia simbólica de género, en Dolores Ramos María y Vera María Teresa, (2002), Discursos, realidades, utopías, la construcción del sujeto femenino en los siglos XIX y XX, Barcelona, Anthropos, Colección Cultura y Diferencia, p. 17.

15 Cantela, op. cit., p. 23.

16 Newland, op. cit., p. 46.

17 http://www.bib.uab.es/pub/educar/0211819Xn29p91.pdf

18 Ramos y Vera, en op. cit., p. 12.

19 Algunos de los discursos de género matizan esta posición para afirmar que no es la ciencia misma la que es androcéntrica, sino las personas que se han servido de ella o que la han formulado. En otros casos, como los que citamos en este texto se llega incluso a considerar que las lógicas analíticas son, por su naturaleza androcéntricas, dado que la tendencia femenina se relaciona más fuertemente con la unión que con la separación. Esta última posición suele presentarse entre los teóricos del feminismo de la diferencia y los expositores del ecofeminismo, entre otros.

20 Gargallo Francesca (2004), Las ideas feministas latinoamericanas, Bogotá, Departamento Ecuménico de Investigación, Ed. Desde Abajo, p. 24.

21 Thomas, F. op. cit., p. 24.

22 Millán de Benavides, Carmen y Estrada, Ángela María (2004), Pensar (en) género: teoría y práctica para nuevas cartografías del cuerpo, Bogotá, Editorial Académicas, Pontificia Universidad Javeriana, p. 52.

23 Duby, Georges y Perrot, Michelle (2000), Historia de las mujeres, v. 5, El siglo XX, Madrid, Taurus, p. 26.

24 Thomas, pp. 23-24.

25 Duby y Perrot, op. cit., p. 31.

26 Izquierdo, María Jesús (1996), ¿Conflicto entre los sexos o conflicto estructural? Sobre la tendencia del tribunal de Luxemburgo, en El viejo topo, No. 97, Barcelona, p. 56.

27 Canterla, op. cit., p. 18.

28 Thomas, op. cit., p. 21.

29 Ibíd., p. 45.

30 Canterla, op. cit., p. 18.

31 Newland, op. cit., p. 38.

32 Podría presentarse aquí la objeción de que también en el caso de la esclavitud, el “amo” aporta los alimentos y provee de las habitaciones de los esclavos. Respondemos a tal afirmación con el argumento de que en ningún caso las comodidades que el amo brinda al esclavo, más allá de la mera subsistencia, son reconocidas como deberes ante el grupo social. Mientras que el marido obsequia a su esposa con joyas, vestidos lujosos, o autos elegantes, lo que le reporta indudablemente prestigio social y reconocimiento dentro del sistema patriarcal; el amo se limita a proveer la mera subsistencia de sus esclavos. Afirmamos en suma, que se trata de fenómenos diferentes, que deben ser analizados por separado.

33 Viveros, Mara (2001), ‘Masculinidades’ diversidades regionales y cambios generacionales en Colombia, Bogotá, CES, Universidad Nacional, p. 55.

34 Ibíd., p. 90.

35 Cabe anotar que existen matices para esta afirmación según el tipo específico de producción de la sociedad a la que se haga referencia en cada caso. Existen sistemas de organización comunitaria de la producción, la distribución y la propiedad, dentro de los cuales las mujeres juegan un rol fundamental dentro de la generación de bienes. Algunas de estas comunidades son, con todo, patriarcales. En la mayoría de los casos encontraremos que si bien las mujeres colaboran con la producción agrícola, de un lado no se ocupan del ganado (fuente indispensable de alimento), dado que la protección del mismo implica altos riesgos. De otro lado, son los hombres los que mantienen la seguridad de la aldea, o del grupo, y con ello se erigen en la fuerza que permite que los bienes no sólo se produzcan sino que se conserven para el beneficio de la sociedad en cuestión.

36 Duby y Perrot, op. cit., p. 50.

37 http://humano.ya.com/webfeminista/sicologia1.htm, 15/08/2005.

38 Este tipo de comentario compete primariamente a los feminismos de la diferencia y al ecofeminismo. Otras posturas provenientes del feminismo de la igualdad afirmarán que las mujeres deberían tener el “derecho” (no el “deber”) de ir a la guerra y de ocupar cargos de alto nivel dentro de los comandos militares.

39 Newland, op. cit., p. 18.

40 Lorite Mena, José, (1987), El orden femenino: origen de un simulacro cultural, Barcelona, Textos y Temas, Antropología, Editorial Anthropos, pp. 16-17.

41 Ibíd., p. 21.

42 Graziani, op. cit., p. 46.

43 http://www.apse.or.cr/webapse/03mujer.htm

44 Thomas, F., op. cit., p. 91.

45 Ibíd., pp. 25-26.

46 Aclaremos en este punto que la postura que describimos a continuación se limita a lecturas absolutamente radicales, no compartidas por una gran parte de los discursos feministas o de género.

47 Graziani, F., op. cit., p. 50.

48 Butler, Cornelio (1973), The passive female and social change: A cross-Cultural Analysis of women fiction, University of Pittsburgh Press, pp. 97-98.

49 Ibíd., p. 99.

50 Nos referimos aquí al sexo, a la reproducción, al hecho biológico, y no al género, al que ya hemos señalado desde el comienzo del texto como un fenómeno mucho más complejo de carácter primariamente social y cultural.

51 Thomas, pp. 40-41.

52 Duby y Perrot, op. cit., p. 54.

53 Ibíd., p. 55.

54 Goldberg, op. cit., p. 27.

55 Lorite Mena, op. cit., pp. 30-31.

56 Recordemos aquí la cita número 13.

57 Ibíd., pp. 36-37.

58 http://www.mujeresporlapaz.org/vocesseis13.htm, Voces de mujer, No. 6, 01/05 2003.

59 Izquierdo, op. cit., p. 57.

 


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