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Papel Politico

Print version ISSN 0122-4409

Pap.polit. vol.18 no.2 Bogotá July/Dec. 2013

 

Hacia una aproximación comparativa de las Guerras Civiles de 1876-77 y los Mil Días*

Towards a Comparative Analysis of the Colombian 1876/77 and One Thousand Days Civil Wars

Víctor Guerrero Apráez**

*Artículo de Investigación y Reflexión, este ensayo contó con la valiosa participación como asistentes de investigación de los estudiantes de pregrado en Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales María Camila González y Juan Diego Duque, quienes integran el Semillero de Jóvenes Investigadores Guerras Civiles del Siglo XIX en Colombia y mecanismos de regulación a cargo del profesor Víctor Guerrero Apráez cuyo trabajo de sistematización estadística ha permitido el levantamiento de una base de datos provisional sobre ambas guerras civiles o conflictos armados internos.
**Abogado de la Pontificia Universidad Javeriana, Maestro en Leyes de la Universidad de Konstanz, miembro de la Delegación de Colombia a la Conferencia de Plenipotenciarios de Roma para el establecimiento de la Corte Penal Internacional, profesor de planta de la PUJ Facultad de Ciencias Políticas Bogotá, consultor nacional e internacional. Correo: guerrerov@javeriana.edu.co.

Recibido: 14/06/2013, Aprobado Evaluador Interno: 26/07/2013, Aprobado Evaluador Externo: 01/08/2013


Resumen

El estudio comparativo de las guerras civiles que caracterizaron el siglo XIX colombiano todavía no ha recibido la atención necesaria. Predominan aún las valoraciones más o menos extendidas que las consideran un continuo fratricidio entre los bandos enfrentados punteados por precarios acuerdos políticos. Los niveles de intensidad armada, devastación poblacional y letalidad bélica han sido insuficientemente explorados. Aquí se pretende contribuir a llenar ese vacío desde una perspectiva comparativa entre las Guerras de 1876-77 y de los Mil Días a partir del contexto jurídico-político, los ejes geohistóricos y la contrastación estadística que explican la degradación regulatoria y sus agudos niveles de destrucción. Para calibrar las magnitudes de esta última contienda armada y su singularidad bélica con la mayor devastación poblacional en la centuria se la relaciona comparativamente con la Guerra de Secesión estadounidense.

Palabras Clave: Guerra Civil, Constituciones de 1863 y 1886, ejes geohistóricos, regulación, Derecho de Gentes, prisioneros de guerra, heridos.

Palabras clave descriptor: Guerra civil, historia, Colombia, siglo XIX, guerra de los mil días, 1899-1903, luchas sociales, guerra y sociedad.


Abstract

The currently lack of comparative studies about the Colombian civil wars during the XIX century remain a challenge regarding the number and depth of their impact in our history. The usual consideration of these processes like a kind of perpetual fratricidal fights between their parties temporary suspended through weak political accords and reenacted thereafter is even the dominant assessment. The levels of fighting, the devastation produced in the population and the lethal violence are today aspects ill-researched. The purpose of this essay is to contribute towards a better understanding of these aspects implementing an approach about the Civil Wars of 1876-77 and the One Thousand Days (1899-1902) from the theoretical framework of political-legal context, the geo-historical axes and statistical comparison in order to explain their profound change in their practices, ways of regulation, radical degradation and destructiveness. In order to refine the overall assessment of the last Colombian armed conflict in the XIX century with one of the highest death toll in these century, an attempt is made towards a final comparison between these and the US Civil War.

Keywords: Civil War, Constitutions of 1863 and 1886, geo historical axes, war regulation, Law of War, prisoners of war, wounded.

Keywords plus: Civil War, history, Colombia, nineteenth century, the Thousand Days War, 1899-1903, social struggles, war and society.

SICI: 0122-4409(201307)18:2<549:ACGCMD>2.0.TX;2-Z


Constituye ya casi un lugar común en la historiografía colombiana del siglo XIX y del correspondiente proceso de formación estatal la constatación del considerable número de guerras civiles que puntearon su transcurso en el marco de diversos procesos políticos, crisis económicas y disputas inconclusas entre élites regionales, dinámicas centralizadoras e inestables fronteras territoriales. La ya casi canónica cifra de nueve confrontaciones de alcance nacional y un considerable número de enfrentamientos más localizados al interior de una división administrativa estadual o departamental cuenta con sus respectivos memorialistas, historiadores posteriores y analistas académicos. Considerables e innovadoras aproximaciones se han realizado en las dos últimas dos décadas gracias a las cuales se ha ganado una apreciación más matizada de casi todas ellas al igual que una mejor comprensión de sus características, causalidades y estrategias puestas en juego. Sin embargo, en la inmensa mayoría de los estudios tanto de antaño como recientes se echa de menos una perspectiva comparativa que efectúe la contrastación de sus métodos, procedimientos, contextos políticos e intensidades bélicas. Pese a sus rasgos diferenciales subsiste la impresión general de una sucesión de conflictos armados relativamente semejantes unos a otros si bien sus protagonistas y épocas encuentran inevitables divergencias.

El presente texto se propone efectuar justamente una aproximación comparativa entre dos de los conflictos armados decisivos tanto por su duración, extensión y alcances: la Guerra de 1876-77, de un lado, y, del otro, la denominada Guerra de los Mil Días o Guerra de los Tres Años (1899-1902), cuyas respectivas caracterizaciones permiten una mejor comprensión de las decisivas diferencias que las definieron en tres aspectos cruciales: el marco jurídico-político en el cual se desenvolvieron, los ejes geoestratégi-cos que configuraron su extensión y decurso en el territorio de entonces y, por último, las considerables variaciones en su letalidad, intensidad y el grado de regulación de las hostilidades practicado en cada una de ellas. El texto apunta a otorgarle al respectivo marco jurídico-político reflejado específicamente en una diametralmente opuesta concepción y regulación de la guerra —conocida entonces como Derecho de Gentes— una importancia no destacada hasta ahora en los estudios sobre el tema para determinar los niveles de regulación y desregulación cuya observancia se trasunta en las comparaciones estadísticas que se realizan en el acápite tercero, fruto de una sistematización estadística realizada tras la revisión de las fuentes disponibles para cada una de las contiendas cuyos resultados se encuentran consignados en la base de datos elaborada como sustento.

Hay un factor estructural que justifica esta aproximación comparativa consistente en la circunstancia de situarse ambas cronológicamente una década después de las respectivas constituciones estatales de 1863 y 1886 respectivamente, las cuales con sus extremas y antipódicas apuestas políticas por un régimen federalista extremo en el caso de la primera, y un sistema férreamente centralizado en la segunda, supusieron en dichas sendas ocasiones una crisis profunda del sistema político entronizado, un desafío del acuerdo entre las agrupaciones políticas puesto en ejecución en cada una de dichas Cartas de Batalla y el preludio de hondas transformaciones posteriores que determinaron con mayor o menor duración las coordenadas de la política y gubernamentalidad subsiguientes1 (Valencia Villa, 1995, pp. 40 y ss).

Mientras la Carta de 1863 presidió como marco institucional el desarrollo de las acciones armadas de la Guerra de 1876-77, sirviendo como un referente válido y acatado para el desarrollo de las hostilidades armadas cuya subsistencia debió haberse visto fortalecida por el inequívoco triunfo militar obtenido por el gobierno del radicalismo radical que la había impuesto trece años atrás, esto no fue sino el preludio de su posterior desmantelamiento extremo cuando se expidiera la Carta de 1886 aún bajo las frescas nuevas de la derrota sobrevenida a los otrora vencedores. Por su parte, la Guerra de los Mil Días se escenificó en el marco de este nuevo arreglo político enteramente antitético con un triunfo que de nuevo correspondía al sector gobiernista que había impuesto una década antes la Carta de 1886. Esta se vio sometida a una reforma de no despreciable profundidad con las variaciones introducidas mediante la convocatoria de una Asamblea Constituyente sobrevenida menos de un quinquenio después, pero cuyos ejes esenciales se mantendrían al menos hasta la década de 1980.

Para el presente trabajo hemos hecho elección del método comparado como estrategia analítica cualitativa con fines explicativos (Perez Liñan, 2007; 2010). En su desarrollo se emplean dos casos, la guerra de 1876/7 y la guerra de los Mil Días con el fin de constatar inductivamente los elementos diferenciales entre una y otra así como una construcción teórica sobre los alcances de la regularización de la guerra manifestada en la legislación y las práctica o usos, y de variables como los espacios geohistóricos concentrados y difusos, el régimen político y constitucional imperante en cada uno de los respectivos períodos, la variable ideológica de índole religiosa presente en ambos pero en lugares asimétricos. Este método trata con cuidado el control de la selección de casos y el uso de las variables que se analizan y se apoya en el diseño de "Most Different System design (MDSD)" (Landman, 2000; Druckman, 2005; Skopcol, 1984; Collier, 1993). Este es uno de los diseños comparados más consistentes dado que los casos con las variables dependientes presentes deben ser contrastados con casos que no tienen la variable dependiente presente. Por lo tanto, las conclusiones extraídas mediante este procedimiento estarán fundamentadas en fenómenos con variable dependiente ausente y presente, que puede arribar a explicaciones mucho más sólidas teniendo en cuenta todas las combinaciones contextuales del fenómeno.

En consecuencia, la construcción de las bases de datos sobre ambos enfrentamientos partió de tener en cuenta la variable dependiente —vigencia del Derecho de Gentes— en la Guerra de 1876-1877 y su colapso sobreviniente en la Guerra de los Mil Días. A partir de lo anterior, se hizo uso de fuentes secundarias y primarias, como memorias, relatos, biografías, textos académicos, normatividad, entre otros, para sistematizar la información relativa a la letalidad de las guerras elegidas como objeto de análisis comparativo. En ese sentido se hicieron uso de las siguientes variables independientes para la construcción de la base de datos de cada guerra civil elegida: número de combatientes (desagregado por facción, liberal y conservador), número de muertos, número de heridos, número de prisioneros, número de fusilamientos, fechas de inicio y finalización de la batalla, lugares de inicio y finalización de la batalla, tipo de enfrentamiento (escaramuza o batalla), nomenclatura empleada para el batallón participante, nombre de generales participantes en la batalla y facción triunfante. De esta manera es que a partir de la recolección de información y su comparación, la metodología generó los resultados estadísticos que se presentan a lo largo del ensayo.

El marco regulatorio del Derecho de Gentes en 1876

En un cierto contraste con sus predecesoras, la guerra civil adelantada por Tomás Cipriano de Mosquera en contra del Gobierno de Mariano Ospina Rodríguez entre 1860 y 1863 tuvo significativos episodios en los que se intentó de alguna manera introducir parámetros de regulación de la guerra: celebración de armisticios, pactos y exponsiones, al igual que intercambios de prisioneros, cuya entronización como institucionalidad permanente y vinculante se materializaría en la Carta Federal de 1863 —texto por medio del cual se intentó poner fin a la contienda por parte de los vencedores, incluyendo en su artículo 91 la primera constitucionalización del entonces denominado Derecho de Gentes2—. Ya desde las apasionadas discusiones que se dieron entre los delegatarios a la Convención de Rionegro, particularmente por parte de José María Samper y Salvador Camacho Roldán, se había revelado una especial e innovadora preocupación por incluir disposiciones regulatorias de las hostilidades. El mismo caudillo célebre por los fusilamientos de Salvador Córdoba y otros rivales caídos en su poder durante la Guerra de los Supremos, y quien no había vacilado en ordenar el ajusticiamiento de tres ciudadanos el 18 de julio de 1861 en la propia capital de la república bajo el pretexto de su participación en la oscura muerte del general Obando en una escaramuza escenificada en El Rosal poco antes de la incruenta toma de Bogotá (Cordobes, 1957, p. 224-225)3 —bajo el argumento de haberse tratado de una acto de ferocidad dada la condición de herido del antiguo presidente de la Confederación Granadina—, fue el mismo que invocó y favoreció la aplicación de los "fueros de humanidad" en el país. El nuevo orden político introducido en la Carta de Rionegro consagró el Derecho de Gentes como marco normativo bajo el que desde entonces se habrían de conducir las hostilidades en los Estados Unidos de Colombia a partir del principio de soberanías estaduales habilitadas para declarar y adelantar la guerra como atribución autónoma. Ante esto el Gobierno federal debía observar una estricta neutralidad. Además se consagró el mantenimiento de sus propios ejércitos y la abolición de la pena de muerte que el radicalismo liberal había establecido como uno de sus varios signos de identidad doctrinaria. El célebre artículo 91 de la Carta de Rionegro fue una disposición de trascendental importancia que de manera consecuente con el talante profundamente federal concibió el ius in bello como una gramática permanente y prioritaria para el relacionamiento bélico de los estados soberanos confederados. La atribución del estatus de beligerantes a las unidades políticas titulares de una soberanía originaria cuya atribución los legitimaba como auténticos poderes, que mediante su pleno ejercicio se unían para conformar una nueva entidad estatal no constituía una cuasi internacionalización de los mismos que se expresaría en el adelantamiento de la guerra, sino el llevar a su extremo la condición propia de un régimen federal4. Más aún, en un desarrollo inédito y atrevido, la mencionada disposición no fue en efecto sino el reconocimiento permanente como beligerantes de los estados que se alzaran en armas, otorgando de manera anticipada el estatuto que hasta entonces solo podía ser conferido por el mismo Estado o terceros estados como un dispositivo encaminado a evitar los peores excesos (Guerrero, 2011, p. 293). Atento seguidor de la Guerra de Secesión Norteamericana (1860-1864), Mosquera al igual que sus copartidarios del Olimpo Radical estaban familiarizados con su decurso al igual que el polémico reconocimiento de beligerancia otorgado por el Reino Unido a los estados Confederados del Sur en el verano de 1861. En el marco de su filosofía libertaria, individualista, librecambista, deísta y de absoluta libertad de pensamiento, creencia e imprenta, la regulación de las hostilidades bélicas contó por primera vez en el país con un régimen normativo del más alto nivel, horizontal completamente ajeno a cualquier idea de guerra discriminatoria, de enemigo injusto o de guerra justa, repudiando con ello la tradición católica del enemigo injusto y situándose plenamente en la estela de las concepciones modernas de la guerra en contraposición y antítesis respecto de la comprensión medieval de la confrontación armada (Schmitt, 1979, cap. 5). Según los términos en que sus propios contemporáneos de la vertiente ideológica contraria —los conservadores— lo comprendieron, dentro de una clara estrategia nominativa por socavar su neutralidad religiosa, se habría tratado no de otra cosa sino del "sagrado derecho de rebelión", término bajo el cual se añadió un nuevo motivo de oposición al orden liberal, de acuerdo con la expresión que utilizan a lo largo de sus obras autores como Joaquín Posada Gutierrez en sus Memorias Histórico—Políticas y Manuel Briceño, este último en su Historia de la Guerra de 1876.

Para Ortiz (2005) la concepción secularizada de la guerra por parte de los sectores radicales entró así en abierta contradicción con las concepciones de sus adversarios políticos, quines desde el inicio mismo de la Guerra de 1876/7 la entendieron y practicaron bajo premisas conceptuales claramente enmarcadas en la tradición cristiana de la guerra santa y la guerra justa. A este peculiar desarrollo contribuyó sin duda la temprana recepción de la obra de Francis Lieber, cuya Orden #100 en el campo de batalla de 1863 fue adoptada por el Gobierno de Lincoln tanto como su obra de jurista y filósofo político, cuyos contenidos conceptuales y doctrinarios fueron seguidos con particular interés y afinidad ideológica por prominentes figuras del radicalismo colombiano. Aunque la historia de la recepción de Lieber en Colombia está todavía por hacerse resulta pertinente destacar que de entre su prolífica obra, su influyente tratado Sobre las Libertades fue traducido tempranamente por Florentino González, principal propugnador del librecambismo y figura señera del radicalismo liberal5.

Durante la vigencia de la Constitución de 1863, la obra culminante de esta dinámica de regularización de las hostilidades armadas fue sin duda el Código Militar adoptado mediante Ley 35 del 20 de mayo de 1881 proferida por el Congreso de los Estados Unidos de Colombia para observancia y cumplimentación de las reglas del Derecho de Gentes. En la inusitada extensión de 320 artículos, el Libro Cuarto estatuye las condiciones precisas para el adelantamiento de la guerra entre beligerantes —la Parte Primera— así como el tratamiento debido en los casos de insurrección, rebelión, guerra civil y ocupación —en la Parte Segunda—. En el caso de los beligerantes se establece la limitación de los medios de combate, la regulación de los asedios, la prohibición de armas destinadas a causar sufrimientos innecesarios y la perfidia, el deber de observar la inviolabilidad de la vida de los prisioneros así como el intercambio potestativo mediante canje de los mismos. Además se consagra un régimen particular para el tratamiento judicial de espías, traidores, tránsfugas y desertores, articulado a la prohibición constitucional de la pena de muerte. Mediante un sistema heterodoxo se incorpora el texto literal e íntegro de la Declaración de San Petersburgo de 1868 y de la Convención de Ginebra de 1864 para la protección del personal y la misión médica, con lo que la ratificación formal de tales instrumentos por conducto del Congreso se hacía poco menos que innecesaria.

Adicionalmente a un exhaustivo régimen sobre la ocupación, los restantes 22 artículos regulan los fenómenos de insurrección y rebelión que se encadenan de manera secuencial de acuerdo a su intensidad espacial y temporal, pasando a denominarse aquella guerra civil cuando se trate "de dos o más partidos en el seno de la nación que luchan para enseñorearse del poder supremo, y de los cuales cada uno se atribuye a sí solo el derecho de gobernar el país" (artículo 1335). Se establece el deber gubernamental de calificar la situación de que se trate cuando se declare turbado el orden público y de reconocer a los beligerantes cuando la situación de rebelión calificada o guerra civil se prolongue por mucho tiempo, o cuando las facciones dominen un territorio extenso ejerciendo actos de soberanía. Para todos los casos resultan imperativas las disposiciones generales restringiéndose las represalias, y clarificando que ello no conlleva el tratamiento o reconocimiento como gobierno o poder soberano. Texto sin paralelo en la historia jurídica del país y caso ejemplar en la historia de las ideas republicanas, el Código Militar hizo suya la tradición internacionalista, recogió buena parte de los postulados contenidos en el Código Lieber al igual que los temas que habían sido objeto de consideración en la Conferencia de Bruselas de 1874. Y además lo hizo con un sentido de contemporaneidad e, incluso, de adelantamiento a los estándares internacionales de la época como no volverá a darse en la más que centenaria tradición de la guerra en Colombia.

Regulación de la guerra en 1876-1878

Si bien el enunciado constitucional consagratorio del Derecho de Gentes bien pudo haberse quedado como una formalidad más sin implicaciones prácticas, lo cierto es que su alcance fue puesto a prueba muy pronto, no solo en la siguiente guerra civil que estallaría algo más de una década después, sino también en el inmediato trámite de la insurrección conservadora en el estado de Antioquia. En este caso la capacidad regulatoria del nuevo régimen constitucional puso a prueba su eficacia cuando el líder conservador Pedro Justo Berrío se apoderó mediante un vertiginosa y exitosa campaña militar (batallas de Yarumal y Casacajo en diciembre de 1863) que congregó tropas de todo el estado instaurando un Gobierno de acendrado conservatismo (el presidente Pascual Bravo perdió la vida durante la contienda (Botero, 1977, p. 92-94). A modo de una ínsula políticamente rodeada de estados liberales, el Gobierno antioqueño, pese a la inminencia de una confrontación armada con sus vecinos, logró un acuerdo fundamental con el ejecutivo central de Manuel Murillo Toro comprometiéndose a mantener su sistema propio sin pretender expandirlo, con lo cual se logró una paz que se prolongaría hasta 1876.

El test práctico que de este nuevo marco constitucional se hiciera fue la guerra civil de 1876-1877, iniciada por cuenta de los sectores hacendatarios y de pequeños propietarios en el territorio del estado del Cauca en contra del Gobierno liberal instalado en el poder presidencial y estadual desde la Convención de Rionegro. La gramática regulatoria ingresó con fuerza inusitada en el quehacer de esta contienda y suministró conjugaciones y derivaciones para permitir suspensiones de hostilidades, fórmulas de avenimiento para el intercambio de prisioneros y su liberación recíproca, protección de los equipos sanitarios y médicos que volcaron su labor sobre heridos y enfermos de ambos bandos. Una gramática de mediación pudo instaurarse entonces entre beligerantes estadales colocados en un plano de plena igualdad y simetría. Enemigos justos enfrentados entre sí cuyo tratamiento igualitario se desencadenaba en la declaración misma del inicio de las hostilidades así como en la eclosión gramatical de los mecanismos y dispositivos para ponerlos en ejecución. El pináculo de este proceso de juridización de la guerra puede encontrarse en el particular tratamiento que se proporcionó a los miembros de las guerrillas subversivas y al inédito acuerdo que llevaría al reconocimiento de indemnizaciones interestadales como compensación por los perjuicios derivados de la contienda, en un conflicto donde la presencia de estas jugó un papel preponderante. No se trató, como ha sostenido Ivan Orozco (1998) de una "cuasi internacionalización" del conflicto (p. 231), sino de la consecuencia de un régimen profundamente confederado que llegó al extremo inédito de otorgarles a los regímenes estadales la condición constitucional de beligerantes, tomando quizá como modelo el polémico reconocimiento de tal condición que los confederados del Sur recibieran por parte de Inglaterra en el curso de la guerra civil norteamericana (Guerrero, 2010, p. 274).

De hecho, la prolongación de la guerra luego de la derrota inicial de los insurrectos en la batalla de Los Chancos se debió en buena medida al accionar altamente coordinado y en corredores estratégicos de cerca de cien grupos de guerrillas conservadoras que llegaron a contar con varios miles de integrantes (Ortiz, 2004, p. 53-62). Para Franco (1877), la puesta a punto de pactos, acuerdos, treguas para evacuación de población e instalación de hospitales de sangre, al igual que la celebración de canjes de prisioneros, se convirtieron en un recurso continuo y de amplia aplicación (p. 62). Incluso se dieron casos de confraternización al término de los combates, lo cual fue objeto de críticas por los fanáticos de cada partido. Tampoco faltaron ejemplos de pago de indemnizaciones por daños de guerra pagados por un estado a favor de otro al término de la contienda, como en el caso de la pagada por el Gobierno del Estado de Antioquia a favor del Gobierno central por una cuantía equivalente a un millón de pesos de entonces, como lo demuestra Franco (1877, p. 218) y Verdugo (2001).

El contexto jurídico-político de la Guerra de los Mil Días

La Carta de Batalla de 1886 significó un profundo retroceso en cuanto a la regulación de la guerra, pese a la conservación nominal del artículo constitucional relativo al Derecho de Gentes. Sin embargo, este último, al pasar a formar parte del artículo 121 relativo al estado de sitio, en la práctica se convertía en una forma de tratamiento excepcional del desorden mas no de la guerra. Reintroducida la pena de muerte salvo para los delitos políticos, la extensión de la pena capital pasó a depender de la amplitud de la definición de los delitos comunes o de la estrechez en la delimitación de aquellos. Despojados de su estatuto estadal al convertirse en departamentos en un régimen hondamente centralizado cuya cabeza de ejecutivo había visto aumentado su periodo a seis años sin prohibición de reelección, las entidades territoriales de antaño no podían ser ni beligerantes ni titulares del "sagrado derecho de rebelión", de manera que los levantamientos armados caían de lleno en el ámbito de la traición al soberano (Guerrero, 2008, p. 380).

Lo que comenzó como un enfrentamiento entre ejércitos más o menos regulares y luego degeneró en la sangrienta batalla de Palonegro en abril de 1900, que duró dos semanas y acarreó la destrucción del ejército de los liberales alzados en armas, se transformó de manera creciente y acelerada en una guerra de guerrillas cuyas acciones ocuparon el país geográfico en su conjunto. En este contexto de guerra prolongada y su acentuación luego del golpe de estado que instauró a José Manuel Marroquín en reemplazo del depuesto presidente Sanclemente, vendrían a producirse las circunstancias que llevarían al colapso de las tentativas por regularizar la contienda, en radical oposición respecto del modelo ritualizado que se había puesto a punto en la guerra de 1876. La acción de fuerza para derrocar al presidente legítimo se hizo en nombre del ala conservadora considerada como partidaria de buscar la paz, esto es, el sector de los conservadores históricos. El golpe de estado conllevó una profunda división del régimen gubernamental que intentó suplirse con el recrudecimiento de la guerra. El propio Miguel Antonio Caro, figura emblemática y defensor a ultranza del depuesto presidente, calificó el putsch como "una torrentada de prevaricación" y una "proclamación cuartelaria" (Martínez, p. 401). El punto de inflexión vino dado por la medida gubernamental impuesta para el tratamiento que debía darse a los combatientes caídos en poder del adversario, cuya puesta en práctica acarreó consigo el colapso de la tentativa política, constitucional y legal de regularización iniciada casi media centuria atrás, siendo quizá Bergquist (1999) el autor que con mayor claridad ha destacado la importancia de este episodio (p. 209).

El Decreto expedido el 18 de febrero de 1901, mediante el cual se ampliaba la reglamentación previamente expedida por el Gobierno algo más de un mes atrás, el 14 de enero, dispuso por vez primera en el contexto de las prácticas de la guerra la ejecución como pena de muerte a los insurrectos liberales mediante el procedimiento de un sumario consejo de guerra verbal. Su texto dispuso:

Considerando que muchos individuos prevalecidos de la condición de guerrilleros rebeldes, cometen delitos graves, y que es necesario el inmediato castigo de estos, para que se produzca un saludable escarmiento, decreta: Serán juzgados por medio de consejos de guerra verbales los siguientes delitos cometidos por individuos que se hallaren en armas contra el gobierno: el incendio, de cualquiera especie; el asalto en cuadrilla de malhechores; el homicidio, cualquiera que sea su naturaleza; el robo; las heridas que causen la mutilación de algún miembro importante; los maltratamientos que se cometan contra los templos destinados al culto católico; la fuerza y violencia contra las mujeres; y los daños en las propiedades ajenas. Contra las sentencias que dicten dichos consejos de guerra no habrá lugar a recurso alguno, pero si la sentencia impusiere la pena capital se consultará con el jefe civil y militar del respectivo departamento, quien decidirá la consulta en el perentorio plazo de 48 horas. (Tamayo, 1940, p. 229)

Tales disposiciones no significaban en el fondo otra cosa que la implantación de la guerra a muerte y la abolición de facto del Código Militar de 1881. De allí en adelante se dio inicio a una muy particular dinámica en el curso de las acciones armadas, donde coexisten los viejos procedimientos que intentan enmarcarse dentro de los cauces del derecho de gentes y las reglas de la guerra, así como la cumplimentación rigurosa de las disposiciones introducidas por el entonces denominado "decreto funesto" que se traducirían en los fusilamientos llevados a cabo en el Panóptico Nacional, donde se encontraban detenidos buena parte de los miembros de los ejércitos liberales que habían caído en poder del adversario.

El registro de los fusilamientos que se dispusieron en el curso de la contienda da cuenta de numerosas ocasiones en las cuales el procedimiento autorizado por el decreto funesto fue puntualmente cumplimentado. Entre la oleada de medidas extremas que se adoptaron por el Gobierno del presidente Marroquín figuran con particular notoriedad las órdenes adoptadas por el Ministerio de Guerra y su transmisión telegráfica a los oficiales y jefes en terreno a cuyo cargo estaba la ejecución de las mismas. En el evento de los prisioneros del ejército gobiernista tomados por el enemigo, la fulminante intervención del Ministro de Gobierno, Arístides Fernández, muestra con toda claridad su negativa radical y rechazo total a cualquier fórmula de negociación que pudiera emprenderse con los alzados en armas.

La negativa radical del alto Gobierno a acceder a cualquier tipo de intercambio y su amenaza de ajusticiar a los prisioneros liberales recluidos en el Panóptico Nacional fue acompañada de la exhibición pública de cuerpos mutilados presuntamente por macheteros liberales para justificar la determinación asumida ante la suerte que correrían quienes se hallaban en poder de los enemigos. Incluso se llegó a ordenar la anulación de un consejo verbal de guerra que había culminado con absolución por haber sido mal recibido entre la oficialidad (Jaramillo, 1991; Bergquist, 2001).

En la población de Icononzo fue sorprendido el Coronel revolucionario Enrique Lozano, a quien se ejecutó el 12 de junio de 1902, tras lo cual su barba y bigote fueron llevados como trofeo a la capital del país. Igual suerte cupo a 18 compañeros por cuenta de fuerzas al mando del oficial conservador Eugenio Ortiz. El general Nicolás Perdomo reporta desde el sitio de la batalla La Barrigona al jefe del ejecutivo nacional los resultados del consejo verbal de guerra llevado a cabo por sus oficiales generales el 25 de junio de 1902, mediante el cual se dispuso el fusilamiento de dos generales y un coronel pertenecientes a los ejércitos revolucionarios.

El 6 de septiembre del mismo año, algo semejante ocurrió de nuevo, esta vez en El Espinal (Tolima), en donde se ordenó el fusilamiento "por traición a la patria y rebeldía en cuadrilla de malhechores" de siete altos oficiales del ejército liberal, luego de las deliberaciones adelantadas por el consejo verbal de guerra presidido por el general Napoleón Rivera. El alto jefe conservador notificó a los generales Cesáreo Pulido y Gabriel María Calderón, así como al coronel Anatol Barrios, al comandante Rogelio Chavez y a los sargentos mayores Benjamín Mañozca, Clímaco Pineda Pizarro y Germán Martínez, la sentencia de ser pasados por las armas o sentenciados a diez años de presidio en el panóptico de Tunja, si se autorizaba la conmutación de la pena de muerte por conducto del jefe del ejército o el ministro de guerra.

El tristemente célebre fusilamiento llevado a cabo contra la alta oficialidad liberal fue la consecuencia de la puesta a punto del procedimiento indicado en el "bárbaro decreto" expedido meses atrás, el cual se adelantó el día anterior. El texto de la parte resolutiva de la sentencia pronunciada por el Consejo Verbal de Guerra concluía con el perentorio mandamiento respecto de los enjuiciados de "ser pasados por las armas, o diez años de presidio en Tunja, si a lo último les era conmutada la pena capital por el Jefe del Ejército o el Ministro de Guerra, a quienes iría en consulta por telégrafo". Inmediatamente a este hecho, el siguiente 30 de octubre se produjo el asesinato en El Espino —departamento de Boyacá— del general liberal Aristóbulo Ibáñez.

La crueldad de la medida, la sumariedad de los procedimientos y la atmósfera de intransigencia total adoptada desde las altas esferas del Gobierno conducen a una situación inédita de eliminación de los prisioneros de guerra liberales. Se trata de un verdadero desencadenamiento de ejecuciones y fusilamientos que al modo de un castillo de naipes desplomándose se extiende por toda la geografía del país y que se sostiene durante el restante período de la guerra. Luego de los fusilamientos de Icononzo, se ultima al coronel Pedro Corredor al día siguiente de la batalla de los Olivos el 13 de junio de 1901. En la cárcel del Guamo son ejecutados 18 prisioneros en abril de 1902. El 3 de junio de 1902 fue asesinado en Garzón el general Ricardo Carvajal en la población de Garzón; tan solo dos semanas después son sacrificados a manos del coronel conservador Carlos Mejía el general Tomás Vela y un número no precisado de compañeros; en el camino de Doima son asesinados 10 prisioneros; en el camino de Neiva al Espinal es sacrificado el capitán Laureano Tobar (Mazuera, 1938; Tamayo, 1940).

El 30 de octubre de 1902, el entonces ministro de Guerra, José Joaquín Casas, en su condición de superior militar del general Juan B. Tovar le dio orden a este para que se dispusiera de manera inmediata que "se juzgue a Uribe Uribe por un consejo verbal de guerra y que a la sentencia y que a esta se le dé el cumplimiento sin contemplación alguna".

El general Nicolás Perdomo, reporta desde el sitio de la batalla La Barrigona al jefe del ejecutivo nacional los resultados del consejo verbal de guerra llevado a cabo por sus oficiales generales el 25 de junio de 1902, mediante el cual se dispuso el fusilamiento de dos generales y un coronel pertenecientes a los ejércitos revolucionarios (se trataba de Antonio Suárez, Juan Vidal y Julián Lezama).

Como en pocas ocasiones, es posible observar aquí la profunda divergencia que llegó a oponer las orientaciones de los funcionarios civiles que ocupaban cargos importantes en la conducción de las hostilidades en relación con las valoraciones y conductas asumidas por los propios miembros de la alta oficialidad militar. Es hondamente significativo al respecto que las memorias, corresponsalías y testimonios de la época se refieran a la extrema crueldad de los dos altos funcionarios civiles como lo fueran Arístides Fernández y José Joaquín Casas, considerados como aquellos cuya intransigencia habría contribuido a los extremos de crueldad que terminarían por presentarse durante la contienda armada. La orden del ministro de Guerra era la orden del superior a uno de sus subordinados cuyo respaldo legal se encontraba en el citado decreto, y tenía su asidero en las diversas comunicaciones que se habían dirigido por parte de los sucesivos ministros de Guerra. La extrema disparidad de criterios condujo a que el destinatario de la orden militar procediera no solo a negarse a la ejecución de la orden sino a justificar de manera escrita y en la respuesta que hizo llegar a su superior los motivos de su desobediencia: "He ganado la espada que llevo al cinto combatiendo lealmente en los campos de la batalla; prefiero romperla sobre mi rodilla que mancharla con sangre mal derramada y la violación de la palabra que en nombre del gobierno he comprometido" (Picón, 1953, p. 116-132).

Personalidades destacadas del bando finalmente vencido como los generales Zenón Figueredo y Avelino Rosas, cuya elevada posición jerárquica tanto militar como política dentro de las fuerzas y el partido liberal eran ampliamente reconocidas, sufrirían un destino semejante, al amparo del "bárbaro decreto". Tras su derrota en la localidad de Puerres, en septiembre de 1901, a manos de tropas mucho más numerosas al mando del general conservador Guerrero, Rosas fue herido gravemente en una pierna y conducido a una habitación aledaña al campamento militar enemigo, donde fue atendió por el sacerdote quien le proporcionó los santos óleos. En todo caso, como lo memorializará uno de sus ayudantes de campaña, Coral (1924), se le prestaron los espirituales pero no los médicos, pues hallándose colocado sobre un camastro improvisado, se procedió a su ejecución por uno de los guardas conservadores encargados de su custodia quien le disparó con fusil oculto en el poncho (p. 123). Por su parte, Figueredo, cuya muerte acontecida después de la batalla de Nocaima había sido considerada consecuencia de las heridas recibidas en las hostilidades, fue víctima en realidad de un salvaje final para que su ejecución sirviera de escarmiento en medio de una escalofriante puesta en escena6. La historiografía tradicional ha recibido un sonoro mentís con la revelación de las circunstancias precisas de su muerte puesta de presente por sus descendientes: "hicieron unos hoyos, los enterraron dejándoles únicamente la cabeza por fuera, hicieron un círculo (...) una vez organizados los espectadores vendaron unos cuantos soldados, los armaron a cada uno con un cortante y reluciente machete, los colocaron con dirección a las víctimas con orden de blandir el machete fuertemente a todos lados hasta dar con la cabeza de los ajusticiados. Una vez que empezaron a buscar las cabezas de sus víctimas eran estimulados con fuertes vivas al partido vencedor y abajos al vencido" (Franco, 2002).

Situada entonces en el punto de cruce de los fuegos de la memoria relanzados por las publicaciones que se hicieran con ocasión de conmemorarse oficialmente su primer centenario en 20037 y las pulsiones del olvido mantenidas por la escasez de nuevas perspectivas arrojadas con tal onomástico —salvo las memorias de oficiales mantenidas inéditas por más de una centuria8, cada una con sus respectivas apuestas estratégicas— la presencia lejana de la Guerra de los Mil Días se actualiza en la persistencia de nuestro conflicto armado irresuelto y negado. Pero en esta especie de bisagra histórico-bélica quizá se oculten algunos de los rasgos que habrán de obseder luego buena parte del transcurso del siglo XX en relación con la comprensión de la guerra, su aceptación, su olvido y su negación. De modo especial porque en su curso el tema de la beligerancia, la internacionalización del conflicto y el intercambio de prisioneros estuvieron ampliamente presentes, con una intensidad sorprendente y una actualidad deslumbradora respecto de nuestras circunstancias actuales.

Hacia una aproximación geohistórica de las Guerras de 1878-77 y de los Mil Días

Esta dimensión se aborda desde una perspectiva analítica que ha sido poco trabajada en las guerras civiles del siglo XIX en Colombia. Algunos autores como Pissoat y Gouëset (2002) han afirmado que ha existido una "debilidad institucional de la geografía en el sistema universitario colombiano" (p. 3), limitándose muchas veces a hacer una simple imagen de localización de de la violencia en Colombia. Por lo tanto, en este acápite se quiere revisar las dos guerras civiles con una lectura plural que no está limitada por fronteras administrativas sino en función de las dinámicas y relaciones intrínsecas del territorio, acogiendo el uso de las herramientas de la geografía.

Teniendo en cuenta lo anterior, se efectúa una aproximación a la "teoría de los espacios geohistóricos de la guerra" en la que se pueden establecer variantes más significativas que diferencian las dos contiendas civiles materia de análisis, entendiendo estos como aquellos contenedores territoriales de los sucesos bélicos en donde los conflictos armados son de larga duración, de repetición y de alta intensidad, que se delinean como procesos históricos a partir de la acción de diversas comunidades, adyacentes o no, que se vuelcan sobre áreas regionales ricas en oportunidad de desarrollo social, económico y políticos, a partir de la guerra y la violencia (Borja, 2010, p, 22).

¿Por qué los espacios de confrontación bélica en los dos casos fueron tan ampliamente diferentes? Mientras para la Guerra del 76-77 el espacio de confrontación cuyo dominio resultó clave para los actores fue por excelencia la zona del valle y el cañón del Cauca, tenemos que durante la Guerra de los Mil Días esta se extendió a la mayoría de zonas del país como la Costa Atlántica, las fronteras oriental con Venezuela y sur con Ecuador, extendiéndose al eje marítimo constituido por la línea oceánica de Tumaco y ciudad de Panamá (Borja, 2010, p. 23)

Desde la "teoría de los espacios geohistóricos de la guerra" expuesta por Borja (2010) pueden establecerse las variantes más significativas que diferencian las dos contiendas civiles como materia de análisis, entendiéndolas como aquellos contenedores territoriales de los sucesos bélicos en donde los conflictos armados son de larga duración, de repetición y de alta intensidad, que se delinean como procesos históricos a partir de la acción de diversas comunidades, adyacentes o no, que se vuelcan sobre áreas regionales ricas en oportunidad de desarrollo social, económico y políticos, a partir de la guerra y la violencia (p. 22).

Estos espacios de alta intensidad conflictiva son "fronteras de fuego", como lo señalaba el autor, espacios tradicionales de guerra, un teatro de operaciones común entre las dos comunidades, que se relacionan con frentes de colonización, fronteras de avanzada, zonas de tensión y líneas de contacto. Por tanto, de manera muy superficial abordaremos los detalles de estos espacios bélicos que fueron fundamentales para el desarrollo de la guerra y la identidad de un país que está en constante transformación.

En consecuencia a lo anterior y con la intensión de encontrar y desarrollar la comprensión de estos espacios en las guerras de finales y comienzo del siglo XIX, concederemos especial detalle a lo que respecta los teatros bélicos donde se visualicen conflictos de larga duración, de alta intensidad y repetición. La extensión y diseminación de las acciones bélicas y violentas por todos los rincones de la geografía nacional, posibilitada en alta medida por dos extensas fronteras terrestres plenamente abiertas gracias al apoyo brindado por los gobernantes Cipriano Castro y Eloy Alfaro, así como dos fronteras marítimas varios de cuyos puertos estuvieron bajo el dominio rebelde, contribuyen a explicar la dinámica molecular que la contienda bélica adquirió luego del encarnizado combate de Palonegro en febrero de 1900.

La guerra de 1876-76: una guerra interior y terrestre

La contienda bélica de 1876, tuvo como teatro de operaciones de la guerra el espacio comprendido desde el occidente hacia el centro y el oriente del país. Iniciada en Palmira el 11 de julio de 1876, cuando grupos conservadores atacaron la ciudad con correrías y movimientos de avanzada, finalizó con la toma del bastión antioqueño de Manizales por parte de las fuerzas caucanas al mando del general Julián Trujillo, en una batalla que se prolongó más de dos días.

Ante este contexto, en los diferentes territorios del país se construyeron comunidades con características específicas, lo cual profundizó las diferencias regionales, determinantes para la confrontación bélica. En este caso el enfrentamiento comenzó y terminó en una frontera de tensión de Antioquia y Cauca. La característica aquí es que los revolucionarios, es decir los conservadores, eran los que se ubicaban en la región antioqueña, más específicamente en los lugares montañosos del viejo Caldas donde Manizales y sus alrededores se convertirían en espacio tradicional de guerra. Así mismo, los caucanos, ubicados en el valle y en espacios geográficos contrarios al de las ciudades montañosas, permanecieron protegiendo la soberanía del Estado del Cauca. He aquí dos sociedades opuestas no solo en términos fisiográficos sino políticos e identitarios que marcaron los enfrentamientos venideros de Los Chancos y La Garrapata.

El valle y cañón del río Cauca como espacio tradicional de guerra del que hacían parte los Estados Federales del Cauca, Antioquia, Tolima y Cundinamarca, fue el escenario definitivo tanto para su desencadenamiento como para su conclusión con la toma de la ciudad de Manizales, ubicada en la zona de contacto de ambos espacios. Para Clausewitz (2005), la forma más sencilla de hacer la guerra se practica en un país llano y moderadamente cultivado, por tanto las planicies y las características geográficas del Valle del Cauca resultaban ideales para el empleo de los medios defensivos y ofensivos de ataque por los dos grupos armados (el revolucionario y el oficial), con sus llanuras rodeadas por cordilleras, precedidas de praderas y bosques que facilitaban la visibilidad del horizonte.

Además de está favorabilidad fisiogeográfica, es claro que en términos económicos y sociales también era un lugar estratégico en el que su dominio garantizaba un poder geopolítico por la importancia de sus corredores en la economía del país. En este sentido, tenemos el "desarrollo de una economía minera, cafetera y más tarde una industria moderna" (Borja, 2010, p. 68) . Su centro en las fronteras limítrofes de los dos estados a lo largo del cañón formado por el río Cauca era un lugar en donde Chocó, Marmato, Supía y Cartago se encargaban de la comercialización y exportación de oro y plata, y cuyas características implicaron el desarrollo de la confrontación de las comunidades de "montaña" y las comunidades de "llanura".

En la batalla de Los Chancos, uno de los principales enfrentamientos que determinaría el curso de la guerra de 1876-1877 tuvo lugar el 31 de agosto de 1876, donde las tropas conservadoras rebeldes organizadas por los sectores hacendatarios caucanos y las fuerzas estaduales reclutadas desde Popayán se enfrentaron en terreno llano. La batalla contó al menos con unos 11.500 combatientes, 1.270 muertos, 780 heridos y cerca de 2.000 hombres hechos prisioneros por los liberales triunfadores de esta contienda de alta intensidad bélica.

Borja (2010) detalla con ayuda de Briceño (1878) el primer teatro de operaciones de esta guerra:

El valle se estrecha en el punto donde está situada la ciudad de Buga y concluye al pie de la elevada mesa que queda entre los ríos Cosota y Otún. Las sabanas se presentan con planos ligeramente inclinados, cortados en todas direcciones por los lechos de los ríos y quebradas que llevan sus aguas al Cauca, que baña el extenso valle, recostándose sobre la cordillera Occidental, estas sabanas se ven interrumpidas por ligeras ondulaciones del terreno, y de trecho en trecho se hallan pequeños montes y algunas quiebras profundas por donde dirigen sus aguas los torrentes de la cordillera. Entre las poblaciones de Buga y Tuluá está Los Chancos. Lleva este nombre un valle dominado por dos colinas que se extiende de sur a norte desde el poblado de San Pedro hasta las lomas de La Polonia. Las cimas de aquellas lomas forman una serie de planos horizontales, ligeramente inclinados al occidente. Dominado el valle se encuentran dos empinadas cuchillas llamadas "La Horqueta" y "Loma Gorda", y a espaldas de estas se levanta la gran cordillera central. (p. 90)

Estas características de terreno que comprendía Los Chancos les fueron favorables a los ejércitos oficiales puesto que aunque estaban en las montañas, con gran visibilidad, la única forma de ganarla era ante el enfrentamiento directo contra los conservadores revolucionarios. En cambio, los conservadores evitaban este tipo de confrontación puesto que para ellos les era más favorable rodearlos y hacer un ataque indirecto, por lo que días antes habían empezado a construir sus propias trincheras. El triunfo liberal ocasionó gran cantidad de bajas, y la dureza de las acciones obligó a los maltrechos rebeldes a buscar refugio en las montañas cerca de Manizales.

En el caso de la batalla de La Garrapata que se realizó entre el 20 y 22 noviembre, y en la que se tiene un registro de al menos 11 500 combatientes, de los cuales quedaron 800 en poder del adversario liberal en condición de prisioneros, al cabo del enfrentamiento hubo 1490 muertos y 800 heridos. La relación de los hechos contenida en las dos principales crónicas de Constancio Franco (liberal) y Briceño (conservador) refleja disparidad de cifras y un innegable sello partidista. A partir de su contrastación el mayor número de bajas sufridas en el bando conservador respecto del liberal así como el desenvolvimiento ulterior de la guerra señalan el triunfo del ejército oficial.

Pese a que Constancio Franco (1877) calificara esta Batalla como "el acontecimiento más desastroso que registra en los anales de la guerra en América" (p. 229), los mismos datos que aporta denotan con claridad la existencia de al menos 2000 prisioneros, cuya condición de tales constituía la palmaria demostración de la aplicación del derecho de Gentes impuesto a los estados como marco regulatorio de las contiendas armadas. En este sentido Franco nos ayuda a describir e imaginar el escenario ubicado en un lugar que puede ser concebido como frontera de tensión, así como la de Los Chancos dada su ubicación entre los estados que en ese tiempo componían a los Estados Unidos de Colombia:

De esta cadena de montañas que hace parte de la cordillera Central desciende de norte a sur hacia la parte izquierda de la llanura una serranía montuosa, que corta el valle por este lado en una extensión de dos a tres mil metros, deslizándose al pie del cerro, por la derecha, el río Cuamo que, después de un largo trayecto, se une con la quebrada de Morales y luego con el Sabandijas, para desembocar los tres en copioso raudal en el Magdalena. Frente a la parte superior de este cerro, se destaca de noreste a sureste una serranía abrupta y escarpada, que recorre una extensión de siete mil metros y que lleva por nombre Lumbí. Esta serranía era prácticamente infranqueable por la parte occidental. De la serranía, casi al centro, se destaca sobre la llanura Garrapata, una colina o corto contra fuerte que tiene en su extremidad la figura de un morro. Esta llanura cuyo perímetro, de norte a sur, es de considerable extensión, y de este a oeste, de quinientos a seiscientos metros, especialmente en la parte que sirvió de teatro para el combate, está cortada casi por la mitad por el camino que va de Santa Ana al distrito de Guayabal, de cuya vía salen sendas que conducen a distintos lugares y casas de campo. (Franco, 1877, p. 233-234)

La presencia de ejércitos enfrentados con participantes en sus filas que en los dos principales hechos bélicos de la guerra sumaran más de un millar de efectivos señala una no despreciable intensidad de la confrontación. Sin embargo, si se la examina desde parámetros comparativos a nivel hemisférico la cifra resulta al mismo tiempo modesta: en la batalla de Monte Caseros de 1850, donde las tropas federales vencieron el régimen dictatorial de Rosas en las vecindades de Buenos Aires, la cantidad de efectivos superaba los 50 mil combatientes.

La Guerra de los Mil Días: alcance nacional, desbordamientos fronterizos y espacialidad naval

En comparación con la anterior, la Guerra de los Mil Días se diferencia en múltiples aspectos: desde las posiciones de los actores, dado que los revolucionarios en este caso eran los liberales y los oficialistas los conservadores, pasando por las estrategias bélicas y los ejes geoespaciales donde discurrieron las dinámicas bélicas, hasta la magnitud, duración y grados de regulación en cada una de ellas.

Iniciada el 17 de octubre de 1899 y finalizada con la firma del tratado de Wisconsin en la bahía de Panamá el 21 de noviembre de 1902, a bordo del navío puesto a disposición de las partes en contienda por el comodoro Casey, el panorama que ofrece es tan distinto de los patrones bélicos y regulatorios observados en la Guerra de 1876-77 que parecerían pertenecer a países o épocas distintas. Frente al carácter geográfico y materialmente acotado de la anterior en esta contienda tenemos la cifra realmente impactante de al menos 600 batallas (Duque y González, 2012), es decir, casi una batalla cada dos días, cuya ubicación se extendió por todas las regiones del país a casi la totalidad del territorio. El escenario anterior dominante en Cauca, Tolima y Cundinamarca tan solo habrá de contener alrededor de un 40% de los enfrentamientos, mientras que el resto se disputarán los otros seis departamentos —Santander, Boyacá, Panamá, Magdalena, Bolívar y Cauca—, a lo que habría de sumarse la incursión de tropas oficiales colombianas en San Cristóbal, y de tropas venezolanas en territorio colombiano. Este desbordamiento de los ejes geohistóricos anteriores se relaciona con las implicaciones internacionales que el conflicto adquirió dado el apoyo y simpatía que el levantamiento liberal encontrara en los vecinos países de Venezuela, Ecuador, Nicaragua y Honduras, de una parte, y al lado suyo, con repercusiones aún mayores, el carácter neurálgico que la zona del istmo de Panamá (convertido en departamento merced a la Constitución de 1886) había cobrado en el ínterin para las dinámicas capitalistas e imperialistas europea y estadounidense como probable lugar del futuro canal entre los dos océanos. El apoyo de Cipriano Castro y Eloy Alfaro al igual que los ofrecimientos y contactos propiciados por los gobierno de Santos Zelaya de Nicaragua, Tomás Regalado del Salvador y Estrada Cabrea de Guatemala a favor de los liberales le otorgaron claramente a la guerra una dimensión internacional completamente inédita hasta entonces.

Esta dimensión internacional fue determinante en la importancia del istmo panameño dentro de la lógica y desenvolvimiento de la guerra, al punto en que allí se registraron al menos 40 batallas, donde los liberales consiguieron temporalmente establecer la conexión marítima entre los puertos de Tumaco y ciudad de Panamá con la consiguiente importancia táctica de las embarcaciones navales. En el relato de las memorias de Víctor M. Salazar (1943), protagonista de campañas en Panamá durante el año de 1900 y más tarde declarado jefe Civil y Militar de este departamento durante 1902, se atestigua su importancia como zona de tensión fronteriza internacional por los proyectos de construcción de un canal interoceánico en esta zona del país:

(...) a la madrugada del 24 divisé desde la playa de El Trujillo la flotilla enemiga al anclar en Punta Patilla y penetré, desde luego, el alcance de las operaciones ejecutadas por la fuerza revolucionaria, durante la noche. Era que los dos batallones que no habían podido desembarcar por el puerto de la Boca (...). Igualmente, antes de salir para Panamá, llegaron a nuestro conocimiento muy interesantes detalles de la tragedia en que perdió la vida el general Albán por el hundimiento del 'Lautaro'. Este barco fue atacado y echado a pique el 20 de enero de 1902 por el Almirante Padilla, nave de guerra de la revolución, que el general Herrera había adquirido y equipado en Acajutla, puerto de San Salvador. (p. 58)

Ante la relación y uso de la teoría de los espacios geohistóricos de la guerra explicada por Borja para la comprensión de dos enfrentamientos bélicos, los cuales son considerados casi como perfectos para la comparación, primero se señalaron en la introducción los contextos políticos opuestos. En la guerra del 76 tenemos una organización política a partir del federalismo, estados totalmente autónomos y que protegen su soberanía, pero que hacen parte de una Unión de Estados. Por otro lado, la Guerra de los Mil Días tiene como organización política una república centralista y que no está compuesta por estados autónomos sino departamentos dependientes del centro, contextos que claramente influyen para que el desarrollo de la guerra sea más intenso en un espacio geográfico que en otro.

La Guerra del 76 no fue en absoluto una guerra de alcance nacional, es decir no comprendió todo el conjunto del territorio del país ni tampoco el de la mayoría de sus regiones, siendo una guerra claramente delimitada a la frontera de tensión entre Antioquia y el Cauca que representaban dos tipos de construcciones sociales diferentes, el choque entre los hombres de montaña y los hombres llanura con sus respectivos idearios. En neta contraposición suya, la Guerra de los Mil Días, con sus más de 600 batallas registradas que tuvieron lugar en los nueve departamentos, configuró una confrontación mucho mayor y de más larga duración.

En la Guerra del 76 tenemos una contienda bélica exclusivamente terrestre en las que fuerzas o equipamientos navales no desempeñaron papel alguno, así como enteramente surtida en lo más interior de la espacialidad territorial estatal. Por el contrario, la dimensión talásica o naval, tanto oceánica como fluvial, tuvo una considerable importancia enfatizada adicionalmente por la significación geoestratégica adquirida por el istmo panameño que ingresó plenamente en los cálculos expansionistas de Estados Unidos como en los sueños franceses de su propia influencia económica. El papel crucial jugado por el poderoso navío "Almirante Padilla" que los liberales pudieron emplear exitosamente en Panamá contra el "Lautaro" de los conservadores, donde pereció el almirante gobiernista Albán, lo indican suficientemente. Así mismo la conquista temporal del puerto caucano de Tumaco y la especie de puente marítimo establecido desde allí con el istmo dio una ventaja estratégica aunque temporal a los liberales, clave en los éxitos militares obtenidos en esa región. El eje del río Magdalena sirvió para algunos despliegues armados, en todo caso de menor importancia que los allí realizados durante la breve Guerra de 1885 y en las postreras campañas de la Costa Atlántica y los Llanos Orientales.

Aparte de la extensión territorial y la densidad bélica, quizá donde la mayor diferencia material y logística se observa sea en la duración misma de las batallas. Mientras el más acerbo de los enfrentamientos militares en 1876 fue el combate de las Garrapatas que se extendió durante tres jornadas continuas con el saldo letal en pérdida de vidas ya señalado, en 1900 se presentó la batalla de Palonegro que duró exactamente 15 días continuos y donde murieron al menos 4000 combatientes (ver cuadro 5). Durante estas dos semanas la victoria militar cambió de manos en varias ocasiones, y el general conservador Próspero Pinzón tuvo que pedir refuerzos al gobierno central, quien los proporcionó mediante contingentes que provinieron desde Pasto y el sur del país y debieron recorrer más de mil kilómetros para llegar a su destino. Al arribar en el octavo día, tuvieron que abrir fuego sobre sus propios compañeros para impedir que estos se dieran a la fuga.

La batalla de Palonegro, si bien ostenta rasgos verdaderamente excepcionales respecto a sus congéneres colombianas en el curso de las guerras anteriores, no por ello, si se la examina desde una perspectiva comparada, deja de ser quizá la de más larga duración en el siglo XIX, no solo en el contexto latinoamericano sino en el mundial. En efecto, es interesante mencionar que Kemal Ataturk, en referencia a la batalla de Sarkaya (1921) en la que los turcos repelieron las tropas griegas después de tres semanas de combate, pudo proclamarla como la más larga de la historia (Kinross, 1955, p. 372). La de Palonegro, con una semana menos, la seguiría como la más prolongada durante el siglo anterior. Ella es el parámetro adecuado para apreciar con claridad la terrible intensidad de la última guerra finisecular colombiana.

Devastación poblacional e intensidad bélica: algunas comparaciones estadísticas

La base de datos elaborada para las dos guerras civiles tomadas del texto de Constancio Franco (1877) para materia de análisis ha permitido sistematizar para la contienda de 1876-77 la constatación de al menos 87 batallas, entre escaramuzas y combates. Estas se realizaron en un periodo de 11 meses de guerra, desde julio de 1876 (40 enfrentamientos) a junio de 1877 (47 enfrentamientos). En ese mismo sentido (ver cuadro 1), para el primer año se registró una cantidad de 4755 muertos, 2427 heridos y 4572 prisioneros de guerra. En el segundo año tenemos los siguientes datos: 966 muertos, 1577 heridos y 1594 prisioneros de guerra; en los meses de: enero, febrero, marzo, septiembre y noviembre (ver cuadro 2), se registaron 60 enfrentamientos, mientras que en mayo, junio y diciembre se sistematizaron 6 enfrentamientos. En total tenemos 5721 muertos, 4052 heridos y 6166 prisioneros de guerra.

En términos porcentuales de muertes se encuentra un 0.20% sobre la población, en heridos 0.14% y en prisioneros 0,20, lo cual significa un solo medio punto porcentual de afectación poblacional.

Si se toman en cuenta los datos proporcionados por McGreevy (1971), quien señala como total de muertos la cifra aproximada de 9000, la letalidad de la contienda se aumenta a un 1% del censo poblacional y el porcentaje excepcionalmente alto de prisioneros se mantiene (p. 89)

De manera provisional estos datos de la frecuencia de batallas y escaramuzas permiten apreciar una considerable intensidad que llegaría a su punto más alto durante los meses de septiembre de 1876 y marzo del año siguiente previo este último a la fase declinante de la guerra. Esta dinámica, que si bien ostenta altibajos, indica una persistencia de las hostilidades armadas que podría situarse en promedio general en un guarismo cercano a dos combates por semana. Los meses de considerable descenso de la actividad bélica se corresponden de cerca con aquellos subsiguientes a la ocurrencia de las batallas de gran envergadura, como Los Chancos, La Garrapata, Mutiscua y Manizales.

La Batalla de los Chancos contó con casi 12000 combatientes, por el bando liberal con cerca de 4500 hombres al mando del Gral. Julián Trujillo, y por el conservador 7000 combatientes comandados por el Gral. Joaquín Córdoba, cuya duración sobrepasó las siete horas, donde hubo 1250 bajas, 780 heridos y 2000 prisioneros. La asimetría numérica favorable a estos últimos se compensó con creces por la asimetría logística, pues gracias al avanzado armamento de fuego como el "remington", los liberales obtuvieron la victoria contra sus contrincantes pese a su considerable inferioridad numérica.

La batalla de la Garrapata, quizá la mayor entre sus congéneres (ver cuadro 3), fue la más sangrienta en 1876-77 por la cantidad de combatientes que tomaron parte, y superó con creces las batallas anteriores del siglo XIX que hasta ese momento se habían librado en Colombia. En esta pugna murieron 1490 combatientes, hubo 800 heridos y se tomaron 800 prisioneros. Después de la batalla, cuando ya el ejército de la Unión y el ejército revolucionario habían sido destruidos de igual manera, decidieron acordar un armisticio de tres días, que más tarde se extendió dos semanas más a causa de la imposibilidad de los ejércitos para recuperarse. Durante esos días, Marcelino Vélez, comandante de los ejércitos conservadores, y el General Santos Acosta, comandante de los ejércitos de la Unión en el Cauca, intentaron entablar una negociación para la pacificación del conflicto, con resultados negativos, luego de lo cual se continuaron las campañas bélicas.

Para extraer algunas observaciones estadísticas sobre la Guerra de los Mil Días se toma el número de batallas y muertos por años de combate, ya que son los datos con mayor concordancia entre los diferentes autores, lo cual arroja: 66 batallas y 13 muertos en 1899, 277 batallas, escaramuzas y combates cuyo resultado fue de 1504 muertos en 1900. En 1901 se libraron 177 batallas con 520 muertos; en 1902, se presentaron 69 enfrentamientos los cuales dejaron 253 muertos. Cuando terminó la guerra, aproximadamente un 2% de la población habría muerto, según los datos presentados en el libro de Henderson (2012), inferencia que se profundiza en la parte final del presente ensayo (p. 41).

La batalla de Peralonso librada en diciembre de 1899 y la batalla de Palonegro, verificada el 11 de mayo de 1900 (ver cuadro 4), fueron sin duda las más importantes de esta guerra, puesto que se dieron cita los revolucionarios de todas las zonas del país en oposición frontal al Gobierno conservador con apoyo de armamentos provenientes de países fronterizos. En el caso de Palonegro, en total se presentaron 18.000 combatientes, casi el doble en comparacion con la batalla de Peralonso, y el saldo de muertos superó los 4000 y 1000 heridos. Entre tanto, en Peralonso el número de bajas fue de 2500 y 750 heridos. Tanto en la una como en la otra, pese a su distancia temporal y la magnitud de los combatientes que participaron, la cifra de prisioneros de guerra tomados en el curso y a la finalización de cada una de ellas indica sin equívocos un elevado grado de regularización, que tanto en los términos del actual Derecho Internacional Humanitario como del Derecho de Gentes entonces vigente evidencia su cumplimentación casi a cabalidad. De hecho esos 2800 prisioneros no significan otra cosa que 2800 no combatientes a quienes se les eximió de una ejecución sumaria en el curso de dos batallas tan encarnizadas e intensas. Más aún, la cifra global de los combatientes que tomaron parte en ambas batallas, de al menos 20 500 contrastada con el número de 2800 prisioneros, significa que cerca de un 15% preservó su vida en función de la protección debida al prisionero de guerra que constituye todavía hoy el corazón del ius in bello o derecho de la guerra. Si se miran comparativamente ambos episodios militares, resulta legítimo inferir un cierto debilitamiento de los parámetros regulatorios. Mientras en Los Chancos el número de prisioneros superó de lejos el de bajas o abatimientos, más que doblándolo numéricamente, en La Garrapata, por el contrario, la situación se invierte: el número de bajas dobla por un poco al número de prisioneros. En una inferencia apresurada podría sostenerse que el prolongamiento de la contienda armada favorece o contribuye la desregulación del conflicto armado, mientras que en las primeras ocasiones o meses de la misma resulta más viable el mantenimiento y observancia de parámetros regulatorios.

La batalla de Palionegro se extendió por 15 largos días y quien resultó finalmente ganador fue el general Próspero Pinzón, del partido Conservador, puesto al mando supremo del ejército gobiernista en representación del sector nacionalista. Educado en la Academia Militar de París, partícipe en la Guerra de 1876/77 y con una carrera política y judicial que lo había llevado a los más altos cargos en la magistratura y el ejecutivo, Pinzón encarnaba quizá como ningún otro integrante de la oficialidad el prototipo del militar disciplinado, respetado por sus subordinados pero distante de ellos, y especialmente, al hombre de profundas creencias religiosas y ejemplar padre de familia. Los relatos de la época lo presentan como el jefe devoto que cada mañana de la contienda se levantó más temprano que todos para cumplimentar puntualmente sus deberes religiosos, sin perder jamás la fe en la victoria (Peñuela, 1948).

Marco Palacio (2011) afirma que las acciones militares de los Mil Días fueron breves y con altibajos; las armas, especialmente las de la facción roja, fueron el machete, el artefacto más empleado en la mortífera batalla de Palonegro (p. 126). Empero, el empleo de armamento sofisticado como los fusiles de precisión Remington ponen en tela tales aseveraciones. En esta batalla el número de combatientes fue el doble en comparacion a la Garrapata, (ver cuadro 5) ya que se presentaron 18 mil de ambos bandos, y el 15% de estos combatientes fueron dados de baja, mientras que el número de heridos equivaldría a un 5%, y un porcentaje similar correspondería a quienes fueron tomados como prisioneros.

Como se evidencia de las gráficas y tablas, el contraste de las dos principales batallas en la Guerra de los Mil Días no puede ser más marcado. El porcentaje de prisioneros se reduce a un dígito porcentual disminuyendo de manera notoria respecto de los prisioneros tomados en los sendos episodios bélicos examinados en la guerra anterior. El descenso en la regulación resulta aún más visible en la batalla de Palonegro donde el porcentaje de prisioneros exhibe su máximo declive situándose en apenas un 6%, tomando el registro más bajo tanto del número de muertos como el de participantes9 (Martínez, p. 380).

La batalla de Palonegro, librada el 11 de mayo de 1900, fue sin duda la más importante de esta guerra debido a las consecuencias derivadas de su desenlace. El liberalismo se vio obligado a continuar el levantamiento mediante guerra de guerrillas, dejando atrás la "guerra de caballeros," y el ejército insurrecto que en un principio fue vencedor en Peralonso, Gramalote y Terán, se transformó en uno derrotado y en fuga. En las inmediaciones del río Lebrija se dieron cita los revolucionarios de todas las zonas del país en oposición frontal al Gobierno conservador con apoyo incluso de armamento proveniente de países fronterizos. En total se presentaron 14 000 combatientes en contra de 11 443 conservadores, y el saldo de muertos superó los 4 mil, dimensión numérica que superaba con creces todos los anteriores enfrentamientos militares que hasta entonces habían tenido lugar en territorio colombiano.

Hacia una reconsideración de la Guerra de los Mil Días

El número de víctimas de la Guerra de los Mil Días ha sido materia de un largo debate aún inconcluso entre los historiadores y analistas del país. Entre las más recientes posturas, pueden mencionarse la "tesis minimalista" sostenida por Palacio (2011) quien, sin aportar ningún argumento nuevo, desecha los cálculos tradicionales que han avanzado la cifra de un centenar de miles de muertos, tildándola de legendaria porque a su juicio, tal guarismo entrañaría de suyo la equivalencia, o incluso, superioridad de la devastación poblacional de nuestro conflicto armado finisecular respecto a la destrucción humana causada en la guerra civil de Estados Unidos.

El respetado historiador y analista pareciera retroceder espantado ante la más ligera posibilidad de un tal parangón; probablemente no carezca de motivos, si se tiene en cuenta que la Guerra de Secesión es considerada por muchos expertos el primer caso de una guerra total, y resultaría un verdadero enigma que nuestra poco moderna guerra, en cuyos fuegos se bautizara el advenimiento del siglo XX, hubiera alcanzado tal destrucción (McPherson, 1997, p. 308; Neely, 1997, p. 370). Pero, sin duda, el temor reverencial en el caso de los historiadores nunca podrá ser considerado un buen consejero para el ejercicio de la profesión. En claro contraste con esta mirada tradicional con base en la cual la historiografía colombiana ha creado el imaginario de una contienda bélica compulsiva y desordenada construida con base en fanatismo, machete y primitivez, puede mencionarse la valoración cronológicamente posterior y categóricamente divergente que el historiador estadounidense James D. Henderson ha efectuado sobre la Guerra de los Mil Días. Henderson (2012) se inclina exactamente por la tesis maximalista, contraponiéndola punto por punto a la de su homólogo criollo, sin la más leve vacilación por su parte. Asumiendo el guarismo más común de un centenar de miles de muertos para un país que no sobrepasaba los cuatro millones de habitantes —y con ello sigue la tesis de este autor no sin antes precisarla—, la destrucción en vidas humanas llegó a alcanzar algo más de un 2.5% de la población entonces existente, como quiera que el censo disponible para 1899 arroja un total de 3 900 000 habitantes (Henderson, 2012, p. 42). Más aún, bajo tales condiciones, el país habría experimentado tasas de homicidio superiores a 667 muertes violentas por cada 100 mil habitantes, lo cual les amerita el calificativo de "astronómicas" al no distar mucho de las cifras de violencia paramilitar a finales de la década de los 90 o principios del siglo XXI.

La afluencia de voluntarios y conscriptos para llenar tanto las filas de los cuadros de los insurrectos como del ejército gobiernista en los dos primeros años de la guerra, con sus grandes demandas de fuerza humana que permitieron la conformación de los batallones enfrentados durante las acciones armadas desde Peralonso (octubre de 1899) hasta Palonegro (mayo de 1900), quizá sea la causa de un enigma poblacional que no ha sido suficientemente explicado. La demografía histórica de Bogotá indica una significativa variación negativa en el número de habitantes de la ciudad capital que pasaría de 130 000 en el año del inicio de la guerra a 100 mil habitantes al año siguiente (Rey, p. 16). La plausibilidad de que la puesta a punto de ejércitos numerosos levantados en pocos meses haya drenado la población capitalina resulta muy alta.

En tales condiciones la letalidad bélica de la Guerra de los Mil Días resulta no solo perfectamente parangonable con la Guerra de Secesión estadounidense, cuya tasa de mortalidad se estima como una de las más altas entre sus congéneres, cuando no absolutamente incomparable. Más aun, la letalidad de la devastación poblacional que arroja la Guerra de los Mil Días resulta ligeramente superior en términos proporcionales a la de la Guerra Civil de los EE.UU. Es bien conocida la larga discusión que los aspectos demográficos de la Guerra de Secesión han suscitados entre los especialistas de diversas disciplinas alrededor de esta problemática en el compartido interés de llegar a una dimensión cuantitativa cercana a la magnitud real. La dificultad para dar cuenta de la población de color víctima ha sido puesta de relieve así como lo difícil de hacer estimativos sobre la población civil muerta con ocasión de la contienda bélica. El censo de los EE.UU hecho por la Washington Printing Office (1864) en 1861 arroja la cifra de 31 400 000 habitantes, mientras tradicionalemente se acepta la cifra de 618 mil muertos10, que los analistas recientemente consideran insuficiente con base en sofisticados análisis de los censos subsiguientes. Así, proponen cifras que irían de los 700 mil a los 750 mil muertos causados por la contienda. Si se toman estos guarismos, el porcentaje de la devastación poblacional en los Estados Unidos oscilaría entre un 2% —como mínimo— hasta un 2,4%, como máximo, tomando como referencia las actualizaciones más recientes, por lo que el porcentaje criollo resulta en ambos casos de todas maneras bastante superior respecto de primero y ligeramente elevado en relación con el segundo.

Es obvio que tal dimensión resulta incomprensible si se piensa que el largo enfrentamiento armado tuvo como principal instrumento los célebres machetes del negro Marín o vetustos fusiles de mecha sacados de los graneros solariegos para armar apresuradamente cuadros improvisados de aparceros, terrajeros y arrendatarios de las haciendas conducidos a la fuerza por terratenientes locales. El flujo de armamento que debió penetrar en un país de inmensas fronteras abiertas tanto terrestres como marítimas rodeado de vecinos favorables a la insurrección en al menos media docena de países limítrofes tuvo que alcanzar cuantías de las que la historiografía nacional todavía no ha podido dar cuenta, pero que son decisivos para explicar un encarnizamiento de tal magnitud. Ello explicaría con mayor amplitud la existencia del célebre codicilo secreto que se le agregó al Pacto de Wisconsin, mediante el cual el Gobierno conservador aceptaba el pago de una suma de dólares para que Benjamín Herrera pudiera pagar adquisiciones de armamento hechas durante el desenvolvimiento de la guerra.

Si se profundiza el paisaje general de la contienda bélica finisecular que ha empezado a emerger recientemente de los estudios locales y regionales de las dinámicas de los enfrentamientos que opusieron a muy distintos grupos sociales, se dibuja el lienzo complejo de una creciente expansión geográfica que de manera molecular cubrió, ciertamente de manera diferenciada pero no menos intensiva, el conjunto de una espacialidad que contaba entonces con poco más de 200 mil km cuadrados de los actuales (Campo, 2003, p. 234-247).

La participación de los sectores indígenas en los territorios del antiguo estado del Cauca como yanaconas, paeces y guambianos, al igual que un repertorio de acciones violentas de muy diversa índole, duración, intensidad y finalidad, que consistieron en asedios, tomas, saqueos, rodeos amenazantes, fugas de presos, emboscadas, hostigamientos, persecuciones, escaramuzas, expulsiones y robos, evidencian la diseminación desenfrenada de hechos concertados en ocasiones, aislados en otras, pero en todo caso convergentes en un proceso de escalamiento microespacial cuya verificación pormenorizada apenas comienza a realizarse. Estas condiciones de obligada provisionalidad respecto de las dimensiones mayores, cuya resultante configuraría las cifras globales de cerca de tres años, ha determinado una apreciación manifiestamente inferior a la que sugieren las dinámicas de confrontación a partir de una cuidadosa reconstrucción estadística de los hechos bélicos y violentos acontecidos. Ello explica que durante una centuria la imagen producida por la historiografía nacional de la Guerra de los Mil Días haya permanecido prisionera de limitaciones investigativas trocadas en verdades incontestables y lugares comunes pasando por alto las singularidades que despuntan de un enfrentamiento que a partir de la derrota en Palonegro del sector insurreccional a finales de mayo de 1900 daría paso durante dos años más a un tipo de guerra molecular, micro espacial y de segmentación horizontal propia de una máquina de guerra dispersa y rizomática agenciada por una inmensa diversidad de sectores sociales donde excesos de crueldad y espasmos de caballerosidad se combinaron en medio de una creciente degradación propiciada por el régimen gubernamenta11 (Deleuze y Guatari, cap. 7).

La comparación entre las dos grandes guerras civiles acaecidas durante la segunda mitad del siglo XIX en el hemisferio occidental encuentra la circunstancia adicional de la menor duración de la contienda nuestra, ya que la norteamericana se prolongó por lo menos en un año más, y probablemente obtenga su explicación de fondo en la naturaleza misma de la que ambas hicieron gala. La menor importancia de las guerrillas surgidas en apoyo de la Confederación así como la negativa del presidente Jefferson Davies y el propio general Lee a servirse de ellas —por considerarlas como indignas o impropias de una guerra presidida por códigos de honor caballeresco— impidió el paso de una guerra molar a una difuminada y molecular. En igual sentido, la prevalencia de cuadros regulares enfrentados en letales cruces de fuego circunscritos a una jornada que podía extenderse desde el amanecer hasta la caída de la noche —la batalla de Seven Days es una excepción en tal sentido— pero no más allá, permitieron una regularización de la guerra civil que si bien no eximió a las poblaciones de Georgia de un tratamiento brutal —mas no letal— por parte de la larga marcha que Sherman emprendió con la expresa finalidad de "hacer aullar" a quienes apoyaron a los rebeldes, constituyó un factor determinante en una conducción regularizada de las hostilidades.

La circunscripción de la guerra norteamericana a teatros de operaciones claramente delimitados cuyos efectos se agotaban en el curso de la respectiva batalla contribuyó a restringir sus efectos letales. Si se contrasta el alto grado de concentración geográfica que le sirvió de escenario —los valles del Potomac, Rapanohek, Shenadoah y Mississipi fueron el espacio de al menos dos terceras partes de los enfrentamientos con la creciente difuminación territorial que la Guerra de los Mil Días alcanzó, abarcando dos costas oceánicas y puntos terrestres tan distantes como la frontera sur en límites de Ecuador (combates de Puerres e Ipiales) con la zona del istmo de Panamá (combates de Aguadulce, Bocas del Toro y Calidonia) separados por más de dos mil kilómetros de distancia—, empieza quizás a esclarecerse el conjunto de condiciones bajo las que una contienda bélica, reputada como primitiva y dominada en más de la mitad de su duración por tácticas de guerra de guerrillas, pueda no sólo equipararse —e incluso superar— en letalidad bélica con la primera guerra total (Jurguen, 2008, cap. 5).

Las dificultades para admitir la plausibilidad de tal intensidad y la permanencia en la calificación minimalista obedece al prejuicio consistente en limitar estos parámetros cuantitativos de violencia solo a desenfrenos posteriores que vendrían a presentarse casi un siglo después cuando en medio de las sangrientas escaladas paramilitares, se arriba a guarismos en alguna medida semejantes, celebrando a su manera una centuria transcurrida desde entonces.

Desde la perspectiva asumida en esta aproximación analítica, ni la singularidad anómala de la batalla de Palonegro ni lo astronómico de la devastación poblacional acontecida durante los tres años de guerra que tomó conjurar al régimen conservador la insurrección revolucionaria resultan extraordinarios ni desproporcionados.

Por el contrario, la hondura de las transformaciones experimentadas en el contexto constitucional —la efectiva demolición del Derecho de Gentes en provecho de la ley marcial y la implantación por decreto de la guerra a muerte—; el contexto ideológico —la reintroducción de elementos de guerra santa en el ideario del régimen conservador que en esta ocasión detentaba el poder—; el contexto político —la agudización del antagonismo partidista acompañado de la precaria legitimidad de un Gobierno golpista—; y el marco jurídico tan opuesto a la regulación de la guerra —la derogatoria de facto del Código Militar de 1881—, tal como se expresara con toda desnudez en el tristemente célebre "decreto funesto", todo ello en asocio de los nuevos ejes geohistóricos altamente desterritorializados y diseminados en todos los rincones de una espacialidad abierta, explican que más bien se trató del resultado inevitable de tales modificaciones estructurales.


Pie de página

1La noción de Cartas de Batalla para designar bajo un concepto más politológico y alejado del fetichismo jurídico los pactos excluyentes de las élites vencedoras en las guerras civiles colombianas sigue siendo una herramienta hermenéutica de alta capacidad analítica o rendimiento heurístico desde que Hernando Valencia la acuñara hace casi dos décadas.
2Su texto literal reza lo siguiente: "El Derecho de Gentes hace parte de la legislación nacional. Sus disposiciones regirán especialmente en los casos de guerra civil. En consecuencia, puede ponerse término a esta por medio de Tratados entre los beligerantes, quienes por este medio deberán respetar las prácticas humanitarias de las naciones cristianas y civilizadas".
3Al parecer, para dar cuenta de la muerte de Obando, sus ejecutores ofrecieron como prueba el notorio bigote arrancado a quien fuera soldado realista, rebelde contumaz y presidente de la república.
4La tesis comúnmente aceptada de introducir un sistema equivalente a la internacionalización de la guerra interna sería más propia de un Staatenbund o Unión de estados que no fue en modo alguno el sistema de la CP de 1863. Orozco Abad, I (1995). Combatientes y Rebeldes. Editorial Temis.
5Es interesante notar que la recepción de esta primera codificación de los usos de la guerra tuvo alcance mundial y sufrió verdaderas adaptaciones tanto convergentes con su filosofía al modo del proyecto de Convención discutido en la Conferencia de Bruselas de 1874 como disonantes en extremo en el caso de la adaptación mexicana establecida como Manual de Guerra en 1873, que rechaza de plano el reconocimiento de beligerancia (Instrucciones; artículo 136).
6La precisión histórica de las circunstancias de su muerte se produce exactamente un siglo más tarde cuando un descendiente del general liberal, Alberto Franco Becerra Figueredo, publica una carta en el principal diario colombiano El Tiempo, el 8 de diciembre de 2002.
7Con ocasión del centenario de la conclusión de la Guerra de los Mil Días se publicó Memoria de un País en Guerra. Los Mil Días 1899-1902, editado por Gonzalo Sánchez y Mario Aguilera. Editorial Planeta 2001.
8Vale la pena mencionar dos nuevas publicaciones de tales materiales inéditos: Memorias Militares de la Campaña del Norte de Jorge Brisson (La Carreta Editores, 2011) y Diario del Coronel Francisco Duque Ramírez: presencia antioqueña en la Guerra de los Mil Días (Instituto Tecnológico Metropolitano, 2010).
9Continúa existiendo una gran disparidad de cifras entre el número de participantes en Palonegro por las intencionalidades tácticas y políticas de los protagonistas en minimizar la dimensión de sus respectivas fuerzas.
10Cifra aceptada por historiadores como James McPherson cuyo Battle Cry of Freedom se considera como una versión clásica y estándar de la Guerra civil estadounidense.
11Es el caso del célebre "Código Maceo", cuya implementación intentara en vano imponer el general liberal Avelino Rosas a su llegada a Colombia en 1900 para combatir en las filas insurrectas que traía desde Cuba, donde había combatido bajo las órdenes del Titán de Bronce durante la denominada Guerra Chiquita —1898/1900—; o el pacto de Agua Azul auspiciado por Benjamín Herrera en la zona de Panamá hacia el final de la contienda.


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