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Papel Politico

Print version ISSN 0122-4409

Pap.polit. vol.13 no.2 Bogotá July/Dec. 2008

 

La irrupción de la “teología política” en la República de Weimar y sus reverberaciones contemporánea*

The Irruption of “Political Theology” in the Weimar Republicand Contemporary Repercussions

Víctor Guerrero Apráez**

Recibido: 18/08/08 Aprobado evaluador interno: 17/09/08 Aprobado evaluador externo: 27/09/08

*Artículo de reflexión-revisión.

**Profesor Facultad de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales Pontificia Universidad Javeriana, Abogado; magíster LL.M, Universidad de Konstanz (Alemania). Ex Director de la Unidad de Políticas de la Consejería de DDHH, Consultor nacional e internacional, Miembro del Instituto de DDHH y Relaciones Internacionales de la Facultad de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales. Correo electrónico: vguez12@yahoo.com


Resumen
El origen y desarrollo de la llamada Teología Política es producto de los trabajos muy originales desarrollados por Carl Schmitt y Walter Benjamin durante el agitado periodo de la República de Weimar. En el marco de circunstancias dramáticas, ambos autores elaboraron una aproximación innovadora y desafiante de los problemas políticos y jurídicos a los que debió enfrentarse el primer régimen democrático implantado en Alemania, a través de la cual el asunto de la fundamentación teológica y sus implicaciones para la teoría y práctica políticas emergió en una forma inesperada. Las posturas adoptadas por uno y otro autor, radicalmente opuestas entre sí, se plasmaron en la exigencia de una revolución mesiánica y de una contrarrevolución excepcional, las cuales han ejercido una profunda y polémica influencia en una extendida cantidad de influyentes pensadores políticos del siglo pasado y el nuevo milenio. Las teologías políticas constituyen en la actualidad un campo muy dinámico en la academia y forman parte de la disciplina de los estudios políticos. Este ensayo hace una exploración de las razones para esta nueva corriente y los desafíos que representa para la política, así como sus contribuciones para la hermenéutica de las víctimas.

Palabras clave autor
Teología política, mesianismo, estado de excepción, República de Weimar, desafíos políticos, víctimas.

Palabras clave o descriptores
Teología política – Historia, Mesianismo político, Alemania - Historia.


Abstract
So called Political Theology originated and developed in the seminal works of Carl Schmitt and Walter Benjamin during the tumultuous period of the Weimar Republic. Under dramatic circumstances, both authors developed a defiant and original approach to the political and legal problems faced by the first democratic regime set up in Germany, through which the question of the theological foundation and its implications for the theory and practice of Politics arose in an unexpected way. The radically opposed positions adopted by Benjamin and Schmitt, demanding messianic Revolution and exceptional Counterrevolution, have exerted a rich and polemic influence in a broad set of the most influential political thinkers of the last century and the new millennium. Political Theologies are currently a vigorous academic field and are also part of the discipline of political studies. This essay explores the reasons for this new trend and the challenges it poses for Politics as well as its contribution to the perspective of the victims.

Key words author
Political theology, messianism, state of exception, Weimar republic, political challenges, victims.

Key words plus
Political theology – History, Messianism, Political, Germany - History.


1. La República de Weimar como escenario para el surgimiento de la moderna teología política

La discusión contemporánea alrededor del concepto de teología política tiene un momento de surgimiento preciso, cuando durante la primera década de la República de Weimar dos pensadores particularmente influyentes en la teoría y la filosofía políticas, Carl Schmitt y Walter Benjamin, desde constelaciones ideológicas, culturales y personales absolutamente antagónicas, hicieron en sus respectivas obras sendas reflexiones y apuestas conceptuales cuya densidad y radicalidad, todavía y en sorprendente renovación, continúan siendo temas mayores en la delimitación y alcance de lo político. La publicación en 1922 de la Teología política: cuatro lecciones sobre la soberanía, de Schmitt, y la aparición de Para una crítica de la violencia, de Benjamin, el año siguiente, significaron el resurgimiento del tema de lo teológico en sus relaciones con lo político.

Se trató, ciertamente, de una irrupción intempestiva cuya perdurabilidad y relevancia conceptuales encuentran hoy, a casi un siglo de distancia, una renovada discusión que en el lapso de pocos años ha engendrado un nuevo campo conceptual y disciplinario cuya potencia develadora está sin duda a abierta a escrutinio, pero cuyas pruebas no hacen sino acrecentarse. En su respectivo ímpetu teórico ambos textos son tanto el producto de las biografías intelectuales de cada uno de sus autores, como de la singular experiencia que significó el advenimiento de la primera democracia en Alemania luego de su derrota militar tras la Primera Guerra Mundial, en el marco de las expectativas y experiencias revolucionarias que sacudieron al país cuando en 1918 la implantación de consejos obreros y el ascenso del Movimiento Espartaquista hicieron pensar que la revolución soviética tendría su correlato y continuación en suelo alemán.

Caracterizada como un periodo de particular inestabilidad política y financiera, baste mencionar que durante sus primeros cuatro años de existencia la primera democracia alemana vio sucederse diez gobiernos, al extremo de presentarse, en el tránsito desde el régimen imperial del Kaiser Guillermo II a uno parlamentario, rasgos de una guerra civil entre los sectores favorables al monarca y los movimientos radicales, el difícil parto de la República de Weimar fue también la cuna intelectual de un prodigioso florecimiento espiritual que difícilmente encuentra parangón en el curso del siglo XX.

El inmenso despliegue intelectual tan hondamente ligado a este breve periodo —entre los inviernos de 1918 y 1933— abarcaría el conjunto de las ciencias físicas y sociales, tanto como el arte y la filosofía, pero no menos el derecho y la política. Desde la teoría generalizada de la relatividad de Einstein, pasando por la teoría cuántica de Planck, hasta llegar a la sociología de Simmel, la teoría política de Weber, la filosofía de Heidegger, el teatro de Brecht, y hasta el expresionismo cinematográfico de autores como Murnau y Lang, el paisaje intelectual contemporáneo europeo y mundial, no solo alemán, cambiaría para siempre.

Se trató de un paisaje compuesto de mutaciones políticas tan intensas y en tal concentración cronológica —en el transcurso de pocos meses Alemania recorre el camino, que a sus homólogos europeos les había tomado al menos dos centurias, desde la monarquía hasta una democracia parlamentaria radical, y en menos de doce años pasa de una democracia radical al totalitarismo nazi— que proporcionó la constelación de circunstancias necesarias para que surgieran inéditos esfuerzos de reflexión y creación intelectual cuya urgencia era demandada por lo dramático de su desarrollo y la extrema tensión entre las opciones políticas posibles.

El periodo de Weimar fue un despertar abrupto en el nuevo siglo luego de una centuria en que las diferentes tentativas democratizadoras habían fracasado ante el autoritarismo y la predominancia de los estamentos hacendatarios y reaccionarios bajo cuya égida férrea —Bismarck— se hizo posible la tardía y última unificación nacional en Europa. Esta traumática introducción de la democracia como consecuencia de la derrota militar significó que su implantación estuviese signada por una deletérea ambigüedad. Más que el resultado de una profunda movilización social y una destitución insurreccional del Ancien Régime, la democracia de Weimar fue percibida como el producto de una circunstancia externa —el devastador triunfo aliado en medio del exitoso bloqueo naval impuesto por Inglaterra, que literalmente sometió por hambre a la población del país obligando a su capitulación—; y menos que la abolición espontánea de la monarquía —míticamente ligada al Sacro Imperio Romano Germánico— su destitución era la consecuencia de la imposible continuidad suya por cuanto sobre la dinastía Hohenzollern recaía el desprestigio y la responsabilidad de la catástrofe —al punto que Guillermo II sería calificado como el primer criminal internacional de la historia— (Sands, 2002, p. 35).

En tales términos, la apreciación del nuevo régimen político siempre osciló entre ser considerado como un subrogado ilegítimo de la monarquía —postura en la que se unificaron los sectores opositores de derecha— pero también como un placebo degradado de lo que hubiera podido ser un régimen socialista o una república obrera —por los sectores obreros y comunistas—, favoreciendo una suerte de unión contra natura entre los sectores nostálgicos de la autoridad omnímoda y los movimientos de izquierda que compartieron siempre —les extremes se touchent—, aun en medio de las etapas cruciales, esa falta de lealtad con el efímero periodo de Weimar.

Esta particular condición de la primera democracia alemana, siempre oscilante entre extremos, perpetuamente sacudida por crisis ministeriales y coyunturas internacionales tan perturbadoras como la gran depresión de finales de la década del 20, la guerra civil rusa y la implantación del fascismo en la vecina Italia, fueron factores que propiciaron una singular reflexión política caracterizada por su lucidez y clarividencia, en un apasionado debate de ideas y posiciones. Esta intensificación de lo político y esa condición de hallarse situada en el abismo de la revolución o la contrarrevolución convirtieron a Weimar en la arena intelectual donde fue posible atisbar el relumbrar de lo teológico en el corazón de las encarnizadas luchas por el predominio y el poder.

2. La teoría del estado de excepción en Carl Schmitt

La estrategia puesta a punto por Schmitt para dar cuenta del elemento teológico al interior del pensamiento político y jurídico tiene como pivote conceptual su célebre dictum, según el cual, “todos los conceptos relevantes de la teoría del Estado son nociones teológicas secularizadas” (Schmitt, 1922, p. 54). Se trata de una formulación especialmente densa que implica al menos una consecuencia profundamente inquietante: la teoría política —en la medida en que el Estado y los procesos asociados a él forman su objeto preferencial— carece de un estatuto propio que le proporcione autonomía conceptual y, por tanto, queda puesto en cuestión su propio estatuto y aspiración de disciplina o campo de conocimiento propio.

Además, al resultar la teoría política un trasunto de la teología, su propia sustancia —su inconsciente en términos freudianos— le es completamente ajena pues pertenece a otro ámbito y a otra época. Pero la tesis contiene, implícitamente, en cuanto se sirve del concepto de secularización también una no menos polémica valoración del proceso por el cual la modernidad pudo convertirse en el proyecto racional e ilustrado en contraposición al mundo medieval honda y expresamente enraizado en las categorías teológicas.

En cuanto el Estado es el gran producto político que a través de su modulación absolutista primero, y luego, de su versión nacional, sustituye y destituye al mundo estamental coronado por la figura del monarca, investido del derecho divino de los reyes como contrapartida terrenal de la autoridad celeste encarnada en el vicario de Cristo en la tierra, si la teoría política que lo acompaña se encuentra —sin saberlo— erigida sobre la matriz —mathesis clásica, diría Foucault— teológica, lo que está en duda es el proceso mismo de la modernidad. Al menos, la validez del tipo de comprensión del que ha sido objeto por parte de la historia, la filosofía, la teoría política y jurídica. La potencia perturbadora de su consideración se desplegaba en una serie cuidadosamente escogida de casos de aplicación.

La soberanía —ese concepto cardinal de lo político elaborado a finales del siglo XVI por Jean Bodin— como suprema potestas no vendría a ser más que el traslado a un órgano político de los rasgos propios de la divinidad. El estado de excepción, en consecuencia, concebido como facultad privilegiada de la soberanía, es exactamente el correlato travestido del milagro como suspensión de las leyes de causalidad, pues si aquel deja sin vigor la legalidad ordinaria, este interrumpe las relaciones ordinarias de causa y efecto, manifestando ambos la omnipotencia de la deidad y la sustancia soberana (Agamben, 1998, pp. 28-29). Si la excepción adquiere esta nueva dimensión entonces ella exige un nuevo pensamiento y brilla por fin tras la oscura noche en que la regularidad la sepultara.

Esa reivindicación de la excepción, que literalmente coloca al derecho patas arriba, va a requerir en su ayuda el pensamiento de un filósofo protestante como Kierkegaard:

    la excepción explica lo general y se explica a sí misma. Y se quiere estudiar de verdad lo general, no hay sino que mirar a la excepción real. Más nos muestra en el fondo la excepción que lo general. Llega un momento en que la perpetua habladuría de lo general nos cansa; hay excepciones. Si no se acierta a explicarlas, tampoco se explica lo general. No se para en mientes, de ordinario, en esta dificultad, porque ni siquiera sobre lo general se piensa con pasión, sino con fácil superficialidad. En cambio, la excepción piensa lo general con enérgica pasión (Agamben, 1998, p. 30).

Esta cadena de derivaciones a partir del enunciado seminal llevaba consigo un nuevo estatuto de la decisión —Entscheidung— que pasa a convertirse en el centro gravitacional tanto de lo político como de lo jurídico y el factor decisivo que caracterizaría el ejercicio de uno y otro: la decisión de optar y crear el enemigo y el amigo —esencia de lo político— (Schmitt, 1991, capítulo 2) y la determinación judicial, que en abierta polémica con Weber, Kelsen y Heller es una absoluta creación —una creatio ex nihilo— en cuya reiteración regular de la actividad estatal no se repite la regla, sino que se escenifica una y otra vez una formulación creadora. Pero, de manera sorprendente, este emplazamiento crítico no es propiamente la plataforma para reconstruir la reflexión política sino para pensar, a partir suyo, de una forma realmente consecuente con el sustrato teológico de lo político, un nuevo sentido del orden que este sustenta y manifiesta.

El orden político-jurídico europeo requiere entonces ser definido de nuevo por Schmitt como el katechon; un orden que se opone a la aniquilación, el caos y el nihilismo, asimilados todos ellos bajo la fórmula del Anticristo. Un orden —el orden del Ius Publicum Europaeum, como lo denominará en su obra posterior El Nomos de la Tierra— que funda su propósito y obtiene su justificación en la resistencia a la destrucción, en la modesta pero no por ello menos decisiva tarea de retardar el tiempo de la destrucción, es decir, el momento apocalíptico. No es difícil concluir que la figura del Anticristo era la formulación abstracta del enemigo callejero de la agitación comunista, que anunciaba la revolución roja obrera en las zonas altamente industrializadas de la cuenca del Ruhr.

Consecuentes con su orientación, las tesis de Schmitt asumen un carácter abiertamente reaccionario y toman decididamente partido por el curso político apto para prevenir las aspiraciones revolucionarias que, de la mano de las internacionales obreras y el inicial internacionalismo patrocinado por Moscú, hicieron de tal desenlace un horizonte posible. De hecho, toda la propaganda de los tempranos años 30 en los sectores comunistas y obreros daba por hecho que la revolución bolchevique tendría su continuación en Alemania como paso previo para su extensión mundial. Pero en un giro inesperado, la tarea descifradora de la sustancia de lo político, al poner al descubierto su estrato teológico, daba lugar a una deliberada asunción de lo teológico como espacio de pensamiento y referencia para la continuación de su indagación política.

Schmitt era claramente consciente de la carga de profundidad que estaba colocando en medio de las turbulentas discusiones de su época. En esta vasta arena intelectual que fuera la República de Weimar, dominada por un singular espíritu agonístico, agenciado por la radio y el cine como medios técnicos de comunicación masiva, eran varios los duelos teóricos que se libraban, cuyas repercusiones continúan alimentando una parte considerable de los debates en varios campos de las ciencias y disciplinas sociales.

En el ámbito de la filosofía, Heidegger polemizaba contra el humanismo de procedencia kantiana cuyo máximo representante era Ernst Cassirer, con una radicalidad estremecedora, en nombre de una nueva filosofía —la suya— que se imponía como tarea renovadora asumir los retos existenciales del ser para la muerte, intentando liquidar dos mil años de tradición ontológica platónica y aristotélica, y previamente había roto con los postulados fenomenológicos de su antiguo maestro, Edmund Husserl. En el campo de lo jurídico y la filosofía del derecho, Hans Kelsen, en ruptura con las escuelas jusnaturalistas y positivistas pretendía salvar el carácter científico del derecho mediante la creación de su teoría pura, que reducía lo jurídico a un universo abstracto de normas generadas a partir de la norma suprema, lógicamente articuladas y capaces de absolver todas los conflictos y contradicciones.

En lo que respecta a la filosofía política, Ernst Bloch, en una sintomática consonancia cronológica con el espíritu de Weimar —su Principio de la utopía se había publicado por primera vez en 1918— asumía abiertamente para su profesión de fe marxista la incorporación del mesianismo bíblico como elemento necesario para la revolución proletaria, introduciendo con ello un utopismo materialista mesiánico, que, huelga decirlo, chocaba frontalmente con toda la ortodoxia de la escuela y las direcciones del Komitern.

3. La teoría de la revolución mesiánica en Walter Benjamin

En la otra orilla del espectro político, el intelectual de ascendencia judía, Walter Benjamin, respondió a la problemática planteada por Schmitt mediante una crítica radical de la violencia. Partiendo de las tesis de Georges Sorel y Marx, la crítica de Benjamin descomponía la violencia ejercida por el Estado en dos clases, histórica y materialmente diferenciadas. La violencia. Esta aproximación la había iniciado con su gran trabajo teórico sobre el drama barroco alemán era una obra que rompía los límites de cualquier disciplina —teoría literaria, filosofía, historia, política— y que polemizaba con el saber académico universitario en su conjunto, El origen del drama barroco alemán.

Pese a tratar autores teatrales de la segunda mitad del siglo XVII —Griphyus, Lohenstein, Hallman, Opitz, Calderón de la Barca— el periodo escogido, si bien podía parecer exótico a primera vista, permitía también descubrir una clave hermenéutica anclada en el corazón del presente, pues el motivo profundo de la dramaturgia de estos autores no es otra sino la crisis del modelo monárquico que sus protagonistas reales experimentan en el tránsito de su soberanía, fundamentada teológicamente, a una nueva época racionalista (Benjamin, 1995, cap. 2).

El periodo barroco europeo fue una época de crisis profunda en todos los órdenes de la vida material y cultural. Estuvo marcado por el fantasma del regicidio que la revolución inglesa había escenificado sobre la testa coronada de la dinastía Estuardo, poniendo en cuestión la milenaria tradición del derecho divino de los reyes, y ocasionando, con el advenimiento de Cromwell como lord protector, el fantasma de la revolución traicionada. La ejecución del monarca, la puesta a punto del ritual regicida supuso una perturbadora interrupción de los dogmas políticos existentes y una incertidumbre cognitiva cuya resolución fue abocada en una doble dirección, desde la filosofía y desde la política.

La respuesta filosófica fue la edificación del racionalismo en la obra de Spinoza, cuya Proposición XIII, en el cuarto libro de la Ética, enuncia la identidad entre las proposiciones lógicas y los hechos reales, y la gran construcción de Leibnitz, quien con base en el principio de razón suficiente asigna a cada cosa y circunstancia una plenitud explicativa frente al escepticismo y el caos. La gran respuesta política la van a proporcionar Hobbes, a mitad de la centuria, con la edificación mecanicista de un orden estatal autoritario y contractualista, y Locke, en su crepúsculo, luego de la Gloriosa Revolución en Inglaterra, con el gran ideario de libertad e igualdad individuales. Incluso, según historiadores como Le Roy Ladurie, puede caracterizarse esta primera forma incipiente de Estado moderno, más acertadamente, como estado barroco.

Esta liquidación de la soberanía real, que el siglo contempla como ritual inédito, se enfrenta dramáticamente en el teatro barroco alemán, mediante la transformación del monarca en el gran protagonista de la mayoría de sus creaciones teatrales. Se trata de un teatro de monarcas, ya se coloque en escena al contemporáneo Carlos II Estuardo, a la más lejana María Estuardo o a los lejanos y fantasiosos monarcas bizantinos —León de Armenia, Catalina de Georgia, Papiniano—; es decir, de los soberanos de cara al trasfondo de la época. El monarca real se presenta a través de la pareja dialéctica del mártir y el tirano; si lo primero, se asiste al ritual de su despojo del poder, el sometimiento a sus adversarios, los rituales de crueldad que se abaten sobre su corporalidad, y por último, su muerte en medio de los tormentos más terribles, calcando miméticamente la pasión de Cristo, y otorgándole con ello una legitimación extra mundana; si lo segundo, el monarca, asume despóticamente los poderes dinásticos —o los usurpa— para convertirse en el ejecutor de lapidaciones y degollinas que inflige sobre todos los rivales, erigiendo una legitimidad puramente fáctica que no puede aspirar a ninguna legitimidad extra mundana.

En ambos cursos dramáticos el punto de gravidez que define una de las dos condiciones es la decisión, su imposibilidad, su vacilación o su asunción fulminante. En su inestabilidad, rayana en lo insoportable, el periodo barroco es el espejo alegórico de la propia República de Weimar. Y la forma estética particular del drama barroco, que Benjamin caracteriza como una exposición desnuda, alegórica y con cambios de escenario con el telón levantado, mostrando, a veces ingenuamente, las entrañas del ejercicio del poder, resultará especialmente atractiva, permitiendo una primera relación entre la política —la brutalidad del tirano— y la teología —su sublimación como mártir—.

En tal perspectiva, entonces, no resultó extraño que el texto presentado como proyecto de tesis para la habilitación de su autor en el sistema universitario alemán no fuese comprendido y sufriera un rotundo rechazo. Si Benjamin se servía de las tesis planteadas por Schmitt en su libro sobre La dictadura, para corroborar la pertinencia del tópico decisionista en toda meditación sobre el fenómeno de la soberanía, y esta coincidentia oppositorum entre dos autores momentáneamente cercanos por la urgencia del asunto conducía a un intercambio epistolar recíprocamente admirativo, sin embargo, el enfoque de sus aproximaciones, las consecuencias extraídas y el propio destino personal de ambos autores, no podía estar más radical y antagónicamente situado en las antípodas.

Esta divergencia se revelaría ya de manera frontal en los dos grandes textos de Benjamin sobre la teoría de la violencia, escritos al parecer en la misma época: Para una crítica de la violencia y el Fragmento teológico político. El punto crucial se encuentra en la necesidad de poder construir una aproximación crítica a la violencia —Gewalt— que consiga emanciparla de las sempiternas ataduras de la ley y del derecho, donde siempre habría permanecido aherrojada tanto en la reflexión filosófica como política. En tal perspectiva, de clara y audaz ruptura teórica, entonces, resulta necesario crear una diferencia conceptual entre violencia fundadora o instauradora —rechtsetzende Gewalt—, de una parte, y de la otra, la violencia perpetuadora o conservadora —rechtserhaltende Gewalt—, con el objetivo estratégico de exponer los límites de este enfoque convencional.

En tanto la primera forma de violencia encuentra su manifestación privilegiada en el ejercicio del derecho de huelga —tesis directamente tomada de Georges Sorel—, claramente autorizado por la propia ley, donde la detención del trabajo y la parálisis coactiva de las máquinas tiene por objeto rechazar el orden presente del modo de producción capitalista, permitiendo atisbar, in status nacendi, un orden distinto que no se halla todavía definido, puede encontrarse su prolongación en la violencia revolucionaria, que como tal, esta sí, se propone la creación de un nuevo orden y un nuevo mundo; la segunda forma de violencia encuentra sus modos de expresión más relevantes en el parlamento —cuyas leyes tanto se basan como autorizan su ejercicio—, la policía —donde ambas clases se confunden y expanden de manera indiferenciada, calificada como la más ominosa— y la ley marcial, que abre el ejercicio de la guerra —sin que exceda el ámbito de la ley— (De Wilde, 2006, p. 190).

Pero Benjamin da un paso teórico aun más arriesgado al plantear una inédita condición cuya cumplimentación permitiría hacer saltar los límites analíticos. El requerimiento de la existencia de una violencia que no precise de ningún fin para ser justificada, que sea medio puro —reine Mittel— con lo que se superarían las coordenadas anteriores. Esta violencia solo podría ser mítica o divina —mytische Gewalt o göttliche Gewalt—. La violencia mítica fundadora introduce la culpa y moldea los cuerpos de los vivientes en una petrificación de su potencialidad vital —lo cual se ejemplifica con el caso de Níobe, esa criatura terrenal cuya presunción desata la violencia mítica de Apolo y Artemisa—, mientras que la divina estaría desprovista de cualquier fin y tendría un carácter mesiánico (Benjamin, 1977, p. 199).

Se trataría de una violencia pura, que se justificaría en su preciso ejercicio sin validaciones finalísticas, con lo cual escaparía a las redes de la ley, y cuyo campo de acción no sería la vida tal cual de los sujetos —das blosse Leben, el homo sacer o la nuda vida en la terminología posterior de Giorgio Agamben1—, sino el alma de los vivientes, su potencialidad, aquello que se encuentra más allá de su materialidad pero que estaría en la sustancia misma de los hombres. Es una violencia no sangrienta, determinante y purificadora, a la cual sería justificado llamar aniquilatoria, pero que si bien puede predicarse en cuanto tal de los bienes, el derecho y la vida, es, sin embargo, solo relativa para el alma de los vivientes.

Esta violencia divina tiene, inexorablemente, un contenido mesiánico, de manera que la única posibilidad para que la violencia revolucionaria escape a la ley no es otra sino despojarse de justificaciones teleológicas y asumir el mesianismo inherente a la violencia divina. Su condición esencial es justamente esa: la ausencia de toda imposición del derecho. Y en esa medida, ella no se opone al mandamiento del “no matarás”, sino que por el contrario, ante la pregunta de si ¿puedo matar?, asume el mandamiento como su respuesta negativa. ¿Se trataría, en el máximo oxymoron —plenamente barroco por lo demás—, de una violencia no violenta, como lo entiende Judit Butler, en la más reciente de las lecturas del texto benjaminiano (Butler, 2006, p. 213)?

La parte final del ensayo y el fragmento son de una extrema complejidad por la densidad del lenguaje, la pluralidad de registros en que se mueve y lo inusual del abordaje. Incluso la discusión entre sus más destacados intérpretes ya encuentra puntos de divergencia en cuanto a la datación del Fragmento teológico-político. Scholem lo situaba como un texto tardío, contemporáneo de sus Tesis sobre la historia, según lo cual su redacción habría tenido lugar al final de su vida, hacía 1939 ó 1940. Adorno, siguiendo a Taubes, lo reubica, en lo que parece la datación más exacta, en la misma época de Para una crítica de la violencia2. Esa disparidad no hace más que acrecentarse cuando se trata de la hermenéutica del texto.

Incluso, un intérprete de ordinario tan agudo como Derrida, en una de las más influyentes lecturas recientes de ambos escritos, no vacila, equivocadamente, en catalogar esta violencia reclamada por Benjamin estrictamente a título de imperativo categórico revolucionario, como una suerte de anticipo de la violencia hitleriana, acudiendo a la vecindad nominativa entre el término alemán waltende, que puede traducirse como decisiva —con el cual el texto concluye y su resonancia como raíz del nombre del autor interpretado, tanto como núcleo de la propia palabra violencia (Gewalt y walten)—, con lo cual no solo desfigura la construcción conceptual que propone Benjamin, sino que lo coloca del lado de sus adversarios más encarnizados (Agamben, 1998, p. 85).

Benjamin introduce una distinción sorprendente —que quizá ha ejercido una influencia en el pensamiento de Agamben mucho mayor de la que el mismo autor italiano reconoce— al enfrentar esta conceptualización de la violencia divina purificadora con el dogma de la sacralización de la vida. Este sería un dogma, cuya investigación está por hacerse y la cual valdría la pena emprender, pues se trataría de un fenómeno relativamente nuevo producto del debilitamiento y extravío de la tradición occidental cuando esta pierde lo sagrado y únicamente puede buscarlo en las impenetrabilidades de lo cosmológico.

Si el ámbito de relevancia de la violencia divina es lo incorporal —el alma de los vivientes—, el portador de la deuda impresa es la vida tal cual o la vida nuda que se encuentra en la órbita del viejo pensamiento mítico. Todo lo cual implica, a la luz de la experiencia histórica del joven Benjamin, que es la experiencia del surgimiento de la República de Weimar (con sus extremos profundos de inestabilidad), la necesidad de una decisión determinante y separadora que solo la revolución mesiánica puede proporcionar.

4. Desafíos y destinos cruzados

La confrontación de los dos autores, que en sus textos seminales introdujeron en el pensamiento político la temática y el problema de lo teológico-político, deja ver que estos solo comparten entre sí el terreno común de un momento de quiebre de la relativa autonomía que lo político había obtenido en el arco temporal que iría desde los inicios de la modernidad hasta la segunda década del siglo XX. Ante la urgencia de la época que enfrentaron, su gesto teórico unánime fue el de sacar lo político de sí mismo y situarlo ante el terreno de lo teológico. La suficiencia y pretendida autonomía como disciplina o campo de conocimiento dotado de un fundamento propio y unas categorías específicas quedaron definitivamente puestas en cuestión para la política y lo político.

Si la política no incorpora el elemento teológico y salda cuentas con él en las profundas dimensiones constitutivas que para su propia identidad conlleva, estará condenada a ignorar su propio inconsciente disciplinar —su interioridad genealógica más recóndita—, y continuará empleando un léxico teológico, sin saberlo, o negándose a escudriñarlo; si no asume el desafío de afrontar un horizonte de emancipación que incorpore lo mesiánico, transformando el potencial de la revolución, este horizonte de sentido le estará vedado, con lo cual solo quedará lugar al conformismo y el eterno retorno giratorio de los ciclos indefinidos y recurrentes de una violencia atada a la ley en cuanto su mantenimiento o establecimiento, es decir, a lo sumo, una práctica administrativa o reflexiva de la policy.

Incluso, peor, el mesianismo será usurpado por los dictadores y la barbarie, quienes emprenderán en su nombre nuevas campañas de sometimiento y destrucción. Pero a partir de ese momento común, nada puede ser más distinto en las respectivas teologías políticas de ambos autores: el proyecto de Schmitt es el de una revolución preventiva-conservadora para mantener, o mejor, asegurar el orden existente mediante su renovación. Schmitt se convierte en el jurista coronado del movimiento nacional socialista y es nombrado directamente por Goering como miembro del Consejo Prusiano.

En 1932, en la inminencia del ascenso al poder, y cuando el Partido Nacional Socialista obtenía las mayorías parlamentarias y el canciller Hindenburg preparaba el camino para su ascenso al poder, invocara el artículo 48 de la Constitución de Weimar que consagraba el estado de excepción, y en ejercicio directo del mismo dispusiera la asunción de poderes por el gobierno a su cargo, con el fin de neutralizar la oposición socialdemócrata que contaba todavía con la mayoría en el importante estado de Prusia —la célebre Ermächtigungsgesetz— (Memoria, 1966), anulando con ello la autonomía federal, se le encomendará la tarea de defender la legalidad de la medida en el juicio de revisión que se adelantó ante el tribunal de Leipzig.

El anterior fue el último debate jurídico en la agonizante República de Weimar, y su carácter emblemático queda manifiesto por los rivales que allí se enfrentaron. Como apoderados del gobierno estadual prusiano estuvieron Herman Heller, el jurista de orientación socialista, y Hans Kelsen, a quien Schmitt haría perder su cargo de profesor en la Universidad de Colonia, con el pretexto de su ascendencia judía (Dyzenhaus, 2003, p. 25).

La teoría de la decisión soberana sobre el régimen de excepción tuvo su hora estelar: el alto tribunal, en una decisión de compromiso que buscaba satisfacer ambas partes, y que terminaba, de hecho y de derecho, por sepultar la primera democracia alemana, validó el decreto. Benjamin, por su parte, se vio obligado desde 1933 a emigrar de Alemania, a escribir con pseudónimo ante la censura impuesta en las editoriales y revistas donde su nombre judío era ya motivo de rechazo, a sufrir el internamiento como sospechoso bajo el régimen de Vichy, y finalmente, a suicidarse con una sobredosis de morfina cuando intentaba escapar del inminente arresto de las autoridades franquistas en el paso fronterizo de Port Bou. Era un muerto adicional al millón de vidas que había cobrado la guerra civil española, y la víctima emblemática del estado de excepción que su corresponsal de antaño había con tan feroz éxito predicado.

Pero en el famoso “maletín negro” que llevara consigo en su malogrado camino hacia el exilio y hasta el momento de su muerte, Benjamin llevaba la copia de un texto que se rehusaba a abandonar, en el que trabajaba al menos desde hacía algo más de una década y luego de haber visitado Moscú en 1926 y asistido a la traición de la revolución con el Pacto Soviético-Alemán, en el que los dos líderes se repartieron Polonia y aseguraron el triunfo de la contrarrevolución. Se trataba de las Tesis sobre la filosofía de la historia, en donde el ímpetu mesiánico se refina y afila ante el cincel de las terribles experiencias vividas.

Es imposible dar cuenta de la profundidad y alcance de esta brevísima obra, cuya influencia no cesa de crecer en todas las disciplinas humanas. Baste señalar que en la década y media que separa ambas obras, la del Benjamin juvenil y la del tardío, se presenta una alta coherencia así como una intensificación del elemento mesiánico. La revolución continúa siendo la aspiración más urgente y la tarea histórica para los vencidos. Pero ahora la formulación, si bien continúa siendo fiel a sus enunciados ya expuestos, la concibe desde la memoria de las víctimas, desde la exigencia de justicia para los que no cuentan y todos aquellos a quienes la gesta del progreso ha aplastado bajo su despliegue.

Benjamin postula que el estado de excepción es la norma para los que sufren y que el tiempo de la historia tiene que ser comprendido, ante todo, como un ejercicio colectivo de la memoria que permita modificar el futuro. Ya no se trata de un mesianismo en bloque, sino de las astillas mesiánicas (Reyes Mate, 2006, p. 294) que permiten alcanzar la intensidad revolucionaria en la reivindicación de los vencidos cuya exigencia supone tenerlos en cuenta para poder construir el porvenir y hacer que vuelva a ser posible la construcción de un mundo distinto. De esta forma, el apocalipsis se transformaría en una apocatástasis, es decir, la recapitulación de todas las cosas en el ahora mesiánico, en una revolución donde estarían todas las víctimas.

5. La discusión contemporánea en torno a la “teología política” y sus repercusiones actuales

La publicación en 1966 de la obra de Hans Blumenberg, La legitimidad de la modernidadDie Legitimitaet der Neuzeit—, fue la primera de las confrontaciones teóricas con las tesis de la teología política esbozadas por Schmitt en 1922. Blumenberg controvierte el concepto mismo de secularización empleado como criterio central de las tesis schmittianas, pues se trataría de una transposición mecánica de una época a otra, deformando un proceso que responde a requerimientos distintos y propios, para lo cual ofrece una nueva interpretación de la noción histórica y política de secularización.

Para Blumenberg el proceso de reocupación —Umbesetzung— de las categorías funcionalmente necesarias en el mundo mental renacentista que se produce en la modernidad, no habría consistido en una mera transposición de atributos —infinitud, racionalidad, totalidad—, sino en una verdadera creación a partir de las exigencias internas impuestas por los nuevos desarrollos científicos, lo cual habilitaría una fundamentación autónoma y una “legitimidad” propia dotada de una nueva matriz epistémica.

En una fascinante e innovadora hermenéutica de la Modernidad, esta es vista, en una perspectiva histórica de larga duración, como una segunda superación de la Gnosis, homóloga a la producida por San Agustín y la Patrística con respecto a la cosmovisión sostenida por aquella, según la cual, la creación y la redención del mundo habrían sido dos situaciones tan incompatibles entres sí que el verdadero conocimiento, reservado a los iniciados —la gnosis— demandaba la existencia de dos deidades: el demiurgo o falso dios, y el verdadero Mesías, que traería consigo la redención (Blumenberg, 1976, capítulo VIII).

San Agustín, luego de tres siglos de inconclusos debates zanjó la polémica mediante una nueva doble conceptualización: la libertad humana —a cuyas erróneas decisiones sería atribuible el mal en el mundo— y el pecado original —que permitía justificar la condena divina—. La comprensión científica del mundo y el sujeto individual —sellos distintivos de la Modernidad— donde ahora se alojaría una nueva certeza antropológica, sólo sería posible merced a la continuidad del mito —inevitable acompañante de la ciencia—, la persistencia de metáforas refractarias a una explicación lógica —legibilidad del mundo, caverna perceptiva—, y la perdurabilidad de lo religioso. Con ello, Blumenberg, a su turno, situaba la Modernidad más en una continuidad que en una discontinuidad completa y parecía dejar sin mayor sustento la tesis de Schmitt.

Así, se adelantaba a su vez al debate desencadenado más tarde con ocasión del colapso de los regímenes comunistas, que reveló la vivaz permanencia de creencias religiosas y su reactualización como factor en las guerras contemporáneas3. Dada la magnitud de la polémica y el vigor intelectual de las apuestas, el jurista de Platenberg escribiría una respuesta en su Teología política II: sobre el mito de liquidación de toda teología política, circunscribiendo los alcances de su tesis a un ámbito puramente jurídico y político. A su turno, Jacob Taubes intervendría de manera dramática en la estela de la polémica, con su libro Ad Carl Schmitt: Gegenstrebige Gefüge, no traducido todavía al español, en el cual recusa su decisionismo entre amigo y enemigo como la consecuencia de una equivocada lectura de San Pablo, cuya revolucionaria apuesta por una universalidad afirmativa y sin exclusiones (Badiou, 2002) estaría lejos de permitir válidamente una derivación como la efectuada en la Teoría de lo político.

Y finalmente, el mismo Taubes, en lo que habría de ser su último seminario universitario impartido en Estados Unidos, recogido en forma de libro algunos años después bajo el título The Political Theology of Paul, (Taubes, 2005, pp. 70-76) efectúa una lectura de las epístolas de San Pablo como textos fundacionales del mesianismo apocalíptico, desde la cual se enfrenta tanto con Schmitt y Benjamin, que se verían así nuevamente reunidos en la hermenéutica más reciente de lo teológico-político. Esta convergencia y recuperación del pensamiento político de San Pablo, iniciada por el pensador alemán al final de su vida, sería proseguida por dos autores muy alejados ideológicamente de las posturas de Taubes.

Alain Badiou, maoísta y discípulo reconocido del marxismo estructuralista de Althusser, retoma al Pablo histórico para encontrar en él la figura epónima del miliciano que de manera revolucionaria propugna una afirmación de la inclusión universalista de todos los creyentes en el mensaje mesiánico —lo que Badiou llama una nueva subjetividad sin contenido y una verdad sin prueba—, como aquello de lo que la política contemporánea sería incapaz, sumida en adscripciones identitarias y obsesa con diferenciales civilizatorios, todos ellos proclives al aplastamiento de los márgenes. A su turno, en un texto aun más sorprendente, Giorgio Agamben, en El Tiempo que resta: comentario a la Carta a los Romanos (2006, capítulo 5), vuelve a pensar la exigencia, de cara a las incertidumbres y recaídas recientes de la política mundial en la destrucción y el genocidio, por dar cuenta de la posibilidad de emancipación y retomar el desafío por construir un horizonte mesiánico.

Luego de haber indagado en sus anteriores obras sobre el paradigma de lo biopolítico y del homo sacer a partir de la confluencia de Foucault y Arendt (1998, p. 152), con la herramienta del estado de excepción encuentran su manifestación más reciente en las salas de espera administrativa de los aeropuertos europeos —donde los indocumentados en busca de refugio quedan en suspenso— y los campos de reclusión de Guantánamo, el influyente pensador italiano se aboca a la recuperación del legado mesiánico de Benjamin. Y finalmente, postula la hipótesis, según la cual, el texto póstumo de Benjamin tendría su oculta inspiración y modelo en la epístola paulina.

La relevancia y persistencia teórica de la problemática teológica-política no hará sino acrecentarse en la segunda mitad del siglo XX y adquirir un inusitado poder de gravedad en la década actual, al punto de convertirse en un espacio propio de encuentro que ha pasado a ocupar su propio nicho disciplinar al igual que la antropología política, la filosofía política o la psicología política.

A mi juicio, este desarrollo obedece a dos factores muy diferentes en naturaleza pero convergentes en sus efectos. De un lado, la profundidad y carácter controversial de las teorías de ambos autores, que van a suscitar un debate ininterrumpido en el periodo de la posguerra, primero en el ámbito académico alemán (Blumenberg, Taubes, Voegelin, Marquard, Petersen) y luego, en el contexto mucho más amplio de una discusión que implica a teóricos italianos (Marramao, Esposito, Agamben, Virno), franceses (Lefort, Mouffle, Leclau, Derrida, Zizek), españoles (Reyes Mate, Mayorga, Villacañas, Beyneto) y posteriormente se extiende a ambos lados del Atlántico, suscitada por la difícil pero fascinada recepción de la que serían objeto ambos autores.

Hechos significativos como la primera traducción al italiano del Nomos de la Tierra en la colección de Einaudi, que es celebrada por Roberto Calasso como la mayor obra de filosofía política del siglo XX, la amplia difusión de Benjamin en los campus universitarios, y la proliferación de revistas especializadas dedicadas a los dos autores. Asimismo, la articulación de las corrientes políticas e intelectuales en Estados Unidos en torno a ambos pensadores va a verse favorecida por la misma distancia de sus posturas originales, sirviendo como aglutinador y marca de procedencia. Esta adscripción va a ir acompañada de sorprendentes giros e inesperadas alinderaciones.

Así, una revista contestataria como Telos, bastante marginal y contracultural, se convierte en el órgano difusor de la obra de Schmitt, mientras una publicación tan influyente como New Left Review, de modo menos sorprendente, va a ser el vehículo de recepción de la obra de Benjamin en el campo de la reflexión política. De otro lado, las rupturas provocadas por el 11 de septiembre, la guerra contra el terrorismo, los movimientos de víctimas, la reemergencia de lo religioso en la vida política norteamericana desde el periodo de Reagan y la reactivación de una justificación cuasi religiosa de la guerra contra el terrorismo, la amenaza del calentamiento global y sus repercusiones sobre la especie humana, así como la reformulación de políticas internacionales como la que produce Naciones Unidas bajo el paradigma de paz a través de la justicia, al igual que los variados y extensos movimientos por la recuperación de la memoria en el contexto de la reactivación genocidaria durante la década de los 90, van a provocar una creciente apelación de las herramientas hermenéuticas teológico-políticas, que finalmente dan lugar a monumentales antologías de producción analítica en este campo.

La vigorosa multiplicación de aproximaciones a los temas cruciales de nuestra época desde las teologías políticas demuestra la imperativa necesidad de recuperar para la reflexión y la investigación desde el campo de la disciplina de lo político, las grandes preguntas, devenidas hoy tan urgentes como lo fueran para Benjamin, sobre la emancipación, el papel de los vencidos y las posibilidades de construir un orden diferente al callejón sin salida del progreso tecnológico en el que hoy nos encontramos.


Notas

1 Cabe entender la meditación de Agamben como un extenso desarrollo del tratamiento proporcionado por Benjamin al fenómeno de la nuda vida (Agamben, 1998, p. 87).

2 La datación exacta es fundamental para entender las variaciones que Benjamin introduce a la noción de mesianismo empleada en Para una crítica de la violencia y la fragmentación o astillamiento a la que es sometida en su Tesis sobre la historia. El punto ha sido claramente destacado por Reyes Mate (2006, p. 293).

3 Un interesante abordaje se encuentra en Guerras de religiones y transformaciones sociales en el siglo XXI, de Carlos Alberto Patiño Villa.

 

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