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Papel Politico

Print version ISSN 0122-4409

Pap.polit. vol.14 no.1 Bogotá Jan./June 2009

 

El disfraz constitucional: el constitucionalismo relativo*

The constitutional disguise: the relative constitutionalism



Camilo Castillo Sánchez**

Ethel Nataly Castellanos Morales***


Recibido: 20/02/09
Aprobado evaluador interno: 30/02/09
Aprobado evaluador externo: 18/03/09

**Abogado, especialista en Derecho Constitucional de la Universidad Nacional de Colombia y doctor en Derecho de la Universidad del Rosario. Docente de esta misma institución. Correo electrónico camilo.castillosanchez@gmail.com.

*** Abogada y magíster en Derecho de la Universidad Nacional de Colombia. Docente de la Universidad del Rosario. Correo electrónico: ethel.castellanosmo@urosario.edu.co.


Resumen
La historia constitucional colombiana ha estado llena de contradicciones y particularidades llamativas para la teoría constitucional. Este artículo pretende ocuparse de algunos de esos rasgos, que pueden agruparse en la idea del constitucionalismo relativo o el disfraz constitucional. Creemos que esta figura explica la forma en la que Colombia ha mantenido una institucionalidad relativamente estable aunque no haya logrado consolidarse aún un estado constitucional. Algunos de los fenómenos que, a nuestro parecer, son ejes destacables del constitucionalismo colombiano y hacen de él un constitucionalismo relativo son: la dictadura constitucional, la guerra y su relación con la legitimación constitucional y la reformulación del concepto y el ejercicio de la soberanía para facilitar su traslado a un dictador benévolo. Trataremos de mostrar esto con una breve aproximación histórica, el recuento de las visiones de los autores clásicos de la teoría constitucional, la implementación de estos conceptos en la vida republicana de Colombia y en el momento actual. Con esto pretendemos mostrar que el constitucionalismo relativo ha sido la forma de evitar las exigencias materiales propias de un modelo constitucional, pero logra mantener la apariencia de una fuerte defensa del constitucionalismo y de los valores que este pretende preservar.

Palabras clave autor
Derecho constitucional, derecho constitucional colombiano, historia constitucional colombiana, constitucionalismo y democracia.

Palabras clave o descriptores
Colombia - Historia constitucional, Derecho constitucional - Colombia, Democracia - Colombia.


Abstract
The history of colombian constitutionalism has been characterized by many interesting contradictions and particularities in terms of constitutional theory. This essay seeks to study some of the situations that we consider part of relative constitutionalism or the constitutional disguise. We believe that this concept can explain the reasons why Colombia has conserved certain stability despite having not consolidated rule of law. Some of the phenomena that are relevant in colombian constitutionalism and are characteristic of relative constitutionalism are: the constitutional dictatorship, the war and its relationship with constitutional legitimation, and the change in the meaning of sovereignty to facilitate the transfer of power to a benevolent dictator. We will try to show those ideas through a brief historical review, an approximation to classical authors of Constitutional Theory, the use of those concepts in Colombian republican history and at this moment. In our opinion we will demonstrate that relative constitutionalism has been the way to avoid material demands proper to the rule of law, while managing to maintain the appearance of a strong defense of constitutionalism and its values.

Key words author
Constitutional law, colombian constitutional law, colombian constitutional history, constitutionalism and democracy.

Key words plus
Colombia - Constitutional history, Constitutional law - Colombia, Democracy - Colombia.



Introducción

La historia constitucional colombiana, al igual que la de muchos países latinoamericanos, ha estado llena de contradicciones y particularidades que no dejan de ser llamativas para la teoría constitucional. Este artículo pretende ocuparse de algunos de esos rasgos, que pueden agruparse en la idea del constitucionalismo relativo o, para usar una expresión coloquial, el disfraz constitucional. Creemos que la figura del disfraz constitucional es la forma en la cual, en la historia colombiana, se ha mantenido una institucionalidad relativamente estable aunque no haya logrado consolidarse un estado constitucional, sino en las puras formalidades.

En ese sentido, el constitucionalismo relativo ha sido la salida para evadir las exigencias materiales propias de un modelo constitucional y ha fraguado varias características que marcaron, y aún marcan, la historia constitucional colombiana. Por esta razón, nos adherimos a las tesis de Loveman (2003), quien considera que todavía perduran muchas de las contradicciones y tensiones del constitucionalismo andino que nacieron y evolucionaron desde 1830 hasta finales del siglo XIX.

Algunos de los fenómenos que, a nuestro parecer, son ejes destacables del constitucionalismo colombiano y hacen de él un constitucionalismo relativo son: la dictadura constitucional, la guerra y su relación con la legitimación constitucional y la reformulación del concepto y el ejercicio de la soberanía para facilitar su traslado a un dictador benévolo.

En el caso de la dictadura constitucional, este puede parecer un concepto que encierra una contradicción, pero, como trataremos de explicarlo posteriormente, se trata de la idea, recurrente en Colombia, sobre la dictadura presidencial que legitima el autoritarismo y el cesarismo democrático a través del otorgamiento de poderes excesivos al presidente.

Por otra parte, las constituciones han sido el resultado de guerras y conflictos de cierta envergadura; por eso han sido esgrimidas diferentes razones para la legitimación constitucional, entre ellas, la idea de un Estado en peligro que debe ser protegido y defendido a través del ritual constitucional. Este ritual no necesariamente ha implicado grandes transformaciones, en muchos casos se trata solamente de la materialización de pactos reformistas. En todo caso, no puede negarse que la introducción de reformas radicales como respuesta a los conflictos en la sociedad colombiana ha sido una realidad. No obstante, consideramos que en vigencia de la Constitución de 1991 —probablemente por el valor simbólico que esta ha adquirido— la tendencia es evitar rituales que aparezcan como grandes reformas y se prefiere introducir reformas radicales de manera discreta.

Finalmente, el último eje se encuentra en la reformulación del concepto de soberanía, a fin de reducir a su mínima expresión la soberanía popular, la cual cede ante el dictador benévolo o, en los últimos tiempos, se convierte en el arma de legitimación, por vías constitucionales, para el mismo fin.

A continuación profundizaremos en estos temas desde dos perspectivas que, a su vez, llevarán a una tercera. En primer lugar, haremos una conceptualización de estos ejes a partir de una breve aproximación histórica para luego ver las definiciones de autores clásicos de la teoría constitucional. En segundo lugar, revisaremos en detalle los eventos que ilustran de mejor manera la implementación de estos conceptos en Colombia durante toda su vida republicana y, finalmente, haremos un análisis del momento actual, para demostrar que estos ejes siguen siendo relevantes, aunque han sufrido cambios obligados a raíz no solo de una nueva constitución, sino también de la comprensión de la misma como fenómeno jurídico, político y moral.


El disfraz constitucional: elementos conceptuales

Tal como se había anunciado, este apartado contiene una conceptualización clásica de cada idea, para luego ver algunas generalidades sobre la categorización de cada eje de estudio a través de un breve análisis histórico en Hispanoamérica (Loveman, 2003; Demelas, 2003; Valencia, 1997). Es curioso ver de qué manera Colombia ha llegado a tener un modelo de constitucionalismo relativo, en lugar de optar por otro. Todo esto puede comprenderse analizando el desarrollo del constitucionalismo en nuestra región.

Loveman (2003) considera que el constitucionalismo hispanoamericano logró convertirse en una nueva religión política. Una de sus características fue que reunía elementos liberales innovadores con tradiciones, leyes y formas de administración arcaicas. Esto podría considerarse como un elemento explicativo del surgimiento del liberalismo autoritario como un rasgo típico de la cultura política hispanoamericana. La expresión "liberalismo autoritario", a pesar de ser el resultado de ideas rivales que coexisten en un mismo ordenamiento, es un elemento central para comprender por qué era excepcional que el dictador o caudillo quisiera gobernar sin la fachada de la legitimidad constitucional.

Debido a tales distorsiones de los conceptos de liberalismo y constitucionalismo se dio el resultado previsible: estos modelos no podían hacer efectivas las garantías constitucionales; su constitucionalismo era de papel. Aun así, el constitucionalismo andino no fue solo una fachada; tenía convicciones y pretensiones de fondo, pero infortunadamente no logró materializarlas pues para ello era necesario el desarrollo de un sistema electoral que no se controlara estrechamente por el ejecutivo, y que hubiese sistemas de partidos políticos modernos, con bases independientes.

Estas ideas fueron propicias para el desarrollo y consolidación de las dictaduras constitucionales, de las guerras como los elementos de legitimación constitucional por excelencia y de una idea de soberanía en cabeza de un dictador benévolo.

Los conceptos que constituyen el eje de nuestro análisis, vistos desde una perspectiva que tome las definiciones clásicas como punto de partida, parecen contradictorios y errados; por eso, dichas definiciones deben ser complementadas con los fenómenos históricos; solo así tendrán poder explicativo. Veamos.

La Constitución ha sido comprendida como un dispositivo normativo de control de poder (Lowenstein, 1983) que involucra la división de poderes y la soberanía popular; por tal motivo, pensar en una dictadura constitucional parece ser un contrasentido No obstante, ese concepto es el único que aparece como categoría explicativa de fenómenos como los acontecidos en el constitucionalismo colombiano. Sin embargo, no se presenta una situación susceptible de ser encuadrada sin más en un modelo autoritario, ya que esta categoría intermedia parece ser la más adecuada. Además, este nuevo marco conceptual permite explicar la convivencia de Estados de derecho formales —sujetos a reglas, y de los cuales, según Weber (1969), se derivaría el tipo de legitimidad que caracteriza al estado moderno: la legitimidad lograda por medio de la legalidad que cree en el valor de las normas y en las competencias como fundadas por reglas creadas— con modelos personalistas derivados de las atribuciones excesivas al poder ejecutivo, visto en los orígenes de las repúblicas hispanoamericanas como el reemplazo del poder real.

El asunto de la guerra como evento legitimador de los gobernantes y sus modelos políticos ha sido largamente estudiado. Kriele (1980), en su análisis sobre el absolutismo, ilustra de qué manera el riesgo y las consecuencias de las guerras civiles explican la preferencia por soluciones extremas para lograr la paz. Ante los cambios políticos en un mundo que considera a la democracia como un requisito indispensable para cualquier forma de gobierno1, ya no podría imponerse algo que fuera sostenible. En cambio, se opta por la constitucionalización de las medidas, aunque estas impliquen, en el fondo, las mismas consecuencias. Por eso, la guerra, su enfrentamiento y prevención, se han convertido en fundamento para expedir y reformar las constituciones en Colombia.

En cuanto al concepto de soberanía y su traslado a un dictador benévolo, es claro que la modernidad, con el concepto de Estado de derecho, propone la idea de una soberanía de las leyes y no una de los hombres, y además, considera que acudir al constituyente primario debe ser excepcional. Este fue el resultado de la comprensión de la soberanía durante el absolutismo. En esta forma política se manifestó la soberanía absoluta como respuesta a situaciones extremas en las que peligraba la vida, la libertad y la seguridad (Kriele, 1980). Los teóricos del absolutismo consideraron que este tipo de ejercicio de la soberanía era la condición necesaria para la paz interna. Hobbes defendía la existencia del soberano indivisible y absoluto como un requisito ineludible para la garantía de la seguridad, y afirmaba que los pactos que no se protegen con la espada no son más que palabras, lo cual ilustra de manera clara la importancia de la fuerza (Hobbes, 1994).

Durante la revolución francesa, el debate sobre la soberanía se concentraba en la titularidad y la posibilidad de concordancia de voluntades entre representantes y representados. En cuanto a la titularidad, las posibilidades eran la asamblea de representantes, el rey y la nación. En el segundo punto las posiciones iban desde la presunción identitaria rousseauniana hasta el jacobinismo. Para Rousseau el concepto de nación era un concepto teórico; asimismo, había una obligación en la presunción identitaria; el poder constituyente y el poder constituido se identificaban. Para Sieyes, por su parte, la nación era un cuerpo unitario de ciudadanos con voluntad política compartida, en el cual era importante que hubiera diferenciación política, pues un poder muy grande en cabeza de cualquier ente genera peligros. Robespierre, a su vez, pensaba que la autonomía de los representantes frente a los electores era importante (García, Jaramillo, Rodríguez y Uprimny, 2007, pp. 229-261).

Como puede observarse, el debate sobre la soberanía que se dio en el siglo XVIII tiene vigencia y actualidad en Colombia; incluso las discusiones subsiguientes ilustran la importancia de este asunto pues además del riesgo que entraña el que los representantes usurpen la voz de los representados, siempre existe el peligro de un pueblo manipulado por un gobernante carismático. Esto es visible al analizarse uno de los desafíos ante las revoluciones burguesas: el igualitarismo político. Este nos aporta ideas importantes sobre el concepto de soberanía. Constant (1943), por ejemplo, consideraba que la soberanía no podía ser ilimitada, ni siquiera cuando reposaba en cabeza del pueblo; si un gran poder se sustenta en un solo cuerpo, siempre será peligroso. La solución no es, entonces, retirar la titularidad del poder para cederlo a otro ente; la idea es limitarlo. De allí se sigue que esa soberanía deba ser limitada.

El reclamo principal de Constant es la protección de la individualidad, a fin de evitar el despotismo y el espíritu usurpador y de facción propio de regímenes opresores. Por eso, el asentimiento de la mayoría no basta siempre para legitimar sus actos. Esto lleva al citado autor a criticar los conceptos de soberanía de Hobbes y Rousseau, porque estos impiden un diseño que ampare a los individuos frente al gobierno; además, porque la autoridad puede fácilmente oprimir al pueblo como súbdito, para obligarlo a hablar como soberano. No basta la división de poderes para evitar los abusos, pues los poderes siempre pueden llegar a hacer coaliciones. Lo importante es el establecimiento de prohibiciones para todos los poderes. Por lo tanto, no pueden existir autoridades ilimitadas. Además, ciertos derechos, los individuales, deben ser independientes de toda autoridad social y política. Constant se refiere a los derechos de libertad individual, religiosa, de opinión, de propiedad y a las garantías contra la arbitrariedad.

En América Latina, la historia constitucional de varios países ilustra cómo diversos fenómenos relacionados con estos conceptos tuvieron lugar. Brevemente expondremos una panorámica muy general, con la idea llegar, en el siguiente acápite, a la aplicación de estos en la historia republicana de Colombia.

Según Loveman (2003), La dictadura constitucional es fácilmente explicable. En Hispanoamérica era usual que el presidente tuviera muchas atribuciones. En principio se le concedieron amplias facultades que le permitieron reemplazar al representante del rey; además, se le garantizó la falta de responsabilidad política en sus acciones. Las competencias de las que era investido podían justificar sus poderes extremos y se convertían en elementos legitimadores de acciones por fuera de lo que clásicamente sería un orden constitucional. Así, el poder ejecutivo conservó la autoridad y la obligación de conservar el orden interno, aplicar y hacer cumplir las leyes y conseguir la seguridad externa.

Tal como lo ilustra Loveman (2003, p. 295), Simón Bolívar, por ejemplo, era partidario de un ejecutivo vitalicio, con un senado aristocrático y una marcada influencia clásica-romana. Sin embargo, el constitucionalismo formal era una forma de legitimar una dictadura presidencial. La apelación al pueblo se hacía solo para legitimar las órdenes del ejecutivo y las garantías constitucionales no podían ser permanentes sin poner en riesgo la supervivencia del Estado. Por tal razón, la dominación del presidente sobre el Congreso y el uso extendido de regímenes de excepción como rutina de gobierno se convirtieron en elementos clave del constitucionalismo hispanoamericano.

En este punto resulta interesante ver que con la victoria liberal de 1861 se generó la primera Constitución que permitía la suspensión del imperio constitucional, restaurando la posibilidad de una dictadura constitucional. No obstante, el liberalismo colombiano permitió una gradual consolidación del poder legislativo como freno a "reyes con nombre de presidente", figura favorecida por Bolívar. Esto explica que haya sido tan evidente el cambio, con la Constitución de 1886, al otorgársele poderes extraordinarios al presidente en tiempos de emergencia, prerrogativa similar a la de Bolívar en la década de 1820.

Valencia Villa (1997) encuentra una relación entre la dictadura constitucional y el reformismo y formalismo constitucionales. Según su tesis, a través del segundo se ha bloqueado el acceso del pueblo y de terceras fuerzas al poder, a fin de mantener el orden y el statu quo, y a pesar de que esto haya generado reacciones violentas al interior del Estado, no ha fortalecido, sin embargo, una tradición de dictadores militares. Con todo, es posible defender que el formalismo constitucional es tan solo una forma velada de caudillismo. Las reformas de Reyes a comienzos de siglo XX, por ejemplo, fueron el resultado de un procedimiento autocrático para legitimar el despotismo presidencial e incrementar y perpetuar la dominación del ejecutivo.

Esto no es un problema propio del siglo XIX. En efecto, es importante recordar la idea de Valencia Villa (1997) al analizar la Constitución de 1991, augurando que la crisis estructural del Estado, la agudización del conflicto, el desastre humanitario y la corrupción política podrían desencadenar una involución de signo autoritario, con consecuencias imprevisibles. El autor, además, consideró que el principal peligro frente a la Constitución era la contrarreforma autoritaria, con la cual se daría una eficaz estrategia de autolegitimación para evitar un cambio.

La guerra y su relación con la legitimación constitucional pueden verse, tal como lo sostiene Loveman (2003, p. 310), en situaciones excepcionales a fin de proteger la república. Resulta importante considerar que en esos momentos, tal como lo afirma Demelas (2003), las constituciones son, a la vez, herramientas de fundación y acuerdos de ruptura; por eso fueron aceptadas por sectores diversos, que las vieron como males necesarios para reemplazar la monarquía absoluta y llenar el vacío de legitimidad gubernamental, dada la imposibilidad de monarquías limitadas. Esta idea contribuye nuevamente al concepto de constitucionalismo relativo.

Como lo afirma Loveman (2003, p. 289), las constituciones y sus reformas tenían finalidades puntuales: proteger a las clases educadas, resolver las crisis de sucesión presidencial y proteger El estado de cualquier peligro. Pero estas finalidades eran casi coyunturales, pues el elevado número de constituciones colombianas en el siglo XIX muestran que el constitucionalismo se convirtió en un ritual. Demelas (2003, p. 598) explica que estos rituales eran de ruptura y renacimiento; se consideraba la necesidad de empezar de cero cada vez, lo cual justificaba una nueva Constitución. El pacto constitucional adquiría valor fundacional, pero no valor de permanencia. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XIX los principios básicos constitucionales se hicieron algo más estables.

Para Loveman (2003, p. 305), es característico del régimen constitucional colombiano que en tiempos de paz se reconocieran amplias libertades, pero en situaciones de guerra, conmoción interior, peligro de la patria, motines, sediciones o acontecimientos similares, surgía la dictadura constitucional. Se ve, entonces, cómo el constitucionalismo se relativiza en varios aspectos. Además, siguiendo a Demelas (2003, p. 594), la Constitución, que se decía unificadora, suscitaba una multitud de agentes y se disgregaba a sí misma en una variedad de pactos; era el resultado de la representación del pueblo soberano subdividida en muchos pueblos diversos, según los intereses y la capacidad de incidencia en el pacto.

La relación entre guerra y legitimación constitucional ha sido claramente expuesta por Valencia Villa (1997). La tesis del autor es que cada una de las constituciones del siglo XIX fue la consecuencia de una guerra y la causa de otra. En el siglo XX ya no se trata de guerras, sino de conflictos: las reformas a la Constitución de 1886 cambiaron la lucha partidista por lucha de intereses. Las constituciones no luchan entre sí; luchan entre sí las enmiendas. No obstante, de acuerdo con el autor, bajo el continuo constitucionalismo siempre ha estado la guerra civil. Una imagen que da cuenta de esto es la siguiente: mientras se expedía la Constitución de 1991, que en su momento fue llamada "la Constitución de la paz", las fuerzas armadas bombardearon Casa Verde, que en ese entonces era el cuartel general de la guerrilla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia).

Sobre el concepto de soberanía y el traslado de la misma a un dictador benévolo, Loveman ilustra como esta era considerada una fórmula preferible a la de la soberanía popular. En sus palabras "existía en muchos sectores un escepticismo profundo sobre la practicidad de establecer instituciones republicanas en regiones pobladas por millones de castas de color, pueblos indígenas y 'españoles' americanos poco educados" (Loveman, 2003, p. 298); aun Simón Bolívar compartía tal escepticismo.

La forma de materializar tal figura es descrita por Demelas (2003, pp. 606-612). El autor afirma que en momentos de crisis se buscaba un dirigente elegido en el seno de las élites. El individuo designado estaba investido de un papel de redentor; el ejercicio del poder supremo se convertía en devoción a la causa nacional y se suponía que el hombre providencial debía ofrecerse en sacrifico a la res publica. Pero, además del contenido e implicaciones de este modelo, el citado autor también describe que el voto se convierte en la sanción y el anuncio oficial de decisiones debatidas previamente en otros lugares, y por eso debía traducir unanimidad.

Durante el siglo XX es destacable, tal como lo anota Valencia Villa (1997), el gobierno de Laureano Gómez. Es conocido que, en su intento por lidiar con la violencia y con sus simpatías fascistas, el presidente convocó a una asamblea nacional constituyente, la cual legitimó el golpe de Estado que puso en el poder a Rojas Pinilla. La única apelación al constituyente primario se dio con el plebiscito de 1957, que fue antidemocrático, ya que solo legitimó la restauración del bipartidismo minoritario y prohibió cualquier nueva apelación al constituyente primario. Esto muestra la discreta tiranía de los representantes sobre los representados.

Durante todo el siglo XX el presidencialismo tecnocrático, casi autocrático, se ve fortalecido, a pesar de la reforma de 1968, y aunque el reformismo constitucional pueda ser visto como una metodología válida para hacer el cambio social por medios civilizados, esta parece haber sido una herramienta para simular la participación popular mientras se desarrollaba y preservaba un régimen minoritario.

Veamos el detalle del transcurrir histórico ligado a estos conceptos.


Nuestra historia republicana: el formalismo constitucional, su defensa del Estado y el presidente como dictador benévolo

La sociedad implantada por los colonos españoles era una sociedad de castas. Con esto se quiere indicar que los grupos sociales estaban diferenciados y, por lo tanto, era fácil saber quiénes accedían a los cargos de poder de la administración colonial y quiénes eran excluidos de los mismos. Los peninsulares y los criollos estaban a la cabeza de la pirámide social, mientras que los blancos pobres, los mestizos, los negros y los indios estaban en la base. Esta situación generó graves descontentos entre los diferentes estamentos sociales. Por un lado, los peninsulares y los criollos se disputaban el control del aparato colonial. Por el otro, los grupos segregados de las esferas de poder esperaban el momento propicio para llevar a la plaza pública sus propias pretensiones.

Durante el reinado de los borbones se hicieron diversas reformas a la administración colonial. Estas llevaron a los peninsulares a enfrentarse con los criollos pues la corona, a través de la creación de nuevos virreinatos y el nombramiento de funcionarios, buscó tener un control más eficiente sobre sus administrados. La consecuencia directa de esta política fue la erosión de la autonomía administrativa de la que gozaron los criollos en la época de los Austrias (Elliot, 2007, pp. 210-238). Los estratos bajos de la población tampoco estuvieron muy conformes con las nuevas orientaciones de la monarquía, ya que debieron soportar nuevas cargas fiscales. A pesar de las tensiones que había entre los gobernantes, ninguno cuestionó el sistema de castas, el cual era un instrumento eficaz para mantener el poder de los criollos y la monarquía.

Los acontecimientos europeos de principios del siglo XIX fueron la excusa perfecta para que los criollos, los mestizos, los mulatos y los esclavos mostraran su descontento. La invasión napoleónica a España fue un evento central en las relaciones con la metrópoli, pues el encarcelamiento de la familia real en Bayona se interpretó como una ruptura de la continuidad monárquica. En otras palabras, la usurpación del trono por los franceses conllevó a que la soberanía no tuviera un titular legítimo, por lo tanto, esta debía retornar a los habitantes de las colonias, quienes actuarían a nombre del rey sin la mediación de los funcionarios reales.

Los criollos plasmaron esta idea en las primeras constituciones que escribieron. Unos extractos de la Constitución de Cundinamarca de 1811 lo atestiguan:

    Art 1. La Representación, libre y legítimamente constituida por elección y consentimiento del pueblo de esta provincia (...) convencida y cierta de que el pueblo a quien representa ha reasumido su soberanía, recobrando la plenitud de sus derechos, lo mismo que todos los que son parte de la monarquía española, desde el momento en que fue cautivado por el emperador de los franceses el señor don Fernando VII, Rey legítimo de España y de las Indias (...) y de que habiendo entrado en el ejercicio de ella desde el 20 de julio de 1810, en que fueron depuestas las autoridades que constantemente le habían impedido este precioso goce, necesita darse una Constitución.

El numeral 2 del mismo artículo prescribió lo siguiente: "Ratifica su reconocimiento a Fernando VII en la forma y bajo los principios hasta ahora recibidos y los que resultarán de esta Constitución". Así, pues, la autoridad real se siguió considerando legítima aunque su obediencia se condicionó a que el monarca respetara el pacto que los criollos se dieron a sí mismos.

Sin embargo, deshacerse de los funcionarios reales y retomar la soberanía no fue obra exclusiva de los criollos. Para lograrlo, estos se vieron obligados a hacer alianzas con los grupos subalternos de la sociedad, los cuales solicitaron que se atendieran sus demandas de libertad e igualdad (Garrido 1997; Múnera 1998; Carrera Damas, 2003). En suma, la independencia significó un cambio en la configuración del poder colonial español en América y, al mismo tiempo, la lucha de los sectores privilegiados para conservar los beneficios que heredaron de la Colonia.

La consecuencia de la participación de los sectores excluidos en la ruptura del orden colonial fue la amenaza del predominio de los criollos en la sociedad. En efecto, el posible ascenso de los sectores populares a la cúspide del poder, por la vía de la carrera militar, llevó a los criollos a implementar medidas legales para marginarlos. La prohibición del derecho al voto de los soldados y oficiales, por ejemplo, buscó que el ejército no tuviera ninguna injerencia en la vida política pues, si eso llegaba a suceder, los criollos podían terminar subyugados por sus antiguos subalternos. Además de las leyes que prohibieron la participación de los sectores populares en la vida política, los criollos crearon un concepto de dictador y de soberano acorde con la necesidad de preservar el orden de castas.

El soberano ideado por los criollos era un líder capaz de mantener el orden a toda costa. No importaba si para ello debía pasar por encima de leyes o constituciones; estaba por fuera de la legalidad y su función principal era mantener la paz. En suma, el nuevo soberano pensado por los americanos se asemejó mucho al rey confinado en Bayona, pues una de las obligaciones del rey, desde la creación de la monarquía, era el mantenimiento del orden interior y exterior. De allí la denodada defensa que se hizo de un régimen centralista, cuya cabeza visible era el caudillo, quien era el único con la capacidad suficiente de sortear con éxito la perturbación del orden público.

El manifiesto de Cartagena, redactado por Bolívar (1985/1812), lo expone sin ambages:

    Pero lo que debilitó más el Gobierno de Venezuela fue la forma federal que adoptó, siguiendo las máximas exageradas de los derechos del hombre, que autorizándolo para que se rija por sí mismo, rompe los pactos sociales y constituye a las naciones en anarquía (...) El sistema federal bien que sea el más perfecto y más capaz de proporcionar la felicidad humana en sociedad, es, no obstante, el más opuesto a nuestros nacientes Estados. Generalmente hablando, todos nuestros conciudadanos no se hallan en aptitud de ejercer por sí mismos y ampliamente sus derechos; porque carecen de las virtudes políticas de un verdadero republicano (p. 133).

Es interesante mostrar cómo, por un lado, la Constitución de 1811 de Cundinamarca reivindicaba la soberanía popular para quitar de en medio al rey, pero un año después, la importancia de la soberanía popular se desvaneció y dio paso a un gobierno fuerte, que debía llevar a los habitantes de los antiguos territorios españoles a conocer y practicar las virtudes republicanas. Los extremos de la disputa se plantearon de la siguiente forma: o se quería conservar la sociedad de castas heredada de la colonia, o por el contrario se quería refundar el régimen político para construir una verdadera república (Carrera Damas 2003; p. 379).

El propio Bolívar tomó partido. En su discurso introductorio a la Constitución de Bolivia de 1826 afirmó que el presidente de la República era el encargado de velar por el orden interno de la misma, y también sería el soberano, si nos atenemos a la definición de soberano que esbozamos en los párrafos precedentes. Lo contrario equivaldría a condenar a la República a la anarquía. El lema era: orden y después ciudadanía. En el mencionado discurso, Bolívar (1987/1826) dijo: "Dadme un punto fijo, decía un antiguo, y moveré el mundo. Para Bolivia, este punto es el presidente de la República. En él estriba todo nuestro orden, sin tener en esto acción" (p. 6.) La muerte de Bolívar en 1830 dejó en entera libertad a las repúblicas para que decidieran el rumbo que debían tomar. La historia constitucional colombiana demuestra que desde un principio se escogió un ejecutivo fuerte y centralizado para garantizar el orden.

En 1832 se promulgó la Constitución de la República de la Nueva Granada, la cual le dio al ejecutivo la responsabilidad de conservar el orden público interno y externo. Sin embargo, no precisó los límites y los alcances de ese encargo. El artículo 101, numeral 1 no consagra un procedimiento y unas causales específicas para que el presidente declare el estado de excepción. Por lo tanto, se da por sentado que el presidente tiene la atribución de declararlo cada vez que lo considere necesario. El estallido de la guerra de los supremos en 1839 demostró que ese mecanismo constitucional para preservar el orden era insuficiente y, por consiguiente, la guerra sirvió como excusa para hacer un cambio constitucional drástico. Había que ampliar más las competencias del ejecutivo, en especial, todas aquellas relativas a su función de salvaguardar el orden público. Un testimonio esclarecedor de lo que se ha afirmado aquí es la memoria presentada por el secretario del Interior y Relaciones Exteriores, Mariano Ospina (1986/1842), quien luego de la guerra concluyó lo siguiente:

    Uno de los defectos de más trascendencia que se han notado en la constitución vigente (la de 1832) es que, calculada para un estado de paz, llegado el caso de una invasión o de una sublevación, es ineficaz, y el poder público que ella establece impotente para proveer a las necesidades extraordinarios y urgentes de aquella situación. Esta opinión, que era bastante común antes de que la experiencia hubiese puesto a prueba la Constitución (...) La nación ha visto al Gobierno, en la pasada crisis, en la imposibilidad de defenderse, resignado a perecer abrazado de la Constitución misma que no le daba medios de defensa (p. 322).

Los regímenes federales en Colombia tampoco buscaron satisfacer de forma total el anhelo de algunos intelectuales, en especial de los seguidores de las doctrinas de Jeremías Bentham, de un ejecutivo limitado que no menospreciara las libertades de los individuos. Desde un principio, la idea de la creación de los regímenes federales en Colombia, en especial el de 1863, fue la de dar una mayor autonomía a las regiones y dejar fuera del espacio de las provincias al gobierno central. Por lo tanto, se generó una especie de soberanía dual. Por un lado, estaba la soberanía de la Nación, representada en el gobierno central, pero por el otro estaba la soberanía de los estados para gobernar sobre sus territorios. Esto generó, por decirlo de alguna forma, un choque entre las soberanías, el cual fue la causa, la mayoría de las veces, del estallido de la guerra entre los estados, pues no había un mecanismo constitucional para dirimir los conflictos que se presentaban.

Además, tanto el gobierno central, dentro de su órbita de influencia, como los gobiernos locales, no tenían la pretensión de respetar la carta de derechos de la Constitución de Rionegro. Muchos presidentes y gobernadores de los estados se comportaron de forma despótica frente a sus gobernados, pues buscaron mantener a toda costa el orden y la unidad dentro del territorio de su jurisdicción. Ellos eran los dictadores dentro de cada una de sus regiones y buscaron que el poder central no se entrometiera en los asuntos regionales.

Como si fuera poco, los caudillos seguían al acecho y buscaban la forma de recuperar el poder absoluto. Un ejemplo de esto fue el del general Mosquera, quien se sublevó contra el gobierno central y buscó hacerse con todo el poder del Estado y reformar la Constitución; quería ser un dictador constitucional que representara la soberanía de la nación y había promovido la guerra para fundar un orden político más justo que el creado por la Constitución de 1863, de la cual, paradójicamente, fue uno de los promotores. La declaración de derechos dicha Constitución fue más una declaración de principios políticos que una normatividad vinculante para el gobierno y para los estados, los cuales, amparados en el principio de soberanía, daban prioridad al orden. Para los miembros del Partido Conservador esta era de múltiples soberanos equivalía a la anarquía.

La guerra era el único mecanismo para restaurar la autoridad perdida. En 1885 estalló una nueva guerra civil. Esta vez las partes contendientes eran los defensores de la Constitución de 1863 y los que querían por un república basada en el orden. La excusa de una guerra basada en la defensa o en la ilegitimidad de la Constitución estaba de nuevo en juego. Al final ganaron los impugnadores de la Constitución y una de sus primeras medidas fue la unificación de la soberanía. Esta residía en la nación y el que podía ejercerla era su máximo representante, el presidente de la República. Su función principal era la preservación del orden público. En casos extremos podía asumir las funciones de legislador y juez, por lo que la división tripartita de poderes quedó sujeta a las circunstancias del momento. Uno de los constituyentes de 1886, al hacer una evaluación de la Constitución recién promulgada, dijo que en ella, a pesar de su opinión, se buscó que ganara un solo partido y que en vez de fortalecer la autoridad, se terminó por fortalecer el poder de un individuo. José María Samper (1902) concluyó:

    ... hubo espíritus demasiado lógicos, demasiado absolutos en la concepción de sus teorías de gobierno, o tal vez demasiado preocupados con la esperanza del predominio de una parcialidad política, que no pensaron en fortalecer la autoridad, sino en asegurar la fuerza unipersonal del poder ejecutivo; en dar al gobierno la supremacía, casi sin limitación, y de hecho sin responsabilidad (p. 481).

Con estos antecedentes vale la pena preguntarse si en este momento Colombia y sus dirigentes vuelven a lucir el disfraz constitucional.


¿Estamos en presencia de un nuevo capítulo de constitucionalismo relativo? Colombia hoy

Creemos que la tesis de Valencia Villa (1997), la cual señala que nadie considera a la Constitución un propósito nacional prioritario y urgente, tiene total actualidad. Por el contrario, la nueva Constitución es una nueva carta de batalla y algunas de las reformas implementadas durante el gobierno Uribe no concuerdan con el constitucionalismo democrático. Si bien la Constitución adquirió el carácter de norma jurídica vinculante y los derechos fundamentales se convirtieron en el corazón de la misma (Cepeda, 2007), también es cierto que uno de los pilares de las constituciones, el sistema de pesos y contrapesos, está dislocado desde la aprobación de la reelección presidencial.

En este aparte pretendemos ilustrar la forma en la que la reelección presidencial inmediata muestra con claridad la presencia de todas las características del constitucionalismo relativo. En cuanto a la dictadura constitucional, la reelección ha permitido que nuestro Estado de derecho sea más una formalidad que una realidad; además, el modelo presidencial personalista niega la posibilidad de que el electorado piense en alguna otra persona para ocupar el cargo. Desde el poder ejecutivo y sus simpatizantes se muestra que no hay ninguna otra opción; el futuro del Estado se centra en un sujeto en particular. Por otra parte, el deseo de reelección proveniente del ejecutivo ha acudido al pueblo para que su voz legitime lo que ya ha decidido como una orden. Tal como lo advirtiera Valencia Villa (1997), la Constitución peligra bajo la contrarreforma autoritaria.

La relación de las circunstancias políticas de la actualidad con el tema de la guerra y la legitimación constitucional es visible hoy en día cuando reformas constitucionales profundas como la reelección, se fundamentan en la prevención de la guerra y el enfrentamiento de las amenazas a la soberanía nacional provenientes de agentes internos o externos. De otro lado, es posible identificar esta relación en las dificultades que ha enfrentado el sistema político colombiano para resolver los conflictos políticos generados por los debates partidistas. Las demandas minoritarias y la sola existencia de opositores políticos aparecen como ataques al orden establecido y a la soberanía nacional. Por eso, el mensaje que se transmite es que en defensa de la unidad debe fortalecerse aún más al presidente; de lo contrario la anarquía no se hará esperar.

Finalmente, la nueva comprensión de la soberanía y su traslado a un dictador benévolo, es ilustrada cuando el representante popular —el presidente de la República— aumenta cada vez más su carisma y puede fácilmente manipular al pueblo. Una de las herramientas más exitosas en este proceso es la construcción de discursos en los que las minorías son enemigas y las mayorías deben reorientarlas, aunque ello las convierta en opresoras. Por eso el presidente aparece como un redentor, un sujeto capaz de sacrificarse por el orden, y su causa se identifica como la causa nacional. Veamos en detalle algunos ejemplos ligados a la reelección presidencial.

El cambio de un "articulito", como llamó a la reforma el entonces asesor presidencial Fabio Echeverry, tuvo como consecuencia que el presidente Uribe tuviera la posibilidad de interferir en el nombramiento de los funcionarios de la rama judicial, de los órganos de control y de los entes autónomos. Durante el mandato del presidente Uribe se nombraron los nueve magistrados que conforman la Corte Constitucional, la totalidad de los magistrados del Consejo Superior de la Judicatura y el fiscal general de la Nación. Los organismos de control tampoco quedaron libres de su interferencia, ya que el procurador, el contralor y el defensor del Pueblo se escogieron en el gobierno de Uribe. Las entidades descentralizadas, como el Banco de la República y la Comisión Nacional de Televisión (CNTV), también fueron cooptadas por el poder presidencial, pues debido al vencimiento del período constitucional de los codirectores del Banco y de los comisionados de la CNTV, el presidente fue el encargado de reemplazarlos (Tres ramas distintas, 2008, 18 de marzo).

Gracias a estas maniobras, el presidente logró mantener la apariencia de un equilibrio de poderes, pero lo que ocurrió, en realidad, fue que capturó todo el Estado para mantener su proyecto político. Sin embargo, como puede verse, esta concentración de poder no se hizo de una forma abrupta o violenta, sino a partir de los mismos mecanismos señalados en la Constitución. El Estado social de derecho se mantiene como un poderoso lugar común; no sobrepasa la formalidad. Así, entonces, la Constitución no es vista como la norma que impone las reglas de juego al poder político, sino que es el poder político el que se impone a la Constitución; por lo tanto, ella cambia dependiendo del bando que esté en el poder.

Un ejemplo de esto son las declaraciones que dio Elsa Gladis Cifuentes, la vocera del partido político Cambio Radical, al diario El Tiempo. Según ella, si el presidente quiere ser candidato en el 2010 debería manifestarlo sin ambigüedades: "se descartaría el referendo reeleccionista y, mediante un acuerdo de bancadas, se impulsaría una reforma constitucional que permitiría una nueva reelección." (Debate por surgimiento..., 2009, 3 de enero). La congresista, al ser preguntada sobre la sentencia de la Corte Constitucional que prohíbe una segunda reelección, dijo: "Mientras en Colombia siga existiendo el Estado social de derecho, el legislativo podrá hacer nuevas leyes. Ninguna sentencia, ningún fallo podrá impedir que hacia el futuro se hagan cambios." (Debate por surgimiento..., 2009, 3 de enero).

Esta es una pequeña muestra de que las reformas constitucionales se hacen más pensando en las figuras políticas del momento y no con la idea de consolidar un verdadero sistema de pesos y contrapesos al poder. Si se sigue de cerca la argumentación de la congresista puede verse que hay un desinterés marcado en establecer un sistema que limite las amplias atribuciones que tiene el presidente de la República. En esta lógica, lo importante es mantener el proyecto político que encarna el presidente, y la Constitución termina convirtiéndose en un medio para ese fin.

Esta plasticidad con que es tratada la Constitución, unida a la abrumadora popularidad del presidente2 —típica de un caudillo velado—, ha llevado a que todos aquellos asuntos que afecten los intereses del ejecutivo o de un poder legislativo servil al presidente se conviertan en materia de una consulta directa al pueblo, a fin de buscar respaldo para los deseos presidenciales. Un ejemplo de ello fue la propuesta de referendo que hizo el presidente Uribe y que secundó la presidenta del congreso Nancy Patricia Gutiérrez.

El 26 de junio de 2008 se publicó la sentencia que condenó a la ex representante a la cámara Yidis Medina Padilla por votar a favor de la reelección presidencial a cambio de prebendas burocráticas del ejecutivo. En su fallo la Corte Suprema de Justicia cuestionó el procedimiento mediante el cual se aprobó este acto legislativo:

    La aprobación de la reforma constitucional fue expresión de una clara desviación de poder (...) El delito no puede generar ningún tipo de legitimación constitucional o legal, razón que lleva a la Corte a ordenar la remisión de copia de esta sentencia al Tribunal Constitucional y a la Procuraduría General para los fines que estimen convenientes (El Tiempo, 2008, 27 de junio).

El presidente interpretó la providencia de la Corte Suprema de Justicia como un cuestionamiento a la legitimidad de su elección. Por lo tanto, propuso que el pueblo, y no las instituciones encargadas de hacerlo, debían refrendar su mandato. Con esta actitud el presidente se puso por encima del derecho y decidió acudir al pueblo como el único que podía dirimir el conflicto planteado. "Si la Corte tiene dudas sobre mi elección, consultemos al pueblo a ver qué dice". (El Tiempo, 2008, 27 de junio). De la mano del referendo para confirmar la elección presidencial también surgió la idea, por parte de la senadora Nancy Patricia Gutiérrez, de convocar a otro referendo para convalidar la elección del congreso en el año 2006.

En efecto, esta era una fórmula que le permitía al legislativo quitarse el lastre de las investigaciones que hacía la Corte Suprema por la alianza entre políticos y paramilitares. La aclamación popular redimía a los legisladores de sus errores del pasado, y de paso, su popularidad los blindaba contra las posibles investigaciones que en un futuro realizara la Corte. El representante a la Cámara Roy Barreras, al ser preguntado sobre la posibilidad de este referendo, respondió que: "sería saludable para dejar atrás ese episodio oscuro de la parapolítica" (El Tiempo, 2008, 30 de junio). ¿Acaso no es esto una muestra de que los representantes usurpan la voz de los representados, al mejor estilo de los gobernantes carismáticos que manipulan al pueblo?

Una lectura del artículo 378 de la Constitución demuestra que la interpretación que hizo el presidente, o que hicieron algunos congresistas, no es acorde con la norma constitucional. Según esta, un referendo se hace para someter a votación popular un proyecto de acto legislativo, el cual solo hará parte de la Constitución si obtiene la mayoría de los votos de los ciudadanos que integran al menos la cuarta parte del censo electoral. En suma, el referendo es un procedimiento a través del cual el constituyente primario participa en la convalidación de una norma jurídica. Sin embargo, tanto el presidente como los que apoyaron un referendo para el Congreso, lo interpretaron como un mecanismo para aclamar al titular del ejecutivo o a los congresistas más populares.

El artículo constitucional no dice que el referendo sirva para ratificar a los funcionarios públicos en sus cargos. Una comprensión de esas características transforma al referendo en un mecanismo para aclamar a un líder, y de paso, le da vía libre a todas sus actuaciones jurídicas y políticas. Esto es contrario a lo querido por la Constitución de 1991 que buscó un modo institucional para que el pueblo, a través del voto, legitimara de forma reforzada el derecho emanado del legislador.

Otra consecuencia de este tipo de constitucionalismo es la estigmatización de la oposición, es decir, todo aquel que se atreva a tener ideas diferentes a las del gobierno es considerado aliado del terrorismo y enemigo de la soberanía, objetivo de un ejecutivo poderoso. Las estigmatizaciones han afectado a las ONG (organizaciones no gubernamentales), sindicatos, partidos de oposición, indígenas, manifestaciones ciudadanas que reivindican el cumplimiento de la justicia frente los crímenes de lesa humanidad perpetrados por los agentes del Estado, etc. Según el presidente, todas esas manifestaciones son coletazos del terrorismo que no dejan terminar la labor iniciada para derrotar a las FARC. Incluso, los aliados del presidente ven a la oposición como un estímulo más para que el presidente quiera perpetuarse en el poder. La presidenta del Congreso dijo en una entrevista que la oposición bloquea importantes iniciativas del ejecutivo, lo que está obligando al presidente a pensar en una segunda reelección:

    ¿Por qué dice usted dice que la oposición está precipitando la segunda reelección? Por su intransigencia: en el Congreso, todo lo que se proponga por parte del Gobierno genera rechazo inmediato de la oposición. Buscar un consenso para llegar a acuerdos se volvió imposible (...) ¿Pero ese, acaso, no es el oficio de la oposición? No. La oposición venía actuando con el espíritu de aceptar y no entorpecer la marcha de proyectos que consideraba importantes para el país o indispensables para la buena marcha del Estado. Pero el Gobierno tiene mayoría en el Congreso. ¿Por qué de pronto se descubrió la que llama "intransigencia" si los votos de la oposición no son indispensables? Porque los partidos uribistas son muy indisciplinados y a veces desjuiciados y le dan a la oposición la opción de bloquear y perturbar, que es lo que está pasando. ¿Usted diría que es un hecho la segunda reelección de Uribe? Yo diría: la oposición está llevando a la segunda reelección del presidente Uribe (El Tiempo, 2008, 1º de junio).

En este orden de ideas, la oposición no es vista como un sujeto con el cual dialogar, sino como un enemigo que destruye el proyecto político del presidente, y solo él puede concluirlo. Nadie diferente al presidente de turno es capaz de llevar las reformas necesarias para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos.

Pero no solo la oposición sufre los ataques del presidente. Las mismas instituciones han padecido la furia presidencial cuando algunas de sus decisiones afectan o cuestionan la forma de gobierno del presidente. La que más ha sufrido estos embates ha sido la Corte Suprema de Justicia. A causa de sus investigaciones sobre las alianzas de políticos con paramilitares, que han vinculado a varios aliados políticos del gobierno, y por el caso del voto de Yidis Medina cuando se tramitó el acto legislativo que permitió la reelección, el presidente acusó a la Corte de administrar justicia parcializadamente y de atemorizar al Congreso para que no investigue si son legales las actuaciones de los magistrados. El presidente dijo: "la Sala Penal de la CSJ aplica justicia selectiva. Además, conmino al ministro de Protección, Diego Palacio, a demandar ante la Comisión de Acusaciones de la Cámara a los magistrados de esa Sala, por supuesta falsa imputación" (El Tiempo, 2008, 28 de junio).

Las derrotas militares que sufrieron las FARC en 2008 convirtieron a Uribe en el presidente más popular de la historia de Colombia. Asimismo, confirmaron su idea de que él era el ungido para derrotar a la insurgencia. Según Alfredo Rangel: "Uribe es una persona mesiánica (...) Siente que ha sido ungido por la providencia para redimir a Colombia y salvarla de las FARC (...) Está a medio camino de concluir su misión y le costará renunciar" (Galindo, 2008, 13 de julio). Gracias a su popularidad y a esta convicción interna de derrotar a las FARC, Luis Guillermo Giraldo, director del partido de Unidad Nacional, decidió recolectar firmas para presentar un referendo de iniciativa popular para que el presidente pueda ser candidato en las elecciones presidenciales de 2010.

Al principio el presidente guardó silencio sobre la propuesta, y afirmó lo siguiente: "quiero pedirle al Congreso de la República que por favor se ocupe de las reformas a la política, a la Justicia y a los otros temas, y no del referendo" (El Tiempo, 2008, 11 de septiembre). Sin embargo, cuando estaba a punto de finalizar la legislatura, el gobierno, repentinamente, pareció interesado en el tema del referendo reeleccionista, pero ya no para 2014, como estaba la pregunta original, sino para el 2010.

Si bien el presidente Uribe no se manifestó sobre el tema en concreto, sí dejó ver un interés enorme porque sus políticas más representativas continuaran después de 2010. En un acto público dijo: "el Presidente de la República tiene que luchar para que esta patria prolongue la seguridad democrática y la confianza inversionista como presupuestos para la inversión social" (El Tiempo, 2008, 18 de diciembre). El ministro del Interior, Fabio Valencia Cossio, afirmó: "al Gobierno le gusta el referendo" y admitió que el texto de la pregunta hecha a los ciudadanos se puede cambiar para que el presidente pueda aspirar en el 2010 y no en el 2014, como lo aprobó la Cámara." (El Tiempo, 2008, 18 de diciembre).

La conclusión de estos hechos es obvia: solo el presidente, y nadie más que él, tiene el liderazgo para llevar a buen término la derrota de la guerrilla y el crecimiento económico del país. Muchos de sus seguidores piensan que nadie puede sucederlo. Incluso algunos entusiastas propusieron que fuera nombrado monarca. "No estoy de acuerdo con la reelección de Álvaro Uribe... ¡Tendríamos que nombrarlo directamente rey!" (Galindo, 2008, 13 de julio).

A pesar de todo, Uribe no se atreve a pasar por encima de la Constitución y proclamar un gobierno de facto. Mantener las formas de la legalidad ha sido una de las estrategias que le ha permitido concentrar y mantener el poder durante su mandato, y las reformas constitucionales han servido para ese fin. En efecto, al hacer un repaso a los actos legislativos que se han producido durante la vigencia de la Constitución de 1991 tan solo dos de los 26 actos legislativos han tenido que ver con derechos fundamentales3. Los otros 24 trataron sobre la arquitectura constitucional del Estado.

Durante el gobierno del presidente Uribe se aprobaron 14 actos legislativos que transformaron la estructura del Estado. Uno de ellos fue el que permitió la reelección inmediata. De allí, pues, que el ejecutivo considere que la mejor forma para saber si Uribe debe quedarse otro período más es a través de una reforma constitucional, esta vez vía referendo. De esa forma parecerá que su permanencia en el poder no se debe sino a un mandato constitucional refrendado por el pueblo; esto perpetúa el ritual constitucional, actuándose como si no hubiera cambiado absolutamente nada.

La consecuencia del cambio del "articulito" es que la Constitución perdió su dimensión procedimental para convertirse en una democracia aclamativa. En otras palabras, la Constitución contiene en su interior lo que se ha denominado la regla de sucesión. Gracias a ella, se pueden hacer las alternancias de poder sin que haya el peligro de una guerra civil. Esta es una dimensión procedimental de la Constitución. Sin embargo, cuando esta regla de sucesión se altera debido a la popularidad de un mandatario, pierde su razón de ser y se transforma en un concurso de simpatía. Esto puede tener una grave consecuencia: radicalizará a todos aquellos que están fuera del poder político o que no tienen cabida dentro de la orientación política del mandatario.

La idea de una Constitución es que permita que todos aquellos que están dentro del territorio nacional sean capaces de convivir en paz, y que ese documento político y jurídico les garantice unos derechos sin importar que las mayorías estén en desacuerdo con ellos o quieran restringirlos. Cuando una facción se anquilosa en el poder y se toma todo el aparato del Estado es probable que esos derechos estén en peligro. Las mayorías buscarán interpretar esos derechos a su antojo o intentaran hacerlos nugatorios. Los derechos no se pueden convertir en dádivas generosas dadas por el soberano para aplacar a los disidentes.4 En suma, la Constitución corre el peligro de ser desdibujada y de convertirse en algo más formal todavía.

La llegada de Uribe al poder en 2002 cambió de forma drástica la forma de gobernar en el país. Este proceso se ha visto acrecentado desde su reelección en 2006. Por un lado, el concepto de soberanía cambió. La Constitución de 1991 dice que la soberanía recae en el pueblo. Sin embargo, la forma en que Uribe gobierna hace que ese mandato constitucional se desdibuje, pues para él, toda crítica a sus políticas de gobierno es un ataque a la patria. De esta forma se subsume la soberanía popular a la soberanía del caudillo. En el paradigma constitucional es el pueblo soberano el que debe tomar las decisiones, pero en el modelo del constitucionalismo relativo es el presidente de la República el que puede y debe tomar todas las decisiones en nombre del pueblo. El soberano se identifica con el que ocupa el solio presidencial. De otro lado, los éxitos del gobierno en la lucha contrainsurgente le han permitido al presidente agredir a los otros poderes constitucionales. Esto es una muestra de la relación que hay entre la guerra y la legitimación constitucional. Entre más resonantes sean los triunfos contra la guerrilla, el presidente siente que cada vez menos debe estar atado a los contrapesos institucionales. Las continuas declaraciones contra la Corte Suprema de Justicia en los procesos que esta sigue a varios políticos por sus alianzas con los paramilitares son una muestra de ello. Los aliados políticos del presidente deben ser eximidos de sus responsabilidades, los magistrados deben acomodarse a la situación de guerra, y para ello, no deben abrir investigaciones contra los políticos que colaboran con el proyecto del presidente. La Constitución, entonces, debe acomodarse a la situación de guerra y a los medios utilizados por el gobierno para conjurarla. No importa que esto signifique una distorsión de la división tripartita de poderes y de las garantías constitucionales.

El dictador benévolo es una de las figuras que más identifican al presidente Uribe. En diversas declaraciones que ha dado a los medios de comunicación le gusta mostrarse como un padre bondadoso; un padre que cree que debe procurar que sus ciudadanos se comporten de la mejor manera posible. Por esa razón, da consejos sobre la edad en que deben iniciarse sexualmente los jóvenes, sobre la inconveniencia de la jurisprudencia de la Corte Constitucional en relación con la despenalización del consumo de la dosis personal de estupefacientes, etc. Pero, además de estas conductas, el dictador benévolo se transparenta en el constante llamado a que su obra de gobierno no puede interrumpirse, pues ha llevado al país del caos al orden. De allí el continuo llamado que hace a los electores para que voten por aquellos que representen sus banderas políticas. Votar por ellos, o por el mismo presidente, es un acto de gratitud hacia el padre de la patria, que dio todo para que el país no fuera presa de la anarquía.


Conclusión

Este repaso de los eventos actuales refuerza la tesis que enunciamos desde el comienzo de este texto: el constitucionalismo relativo es todavía una constante en la historia constitucional colombiana. Sus características básicas son: la presencia de una institucionalidad relativamente estable y la defensa del Estado constitucional solo en sus formalidades.

Los tres ejes de análisis seleccionados para revisar algunos eventos históricos y comprobar este enunciado resultan pertinentes para evaluar la situación actual. La dictadura constitucional, la guerra y su relación con la legitimación constitucional y la reformulación del concepto y el ejercicio de la soberanía para facilitar su traslado a un dictador benévolo hacen posible ver que el poder político continúa imponiéndose frente a la Constitución. Además, hay un proyecto político que depende del presidente, es más, él mismo lo encarna; la democracia aclamativa parece ser la fórmula. Esto lleva a la estigmatización de la oposición e incluso a ataques a los entes encargados de controlar al poder ejecutivo. No obstante, la legalidad es valiosa y no solo funciona como un elemento legitimador de los discursos, sino que también es condición para la realización de los actos del gobierno. Recapitulemos.

En cuanto a la dictadura constitucional, la historia ha mostrado que la dictadura presidencial ha legitimado el autoritarismo y el cesarismo democrático a través del otorgamiento de poderes excesivos al presidente. En la actualidad eso se ve claramente, y como prueba de ello están los poderes excesivos que tiene el ejecutivo como consecuencia del establecimiento de la reelección inmediata: injerencia en las altas cortes, la Junta Directiva del Banco de la República y los entes de control (Contraloría, Procuraduría), entre otros.

Llama la atención el uso constante de lo que se ha llamado el liberalismo autoritario: el uso de formas legales para institucionalizar fórmulas que materializan la concentración y exceso de poderes en el ejecutivo. Pero estas formas no podrían funcionar sin la apelación al pueblo. Con todo, es curioso que, como pudo constatarse, el pueblo solo es consultado para hacer transformaciones institucionales que podrían alterar el sistema de pesos y contrapesos, y facilitar el cumplimiento de las órdenes del ejecutivo. No hay una apelación a la soberanía popular para hacer efectivas las garantías constitucionales incumplidas; ello no parece ser objeto de la soberanía popular. Por el contrario, derechos como la libertad de expresión y de asociación son considerados un riesgo para el Estado, especialmente si son ejercidos por grupos opositores.

Todo el diseño institucional ha sido concebido para impedir el acceso crítico, para mantener el orden y el statu quo; incluso las minorías políticas parecen sucumbir ante el nuevo esquema electoral. Por otra parte, las fuerzas de oposición más consolidadas han sido objeto de múltiples ataques. En los últimos años se ha hecho realidad el gran riesgo que preveía Valencia Villa (1997): una involución de signo autoritario. Ella se ha valido de una estrategia de autolegitimación no solo en términos de legalidad, sino también en términos carismáticos.

Sobre el segundo eje de análisis, la guerra y su relación con la legitimación constitucional, a pesar de que no existe una guerra civil, el conflicto armado interno y la amenaza terrorista han mantenido la útil idea de que el Estado siempre está en peligro y por eso su protección y defensa tiene una de sus principales manifestaciones en el ritual constitucional. Este opera a través de reformas pactadas y la consolidación de los pactos reformistas, lo cual se evidencia con la reelección presidencial inmediata y la preferencia por actos legislativos y no por reformas radicales o sustituciones constitucionales. No obstante, muchos analistas han coincidido en que la magnitud de ciertas reformas impacta de manera importante el sistema constitucional colombiano. Sin embargo, el constitucionalismo sigue operando como una religión política: irrenunciable e incuestionable, al menos en su aspecto formal, lo que lleva a que ni siquiera un presidente con rasgos autoritarios quiera pasar por encima de la Constitución. Por eso, el último recurso es siempre la apelación al pueblo.

El tercer eje de análisis, la reformulación del concepto y el ejercicio de la soberanía para facilitar su traslado a un dictador benévolo, también resulta claramente visible en la actualidad, pues el presidente encarna un modelo político y es visto por muchos como un padre. Además, sus intentos para mantenerse en el poder siempre se desarrollan en el marco de la Constitución, lo que le aporta una gran dosis de legitimidad. A pesar de todo, la deficiencia en el cumplimiento de las garantías constitucionales también permanece. Al igual que toda la historia del constitucionalismo andino, Colombia mantiene un constitucionalismo de papel. Sin embargo, no se trata solo de una fachada.

El constitucionalismo colombiano tiene convicciones y pretensiones de fondo; infortunadamente aún no logra hacerlas realidad, ya que para ello es necesario el desarrollo de un sistema electoral que no sea controlado por el ejecutivo y que exista un sistema de partidos políticos modernos, con bases independientes. La insuficiencia de estos dos elementos puede resumirse en la idea de una democracia de obediencias endebles.5 Pero, además, cabe añadir una relación más: democracias de obediencias endebles como la colombiana tienen un nexo estrecho con la eficacia del derecho y, en particular, la eficacia del derecho constitucional. El constitucionalismo colombiano se reviste de una formalidad normativa que es origen y método de la negación del propio constitucionalismo.

Por esto, aunque el reformismo constitucional pueda ser visto como una metodología válida para hacer el cambio social por medios políticos, también ha sido una herramienta para simular la participación popular mientras se desarrolla y preserva un régimen minoritario. Como ejemplificaba Medellín, el presidente quiere pasar por encima de la ley a través de mecanismos "directos" de participación como los consejos comunitarios. Además, son indiscutibles sus visos caudillistas: imagen de líder irremplazable pero con subalternos fungibles, visión de líder fuerte, relación directa con las masas, debilitamiento de las instituciones, informalización del ejercicio de la política, movilización de recursos focalizados, promoción de una ciudadanía no constituida adecuadamente.

La idea de alguien que mantenga el orden a toda costa sigue estando presente. Por eso el constitucionalismo relativo ha sido la forma evitar las exigencias materiales propias de un modelo constitucional, pero con la apariencia de una fuerte defensa del constitucionalismo y todos los valores que este pretende preservar.


Notas

*Artículo de reflexión en torno a las particularidades y contradicciones de la teoría constitucional.

1 Incluso hay quienes hacen afirmaciones como la siguiente: "la democracia ha sido por más de un siglo la lengua general de la legitimidad del mundo moderno. Ahora parece que el pluralismo social y político de las democracias liberales es algo más específico: el único principio de gobierno verdaderamente legítimo en las sociedades modernas" (Merquior, 1993, p. 18).

2 La popularidad del presidente Uribe en marzo de 2008, cuando fue dado de baja Raúl Reyes, alcanzó su pico con el 84% de respaldo a su gestión. (El Tiempo, 2008, 13 de marzo). En la encuesta del Barómetro Iberoamericano de gobernabilidad 2008 el presidente Uribe también salió favorecido. Según esta medición era el mandatario más popular de la región, con un 85% de apoyo a su gestión, y estaba por encima de presidentes altamente populares como Lula da Silva del Brasil y Tabaré Vázquez de Uruguay, que tenían un 67% de aprobación de su administración. (El Tiempo, 2008, 14 de octubre).

3 Estos fueron: el acto legislativo 1 de 1997, el cual, revivió la posibilidad de extraditar nacionales colombianos a los Estados Unidos; el otro, fue el acto legislativo 2 de 2003 que limitaba el habeas data y la libertad de locomoción. Sin embargo, este último fue declarado inexequible por la Corte Constitucional.

4 Un ejemplo es el programa de familias en acción. Este programa vuelve a las personas beneficiarias dependientes del poder del ejecutivo, pues el encargado de repartir los recursos es directamente una oficina que depende directamente del presidente. Este subsidio le permite a las personas vivir modestamente, y al mismo tiempo, le permite ganar popularidad al ejecutivo.

5 Esta idea fue desarrollada por el profesor Pedro Medellín en el coloquio internacional "Populismos y democracia en Latinoamérica", durante el panel Populismo y democracia en Colombia, Universidad Javeriana, 28 y 29 de octubre de 2008.


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