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Papel Politico

Print version ISSN 0122-4409

Pap.polit. vol.14 no.2 Bogotá July/Dec. 2009

 

La democracia en el siglo XXI: presente y futuro del modelo deliberativo*

Democracy in th e Twentieth-first Century: Present and Future of the Deliberative Model


Juan Esteban Ugarriza**


Recibido: 17/02/09
Aprobado evaluador interno: 16/09/09
Aprobado evaluador externo: 31/03/09

** Investigador del Centro de Investigaciones y Proyectos Especiales (CIPE), Facultad de Finanzas, Gobierno y Relaciones Internacionales, Universidad Externado de Colombia. Master of Arts en Historia Global/Paz y Resolución de Conflictos. Candidato a Ph. D del Instituto de Ciencia Política, Universidad de Berna. Correo electrónico: juan.ugarriza@uexternado.edu.co.


Resumen
La teoría de la democracia deliberativa aparece de forma definitiva en los años 80 como una respuesta a las crisis de las democracias contemporáneas. Este texto hace un recorrido histórico de sus orígenes, discusiones y desarrollos, hasta situarse en las fronteras mismas de la investigación empírica y debates normativos actuales. La evolución del debate de las últimas dos décadas ha llegado a un punto de madurez tal que ha abonado lo suficiente el terreno para visualizar propuestas concretas que materialicen el modelo democrático deliberativo.

Palabras clave autor
Democracia deliberativa, democracia participativa, liberalismo, filosofía política, Jürgen Habermas, John Rawls.

Palabras clave o descriptores
Habermas Jürgen, critique e interpretación, Rawls John Bordley, 1921-2002, crítica e interpretación, filosofía política, democracia.


Abstract
Deliberative democracy theory breaks into the 1980s as a response to the crisis of contemporary democracy. This paper takes an historical tour of its origins, discussions and advances, up to the normative work's current state of the art. The deliberative debate's evolution in the last two decades has reached such a point of maturity that today it demands concrete proposals of a tangible deliberative democratic system.

Key words author
Democracy deliberate, participative democracy, Rawls John Bordley, 1921 - 2002, critique and interpretation, politic philosophy, democracy.

Key words plus
Habermas Jürgen, Criticism and Interpretation, Rawls John Bordley, 1921-2002, Criticism and interpretation, Political science-philosophy, Democracy.




Introducción

La teoría de la democracia deliberativa aparece de forma definitiva en los años 80 como una respuesta a las crisis de las democracias contemporáneas. Este texto hace un recorrido histórico de sus orígenes, discusiones y desarrollos, hasta situarse en las fronteras mismas de la investigación empírica y debates normativos actuales, que involucran tanto a defensores como a críticos de este nuevo paradigma institucional.

La evolución del debate de las últimas dos décadas ha llegado a un punto de madurez tal que ha abonado lo suficiente el terreno para visualizar propuestas concretas que materialicen el modelo democrático deliberativo, particularmente en sociedades divididas y en las que el cuestionamiento a la legitimidad de la democracia amenaza la estabilidad institucional.

Tal madurez puede ser demostrada primero haciendo un recorrido histórico de más de tres siglos por el corpus teórico que precede y soporta la discusión deliberativa, y que es origen de las preguntas y problemas que pretende resolver (Fase Cero); segundo, demostrando la extensión y profundidad de los debates internos respecto al significado del concepto mismo de "deliberación política" (Fase I); tercero, mostrando cómo la teoría deliberativa se ha refinado y robustecido luego de enfrentarse con sus críticos más fuertes, que cuestionan su viabilidad y pertinencia (Fase II); y finalmente, dibujando la frontera misma del desarrollo de la teoría deliberativa, la cual impone como nuevos retos el aterrizaje a un sistema político tangible y su aplicación en otras áreas de las Ciencias Sociales y Humanas (Fase III).


Fase cero: el problema de la democracia moderna

La teoría deliberativa surge históricamente para responder a los cuestionamientos sobre la legitimidad de la democracia moderna. Desde este punto de vista liberal contemporáneo, la democracia surge como una serie de instituciones y prácticas políticas que hacen posible la adopción de decisiones colectivas de manera legítima (Dahl, 1989). Sin embargo, desde sus orígenes en el siglo XVIII, se ha enfrentado a la imposibilidad de cumplir esta promesa básica. Ante el fracaso de modelos que han buscado resolver este problema, la teoría de la deliberación política propone para el siglo XXI un sistema político basado en la discusión racional entre iguales, tendiente no a la imposición o agregación de intereses particulares, sino a la consecución del bien común mediante el triunfo del mejor argumento.

El problema de la legitimidad

El concepto moderno de democracia toma forma con el triunfo de las revoluciones republicanas, que entregaron la responsabilidad de la toma de las decisiones colectivas al pueblo soberano, para que fueran legítimas. Antes de las revoluciones estadounidense y francesa, las decisiones soberanas tomadas por un monarca gozaban de la legitimidad provista por su calidad de auténtico representante de Dios. Al menos en Occidente, con el triunfo de las revoluciones republicanas, tal conexión del gobernante con la divinidad fue definitivamente cortada, y la responsabilidad de tomar las decisiones que afectan al colectivo recayó en el ejercicio de la denominada "soberanía popular", que se constituye en fuente primaria de legitimidad (Rousseau, 1968 [1762]).

Desde el siglo XVIII, el intento por trasladar el difuso concepto de soberanía popular al mundo real ha dado lugar a la instauración de diversos sistemas políticos imperfectos. Los defensores de la democracia han fracasado en el intento de erigir modelos a la vez eficientes y que garanticen la toma colectiva de decisiones de manera legítima; dado que la legitimidad democrática depende del ejercicio efectivo de la soberanía popular, la gran pregunta ha sido cómo llevar a la práctica institucional tal principio político.

En Occidente, las revoluciones de los siglos XVIII y XIX dieron origen no a un modelo democrático, sino a un espectro de valores democráticos en el que se situaron distintos modelos institucionales como el liberal, el republicano y el socialista. En los polos de ese espectro, según análisis del filósofo alemán Jürgen Habermas (1996 [1988, 1992], 1998a [1996]), se sitúan los modelos liberal clásico y socialista, que compitieron claramente a lo largo del siglo XX por cumplir con la promesa democrática. Mientras en el extremo liberal clásico los demócratas hacen énfasis en la autonomía de los individuos y conciben la democracia como un mecanismo de agregación de intereses individuales, en el polo socialista niegan la autonomía privada y el individualismo, y la democracia está al servicio de una lógica histórico-científica que resuelve de manera técnica el problema de la toma de decisiones. Ubicada entre los extremos del espectro, en una zona intermedia aunque más cercana al liberalismo, se sitúa una concepción republicana de la democracia que afirma la autonomía del individuo, pero impone sobre ella la primacía de la autonomía pública colectiva.

Los modelos democráticos liberal clásico, republicano y socialista demostraron sus limitaciones durante el siglo XX para cumplir con la promesa de soberanía popular. La tendencia socialista soviética, al igual que las asiáticas y africanas, derivó en una democracia de élites que separó al pueblo soberano de una clase dirigente especializada en la toma de decisiones (Schumpeter, 1994 [1942]); los modelos liberales de democracia, a su vez, han caído desde el principio en las trampas de las tiranías de mayorías o minorías, y en la despolitización de la toma de decisiones, ejercicio efectuado en medio de ambientes de apatía ciudadana e inercia institucional (Sartori, 1994; Dahl, 1989). El modelo republicano, inspirado en autores y estadistas del siglo XVIII como Rousseau y Sieyès, exige a la democracia servir como mecanismo para hallar la voluntad común de quienes hacen parte de un colectivo social, condición que según el análisis de Habermas garantiza su inaplicabilidad en sociedades contemporáneas caracterizadas por su complejidad y pluralismo moral. Además, los tres modelos apelaron por igual a mecanismos de representación que, en las sociedades complejas contemporáneas, redujeron a la democracia a un mero mecanismo de elección de quienes toman las decisiones en lugar de la ciudadanía; desde entonces, la democracia moderna arrastra con el pecado de una contradicción fundamental con su promesa básica de soberanía popular, y con él un problema de ilegitimidad (Habermas, 1987 [1981]).

Las democracias liberal y socialista sobrevivieron en paralelo casi todo el siglo XX como triunfadoras de las guerras mundiales, aunque sin resolver sus defectos y contradicciones internas. El problema de la ilegitimidad de la democracia moderna ayuda a entender el surgimiento de reacciones violentas en su contra durante la primera mitad el siglo XX, tanto por el antiguo régimen monárquico como por el modelo fascista del Estado (Schmitt, 1988 [1923]).

En la posguerra, la apuesta por la democracia, en palabras de Winston Churchill (1947), correspondió más a la certeza de ser la peor forma de gobierno a excepción de las demás, que a sus propias fortalezas. Derrotado el Estado fascista, la democracia totalitaria del socialismo soviético demostró ser incapaz de corregir sus defectos internos, y tras una serie de crisis continuas colapsó en la última década del siglo XX (Hobsbawm, 1994); al tiempo, las democracias occidentales liberales y republicanas sobrevivieron el debate interno en gran medida por la debilidad de las alternativas existentes, ya sea el Estado totalitario —en sus versiones democrático-socialista o fascista—, el tutelaje premoderno de un gobierno de élite —derrotado en las Guerras Mundiales— o la anarquía (Dahl, 1989). Esta difusa superioridad abrió la ventana a coqueteos con elementos de tutelaje y totalitarismo, como en el caso de las formas de autoritarismo democrático.

La debilidad de la democracia la hizo vulnerable a una demoledora crítica interna en Estados Unidos y Europa. Su incapacidad de cumplir con la promesa básica de la soberanía popular debido a sus defectos de inercia institucional, apatía ciudadana y tiranía de mayorías o minorías, estimuló el surgimiento de debates internos que minaron aún más su legitimidad durante la segunda mitad del siglo XX. Mientras los demócratas republicanos buscaron sin éxito una fórmula de concebir el modelo propuesto por Rousseau, ya no en escala de unos cuentos miles de ciudadanos, sino de millones, los liberales y socialdemócratas enfrentaron desde los años 50 ataques teóricos de dos nacientes disciplinas, Social Choice y la Teoría Crítica, que desde Estados Unidos y Europa profundizaron de manera severa el cuestionamiento a su legitimidad.

En los Estados Unidos, el Social Choice desnuda a la democracia liberal agregativa como un sistema de élites y poder, incapaz de acceder o construir una "voluntad común", y por ende ilegítimo. Kenneth Arrow (1963) desarrolló un modelo lógico matemático el cual demuestra que la agregación de preferencias individuales, bajo condiciones mínimas que impone un régimen democrático, carece de sentido: el resultado final de la agregación, es decir, la decisión colectiva, no responde a un equilibrio, sino que es aleatorio y caprichoso. Trabajos posteriores de William H. Riker (1982, 1986) demuestran además que no es posible hallar una "voluntad colectiva" en las democracias liberales, que meramente buscan agregar las preferencias y opiniones de los individuos: sus decisiones, en realidad, no responden a una lógica de agregación de preferencias, lo cual resulta imposible, sino a la imposición de intereses propios y subjetivos.

En Europa, el filósofo alemán Jürgen Habermas (1987 [1981]) explica la ilegitimidad de la democracia liberal por la desconexión de los ciudadanos y el Estado. Desde su análisis, apoyado en la Teoría Crítica de la llamada Escuela de Frankfurt, la complejidad de las sociedades modernas y la especialización de las ciencias administrativas y económicas han entregado el manejo del Estado y la economía a élites capacitadas, lo cual ha separado la esfera pública de ciudadanos de las esferas administrativa y económica; como consecuencia, algunos modelos institucionales han privilegiado la esfera administrativa sobre las demás, como en los Estados totalitarios, o la esfera económica, como en el caso de los Estados neoliberales; la posibilidad de una supremacía de la esfera pública sobre las demás tampoco resulta deseable a su criterio, en tanto elimina la ventaja de la diferenciación, es decir, la eficiencia interna desarrollada por cada esfera, indispensable para el funcionamiento de las sociedades contemporáneas.

El problema de la ilegitimidad de una democracia liberal, arrastrado desde el siglo XVIII y agravado por la crítica en el siglo XX, prescribe la necesidad de buscar un modelo democrático no meramente agregativo, que además reconecte la esfera pública con el Estado y corrija los defectos de despolitización social y tiranía de mayorías y minorías.

A finales del siglo XX, existían al menos cuatro salidas teóricas al problema de ilegitimidad de la democracia contemporánea: los modelos de democracia radical, racional, participativa y deliberativa. Primero, el modelo de democracia radical promueve la participación activa de todos los ciudadanos en la toma de decisiones colectivas, en detrimento de la democracia representativa (Mejía, 2005). Segundo, el modelo de democracia racional, en el que la fuente de legitimidad del sistema político radica en su estabilidad, en tanto ésta demuestra la aceptación soberana del pueblo (Becker, 1990). Tercero, el modelo de democracia participativa, que le otorga al ciudadano un papel menos activo que en la democracia radical, pero más que en el modelo liberal agregativo, con el fin de reducir la brecha entre los representantes y el pueblo (Bobbio, 1987 [1984]; Sánchez, 1980). Y por último, el modelo de democracia deliberativa, derivado de las críticas estadounidenses y europeas a la democracia liberal agregativa, en el que la deliberación política es el mecanismo legítimo de formación de la voluntad colectiva.

A la democracia radical sus críticos le señalan la impractibilidad de que millones de personas participen de todas las decisiones en un sistema político (Bobbio, 1987 [1984]). Contra la democracia racional, contradictores señalan la evidencia de que los votos por sí solos no son fuente de legitimidad (Offe y Preuss, 1991; Benhabib, 1994) y que al promover la competencia de poderes en ausencia de debates argumentales resulta inaceptable para ciudadanos racionales (Habermas, 1996 [1992]). El modelo de democracia participativa, por su parte, tampoco resuelve el problema de una democracia agregativa en la que representantes y ciudadanos pujan por sus intereses individuales o de grupo, y en la que por tanto no se fomenta el ejercicio de una soberanía popular colectiva (Sartori, 1994).

La debilidad de estos modelos alternativos propuestos propició el interés y el debate por la democracia deliberativa. Ante la incapacidad de los modelos existentes de resolver la contradicción fundamental de la democracia, el modelo deliberativo suscitó un mayor interés y fue sometido a un intenso debate normativo desde principios de los años 90.


Fase I: los debates del modelo deliberativo

La crisis de legitimidad de la democracia liberal llevó a diversos teóricos a acudir a una noción de diálogo como mecanismo de formación o revelación de la voluntad colectiva, con el fin de asegurar legitimidad en la toma de decisiones. Llamada "deliberación política", esta noción particular del diálogo fue objeto de una intensa discusión en los Estados Unidos y Europa que buscaba definirla de manera precisa, lo cual dio origen a ocho grandes debates normativos.

En los Estados Unidos, el rechazo a la democracia agregativa estimuló la exploración del diálogo como mecanismo de formación de la voluntad colectiva (Bessette, 1980; Muir, 1982; Barber, 1984; Burnheim, 1985; Manin, 1987). Inspirados por esta sugerencia, diversos autores acudieron a políticos y pensadores del siglo XIX para rescatar el papel de la deliberación en la democracia (Sunstein, 1988; Habermas, 1996 [1988]; Dahl, 1989; Elster, 1998; Gargarella, 1998; Dryzek, 2000). De la tradición británica recuperaron la idea de Edmund Burke (1999 [1774]) de que la fuerza de los argumentos, más que la de los votos, es fuente de legitimidad y que por tanto la democracia debe apoyarse en la deliberación. De los pensadores franceses se apoyaron en Jerôme Pétion de Villeneuve (1789) para argumentar la necesidad de deliberar para la creación legítima de nuevos órdenes constitucionales o para priorizar temas de la legislación ordinaria, y también en Emmanuel Joseph Sieyès (1789), quien consideraba necesaria la deliberación para formar la voluntad nacional antes de las votaciones en el sistema republicano. De la tradición estadounidense rescataron la propuesta de James Madison (1961 [1787]) de buscar consensos por medio de la deliberación política para evitar la tiranía de las mayorías; esta idea fue retomada por John Stuart Mill (1998 [1859]) en su propuesta de crear un espacio público discursivo que evite que la voluntad popular aplaste la autonomía individual.

En 1989, Joshua Cohen publicó la primera propuesta teórica de democracia deliberativa; su modelo, imbuido de las ideas liberales de John Rawls, concebía un sistema político basado en la deliberación entre ciudadanos libres e iguales, dirigida ésta a la búsqueda del bien común y la formación de consensos que provean legitimidad a las decisiones colectivas (Cohen, 1989).

En Europa, Habermas presentó una propuesta de democracia deliberativa que, a diferencia de la de Cohen, no se apoya en valores liberales pre-políticos como la libertad e igualdad. Habermas (1987 [1981] había propuesto la generación de una ética pública, emanada de la esfera pública, que permeara la esfera administrativa del Estado y direccionara sus decisiones hacia el bien común; para ello, desarrolló la idea de poder comunicativo, en oposición al poder estratégico, como un mecanismo para forzar decisiones colectivas legítimas. Luego del análisis de las implicaciones institucionales en una sociedad regida por tales fundamentos, presentó su versión de deliberación política (1996 [1992]), que no se basa en la defensa de valores fundamentales, sino en una serie de procedimientos que favorecen el poder comunicativo y proscriben el uso del poder estratégico, lo que le otorga legitimidad a las decisiones resultantes. A esta versión se le denominó "procedimental", en contraste con la versión "sustantiva" de Cohen, lo que dio origen al primero de los ocho grandes debates normativos de la democracia deliberativa.

Los debates reflejan divergencias de los teóricos respecto a las características del modelo deliberativo, que sin embargo parten de un núcleo esencial que requiere participación en condiciones de igualdad, argumentación, ausencia de coerción y búsqueda del bien común.

Procedimiento vs. sustancia

La versión sustancialista de la democracia deliberativa considera que la democracia está al servicio de valores fundamentales, y que un régimen democrático sólo puede considerarse legítimo si defiende estos valores. En el caso de modelos como el de Cohen o el de Amy Gutmann y Dennis Thompson (1996), estos valores básicos corresponden al ideario liberal, en particular la libertad y la igualdad. Habermas (1996 [1992]) critica las versiones sustancialistas alegando que no existen valores pre-políticos, es decir, valores que no estén sujetos a discusión.

La visión procedimentalista de la democracia deliberativa (Habermas, 1996 [1992]; Chambers, 1996; Young, 1993, 1999; Sunstein, 1997) considera que la democracia deliberativa debe consistir no en la defensa de valores pre-políticos, sino en una serie de procedimientos y condiciones para el diálogo que, de cumplirse, otorgan legitimidad a las decisiones derivadas de él. Una serie de autores liberales ha criticado esta visión de la democracia como procedimiento: John Rawls (1997) concibe un ejercicio deliberativo basado en principios elementales de justicia; Michael Walzer (1994) advierte que el excesivo cuidado en el procedimiento y el descuido de los contenidos pueden propiciar decisiones deficientes, desde el punto de vista de la defensa de los valores liberales; y Seyla Benhabib (1996) y Michael Sandel (1996) advierten que un consenso procedimentalista implicaría ignorar los conflictos morales de una sociedad.

Pese a la aparente dicotomía precedimental-sustancialista, autores como Samuel Freeman (2000) señalan la coincidencia de Habermas y Rawls en la necesidad de valores fundamentales que sirvan como pilares de todo sistema democrático, aunque el primero considere que esos valores deben ponerse primero a discusión. Gutmann y Thompson (2004) advierten que en realidad Habermas no defiende un modelo puramente procedimental, en tanto reconoce que los procedimientos del ejercicio de la soberanía popular no tienen primacía sobre los valores fundamentales defendidos por el liberalismo —p. ej., derechos humanos—, en tanto se presuponen el uno al otro (Habermas, 1998b [1996])

Reforma vs. revolución

Algunos autores ven en la teoría deliberativa el potencial para cambiar radicalmente el diseño institucional de las democracias modernas. Bebiendo de la Teoría Crítica, y en particular del trabajo de Habermas en los años 80, autores como Dryzek (1990, 2000), Fung y Wright (2003) critican los modelos deliberativos de Cohen y Gutmann- Thompson por considerar que la democracia liberal no es la única encarnación posible de la deliberación política; Nancy Fraser (1991) y Seyla Benhabib (1996), en esta línea, incorporan el elemento deliberativo a su crítica feminista del liberalismo contemporáneo, y Archon Fung (2005) y Iris Marion Young (1996) ven en la deliberación un instrumento útil para el activismo político que lucha por reducir las desigualdades sociales y empoderar a la ciudadanía. Todos ellos detentan una visión revolucionaria de la democracia deliberativa, en la que las instituciones del Estado liberal ceden el protagonismo en el sistema político a organizaciones de la sociedad civil y ciudadanas, y en la que espacios aparentemente privados como los lugares de trabajo se inyectan de valores democráticos.

Autores liberales, sin embargo, ven en la deliberación la posibilidad de reformar las instituciones existentes con el fin de garantizar su legitimidad. Una vertiente considera que la teoría deliberativa es pertinente en los momentos de definición constitucional, es decir, cuando se acuerdan las leyes fundamentales de una sociedad (Rawls, 1997; 1999; Weithman, 1995; Elster, 1998; Warren y Pearse, 2008; Thompson, 2008; Blais et al., 2008), y entre ellos algunos reinterpretan el constitucionalismo liberal como esencialmente deliberativo (Ackerman, 1991; Sunstein, 1997); otra vertiente considera que la práctica de la deliberación política debe permear no sólo las asambleas constituyentes, sino además las instituciones encargadas de redactar y hacer cumplir las leyes ordinarias tales como parlamentos (Estlund, 1993; Bessette, 1994; Gutmann y Thompson, 1996; Habermas, 1996 [1992]; Gargarella, 1998; Uhr, 1998; Parkinson, 2001, 2003) y tribunales (Habermas, 1996 [1992]; Niño, 1996).

Dryzek (2000) acusa a Habermas y a James Bohman (1998) de haber abandonado el potencial revolucionario de la teoría deliberativa para acomodarla a las actuales instituciones liberales, con el fin de hacerla más plausible en el mundo real: esto debido a que a pesar del énfasis que hacen en el peso de la esfera pública ciudadana, como formadora de la opinión pública y voluntad general, y generadora de legitimidad, reconocen la potestad de las instituciones del constitucionalismo liberal como espacios para la toma de decisiones.

Deliberación informal vs. institucional

Paralelo al debate revolucionario vs. reformista, los teóricos de la deliberación han discutido si los espacios de deliberación deben ser institucionales o si cabe pensar en espacios de deliberación informal.

Quienes defienden una versión liberal de la democracia deliberativa consideran que las asambleas constitucionales, parlamentos, tribunales y otros espacios institucionales deben permearse de tal procedimiento. Además de ellos, otros defensores de la idea de deliberación política consideran lo mismo para otros espacios institucionales consultivos del Estado tales como jurados (Gutmann y Thompson, 1996; Smith y Wales, 2000; Gastil, Dees y Weiser, 2007), caucus y elecciones primarias (Fishkin, 1991) y plebiscitos (Ackerman and Fishkin, 2003).

Los espacios institucionales regulan el dónde y cuándo se produce la deliberación, además del quiénes participan. El problema de inclusión que las restricciones institucionales generan ha llevado a algunos proponentes a considerar la pertinencia de la deliberación política en espacios menos formales. El modelo deliberativo de Cohen (1989) plantea un ideal de ciudadanos deliberantes en una democracia liberal, y del mismo modo teóricos más cercanos a la democracia radical proponen un sistema político en el que todos los ciudadanos participan y deliberan (Benhabib, 1996; Dryzek, 1990; Schlosberg, 1995). Algunos imaginan a los ciudadanos deliberando por medio de una sociedad civil organizada en grupos, movimientos y eventos (Gutmann y Thompson, 1996; Fishkin, 1991). Otros visualizan la deliberación como parte de la comunicación informal del día a día de los ciudadanos (Mansbridge, 1999). Más controvertidas son las propuestas de Robert Goodin (2000), quien retomando una idea de Rawls propone una deliberación interna hecha en la mente de cada individuo, o la de Benjamin I. Page (1998) quien piensa unos medios de comunicación deliberativos.

Ante la sugerencia de deliberación no institucional, Habermas (1996 [1992], 2005) y Bohman (1997) señalan que el grado de sofisticación que requiere la deliberación política se da muy raramente en las conversaciones informales, mientras Walzer (1999) lo considera imposible. Habermas particularmente considera que la deliberación política entre todos los ciudadanos del común —esfera pública— requeriría la organización de toda la sociedad civil, lo cual resulta imposible por su carácter anárquico y descentrado; de ahí que sólo parte de ella —la parte organizada— puede aspirar a deliberar de manera óptima.

Deliberación local vs. deliberación internacional

Casi la totalidad de los autores citados se refiere a modelos de deliberación política aplicados a espacios institucionales o formales ordenados por el Estado de derecho. Algunos teóricos, sin embargo, se han aventurado a desarrollar la idea de deliberación política aplicada a espacios internacionales, formales e informales. De esta sugerencia han resultado inferencias sobre características institucionales que favorecen la deliberación, y propuestas de cómo a su vez la deliberación puede ser útil para los propósitos de estos espacios.

Sobre la deliberación en organizaciones internacionales, Cornelia Ulbert y Thomas Risse (2005) analizaron el desarrollo de las negociaciones del Tratado de no-Proliferación Nuclear, el Tratado de Ottawa de Prohibición a Minas Terrestres, la Convención de la Organización Internacional del Trabajo sobre Trabajo Infantil, y las discusiones en varias instancias de la Unión Europea sobre reducción de emisión de gases contaminantes y cambio climático. Sus resultados sugieren que algunas características de estos espacios institucionales favorecen un alto nivel de deliberación, tales como las normas implícitas y explícitas, el papel de las autoridades externas, la publicidad y la credibilidad de los participantes.

En estudios anteriores, Risse (2000) sugiere la deliberación política como un tercer modelo de acción social viable en relaciones internacionales además del Rational Choice y el Constructivismo, mientras Schimmelfenning (2001) analiza su conveniencia en espacios de negociación. Otros autores sugieren la aplicabilidad del modelo deliberativo en organizaciones transnacionales de sociedad civil (Dryzek, 2006; Nanz y Steffek, 2004) para fortalecerlas como agentes de control y escrutinio de organizaciones internacionales.

Consenso vs. mayorías

Los modelos deliberativos originales de Cohen y Habermas asumen que el triunfo del mejor argumento tras una jornada deliberativa tendría que conducir a la toma de una decisión colectiva por consenso. Sin embargo, el establecimiento del consenso como el objetivo final de la deliberación estimuló una fuerte controversia con quienes consideran esta perspectiva equivocada o nociva.

Algunos contradictores asumen que aspirar a que la deliberación conduzca al consenso no es realista, necesario o deseable. En sociedades complejas, el consenso sería imposible debido al pluralismo moral y cultural que las caracteriza, y a que existen ciertos niveles mínimos inevitables de desacuerdo (Benhabib, 1990; Bohman, 1995); en un término más moderado, Chantal Mouffe (1999) imagina que en sociedades plurales quizás sea posible llegar a consensos, pero sólo temporalmente, debido a la naturaleza diferencial de sus componentes; Gaus (1997) y Dryzek (1990) añaden a este argumento que el mecanismo de toma de decisiones propuesto por los teóricos de la deliberación política no garantiza por sí mismo el arribo a una decisión consensuada, por lo que siempre sería necesario contar con una instancia institucional que tome la última decisión. En otra línea de argumentación, el jurista Carlos Santiago Niño (1996) considera que el consenso no es necesario para que una decisión deliberada sea considera como válida, y si este fuera el objetivo deliberativo implicaría que las posiciones iniciales de los participantes, al ser divergentes, son inválidas de entrada, lo cual viola los presupuestos mínimos de cualquier debate. Finalmente, entre quienes no consideran que el consenso sea un objetivo deseable, Amy F. Gutmann (1993) plantea el ejercicio deliberativo precisamente como una alternativa a lo que llama "supuestos consensos culturales", es decir, como una vía para someter a debate aun los principios básicos de convivencia presupuestos como consensos sociales.

A favor del consenso, sus defensores alegan que es posible, e incluso necesario. Cohen ha respondido a los críticos del consenso argumentando que éste no es incompatible con una noción rawlsiana de "pluralismo razonable" (Cohen, 1998), y Cass Sunstein (1999) ha propuesto la noción de "acuerdos teorizados de manera incompleta", que suponen la legitimidad de una decisión soportada por una misma conclusión a la que distintos participantes llegan por diferentes razones. Y más allá de su factibilidad, republicanos como Pettit (2003) lo plantean como indispensable.

Los trabajos de Habermas (1998c) y Dryzek y Niemeyer (2006) tratan de mediar en esta polémica. El primero argumenta la imperiosa necesidad de aspirar al consenso, pero acepta que no se tiene que llegar efectivamente a él y que sea necesario apelar a la votación de mayorías; según explica, es necesario que cada uno de los participantes en la deliberación asuma la existencia de un juicio o conclusión superior a la suya, a riesgo de convertir la deliberación en un juego estratégico en el que cada cual defiende y trata de imponer su propia concepción; el consenso, sin embargo, debe considerarse un ideal que no necesariamente tiene que ser alcanzado. El segundo introduce la idea de meta-consenso, que implica no una convergencia de opiniones, sino el reconocimiento muto de la legitimidad de las opiniones divergentes.

Valor epistémico instrumental vs. valor intrínseco

La deliberación política, como mecanismo de toma de decisiones colectivas, es defendida por algunos por su valor intrínseco, y por otros por su valor instrumental. Algunos teóricos de la deliberación consideran que este modelo ofrece un mecanismo superior a la negociación y a la agregación de intereses para tomar decisiones que estén más cerca de la verdad o de lo correcto. Esta noción sugiere que dentro de las múltiples opciones de toma de decisiones, la deliberativa ofrece una posibilidad más alta de ofrecer un resultado epistémicamente superior que las demás. Quienes adhieren a esta idea defienden el valor epistémico instrumental de la deliberación (Estlund, 1997; Niño, 1996; Gutmann, 2000).

Por el contrario, otros teóricos creen que el valor del mecanismo no radica en que ofrece mejores resultados que otras formas de toma de decisión, sino que por sí mismo, independiente de cuáles sean los resultados que ofrezca, representa una forma más legítima para la toma de decisiones. Esta visión reconoce el valor epistémico intrínseco de la deliberación (Habermas, 1996 [1992]; Christiano, 1997), que va de la mano con una visión procedimental más que sustancial de la democracia.

Aunque algunos autores dudan siquiera de la existencia de un valor epistémico instrumental o intrínseco en la deliberación política (Richardson, 1997), los defensores de este modelo coinciden en que el valor del modelo deliberativo radica en que ofrece un resultado superior al que podría conseguirse bajo cualquier otro modelo de toma de decisiones.

Deliberación racional vs. deliberación comunicativa

El modelo deliberativo originalmente presentado por Habermas (1996 [1992]) describe un proceso discursivo exclusivamente racional, en el que las emociones, el humor, la retórica, la narrativa y las acciones coercitivas de los participantes son inaceptables. Tal concepción hiper-racionalista del debate le granjeó críticas que acusan a su modelo de indeseable o impracticable entre seres humanos, y que destacan la utilidad de las formas no argumentativas de comunicación.

Críticos de la visión de Habermas consideran que un modelo que excluye la emoción resulta indeseable o imposible. La primera vertiente señala la indeseabilidad de un debate entre seres humanos desprovistos de emociones, y del peligro de que tal condición para el debate derive en exclusión de quienes no se acogen a tal principio (Young, 1996; Sanders, 1997; Johnson, 1998), y la segunda vertiente considera imposible la idea de un debate ausente de emociones, por lo que el modelo deliberativo debe forzosamente reflexionar sobre el papel que éstas juegan dentro del proceso (Crossley, 1998; Marcus et al., 2000; Marcus, 2000, 2002; Mendelberg, 2002; Steenbergen et al., 2004; Neblo, 2003).

Respecto a otras formas no argumentativas de comunicación, muchos autores las rescatan como legítimas y útiles en procesos de deliberación. Autores como Basu (1999) y Gabardi (2001) señalan la virtud del humor dentro del debate; otros advierten que el testimonio y la narrativa no sólo juegan un papel, sino que deben tener cabida para evitar erigir innecesarios mecanismos de exclusión (Gutmann y Thompson, 1996; Sanders, 1997; Young, 1996). Finalmente, Young (1996, 2001) rescata el uso de la retórica, la fuerza, la estrategia, el boicot y las apelaciones emocionales no argumentativas como legítimas formas de comunicación, mientras Walzer (1994) las considera una parte esencial de la democracia, complementaria a la razón. Tanto Young como Simon (1999) consideran además que el uso de formas no deliberativas resulta necesario para minimizar en lo posible los desequilibrios de poder que hacen imposible el diálogo entre iguales.

Como respuesta, Habermas ha subrayado que, ni aún de manera ideal, todos los momentos políticos han de ser deliberativos, mientras sus intérpretes han hecho un esfuerzo por reacomodarlo ante la evidencia crítica. Habermas (1996, [1992], 2005) reafirma su concepción de la deliberación como un ideal difícil de alcanzar en el mundo real, pero al que la democracia debe aspirar para conferir legitimidad a los procesos de toma de decisiones; de ahí que es en aquellos momentos de toma de decisiones, no en todos, cuando su visión de deliberación racional entra en juego, y aún así admite que no todo conflicto debe ser resuelto de manera deliberativa. Una relectura de Habermas hecha por Michael Neblo (2007) sugiere que la razón, como aquél la concibe, no se opone a la emoción sino al poder ilegítimo, y que la emoción, también desde su definición, contribuye a procesos de acopio de información y entendimiento necesarios para el funcionamiento de la racionalidad; Neblo también sugiere que Habermas rechaza sólo un modo específico de retórica —la sofista—, y que si bien su modelo deliberativo no especifica un papel para las formas no argumentativas de comunicación, sí deja espacio para que éstas contribuyan a crear las condiciones para el intercambio racional.

Sinceridad vs. insinceridad

Para autores como Habermas (1987 [1981], 1996 [1992]) la sinceridad de los participantes en un debate, es decir, el que crean en lo que argumentan, es una condición indispensable para la legitimidad de sus resultados. Según explica, tanto la validez como la legitimidad de una decisión dependen de la abstención al uso estratégico de la comunicación. Para Timur Kuran (1998), la insinceridad es un grave problema no resuelto por la democracia, y uno de los causantes de que la decisiones tomadas a través de ella no sólo sean ilegítimas, sino epistémicamente erróneas, y conlleven al fracaso de este sistema político. Michael Neblo (2007) acusa además a la insinceridad de causar ruidos en la deliberación que impiden llegar a decisiones epistémicamente correctas.

Por el contrario, autores como Elizabeth Markovits (2006, 2008) consideran que la pregunta por la sinceridad es irrelevante, en tanto la verdad factual —que lo que se dice corresponda a la realidad verificable— y la eticidad de lo propuesto importa más que si quien lo postula cree sinceramente en ello.

Paralelo a este debate, una serie de autores minimizan desde el Social Choice y el Rational Choice la posibilidad de que los participantes siquiera deseen actuar con sinceridad (Riker, 1982, 1986; Przeworski, 1998; Stokes, 1998), mientras otros proponen apelar al trabajo empírico para evaluar sus posibilidades en el mundo real (Steiner, 2009; Baccaro, 2001).

Los avances producidos por el debate interno de la deliberación política han robustecido desde los años 90 el cuerpo teórico de este modelo de democracia. La robustez teórica del modelo deliberativo, sin embargo, ha sido puesta a prueba por quienes no creen que la deliberación política sea el futuro deseable o posible de la democracia. La siguiente fase de este artículo expone la crítica contra el modelo y las respuestas de sus defensores.


Fase II: deliberación y sus críticos

De manera análoga al desarrollo de los debates internos, el modelo deliberativo enfrentó un debate externo instigado por seis grandes críticas:

La deliberación política es innecesaria

Pese a que la democracia deliberativa surge como una alternativa ante las falencias normativas y empíricas de la democracia agregativa, algunos autores sugieren que en realidad no se trata de un modelo mejor al agregativo, en tanto la democracia agregativa goza de cabal salud (Popkin, 1992; Lupia y McCubbins, 1998). Joseph Raz (1998) añade a esta perspectiva la idea de que la deliberación política es redundante, ya que desde su perspectiva las leyes no necesitan justificación; en su visión, las decisiones institucionales son legítimas por sí mismas en una democracia.

Deliberación es herramienta de dominación

La deliberación política puede convertirse en una herramienta de dominación mediante el uso estratégico de la comunicación y de los argumentos (Knight y Johnson, 1994; Schiemann, 2000); en este modelo, el participante busca seleccionar, acomodar y dirigir la discusión para el logro de sus intereses. Un hábil deliberador, por ejemplo, podría llegar a convencer a otros de argumentos que en realidad no compaginan con su interés, en un modo de dominación ideológica o inducción de preferencias (Przeworski, 1998; Stokes, 1998), manipular informaciones y controlar los contenidos de agenda (Shapiro, 2003). La deliberación conseguiría reproducir las inequidades entre individuos, haciendo que los más débiles terminen aceptando la dominación de los más fuertes o hábiles (Gambetta,1998).

La deliberación es una herramienta de exclusión

Las condiciones que impone la deliberación pueden convertirse en una herramienta de exclusión para quienes no dominan técnicas argumentativas o se relacionan por medios comunicativos diferentes. Para Daniel Bell (1999), el modelo deliberativo es tan exigente que en términos reales es una actividad de élites e instituciones especializadas, que dejan por fuera a la mayoría de ciudadanos. Para algunos autores, incluso la idea de búsqueda del bien común es excluyente, en tanto ese "bien común" en sociedades plurales no necesariamente responde a los intereses de todos (Young, 1996; Fish, 1999). De ahí que para ser una alternativa real a la democracia agregativa, la deliberación tendría primero que resolver el problema de cómo incluir a todos los ciudadanos (Sanders, 1997; Knight y Johnson, 1997).

Deliberación no es compatible con tradición teórica

Desde los años 50, otras áreas del conocimiento han desarrollado diversos modelos que tratan de explicar la forma en que se comportan los individuos y grupos cuando enfrentan problemas de decisión colectiva. La teoría deliberativa, sin embargo, parte de presunciones sobre el actuar humano que contradicen la tradición del Social Choice, el Rational Choice y la Teoría de Juegos, tales como que los participantes buscarán el bien común y el mejor argumento, en lugar de imponer sus intereses y puntos de vista sectarios.

Dado que ambas líneas parten de juicios diferentes (y parciales) sobre la naturaleza humana, enfrentan el reto de ubicarse una frente a la otra, es decir, de identificar cómo se cruzan y chocan a la hora de tratar de explicar la realidad. Pero el hecho de que la teoría deliberativa no haya avanzado lo suficiente en crear puentes de reconciliación con las disciplinas mencionadas, la pone en contradicción con ellas, en un pulso de credibilidad con tradiciones más desarrolladas normativa y empíricamente (Johnson, 1991, 1993, 1998; Knight y Johnson, 1994; Schiemann, 2000).

La deliberación exacerba los problemas

Algunos autores acusan a las condiciones enunciadas por el modelo deliberativo como nocivas, en tanto pueden exacerbar conflictos existentes (Shapiro, 1999). Además, de manera indirecta, las exigencias deliberativas y la búsqueda infructuosa de un consenso pueden tener un efecto paralizante en las instituciones, que resulte perjudicial en este mismo sentido (Gambetta, 1998; Shapiro, 2003).

La deliberación requiere condiciones imposibles

En particular, autores como Frank Michelmann (1997) apuntan a que un sistema político deliberativo requeriría que los ciudadanos desarrollaran competencias específicas (p. ej., argumentativas) que son escasas o imposibles en el presente, y que por tanto cuestionan su factibilidad. En un tono más pesimista, autores como Michael Walzer (1999) y Richard Posner (2004) cuestionan incluso la posibilidad de que las condiciones deliberativas sean factibles alguna vez.

A estas críticas, los defensores del modelo deliberativo han respondido de la siguiente manera:

La deliberación es necesaria

El contraste de las debilidades de la democracia liberal clásica agregativa y las promesas de la democracia deliberativa demostrarían la necesidad del segundo modelo. La necesidad de un cambio de paradigma, de la democracia agregativa de intereses individuales a una deliberativa guiada por la fuerza del mejor argumento, parte de los defectos del primer paradigma, ya que una democracia basada en individuos que persiguen su propio interés:

    • No es compatible con la idea de justicia, como defiende el liberalismo de John Rawls, que demanda del sistema político la búsqueda del bien común, la igualdad, el respeto y la legitimidad en los intereses defendidos (Cohen, 1989).
    • Reduce la dimensión política a una lógica de mercado; la política, sin embargo, exige una ética pública distinta por conllevar responsabilidades colectivas (Elster, 1997).
    • Puede resolver conflictos de intereses, pero no conflictos de morales contradictorias: en casos de pluralismo moral, no es posible simplemente la agregación de perspectivas (Estlund, 1997).
    • Refleja las inequidades de poder y riqueza, las cuales tuercen las decisiones institucionales (Habermas, 1987 [1981]).
    • Carece de sentido, según demostraciones del Social Choice y Rational Choice (Mackie, 1998; Dryzek, 2000).
    • Es plebicitaria, no participativa: los ciudadanos sólo participan para dar su voto en elecciones, pero los votos por sí solos no legitiman las decisiones políticas (Cohen, 1989; Offe y Preuss, 1991; Benhabib, 1994).

En contraposición, la democracia deliberativa ofrece superar estos defectos, y sus defensores le adscriben una serie de atributos potenciales, aún por probarse:

    • Ofrece resultados por encima del equilibrio de Pareto (superiores al equilibrio más utilitario de agregación de intereses).
    • Promete decisiones más cercanas a principios equitativos y de justicia distributiva. • Conduce al logro de consensos amplios.
    • Legitima decisiones institucionales (Gambetta, 1998).
    • Contribuye a revelar información privada (p. ej., opiniones),
    útil para la toma de decisiones.
    • Supera el efecto de la racionalidad limitada de los individuos. • Fuerza al uso de justificaciones por parte de participantes que realizan demandas. • Mejora la calidad moral e intelectual de los participantes.
    • Estimula éticamente a hacer lo correcto (Fearon, 1998). • Tiene un poder educativo.
    • Fortalece el sentido de comunidad.
    • Conlleva calidades epistémicas para el alcance de la verdad y lo correcto.
    • Estimula la congruencia individual y colectiva (Cook, 2000).

La deliberación se opone al uso del poder estratégico

Para los defensores de la deliberación política, el aprovechamiento de las desigualdades y el uso estratégico de la comunicación no están en el interés de los participantes, y pueden ser minimizados de manera institucional.

Desde una perspectiva racionalista, el uso del poder estratégico sería contrario al presupuesto epistémico entre los participantes, e iría en detrimento de la reputación del participante. Para Habermas (2005), un genuino ejercicio de deliberación presupone que los individuos aceptan el valor epistémico del proceso, es decir, que se obtendrán mejores decisiones mediante el intercambio racional de discursos en condiciones de igualdad que mediante la agregación de sus opiniones. Otros autores como James Fearon (1998) y Gerry Mackie (1998) señalan que en una democracia la constante interacción entre aquéllos que toman decisiones hace de la reputación un activo excepcionalmente valioso, y por lo tanto influye en su capacidad de influir en debates posteriores.

Para superar o minimizar el problema de la inequidad de recursos y poder, y la manera como impide una deliberación libre entre iguales, algunos autores proponen crear condiciones institucionales apropiadas. La inequidad representa un desafío para cualquier modelo de democracia liberal en tanto se trata de un problema estructural de la sociedad y no exclusivo de un sistema particular (Habermas, 1996 [1992]; Gambetta, 1998); sin embargo, algunos teóricos consideran que no es necesario abordar el problema de la inequidad en conjunto, sino sólo el de la capacidad de participación (Bohman, 1996) y la igualdad política (Fishkin, 1991), condiciones que pueden ser garantizadas por un diseño institucional apropiado; otros proponen evitar la imposición de las mayorías, con la garantía de que todas las decisiones de una democracia deliberativa sean consideradas transitorias, con el fin dar oportunidad a las minorías de promover cambios (Gutmann y Thompson, 1996, 2004; Dryzek, 2001). Otras alternativas sugieren que los problemas de inequidad pueden ser minimizados en un contexto de reconocimiento del pluralismo (Cohen, 1998; Bohman, 1996), mientras otros consideran que un sistema político deliberativo debería admitir la apelación a medios coercitivos y activismo por parte de los más débiles, con el fin de presionar a un diálogo en condiciones de igualdad (Fung, 2005; Young, 1998).

Deliberación promueve la participación política

La deliberación política ofrece la representación argumental y la revitalización de la esfera pública como respuestas al problema de la inclusión. La primera respuesta, sugerida por algunos autores deliberativos, es que si la democracia deliberativa no se trata de intereses sino de argumentos, y la búsqueda del mejor posible para sustentar una decisión, no es indispensable garantizar la presencia física de todos los ciudadanos en escenarios de toma de decisiones, pero sí garantizar que todos los argumentos sean tenidos en cuenta; es decir, el carácter democrático no procedería de contar cabezas, sino argumentos (Goodin, 2000; Elster, 1998; Gargarella, 1998; Dryzek, 2001); así se obviaría el problema de la representación democrática en el que la soberanía popular no es ejercida por los ciudadanos, sino por sus representantes. Tal propuesta, sin embargo, implica el desafío institucional de garantizar que los argumentos ciudadanos se formen y sean tenidos en cuenta, y eso implicaría una reforma profunda en el sistema de representación (Parkinson 2001, 2003).

En el análisis de Habermas (1987 [1981], 1996 [1992]), las sociedades contemporáneas separan la esfera pública ciudadana de la esfera administrativa del Estado en la que se toman las decisiones; y es en la segunda esfera donde debe cumplirse a cabalidad con el ideal deliberativo, con el fin de garantizar la legitimidad de la toma de decisiones, mientras la esfera pública, caracterizada por su desarticulación, desorganización e informalidad, tiene como misión la formación de una opinión pública que permee y direccione la toma de decisiones formal. En otras palabras, Habermas defiende un modelo de representación en el que los ciudadanos son responsables de participar en el debate político por medio de la construcción de una ética pública y la formación de opinión, que deben guiar, condicionar y dirigir el debate deliberativo institucional. Tal papel se vería reforzado por la afirmación de algunos teóricos acerca de que la deliberación mejora la competencia ciudadana (Fearon, 1998; Gastil y Dillard, 1999), lo cual está a la espera de comprobación empírica. Este rol de la ciudadanía va más allá del promovido por la democracia participativa, que le confiere un papel de veeduría y control y la ubica en contraposición al Estado, con el que se relaciona de manera conflictiva en términos estratégicos de poder y contrapeso.

La deliberación es compatible con la tradición racionalista

Defensores de la vertiente del Social Choice y el Rational Choice han empezado a desarrollar puentes de comunicación con la deliberación política, y viceversa. En el primer caso, la deliberación ha servido al Social Choice para llenar algunos de sus vacíos teóricos; en el segundo, defensores de la deliberación visualizan la manera en que ambas vertientes se complementan en el ejercicio empírico.

Algunos autores racionalistas se han nutrido de los avances teóricos de la deliberación para brindarle una fuente moral, explicar comportamientos no estratégicos y responder al dilema de coordinación. Jack Knight y James Johnson (1994) critican desde el Social Choice la ausencia de justificación moral para la democracia de mayorías, en la que los ciudadanos o sus representantes simplemente participan a través del voto; en su criterio, los resultados ambiguos e inestables que generan este tipo de democracias plebicitarias exigen un mecanismo como el deliberativo, por medio del cual los argumentos debatidos bajo condiciones justas provean legitimidad al sistema democrático. Gerry Mackie (1998), por su parte, considera que la deliberación política añade una barrera al uso estratégico de la comunicación, en tanto la necesidad política de preservar la reputación reduce la probabilidad de engaño y manipulación de la información que predice la Teoría de Juegos, y por tanto blinda la democracia; mientras, Thomas Risse (2000) considera que ofrece un tercer modelo de acción social, que él llama racionalidad argumentativa, el cual puede ayudar a explicar mejor algunos comportamientos que la lógica del consecuencialismo del Rational Choice, o la lógica de propiedad del constructivismo social. Finalmente, otros autores de esta vertiente como Randall Calvert (2006) consideran que la deliberación política es una respuesta al dilema de coordinación expuesto por el Social Choice.

Por su parte, Dryzek y List (2003) muestran cómo la teoría de la deliberación política restituye el sentido de la democracia en el análisis del Social Choice. Su trabajo responde a las críticas que desde la lógica matemática y el Social Choice demostraban la arbitrariedad y sinsentido de la democracia agregativa. Para responder a la crítica de Riker (1982, 1986) Dryzek y List sugieren que por medio de la deliberación se pueden establecer criterios normativos que rijan la escogencia de una u otra decisión. Luego, al retomar los teoremas de Arrow (1963), Gibbard (1973) y Satterthwaite (1975) que establecen la imposibilidad de tener en cuenta y agregar las preferencias de todos los ciudadanos, sugieren que la deliberación contribuye a la estructuración de preferencias, y por tanto, a fijar posiciones y unos criterios de evaluación que permiten el surgimiento de una alternativa de decisión superior a otras.

Finalmente, Habermas (2005) establece unos límites para la deliberación política, reconociéndole poder explicativo a la tradición racionalista. Habermas socava la necesidad de que la deliberación permee todos los procesos políticos de la sociedad; más bien, le otorga como función principal la de definir las reglas de juego en las que se desarrollarán discusiones posteriores, que pueden estar menos cercanas al ideal deliberativo, y más próximas a modelos estratégicos descritos por el Social Choice y el Rational Choice.

La deliberación no siempre exacerba los problemas

La ausencia de demostraciones empíricas que señalen a la deliberación política como factor exacerbante de problemas y conflictos mantiene esta discusión en etapas preliminares. Autores como Gutmann y Thompson (2004) sugieren incluso la conveniencia del modelo deliberativo en algunos contextos de conflicto moral. Algunos sugieren que, bajo ciertas condiciones, los conflictos pueden agravarse con el diálogo (Mansbridge, 1983), mantenerse igual (Steiner et al., 2004) o resolverse (Fishkin y Luskin, 2005). El debate normativo deberá nutrirse de futuros hallazgos empíricos en este tema.

La deliberación ocurre en la vida real

Habermas (1994 [1991]) imagina la deliberación no como la regla en las comunicaciones habituales de una sociedad, sino como momentos excepcionales en la comunicación formal e informal de los ciudadanos. De esta manera, se sacude de la crítica de quienes consideran inviable un sistema político caracterizado por una constante deliberación. Sin embargo, también asegura que algunos de los componentes de la deliberación aparecen de manera común, espontánea, en los diálogos del día a día, tales como la presunción mutua entre quienes conversan de mínimos de sinceridad y participación en condiciones de igualdad, libertad e inclusión. La viabilidad del ideal deliberativo, en momentos informales o en ciertos espacios institucionales, está sin embargo por probarse mediante la investigación empírica.

Habiendo transitado etapas de debates internos y externos, autores como James Bohman (1998) se atrevieron a proclamar la madurez de la teoría deliberativa, y otros a declarar incluso que la teoría democrática había dado finalmente un giro deliberativo (Dryzek, 2000). Sin embargo, la persistencia del debate entre defensores y críticos del modelo deliberativo, así como entre distintas concepciones deliberativas, ha propiciado que a principios de este siglo el debate normativo haga una relativa pausa, a la espera de los resultados que prometen las investigaciones empíricas.

Aunque las investigaciones se desarrollan aún, algunas de las conclusiones preliminares son sorpresivas y ofrecen nuevos puntos de contención. Un examen de los avances empíricos añadiría un argumento más que sustente la idea de que la teoría de la deliberación ha alcanzado un punto de madurez ideal para la exploración propositiva de su concreción en sistemas políticos concretos.


Fase III: Límites de la teoría deliberativa

Los límites de la teoría deliberativa reposan en tres grandes retos: primero, la resolución a las preguntas y debates planteados (Fases I y II) a través de un diálogo empírico-normativo; segundo, el desarrollo teórico y empírico de un sistema deliberativo; y tercero, el establecimiento de lazos con otras disciplinas, con el fin de generar una alimentación mutua.

El sistema deliberativo

El sistema deliberativo es la descripción de cómo debería funcionar una sociedad democrática basada en los principios deliberativos. La definición de cómo luce un sistema deliberativo depende de cuándo, dónde y quiénes deben o no idealmente comportarse de forma deliberativa. Hoy existen al menos cuatro visiones institucionales que buscan sugerir respuestas a estas preguntas.

La primera de estas visiones se nutre del trabajo de Habermas. Aunque éste reconoce que la deliberación política es sólo una de varias formas posibles en que se puede resolver el problema de la toma de decisiones colectivas (Habermas, 1998a; Mansbridge, 2007; Gutmann y Thompson, 2004), hace énfasis en que aquellos ámbitos políticos que exigen un mayor nivel de legitimidad ante el colectivo, es decir, las instituciones de un sistema democrático, requieren procesos deliberativos. ¿Cuál es entonces el papel de la ciudadanía? Habermas libera a la esfera pública de la responsabilidad de comportarse deliberativamente, pero le confiere el papel de generar opinión pública y poder comunicativo; Parkinson (2006) cree que la conexión entre ambas esferas puede realizarse por medio de instituciones y sociedad civil organizada, tal y como existen hoy, mientras Hendriks (2006) propone la creación de foros específicos para este propósito. Esta visión se ajusta a la de quienes diferencian etapas informales pe-deliberativas como espacios útiles para la clarificación de preferencias y ajuste de argumentos (Conover y Searing, 2005; Kim et al., 1999; Kim y Kim, 2008).

Una segunda visión concibe un sistema deliberativo distribuido (Goodin, 2005), en el que diferentes etapas de la toma de decisiones se desarrollan en espacios diferentes, y en los que los niveles de los componentes de la deliberación varían; según esta visión, un primer espacio de discusión podría generar argumentos sin cuidado por el respeto, mientras uno posterior podría elevar el nivel de respeto sin añadir a la argumentación; tal visión de democracia deliberativa secuencial ha recibido el escepticismo de quienes creen que puede dar origen a un sistema político desconectado y disfuncional (Thompson, 2008).

Un tercer modelo, la democracia deliberativa descentralizada, imagina la toma de decisiones como la agregación final de las decisiones que han sido resultado de deliberaciones locales (Baiocchi, 2003; Gastil y Levine, 2005); pero este regreso al modelo agregativo trae consigo los mismos problemas que la deliberación trata de resolver en la democracia moderna (Fung, 2007).

Finalmente, el modelo de la deliberación iterativa (Gutmann y Thompson, 2004; Thompson, 2008) imagina una interacción secuencial entre entes deliberativos institucionales y ciudadanos, en el que sólo los primeros se rigen por patrones deliberativos.

Las propuestas de sistemas deliberativos aquí expuestas asumen la coexistencia de espacios deliberativos y espacios no deliberativos. Por ello, para el avance de un sistema deliberativo, la agenda de investigación deberá aportar luces sobre cuál es la manera óptima de relación entre ciudadanos, ciudadanos e instituciones y entre instituciones democráticas (Tulis, 2003; Thompson, 2008).

Deliberación aplicada

Hoy existen al menos tres disciplinas que han abierto nuevas vías de acción gracias al desarrollo de la teoría deliberativa: la educación, la administración pública y la resolución de conflictos. Sobre la primera, diversos autores señalan el potencial del modelo deliberativo para mejorar la calidad de la participación ciudadana vía educación cívica (Gastil, 2004; Gutmann, 1999; Lupia, 2002). Respecto a la administración pública, otros autores argumentan su pertinencia para el desarrollo de agendas tales como la planeación urbana (Melo y Baiocchi, 2006), la veeduría ciudadana de proyectos públicos (Papadopolous, 2004), y el direccionamiento estratégico de las políticas públicas hacia el verdadero interés ciudadano (Hardin, 1999; Innes y Booher, 2003); un ejercicio en esta línea es la asamblea deliberativa ciudadana de Columbia Británica, en Canadá, efectuada entre 2004 y 2005, en el que la ciudadanía se responsabilizó de la definición de políticas públicas sobre temas polémicos y polarizantes (Blais et al., 2008; Thompson, 2008; Warren y Pearse, 2008). Por su parte, los puentes que unen la deliberación política con la resolución de conflictos han contado con un desarrollo de vastos horizontes aún por explorar, en particular para la negociación política y la construcción institucional durante etapas de pos-conflicto (O'Flynn, 2006; Susskind et al., 2008).

La democracia en el siglo XXI

Los límites del debate, como se exponen al final de este recorrido histórico y conceptual, señalan claramente un nuevo terreno en el que investigadores y teóricos pueden aventurarse para la definición de qué significa repensar la democracia contemporánea desde la perspectiva deliberativa, en sistemas políticos cuestionados o en crisis abierta.

La apuesta por la revitalización de la participación ciudadana por medio de la educación cívica y la apertura de espacios para la discusión de la administración de políticas públicas, hace parte de los retos de las democracias que enfrentan el problema de legitimidad, expuesto en las primeras secciones de este texto. La calidad y las exigencias de esa participación desde el modelo deliberativo, que van más allá de las propuestas por la llamada democracia participativa, requieren sin embargo mayores adelantos por parte de teóricos y empíricos. Para el caso de sociedades divididas y en conflicto, la teoría deliberativa empieza apenas a generar aportes materiales.

Los debates internos (Fase I) y externos (Fase II), que históricamente ocurren de manera análoga, abren un espectro amplio de posibles variantes y diversidad de versiones del modelo deliberativo; la exploración empírica permitirá pronto decantar aquellas versiones que resulten más apropiadas para condiciones específicas y particulares de sociedades que evidencian crisis de legitimidad, o se encuentran en etapas de conflicto y/o pos-conflicto, mientras desde el punto de vista normativo se generan nuevas proposiciones para el debate y la examinación.

El debate sobre la democracia no inicia ni termina por el análisis deliberativo. Este texto, sin embargo, lo presenta desde esta perspectiva particular con el fin de explorar soluciones al problema de su legitimidad y aportar a quienes consideran que se trata de un debate político central y pertinente para el siglo XXI.



Notas

* Artículo de revisión producto de la investigación "Deliberación política en sociedades divididas: el caso colombiano", en desarrollo desde 2008 en el Centro de Investigaciones y Proyectos Especiales (CIPE) de la Facultad de Finanzas, Gobierno y Relaciones Internacionales, Universidad Externado de Colombia.



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