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Papel Politico

Print version ISSN 0122-4409

Pap.polit. vol.14 no.2 Bogotá July/Dec. 2009

 

Tres claves para repensar las Ciencias Políticas*

Three keys to think political sciences


María Cristina Ocampo Herrán**


** Doctorada en Sociología de la Universidad Externado de Colombia. Directora de la Maestría en Política Social. Profesora de Facultad de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de La Pontificia Universidad Javeriana. Correo electrónico: ocampom@javeriana.edu.co.



Resumen
Este ensayo aborda los nuevos retos que la globalización creciente y la diferenciación social ofrecen para las Ciencias Políticas, como disciplina y como quehacer académico. El abordaje clásico del objeto de estudio que giraba alrededor del poder del Estado como un poder central, vertical y omnipresente, y de la ciudadanía política derivada de esta concepción, requiere nuevas claves para reinterpretar la soberanía, la ciudadanía, la dicotomía público-privado y la legitimidad de las relaciones Estado-sociedad con una perspectiva más interdisciplinaria y menos autoritaria.

Palabras clave autor
Soberanía, nuevas ciudadanías, ciudadanía social, legitimidad, equidad, Ciencias Políticas.

Palabras clave o descriptores
Sovereignty, New Citizenships, Social Citizenship, Legitimacy, Equity, Political Sciences.



Abstract
This essay focus on the new challenges that the increasing globalisation and the social differentiation offer to Political Sciences, like discipline and academic task. The classic approach to the object of study around the power of the State like a central power, vertical, and omnipresent and the political citizenship derived from this conception, requires new keys to reinterpret the sovereignty, the citizenship, the public-private dichotomy and the legitimacy of the relations State-society with an interdisciplinary and less authoritarian perspective.

Key words author
Polítical Science, World Citizenship, Distributive Justice.

Key words plus
Ciencia política, ciudadanía mundial, Justicia distributiva.




Los procesos de globalización y de diferenciación social imponen nuevos retos al quehacer de las Ciencias Políticas en los albores del tercer milenio. La crisis de soberanía del Estado, la identidad de los actores sociales y su exigencia de nuevas formas de ciudadanía, así como la búsqueda de la equidad como fundamento de la legitimidad de las relaciones entre el Estado y la sociedad, son temas profundos y relevantes en escenarios de globalización creciente y en Estados y coyunturas concretas como las de nuestro país.

Reinterpretación de la soberanía

La crisis de soberanía nos obliga a reinterpretar el concepto de Estado-nación. En primer lugar, porque nunca como ahora la soberanía ha estado atravesada por el avance y las crisis del capitalismo y de las grandes corporaciones multinacionales que superan el poder, los recursos e incluso las capacidad normativa de los Estados, introduciendo factores de riesgo económico y medioambiental que resultan incontrolables para la mayoría de los países, en lo que Ulrich Beck (2002) ha denominado "la sociedad del riesgo global", como una sociedad donde no existe una conexión entre quienes generan el riesgo y quienes deben pagar sus consecuencias.

En un visionario texto publicado por primera vez en 2001, Beck advierte sobre las consecuencias no deseadas de una "modernización radicalizada", en la cual la desregulación de grandes sectores de la economía y de las relaciones laborales, el embate de las corporaciones multinacionales y la pérdida de legitimidad del Estado inciden en el crecimiento del desempleo y el subempleo, en el incremento de la pobreza y el desbordamiento del consumo en los países más desarrollados. El nuevo riesgo de los mercados globales, continúa, es "una nueva forma de irresponsabilidad organizada, hasta el punto de carecer de responsabilidades, incluso ante sí misma (…) Como no hay un gobierno global, el riesgo del mercado global no puede regularse como el de los mercados nacionales" (Beck, 2002).

La actual crisis económica mundial ofrece la evidencia más contundente. La caída de los grandes emporios financieros de Wall Street y su efecto dominó sobre el empleo, el consumo y la producción en los países del primer mundo, con sus devastadoras consecuencias para los países pobres y en desarrollo, y la irresponsabilidad casi criminal de que han hecho gala los ejecutivos de las grandes corporaciones, muestran una lógica perversa donde no hay correspondencia entre causas y consecuencias en el reparto de males y beneficios. Frente a ello, las tradicionales herramientas económicas y la capacidad de intervención política de los Estados nacionales, aún de los más poderosos, se muestran incapaces.

En el orden nacional se ven afectadas la factibilidad de las políticas públicas y la gobernabilidad. Hoy los Estados, especialmente los periféricos, deben lidiar simultáneamente con su inserción en la red global, con lo que ella implica en la aceptación de reglas de juego exógenas en materia económica o política, con la presencia de grandes masas de excluidos y con la emergencia de nuevas identidades locales que exigen el pago de deudas históricas. Al respecto, Castells (1998) afirma que "los Estados pierden soberanía, pero no pierden capacidad de acción. Y lo que se hace, quién lo hace, cómo lo hace y para quién se hace, siguen siendo los criterios relevantes para juzgar la eficacia, equidad y solidez de una política pública".

En una paradoja en la cual los Estados poderosos han sido cada vez más blandos frente a los avances de las grandes corporaciones económicas, y cada vez más invasivos respecto de otros Estados y de las libertades individuales, se dan rupturas fácticas a la soberanía por el uso de la fuerza. Leviathan debe ser reinterpretado a la luz de doctrinas como la de "legítima defensa" en las relaciones internacionales, con la cual se legitima la superposición de la soberanía de un Estado sobre otros, en función del poder de las armas, el poder del dinero, el poder de la información y la capacidad para incidir sobre las decisiones de los organismos internacionales creados, supuestamente, para evitar situaciones de hecho.

A nivel nacional esta crisis de soberanía tiene relación con el segundo tema: el de la identidad y el quehacer de los actores sociales. En el caso colombiano es muy doloroso, pero muy real, constatar que los actores sociales más relevantes han sido aquellos que le disputan al Estado la soberanía en el uso legítimo de la fuerza, de modo que a través de varias generaciones se ha intimidado la voz de la sociedad desarmada, para escuchar la "voz" armada de quienes atentan no solamente contra el Estado, sino, sobre todo, contra la población civil.

La grave preocupación es que la retoma de la soberanía del Estado en el uso de la violencia se haga por una vía no democrática, por una vía cada vez más autoritaria, cada vez más enajenadora de los derechos de la sociedad y cada vez más amenazante para aquellos que puedan tener una voz disidente.

En este contexto cobran inusitada actualidad las reflexiones de Karl Schmitt sobre la dictadura en las primeras décadas del siglo XX. La situación de las cosas exige actuaciones concretas. Esa situación de las cosas no es otra que enfrentar una guerra externa o apaciguar una rebelión interna; en ambos casos se trata de relaciones extraordinarias que exigen medidas extraordinarias. Aquí el dictador es visto como un comisario de acción, no el que delibera o consulta, sino el que ejecuta (Schmitt, 1985).

Mientras que en situaciones ordinarias el gobernante está sometido a la ley natural y al orden civil, en los estados de excepción el gobernante sólo está sometido a la ley divina, y por tanto en el Estado tiene capacidad para intervenir el ordenamiento jurídico, los derechos adquiridos y los cargos existentes: "quien domina al estado de excepción, domina con ello al Estado, porque decide cuándo debe existir el Estado y que es lo que la situación de las cosas exige". Como diría Hobbes, es el soberano quien decide "lo que puede valer como interés público."

El problema de las decisiones y las actuaciones públicas deja de ser ontológico o moral, pues en los estados de excepción poco importa la finalidad del Estado o la moralidad de las actuaciones. En este sentido, el gobernante ha de ser juzgado por cuanto sus decisiones contribuyen o no a solucionar el estado de las cosas. Al respecto, Schmitt señala que "… donde todo depende del estado de cosas concreto, del éxito a alcanzar, la diferencia entre lo justo y lo injusto se convierte en una formalidad inútil (…) en los asuntos públicos, en el derecho de guerra, en la misión estatal no decide la equidad, sino la dominación, es decir alianzas, soldados y dinero…"85).

Un escrito reciente de Gabriel Negretto (2004) arroja luces sobre el decisionismo propuesto por Schmitt, como concepto enfrentado a dos criterios fundamentales del pensamiento liberal: el imperio del derecho y la discusión racional como bases del quehacer político. Para Schmitt "La decisión es lo opuesto de la discusión". Como lo explica Negretto, el autor niega la discusión en dos sentidos: por una parte, al establecer que el dictador es "el que dicta", y por lo tanto niega toda deliberación o argumentación racional, y por otra al enfilar todas sus baterías contra el parlamento, órgano de discusión por excelencia. Así, las nociones de opinión pública, pluralismo político, publicidad de las decisiones del Estado, son para Schmitt inútiles ejercicios románticos "de conversaciones sin fin", anacrónicas en la sociedad de masas, cuando no obstáculos para las decisiones de gobierno.

Estas categorías, así como los desarrollos sobre el concepto de amigo/enemigo, que en estados de excepción habilitan moralmente al gobernante para proceder a la exterminación física del adversario en una especie de derecho de guerra, han regresado a la academia con renovado interés, no exento de cierto afán "revanchista" frente a las tesis liberales, dado que en muchos escenarios, aun los ilustrados, se confunden y se valoran negativamente el liberalismo económico y el político.

No obstante, los verdaderos efectos del pensamiento de Schmitt deben revisarse en el quehacer político de algunos gobernantes contemporáneos cercanos a nuestra cotidianidad, que encuentran en su pensamiento un importante respaldo teórico para sus actuaciones.

Frente a las tendencias hegemónicas tanto en el orden interno como internacional, surgen nuevas propuestas contra-hegemónicas: la defensa de valores comunes a toda la humanidad como el derecho a la vida o al medio ambiente, respecto de los cuales se abren paso instrumentos que traspasan las fronteras nacionales; o el surgimiento de lo que Soussa Santos y Beck llaman una "ciudadanía cosmopolita", cuyos valores y objetivos apelan a principios universales como la libertad, la tolerancia y la solidaridad, y se sienten obligados no hacia sus lazos nacionales, sino hacia la humanidad en su conjunto.


Re-significación de la ciudadanía

Como lo señala Lechner (1999), tradicionalmente se ha concebido la ciudadanía tomando como referente el ámbito político-estatal: "… quien otorga reconocimiento a los ciudadanos, los integra como miembros de la comunidad y les otorga la seguridad debida", y con ese mismo referente las personas han construido su identidad pública, han defendido sus intereses y han manifestado sus opiniones. Hoy, debido a los grandes procesos de diferenciación, el Estado ha perdido su centralidad, su jerarquía vertical y su neutralidad formal. Por otra parte, la política ha perdido su capacidad simbólica, de modo que las ideologías ya no interpretan los grandes sueños colectivos.

En este contexto se abren paso dos tipos de ciudadanía, continúa Lechner, una "instrumental", en la que los ciudadanos consideran lo público como algo ajeno, pero le exigen la solución a los problemas sociales; no legitiman la capacidad del Estado para conducir la marcha del país hacia grandes proyectos de carácter colectivo, pero requieren soluciones concretas para la vida en común: "la ciudadanía instrumental descree de la política pero cree en la administración, especialmente la municipal" (1999).

El segundo tipo es la que llamaríamos una ciudadanía "social", que se aleja de los canales institucionalizados del quehacer político: los partidos, los sindicatos, las agremiaciones, para buscar nuevas formas de representación desde las condiciones subjetivas: el género, las preferencias sexuales o las condiciones étnicas, raciales o culturales. Las personas no solamente exigen la ciudadanía formal de la "igualdad ante la ley" en el marco de un Estado de derecho; exigen también el reconocimiento de la diferencia y aspiran a la igualdad esencial, aquella que "da trato desigual a los desiguales" en el marco de un Estado social de derecho.

Sin duda estas nuevas realidades constituyen retos para las Ciencias Políticas. El viejo estatuto que proponía al Estado como el pivote alrededor del cual debe girar la disciplina, debe ser objeto de nuevas reflexiones teóricas y metodológicas sobre el papel de otros actores en la construcción del poder y de la identidad ciudadana:

Los agentes del mercado, cada vez más influyentes en la construcción y desarrollo de políticas públicas, no solamente desde el punto de vista de la asignación y provisión de bienes y servicios, sino en la búsqueda de expresiones de responsabilidad social empresarial; las ONG, que logran convocar y agrupar ciudadanos en el orden nacional e internacional no solamente en torno a intereses de grupo o de clase, sino también alrededor de derechos colectivos como el medio ambiente, los derechos humanos o la paz; y los ciudadanos mismos, como "singularidades" entre la multitud , como lo dicen Negri y Hardt (2004) en cuanto ya no son simples sujetos pasivos de los medios de comunicación de masas, sino que forman redes auto-referenciadas a través de Internet.

Ello conduce a una resignificación de los conceptos público-privado. Al respecto Negri y Hardt (2004) cuestionan cómo en el modelo vigente todo lo social se ha considerado "público", y por tanto sujeto a la vigilancia estatal, mientras que lo económico ha sido cada vez mas "privado" y ajeno al control del Estado. Proponen, entonces, una estrategia alternativa en la cual lo privado "exprese singularidades sociales más allá de la propiedad de los bienes materiales" y lo público, "exprese lo común, más allá del control estatal". La discusión apenas empieza pero, sin duda, propone nuevos retos teóricos, metodológicos y fácticos.

En esta propuesta las nociones de interés general o interés público deben ser sustituidas por las de "interés común" como una producción de la multitud. Se trata de un interés de todos, no reducido al control del Estado, si no recuperado por las singularidades que cooperan en la producción social y permiten llegar a una nueva forma de soberanía mucho más democrática.

Frente a estas nuevas realidades en las que los ciudadanos desdeñan la participación política tradicional, pero se ven a sí mismos como parte de colectivos caracterizados por sus rasgos sociales y culturales, se impone una visión mucho más interdisciplinar, que enriquezca las Ciencias Políticas con otros saberes.


Equidad como resignificación de la legitimidad

La voluntad de obediencia por parte de los ciudadanos y el reconocimiento del derecho a gobernar, que constituyen la base de la legitimidad (Habermas, 2005), pasan por la búsqueda de la equidad en el marco del Estado social de derecho. No basta ya con el mantenimiento del orden público o con la defensa frente a las amenazas externas como función estatal por excelencia; pese a las dificultades del Estado benefactor para garantizar su sostenibilidad en el marco del modelo económico vigente, los ciudadanos esperan cada vez más el cumplimiento de la promesa sobre los derechos fundamentales.

Mientras que en el Estado liberal la ciudadanía civil y política es una construcción formal avalada por normas jurídicas y consensos políticos, en el Estado social la ciudadanía se construye como un "conjunto de expectativas que cada ciudadano en cuanto tal, expresa frente al Estado para obtener las garantías de seguridad necesarias, en la vida y en el trabajo, para dar contenidos de dignidad a la existencia individual" (Barcellona, 1991). La ley, como instrumento de la política pública, y la intervención del Estado en las diversas esferas de la vida económica y social serán indispensables para construir la justicia distributiva a partir de la solidaridad como principio.

Los "derechos distributivos" que caracterizan el Estado social son intereses o necesidades de los individuos que deben satisfacerse con la correspondiente obligación del gobierno o de cualquier otra parte obligada. Lo que define su naturaleza, sin embargo, es la necesidad de una intervención del Estado sobre los procesos de asignación de beneficios y cargas, no solamente mediante la definición de "condiciones previas" para el funcionamiento del mercado, sino sobre todo para modificar sus efectos en el acceso a ciertos bienes que como la salud o la educación se consideran "meritorios" en cuanto satisfacen necesidades humanas esenciales.

Las normas, y muy especialmente el marco constitucional, son un buen parámetro sobre lo que los ciudadanos pueden esperar, pero no bastan. En el enfoque de derechos que propone Dworkin (1993) es necesario avanzar sobre principios, normas y directrices. Mientras que frente a las normas es indispensable revisar su legalidad, "las directrices hacen referencia a objetivos sociales que se deben alcanzar y que se consideran socialmente beneficiosos y los principios hacen referencia a la justicia y la equidad." Estos criterios, que recogen la herencia de Rawls en su Teoría de la Justicia (1997), y que en el modelo de Dworkin deben orientar la "decisión correcta" del juez, son también el punto de partida para comprender el papel de las políticas sociales como políticas públicas.

En un sugerente trabajo sobre la justicia, Jon Elster (1998) pone sobre la mesa los problemas de los tomadores de decisiones para la asignación de los recursos, sean éstos para el conjunto de la sociedad (justicia "global") o para casos concretos de individuos particulares (justicia "local"), y distingue tres tipos de bienes por asignar o distribuir: primero, aquellos que pueden asignarse como el dinero, los bienes materiales o los servicios; segundo, aquellos "intangibles" que como el autorrespeto, el bienestar o las "aptitudes básicas" a las que se refiere Senn, pueden modificarse favorable o desfavorablemente con la asignación de los bienes del primer grupo, y tercero, aquellos que no pueden asignarse o distribuirse porque dependen de la genética o de accidentes irreversibles, tales como las capacidades o discapacidades físicas y mentales. Las concepciones igualitaristas de la justicia, continúa Elster, ofrecen tres estrategias: la igualación directa o indirecta, mediante una asignación equitativa de los bienes del primer tipo o su distribución al azar si son indivisibles, y la compensación para aquellos que tienen carencias del tercer tipo.

Tales estrategias nos dejan todavía perplejos. ¿Qué significa una asignación equitativa en una sociedad donde las principales inequidades tienen su origen en las condiciones sociales y no en el azar de la genética? Más allá del dilema filosófico o moral de la distribución, de qué monto de recursos y de qué magnitud de necesidades estamos hablando en una sociedad donde la mayoría es pobre y la masa de recursos es irrisoria, pues sólo tiene capacidad de tributar una pequeñísima porción de la sociedad, ¿cómo definir la asignación de recursos no solamente entre individuos, sino también entre prioridades de gasto social? ¿Debemos sacrificar la salud en aras de la educación o dejar salud y educación en un segundo plano para privilegiar la seguridad del Estado y de los ciudadanos?

En el Estado social toda política pública deberá enfrentar el dilema de la justicia cuando quiera que independientemente del tipo de servicio o cargas por distribuir haya de tomarse una decisión en torno a la equidad en la asignación. Pero no bastan los criterios de equidad. A menudo la exigibilidad de los derechos sociales es difusa y por ello es necesario hacer claridad sobre las obligaciones del Estado y los particulares en la garantía de estos derechos.

A diferencia de los derechos políticos, cuya exigibilidad es inmediata, los derechos prestacionales como la salud, la educación, la vivienda digna o la protección a poblaciones vulnerables refieren a un servicio público, requieren un desarrollo legal y una reglamentación por parte del gobierno. Es aquí donde se establece la conexión con las políticas públicas, con todo lo que ellas implican de consensos políticos y de esfuerzo fiscal. Si bien las políticas públicas son en un sentido "normativas", en cuanto formulan un deber ser, una orientación de la sociedad hacia unas metas deseables, son también un polo a tierra acerca de cuánto es posible alcanzar dadas las limitaciones económicas, políticas y organizacionales.

Desde la academia, y particularmente desde una facultad de Ciencias Políticas, se impone la necesidad de participar en la búsqueda de respuestas para estos dilemas que hasta ahora han estado más en los terrenos del derecho, la filosofía política o la economía política. Sin duda, el campo de las políticas públicas, particularmente de las políticas sociales, constituye terreno promisorio para el avance de la disciplina, pero sobre todo para el avance de las respuestas a una ciudadanía que entiende la legitimidad de las relaciones entre Estado y sociedad a partir de la equidad.



Notas

* Ensayo sobre los nuevos desafíos que enfrenta la Ciencia Política en un mundo en globalización.




Referencias bibliográficas

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