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Papel Politico

versión impresa ISSN 0122-4409

Pap.polit. vol.17 no.1 Bogotá ene./jun. 2012

 

La matriz religiosa y la composición de la soberanía durante el siglo xix: principio de homogeneidad para el origen de la nación y el presidencialismo en Colombia*

The religious matrix and composition of sovereignty during the nineteenth century: principle of homogeneity for the origin of presidentialism in Colombia

Luis Felipe Vega Díaz**
Luis Carlos Valencia Sarria***

* Artículo de reflexión derivado de la línea de investigación "Biopolítica y presidencialismo en Co lombia", perteneciente al grupo de Investigación "Estado, conflictos y paz", categoría A, Colciencias
** Profesor asistente de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Magíster en Estudios Político: de la misma universidad. Actualmente, adelanta sus estudios de Doctorado en Ciencia Política ei la Universidad de Leipzig, Alemania. Correo electrónico: lfvega@javeriana.edu.co.
*** Profesor asistente de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Magíster en Ciencia Política de la Universidad de los Andes de Bogotá. Actualmente, se desempeña como director de la Maestría en Estudios Políticos de la Pontificia Universidad Javeriana. Correo electrónico: lcvalencia@javeriana.edu.co.

Recibido: 12/03/2012, Aprobado evaluador interno: 20/03/2012, Aprobado evaluador externo: 05/04/2012


Resumen

Uno de los factores fundamentales para el análisis de los sistemas políticos a partir de la modernidad ha sido el intento de superar los elementos religiosos dentro de la administración del poder, como consolidación y expresión de la forma liberal de gobierno, específicamente bajo la forma del Estado. Sin embargo, estos contenidos se han preservado en las instituciones, estableciendo, con ello, unos mecanismos específicos de interpretación de la sociedad y, en especial, del poder político. El presente artículo pretende mostrar el funcionamiento de estos factores religiosos en la conformación liberal del Estado en Colombia, particularmente cómo sus mutaciones e interiorizaciones establecen unas superficies de análisis para la comprensión del poder en la forma de la soberanía. Se propone hacer una lectura desde un enfoque biopolítico de la constitución de un conjunto de dispositivos sociales sobre la condición de legitimidad del poder en su forma administrativa de la sociedad, aplicados específicamente al proceso de consolidación histórica del poder político en Colombia.

Palabras clave: biopolítica, Estado de Excepción, homogenización, poder soberano, constitución simbólica, subjetividad, gubernamentalidad, poder constituido, forma jurídica.

Palabras clave descriptor: Biopolítica, Sistemas políticos, Poder político, Colombia


Abstract

One of the fundamental factors in political analysis from modernity had been the intent to overcome the religious elements into the administration of power as consolidation and expression of the liberal form of government, specifically exposed in the figuration of State. However, these contents had been preserved inside the institutions, establishing with this, specific mechanisms for interpretation of society, particularly political power. Thus, the religious contents keep on like a substrate of political concepts inside this liberal tradition. In this order of ideas, this article pretends to show the functioning of religious factors in construction of the liberal political State in Colombia, particularly how its mutations and internalizations determines surfaces of analysis to the comprehension of power in form of sovereignty. Briefly, to make a reading from biopolitical approach of construction a set of social devices about power's legitimacy conditions in its administrative form of society, applied to the process of historical consolidation about the political power in Colombia.

Author Keywords: Biopolitics, State of Exception, Homogenization, Sovereign Power, Symbolic Constitution, Subjectivity, Governmentality Constituted Power, Legal Form.

Keywords Descriptor: Biopolitics, Political systems, Political power, Colombia

SICI: 0122-4409(201206)17:1<57:MRCSHO>2.0.TX;2-R


Los elementos constitutivos de las imágenes nacionales en Colombia logran su consolidación durante el periodo histórico denominado como "la regeneración". A pesar de que este proceso se gesta a partir de 1870, con la aparición del concepto en la esfera política como salida a la crisis institucional, solo podrá establecer sus condiciones materiales y eficientes hasta la Constitución de 1886 y, posteriormente, hasta la victoria militar de la guerra de los mil días. Estos factores van a determinar una imagen nacional que, a través de la vitalidad constitucional, sobrevive por un periodo de un siglo en la historia política colombiana. Sin duda, este proceso va a permitir no solo la definición del imaginario de la nación, sino sus prácticas institucionales por medio de mecanismos administrativos. Así, el mecanismo efectivo que condensa tanto la representación imaginaria del ideal social como la forma de intervención específica en la sociedad es, sin duda, la forma presidencial. El presidencialismo se convierte en la capacidad de mantener la cohesión social y, a su vez, en mecanismo interpretativo del pasado como actualización del presente.

Sin duda, durante el siglo xx, se desarrollaron procesos que lo moderan o lo exacerban. Sin embargo, su matriz mantiene continuidades en sus características que hacen de él una unidad de análisis para comprender las dinámicas de la cultura política colombiana y sus dinámicas institucionales.

El propósito de este ensayo es analizar el factor que logra mantener y darle dicha vitalidad, ya que por su particularidad en comparación con otras sociedades latinoamericanas, el presidencialismo colombiano supuso una comprensión democrática que generó la imagen permanente de estabilidad en medio de la crisis social; en otras palabras, compuso una estrategia de controles sociales que hicieron de los discursos sobre la crisis su espacio de intervención social y su medio de supervivencia.

Por ello, el factor de indagación que presentamos a continuación supone el papel de la homogenización venida por medio de la doctrina religiosa, de manera que esta definía un horizonte de agregación y distinción no solo de lo nacional, sino que fundamentalmente estableció las bases de los mecanismos de legitimidad en cuanto a los fines de la acción política. Las representaciones y conceptualizaciones de los contenidos de la religión católica son los medios que se encuentran en la base para dar dinamicidad a la capacidad de agregación e intervención de la figura presidencial. De esta forma, la nacionalidad o el "amor a la patria" poseen una forma espiritual ampliamente identificada con la tradición doctrinal católica, la cual supera su hegemonía perdida durante algo más de veinte años en el periodo transcurrido desde la Constitución de 1863 hasta la de 1886. En síntesis a este punto, lo que queremos adelantar es una lectura de la imagen espiritual de la doctrina católica como mecanismo que definió una forma particular de liberalismo político en Colombia, no solo como espacio de legitimación del discurso nacional, sino como mecanismo eficiente para la consolidación de los dispositivos y racionalidad de gobierno, los cuales aún determinan como sustratos de las instituciones algunas de las formas comprensivas de los fenómenos de la política interna en Colombia.

Para esto, es importante analizar tres momentos de dicho desarrollo. En primer lugar, la imagen de las procedencias de la soberanía en el periodo colonial y las superficies de la producción normativa; en segundo, la imagen del liderazgo político a partir de la interiorización de la sociedad en la forma militar y, finalmente, la síntesis de estos dos procesos a través de la moralización de la sociedad como desiderátum nacional. A través de estos procesos, es posible llegar finalmente a definir algunas caracterizaciones de esta composición imaginaria y sus funcionalidades.

Composición analítica de la construcción del nacionalismo: la forma de la soberanía

El nacionalismo debe ser entendido como una composición discursiva de carácter histórico. Esta teje un conjunto de estrategias para garantizar una cohesión social dentro de un proceso de homogenización, propio del desarrollo del discurso de soberanía (Estel, 2002, p. 64). Dicha constitución discursiva trata de garantizar una base cultural para unificar las multiplicidades en una geografía específica.

El discurso nacional supone dos componentes intrínsecos que lo constituyen. De una parte, existe una condición material, es decir, la forma territorial y su relación con el conjunto de individuos que comparten dicho espacio. Por otra parte, la forma jurídica, que define la relación y regulación de interacciones entre estos. La relación entre la condición material y la formal legal producen un sujeto político colectivo que supone la superación de la simple concepción de población (Foucault, 2006, p. 122). Nos referimos al concepto de pueblo. Este es un factor constitutivo como un todo, que intenta romper la diferenciación entre gobernados y gobernantes. De esta manera, la estructura constitucional que relaciona al poder constituyente (expresión social inmanente en la que se funda el poder) establece una simbiosis con el poder constituido (la forma material de la ley), definiendo con ello una voluntad colectiva. Sin embargo, lo que aparece oculto y permite dicha simbiosis es la emergencia del deseo entendido como potencia vital, tanto como mecanismo de resistencia a la forma de dominación, como mecanismo unificador de la forma estatal (Agamben, 2005, p. 44). En referencia al segundo, la tradición histórica determina una constitución afectiva que condensa y conduce el deseo de los individuos hacia una finalidad social, como un sentimiento colectivo (Foucault, 1994, p. 234). De igual modo, a través de esta condición afectiva, restablece la condición entre la relación material y la forma legal. Así, la expresión de valores y símbolos históricos componen una coincidencia afectiva de agregación. Esta coincidencia afectiva establece un todo con una figura atemporal. Lo paradójico reside en que el mecanismo supone una remembranza histórica, la cual no posee una condición predeterminada en esa misma historia. De otra forma, el mecanismo histórico es una historia ahistórica. Con ella, se establece una unidad afectiva como forma de amistad a partir del reconocimiento de la tradición compartida. Esta trae consigo sentimientos de "amor" y "sacrificio" de carácter individual, que solo pueden desarrollarse en relación con el conjunto de la sociedad. Así, se puede definir la constitución de la forma: "pueblo" (Benjamín, 1991, p. 89).

Esta condición como pueblo, al establecer una unidad histórica, garantiza la confluencia de recuerdos colectivos en una estructura binaria (orgullo-vergüenza, alegría-tristeza). De esta manera, la condición subjetiva de pueblo es proyectada como conciencia colectiva, la cual infunde sentimientos de identidad y pertenencia, además de finalidad de conjunto. Sin duda, esta conciencia adquiere su mayor cohesión por medio de un dispositivo social y político: el líder o caudillo (Colmenares, 1990, p. 8). Bajo este símbolo personal, se expresan todos los valores y se establece la materialización visual de la nación. En el líder, la nación es visible. Además, en él, se interioriza toda ella como voluntad colectiva. Este revela lo que Ernst Renan consideraba como una sola alma o principio espiritual. Supone el presente y el pasado simultáneamente como deseo de vivir juntos. Así, la sociedad, desplaza la condición afectiva de la amistad, junto con el amor y el sacrificio, a una concepción de solidaridad con el presente (Foucault, 1997, p. 73), de forma que la solidaridad entre los individuos es solidaridad con el líder. Él logra asociar, como un punto en el que confluyen todas las relaciones por separado, una solidaridad como voluntad colectiva. En síntesis, es posible decir que sobre su figura se funda la disposición individual y colectiva de ser gobernados, compartir un solo gobierno y, con ello, determinar una condición plebiscitaria cotidiana. Esta es la existencia espiritual de un solo individuo que adquiere una sola alma (Deutsch, 1953, p. 94). La población ahora adquiere su alma histórica como pueblo, factor discursivo que permite la afirmación continua de la vida de esta condensación subjetiva. Su existencia es la garantía de la libertad individual solo en su condición colectiva, puesto que supone un acuerdo moral que garantiza la existencia y la paz social.

Esta relación histórica establece un mito fundacional en el que el nacionalismo opera como una religión secular de Estado. La figura del líder funciona como un dispositivo mesiánico dentro del mito, la cual siempre contiene a su interior una composición de orden revolucionario, en la medida en que actualiza la tradición nacional como una fundación de un nuevo orden. El componente que da la imagen revolucionaria es la figura eschatologische, que supone, ante la crisis, el triunfo del orden y la pacificación. Así, esta concepción religiosa termina de consolidar la condición totalitaria del nacionalismo (Bataille, 1978, p. 22). Esta es fundada como verdad objetiva que permite, según la tradición de Herder, establecer la guarda de la nacionalidad como esencia. Así, todo proyecto nacional siempre se plantea como revolucionario.

De esta manera, el nacionalismo observa la multiplicidad como un obstáculo de unificación. El discurso nacional crea una clara división a través de la figura de amistad entre "amigo-enemigo", relación bien puntualizada por Carl Schmitt. Sin embargo, esta distinción se hace internamente (Schmitt, 1996, p. 87). De esta forma, el enemigo, en su condición opuesta al líder como condensación del espíritu nacional, logra garantizar el funcionamiento del dispositivo de unificación. Este opera como el agente de peligro que amenaza la subsistencia de la nación, de tal manera que, de forma indirecta, completa el sistema de agregación social. Su existencia es combatida y garantiza la función de la solidaridad para enfrentarlo. Ahora bien, lo interesante del proceso de alteración del orden es la imagen de la crisis, provocada por esta figura enemiga. La crisis está asociada al proceso del desarrollo económico, lo que generalmente tiene relación con la incapacidad de satisfacción de los deseos individuales generados por el mercado (Mauss, 1968, p. 162). En este sentido, los procesos delirantes del consumo, al restringirse, generan frustración individual que, en el entorno colectivo, son encausados a la figura del enemigo como catalizador social (Bataille, 1978, p. 24). De allí que esta relación de crisis explique la funcionalidad de la violencia en una figura expiatoria sobre la que se condensan, en un sistema ritual, todas las iras sociales a través de un sistema ritual que garantiza la preservación de la paz en su sentido colectivo.

La imagen de la soberanía y la configuración de la ley

La tradición moderna de la soberanía en el Leviatán de Hobbes había intentado desligar toda condición mítico-religiosa como momento primero de la sociedad. Al estar ausente esta condición, se carece de toda riqueza interpretativa para explicar los conflictos y la guerra como elemento primero de la composición soberana. En efecto, la imagen de la guerra de Hobbes es una composición hipotética que supone una condición para la instauración del Estado; esto debido a que separa los efectos reales del poder sobre los individuos. Sumado a ello, funda un concepto de naturaleza humana bajo una condición mecanicista, la cual supone un desarrollo eficiente de un principio ordenador externo. De esta manera, la guerra no evidencia las relaciones de poder y sus reales efectos sobre los individuos (Agamben, 2005, p. 47). En otras palabras, es un Estado fundado en una imagen de la guerra que tiene ausencia de la guerra misma. Los individuos concebidos en esta teoría son simples abstracciones, al igual que su principio de orden fruto de la racionalidad instrumental. Asumiendo estas observaciones, es imprescindible ubicar la composición mítico-religiosa a la base del desarrollo de la racionalidad de gobierno.

Marcel Mauss (1968, p. 132) reubica la función del mito y permite entender su función social y su actualización permanente en el acto del don. Ahora bien, este proceso gratuito de intercambio social es absorbido por una racionalidad de la guerra como política a la base de un principio hegemónico y de homogenización social. De manera complementaria a esta tesis, Georges Bataille, en su trabajo sobre la estructura psicológica del fascismo, muestra cómo la guerra se convierte en una religión que contiene en sí misma una racionalidad mitológica (Bataille, 1978, p. 34). El punto de agregación de dicha homogenización se establece en el soberano como punto de conjunción de toda la sociedad, otorgando a través suyo una identidad social. En este punto, tiene consonancia el trabajo de Bataille con el de Mauss, ya que dicha homogenización supone un primer fundamento de la imagen de pueblo. Así, lo que queremos enfatizar es que la relación de los individuos con el soberano compone una unidad indisoluble frente a la posibilidad de la guerra. Esta se expresa en la capacidad del gobernante sobre la vida de los individuos en la sociedad. Así, la soberanía es la expresión real de esta condición hegemónica. En otras palabras, acudiendo al análisis de Foucault (2006, p. 165), esto es posible en la medida en que el soberano tiene la capacidad de dejar vivir o hacer morir al interior de su dominio. Así, es importante dejar claro que la función religiosa del mito adquiere, a través de la guerra, un principio de homogenización en la figura del soberano. Este materializa el acto de su dominación en forma específica a través de la vida de los individuos. Ahora bien, ¿bajo cuáles instrumentos específicos es realizado este proceso, de manera que pueda explicarse la imagen de la soberanía como principio del orden político?

Dicho esto, a la pregunta le cabe una condición preliminar para ser resuelta. La guerra es un combate entre la heterogeneidad y la homogeneidad que se desarrolla en el campo de la vida humana. Dicha guerra es internalizada en la sociedad en la figura del soberano en tanto que el rey se constituye como una figura sacra y, a la vez, simbólica. En este orden de ideas, existen dos elementos primeros que componen esta constitución simbólica en el soberano: la producción de la ley y la conformación del ejército. La primera logra fundar la condición de legitimidad absoluta del poder soberano, en tanto que la segunda actúa como mecanismo material de homogenización social.

El poder soberano supone la constitución de la ley como su fundamento por medio de un doble mecanismo. Por una parte, excluye manteniéndose por constitución simbólica por fuera de ley como su principio; por otra parte, se incluye en ella como su condición operativa (Agamben, 2005, p. 49). El soberano puede incluir como objetos de gobierno a los vivientes solo si se logra substraer de ellos, pero a su vez, solo puede tener control sobre los individuos en la medida en que los excluya. Así, la forma de la ley compone una determinación del poder en su sentido absoluto, puesto que nada puede estar por fuera de él. La soberanía, por tanto, solo puede componer dicha racionalidad política en tanto incluye todo lo viviente dentro de sí misma (Agamben, 2005, p. 52). Igualmente, solo puede ejercer el gobierno sobre los vivientes incluidos en su interior, a través de su exclusión.

En este principio, la racionalidad política misma del Estado moderno no puede ser otra que el Estado de Excepción, heredada de la tradición jurídica romana. En efecto, el soberano puede suspender la ley por la ley misma, mostrando de manera específica su funcionamiento. Así, suspender la ley es una forma de producirla. "La decisión soberana traza y renueva cada vez este umbral de indiferencia entre lo externo y lo interno, la exclusión y la inclusión, nómos y physis, en el que la vida está originariamente situada como una excepción en el derecho. Su situación nos sitúa ante un indecible" (Agamben, 2005, p. 52).

No queremos centrarnos en el argumento jurídico sobre las formas del Estado de Excepción porque creemos haber mostrado claramente que su forma jurídica por sí misma expresa una racionalidad política. Sin embargo, queremos aclarar que la excepcionalidad no es una categoría exclusivamente política ni tampoco jurídica. Ella es la estructura originaria en la que el derecho se refiere a la vida y la incluye en él por medio de su propia suspensión.

Ahora bien, la soberanía completa su capacidad de control sobre la multiplicidad de la vida en su figura administrativa productiva. En este sentido, Bataille muestra que la soberanía es el poder de elevarse en la indiferencia ante la muerte, por encima de las leyes que aseguran el mantenimiento de la vida. Así, para Bataille (1978, p. 32), la vida del ser humano adquiere "valor" en función de lo que esta pueda ser en el futuro, es decir, en el desarrollo del consumo de actividades que tienen su valor en sí mismas. En este sentido, Bataille no se centra en la capacidad productiva del individuo, sino en la relación existente en la función de producción a través de la vida (1978, p. 19). Reiterando, a través del dinero como evidencia de esa función productiva, se establece un proceso de homogenización en la sociedad, el cual permite la base de las condiciones de dominación. Sin embargo, cabe la pregunta: ¿cómo pueden relacionarse la forma de producción de la ley en la forma más pura del derecho y la producción de una racionalidad administrativa sobre la vida para hacerla productiva? Y, adicionalmente, ¿cómo está relación se convierte en racionalidad política y a través de cuál mecanismo logra materializarse en la vida de los individuos?

Para atender estos interrogantes, acudiendo a Foucault, este establece una descripción preliminar bajo el nombre de "poder pastoral". En este sentido, el gobierno fundado en la tradición judeocristiana establece un mecanismo de relación particular. El "pastor" del rebaño tiene una relación unipersonal con cada uno de los miembros del conjunto, pero, a su vez, establece una forma de dominio sobre todo el conjunto en cuanto tal (Foucault, 1990, p. 87). Así, el soberano como punto de agregación y homogenización social no es otra cosa que el origen de un dispositivo de gobierno. En este, se agrega tanto la producción de la ley y la condición de la fuerza de la misma, para posteriormente incluir los factores productivos. El poder material del soberano se hace extensivo sobre la vida de los individuos. En este sentido, la tradición monárquica que suponía su condición real de legitimidad en las condiciones extraterrenas concedidas al rey, sobre el supuesto de dejar vivir y hacer morir, busca un nuevo asentamiento de legitimidad (Foucault, 1990, p. 92). Dicha transformación es establecida sobre una nueva condición material dentro del acto mismo de la dominación. En otras palabras, el nuevo fundamento material del poder soberano, en donde reside su legitimidad, es la vida de los individuos. Así, la inversión de la racionalidad instrumental de la soberanía pasa del hacer morir y dejar vivir, al hacer vivir y dejar morir.

Como se ha mencionado a través de Bataille, la soberanía se sobrepone a la muerte, pero, en esta nueva relación hecha por Foucault, esta superposición se hace en cuanto existe un interés de gobierno por la vida. De esta forma, la vida se convierte en objeto de gobierno, que en el liberalismo moderno es función productiva. Con esto, se establece la subsistencia de la soberanía. En efecto, la seguridad, como violencia legítima y organizada, se convierte en el factor que permite a la vida ser productiva, es decir, el acto mismo de gobierno como manifestación de la soberanía consiste en hacerla circular en un funcionalismo productivo.

En este orden de ideas, el soberano tiene su proyección material en la institución Estado, debido a que en ella confluyen no solo la condición religiosa del orden social, la forma militar de la homogenización propia de la guerra, sino un nuevo mecanismo para combatir la heterogeneidad, el cual es la funcionalidad productiva. En este sentido, el Estado es la condensación de un conjunto de mecanismos de "normalización" que extienden en la vida de los individuos la capacidad de poder del soberano (Foucault, 1990, p.95). En síntesis, el Estado debe preservar la vida a través de la función productiva sobre la que se funda su poder material. Sin el objeto de gobierno, el poder material desaparece. Por ello, no es detentado por una clase dominante y otra dominada. Este es establecido en un esquema de flujos de luchas y confrontaciones por el que son atravesados todos los individuos en el conjunto de relaciones sociales.

Las formas coloniales y las procedencias de las imágenes de soberanía

Uno de los principales factores que juegan un papel importante en la consolidación de los procesos nacionales en Colombia es el discurso religioso. Si bien algunos historiadores utilizan la figura "Nación" para definir el desarrollo de la soberanía posterior a las guerras de independencia, no obstante, este mismo término se acuña desde el periodo colonial con un uso referido a ciertos elementos culturales comunes dentro del imperio español mismo1. Sin embargo, el elemento religioso de esta nueva forma "Nación" establece una matriz de representación imaginaria que establece una primera sedimentación de efectos sobre los cuales se diseñan las instituciones políticas, las cuales se expresan a través de las intervenciones específicas sobre los individuos y de estrategias, en tanto conjunto de acciones específicas de extensión material -por dar una denominación a la capacidad de intervención concreta sobre el conjunto de la sociedad- de la Nación como origen inmaterial de la vida política.

En consonancia con lo anterior, rastrear las primeras procedencias de una matriz religiosa en esta conformación del espíritu nacional supone hacer un balance de dos elementos fundamentales. Por una parte, los discursos como expresión específica de las condiciones de legitimidad de la acción política, lo que instaura el basamento de la racionalidad institucional como conjunto de valoraciones e interpretaciones de la sociedad y del entorno que determinan la recurrencia sistemática de las prácticas de gobierno y, por otra parte, las acciones, que son las prácticas acumuladas, las cuales desarrollan un tipo particular de cohesión social y, principalmente, de homogenización, debido a que este último factor es indispensable para la extensión de la imagen de la nación como representación imaginaria en los individuos.

En el caso de la América colonial, la matriz religiosa en función de la Nación estableció una primera superficie de la representación de la sociedad en el individuo de forma microfísica. La base de la comprensión política institucional suponía el establecimiento del orden representado en la argumentación teológica como una guerra espiritual. Lo que establece que la comprensión evangelizadora como uno de los factores que demarca la nueva naturaleza de las instituciones en las superficies geográficas -como el caso de la Nueva Granada- se fundamenta en la imagen de la guerra contra el mal. Esta composición binaria es bien interesante por su transposición histórica, que dará sustento, en periodos posteriores, a rediseñar las lógicas de amigo-enemigo, propia de la definición de lo político en Carl Schmitt. En este panorama, la representación de la lucha del orden contra el caos en una imagen binaria de luz contra oscuridad es la primera relación binaria que establece la imagen de civilidad, lo que, sin duda, demarca, a su vez, la plataforma institucional de gobierno en términos institucionales para la instauración, promoción y administración de la vida cotidiana sobre el horizonte inmaterial de una fuente de legitimación trascendental (Demelas, 1995, p. 156). En efecto, la imagen de Cristo que predominó durante este periodo de desarrollo de las instituciones políticas fue la del "emperador", ello debido a que la forma de representación de la imagen de Cristo podía materializarse en el monarca, es decir, la fuente de procedencia de la legitimidad que establece la superficie de la acción política institucional logra personalizarse. En otras palabras, la institución deviene imagen personal, pero, a su vez, en la forma institucional, la desagregación de las prácticas administrativas se mantiene contenida en la figura del gobernante como extensión representada de Cristo, fuente inmaterial del orden y, por tanto, de legitimidad de la acción política (García, 2005, p. 53).

Un ejemplo de este proceso puede verse en varios apartes de la obra de Juan de Palafox, tales como La Historia real sagrada, varón de deseos. En estos textos, Palafox intenta mantener ligada la acción política a la moral cristiana a través de la imagen virtuosa del gobernante. Es interesante ver la fuente de producción discursiva que determinará las prácticas posteriores de gobierno. Efectivamente, esta vinculación en mención se hace sobre la imagen del rey David, en la que la imagen de la sociedad es la grey salvada -en términos pastorales-, es decir, introducida en el orden preestablecido y conducida por medio del mismo, es la obligación misma del gobernante ante el creador (Janik, 1994, p. 103). Ahora bien, en este sentido, las prácticas, entendidas como acción política, pueden reflejarse en la redacción de los códigos civiles que establecían penas corporales y no corporales, en las cuales se buscaba una relación de proporcionalidad entre el delito y la pena, es decir, la gradualidad del castigo garantizaba la definición o composición subjetiva del castigado, pero definía la autoridad del castigador. Estos delitos, denominados como Crimina Publica, eran diferenciados de los Delicta Privada, que se referían a aquellos cometidos en la vida familiar, para los cuales el castigo proveniente del padre de familia era asumido como una extensión amorosa del poder de Dios, en la que el padre representaba al monarca, quien concedía dicho poder temporal y el cual, a su vez, había recibido un mecanismo similar de legitimación del Creador (Hensel, 2003, p. 144). Esta relación es interesante en el periodo colonial porque demarca un primer sustrato que permite describir la procedencia y transformación -discontinua por la transformación de las prácticas- del discurso de soberanía y su reificación en una imagen institucional personalizada.

Ahora bien, este proceso de consolidación de la soberanía en España sufre agotamiento por la influencia de la revolución francesa, no solo por su contenido discursivo, sino particularmente por su praxis a través de la consolidación del imperio napoleónico. ¿En qué sentido se puede entender este agotamiento y cuál es su transformación? Esencialmente, el agotamiento a la conceptualización de una fuente externa a la sociedad de la cual emana el principio de legitimidad de la autoridad como violencia racionalizada. En este sentido, el Creador es internalizado e, incluso, secularizado en la forma "pueblo". La funcionalidad de una causalidad externa como condición trascendental ahistórica es recompuesta en un intento inmanente de contenerla dentro de condiciones fácticas de la interacción entre los individuos en la superficie social, sin duda, conservando, y es aquí su principal problema institucional, su condición ahistórica (Capedqui, 1952, p. 477). En otras palabras, una representación del "pueblo" contenida en el gobernante, que demarca dicha agregación de individuos a través de la recomposición de la forma de representación política, suponiendo, sin embargo, un procedencia intemporal.

Este proceso puede verse de forma mucho más detenida en la Constitución de Cádiz de 1812, al igual que en las primigenias constituciones americanas anteriores a esta. Sin embargo, es importante concentrarse en ella, debido a su condición de productividad e influencia de la producción constitucional en Colombia. Ahora bien, en la Constitución de Cádiz, la imagen de la Nación y, por ende, de la soberanía aparecen contenidas en los individuos, quienes ahora la ceden al rey, es decir, la "Nación" es el conjunto de españoles de los dos hemisferios, los cuales son representados por el rey (art. 1, Reino de España, 1820). En este sentido, la forma institucional administrativa actúa como un mecanismo que influye en la transformación de la comprensión de la soberanía, pero, a su vez, es afectada por esta. De otra manera, la necesidad de una flexibilización institucional supone una política de modernización para el manejo productivo del territorio, ello debido a que en las clases medias se advierte y produce la crisis de gobernabilidad que influye en la transformación de la comprensión de la soberanía como fundamento del orden nacional (Janik, 1994, p. 87). Sin embargo, por otra parte, esta nueva composición de la soberanía no suprime la figura del monarca, debido a que mantiene la cohesión y homogeneidad social representada. Ahora bien, ¿cuál es el papel del discurso y la praxis religiosa en esta nueva superficie?

La religión desempeña un doble papel. Por una parte, logra, a través de la ocupación territorial, una meridiana o tímida "modernización" en cuanto ubica, desagrega, clasifica, las prácticas de la vida de los individuos en la mayor forma microfísica posible; pero, de otra parte, revierte el proceso, en tanto que mantiene la condición homogénea del pueblo, ahora nuevo fundamento de la soberanía, y, por ende, principio de la legitimidad institucional y de la acción política entendida simplemente como conjunto de acciones administrativas. Para aclarar un poco lo anterior, la formulación de las leyes reside en las cortes (art. 15, Reino de España, 1820), quienes agregan las expectativas e intereses de los individuos, pero, de igual manera, la figura del rey es sagrada e inviolable (art. 168, Reino de España, 1820). Esta nueva relación supone una composición imaginaria sobre la que se efectúa esta transacción institucional pragmática-nacional discursiva: la fe, como principio inmaterial del fundamento de la soberanía, pero, a su vez, como expresión de la legitimidad para la acción administrativa en la esfera local de la práctica institucional (Demelas, 1995, p. 152). Lo anterior puede expresarse de manera expedita en el modelo de juramento del rey ante las cortes como acontecimiento de este nuevo proceso transaccional arriba mencionado: "(...) por la gracia de Dios y la constitución de la monarquía española, Rey de las Españas; juro por Dios y por los santos evangelios que defenderé y conservaré la religión católica apostólica y romana, sin permitir otra alguna en el reino" (art. 173, Reino de España, 1820).

Hasta aquí, se puede presentar una primera composición de la religión como condición ideológica con respecto a la composición de la imagen nacional, tanto en su función discursiva como en su composición pragmática. Sin embargo, el proceso de desarrollo republicano supone una nueva transformación del dispositivo. Nos referimos acá a la imagen de Patria. Esta va a redefinir una nueva recomposición de esta comprensión nacional en el periodo republicano, pero, más allá de ello, dentro del análisis político fundado en un estructuralismo histórico, va a permitir establecer si existen elementos resilentes en las instituciones, incluso actualmente, que permitan establecer claves para entender los procesos políticos en términos de "presente". Ello, por un factor esencial, al revisar esta condición histórica, supone que cada producción fue promovida como forma de "presente". Ello permite indagar sobre dichos sedimentos. Así, a continuación, presentaremos una lectura de la influencia del discurso religioso en el proceso republicano del siglo xix, para observar continuidades y discontinuidades tanto en las producciones discursivas como en las prácticas específicas.

La recomposición del mito fundacional y su condición militar: el mesianismo político

Si bien este modelo de construcción nacional no logra condensarse de manera suficiente para la primera década de los movimientos independentistas, principalmente el caso de Santa Fe, debido a la tendencia de no establecer desde un primer momento una ruptura radical frente al imperio español, la composición religiosa que había adelantado un proceso de homogenización social como base de identidad colectiva logró trasplantarse exitosamente (Capedegui, 1952, p. 457).

Esta religiosidad logra un proceso de hibridación con la forma militar. De cierta manera, esta nueva comprensión de las libertades, a pesar de la reticencia de algunos sectores eclesiásticos a los ejércitos independentistas, logra preservarse como superficie imaginaria de la sociedad. En este orden de ideas, la síntesis de dicha nueva concepción religiosa logra visualizarse en la imagen del libertador. Esta figura trasplanta la anterior, es decir, la figura del monarca como una expresión externa que representaba una nueva comprensión de la Nación, entendida esta como el conjunto de los individuos. El libertador expresa lo propio en un margen de autenticidad. En este sentido, establece una fortaleza de la condición inmanente del fundamento de la soberanía en esta nueva esfera de representación. Así, el libertador se constituye como un Mesías erigido desde la crisis sobre una condición de guerra que enfrenta al futuro incierto y que, en su sacrificio individual, se encuentra el proceso kairótico o tiempo de salvación, sin dejar de ser una escatología, entendida esta como un momento definitivo de dicha salvación (Cacciatore, 2006, p. 124). Así, el mesianismo no es recompuesto, sino que emerge como un factor catalizador de las crisis sociales, pero, interesantemente, contiene una discursividad de lo nuevo, de allí que dicha condición supone un orden escatológico.

Entendidas así las cosas, esta comprensión mesiánica, desde el autosacrificio de la propia vida, hace del Mesías un guerrero que restituye el orden divino como una revelación de lo "nuevo". De esta manera, la comprensión de la discursividad nacional supone en la imagen del libertador la acción creadora desde el espectro liberador. Bien se puede argumentar que en la juventud del libertador la fuerza de la religión naturalista influida por Simón Rodríguez determinó las creencias y motivaciones políticas de Bolívar (Lynch, 2006, p. 69). Sin embargo, el asunto no reside en una validación del catolicismo sino del fenómeno religioso inherente a la conformación del discurso político en función de la homogeneidad nacional. En efecto, las religiones naturalistas, muy influidas por las imágenes newtonianas del orden de la naturaleza, establecieron sus propios mecanismos de regulación natural y, a pesar de constituir sus propios regímenes de verdad bajo el intento de superar las antiguas devociones, preservaron la estructura mesiánica, sacrificial y escatológica heredada del mesianismo cristiano dentro de la forma social; por ende, la composición mesiánica no se establece solamente sobre la base del chivo expiatorio, sino que, a su vez, en la forma del poder que legitima desde su condición creadora, su mesianismo es una expresión militar, en tanto guerra contra el mal como condición moral (Agamben, 2005, p. 63). En este punto, las tendencias naturalistas logran converger con las devociones tradicionales y es por ello que aparecerá una nueva relación en medio de la comprensión de los individuos en sus espacios cotidianos de vida con las formas institucionales. Es así como el gobierno, desde esta nueva comprensión, establece la imagen de libertad expuesta en la figura personal de libertador como determinación teleológica natural y, a su vez, como la base de cualquier discurso de soberanía y, por ende, cualquier tipo de condición nacional. Este sustrato emerge con la imagen del pueblo, ello debido a que el elemento constitutivo de la libertad expresada logra, a diferencia de las imágenes coloniales, no ser establecido como agregación en forma de rebaño o grey a gobernar, sino que se logra interiorizar en cada expresión individual (Foucault, 1990, p. 101). De esta manera, el individuo establece una relación interiorizada de la libertad en la que su relación con los otros es a través del libertador y, de igual forma, se establece en un bando, en una expresión misma del orden y de la libertad. En este sentido, la lucha por la libertad es una guerra justa, debido a que atraviesa la naturaleza misma del individuo y su interiorización de la figura personalizada de la Nación.

Esta imagen de la guerra como lucha por la libertad, refiriéndonos al plano discursivo que es construido desde la elaboración histórica en función de una composición específica de los contenidos formales de la soberanía, permite identificar al enemigo, en la esfera de la externalidad, como el invasor. En otras palabras, el enemigo no es interno, pues la discursividad racial de alguna manera lo distingue. Obsérvese que no se hace referencia a diferenciar, puesto que esto supone un principio de reconocimiento en términos de alteridad. Por ello, se distingue el enemigo como lo extraño y, por ende, causalidad de lo caótico. Por esta razón, el tema racial en la construcción de pueblo desde esta composición de soberanía preserva la esclavitud y es tolerada como una normal dominación del "espíritu americano" (Ocampo, 1995, p. 37). De esta forma, incluso el esclavo que combate hace parte de esa condición de pueblo y en términos de segmentaridad no es diferenciado dentro del bando sino que es reificado en una composición subjetiva como sujeto revolucionario. Así, la revolución desde la comprensión de la libertad establece en la forma de soberanía la expresión propia de los conjuntos de mecanismos del poder político en términos, incluso, especializados.

Sin duda, a partir de lo anterior, la pregunta obligada es: ¿cómo es el funcionamiento material de dicha cohesión social por medio de la composición de pueblo en términos de colectivización? Este proceso se recompone como se ha venido exponiendo, no solo reproduciendo su producción discursiva sino sus prácticas. Es importante aclarar que la comprensión de la política en cuanto tal, y más para este periodo del siglo xix, no es una clara correlación entre discurso y praxis. Por ello, no son ampliamente observables las formas de implementación de las técnicas de gobierno en relación a la imagen nacional. Sin embargo, ello no prescinde la forma del análisis que se ha venido desarrollando (Cardenas, 1980, p. 462). En efecto, la comprensión de estas formas de producción institucional a partir de la representación de los imaginarios nacionales emergentes supone una correlación entre discursos y prácticas. Por una parte, como se ha mostrado anteriormente con el papel de la religión natural, es posible comprender que los discursos científicos, y particularmente estas formas de producción de verdad, establecen, en una coexistencia conflictiva aceptable con los dogmas religiosos propios del capitalismo, una composición de conjuntos de verdades dentro de una narrativa religiosa como fenómeno que reconfigura sus dimensiones espiritualistas. Por ello, es explicable el papel de la masonería y su influencia en la figura de los próceres independentistas y las altas esferas de la sociedad americana, en tanto que sus bases se aferraban a un catolicismo a ultranza. Ello supone una coexistencia en la que el conflicto es regulado por los conjuntos de producción de verdad (Demelas, 1995, p. 156). De otra forma, no se pretende la emancipación de las mentes, como comúnmente se entendió en una lectura idealista de la historia de estas revoluciones, sino como un cambio de hegemonía. Por ello, a pesar que sea desde una religión naturalista, el espiritualismo, como sustrato de legitimidad de la acción política y por ende del orden institucional, se preserva.

Pero, de otra parte, esta práctica religiosa adquiere una condición material eficiente. Como se dijo anteriormente, este nacionalismo inspirado desde las imágenes de libertad, entre otras, suponía una forma sacra de la guerra (Demelas, 1995, p. 156). En este sentido, la figura del ejército adquiere esta nueva connotación. De otra forma, estos ejércitos con poca estructura, hechos la mayoría de una base campesina, sin formación en técnicas de combate, poseían en su condición constitutiva una forma de comprensión espiritualista. Así, como si fuesen cruzados, suponían desde las narrativas de la libertad, los elementos esenciales para poder establecer las condiciones de legitimidad de la guerra como política extendida.

De esta manera, es posible entender que, una vez instituida la primera república, la matriz institucional supone una composición religiosa, heredada de España y propia del catolicismo como mecanismo de homogenización social. Además, adjunta una forma de producción normativa como el derecho y la praxis misma de la estructura militar. En este sentido, las disposiciones morales en función de la soberanía tienden a constituirse como formas legales que son prácticas y reformas militares. Ahora bien, es mucho más funcional este proceso, si se tiene en cuenta que el líder político cumple esa doble función. Nos referimos a que es un líder militar y, a su vez, un horizonte moral. Por ello, esta combinación establece la forma y expresión del liderazgo político en esta comprensión nacional. La condición del militarismo se encuentra en relación al discurso administrativo del orden y no en su sentido inverso. Es por ello que en Colombia, a pesar de los gobiernos del siglo xix desarrollados por generales en su gran mayoría, y un número nada despreciable de guerras civiles, el manto interpretativo de la historia política para la legitimidad en el presente de la institucionalidad estatal doblega esa composición del aparataje militar como un logro evolutivo y constitutivo de la democracia.

Retomando, esta combinación de forma, la guerra per se no es el elemento constitutivo de la nación; es su correlación con las prácticas discursivas religiosas. Es por ello que una característica de la imagen republicana del siglo xix es, en la gran mayoría de los casos, un conjunto de instituciones militarizadas, más cuando su procedencia referida al discurso sobre el momento fundador en la imagen del "Libertador" Bolívar es el horizonte constituyente. De otra forma, en palabras de Thibaud, "el ejército de Bolívar es algo así como el sanctasanctórum del panteón republicano" (2003, p. 132). Reiterando, el ejército como práctica institucional pretende asociar, desde este espiritualismo purista, la comprensión de la Patria y la Nación -este último concepto entendido no desde la expresión de la determinación cultural, sino desde el naturalismo como verdad constitutiva de la soberanía- en una sola pieza; en otras palabras, en una estructura molar.

En efecto, si se toma la institucionalidad política establecida desde el periodo bolivariano, la forma de entender la práctica institucional es a través de lo que él mismo denominó como "administración económica del ejército", lo que supone las pretensiones de molaridad para ejercer una forma de poder que pueda intervenir esferas microfísicas en la expresiones de la sociedad, pero, al mismo tiempo, mantenga la forma de la expresión de homogeneidad constitutiva, indisoluble de la Nación (Ocampo,1995, p. 81). Esta práctica administrativa establece, desde la referencia hecha en páginas anteriores sobre las lógicas del mesianismo como forma de liderazgo, la necesidad de un poder centralizado que opere tanto en la escala de los microespacios como de forma molar. Por ello, la racionalidad de gobierno debe ser autoritaria, centralizada en forma dictatorial que pretenda armonizarse con el ideario de libertad. En otras palabras, poder ejercer control sobre la fragmentación de poderes locales. Siguiendo una expresión propiamente bolivariana, establecer un dominio sobre "las repúblicas aéreas", basado en una estructura rígida y no deliberante del ejército, para sí establecer control homogéneo.

De esta forma, la racionalidad política que se gesta desde esta comprensión de la soberanía justifica, no solo la práctica de la violencia, sino el desarrollo gradual de su fuerza e intensidad. Si la forma operativa puede denominarse como una manera de excepcionalidad política, el mecanismo en el intento de la república bolivariana es poder garantizar en las instituciones civiles la dinámica militar o, de otra forma, reproducir instituciones bajo la misma conformación del ejército (Thibaud, 2003, p. 145). Así, las instituciones políticas adquirieron una esencia militar por dos grandes razones: por una parte, el ejército era la base política y, por otra, contenía la imagen moral que se esperaba de los ciudadanos. En cuanto a lo primero, simplemente es suficiente con mostrar que del número total de los elegidos para el congreso de Angostura, veinte de un total de treinta miembros provenían de las filas del ejército. En cuanto a lo segundo, la imagen moral y activa de la participación en la vida política de la nación no podía ser otra que el apoyo irrestricto a la estructura militar como expresión del ideal nacional; de otra manera, los soldados encarnaban ante el conjunto de los demás individuos la verdadera ciudadanía como elemento constitutivo de la Nación. En palabras de Bolívar:

Estos señores piensan que la voluntad del pueblo es la opinión de ellos, sin saber que en Colombia el pueblo está en el Ejército, realmente porque está, y porque ha conquistado este pueblo de la mano de los tiranos; porque además es el pueblo que quiere, el pueblo que obra, y que el pueblo puede, todo lo demás es gente que vejeta con más o menos malignidad, o con más o menos patriotismo, pero todos sin ningún derecho a ser otra cosa que ciudadanos pasivos. (Thibaud, 2003, p. 153, sic.).

De esta manera, la composición institucional, desde una lógica militar que intentaba armonizar con el ideario de libertades, supone que el mecanismo de la fuerza armada es el proceso eficiente de hacer política o, de otra manera, la participación y su funcionalidad a escala institucional en la administración pública supone necesariamente la recurrencia a la forma militar como mecanismo necesario de hacer política. Estas prácticas siempre contienen de fondo una argumentación moral, ello debido a su matriz religiosa. Bien sea en las formas regulares o irregulares de los ejércitos, la sacralidad de la acción supone una justificación moral a la que se subordinan todos los demás intereses particulares e, incluso, son en éste incluidos (Basilien, 2004, p. 139). Ahora, de otra parte, la ciudadanía no es concebida bajo la forma liberal de los derechos. Esta imagen no es comprensible en una sociedad en la que la praxis de gobierno supone un sistema de administración económica militar internalizada en las instituciones, sino, como lo muestra la referencia hecha anteriormente, la ciudadanía es un conjunto de composiciones morales en referencia a la figura heroica del soldado o del combatiente.

Si se entiende lo anterior, ante el fracaso de dicha molaridad en el proyecto bolivariano, la fragmentación y reproducción de esta misma racionalidad política en espacios locales se hace inevitable. Por ello, es plausible afirmar que las guerras civiles del siglo xix, como lo muestra Valencia Villa (1987, p. 58), no suponen una finalidad ideológica. El discurso ideológico solamente es el vehículo de argumentaciones de legitimidad de las práctica, de forma que estas no queden al desnudo y no logren organizarse en función de la imagen de la soberanía. Esta fragmentación supone un esfuerzo de mayor detenimiento y desvía el interés argumentativo que se ha venido presentando. Por este motivo, solamente habría que afirmar que esta conformación de los partidos políticos y sus formas de expresión, en las que alternaron luchas de contenido religioso, no supone su desaparición como matriz de producción del imaginario nacional (Barbosa, 2007, p. 78). Esto puede ser como fundamento y referencia en la Constitución de 1832 de la República de la Nueva Granada:

(...) y el riguroso deber que tiene la Nueva Granada de proteger la santa religión Católica, Apostólica, Romana, esta religión divina, la única verdadera, precioso origen del bien que heredaron los granadinos de sus padres, que recibieron del cielo en el bautismo, y que por la misericordia del Dios que adoramos, conservaremos todos intacta, pura, y sin mancha. (Constitución de la Nueva Granada, 1832)

Tambien, puede ser como enemigo interior contrario a las lógicas liberales, pero particularmente como peligro de subordinar los poderes locales en uno superior, como se expresa en la Constitución Política de 1863: "Para sostener la soberanía nacional, y mantener la seguridad y tranquilidad públicas, el Gobierno nacional, y los de los Estados en su caso, ejercerán el derecho de suprema inspección sobre los cultos religiosos, según lo determine la ley" (Constitución de los Estados Unidos de Colombia, 1863).

En ambos casos, el punto de referencia, sin duda, es la función del discurso religioso en relación a la forma constitutiva de la soberanía. A continuación, es indispensable abordar el proceso denominado como "regeneración", debido a que es allí en donde el discurso "nacional" adquiere una nueva vitalidad y logra materializarse en forma jurídica y práctica administrativa en la constitución del presidencialismo y la centralización del poder como garantía del orden nacional.

Orígenes del presidencialismo colombiano y diseño institucional: la moralización de la sociedad como base de la acción política

Ante el fracaso del proceso nacional bolivariano, especialmente debido a la muerte del caudillo militar y político, los intereses regionales que se encontraban latentes desde los procesos de independencia de comienzos del siglo xix recuperaron nueva vitalidad y restablecieron dicha fragmentación. Ante la caída de este proyecto y hasta la Constitución de 1886, se dieron lugar cinco guerras civiles importantes, entre otras muchas confrontaciones militares. Estas fueron: hasta la regeneración, la guerra civil de 1860 (1860-1862), la guerra civil de 1876 (1876-1877) y, finalmente, la de 1885. Durante el proceso de regeneración y la consolidación de la hegemonía conservadora, sucedieron dos guerras civiles más, la de 1895 y, posteriormente, la de los mil días (1899-1902). En síntesis, las guerras traerán dos fenómenos: primero, las antecede una crisis económica con las tensiones propias de la estructura de mercado interno y, segundo, ellas alternan siempre con la promulgación de nuevas constituciones. Las guerras se desarrollaron en gran parte a partir de resultados electorales a nivel nacional que fueron vistos como ilegítimos. Esto significó la ausencia de acuerdos fundamentales entre conservadores y liberales. Sumado a esto, el desarrollo urbano estuvo en la confrontación con los mecanismos y desarrollos del mercado (Uribe, 2003, p. 33). Sin embargo, para comprender los discursos ideológicos que se encuentran en la base de las guerras como mecanismo explicativo de las formas nacionales, especialmente el rol que van a desempeñar las figuras religiosas en Colombia, es indispensable ver con detenimiento la relación de estas con las imágenes raciales.

El primer factor es la reinterpretación de la revolución de independencia. De forma agregada, se puede decir que el factor importante fue determinar el sentido histórico de la revolución. Este puede ser sintetizado como el conocimiento de la civilización y la posesión de una racionalidad europea. De esta manera, pierden valor las contribuciones de los indígenas, los negros y las mujeres. En algún sentido, las ideas liberales sobre el mercado se enquistaron en instituciones que contaban aún con una estructura formal colonial (Cortés, 1997, p. 9). Así, la concepción de la Nación supuso una imagen de una democracia aristocrática. En este sentido, en ella debían confluir los intereses de las clases ricas con las clases ilustradas pobres, ello suponiendo un proceso de armonización posible de lograr sobre criterios de nivelación en torno a la riqueza y la inteligencia natural. En esta dirección, la relación causa y efecto suponía una linealidad esencial. Esta expresión de la fuerza de la naturaleza suponía una ley de orden natural, la cual era expresión de la ley divina. A este respecto, José María Samper aseguraba que dicha ley era: "La expresión de una voluntad soberana de Dios (...) y la creación de la riqueza estaba también sometida a las leyes naturales, de acción infalible, y que la tendencia de los cambios a que ella da lugar es una fuerza tan persistente como la del agua que busca su nivel" (Holguín, 1990, p. 86). En este orden, la identidad nacional se encuentra sostenida en la figura del Estado, en su sentido administrativo.

Ante la emergencia de la figura del Rafael Núñez, la salida política que se establece a la crisis de unidad nacional es un proyecto de condiciones de molaridad política, de forma que se combatieran los poderes regionales y se subordinaran a un proyecto centralizado. La oposición a este proyecto de unidad era, sin duda, entendido como un proyecto de oposición a la salvación de la Nación. En consecuencia, el mecanismo desarrollado fue el proceso de moralización de la sociedad en relación con una fuerte identificación con el catolicismo (Palacios, 2002, p. 131). El mecanismo para promover esta conciencia nacional católica fue el desarrollo de espacios de organizaciones como figura de sociedad civil, fuertemente articuladas a la estructura de la Iglesia: asociaciones como la del "Sagrado Corazón de Jesús", "La sociedad de Madres Católicas" para las viudas y las madres, "La sociedad de las hijas de María" para las madres solteras, "La Sociedad Pequeña del Sagrado Corazón" para niñas entre los 9 y los 12 años y otras como una "Asociación para Sirvientas", cuya finalidad era preservar los valores morales al interior de la familia. Simultáneamente, los hombres fundaron la "Sociedad Católica" en 1872, como un movimiento ilustrado y político que pretendía defender la religión católica de los ataques del liberalismo, pero, junto a ello, también desarrollaban prácticas sociales para la reducción de la pobreza. Todas estas son ejemplo de este tipo de organizaciones que, asociadas al orden estatal, van a ser instrumentos de dicha moralización como nueva base del discurso nacional (Martínez, 1995, p. 47). De esta forma, la regeneración como proceso nacional no se gesta en un solo momento histórico, sino que es un movimiento que lentamente es impulsado por las élites blancas y que tiene su expresión material y simbólica en Rafael Núñez. Este tipo de liderazgo es la antesala a la consolidación del presidencialismo como figura de catalización de la expresión nacional. Así, la representación imaginaria que surge desde esta forma de élites políticas es la de la dictadura romana. El regenerador es el salvador destinado por el conjunto de factores de una construcción y modelación de la sociedad con pretensiones de largo plazo.

Ahora bien, el origen del presidencialismo en Colombia desde esta imagen de construcción nacional tiene su momento fundamental en el proyecto de la regeneración. Sin duda, desentrañar los discursos morales que se encuentran a su base permite explicar la composición imaginaria del presidencialismo como institución política, que va a influir en el desarrollo posterior de la estructura política institucional. En efecto, el papel del discurso moral como ideología de la construcción de la imagen nacional tiene a su base la composición discursiva de la teología de San Agustín en relación a la política (Holguín, 1990, p. 61). Principalmente, son tres las razones que dan cuenta de este proceso: la primera es la fuerte influencia en el pontificado de León xiii, quien hace una defensa de la doctrina católica frente al comunismo, factor esencial para la redefinición del enemigo interno de la Nación. En segundo lugar, la doctrina se constituye como la base de los conservadores y de algunos grupos liberales de élites políticas que van a desarrollar las formas administrativas del Estado, como Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro. Finalmente, a partir de esta doctrina moral, se ordena el concepto de sociedad, suponiendo un orden espiritual preestablecido.

Una muestra de este proceso puede verse en la correspondencia de Miguel A. Caro con Antonio Rubió Lluch, intelectual catalán. Este último le escribe al primero:

Yo le felicito a usted, de todo corazón por la parte importantísima que ha tenido usted. En ella contribuyendo con el excelentísimo señor Núñez a la regeneración de su patria. Parece un sueño que en pleno siglo xix se pueda hablar de una manera tan hermosa, elevada y cristiana cual usted, lo hizo como Presidente del Consejo de Delegatarios en la solemne toma de posesión del que lo es la República: ¡qué Gloria para España tener dos hijas como Ecuador y Colombia, que continúen en el descreído siglo actual, la noble misión que desempeñó en los siglos xvi y xvii, continúan también la gloriosa tradición de las naciones cristianas de la Edad Media. (Holguín, 1990, p. 95)

Este proceso de discurso nacional como base de la forma presidencial fue sintetizado no solo a través de la forma jurídica de la Constitución de 1886, sino que, adicionalmente, supuso unos mecanismos auxiliares. En efecto, la aparición de los catecismos políticos, como el del cura Juan Fernández de Sotomayor, que intentó restaurar un catolicismo genuino que no conociera cadenas ni esclavitud, trajeron consigo las figuras de un Pacto Social y de Voluntad General. La función particular de estos manuales suponía los medios para instaurar una pedagogía ciudadana. En este orden de ideas, es comprensible entender la siguiente afirmación hecha por Caro:

Dios es el Logos, es la Verdad, y es también el origen del poder (.). La potestad civil debe someterse a la potestad espiritual, porque esta es la presencia del poder divino (.) Dios es el autor del universo; en Dios radica el atributo máximo de la autoritas (...). De la autoritas surge la legitimación última del poder en la divinidad; éste se expresa en la ley divina, cuya observancia es la condición de posibilidad para lograr el fin sobrenatural de la vida eterna. (Lemaitre, 1977, p. 102)

En este sentido, la evolución del discurso político va a situar a la religión en el centro del contenido del principio de soberanía siguiendo a Caro:

El catolicismo es la religión de Colombia, no solo porque los colombianos la profesan, sino por ser una religión benemérita de la Patria y elemento histórico de la nacionalidad, y también porque no puede ser sustituida por otra. La religión católica fue la que trajo la civilización a nuestro suelo, educó la raza criolla, y acompañó a nuestro pueblo como maestra y amiga en todos los tiempos, en próspera y adversa fortuna. Por otra parte, la Religión católica es hoy la única que tiene la fuerza expansiva en el mundo, signo visible de la verdad que encierra, demostrando por la experiencia y principalmente por la estadística religiosa de los Estados Unidos. Si Colombia dejase de ser católica, no sería para adoptar otra religión, sino para caer en la incredulidad, para volver a la vida salvaje. La religión católica fue la religión de nuestros padres, es la nuestra, y será la única posible religión de nuestros hijos. (Lemaitre, 1977, p. 109)

Así, el núcleo esencial de la doctrina política adquiere no solo la condición de moralización sino su funcionalidad política en la constitución de la imagen nacional y, por ende, de la forma presidencial.

En efecto, la imagen de la regeneración nacional de José Antonio Plazas es la del "Sol Invictus", que según sus palabras, firme en su centro, da vida al universo. De igual modo, hacía de Bolívar el Padre del Patria y el Redentor de Colombia. El Libertador era, entonces, la figura que encarnaba la regeneración política. En este proceso de radicalización de la política cristiana, la imagen de Rafael Núñez como intelectual, además de la salvaguarda de las leyes, preservaba el fundamento moral de la Nación. Caro ratifica esta imagen de Núñez al afirmar: "cuando se formó la alianza de diversos elementos, una selección de los partidos políticos, que bajo la dirección de un hombre extraordinario (.) acometió la empresa de afirmar la unidad nacional" (Lemaitre, 1977, p. 121).

Ahora bien, el mecanismo de composición del nuevo poder presidencial supone la superación respecto de los partidos políticos tradicionales. Bajo la dirección de este nuevo liderazgo, se define la práctica misma de la democracia:

Los partidos políticos históricos -dice Caro-, que han concurrido en esta obra de reconstrucción del país, ostentan en sus labores la sabiduría del dolor, porque han sentido como propios los dolores de la patria, fraternizan tan íntimamente que han determinado variar su antigua denominación para confundirse indisolublemente con la nación (.) Eso se llama el nacionalismo, yo lo juré y lo he sostenido. (Holguín, 1990, p. 102)

Así, el liderazgo de la unidad de la nación supone una figura de contención completa, de manera que pueda desarrollarse materialmente el ejercicio político de dicho proyecto. Dicho esto, es importante mirar el funcionamiento específico de esta imagen nacional a través de mecanismos de materialización del poder.

La Constitución de 1886 es el producto específico de este proyecto. Para tratar de dar una imagen de lo que logró consolidar esta constitución en la cultura política colombiana, basta con mostrar su orientación política con palabras del mismo Núñez:

(...) el particularismo enervante debe ser remplazado por la vigorosa generalidad. Los códigos que funden y definan el derecho deben ser nacionales. y llamándose, en fin, en auxilio de la cultura social los sentimientos religiosos, el sistema de educación deberá tener por principio primero la divina enseñanza cristiana, por ser ella el alma mater de la civilización del mundo (...) las repúblicas deben ser autoritarias, so pena de incidir en permanente desorden y aniquilarse en vez de progresar. (Lemeitre, 1977, p. 82)

A partir de esta afirmación, la forma del poder político que se desprende de esta nueva constitución desarrolla la forma de los poderes públicos en función de la forma nacional del presidente. Este adquiere una ilimitada capacidad para el nombramiento y remoción de todos los funcionarios del orden ejecutivo, con un periodo de mandato de seis años. Adicionalmente, a esto se añadían una serie de disposiciones que le permitían ponerse por encima de los demás poderes públicos. Por ejemplo, el presidente podía nombrar a los miembros de la Corte Suprema de Justicia y a los magistrados de tribunales superiores, a pesar que estos cargos de magistrados fueran vitalicios (González, 2006, p. 51). De igual modo, con respecto al parlamento, el presidente tenía el derecho de objetar las leyes, en lo que se incluía la objeción por inconstitucionalidad, que sería resuelta en la Corte Suprema por los magistrados por él nombrados. De este modo, toda ley que era aprobada sin objeciones era por definición constitucional y no podía ser objeto de discusión por ningún funcionario público o ciudadano. Asimismo, el presidente poseía amplios poderes para los casos de guerra exterior o para decretar el estado de excepción con facultades legislativas provisionales. Y, finalmente, los delitos de los que podría ser acusado el presidente solo serían el de traición a la patria, violencia electoral e impedir los intentos de reunión del parlamento.

La forma de implementación a través de las prácticas legales puede verse en la "Ley de los Caballos", promulgada a finales de 1888. En ella, se le otorgaban al presidente facultades extraordinarias para "prevenir" y "reprimir" administrativamente los delitos contra el Estado que pudieran alterar el orden público. A su vez, le permitían imponer penas carcelarias, expulsión del territorio y pérdida de los derechos políticos durante el tiempo que fuese considerado necesario. De igual manera con el decreto 151 de 1888, como norma auxiliar, se decretó sobre la prensa el delito de "subversión", además de la consideración de ofensas al Estado (Posada, 2006, p. 84). En síntesis, esta reproducción institucional hacía del estado de excepción una forma política permanente como racionalidad de gobierno sin la necesidad de recurrir a su forma jurídica de manera reiterada para poder instaurar una producción normativa. Es decir, la excepcionalidad se muestra como una manifestación del poder político presidencial, en tanto que establece una determinación de intervenir el conjunto de la sociedad, fundando su legitimidad en un principio inmaterial absoluto.

Así, la moralización de la sociedad contiene una comprensión del orden, además de una expresión en términos absolutos de la capacidad de intervención del conjunto, igualmente, de forma segmentada en cada uno de los individuos. Este principio de legitimidad no permite confrontación, debido a que la Nación es un acto espiritual moral con un orden preexistente, el cual tiene un ejecutor en la persona del presidente como símbolo y capacidad material del poder, acompañado este por la institución eclesiástica que otorga legitimidad más allá de la esfera jurídica al proyecto nacional. Basta para concluir el lema de la regeneración expuesto por Caro:

La Iglesia, como maestra de la verdad y madre de las nacionalidades cristianas, no solo enseña a los individuos sino a los Estados; pero al recordar a la autoridad civil sus deberes, reconoce también los derechos que le corresponden como poder instituido por Dios, con facultades propias para el bien temporal de la sociedad. (Holguín, 1990, p. 112)

A manera de conclusión

Es indudable que el mecanismo de homogenización de la sociedad estuvo desarrollado por la base espiritual de la religiosidad. Sin duda, esto solo ofrece la capacidad de constitución de dicho fenómeno en el análisis. En efecto, los sedimentos de la fragmentación se intentaron mantener en una representación agregada de un espíritu nacional a través de esta condensación discursiva sobre la procedencia ahistórica de la Nación e, incluso, de sus fines. A pesar de ello, las tensiones internas se preservaron como conflicto de dos fuerzas. Por una parte, lo regional en tensión de lo centralizado y, por otra, las microtensiones entre regiones por espacios particularizados. No obstante, a pesar de esto, se estableció un manto de unidad simbólica que evitó la fragmentación administrativa y política y garantizó la supervivencia del Estado sobre esta base nacional. Así, lentamente, Nación y Estado entran en un proceso de indistinción que, amalgamado a la producción normativa, estableció las formas de incidencia en la comprensión de la política en los individuos, pero, a su vez, en la representación social de la libertad y la democracia en la nación entera.

Este proceso de religiosidad supone una figura de liderazgo político catalizada en la imagen del presidente. No puede ser otra imagen que la composición mesiánica del líder. Ahora bien, este mesianismo cumple dos funciones esenciales: por un lado, como se observa en el periodo bolivariano, una función de juez y consumación escatológica en la figura revolucionaria de la independencia; pero, por otro, una función restauradora del horizonte predestinado en el periodo de la regeneración. Estas dos características bien pueden explicar cómo se articula el mesianismo en la imagen nacional. Por una parte, establece una lucha contra el orden, el enemigo interno, el mal social, en síntesis, la fuerza; por otra, define la esperanza, el futuro no resuelto aún pero visible, el deseo realizable del conjunto de la sociedad al fin y las metas para ella destinadas; de otra forma, la imagen de bienestar y progreso.

Así las cosas, ante el enemigo interno, la forma de la unidad nacional vuelve a posarse armónicamente sobre la figura presidencial. Si bien puede en un momento generar un proceso de distinción frente al enemigo interno, delimitándolo en sus esfera de exterioridad del proyecto nacional pero internalizada en la intervención administrativa, del mismo modo, también genera la imagen de un consenso en función de la realización del progreso que ha estado siempre en el horizonte alcanzable. De este modo, composición militar y desarrollo del bienestar son dos caras del mismo dispositivo, lo cual, en síntesis, se reproduce constantemente en la forma presidencial durante el siglo xx.

En este sentido, el papel de la religión será siempre una espiritualización de los valores del tipo de liderazgo requerido para el ejercicio de gobierno. Ello debido a que, a pesar de las transformaciones en las valoraciones sociales de los individuos, el conjunto de la sociedad advierte el mismo mecanismo dentro de la lógica de confrontación del mal y restauración del orden. Como podría analizarse desde una comprensión teológica aplicada a la política, es la doble función de una condición escatológica y, al mismo tiempo, de una discursividad kairótica. Sin duda, el presidencialismo no puede operar desde esta matriz institucional si no posee en su base la crisis social que legitima su condición de salvación de la Nación. En este orden de ideas, la crisis es una base permanente de la imagen de representación del presente, la cual legitima las acciones desde la práctica administrativa del poder presidencial, estableciendo igualmente un horizonte de realización inmaterial en la memoria del conjunto de los individuos.

De esta forma, Nación, como horizonte trascendental, encierra una condición metafísica en cuanto verdad explicativa de las finalidades de la sociedad; Patria, la forma afectiva que logra desplazar dicho horizonte trascendental a los sentimientos individuales, colectivizándolos en una imagen del sentir nacional; pero fundamentalmente Estado, en cuanto es la práctica administrativa de la intervención específica. Estos elementos logran articularse en la forma del presidencialismo, el cual, a pesar de los vaivenes jurídicos de limitación, mantiene desde dicha matriz religiosa la misma función operativa y normalizadora de la sociedad. En síntesis, el presidencialismo es un dispositivo político que pretende un horizonte inacabado de reinvención y actualización de las prácticas estatales desde una racionalidad gubernamental especializada, pero fundamentalmente eficiente para la administración de la población.


Pie de página

1Un elemento interesante durante el renacimiento en el imperio español bajo el reinado de Felipe II es el uso del concepto Nación. Este era referido en forma de resistencia al poder imperial, particularmente usado en Flandes durante la guerra de los ochenta años (1568-1684) por el duque de Alba. Pero es importante enfatizar el contenido religioso de este uso. Nos referimos a que la composición misma de la Nación como resistencia procede de la composición del conjunto de valores calvinistas en relación al trabajo y al desarrollo del capitalismo; en contraposición con la hegemonía católica de Felipe II y la ampliación de la superficie administrativa procedente de la ampliación de los decretos trindetinos hecha por el monarca. Véase Parker (2002, p. 87).


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