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Papel Politico

Print version ISSN 0122-4409

Pap.polit. vol.20 no.1 Bogotá Jan./June 2015

https://doi.org/10.11144/Javeriana.papo20-1.dpel 

Democracia, participación y espacio local en Chile*

Democracy, Participation and Local Space in Chile

Carlos F. Pressacco**
Sebastián Rivera***

*Artículo de reflexión.
**Doctor en Ciencia Política, Académico del Departamento de Ciencia Política y RR.II., Universidad Alberto Hurtado.
***Licenciado en Ciencia Política y RR.II, Universidad Alberto Hurtado.

Recibido: 07/05/2014 Aprobado: 06/01/2015 Disponible en línea: 01/05/2015


Cómo citar este artículo

Pressacco C. F. y Rivera, S. (2015). Democracia, participación y espacio local en Chile. Papel Político, 20(1), 9-33. http://dx.doi. org/10.11144/Javeriana.papo20-1.dpel


Resumen

La desconfianza ciudadana con la política y el malestar con la democracia ha llevado a los sistemas políticos a explorar nuevos mecanismos e instancias de participación que aminoren el protagonismo de las elites tradicionales en el proceso de toma de decisiones. Como casi todos los países de América Latina, Chile ha desarrollado un proceso de reformas políticas que han tenido, entre otros elementos, el reforzamiento de los poderes locales como uno de sus ejes centrales, a su vez, articulado con innovaciones en el ámbito de la participación ciudadana local. No obstante ello, se trata de reformas graduales que no han logrado modificar de manera significativa la relación entre el gobierno local y la ciudadanía.

Palabras clave: Gobierno local; participación ciudadana; Chile; plebiscitos


Abstract

Citizen political distrust and discomfort with democracy has led politicians to explore new mechanisms and levels of participation that lessen the prominence of traditional elites in the process of decision-making systems. Like most Latin American countries, Chile has developed a process of political reforms that have, among other things, the strengthening of local authorities as one of their central axes in turn, linked to innovations in the field of participation local citizen. Nevertheless, these gradual reforms that have failed to significantly modify the relationship between local government and citizens.

Keywords: Local Government; citizen participation; Chile; plebiscites


El debate global sobre la calidad de las democracias y los modelos participativos

Hay evidencia de una importante cantidad de bibliografía que pone atención en Latinoamérica, los debates académicos y políticos sobre la democracia, y han virado significativamente desde que se inició la tercera ola democratizadora (Huntington, 1991). De este modo, si en las décadas de los años ochenta y noventa el énfasis estaba puesto en el debate sobre la democratización, y en particular sobre transición y consolidación de la democracia en la región (O'Donnell, 1997, 1994; Garretón, 1995; Linz y Stepan, 1996; Hagopian y Main-waring, 2005), este ha dado paso paulatinamente -una vez superada las posibilidades de las regresiones autoritarias- a un debate centrado en la calidad de la democracia.
En este debate, la democracia no se entiende solamente como un conjunto de procedimientos e instituciones, sino a partir de una forma de relación entre el Estado y la ciudadanía, tal como señala Hagopian (2005, p. 43):

[...] la calidad de una democracia no solo implica la protección de las libertades, de los derechos básicos, de la supremacía del Estado de derecho y de una igualdad básica, sino también de gobiernos que rindan cuentas (accountable) ante otros agentes del Estado y ante los ciudadanos, que sean responsivos (responsive) a las preferencias de éstos, que haya una competencia significativa por el poder y que los ciudadanos satisfechos participen en la vida política.

Estos últimos aspectos son particularmente relevantes para el caso chileno. Es aquí donde se insertan las discusiones sobre composición, rotación y movilidad de las élites políticas, los niveles de participación electoral, los niveles de confianza en las instituciones políticas, los debates sobre la organización territorial del poder del Estado, la inclusión de actores sociales tradicionalmente excluidos, el poder de autodeterminación que debiesen tener los pueblos originarios y, por cierto, los debates sobre la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, que han emergido con mucha fuerza en la agenda política en los últimos años.

En este sentido, la importancia del debate de calidad de la democracia es obvia: presenciamos una baja legitimidad, altos niveles de desconfianza con las instituciones políticas representativas, creciente rechazo a las elites, polarización, y un cuestionamiento constante al régimen de representación política. Todos estos elementos ayudan a comprender la situación regional a partir de una excepcional dualidad: por una parte, un periodo de crecimiento económico y de reducción de la pobreza, pero acompañada de un profundo malestar e insatisfacción con el funcionamiento de los regímenes democráticos.

Una de las interpretaciones dadas para corregir los déficits democráticos que presentan actualmente las democracias de la región, tiene que ver con la introducción de mecanismos de participación ciudadana en los asuntos públicos. Sin embargo, no se trata de un tema novedoso en lo absoluto. Ya durante la década del sesenta, las corrientes participantes de la democracia pusieron el foco en los límites y consecuencias de las democracias elitistas criticando la representatividad de las democracias capitalistas liberales, atenazadas entre el poder de unas elites crecientemente desconectadas de la sociedad y el aparato burocrático expandido al alero del aumento de las funciones sociales del Estado (Macpherson, 1982; Pateman, 1970).

Este debate, interrumpido en América Latina por el quiebre de la democracia y por las posteriores preocupaciones de la transición, reaparece en el contexto de democracias relativamente consolidadas en las cuales la complejidad y diferenciación social y política se ha incrementado y combinado con el debilitamiento de la capacidad de representación de la elite política y el debilitamiento de la capacidad del Estado de dar cuenta de las demandas ciudadanas. En este contexto, nuevas formas de representación de los intereses sociales han ido emergiendo y con ello, iniciativas de institucionalización que permiten el procesamiento de dichas demandas (Cunill, 1992).

En este artículo sostenemos que la crisis de representación que viven actualmente las democracias latinoamericanas, pero, particularmente la chilena puede ser parcialmente enfrentada con la introducción de mecanismos de democracia en el espacio local. El espacio local, a pesar de no estar libre de problemas altamente relevantes para el correcto funcionamiento de las democracias, tiene virtudes para involucrar a los ciudadanos en los asuntos públicos. Esto sugiere, por lo tanto, la emergencia de procesos de reforma institucionales que den cabida a los ciudadanos, así como orientar los esfuerzos políticos y sociales en la promoción de una cultura participativa que aproveche las potencialidades que presenta el espacio local.

De esta manera, este artículo explora la trayectoria del sistema político y las estrategias desplegadas por los diferentes gobiernos para la promoción de la participación ciudadana en los asuntos públicos, pero, particularmente, los locales. El texto se estructura de la siguiente manera: en primer lugar, se presenta una introducción al debate sobre la democracia en la actualidad, para luego, argumentar sobre las potencialidades del espacio local. En tercer lugar, se presentan algunas características sobre la participación ciudadana en Chile, para finalizar con algunos antecedentes sobre los mecanismos que proporciona el sistema político chileno para la promoción de la participación ciudadana en el espacio local.

¿Contando ciudadanos? La democracia en el centro del debate

Como ha sido ampliamente destacado por la disciplina, América Latina enfrenta en los últimos años importantes cambios en la relación sobre cómo ejercer la democracia por parte de los ciudadanos. Las crisis de representación y de la política que han afectado a gran parte de la región desde la década de los noventa, han propiciado una reconfiguración de las instituciones democráticas (Luna, 2007; PNUD, 2010, 2004; Zovatto, 2010). Esto es posible de observar en algunos países del continente, en donde la emergencia de nuevos espacios institucionales para la participación se ha transformado en una tendencia: plebiscitos, referéndums, iniciativas populares, presupuestos participativos, consejos comunales se han incorporado en los marcos institucionales de los países latinoamericanos (Cameron et al., 2012; Zovatto, 2010). El auge de esta demanda participativa y, en consecuencia, de la institucionalización de estas nuevas formas y mecanismos de participación democrática responde, de acuerdo a algunos autores "al creciente abismo entre los ciudadanos y el sistema político" (Selee y Peruzzotti, 2009, p. 2) y produce lo que se ha denominado como democracias de baja intensidad en el marco de las democracias delegativas, tal como los analiza O'Donnell (1994).

Este malestar, que alcanza cada vez más a todo el globo, se inscribe en un escenario de crisis de la democracia representativa, a la vez que crecen la cultura de la horizontalidad manifestada en nuevas formas de organización política, y en donde se evidencian elementos de una crisis de la autoridad. Todos estos aspectos dan cuenta de un tiempo político e intelectual de revisión, análisis y reinvención de las formas democráticas que se han venido desarrollando en los últimos años. A nuestro juicio, esto promueve un desafío desde el punto de vista académico, que avanza en la definición de modelos de participación más sustantivos.

En los diversos estudios de opinión pública se observa la aguda crisis de confianza en la que se encuentra el Congreso nacional o los partidos políticos, pero también de otras instituciones políticas, como los municipios, los cuales se ven cercanos pero corruptos y poco transparentes y abiertos. Además, ante la falta de respuestas, crecen las movilizaciones sociales, las protestas callejeras y la demanda de plebiscitos para solucionar controversias sociales, ambientales y urbanas. Esta percepción que afecta a los gobiernos locales es particularmente importante, dado que, más allá de sus orientaciones empíricas, la descentralización es portadora simbólica de una promesa de mayor participación ciudadana.

Así, yace en el centro de este debate, tanto desde perspectivas normativas como normativas cual es (o debiese ser) el papel asignado a la participación de los ciudadanos en el quehacer democrático. En este sentido, entre las múltiples diferencias que existen entre las diversas maneras de entender la democracia, estas se diferencias en el papel que le atribuyen a la participación de los ciudadanos en el proceso político (Held, 2007). En ese escenario, tanto como concepciones elitistas y participativas de la democracia, aparecen como los extremos de un continuo que atribuye distintos niveles de intensidad a la participación de los ciudadanos en los asuntos comunes.

Al parecer, habría evidencia empírica de que no basta con solo seleccionar a los que gobiernan en procesos electorales (Schumpeter, 1984) y que la ciudadanía reclama ser oída no solo cada cierta cantidad de años al momento de seleccionar entre sus candidatos y candidatas a las futuras autoridades políticas. Frente a esta posición elitista, aparecen perspectivas más participativas sobre la democracia. Desde estas propuestas, no se niega el componente representativo con el que cuenta la democracia, sino que los complementa y combina con componentes participativos (Bobbio, 2007; Zovatto, 2010). Lo que se busca es aumentar la participación de los ciudadanos, como un mecanismo para generar un contrapeso al poder ejercidos por las elites políticas por parte de los primeros, que en muchas ocasiones no han sido considerados y son marginados de la sociedad (Baños, 2006). De este modo, se aboga por una ampliación "de los mecanismos de inclusión política y se proponen diferentes modalidades de participación directa de los grupos sociales en la gestión de los asuntos públicos" (Delamaza, 2010, p. 281). De este modo, aparece la búsqueda de una democracia sustantiva que aliente la politización del espacio público, desincentive la apatía y promueva la participación ciudadana (Sandel, 1996; McPherson, 1982), a la vez que transforme el sistema democrático por la vía de la inclusión de instituciones y mecanismos "participativos", de modo que la participación de los ciudadanos no sea insignificante (Bobbio, 2007) ni que margine al ciudadano de las decisiones públicas (Borja, 1987).

Esta transformación no apunta al reemplazo de un tipo de democracia por otro, ni a la superioridad normativa de una por sobre la otra, sino a una complementariedad virtuosa entre el "momento" representativo y el participativo y deliberativo (Bobbio, 2007). Esto obliga al perfeccionamiento de la institucionalidad democrática que construye la representación con el uso más intensivo de mecanismos de democracia directa, a su vez, desplegados ambos procesos en diversos espacios del sistema político democrático. De la misma manera, está la idea de democratizar los mecanismos de intermediación entre la sociedad y las instituciones políticas, así como la creación de nuevos mecanismos y espacios para la participación en la toma de decisiones, como consejos de pueblo, de barrio, de trabajadores, consejos regionales y nacionales comunicados por sistemas televisivos, así como espacios para exigir la rendición de cuentas a los representantes (Baños, 2006, p. 47). En consecuencia, lo que se busca es generar un espacio real para la participación de los ciudadanos fuera del ámbito estrictamente electoral y propio de los modelos más liberales de la democracia.

Por otra parte, Altman (2011, 2005) promueve un enfoque actual de las posibilidades de la democracia directa, el cual estaría posibilitado por el cambio tecnológico, las nuevas redes y movimientos sociales y el extendido sentimiento antiautoridad, todos factores que contribuirían a desarrollar una demanda pro participación desde la sociedad civil. Siguiendo a algunos autores, entendemos que esta demanda de mayor participación podría ser explicada como consecuencia de un doble proceso: por una parte de "publicitación" del espacio privado (Cunill, 1997), y por otra, de mayor "politización" de los sujetos sociales (Cohen y Arato, 2000). En virtud de lo anteriormente señalado, asumimos que la participación de los ciudadanos es un componente esencial de la democracia, independiente de la concepción que se adopte. En estos términos, la participación ciudadana comprende una forma de entender el ejercicio del poder donde los ciudadanos forman parte activa de la gestión de los asuntos públicos.   

Descentralización y participación y lo local como espacio privilegiado

La idea del espacio local, como un espacio privilegiado para el ejercicio de los derechos políticos democráticos es de larga data. Fue Tocqueville (2011) uno de los primeros intelectuales en detectar en el espacio local -en particular la comuna- el escenario propicio para que todos los individuos pudieran atender colectivamente la resolución de los asuntos públicos en controversia. Para este autor, la comuna sería el espacio por excelencia en donde se puede desplegar con intensidad el derecho al autogobierno, es decir, la democracia. Es aquí, donde los ciudadanos, pueden por medio de la participación directa en los asuntos públicos, ya sea tomando decisiones sobre estos asuntos o definiendo responsabilidades sobre tales decisiones políticas, participar en el ideal del autogobierno.

En América Latina, la conformación de los Estados nacionales estuvo marcada por fuerzas centralistas. La necesidad de contar con fuerzas armadas unificadas y nacionales en una primera parte, junto con la provisión de servicios como la educación, salud o agua potable más adelante, fueron sistemáticamente legitimando la acción de los gobiernos centrales (Finot, 2001; Veliz, 1984). Tal característica, se mantuvo en gran parte en los países latinoamericanos hasta la segunda mitad del siglo xx, periodo en el cual el centralismo comienza a enfrentar graves problemas de eficiencia en la provisión de servicios públicos.

A partir de la década de los setenta y ochenta, lo local ha ido cobrando valor como un espacio significativo en el espacio generador del desarrollo (Boisier, 2004; Finot, 2005). Lo anterior involucra no solo su acepción economicista (Blakely, 2003), sino también política, en virtud de la cual, los ciudadanos a través de articulaciones sociales y políticas fundamentales por medio de redes, pueden participar en el devenir de sus propias comunidades políticas (Boisier, 2004). En este sentido, el espacio local se entiende, no solo como espacio o territorio físico, sino se convierte en un escenario en donde los ciudadanos pueden ejercer de mejor manera sus derechos políticos democráticos.

Según el análisis, lo local permite observar y abordar de mejor manera el papel de los ciudadanos en los asuntos públicos, por tanto, involucra la institucionalidad y los mecanismos desde los cuales se ejerce esa participación en tales asuntos. De la misma manera, se puede analizar cómo se construyen las múltiples relaciones de poder entre los diversos actores, y por consiguiente, evaluar si estas prácticas potencian o limitan el ejercicio de la democracia (Dahl, 2010). Asumir el espacio local como clave para el estudio de las formas de participación y la calidad de la democracia que tenemos, nos lleva a otro importante asunto: la descentralización.

La descentralización ha sido clave en la agenda latinoamericana (Faletti, 2010, 2005; Stein et al., 2006) debido a que esta se ha entendido como un mecanismo para alcanzar una diversidad de objetivos -algunos tan disímiles-, tales como profundizar la democracia, fortalecer el desarrollo, contribuir a la equidad ciudadana, disminuir el aparato del Estado, hacer más eficiente la gestión pública y promover más y mejores servicios públicos (Galilea et al., 2011; Montecinos, 2006). A pesar del alto valor social de estos objetivos, la descentralización no ha estado exenta de tensiones y problemas. Asimismo, en la mayoría de los casos nacionales los gobiernos locales han replicado el presidencialismo y clientelismo tan propio de la política latinoamericana, una cultura personalista semiautoritaria con un fuerte déficit de participación ciudadana efectiva, así como diversas modalidades de gestiones cooptativas de los actores sociales (Campos, 2012; Eaton, 2011; Gibson, 2012).

La tan llevada discusión entre centralización-descentralización y la apuesta por esta última como sinónimo de horizontalidad, participación, desarrollo endógeno, autonomía, tiende a obviar un problema mayúsculo: la satanización del centralismo y junto con esto, del Estado. De este modo, el Estado es reducido a esa función y limitando el ejercicio de la centralización solo a las burocracias estatales como si no existieran las mercantiles y su poder no fuera suficientemente fuerte como para dominar los Estados, como lo ha demostrado la historia en determinados casos.

Según lo ha señalado Von Haldenwang (1990), dentro de los enfoques teóricos que explican los procesos de descentralización en América Latina se destacan el neoestruc-turalismo, el neomarxismo y el neoliberalismo. Este último enfoque parte de la crítica al Estado por la sobrecarga de responsabilidad que fue sistemáticamente asumiendo, lo que ha provocado problemas como inflación de demandas, inflación regulativa, crisis del presupuesto estatal y una falta de adecuación de su capacidad administrativa producto de su exacerbada centralización. Por tanto, se propone de este modo, a la descentralización como un programa de "modernización administrativa, despolitización económica y desmantelamiento del Estado ineficiente" (Von Haldenwang, 1990, p. 64).

Esta manera de conceptualizar la descentralización lo vincula con los procesos de reforma del Estado (Oslak, 1999; Samuels y Montero, 2004) que enfrentaron los Estados latinoamericanos desde la década de los ochenta, y, en particular, con la llamada Nueva gestión pública, que considera a la descentralización como un proceso en el cual la administración pública es más eficiente, de calidad y estratégica (Osborne y Gaebler, 1994). De este modo, la descentralización tiene como principal consecuencia, una ampliación de las libertades para la gestión de los departamentos, divisiones, unidades y/o gobiernos subnacionales, y por consiguiente, un aumento de su eficiencia (Montecinos, 2005). No obstante, Montecinos (2005) sigue a Prates (1998) quien concluye que, la descentralización entendida en estos términos, no garantiza una administración más eficiente, debido a que la resolución de los problemas sociales requiere que estos sean considerados por el Estado en su totalidad, y no de manera fragmentada por una u otra política. En consecuencia, esta apuesta sobre la descentralización, ha llevado no solo a la fragmentación social de estructuras, actores y políticas sociales en nuestros países en clave neoliberal, sino que, además, han permitido la liberalización y privatización del poder y los derechos.

Por este motivo, la descentralización neoliberal lejos propiciar la socialización del poder, imprescindible para el ejercicio de la democracia, ha estrechado sus posibilidades y condiciones a través de mecanismos como la fragmentación y desconexión estructural de la sociedad. Siguiendo a Coraggio, "bajo la nomenclatura de los principios de la libertad, la "descentralización", término que puede intercambiarse con el de "estatización", [se] esconde un proyecto de gigantesca centralización capitalista del poder económico a escala mundial y se ejecuta desde los Estados, apoyándose en las interpretaciones más centralistas del poder político" (1997, p. 18).

De acuerdo con estos antecedentes, sostenemos que la relación entre descentralización y espacios locales encuentra un fecundo escenario para la promoción de la participación ciudadana. La descentralización, entendida como el proceso que fortalece la autonomía de los gobiernos subnacionales para la gestión de los asuntos que le son propios, vincula al fortalecimiento de los gobiernos locales con el perfeccionamiento de la institucionalidad democrática. Dicho de otra manera, la mayor autonomía que los gobiernos locales obtienen en el marco del proceso de descentralización, es una que deriva de la mayor capacidad de la sociedad local para incidir en las decisiones del sistema político local.

Desde este punto de vista, la participación ciudadana, definida como la intervención en el proceso de toma de decisiones políticas portando intereses colectivos -y por lo tanto, diferenciada de la participación sociocomunitaria o aquellas experiencias autónomas de la sociedad civil- permite distinguir diversos grados que van desde la mera consulta a la delegación de poder desde el Estado (Cunill, 1992).

El enfoque de participación ciudadana que se suscribe en este documento rompe con la idea de una suerte de autonomía de la sociedad civil y pone el foco en la capacidad de incidencia de la misma en el proceso de toma de decisiones políticas. De esta manera, se aleja de la idea de un mero mosaico de grupos de interés, vinculando la participación ciudadana al ejercicio de derechos ciudadanos a los temas de propiedad, distribución de renta y orientación de políticas públicas.

Es decir, esta visión se distancia de la concepción tecnocrática de la participación ciudadana, la cual es vista como requisito para aumentar la eficiencia y eficacia de la administración pública involucrando a la ciudadanía en el proceso de implementación de las políticas públicas pero minimizando el carácter "ciudadano" de la participación y privilegiando la perspectiva de "cliente" en el marco de las reformas gerenciales desplegadas en un espacio público despolitizado (Brugué y Gomá, 1998; Font, 2001).

Por tal motivo, importa no solo que esta participación cambie políticas específicas, sino que aporte a un cambio de valores dominantes en la sociedad y en la dirección del Estado colocando "a la participación ciudadana en relación con el Estado mismo, entendiéndola como un medio de socialización de la política que, en tanto tal, supone generar nuevos espacios y mecanismos de articulación del Estado con los sujetos sociales" (Cunill, 1992, p. 39).

Un cuarto de siglo de democracia: ¿promoción efectiva de la participación ciudadana?

En el caso de Chile, el debate sobre la participación ciudadana es concomitante con el proceso de restauración democrática iniciada a comienzos de la década de los noventa y que tuvo a la Concertación a la cabeza del gobierno. Asimismo, los consecutivos gobiernos fueron comprometiéndose en el discurso público en asignar un papel más importante a la sociedad civil a través de una mayor participación en el espacio público (Cleuren, 2007) con el propósito de alcanzar un umbral mínimo que permitiera el ejercicio de derechos políticos, civiles y sociales (Valdivieso, 2008) en un cuadro institucional caracterizado por un importante déficit democrático debido a la existencia de enclaves autoritarios (Garretón, 1996). En estos términos, uno de los grandes desafíos que debió enfrentar la Concertación fue la fórmula para democratizar la democracia, es decir, cómo incentivar la participación ciudadana y vincular la gestión estatal de los ciudadanos (Graves, 2004). Por esta razón, como sostiene Delamaza (2009), la participación ciudadana rápidamente se transforma en una idea "políticamente correcta" que cuenta con un gran respaldo de los diversos partidos políticos y actores de la sociedad civil. Sin embargo, a pesar de la preponderancia de la idea, esta carece de una conceptualización y de definiciones políticas concretas que permitieran dotar de contenido efectivo la idea de la participación ciudadana.

La concepción elitista de la democracia que caracterizó con fuerza la cultura política chilena de los años noventa, en particular, la de los líderes políticos que asumieron como principal objetivo político asegurar la gobernabilidad de la transición, entregó pocas oportunidades a la participación (Delamaza, 2009)1. Esta cultura política, a la cual se añade una serie de entramados institucionales que limitan el potencial democrático y una tradición política que privilegia los cambios y reformas bajo modelos top-down, además de los riesgos y temores que implicaban una regresión autoritaria en el país, configuraron un escenario desfavorable para la inclusión de los ciudadanos en los asuntos públicos desde el retorno de la democracia.

Sin embargo, como sostiene De la Fuente (2013), esta situación no dista demasiado de la realidad de otros países de la región. Utilizando el Índice de Participación Ciudadana (IPC) que compara la realidad de la participación ciudadana en ocho países latinoamericanos, Chile se ubica en la mitad de la lista. La figura 1 presenta los valores alcanzados por cada país en el IPC desarrollado por la Red Interamericana para la Democracia.

Por otra parte, en lo que respecta a la gestión estatal, la incorporación de la participación de los ciudadanos aparece a principio de los años noventa como un ingrediente de esta nueva democracia (Montecinos, 2006). En este contexto, la participación ciudadana se instala con la idea de promover el alcance de dos objetivos: hacer más eficiente la prestación estatal de servicios públicos y fortalecer la democracia a través de una gestión pública participativa (Comité Interministerial de Modernización, 2000). Durante todos estos años, el interés en promover mecanismos de participación ciudadana en la gestión pública ha tenido caracteres disímiles en los diferentes gobiernos.

En estos términos, durante los primeros dos gobiernos de la concertación, la participación de los ciudadanos en la gestión pública estuvo limitada a los diseños y ejecución de los programas sociales, lo que significó la incorporación de las organizaciones no gubernamentales (ONG) y de organizaciones de base dentro de distintas fases de ejecución de los programas, con particular énfasis en la implementación de programas sociales, además de la cofinanciación de los mismos (Delamaza, 2010). Esta situación comienza a cambiar paulatinamente a partir del año 2000 durante la administración de Lagos. Bajo su gobierno, tres iniciativas fueron particularmente relevantes para la promoción de la participación ciudadana: en primer lugar, se iniciaron las conversaciones con organizaciones ciudadanas para la formulación de un marco legal, el cual concluyó con la presentación de la ley sobre participación ciudadana en la gestión pública en el año 2004; en segundo lugar, se promulgó un plan gubernamental que recogió los planteamientos de un Consejo Ciudadano convocado para tales efectos; y en tercer lugar, se decretó el Instructivo Presidencial de Participación Ciudadana en el año 2000 (DOS, 2007; Gentes, 2006). Este instructivo que originó 106 iniciativas por parte de los ministerios, tenía por objetivo recomendar la incorporación de mecanismos de transparencia, de información y de participación ciudadana en las políticas y programas que los mismos organismos impulsaban.

Aunque este instructivo no era obligatorio, sí constituía una fuerte recomendación a los ministerios para incorporarlo en su gestión. Esto evidentemente significó un avance en términos institucionales, aunque estuvo lejos de constituirse en una iniciativa que promoviera efectivamente la participación ciudadana (Cleuren, 2007; Espinoza, 2004). De hecho, según concluye Espinoza (2004, p. 157), del total de iniciativa generadas a partir de este instructivo, tan solo la mitad pueden considerarse como participación propiamente, en donde un escaso 19% corresponden a formas avanzadas de participación y un 10% consideran la representación de los ciudadanos en la formulación, diseño o implementación de las políticas públicas.

El gobierno de Bachelet continuó con las iniciativas presidenciales en materia de participación. De esta manera, en el año 2006 se presentó la Agenda Pro Participación Ciudadana, cuyo principales ejes eran la gestión pública participativa, el acceso de la ciudadanía a la información pública oportuna, el fortalecimiento de la asociatividad y el respeto de la diversidad y la no discriminación (DOS, 2007). Una evaluación similar a la realizada por Espinoza, realizaron Checa et al. (2011) sobre esta Agenda con resultados similares: concluyen que los mecanismos diseñados son más bien informativos o instrumentales y que aquellos que promueven espacios reales de participación son más bien limitados. Además, en el año 2008, se publicó un nuevo Instructivo Presidencial de Participación Ciudadana, el cual mandataba a todos los ministerios a establecer una normativa general sobre participación que contemplara la realización de una cuenta anual de gestión y ejecución presupuestaria, el diseño de mecanismos para establecer Consejos Consultivos de la Sociedad Civil, además de poner a disposición de la ciudadanía sus planes, programa y proyectos (Delamaza, 2009).

Por último, en el año 2011, en el gobierno de Piñera, -siempre desde un plano institucional-, se promulgó la ley n° 20.500 sobre participación ciudadana en la gestión pública, cuyos principales ejes corresponden al reconocimiento del derecho de participación en la gestión pública, el deber del Estado de promover y apoyar a las organizaciones asociativas de la sociedad civil, se crea un Fondo de fortalecimiento de organizaciones de interés público y el establecimiento de Consejos Consultivos de Organizaciones de la Sociedad Civil en los niveles nacional, regional y local de la administración pública. Esta iniciativa no estuvo exenta de polémicas, ya que su trámite duró siete años, en los cuales debió enfrentar el voto en contra de gran parte de la oposición lo que obligó a pasar la iniciativa a comisión mixta.

A partir de esta descripción de las principales iniciativas gubernamentales desde el retorno a la democracia, se observan dos importantes tendencias: en primer lugar, se observa una debilidad institucional en relación a la incorporación de la participación ciudadana en la gestión pública, siendo muy escasas las instancias que existen (Aguilera, 2007); y en segundo lugar, a pesar de los intentos realizados por revertir esta situación sobre todo a partir del año 2000, las iniciativas desplegadas tienden a orientarse hacia niveles inferiores de participación (fundamentalmente el acceso a la información) y a establecer una relación instrumentalizada y predefinida con la sociedad civil (Fernández y Ordoñez, 2007). Esta aproximación instrumental de la participación, de acuerdo a Cleuren (2007: 6) contiene dos peligros intrínsecos: el primero de ellos tiene relación con el riesgo que podría existir de captura clientelar por parte de grupos de interés sobre estos mecanismos que intentan, de una u otra manera, vincular al Estado con la sociedad, afectando la autonomía de esta (Espinoza, 2004); y en segundo lugar, una suerte de desprendimiento de las responsabilidades sociales del Estado por medio del fortalecimiento de las ONG en la gestión de programas orientados a superar la pobreza o a promover la inclusión social.

Descentralización y participación ciudadana en Chile 1990-2013

La importancia de entender la participación en los asuntos públicos y, en particular, en los asuntos locales, es imprescindible para comprender los debates sobre los modelos de democracia y los desafíos que se plantean a los modelos adoptados por los países latinoamericanos y especialmente Chile. La tendencia a asociar participación con información/consulta o movilización social, no permite evaluar correctamente la participación, considerando que esta tiene componentes de toma de decisiones. Como lo señalan algunos autores, la participación involucra tres momentos: formar parte, tener parte y tomar parte (Robirosa, Cardarelli y Lapalma, 1990).

La visión pro participativa observa al ámbito municipal como un espacio privilegiado para fortalecer la relación entre descentralización y democracia (Arocena, 1997; Borja et al., 1987; Bossier, 2004), en la medida de las condiciones: participación real de los ciudadanos en los asuntos locales (mayor información y posibilidades de control) y, proveer a los municipios de las capacidades y medios para enfrentar las demandas de la población. Como lo sintetiza Montecinos (2008), hay una "gerencialista" y, otra, que se centra en el desempeño democrático de los gobiernos descentralizados.

Históricamente, la participación a nivel subnacional, ha tenido una mayor relevancia a nivel municipal, que contrasta con lo ocurrido a nivel regional, la cual siempre ha presentado una delegación nominada centralmente. Similarmente, tras la guerra civil de 1891 se da un espacio participativo por la vía de la Ley de la Comuna Autónoma de 1891 (Salazar y Benítez, 1998), lo que se convierte en el centro del sistema de brokers constituido por los parlamentarios, que gestionan proyectos para las comunas ante la ausencia de un espacio regional autónomo y fuerte. En efecto, como habíamos mencionado anteriormente, es a nivel municipal donde más se devela la cultura política clientelista chilena (Valenzuela, 1977).

Con el golpe de Estado, tan solo ocho días después de producido, los alcaldes electos fueron reemplazados por militares designados centralizadamente, y suprimió a los concejales quienes fueron sustituidos más tarde por un cuerpo consultivo con autoridades partidarias de la dictadura militar. De este manera, el régimen de Pinochet, terminó acabando con cerca de ocho décadas de elecciones democráticas para la definición de las autoridades locales (Eaton, 2004). La supresión de estas instituciones, obligó a la dictadura a utilizar a las juntas de vecinos como un mecanismo de vinculación entre las municipalidades, gobierno central y sociedad civil, lo cual se canalizó a través de importantes transferencias de recursos desde el régimen a estas organizaciones (Martelli 1998 citado en Eaton, 2004). En una primera etapa, junto con la nueva democracia, se logra restablecer, dos años después de recuperada la democracia, la elección de alcaldes y concejales, considerado como un primer paso para la redemocratización de los gobiernos locales y sus territorios (Valdivia, Alvarez y Donoso, 2012).

Los esfuerzos del Ejecutivo por ampliar las bases de participación, también se concentraron en esta primera etapa en crear mecanismos para la participación de organizaciones en la discusión de asuntos relevantes para las localidades, al alero de la ley Orgánica constitucional de municipalidades y sus posteriores reformas. Entre estas, se destaca particularmente, el Consejo Económico y Social (CESCO), cuyo objetivo era el fortalecimiento del vínculo entre organizaciones sociales con bases sólidas en la comunidad y los municipios. Estos cambios que se materializaron durante la década de los noventa no implicaron una gran diferencia en el modelo de participación local, siendo la dimensión de la participación el componente más débil del proceso de descentralización chileno (Pressacco, 2013). El escaso impacto de estas medidas sería explicado de acuerdo con Greaves (2004, p. 206) por cuatro razones; en primer lugar, debido a que los mecanismos de gobernanza participativa a nivel local poco han podido hacer con el legado de los enclaves por la dictadura militar, los cuales imponen límites a la capacidad de los funcionarios municipales para promover cambios significativos. Es decir, estos mecanismos de participación operan dentro de un marco que impone dificultades para la búsqueda de transformaciones. Además, los municipios cuentan con poca autonomía que les permita definir de mejor manera sus propios caminos. En segundo lugar, la participación a nivel local es coordinada por el municipio en donde la lógica impuesta ha sido absorber las demandas locales de las organizaciones de por sí ya fragmentadas. Esto genera un subestimado "efecto de dispersión" de las demandas sociales (Greaves, 2004, p. 207). En tercer lugar, los mecanismos para promover la participación de las organizaciones sociales de los espacios locales son débiles, en especial, los antiguos CESCO (en la actualidad COSOC). La relación entre los alcaldes y los concejos municipales y los CESCO es de subordinación de estos a los primeros, y limitada exclusivamente a dar opinión sobre las cuestiones de planificación comunal. Por último, en cuarto lugar, la importancia de las autoridades y burócratas de la administración municipal son relevantes para el éxito de los mecanismos de participación.

Lo limitado de los avances en materia de participación ciudadana junto con el mediocre desempeño de algunos de estos mecanismos (SUBDERE, 2001), no debemos perder de vista que algunas innovaciones se introducen con la reforma a la ley Orgánica constitucional de municipalidades en 1999 y por la ley sobre Asociaciones y participación ciudadana en la gestión pública en el año 2011. Esta normativa constituye el último esfuerzo en materia de promoción de participación ciudadana a nivel local. El cuadro 1 muestra los mecanismos e instancias de participación ciudadanas existentes en el país en el nivel municipal. Según se observa, el plebiscito comunal es el principal mecanismo de participación ciudadana y aparece mencionado en múltiples cuerpos legales. Aunque la ley sobre asociaciones y participación ciudadana en la gestión pública establece que por medio de las ordenanzas los municipios pueden definir otros mecanismos distintos a los detallados en el cuadro 1, la evidencia muestra que tal facultad es escasamente aprovechada por los gobiernos locales (Marín y Mlynarz, 2013), por tanto, estos instructivos simplemente refuerzan los mecanismos e instancias consagrados en los diversos cuerpos legales.

En términos generales, la ley n° 20.500 sobre Asociaciones y participación ciudadana en la gestión pública es una legislación que fortalece el derecho de las personas a asociarse junto con el deber del Estado de promover la asociatividad y la participación de los ciudadanos en la gestión pública. A nivel local, la ley establece el reemplazo de los CESOC por los Consejos Comunales de la Sociedad Civil (COSOC), disminuye los requisitos para la convocatoria a plebiscitos comunales y la obligación de cada municipalidad de dictar una ordenanza de participación ciudadana que regulará todos los mecanismos de participación ciudadana con los que cuentan los ciudadanos a nivel local.

Un reciente estudio desarrollado por Marín y Mlynarz (2013) muestra un bajo cumplimiento por parte de las municipalidades de las disposiciones de dicha ley. De un total de 147 municipios analizados, un 56,5% tiene conformado el COSOC, pero solo cinco de estos cuentan con presupuesto definido por el municipio para su adecuado funcionamiento2. Además, un 64,6% modificó la ordenanza de participación de acuerdo a la normativa vigente, sin embargo, no innovan en los mecanismos de participación ciudadana incluidos en dicha ordenanza: sobre un 80% establece las audiencias públicas y los plebiscitos (ya existentes por ley) como mecanismos de participación, mientras que iniciativas como los presupuestos participativos o los cabildos vecinales son enunciados por menos del 20% de las ordenanzas (Marín y Mlynarz, 2013). Aunque estas ordenanzas son más bien una declaración de principios, los bajos porcentajes alcanzados por estos mecanismos, muestra la poca voluntad de las autoridades locales para promover nuevos canales de participación en el espacio local.

El plebiscito es uno de los mecanismos de democracia directa más extendidos a nivel nacional en los diferentes países (Altman, 2005). En el nivel local, está presente desde 1989 en la legislación nacional y fue objeto de modificación en la ley n.° 0.500 sobre participación en la gestión pública. La iniciativa de convocar a un plebiscito puede corresponder al alcalde con acuerdo del Concejo, por requerimiento de los dos tercios de los integrantes en ejercicio del mismo y a solicitud de dos tercios de los integrantes en ejercicio del Consejo comunal de organizaciones de la sociedad civil, ratificada por los dos tercios de los concejales en ejercicio, o por iniciativa de los ciudadanos inscritos en los registros electorales de la comuna. Con el fin de ser convocada por los ciudadanos, la ley n° 20.500 redujo el número de ciudadanos requeridos para presentar la solicitud, pasando de un 10% de los inscritos en los registros electorales de la respectiva comuna, a un 5% de los ciudadanos. Cualquiera sea el procedimiento utilizado para solicitar el plebiscito, el alcalde deberá convocarlo y será publicado en el Diario Oficial. El resultado del plebiscito será vinculante para las autoridades municipales siempre y cuando lo voten más del 50% de los inscritos en los registros electorales (Pressacco, 2012).

Durante más de 20 años, la utilización de este mecanismo por parte de las autoridades locales ha sido escasa. Solamente cuatro municipios de más de 300 han utilizado este mecanismo para resolver asuntos de relevancia local, tal como lo muestra el cuadro 2. Como han sostenido algunos investigadores, las razones que se aluden para justificar la escasa implementación de los plebiscitos comunales son los altos costos asociados al desarrollo del proceso plebiscitario, la captura de este mecanismo por parte de grupos de interés y la poca voluntad política de las autoridades locales (Mlynarz, 2013; Pressacco, 2012).

Por otra parte, y más allá de lo establecido en las leyes nacionales, las municipalidades chilenas con un alcance menor, han implementado mecanismos participativos como presupuesto, planificación, consultas, cabildos, reuniones periódicas, etc. Entre estos, el presupuesto participativo es una de las instituciones que se ha replicado en algunos municipios y que ha captado el interés de la academia por el potencial democratizador y deliberante que subyace a sus fundamentos (Bustos y Pino, 2012; Foldfrank, 2006; Montecinos, 2006, 2011; Paglai y Montecinos, 2006). El presupuesto participativo a nivel local aparece en Chile hacia el año 2000 con la iniciativa desplegada en la comuna de Cerro Navia, en la región Metropolitana. Hasta el año 2011 son 32 los municipios (menos del 10% de los municipios del total del país) que han desarrollado alguna experiencia de presupuesto participativo, pero solo 14 de ellos han logrado sostenerlo por más de tres años consecutivos, y 10 durante más de 4 años. Los presupuestos participativos se han caracterizado por ser consultivos, con escaso margen para la deliberación, como un instrumento de gestión pública más que como una política mayor de participación ciudadana, con escaso alcance en el presupuesto municipal, con un lugar periférico en la gestión municipal y de subordinación a las instituciones de la democracia representativa (Montecinos, 2011, p. 82; Paglai y Montecinos, 2006). De todas maneras, aunque se trata de experiencias marginales en el contexto nacional, este tipo de esfuerzos son relevantes para dar cuenta de la existencia de mecanismos de participación ciudadana, en la medida en que permiten replicar estas experiencias en otros espacios locales.

Por último, ¿qué está haciendo el Estado para corregir estos déficits y promover mecanismos de participación ciudadana a nivel local en Chile? Para responder a esta pregunta, miramos los distintos proyectos de ley presentados tanto en la Cámara o en el Senado posteriores a la discusión sobre la Ley 20.500. El cuadro 3 sintetiza los proyectos de ley existentes entre dichos años.

Desde el año 2010 se han ingresado solamente ocho proyectos cuyo espíritu es la promoción de la participación de los ciudadanos en los asuntos locales. De estos, cinco modifican el plebiscito comunal, lo que sugiere que para los legisladores este es el principal instrumento de participación ciudadana. Los otros proyectos abordan distintos aspectos: uno propone establecer por la ley los presupuestos participativos comunales, otro modifica las funciones y atribuciones de las juntas de vecinos, mientras que otro establece la elección directa del presidente del Consejo Regional. A pesar de la originalidad de los temas que abordan estos proyectos así como el potencial participativo de los mismos, los tres se encuentran recién en el primer trámite constitucional, con escasas posibilidades de ser aprobados en el futuro cercano.

A modo de conclusión

Del análisis realizado, es posible observar que el sistema político chileno ha llevado adelante, tras la recuperación de la democracia en 1990, un conjunto de reformas en el ámbito del fortalecimiento de los gobiernos subnacionales. Las primeras, estaban orientadas a recuperar el régimen democrático vigente en el nivel municipal antes del golpe de Estado y a modificar el régimen regional creado durante el régimen militar.

En ese primer impulso, se consagraron algunas innovaciones que apuntaban a la generación de instancias y mecanismos de participación ciudadana específicos del ámbito local tales como la consagración de los plebiscitos comunales y el Consejo Económico y Social Comunal. Más recientemente, se sancionó la ley sobre Asociaciones y participación ciudadana (2011) y la elección democrática de los consejeros regionales (2013).

No obstante estas innovaciones, la evidencia permite extraer tres grandes conclusiones:

  1. Por una parte, un escaso desarrollo institucional de la participación. A diferencia de lo que podemos observar en varios países latinoamericanos, en Chile la ciudadanía dispone de un abanico muy reducido de alternativas de interacción con el gobierno local. Ni la iniciativa legal, ni el referéndum o la revocatoria de mandato ni el presupuesto participativo son opciones disponibles.
  2. Por otro lado, los escasos mecanismos disponibles, son utilizados esporádicamente y, en ocasiones, directamente desconocidos por la ciudadanía e ignorados impunemente por las autoridades locales. Es llamativo que solo se hayan realizado cinco plebiscitos entre 1992 y 2012, dos de ellos en la misma comuna, y la mayoría, en comunas acomodadas. Peor es el panorama en lo que respecta a los Consejos Comunales de la Sociedad Civil, escasamente constituidos y menos aún aprovechados como instancias de innovación en materia de participación ciudadana.
  3. Finalmente, la ausencia de una política pública que ponga de relieva la importancia de la participación ciudadana como una dimensión que permita evaluar la calidad de la democracia local y ella asociada a la existencia de incentivos simbólicos y materiales que, por ejemplo, incidan en la distribución de los recursos públicos.

Pie de página

1Como señala Cleuren (2007, p. 5) los años noventa estuvieron caracterizados por discursos políticos con frases asociadas con proyectos nacionales como: libertad, estabilidad, dignidad (usadas a comienzo de los noventa) y modernización de Chile (desde la segunda mitad de la misma década). Un cambio en esta tendencia se experimentó en el gobierno de Michelle Bachelet, quien abogó por una mayor participación ciudadana y por disminuir la brecha entre los políticos y la ciudadanía, en el marco de la idea del Gobierno ciudadano que caracterizó su campaña y el primer año de su mandato.
2No obstante, este aspecto no es obligatorio, aunque la contraloría (pronunciamiento n° 72.483) ha dicho que es necesario para el adecuado funcionamiento de los COSOC.


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