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Papel Politico

Print version ISSN 0122-4409

Pap.polit. vol.12 no.2 Bogotá July/Dec. 2007

 

EL JUEGO DE LA INCERTIDUMBRE: PENSANDO UNA TEORÍA POLÍTICA DE LA COMPLEJIDAD DESDE EL PROBLEMA DE LA DEMOCRACIA Y EL TOTALITARISMO*

THE GAME OF UNCERTAINTY: THINKING ABOUT A POLITICAL THEORY OF COMPLEXITY FROM THE PROBLEM OF DEMOCRACY AND THE TOTALITARIANISM

Luis Carlos Valencia Sarria** Julián Andrés Escobar Solano***

** Abogado de la Universidad del Cauca. Especialista en gestión pública y magíster en ciencia política de la Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia). Profesor asistente de la Pontificia Universidad Javeriana y director de la Maestría en Estudios Políticos de la misma universidad. Correo electrónico: lcvalencia@javeriana.edu.co

*** Politólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Candidato a magíster en análisis de problemas políticos económicos e internacionales contemporáneos. Su desempeño profesional se ha orientado a la teoría política, la docencia y la investigación. Actualmente es profesor de las cátedras de Teorías del Estado y de Constitución Política, en la Pontificia Universidad Javeriana, y coordinador de la Unidad de Investigaciones de la Facultad de Derecho de la Universidad La Gran Colombia. Correo electrónico: escobar80@gmail.com

Recibido: 31/08/07 Aprobado evaluador interno: 26/09/07 Aprobado evaluador externo: 12/10/07

 


Resumen

En la teoría política moderna, el análisis de la esfera de lo político ha tenido como eje la categoría de “orden”, razón por la cual no se logra analizar con éxito los desequilibrios que se presentan en la realidad política de las sociedades contemporáneas. Un caso que ejemplifica esta situación es el análisis tradicional de la relación entre democracia y totalitarismo, la cual se sitúa como exterioridad o cómo tránsito deformado de la democracia. Este artículo busca situar dicha relación como forma de adaptación crítica, es decir, que esta implica que el totalitarismo funcione como un “atractor extraño” que se deriva de la estructura democrática, como reacción a la pérdida de la noción de orden establecido. El artículo propone una lectura de la democracia como sistema abierto, condicionado por categorías diferentes al orden como elemento central de análisis político.

Palabras clave autores: democracia, totalitarismo, orden, libertad, teoría política.

Palabras clave descriptores: teoría política, democracia, totalitarismo, comunismo y libertad.

 


Abstract

In the modern political theory, the analysis of the political sphere has had as axis the category of “order”, reason why does not manage successfully to analyze the imbalances that appear in the political reality of the contemporary societies. An example of this situation is the traditional analysis of the relation that exists between democracy and totalitarianism, which is located like an external relation or as a deformed transit of the democracy. This article looks for to locate this relation as a form of critical adaptation, that is to say, that it implies that the totalitarianism works like a “strange attractor” who derives itself from the democratic structure, like a reaction to the loss of the notion of established order in the mentioned structure. The article proposes an interpretation of the democracy like a conditional open system by categories different from the order like central element of political analysis.

Key words authors: Democracy, Totalitarianism, Order, Liberty, Political theory

Key words plus: Political theory, Democracy, Totalitarianism, Communisn and liberty

 


Presentación

Establecer la relación entre el universo de lo político y la incertidumbre impone un reto no abordado por la filosofía política moderna. La razón primordial de la carencia de elementos de análisis de esta dicotomía parte de la carencia de categorías que permitan la creación de referentes desde los cuales abordar el problema de lo político; por tanto, implica una praxis política que ignora el referente. Esto se da básicamente porque la modernidad estableció una relación de causalidad y de determinismo entre la política, su estudio y su praxis, frente a la noción de orden como categoría de estudio fundacional de la misma.

En ese sentido, el universo de lo político queda remitido a una diferenciación funcional de las estructuras sociales, determinadas por la relación dada entre el sujeto y la realidad política, en la cual el primero observa desde un espacio de neutralidad a la segunda, la cual se forma desde las relaciones de poder. La noción de orden, categoría fundacional de la política en la modernidad, encuentra un pivote para el estudio de la política, el poder, a partir del cual se establecen jerarquías, diferenciaciones y exclusiones en la abstracción del sistema social. En últimas, el poder se configura como el analizador de la dinámica social, y en una relación de inversión se determinan las dinámicas sociales a partir de la organización jerárquica y de las relaciones de inclusión y exclusión que se establecen en el proceso de formulación del orden establecido desde las relaciones de poder.

Esta noción general debe remitir a una pregunta fundamental que no se ha logrado abordar suficientemente en el estudio de la teoría política: ¿qué ocurre con los elementos no ordenados, con los espacios no jerarquizados, con las líneas de fuga que escapan al control establecido a través de las relaciones de poder? Este elemento se destaca de forma importante si se tienen en cuenta las consecuencias de la respuesta que se puede dar.

En efecto, si los elementos no ordenados en la relación de poder se determinan dentro de la noción de externalidad —es decir, no se asume su dimensión al interior del sistema político—, la respuesta conlleva necesariamente a una visión totalizante de la política. Lo no político es lo que escapa a la ordenación, y por tanto no es relevante en tanto no se da el empoderamiento necesario para su manejo, para su domesticación. Adoptar esta posición es válido, pero se debe analizar hasta qué grado es aceptable la vacuidad que puede aparecer en el uso de las categorías: ¿se puede entonces abordar el estudio de la política moderna, de fenómenos como la globalización, el totalitarismo o el estudio mismo de la democracia, asumiendo ese riesgo, ya sea de forma conciente o no?

Si por el contrario, se admite que el problema del desorden no responde a un problema de externalidad, sino que más bien se trata de un elemento desestructurante, el cual interactúa al mismo tiempo con las dinámicas del orden y por tanto hace conjunción sistémica con las mismas, entonces debe admitirse una carencia fundamental, a la cual se le suele dar la espalda, aunque haya determinado en buena medida el transcurso de la construcción teórica hasta nuestros días. ¿Cómo analizar elementos no predecibles, no estructurados, no ordenados, desde categorías jerarquizantes y estructurantes como lo son las de la teoría política?

A propósito, Lefort trae a colación estas problemáticas en su ensayo “La cuestión de la democracia”, del cual se deriva otra, aun más intrigante, y que nos sirve de ejemplo de referencia para las cuestiones tratadas: ¿si no es desde una categoría del orden, desde dónde se puede considerar el problema de la democracia?

El presente artículo trae a colación esta reflexión, en un esfuerzo analítico de carácter teórico, en relación con un elemento clave en la comprensión de la evolución del Estado: la relación entre democracia y totalitarismo. Este trabajo nace del esfuerzo común de los autores por encontrar una aplicación práctica al problema de la complejidad desde la teoría política. Una primera reflexión al respecto se presentó en el Segundo Coloquio de Profesores de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Javeriana, en el panel de complejidad.

La primera parte de este ensayo trae entonces una breve descripción de una tensión que permite fijar los principales elementos de la caracterización de la democracia: la tensión entre democracia política y liberalismo político. La segunda parte analiza brevemente la relación tradicional que se ha establecido entre la democracia y el totalitarismo, situando la discusión en un contexto actual frente al problema de los estados de excepción. Finalmente, se trata de introducir, a manera de conclusión, los aportes que desde una lógica de la complejidad se pueden analizar para una nueva lectura sobre dicha tensión.

1. El problema de la democracia y el liberalismo

El contexto de la democracia en la modernidad se articula de forma teórica e ideológica con la doctrina del liberalismo. Esta articulación representa un problema ya que en muchos casos se confunden y entremezclan las dos doctrinas, en especial en lo referente al pivote analizador del que trata este artículo: el poder. En efecto, el elemento procedimental y la justificación analítica terminan mezclándose en un entramado que al determinarse desde el poder genera una estructura jerarquizada de carácter rígido, la cual impide el análisis de los elementos extraños a dicha estructura.

Una vieja preocupación de Constant, que se refiere a la dinámica de igualación que se suele dar entre democracia y Liberalismo, sirve de contextualización para esta reflexión. En su célebre ensayo “Democracia y liberalismo”, dicho autor afirma:

Cuando se reconoce el principio de la soberanía del pueblo, es decir, la supremacía de la voluntad general sobre la voluntad particular, es necesario concebir bien la naturaleza de este principio y determinar bien su extensión. Sin una definición exacta y precisa, que no he encontrado todavía en ninguna parte el triunfo de la teoría podría convertirse en una calamidad en su aplicación. El reconocimiento abstracto de la soberanía del pueblo no aumenta en nada la suma de la libertad de los individuos; y si se atribuye a esta soberanía una extensión que no debe tener, la libertad puede perderse a pesar de este principio e incluso por este principio (Constant, 1837, 1963, p. 9).

Una de las principales cuestiones que ha devenido en la historia de la teoría política es el de la ruptura y la continuidad de estos dos conceptos. Hoy por hoy, el debate sobre el problema de la democracia como forma política dominante o hegemónica suele olvidar esta cuestión, al asumirse dicho problema desde su formulación, atada al concepto de liberalismo; es decir, reducido a la relación entre poder político y representación. Sin embargo, la relación no es unívoca, razón por la cual se plantean desafíos que tienen que ver incluso con la implementación de los regímenes políticos y las dinámicas de los sistemas políticos a los que se circunscriben1.

Aquí se partirá de dos definiciones básicas que servirán de premisas en la reflexión posterior: el concepto de democracia, en su sentido ampliado se puede entender como aquel sistema de gobierno en el cual el poder es emanado de la voluntad general e igualitaria de los asociados. De esta definición se sigue que esta emanación no implica en ningún caso una limitación intrínseca del poder (Negri ,1994).

El liberalismo es, en contraposición, una doctrina política e ideológica que ante todo hace énfasis en el problema de la limitación del espacio del poder estatal, frente a una serie de restricciones intrínsecas a su ejercicio, independientemente de la clase de régimen del que se trate. Dichas limitaciones al poder estatal están inscritas en la naturaleza inherente de las libertades privadas, presupuesto fundamental de los derechos individuales (Nozick, 1988).

La conjunción entre democracia y liberalismo se da en un momento de ruptura histórico, determinado por la movilización de la burguesía frente al antiguo régimen y la consolidación de la modernidad política y el surgimiento y consolidación del capitalismo. Lo que pretende este apartado es mostrar cómo la interacción equívoca entre democracia y liberalismo aparece como pilar fundamental de la crisis de los regímenes políticos actuales, y cómo la superación de esta crisis pasa por una diferenciación/jerarquización que disminuya y solucione la tensión entre la forma política del gobierno frente a la limitación del mismo, es decir, la redefinición de la frontera entre la esfera privada y la pública.

En resumen, se puede afirmar que la construcción de los sistemas actuales de representación política está atravesada por la subsunción del concepto de democracia a una significación de tipo liberal, lo cual ha determinado la crisis del concepto de democracia en las sociedades herederas de la cosmovisión occidental. Sin embargo, la superación de esta crisis se puede dar a través de la diferenciación entre la democracia y el liberalismo, al buscarse la resolución de los debates sobre la delimitación del espacio del Estado y el de la sociedad civil, y el esquema de la libertad en contraposición de la igualdad.

1.1 La subsunción del concepto de democracia al liberalismo

La transición entre la democracia, como forma del gobierno de la polis, la cual por lo demás no tenía una significación positiva entre los antiguos, al régimen democrático de los modernos, no es un tema que haya sido tratado con suficiente profundidad hasta época muy reciente. En principio, se acepta que la práctica de la democracia antigua y la moderna son en principio muy similares (Sartori, 1992).

Sin embargo, la herencia de la democracia antigua no tiene en realidad tanta relación con la democracia moderna, ya que el concepto base sobre el cual se construyó esta última fue la separación entre la esfera pública y la privada, como reconfiguración del individuo en ciudadano, lo que no se puede afirmar para la antigüedad ya que la democracia de los antiguos parte de una lectura en la cual el polites, la polis y la politeia son conceptos que escapan al entendimiento que de lo político se tiene en la modernidad.2

El origen de la democracia moderna parte, por el contrario, de una clara diferenciación entre espacio privado y público, en la cual el régimen de gobierno es construido como un mecanismo que en sí mismo evita la extralimitación del poder del Estado frente a las libertades de sus ciudadanos, las cuales a su vez se constituyen en el pilar fundamental de la construcción del Estado (Molina, 1987, pp. 51-64).

Es por esto que se llega a la figura de la representación como una salida apropiada que equilibra el problema de la democracia y de las libertades públicas. En ese sentido, el espacio de la libertad, como elemento intrínseco de la construcción del espacio privado, determina en buena parte la construcción de los sistemas de representación política a través de grupos organizados que compiten y alternan el poder del Estado, lo cual supone una clara limitación del principio de igualdad en el espacio privado. En palabras de Manin: “A los fundadores del gobierno representativo no les preocupaba que las elecciones pudieran tener como resultado una distribución no igualitaria de los cargos; su atención se centraba en el igual derecho a consentir, favorecido por este método (Manin, 1998, p. 119).

Esta configuración histórica es la que permite hablar de subsunción de la democracia en una lectura liberal. La democracia se constituye como régimen en el espacio jurídico que garantiza la esfera privada, al permitir un acceso diferenciado a la representación y con claras limitaciones a la acción del Estado. Pero este concepto conduce pronto a la crisis de la figura del Estado liberal, y posteriormente, a la crisis misma del Estado de Bienestar (Aguilar, 1984).

La crisis de la democracia como forma del gobierno representativo parte de la ruptura de los supuestos demoliberales clásicos sobre los que se construyen la teoría del derecho y la teoría política modernas. Esta ruptura se presenta a partir de un proceso en el cual el concepto fundador sobre el cual se sustenta el Estado de derecho como forma jurídica dominante de la modernidad, frente a la forma absolutista del Estado propia de los siglos xv, xvi y xvii —esto es el contrato social como mito generador del espacio político y de la construcción de la forma jurídica—, entra en crisis (García Villegas, De Souza Santos, 2001, pp. 11-28).

En efecto, la consolidación de los espacios de la modernidad en los cuales se parte de la separación de esferas entre lo público y lo privado; la distinción entre la voluntad general y el interés particular, la soberanía estatal derivada y al mismo tiempo garante de la libre autonomía de los ciudadanos, en un marco general de ejercicio de la libertad como garantía política; el principio de igualdad jurídica derivado de la fuerza de la producción del cuerpo legislativo que representa a la totalidad social y el ejercicio de la soberanía popular; y la aplicación rigurosa de las leyes y códigos establecidos en el legislativo de manera impersonal, objetiva y abstracta por parte de los jueces y demás operadores jurídicos, se desdibujan al entrar en las lógicas y dinámicas de los procesos políticos cada vez más complejos en el siglo xx.

Es en este contexto aparece la diferenciación del ejercicio de la política como práctica democrática emancipatoria del ejercicio totalizador que se da a través de la separación estricta entre lo público y lo privado. En otras palabras, la estratificación social inherente a la lectura demoliberal es rota por prácticas reivindicativas sociales que superan la dicotomía Estado-sociedad civil; esto genera una crisis en el concepto mismo de la representación política, que no logra evacuarse a través de la definición de espacios participativos institucionalizados (Keane, 1992b).

Las razones de esta intensificación de la crisis son variadas y multicausales, lo cual genera un entramado sociopolítico que funciona interactivamente y sólo puede separarse de manera esquemática para realizar una descripción general del mismo.

Esto se da en primer lugar porque la democracia liberal no logra servir como garante imparcial frente a las diferentes disputas sociales, por lo que suele actuar a favor de grupos hegemónicos o dominantes, de carácter local, regional y nacional, cuando no es directamente cooptado.

Igualmente, la construcción de una sociedad civil fuerte, que controle al Estado y le imponga su voluntad, se ve reemplazada por un desarrollo asimétrico y desestructurado de la sociedad, la cual no logra ejercer control sobre las instituciones.

Sumado a esto, los intentos para generar espacios de apertura democrática desde la sociedad vistos, cuando menos, como sospechas, cuando no son reprimidos activamente por las instituciones del Estado. Esto último produce nuevos espacios de disputa que no permiten avanzar recíprocamente hacia una construcción de un espacio democrático compartido (Keane, 1992a, pp. 51-92).

Debido a estos elementos, la interacción Estado-sociedad civil tiende a convertirse en una configuración negativa que termina por cooptar los espacios alternativos en el espacio institucional del Estado, con lo cual se genera una lógica de asimilación entre el Estado y la sociedad, que tiende a potenciar los rasgos autoritarios. De aquí que la crisis de la democracia, entendida desde el liberalismo, se debate constantemente entre la intensificación democrática por encima de esta definición reduccionista, y la búsqueda de salidas autoritarias que en todo caso no atentan necesariamente contra la lectura liberal.

Aquí aparece una vez más el problema del orden como analizador de la realidad política y social en la modernidad. De ahí se deriva la necesidad de entender el especio de la democracia a partir de elementos no totalizadores de lo social, a partir de una categoría de orden jerarquizado. Para entender este elemento es preciso separar la noción de la democracia, de la doctrina del liberalismo.

1.2 Hacia una (¿nueva?) forma democrática: la separación entre democracia y liberalismo

El debate entre democracia y liberalismo debe partir hoy de una diferenciación analítica que permita separar el problema de la democracia de una visión meramente procedimental, independientemente del grado de movilización que se dé en los distintos mecanismos de participación política. La democracia entendida desde esta perspectiva implica una superación de la visión tradicional de la sociedad civil como espacio de las relaciones privadas. Implica, asimismo, una construcción pública de lo político que debe generar, a su vez, una dinámica política diferenciada la cual propicie una interacción entre Estado y sociedad civil, interacción que debe reconstituir la significación misma de la democracia.

Esto no implica la pérdida de los valores del liberalismo, los cuales resultan vitales en la definición de los espacios de la esfera individual; estos se deben entender como inherentes e inviolables, pero regulados en función de lo público a través de la construcción de consensos logrados desde la deliberación y no desde la función política de la representación (Habermas, 1996).

La esfera del Estado y de la sociedad civil ha sido una contraposición en las lecturas del liberalismo clásico. De este modo, el tamaño del Estado frente a la sociedad parte de una serie de elementos que por razones de espacio no entran aquí en consideración, pero pareciera que el tamaño y el poder del Estado tienen una relación inversamente proporcional respecto del poder de la sociedad3.

Este debate es falso. La sociedad civil se constituye a partir de la interacción de la acción social de sus miembros, pero esta interacción conduce a la generación de un espacio de poder político socialmente creado, el cual a su vez regula las dinámicas sociales mediante el ejercicio de la autoridad legítima. En el liberalismo esto es simplemente visto como la concurrencia de las voluntades de los asociados, pero con una clara diferenciación que sólo encuentra conexión en la forma de la democracia como procedimiento4. En contraposición, se hace necesaria una lectura transformadora que reemplace a esta lectura tradicional y dé espacio a la construcción de dinámicas que armonicen y renueven las relaciones entre Estado y sociedad civil, más allá de los mecanismos representativos.

Esto conduce al segundo debate. La dinámica de contraposición entre libertad e igualdad es falsa, ya que la una no pueden existir sin la otra. El principio de las libertades individuales de hecho parte de que todos los individuos poseen las mismas, ya que de otra manera se constituirían en privilegios. Entonces, el interés aquí reside en la posibilidad de ampliar cada vez más el espacio de la libertad, lo cual ha de conducir a una reconfiguración y ampliación del espacio de la igualdad como criterio básico de la práctica democrática.

1.3 La conciliación sobre el problema de la forma y el ejercicio del poder

La búsqueda de nuevas categorías que permitan asumir una nueva forma de la complejidad, implica replantear el significante mismo de los conceptos con los que tradicionalmente se emprende el análisis sobre la política. Si se piensa, por ejemplo, el concepto de democracia, la idea de libertad, como todo individual que se debe garantizar a través de un sistema político, aparece como categoría fundacional del concepto. Si el problema se centra en la categoría de la libertad, al replantearse en la esfera de la nueva problemática, ya no se podría asumir como un todo intangible que sustenta trascendentemente al sistema democrático, o que queda trivializado en las discusiones que no tienen mayor sustento que la opinión. La renuncia a esta categoría de análisis se desprende no de su vacuidad o su irrelevancia, sino a partir de su concepción como algo fijo, que no se construye cotidianamente en un contexto de conflicto; como algo que determina, en últimas, constantes fugas, las cuales no permiten fijarla, como categoría, en la jerarquización funcional clásica de las corrientes tradicionales de la modernidad (Lefort, 2004).

Se hace necesario entonces repensar la categoría de la libertad no como un todo inmutable, o un todo móvil a partir de fenómenos que la predeterminan, sino a través de un sentido del devenir. Esto implica necesariamente un cambio en la forma que se debe pensar la política como objeto de estudio, en tanto que el orden no puede asumir los momentos complejos del mismo movimiento constante, del cambio polisémico, tal como lo hace la categoría de libertad desde su propia autorreferencialidad. Así, se puede separar la significación de la libertad del discurso del liberalismo, y en ese sentido, se reformula el significado mismo de la democracia, lo cual conduce a la conciliación final entre el debate sobre la forma y el ejercicio del poder.

Sin embargo, esta conciliación no se ha logrado en la teoría política contemporánea. Un elemento que permite mostrar esta paradoja analítica es el análisis alrededor del surgimiento del fenómeno totalitario a mediados del siglo xx. El estudio de dicho fenómeno parte, en general, de una visión contraria a la que se ha venido presentando en este artículo: el totalitarismo o es un fenómeno contrario y antagónico a la democracia, o es una “patología” surgida de la misma. A continuación se presentarán, a grandes rasgos, los puntos principales de estas dos formas del análisis histórico político.

2. El pensamiento crítico de la democracia liberal: afinidad e influencia frente al surgimiento de los regímenes totalitarios

El uso del concepto “totalitarismo” atañe a una de las más grandes dificultades de la teoría política contemporánea. Esta radica precisamente en tratar de analizar el fenómeno desde una óptica antagónica a la democracia. En tanto que esta última implica una formulación de la política que parte de la garantía del orden construido a través de la ficción de la soberanía popular, el totalitarismo aparece como “perversión”, “externalidad” o “formación antidemocrática del Estado”.

En este apartado se tratará de limitar esta dificultad. Para ello es necesario situar el fenómeno a partir de su caracterización histórica, derivando de los casos “típicos” los conceptos útiles para abstraer una categoría de análisis válida, aplicable al análisis comparado de los sistemas políticos. Sin embargo, no es pretensión de este artículo presentar una revisión historiográfica detallada, por lo que se hará un barrido general de la génesis y la evolución del concepto.

En principio se puede situar el fenómeno del totalitarismo junto con el pensamiento crítico de la democracia, los cuales aparentemente se sitúan como reacción antagónica a los sistemas políticos de corte democrático liberal. No obstante, los regímenes totalitarios se pueden leer a partir de la categoría de desorden, introducida en esta reflexión: una forma de adaptación de sistemas democráticos a una crisis que desborda al Estado y a la sociedad, a través de la figura de estados de excepción permanentes.

En el análisis contemporáneo es costumbre entender la forma de la democracia como hegemónica dentro de la organización política occidental, desde la modernidad. Esta lectura trata de desconocer, o al menos reducir, la importancia del conjunto de críticas que al sistema democrático se le formulan desde sus inicios, en los siglos xvi y xvii (Manin, 1998).

Para comprender este fenómeno se partirá de la vinculación que existe entre las críticas que se refieren a la forma de la democracia liberal, desde dos pivotes de análisis: la categoría de afinidad y la de influencia (Shapiro, 1981).

La afinidad se refiere a la coincidencia de los planteamientos de dos autores en distinto tiempo o lugar; coincidencia que parte de una manera compartida de leer un fenómeno en particular, pero que se caracteriza por no tener una relación directa entre dichas posturas.

La influencia se puede definir como la asimilación de un concepto o una categoría, por parte de un autor, a partir del conocimiento de una categoría, un concepto o un elemento de una teoría de otro autor.

La afinidad parte de una lectura particular que realiza un sujeto sobre el mundo. Es en ese sentido una representación común acerca de un fenómeno particular. La influencia es una lectura subjetiva que realiza un sujeto sobre un autor cualquiera, y responde a la vez a la necesidad de adaptar una categoría que no se posee, desde una visión parcializada de la misma. Al respecto afirma Shapiro:

Podrá hablarse con razón de una “afinidad” directa cuando se pueda demostrar la existencia de una semejanza genuina de las características esenciales de un pensador anterior y otro posterior, lo que justificaría la conclusión de que ambos pensadores comparten en sentidos importantes el mismo objetivo, la misma perspectiva o los mismos valores. (…) La influencia es a menudo subjetiva, en el sentido de que el hombre influido ha impuesto su propia interpretación a una idea sacada de contexto, o ha alterado, conciente o inconcientemente, el pensamiento anterior (1981, pp. 123-124).

¿Cuál es la importancia de los dos pivotes de análisis frente al problema del totalitarismo? La formación del término, su utilización y su contenido como aparato teórico es en realidad bastante pobre. El concepto es ante todo descriptivo. Surge en los años treinta como respuesta a la necesidad de caracterizar tres realidades políticas concretas que de hecho aparecieron como desafío y contraposición a la democracia liberal: la Unión Soviética, Italia y Alemania5.

Tal vez con excepción de la construcción teórica derivada del marxismo, ninguno de los tres sistemas contó con una élite intelectual formada que discutiera y delimitara la naturaleza y la forma de cada uno de los sistemas políticos, como en el caso de la democracia liberal. Su carácter definitorio es fuertemente ideológico y antagónico, por lo que su definición se da como contraria a la democracia, más que como una específica concepción de lo político. De ahí que analizar la afinidad y la influencia en los sistemas totalitarios es de vital importancia para entender su armazón teórico (Shapiro, 1981).

No es de extrañar entonces que la configuración del pensamiento de Maquiavelo en la figura del príncipe, de Bodin y su noción de soberanía, y sobre todo la idea del contrato social derivada de Hobbes, adoptan en la configuración teórica del totalitarismo un conjunto ordenado lógico y sistemático que permite plantear el modelo frente al sistema democrático.

Esto no debe desconocer una situación particular, que además se ve reflejada en forma de asumir a estos pensadores: el concepto afín que es tomado como justificación teórica es derivado y exacerbado en su naturaleza, porque incluso el pensamiento de estos autores fija límites al ejercicio del poder del soberano, al menos en lo concerniente a la ley natural. Pero en los sistemas políticos totalitarios dicho reconocimiento no está presente.

3. El Leviatán desbordado: el surgimiento del totalitarismo y la crisis del referente en la modernidad

¿Qué se puede derivar entonces de los conceptos de afinidad e influencia? En general, se presenta una distorsión, una forma limitada o descontextualizada de un concepto extraído de pensadores que tenían una visión mucho más global o de conjunto, o que simplemente estaban ubicando su eje de pensamiento en realidades totalmente distintas de las que se utilizarían después. El desarrollo de la idea del totalitarismo parte de hecho de un conjunto filosófico-político- espiritual, el cual trata de construir de manera no muy acertada una estructura articulada de prácticas, símbolos y representaciones que escapan a la construcción misma de la teoría política liberal-democrática.

El retorno del leviatán, de la máquina soberana del poder político, es llevado por medio de la figura del líder a una exacerbación que no contiene en su planteamiento original. La política es extremada y reintroducida de una manera que avasalla no sólo a la sociedad, sino al Estado mismo. Su naturaleza y comportamiento son únicos, y de ahí que la abstracción generalizadora de la teoría política tradicional no logre comprender la naturaleza misma de los sistemas totalitarios. Su origen, desarrollo y consistencia, supone una amalgama de pensamientos que incluyen autores de uso difícil —como Nietzche, Marx, Hegel y Rousseau— y un armazón de pensamiento clásico, griego y romano, que sirve además como elemento de simbolismo político en los tres sistemas tradicionales que aparecieron en los años treinta (Hermet, 1991, pp. 7-15).

Ahora bien, la democracia misma estaba en el peor periodo de crisis de su historia. La conjunción del pensamiento totalitario no hubiera podido ser posible veinte años atrás. Pero el fracaso de la promesa del gobierno representativo, aunado a la crisis misma del capitalismo, condujo a las grandes masas obreras de los países industrializados a perder la confianza en el progreso y en el gobierno de la razón; así, se impulsó la exacerbación del pensamiento nacionalista y la consolidación de tendencias políticas totalitarias (Hobsbawn, 1991).

El Estado aparece como el gran derrotado en su postración frente a las élites y su inutilidad frente a las clases menos favorecidas. El fenómeno del totalitarismo se revela entonces como una nueva forma de hacer política, según la cual se seguía utilizando el canal regular establecido dentro del Estado, pero ahora desviándolo de su curso: una institución construida para la práctica moderada de la política es utilizada para el ascenso de una fuerza aparentemente incontenible, que se caracteriza por no responder a un criterio racional ni moderado. La política moderna es atrapada por una fuerza que proviene más allá del límite histórico del movimiento burgués (Vallespin, 1995).

Ahora bien, esta caracterización de la afinidad y la influencia del pensamiento antidemocrático deben ser matizadas a partir de la construcción misma de los sistemas políticos totalitarios. Su origen resiste un análisis tradicional de la teoría política, por lo que es necesario analizar sus elementos configurativos, para así entender cuál es la verdadera relación que existe entre estos y la política democrática.

4. Regímenes totalitarios y reacción antidemocrática: hacia un intento de definición del totalitarismo

El surgimiento de la contextualización del problema del totalitarismo se da en un periodo histórico específico, definido a partir de la formación de los regímenes totalitarios en la primera mitad del siglo xx. Esta formación se da en un contexto de fuerte virulencia del pensamiento antidemocrático, ya sea expresado en su vertiente nacionalsocialista, fascista o socialista.

El espacio histórico del surgimiento de los sistemas totalitarios es un momento de ruptura y crisis de la democracia liberal. Esta crisis se estructura desde distintas perspectivas. El fin de la gran guerra europea no acabó con los conflictos, los cuales sucedían por doquier. La paz de Versalles no dejó satisfechos ni a vencedores ni a vencidos; antes bien, generó nuevas virulencias políticas. Aparte de todo, la crisis económica arreciaba en los países capitalistas6.

La ruptura del periodo entreguerras, descrita en el apartado anterior, determinó que la aparición de regímenes totalitarios se presentara como un verdadero desafío, una ruptura frente a los Estados liberales de derecho que se mantenían por todo el mundo moderno.

Las causas de la consolidación del pensamiento antidemocrático son múltiples y siguen siendo parte de fuertes debates entre distintas corrientes. Sin embargo, la lectura de Aron continua siendo validada en los debates actuales. La naturaleza del totalitarismo se pudo definir con muchos años de antelación, pero la configuración final, la combinatoria de todos los elementos al mismo tiempo, sólo se dio en el periodo específico de los años treinta, y permitió el surgimiento de fenómenos pasmosamente similares, sin mayor grado de contacto entre sí, al menos en su etapa de formación (Aron, 1968, pp. 237-241).

El totalitarismo es leído entones como la radicalización del discurso antidemocrático en los años treinta, discurso que encontraba eco en el pensamiento nacionalista y conservador de Europa desde la segunda mitad del siglo xix. Se nutre desde este y busca un sustento teórico que permita justificar su armazón, en las teorías de corte crítico a la democracia (Hobsbawn, 1991).

A partir de estos elementos, se puede caracterizar el totalitarismo a partir de ocho grandes puntos principales, según se verá a continuación7:

Existencia de una ideología de carácter oficial defendida por el aparato estatal e impuesto sobre la comunidad política, y con un fuerte rasgo teleológico enfocado hacia el perfeccionamiento de la sociedad, y del hombre. La concepción ideológica del Estado totalitario es uno de sus elementos más característicos. Ahora bien, esta lectura se podría matizar si se afirma el componente ideológico que posee todo Estado. Sin embargo, la naturaleza ideológica misma del Estado totalitario es diferente, porque no se constituye como un discurso articulador de las acciones estatales, sino que se construye como un fin en sí mismo. Esta naturaleza diferenciada es la que permite determinar la fuerza de la acción estatal en todos sus niveles, independientemente de la naturaleza del discurso que se constituye.

La existencia de un partido único, de masas, fuertemente jerarquizado, apegado a la figura de un líder y ligado o confundido al control de la burocracia estatal. La existencia de un partido único ha sido considerada, en muchos estudios sobre los sistemas políticos, como un rasgo característico de sociedades de corte autoritario. Sin embargo, la naturaleza del sistema totalitario difiere en un punto central respecto de otros sistemas de partido único: la estructura burocrático administrativa del partido y del Estado terminan por confundirse totalmente en una sola. Esta confusión se puede explicar, más allá del copamiento y la confusión de las burocracias, a partir del elemento articulador que genera el espíritu de cuerpo estamental descrito por Weber: el desarrollo de la vinculación directa con el líder, quien a la vez es cabeza visible del partido y del Estado8.

La figura del líder es característica en el totalitarismo. Supera con mucho a la del líder carismático descrito por Weber, al referirse al político moderno. La figura del líder se alza como forma del culto, por encima de la esfera política. El líder desarrolla y supera cualquier validez racional o normativa. Él es a la vez ejecutor, legislador y juez, y su palabra es la voluntad del Estado. Es en la figura del líder en donde reside la soberanía; él es más que la representación del poder, el mismo poder político del Estado.

Monopolio absoluto del control de las armas por parte del partido-burocracia. Este es tal vez uno de los elementos más problemáticos de la caracterización del totalitarismo. ¿Acaso los Estados modernos no poseen también dicho monopolio? El monopolio de la armas es un presupuesto del Estado moderno. Su configuración responde de hecho al medio específico de su función. ¿Cuál es la diferencia entonces entre el monopolio de la coacción en una democracia y en un sistema totalitario?

La diferencia fundamental radica en que el control del monopolio de la fuerza no se centraliza en un aparato especial de coacción dentro del Estado, sino que se descentraliza y se generaliza su uso en todas las esferas estatales. De hecho, el uso de la violencia deja de ser de uso exclusivo del Estado: las organizaciones del partido también ejercen, y en muchas ocasiones reemplazan, dicha coacción. En otras palabras, el ejercicio de la violencia a través de la ley queda suspendido. No es una violencia legal, es emanada de la voluntad del líder y expresada a través de su cuerpo de seguidores.

El control de todos los medios de comunicación, y su utilización en forma de propaganda. La cooptación de los medios de comunicación es otra característica fundamental del totalitarismo. Los medios escritos y radiales desaparecen en su función de formadores de opinión pública, y son reemplazados como generadores ideológicos frente al resto de la población. No existe un ejercicio separado de la comunicación por fuera del aparato estatal. Los medios son aparato del Estado.

El poder de los medios propagandísticos es la seducción, el convencimiento, no la razón. No se constituyen para convencer, sino para que la población sienta la necesidad vital de creer en lo que dicen los medios. Es por tanto un arma de creación de sujetos funcionales al Estado (Debray, 1995).

El uso de un aparato especial de dominación a través de un aparato policiaco entrenado para la administración del terror. Este punto es muy característico del totalitarismo. Responde a la exacerbación del uso de la violencia clásica en el Estado moderno. La violencia es ante todo un instrumento de disuasión de conductas: los ciudadanos no realizan una acción por el miedo a ser sancionados.

Pero el terror va más allá de la inacción frente a una conducta particular. Es el elemento simbólico de la acción de la máquina estatal frente a sus miembros. No se trata simplemente de la factibilidad de la sanción, sino de la posibilidad real de sufrir todo el peso de la acción del Estado, incluso por conductas que no necesariamente son claras o que representen un peligro real. El terror es el medio de adquisición de la esfera privada por parte de la estructura totalitaria, y el canal de ejercicio del poder político. Miedo y seducción son un binomio único que fundamenta todo el poder sobre la sociedad y los individuos. Al respecto, el testimonio de uno de los prisioneros de los campos de concentración más famosos, Primo Levi, ejemplifica de manera terrible esta idea:

Podríamos preguntarnos por qué no se rebelaban los prisioneros bien bajaban del tren (…) en la mayor parte de los casos, los recién llegados no sabían que se les tenía preparado: se los recibía con fría eficiencia pero sin brutalidad, se los invitaba a desnudarse “para la ducha”, a veces se les entregaba una toalla y un jabón, y se les prometía un café para después del baño (…). Cuando un prisionero daba la menor muestra de saber o sospechar su destino inminente, las SS y sus colaboradores actuaban por sorpresa, intervenían con extremada brutalidad, gritando, amenazando, pateando, disparando y azuzando —contra esa gente perpleja y desesperada, marinada por cinco o diez días de viajes en vagones sellados— a sus perros adiestrados para despedazar hombres (Levi, 2005, pp. 225).

El control de la economía y las organizaciones sociales desde el órgano central del Estado. Este rasgo es característico de los sistemas socialistas, pero también se presenta como parte de la organización económica del nacionalsocialismo y el fascismo. El control de la economía responde al esfuerzo de organización de una economía de guerra centralmente planificada, cuyos objetivos se destinan al progreso del aparato totalitario.

Pero aparte del ámbito económico, se da un copamiento de todas las esferas de la libertad estatal: las instituciones educativas, las asociaciones profesionales, los sindicatos, las iglesias y otras formas de expresión de la sociedad civil van siendo paulatinamente absorbidas por la forma totalitaria; aquellas que no encuentran forma de asimilación terminan por ser eliminadas del cuerpo social. Una vez más, la posibilidad del disenso desaparece.

La desaparición de la ley objetiva como orden articulado y regulador de la sociedad. En su célebre texto “La dictadura”, Carl Schmitt, refiriéndose a la concepción positiva del derecho y la justicia estructurada desde el pensamiento kelseniano, afirma:

… para Kelsen, el problema de la dictadura está tan lejos de ser un problema jurídico como una operación de cerebro lo está de ser un problema lógico, respondiendo a su formalismo relativista, desconociendo que aquí se trata de algo distinto a saber: que la autoridad del Estado no puede ser separada de su valor (Schmitt, 1968, pp. 30-31).

El texto de Schmitt es diciente. La estructuración de la ley en los sistemas totalitarios no responde a un criterio de legalidad o de constitucionalidad, sino a uno de legitimidad dada por la autoridad del Estado; esta, como se vio atrás, es la voluntad del líder.

En ese sentido, la ley pierde su carácter general, abstracto e impersonal, y se convierte en una directriz oscura, que en muchos casos no busca determinar conductas y tipificarlas, sino precisamente todo lo contrario. Los ejemplos sobran, pero recuérdese, sólo a manera de ejemplificación, el funcionamiento de los decretos de noche y niebla de la Alemania nazi.

La utilización de la política en una estricta lógica de amigo-enemigo, sin posibilidad de disenso alguno frente al Estado. Todas las características mencionadas anteriormente funcionan como un todo articulado. La relación política, que Arendt describe como un acto entre hombres, desaparece y pierde su naturaleza en la forma comunicativa. La política no se establece a partir de la búsqueda de consensos y disensos, sino en la célebre relación de Schmitt entre amigos y enemigos (1991). La anulación del otro es el elemento clave para comprender la naturaleza política del totalitarismo. Se trata de la política como eliminación, del ejercicio del racismo de Estado, desarrollado hasta las últimas consecuencias por medio de estrategias del biopoder9.

Ahora, estos puntos no son suficientes, ya que caracterizan pero no explican el fondo del funcionamiento del sistema. El totalitarismo liga la unidad del Estado a la existencia del líder, fuertemente carismático en su relación política a través del partido de masas, pero también a través del ejercicio político administrativo de carácter estatal; esto implica el sometimiento de la ley al problema de la voluntad, con la desaparición de la ley positiva y el principio de legalidad, lo cual implica un fuerte control sobre la moral privada, que es llevada a su difuminación frente a la moral del Estado, todo esto apoyado en una movilización constante de las organizaciones sociales y estatales a favor del líder, y un apoyo de carácter masivo como sustento de la legitimidad, por encima de las estructuras de elección propias de la democracia (Shapiro, 1981).

Esta descripción nos ha conducido a un esbozo general de la naturaleza y forma de los sistemas totalitarios. Sin embargo, la lógica de análisis no se ve superada aún. El fenómeno se mantiene como externo a la democracia, o en el mejor de los casos, como perversión interna del sistema democrático. A continuación se analizará brevemente las implicaciones teóricas de dicho contenido.

¿El más frío de los monstruos fríos? El problema de la exterioridad o la interioridad del totalitarismo frente al Estado

Habida cuenta de la naturaleza y las implicaciones políticas, morales, éticas e históricas que arrastra consigo el problema del totalitarismo, el análisis del mismo siempre se ha situado en dos grandes perspectivas, las cuales enfocan el problema desde una mirada que tiene limitaciones importantes. Estas se verán a continuación.

En primer lugar, el grueso de los análisis que existen en la teoría política y en la ciencia política sobre la relación entre democracia y totalitarismo parten de una noción de exterioridad antagónica frente al fenómeno. En otras palabras, el totalitarismo aparece como una forma que en su concepción, prácticas y estructuras, difiere totalmente del modelo tradicional de los sistemas democráticos representativos, lectura que viene anudada a una concepción que unifica las formas ideológicas con las prácticas y los dispositivos dispuestos en cada uno de los sistemas.

Hacia una nueva lectura sobre el totalitarismo: el problema de la excepcionalidad permanente. Conclusión

Las cuestiones planteadas aquí se convierten en el eje central de una nueva discusión sobre el problema de una filosofía política contemporánea, la cual construya referentes de análisis distintos a los tradicionales; sin embargo, esta es anulada por la mirada tradicional de las ciencias que se han ocupado de este cuestionamiento: las ciencias políticas y la sociología; es decir, el desarrollo de las cuestiones epistemológicas desaparece ante una praxis rígida que no admite en su desarrollo la aparición de nuevas categorías de pensamiento que permitan resolver estos cuestionamientos.

La mirada tradicional tiene implicaciones histórico-políticas concretas que determinan la posición del sujeto frente a temas como el problema del totalitarismo, la viabilidad en el mundo global de las variantes socialistas y el temor del fracaso democrático, ya sea por vía de la aparición de nuevas formas del autoritarismo o en la lucha frente a fuerzas frente a las cuales no se diseñó el Estado-nación. Y además empieza a consolidarse una visión cada vez más globalizante de las sociedades humanas, que pareciera atraer nuevas formas de dominación, no son ajenas a la discusión planteada, en la medida en que precisamente desestructuran las nociones jerárquicas de orden establecidas a través del modelo del Estado- nación, representante último de la concepción moderna de la política.

Paralelamente, asumir el concepto de libertad como algo fijo conduce inmediatamente a otro error; el de entender el fenómeno político contrario, el totalitarismo, como una visión exógena al sistema democrático, una fatalidad. Aquellas lecturas que ubican a la forma totalitaria como un elemento interno de la democracia misma, determinan igualmente una noción estática en el concepto de la libertad, que conduce bajo ciertos condicionamientos históricas a una determinada forma que no contradice en sí misma la noción del orden establecido en el sistema democrático.

La implicación inmediata tiene que ver con cómo se explica el espacio de lo político, en tanto objeto de estudio, esto es, cómo la ciencia tradicional determina el espacio de la política moderna para su estudio, y de qué manera un cambio fundamental en las teorías que sustentan dicha visión implica necesariamente una reconstrucción completa de la arquitectura gnoseológica y epistemológica de dichas ciencias.

En el caso que sirve de ejemplo a esta reflexión, la ciencia política y la sociología tradicional parten de un esquema de especialización-particularización que retrotrae el espacio de lo político y lo diferencia como sistema cerrado del espacio legal, el espacio cultural o el espacio social mismo. Este ejercicio constante de fragmentación-particularización tiene sin embargo una consecuencia inmediata y no percibida, que refleja el problema de la ficción que da en este nivel del análisis: la particularización de la política ignora precisamente la movilidad de lo político, que va más allá de la aparición de escenarios de actividad política, y que se refleja en una singularidad propia de cada una de las relaciones sociales, es decir, en una situación contraria a sistemas paralelos y combinatorios que tratan de explicar el funcionamiento de la sociedad a través de sistemas diferenciados. En palabras del Lefort:

Sin embargo, el que algo como la política haya venido a circunscribirse en una época, en la vida social, tiene precisamente un signo político que no es particular, sino general. Es la constitución del espacio social, la forma de la sociedad, la esencia de lo que antaño se llamaba la ciudad, lo que es puesto en juego a partir de este acontecimiento. Lo político se revela así no en aquello que llamamos la actividad política, sino en ese doble movimiento de aparición y ocultamiento del modo de institución de la sociedad. Aparición, en el sentido en que emerge a lo visible el proceso por el cual se ordena y unifica la sociedad, a través de sus divisiones; ocultamiento, en el sentido en que un sitio de la política (sitio donde se ejerce la competencia entre partidos y donde se forma y renueva la instancia general del poder) es designado como particular, mientras se disimula el principio generador de la configuración del conjunto (Lefort, 2004, p. 39).

La implicación de este pensamiento conduce a reformular una pregunta que se tiene por dada y que encierra en sí misma el problema de la complejidad. ¿En qué consiste la diferencia de formas de sociedad? Realizar esta pregunta remite dos problemas: por un lado, implica anular un presupuesto básico del estudio de la ciencia política, que remite al análisis de estructuras básicas elementales y comunes a todo tipo de sociedad (sobre la cual se basan todos los estudios sobre apropiación cultural, teorías del desarrollo, gobernabilidad y los estudios sobre los sistemas democráticos); y en segundo lugar, implica destruir el concepto de sujeto objetivado que estudia la realidad social desde un punto de vista racional, ya que él mismo se constituye como ser social, como un individuo que se determina a partir de las relaciones sociales en las que se encuentra inmerso, y que determina sus categorías de análisis a partir de juicios de valor, que se recubren con categorías predeterminadas que se asumen como ciertas pero que no necesariamente tienen validez científica.

Si se remite este cuestionamiento a nuestra línea de referencia, se hace necesario replantear una configuración del totalitarismo frente a la democracia. Al realizar la categorización de las formas totalitarias se debe pensar entonces en elementos que adquieren una autonomía propia, al no dejarse adaptar a estructuras preexistentes (como las económicas), sino que tienen que ver con un proceso de mutación simbólica que se realiza en torno al poder. Esta mutación, la cual implica en últimas la desaparición de la frontera entre Estado y sociedad civil, muestra cómo el centro de poder se jerarquiza y se llena de contenido, absorbiendo lo social, pero a la vez adopta una lógica compleja al asumir todos los elementos no jerarquizantes de lo social en su aparato estatal.

De acuerdo con esta caracterización, el totalitarismo nos impide una formalización de la democracia a partir de las instituciones, ya que en últimas, las mismas son compartidas con las formas totalitarias, así su funcionamiento y su carga de sentido sean distintas. La divergencia fundamental radica entonces en la diferencia de la movilidad de las categorías fundacionales, es decir, cómo la lógica jerarquizante del poder se desplaza y enfrenta frente a la lógica desestructurante de la libertad, en el espacio no ordenado de lo político.

Si se examinan los trabajos de Alexis de Tocqueville, puede observarse que este autor parte de una diferenciación entre la sociedad democrática y la que le precede, “la sociedad aristocrática”. Diferenciar implica, por una parte, partir de la democracia como una forma de sociedad distinta a las demás y, por otra, del análisis de los antecedentes, las posibilidades de evolución misma, pregunta abandonada por el análisis actual, el cual parte de la existencia certera de la democracia, más allá del tiempo.

La implicación de este análisis polivalente implica una ruptura con lo que tradicionalmente se conoce como esfera de lo político, ya que analizar las dinámicas de una sociedad implica sobrepasar esta esfera, para entender sus formas. De ahí que el análisis de Tocqueville sobrepase el mero espacio institucional, pero implica además observar las dinámicas de cambio y de irreversibilidad de la sociedad democrática, sus contradicciones, sus evoluciones e involuciones, más allá de un orden determinado.

Abrir las posibilidades del análisis, la multiplicidad de las respuestas, supone construir en la sociedad democrática una sociedad histórica, esto es, una que supere el problema de la linealidad y el orden como su todo constitutivo. En contraste, la sociedad totalitaria es una que retrae en sí misma todas las respuestas del universo social. Es en sí misma, una sociedad sin historia, esto es, con un correlato construido desde arriba y que determina la forma constitutiva y jerarquizante del orden en la sociedad.

La superación del análisis de Tocqueville está dada por el análisis en el nivel simbólico, es decir, más allá de las meras relaciones sociales, haciendo relación directa con el problema del poder. Ya en un apartado anterior, la caracterización del totalitarismo daba ese mismo elemento como característico de su forma social. Para entender este punto, vale la pena traer a colación la caracterización del antiguo régimen en términos de poder, en la cual se encuentra la visión del cuerpo del rey como vínculo entre lo material, lo espiritual, lo jurídico y lo político; espacio del poder en la sociedad. En esta caracterización, al tener el poder un centro ocupado, el cuerpo del rey determinaba el contenido de la relación social.

En el caso de la democracia, el poder es un centro vacío, ya que nadie puede ocupar de forma inmanente dicho poder, lo cual implica una institucionalización de las formas del ejercicio del mismo, y una desaparición de un cuerpo constitutivo que lo represente. Esto tiene una implicación poderosa: al no ser el centro constitutivo del orden social, la exterioridad del poder separa su materialidad de su sustancialidad, dando espacio a esferas tradicionalmente ligadas que se comportan de forma diferenciada. Es la aparición del derecho y del saber como esferas separadas del poder político, lo cual es el rasgo característico de la democracia ya que se constituyen como indeterminados frente a un centro organizador. Esto implica entender los espacios de diferenciación social como elemento constitutivo de la sociedad. En ese sentido, la sustentación social de la sociedad es la sociedad misma, esto es sus relaciones.

Para finalizar este breve bosquejo, la sociedad democrática se funda entonces en una disolución de los referentes de certeza (Lefort, 2004, p. 50), esto es, una sociedad que a partir del surgimiento de nuevos actores, nuevas relaciones y nuevas formas termina fundándose en la indeterminación de los fundamentos del poder, del conocimiento y de la ley.

Aceptar la indeterminación y renunciar a la certeza parece ser la invitación del autor como presupuesto válido de la refundación de la filosofía política contemporánea. Esto implica necesariamente un ejercicio de renovación de la construcción tradicional de lo que entendemos por una ciencia social, e implica una refundación del concepto mismo del poder como forma simbólica de lo social. ¿Cómo se lograría entonces soportar el peso de la indeterminación en el análisis político?, ¿cómo asumir la carga de lo ideológico que el autor finalmente menciona pero que no desarrolla?, ¿cómo entender el conflicto como parte integrante de la democracia, sin vaciar a esta de contenido, o corriendo el riesgo totalitario?, son preguntas que quedarán planteadas para la discusión.


* Una versión inicial de este artículo fue presentada en el Segundo Coloquio de Profesores de Ciencia Política, como parte de las reflexiones realizadas en el curso sobre ciencias de la complejidad ofrecido por la facultad. El artículo de reflexión fue realizado en el marco del Grupo de Investigación en Gobierno, Fortalecimiento Institucional y Políticas Públicas de la Facultad de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de la Pontifica Universidad Javeriana. Fecha de inicio, septiembre de 2006; fecha de terminación, agosto de 2007.

1 Al respecto, una buena contextualización es la realizada por Norberto Bobbio, aunque las conclusiones que este obtiene no son necesariamente las más provechosas en función de entender la dinámica entre liberalismo y democracia. Veáse N. Bobbio (2001).

2 Tal vez uno de los reflejos más lúcidos de la incapacidad de leer el problema de la política antigua desde los parámetros modernos es el del ya clásico estudio preliminar de Manuel Briceño Jáuregui a la Politeia de Aristóteles. Briceño Jáuregui afirma, al explicar por qué decide utilizar el término griego politeia, sin traducción al castellano: “Ahora bien, conociendo la insistencia del autor —usa el término politeia más de quinientas veces— en los diversos matices típicamente helénicos de esta palabra, ¿cómo atrevernos a traducirlo por algo tan ajeno al pensamiento aristotélico como república, Estado, gobierno (simplemente), constitución, régimen, etc., sin traicionar el original? Por eso, dados los sentidos específicos decidimos optar por conservar la palabra griega politieía, con todo lo que significa según cada contexto” (Briceño Jáuregui, 2000, pp. 16-17).

3 Vale la pena en todo caso recomendar una rápida revisión de obras clásicas.Ver: T. Hobbes (1651, 1994), Leviatán o la materia, forma y poder de una república, eclesiástica y civil; J. Locke (1662, 1990), Segundo tratado sobre el gobierno civil: un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del gobierno civil y T. Paine (1792, 1984), Los derechos del hombre.

4 Una descripción más específica de este proceso se puede analizar en Weber (1922, 2004, pp. 5-45).

5 Desde la ciencia política, los estudios clásicos de la política comparada dan una de las visiones más completas sobre el tema. Al respecto ver B. Moore (1973), Los orígenes sociales de la dictadura y de la democracia: el señor y el campesino en la formación del mundo moderno.

6 Una buena explicación del tema se puede encontrar en los escritos de John Maynard Keynes. Muchos de los artículos escritos entre 1920 y 1939 por el economista inglés reflejan precisamente esta preocupación y muestran cómo de hecho la crisis se convertía en un verdadero reto para las democracias capitalistas. Al respecto puede verse J.M. Keynes (1997), “Paris”; “Propuestas para la reconstrucción de Europa”; “Breve panorama de Rusia”; “El fin del Laissez-Faire” y “La gran depresión de 1930” (Keynes pp. 15-17; 26-43; 257-274; 275-297 y 134-142, respectivamente).

7 La construcción de estos puntos parte de la discusión sobre la caracterización de Friederich de 1954, junto con la discusión sobre el totalitarismo de Aron. Al respecto ver Shapiro (1981, pp. 27-73). El “síndrome de los puntos” es uno de los elementos más característicos de la lectura sobre el totalitarismo. Debido a la naturaleza del fenómeno, los autores prefieren caracterizar primero el sistema, para después extraer el concepto abstracto que permita la definición teórica (exactamente lo contrario de lo que se haría con el estudio de cualquier régimen). Compárese la lista que se presenta en este artículo con la de Aron, la cual enumera cinco puntos centrales: partido monopolístico; ideología de la autoridad absoluta del partido; monopolio de los medios de fuerza y de persuasión; copamiento y pertenencia de las actividades económicas y profesionales al Estado; politización e ideologización de todas las faltas que se comenten en la sociedad. Al respecto ver Aron (1968, pp. 237-239).

8 Ver “La política como vocación”, en M. Weber (1998).

9 Ver “Clase del 10 de marzo de 1976” y “Clase del 17 de marzo de 1976”, en M. Foucault (1997, pp. 197-217).


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