Introducción
John William Cooke, activista político e intelectual de la denominada tradición nacional y popular argentina, sostuvo que el peronismo había sido “el hecho maldito de la política argentina” (2010 [1972], p. 103). La frase sintetizaba, desde una perspectiva crítica, que el peronismo representaba, para el “país burgués”, como él mismo lo denominaba, un acontecimiento incómodo, anómalo, una mancha en la historia política del país. Parafraseando la famosa frase que en ese país del sur ya se independizó de su autor,1 aquí queremos hablar de las “palabras malditas” de la historiografía de Colombia, aquellas que remiten a procesos aparentemente negativos como la violencia y el populismo. Si bien en Colombia la Violencia (con mayúscula) podría ser entendida -como categoría- más como una palabra “bendita” que “maldita” en cuanto sirvió para ocluir otros términos que describieron el enfrentamiento bipartidista, como el de “guerra civil”, lo cierto es que la Violencia en Colombia -al igual que el peronismo en Argentina-2 ha sido tratada como un proceso político que marcó a fuego el devenir histórico nacional y que se reactualiza constantemente; no es gratuito, pues, que los análisis diacrónicos del conflicto armado en Colombia (todavía vigente) remitan a ella como génesis de todas las confrontaciones que le siguieron. Esta estela de la violencia, como “maldición imborrable” para pensar la historia política colombiana, no es un hecho menor.
En este sentido, violencia y populismo fueron interpretados a modo de anatemas por la historiografía clásica, y el gaitanismo no es una excepción. Al contrario, se lo acusó con temor y se lo denunció con odio, se lo ridiculizó por “tibio” y por “pequeño burgués”; además, se le vinculó con una barbarie nunca antes vista en la historia de este país andino.3
No es fortuito, pues, que al movimiento gaitanista se le haya vinculado con el populismo. En efecto, desde una mirada latinoamericana, hablar de los “hechos malditos” en el siglo XX remite, indudablemente, a hablar del fenómeno populista, término que en Colombia se articuló al léxico de las ciencias sociales solo a inicios de la década de 1970.4 Por ello, en este trabajo, presentaremos, en primer lugar, aquellos debates que dieron forma a la emergencia del populismo como un concepto peyorativo en América Latina; en segundo lugar, rastrearemos cómo se tematizó esta cuestión en Colombia desde su imbricación con otros dos objetos que venían discutiéndose desde 1948 en adelante: el gaitanismo y la Violencia; y por último, mostramos nuestra perspectiva sobre las identidades políticas, una lectura sobre las prácticas político-comunicativas gaitanistas y una hipótesis de trabajo de carácter exploratorio sobre la relación entre gaitanismo y violencia.5
Este artículo tiene dos vectores que queremos resaltar: primero, buscamos tomar distancia de una postura tanto apologética como celebratoria del término populismo, para así rescatar su potencia analítica, en especial para indagar sobre procesos históricos latinoamericanos, y específicamente el gaitanismo; segundo, y teniendo en cuenta este caso colombiano, deseamos problematizar la imbricación recurrente entre gaitanismo y violencia, mostrar los distintos matices de esta relación y cuestionar -por cierto- la linealidad analítica entre ambos fenómenos.
Populismo en América Latina
La falta de un consenso conceptual frente al término populismo es la advertencia siempre presente al inicio de todo estudio sobre el fenómeno populista.6 Esta discrepancia ha llevado a creer que la palabra misma y el juicio valorativo con el cual es emitida devela per se su contenido y significado. Incluso, se ha encontrado en el significante populismo la forma más conveniente “de mentar al demonio”, bautizando a la ignominia frente a un deber ser de la política. No obstante, y pese a que el uso del vocablo populismo devino más un insulto, cuya carga peyorativa trae implícitamente sentidos tales como manipulación, cooptación, demagogia, reificación, ausencia de conciencia de clase, entre muchas otras, algunos investigadores sociales siguen reivindicando el populismo como categoría analítica o herramienta analítico-teórica para hacer una lectura profunda de acontecimientos históricos y políticos específicos.7
Al tomar como punto de partida las disertaciones que en la sociología, la filosofía y la ciencia política contemporánea se han dado sobre el tema, Dockendorff y Kaiser (2009) ven todavía mucho por hacer frente a los estudios sobre el populismo. Si bien varios teóricos han intentado contextualizar el fenómeno populista desde sus distintos enfoques, el resultado de una exhaustiva revisión de la literatura sobre el populismo permite concluir que hay un evidente vacío en lo que respecta a su conceptualización teórica (Dockendorff y Kaiser, 2009).8 Sin embargo, dicho vacío se ha dado justamente por una amplia cantidad de intentos por decantar analíticamente el fenómeno populista, lo cual nos obliga a exponer de manera sucinta las diversas formas en que el populismo ha sido estudiado en los últimos años.9 Además, las propias conceptualizaciones del populismo que se fueron produciendo en nuestra región están fuertemente imbricadas al intento de desentrañar “la verdad” sobre experiencias políticas significativas para la reconstrucción de la historia nacional de cada país.
No sin estar conscientes de la multiplicidad de estudios sobre el tema y de los problemas políticos e intelectuales a los que este concepto ha estado asociado,10 los distintos esfuerzos por resumir las variantes de investigación han coincidido, en cierto modo, con la existencia de cuatro corrientes de pensamiento:11
Desde la teoría de la modernización o interpretación del estructural-funcionalismo, se entendió el populismo, a grandes rasgos, como un fenómeno propio de países subdesarrollados producto de la rápida transición de una sociedad tradicional a una moderna, donde las masas “en disponibilidad” eran persuadidas por movimientos políticos con una fuerte ideología anti-statu quo (Germani, 1962; Di Tella, 1965; Stein, 1980). Cabe destacar que para Germani esta transición, al darse de manera acelerada, generó la coexistencia de valores o principios básicos propios de ambas sociedades, lo cual dio como resultado una serie de “asincronías”: asincronías geográficas en cuanto el impulso desigual del desarrollo crea regiones tanto centrales como periféricas, además de “sociedades duales”; asincronías institucionales que tienen lugar cuando persisten fundamentos jurídicos contradictorios provenientes de las sociedades tradicionales frente a las modernas; asincronía de grupos sociales que es la diferencia que se da entre grupos “avanzados” y “atrasados”; y las asincronías motivacionales, donde actitudes, ideas y aspiraciones coexisten en épocas diversas. Todo lo anterior constituiría una población que queda en un particular estado de anomia. En síntesis, el proceso de transición descrito por Germani conformaba una masa en “estado de disponibilidad” movilizada e integrada súbitamente, esto en comparación con el proceso histórico propio del capitalismo europeo.12
Las posiciones histórico-estructurales son variadas. Podemos encontrar la perspectiva de la teoría de la dependencia que entiende el populismo como:
Una alianza desarrollista (Cardoso y Faletto, 1971 [1969]).
Una etapa de la contradicción capitalista que surge con la crisis de 1929 (Ianni, 1972).
Un producto de la crisis de la hegemonía conservadora y el surgimiento de una alianza de diversos sectores sociales donde la lucha de clases como tal es obliterada (Murmis y Portantiero, 1971; Weffort, 1968; Torre, 1989).
Lo que resaltan estas diversas posturas es el entendimiento del proceso populista como un fenómeno que solo puede ser analizado si se lo encuadra en una época determinada y en condiciones sociales, políticas y económicas específicas, donde hechos como la crisis oligárquica de principios del siglo XX y las tradiciones sindicalistas, entre otros, son la condición sine qua non para el surgimiento del populismo (esto especialmente para los “populismos clásicos”: Juan Domingo Perón en Argentina, Getulio Vargas en Brasil y Lázaro Cárdenas en México).
Los estudios “coyunturalistas” se enfocan específicamente en las condiciones propias de un momento prepopulista. Con esto buscan comprender -y poner en cuestión estudios anteriores sobre- las rupturas y continuidades propias de los procesos populistas clásicos.13
La corriente del “discurso ideológico” parte del análisis político del discurso y del análisis de la ideología para estudiar el fenómeno populista. De esta comprensión de la realidad política, saldrán los aportes de Laclau, quien, en un primer momento, definió el populismo como “la articulación de las interpelaciones popular-democráticas como conjunto sintético-antagónico respecto de la ideología dominante” (1986 [1977], p. 201). Frente al aporte de Laclau, la crítica elaborada por Portantiero y De Ípola (1988 [1981]) considera errónea la línea de continuidad que dicho autor establece entre populismo y socialismo, sosteniendo que este último se basa en una concepción pluralista de la hegemonía, la cual se diferencia radicalmente del proceso populista. Según estos autores, los populismos “realmente existentes” parten de una concepción organicista de la hegemonía (en oposición a la concepción de hegemonía pluralista del socialismo), y procesan las demandas nacional-populares desde lo nacional-estatal generando una suerte de “fetichización del Estado”, por la cual “lo nacional-estatal” usurpa “lo nacional-popular” (p. 205).
Repasemos ahora algunas críticas elaboradas respecto de las anteriores perspectivas sobre el populismo. Uno de los mayores cuestionamientos que se le ha realizado a la primera (1) caracterización del populismo es el signo teleológico implícito en su marco explicativo. En efecto, de la interpretación estructural-funcionalista se podría inferir que esta considera el populismo como un “extravío” frente a un paradigma que presupone cierto deber ser del funcionamiento social, histórico y político. En este sentido, los fenómenos así llamados populistas son presentados como aberraciones históricas que, en última instancia, no permitieron llegar a una meta deseada, esta es, la democracia liberal (Laclau, 1986 [1977], p. 173). En las interpretaciones más controversiales de Germani, se evidencia una recurrente lectura del fenómeno populista en cuanto proceso político que evocaba y, por momentos, buscaba emular los procesos del nazismo y el fascismo europeos, donde las “masas en disponibilidad” desempeñaban un papel central frente a un líder carismático.14 Es desde la teoría de la modernización que el populismo, según lo afirma Laclau, se entiende como “una expresión aberrante de la asincronía en los procesos de tránsito de la sociedad tradicional a la industrial” (Laclau, 1986 [1977], p- 177)-15
Taguieff (1996) considera que la anterior concepción del populismo refleja una lectura liberal y de repulsión por parte de las élites hacia las capas medias y bajas de la sociedad y que explica los procesos populistas de manera reduccionista como “manipulación simbólica masiva particularmente cruda” (cursivas nuestras) (p. 47).16 En un intento de salir de esta simplificación, el autor retoma la propuesta de Weffort (1968), quien considera que, si bien “el populismo [...] implicó la manipulación de las masas, [...] esta manipulación nunca fue absoluta [...] ha sido un método específico y concreto de manipulación de masas, pero también un medio para expresar sus intereses” (citado por Taguieff, 1996, pp. 49-50). Esta ambigüedad entre protesta y manipulación es englobada en el concepto Estado de compromiso de Weffort, quien, insistiendo en el carácter manipulativo entre el lazo líder y masas, deja entrever que estas también son interpeladas políticamente por los gobiernos a cambio de apoyo y legitimación del régimen.
Frente al uso exclusivo del populismo en cuanto proceso histórico de condiciones sociopolíticas únicas e irrepetibles (2)17 y como fenómeno delimitable en el tiempo del cual se pueden estudiar a fondo sus continuidades y rupturas (3),18 las críticas contra estas posiciones provienen de diversas propuestas analíticas. Una de ellas es la de Touraine (1998), quien considera el populismo no como un hecho concreto en la historia latinoamericana, sino como un “tipo especial de relaciones” que logran articular el Estado, la ideología y lo social en lo que sería una “política nacional-popular” (p. 331). Considerando esta política como “la forma de intervención social del Estado más característica del modelo latinoamericano”, Touraine toma cierta distancia de la noción de Estado de compromiso de Weffort (que considera insuficiente), para así señalar que la política nacional-popular da preeminencia a tres rasgos específicos: 1) la independencia nacional, 2) la modernización política y 3) la iniciativa popular (pp. 332-333). Al estar al tanto de la recurrente concepción peyorativa de la palabra populismo, el autor francés prefiere designar los procesos así nominados con la categoría “políticas nacional-populares”, y definirla como una manera específica de intervención del Estado, donde este último subordina todas las categorías sociales a la noción de pueblo (p. 359).
Por otra parte, las definiciones del populismo en cuanto “estilo político” (Knight, 1998) o “estrategia política” permiten caracterizarlo más allá de un contexto histórico limitado. Por ejemplo, Weyland (2001) busca salirse del atolladero de la anarquía conceptual explicando el populismo como “una estrategia política a través de la cual un líder personalista procura o ejerce el poder gubernamental basado en el respaldo directo, inmediato y no institucionalizado de un amplio número de seguidores desorganizados” (cursivas nuestras) (citado por Aboy Carlés, 2004, p. 90).19 No obstante, si bien el aporte teórico de Weyland proporciona un avance para entender el populismo como un “fenómeno eminentemente político”, como afirma De la Torre (2004, p. 71), las falencias de la postura del autor alemán se hacen más que evidentes en cuanto considera la desorganización de las masas y su relación con el líder carismático como las condiciones sine qua non del populismo.20
Desde otros flancos de pensamiento que han buscado desligar el fenómeno populista de un contexto histórico específico, es ya bien conocido el trabajo de Canovan (1999), quien considera el populismo como un fenómeno inherente al proceso político democrático. Retomando los postulados del teórico Michael Oakeshott sobre la democracia, Canovan entiende que esta última tiene dos dimensiones en tensión permanente. En efecto, es en la brecha entre la cara pragmática y la cara redentora de la democracia que resulta en “un constante estímulo para la movilización populista”; el populismo es, entonces, “una sombra proyectada por la democracia misma” (p. 3). En este sentido, la autora inglesa no contextualiza históricamente el populismo y más bien lo enmarca como fenómeno político inherente o “latente” de las democracias modernas.
Ahora bien, de acuerdo con esta clasificación inicial de las diversas perspectivas sobre populismo y de las principales críticas elaboradas a cada una de ellas, es posible advertir un lugar común en estas definiciones: los tres primeros enfoques proponen un abordaje del populismo, desde el análisis de un supuesto contenido esencial de este, como el resultado de un contexto histórico específico, según criterios del “deber ser” de la política y, en general, asociado a fenómenos “desviados” del tercer mundo y de América Latina. El efecto que producen tales abordajes remite a un concepto de populismo asociado a términos peyorativos, a la idea de crisis del sistema democrático, al clientelismo político, etc. El principal problema de estas perspectivas radica, ciertamente, en un supuesto no explícito desde el que parten: la pretensión de presentarse como “miradas objetivas” del fenómeno.
Como es evidente, hemos dejado para el final la revisión teórica del populismo como discurso ideológico (4) y sus respectivas críticas, ya que es justamente desde esta corriente analítica que parten nuestras consideraciones para la revisión del gaitanismo y su relación con la violencia. Esta mirada, en efecto, sobrepasa las condiciones histórico- políticas -sin soslayarlas- en busca de la especificidad del populismo y su relación con lo político. En este sentido, la obra de Laclau (1986 [1977], 2000, 2004 [1985], 2005) es clave para resaltar los elementos y las críticas que de las categorizaciones alboradas por este autor argentino hemos tomado.
Desde la perspectiva laclausiana, el fenómeno populista no es más que una forma-lógica de lo político, un tipo de discurso. Esta noción no esencialista del populismo implica la construcción discursiva de un pueblo; por tanto, no podemos encontrar un contenido ideal antes de la constitución misma del fenómeno. Este se construye a partir de una serie de relaciones antagónicas en un escenario político siempre contingente, flexible, no cerrado y constantemente disputado. Si bien la obra de Laclau tuvo gran difusión gracias al éxito editorial de La razón populista (2005), el pensamiento del autor sigue al menos tres “momentos” en los cuales sus referencias teóricas y analíticas fueron mutando.
El primer momento se corresponde con la teorización del populismo realizada en “Hacia una teoría del populismo”, capítulo medular de la clásica obra Política e ideología en la teoría marxista (Laclau 1986 [1977]). Allí podemos evidenciar una primera definición del populismo, en la cual el autor intenta tomar distancia de una categorización basada en los contenidos específicos del fenómeno para resaltarlo como una forma específica de articulación discursiva.21
Según Laclau, el análisis del fenómeno populista para estas perspectivas “no es nunca definido en sí mismo, sino en contraposición a un paradigma”, donde la centralidad de la transición de una sociedad tradicional a una industrial-moderna y su relación con una etapa determinada de desarrollo es preponderante (Laclau, 1986 [1977], p. 183). Por ende, el populismo es un discurso que consiste en la presentación de interpelaciones popular-democráticas como un conjunto sintético-antagónico respecto de la ideología dominante. Definiendo el populismo en cuanto discurso que se expresa en el antagonismo político entre pueblo/bloque de poder, la propuesta de este pensador argentino para 1977 tiene como leitmotiv poner de relieve que la construcción del pueblo supera su presencia enunciativa en un discurso ideológico22 y, por ende, el populismo solo surge cuando los elementos popular-democráticos se presentan como opción antagónica frente a la ideología del bloque dominante. Esta matriz, que busca poner en diálogo las perspectivas althusserianas y gramscianas al unísono, permite concebir que dentro del fenómeno populista las referencias clasistas no son per se el centro de las contradicciones del nivel social, sino que son simplemente articulables a los discursos ideológicos de los más diversos sectores sociales; de ahí que Laclau concluya que pueden existir tanto populismos de las clases dominantes como de las clases dominadas.
En un segundo momento, ubicaríamos Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia (2004 [1985]), libro publicado por Laclau y Mouffe en 1985. Allí los autores reconstruyen de manera minuciosa el legado marxista -en Europa, especialmente- y realizan un recorrido histórico sobre el uso conceptual de la hegemonía. Si bien en esta obra el tema del populismo como tal no aparece, los desarrollos conceptuales elaborados en ella son fundamentales para entender los trabajos finales de Laclau, especialmente La razón populista (2005).
El objetivo central de Laclau y Mouffe es remover de la escena del marxismo cualquier tipo de concepción “esencialista” de las instancias estructurales y de las relaciones sociales (Vergalito, 2007), lo cual implicaba establecer un distanciamiento con dos formas de reduccionismo en las que los estudios marxistas parecían caer con insistencia: el economicismo y el reduccionismo de clase. Los autores parten, entonces, de un principio de negatividad de lo social, esto es, que las formaciones sociales se encuentran abiertas y es la contingencia la principal característica de estas, lo cual estructura lo social. De esta manera, la hegemonía quedaría liberada de las “restricciones” esencialistas que la relacionan con una clase específica a priori (el proletariado). El aporte de Gramsci es intervenido por los autores al caracterizar lo hegemónico como “un tipo de relación política; una forma, si se quiere, de la política”, la cual está compuesta por prácticas articulatorias23 y efectos de frontera propios del antagonismo social24 (Laclau y Mouffe, 2004 [1985], p. 183).
En síntesis, la obra de Laclau y Mouffe presenta tres virajes fundamentales en la trayectoria teórica del pensador argentino: 1) la aseveración radical de que todo fenómeno social puede ser entendido como objeto de discurso;25 2) el antagonismo, como límite de toda objetividad social, es desligado de la lucha de clases per se del marxismo clásico; y 3) el paso de un sujeto ligado a la interpelación (Althusser) a uno entendido como posición estructural dentro de un marco discursivo, lo cual permite entender al sujeto desde el análisis de las identidades y solidaridades colectivas (Vergalito, 2007, p. 38).
En un tercer momento, identificamos una de las innovaciones teóricas de Laclau con La razón populista (2005),26 donde el autor argumenta que la unidad mínima de análisis es el establecimiento de la demanda social. Es la demanda, entonces, el lugar primordial desde el cual busca desplegar la especificidad de una práctica articulatoria populista. La palabra demanda -en inglés- tiene un doble registro: sirve tanto para referirse a una petición como a un reclamo; esta ambigüedad le sirve al autor para entender el paso de una petición a un reclamo como base de la definición doble de las demandas sociales: en un primer grupo, se encuentran las demandas democráticas, las cuales se caracterizan por permanecer aisladas gracias a un procesamiento diferencial de estas por parte de las instituciones, en contraste con un segundo grupo constituido por las demandas populares, que tienen como base primaria su “no satisfacción” y aislamiento dentro de un contexto institucional. Esta insatisfacción de las demandas es la que les permite confluir en una lógica de la equivalencia que, al conformar una frontera antagónica, va configurando una nueva identidad colectiva (Laclau, 2005, p. 98).
La cadena equivalencial de demandas populares o articulación entre demandas diversas e igualmente insatisfechas necesita, además, lugares de inscripción que actúen como puntos nodales o puntos de “amarre”: estos serán los significantes vacíos.27 Conforme a la teoría laclausiana, dos tipos de significantes son elementales para la constitución de discursos populistas: los significantes flotantes y los significantes vacíos. Para el autor, los significantes vacíos logran condensar una única cadena de equivalencias si se establece una frontera política “estable” entre dos campos políticos. Los “flotantes”, por el contrario, involucran la movilidad o desplazamiento de esta frontera y la tensión entre cadenas equivalenciales que disputan su sentido, esto es, que “las mismas demandas democráticas reciben la presión estructural de proyectos hegemónicos rivales” (Laclau, 2005, p. 165). La lógica de los significantes tendencialmente vacíos conlleva, entonces, la amplitud de cadenas de equivalencias, pero, al mismo tiempo, a su “pobreza de contenido”, en la medida en que el significante que las representa (significante vacío) debe hacerse tendencialmente más vacuo e impreciso para abarcar nuevas demandas.
En este orden de ideas, y teniendo en cuenta la inscripción de una cadena de equivalencias en un “punto nodal”, para Laclau la dimensión afectiva de lo social es imprescindible si se desea entender esta inscripción como “investidura radical” de un objeto y su relación con la heterogeneidad de las demandas que se inscriben en él. Por tanto, para que haya populismo, se requeriría una articulación de demandas populares que configuren un antagonismo que tienda a la dicotomización del campo social, la inscripción de estas demandas en significantes tendencialmente vacíos que las representen y el establecimiento de un punto nodal en forma de nombre o líder, cuya interpelación afectiva sea insoslayable.
Por ende, y en oposición a las lecturas peyorativas del populismo, nos gustaría resaltar que la perspectiva laclausiana sobre el populismo, pese a las diversas críticas que puedan realizársele,28 nos ayuda a entender mejor el fenómeno populista desde una postura no esencialista.29
El populismo adquiere, entonces, el carácter siempre precario y contingente de un discurso que divide a la sociedad en dos campos antagónicos, “los de abajo”, el pueblo, y “los de arriba”, la oligarquía. El populismo, en resumen, es una operación específica en la cual una plebs (el pueblo como una parte de la comunidad, los menos privilegiados) reclama ser elpopulus legítimo (pueblo como un todo comunitario).
Ahora bien, teniendo en cuenta los avances teóricos sugeridos en el análisis de Laclau, nos gustaría exponer nuestros reparos a la relación que se ha establecido entre populismo y violencia teniendo en cuenta el caso gaitanista colombiano. Por ende, precisamos recorrer brevemente la manera en que el fenómeno populista ha sido analizado en Colombia, haciendo fuerte hincapié en este proceso político de la década de 1940.
"Los malditos": el debate sobre el populismo, el gaitanismo y la violencia
Las diversas explicaciones sobre el gaitanismo y sobre la violencia han rondado alrededor de la pregunta por la posibilidad o la imposibilidad del populismo en Colombia. Muchas de las perspectivas que conciben el gaitanismo alejado del populismo insisten en una relación inseparable entre el populismo y el Poder Ejecutivo.30 Sin embargo, la caracterización del gaitanismo como un caso más dentro de los populismos latinoamericanos es un tópico que atraviesa los estudios existentes del movimiento político de Jorge Eliécer Gaitán.
Como resaltamos en otros trabajos (Acosta Olaya, 2014; Magrini, 2016), uno de los primeros estudios sobre el fenómeno populista en la política colombiana fue el elaborado por Marco Palacios en su obra El populismo en Colombia (1971). Es indeleble la pretensión de contribuir en el debate historiográfico y teórico en Colombia, trayendo al entorno académico de dicho país los análisis elaborados por la teoría de la modernización, en especial los trabajos de Germani (1962) y Di Tella (1965),31 a los cuales ya hemos hecho referencia.
Para el historiador colombiano, el reducido desarrollo industrial de las décadas de 1930 y 1940 en Colombia impidió la existencia de un proletariado cohesionado y con ideas coherentes. Por ende, para Palacios, el proceso populista era más una desviación demagógica contraria a la “conciencia de clase” de los sectores subalternos que su rescate.32
En este sentido, el gaitanismo, en cuanto populismo democrático -a diferencia de los populismos autoritarios de Rojas Pinilla y de la Alianza Nacional Popular-33 emergería sin alianzas con los sectores industriales de la burguesía colombiana (Palacios, 1971, p. 41); al no reflejar un supuesto “núcleo ideológico definido”, el movimiento gaitanista estaría constituido por abstracciones moralizantes y poco desafiantes a los valores mismos de la producción capitalista. El gaitanismo funcionó, entonces, gracias a unas “masas en disponibilidad” que no pudieron organizarse dentro de una estructura ideológica autónoma: “aquí radica el carácter reformista al tiempo que tradicionalista del gaitanismo” (Palacios, 1971, p. 46).34
Un segundo trabajo pionero que aborda el movimiento gaitanista como un caso de populismo es el libro Economía y nación: una breve historia de Colombia, de Salomón Kalmanovitz, publicado en 1985. La obra escasamente recuperada es, sin duda, sumamente interesante, ya que allí encontramos una de las primeras formulaciones no peyorativas del populismo gaitanista. En efecto, Kalmanovitz aborda el populismo desde una perspectiva claramente económica (aunque no economicista), y desde aquí recupera algunas de las formulaciones sobre el populismo desarrolladas por el “primer” Laclau, de finales de la década de 1970. Como ilustramos en el apartado anterior, para este autor argentino, el conflicto fundamental del populismo radicaba en una división antagónica entre elementos popular-democráticos (pueblo) y el bloque dominante en el poder. El populismo implicaba, es cierto, la constitución de una hegemonía democrática, pese a que democracia no refería a un conjunto de instituciones liberales, sino a una operación ideológica de herencia althusseriana, “un conjunto de símbolos, valores, etc. -en suma, interpelaciones-, por las que el pueblo cobra conciencia de su identidad a través de su enfrentamiento con el bloque de poder” (Laclau, 1986 [1977], p. 121).
Retomando la conceptualización laclausiana del populismo, Kalmanovitz definió el gaitanismo como un movimiento populista democrático, porque “interpela al pueblo por medio de consignas democráticas y nacionalistas y se enfrenta a la oligarquía, pero sin pretender una transformación radical de la sociedad y de sus relaciones de propiedad y trabajo” (1985, p. 392). La verdadera amenaza que representaba Gaitán para las clases dominantes no eran sus políticas reformistas, “sino el gran peligro que entrañaban la participación del pueblo en política y la pérdida del viejo control oligárquico” (p. 397). El asesinato del líder se explica en el libro como una reacción política al proyecto modernizador de Gaitán, elemento que emparenta directamente el 9 de abril con la producción de elevados niveles de violencia. El acontecimiento es representado como una insurrección ocasionada por el magnicidio de Gaitán, perpetrado por contrarreformistas de derecha.
La consecuencia histórica del 9 de abril había sido la profundización de la violencia, la cual “constituyó una ruptura de todas las relaciones políticas en el nivel del Estado, sus aparatos represivos y sus nexos con una sociedad civil débilmente estructurada” (Kalmanovitz, 1985, p. 388). La “violencia [...] derrotó al movimiento democrático popular”; desde entonces “el Estado no logrará hasta nuestros días esa aparente autonomía, imparcialidad u objetividad, esa capacidad de arbitraje que despliega de puertas afuera el típico Estado burgués moderno, separado nítidamente de la sociedad civil” (p. 356).
Desde el prisma de Kalmanovitz, la Violencia no representa una continuación nefasta del populismo, sino “lo otro del populismo”. La condición democrática del populismo gaitanista que propone el autor se distancia del argumento de Palacios. Para el economista, lo democrático no designa una potencialidad que podría haberse producido con el gaitanismo en el poder, sino que se refiere a un modo específico de interpelación del pueblo que, por cierto, no logró sortear la batalla contra la Violencia, es decir, contra la reacción tradicionalista frente el populismo modernizador.
En este punto, la obra discute con los teóricos dependentistas, no para desechar la variable económica, sino para revalorizar las variables endógenas del análisis histórico. Con ello, abrió camino a la denominada nueva historia. La hipótesis principal del libro sostiene que el desarrollo tardío del capitalismo en Colombia “despierta entre la población ansias de libertad que entran en conflicto con tendencias conservadoras y autoritarias” (p. 12). Y aquí, a nuestro modo de ver, la interpretación del fenómeno encuentra un límite insoslayable. Más allá de la fuerza modernizadora del gaitanismo (que quedó inconclusa), en definitiva, este no llegó a transformar el orden capitalista en Colombia.
Encontramos también una clara referencia al gaitanismo como una forma de populismo en el trabajo de Pécaut (2012 [1987])Orden y violencia: Colombia 1930-1953. Conforme a él, el populismo se dirime en una serie de tensiones entre el interior y el exterior de lo social e involucra una forma de producir relaciones sociales y simbólicas que no están esencialmente asociadas a un sujeto político en particular. En este punto, Pécaut retoma parte de las contribuciones del sociólogo francés Alain Touraine.
Recordemos que para Touraine (1998), más que a formas de populismo en América Latina, se asiste a políticas nacional-populares propias de sociedades dependientes. La condición de dependencia designa una serie de desarticulaciones, especialmente, en las relaciones de producción y en los movimientos sociales, las cuales provocarían la constante división social y requerirían la figura unificadora de un líder personalista. Desde el punto de vista de Pécaut, el problema de estas desarticulaciones no reside en su condición de heterogeneidad, ya que las fronteras de lo social son precarias, sino en que las “representaciones de lo social se acompañan de la angustia de la irrupción de un ‘exterior’ que no se prestaría a un proceso de socialización. Este era el sentido [...] de la ‘barbarie’” (p. 17).
A diferencia de Kalmanovitz (1985), y de la concepción laclausiana del populismo, para Pécaut este no designa un tipo de discurso ideológico, sino un fenómeno caracterizado por su profundo arraigo histórico, que en el caso colombiano remite a la crisis del Estado como mediador de conflictos y a la representación radicalmente fragmentada de lo social. De ahí que el autor sitúe la violencia tanto como una prolongación de la imposibilidad como una consecuencia del populismo.
Desde la mirada de Pécaut, el gaitanismo constituye un proyecto populista que mantuvo ciertas distinciones con los populismos latinoamericanos de mediados de siglo XX, especialmente respecto de la conflictiva y ambivalente relación con los sindicatos y su carácter no marcadamente nacionalista. El investigador francés utiliza el dispositivo de la irrupción de un exterior de lo social para explicar la emergencia del populismo gaitanista. Es, en este sentido, que el gaitanismo había propuesto como representación de lo social y lo político “el mito de la división social radical”, azuzando “el principio de una lucha sin cuartel entre los dos partidos” (p. 498). Y más importante aún, a partir del 9 de abril, aquella representación de lo social como espacio radicalmente escindido entre la oposición schmittiana amigo-enemigo no lograría “cerrar las brechas que había abierto” (p. 498). En adelante, entonces, para el autor, el exterior de lo social estaría presente en la experiencia histórica colombiana. En todo caso, lo que sí se cerró el 9 de abril fue la manifestación de “la barbarie”, a través de la cual el exterior de lo social finalmente tomó consistencia real.
Al posibilitar la emergencia de este tipo de división social, la Violencia se sitúa en la prolongación del populismo. Fue el gaitanismo, precisamente, el que inauguró la problemática de lo social y el “exterior” de lo social, que constituye la matriz de la división social en la violencia. El gaitanismo, igualmente, pretendiendo dar forma política a la informe materia social, llevó finalmente al paroxismo la disyunción entre lo social y lo político (p. 555).
En síntesis, para Pécaut, el proceso populista emerge como resultado de una serie de tensiones no resueltas: la oposición entre un interior del orden institucionalizado que se enfrenta a un exterior que se sustrae de toda institución, esto es, como ya dijimos, la “barbarie”; la tensión igualitarismo/jerarquía que contrapone la reivindicación del mérito como forma de establecer los roles dentro de la comunidad y su promulgación de una horizontalidad incuestionable entre los colombianos; y la oposición entre partidos políticos y unidad esencial del pueblo como oscilación entre el partidismo y su ambigua representación de una parte y de toda la nación.
No obstante, el autor considera la contradicción no como un error, sino como el rasgo principal de cualquier proceso populista. Contradicciones que, para él, solo pueden encontrar en el líder una forma de síntesis aparente. En este sentido, la ausencia de una identificación clara del enemigo en la discursividad del gaitanismo explicaría por qué el 9 de abril sus seguidores se abocaron a los actos de escamoteo y saqueo en las calles bogotanas y de otras ciudades de Colombia, siendo el pueblo gaitanista nada más que una “fuerza ciega”. El súbito agotamiento del movimiento posterior al magnicidio, la reincorporación de las masas de Gaitán a la oficialidad liberal y el despliegue total de la violencia bipartidista son, según Pécaut, las consecuencias del populismo.
Revisitar el caso: el populismo gaitanista como freno a la violencia
Del recuento anterior sobre las “palabras malditas” (populismo, gaitanismo y violencia), nos proponemos ahora presentar una lectura exploratoria revisitando el caso. Argumentaremos, por dos vías distintas, una hipótesis de trabajo:35 el populismo gaitanista (en el sentido no peyorativo y no esencialista al que suscribimos), más que constituir el fenómeno histórico precedente y causal de la violencia, representó un modo específico de tensionarla (sin desplegarla) y mostró en su propio contexto claros intentos de frenarla (aun sin éxito fáctico, consideramos que es medular revalorizar el fenómeno gaitanista como proyecto que intentó denunciar y frenar la violencia). Ello supone que la violencia no se engendró con el gaitanismo o con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, sino que se refiere a un proceso que venía desarrollándose con anterioridad al 9 de abril de 1948.36 A continuación, desplegaremos este argumento de dos formas: presentaremos, primero, un análisis sobre las articulaciones y prácticas político-comunicativas del gaitanismo; y, segundo, abordaremos el populismo como un proceso identitario que pretendió configurar una suerte de “dique” de contención frente a la violencia política.
El gaitanismo como una forma de populismo y de articulación político-comunicativa
Esta propuesta de abordaje fue producto del cruce teórico interdisciplinar entre comunicación y política, específicamente, entre comunicación como mediación (Martín- Barbero, 2003) y política como articulación (Laclau, 2004 [1985], 2000, 2005).37 Ambas perspectivas sostienen, desde campos disciplinares diversos, que los procesos políticos (Laclau) y comunicativos (Martín-Barbero) involucran lo discursivo y que no se producen de manera directa, sino que se constituyen a través de articulaciones entre demandas populares e identidades políticas (el populismo) y a través de mediaciones comunicativas que median en las relaciones entre cultura y política y entre enunciación y recepción.38 Desde este punto de vista, se intenta romper con las lecturas axiológicas sobre el populismo gaitanista y presentar una mirada sobre el caso no centrada en la figura del líder como fundamento último de lo político. Si bien claramente el papel de Jorge Eliécer Gaitán resulta central para el análisis del movimiento, la operación analítica que mostraremos aquí involucra una pregunta por aquello que acontece en el ámbito de las mediaciones y de las articulaciones políticas, esto es, las prácticas político- comunicativas del gaitanismo. Estas pueden ser interpretadas como intentos de freno a la violencia política, en cuanto constituyeron modos de procesar y de incluir demandas populares en el sistema político democrático de la década de 1940.
Nuestra definición de prácticas político-comunicativas se refiere a una serie de mediaciones comunicativas y articulaciones políticas con las cuales el movimiento gaitanista articuló demandas diversas, movilizó pacíficamente a amplios sectores sociales, denunció la violencia y, fundamentalmente, construyó representaciones del pueblo integradas a la nación. Además, estas mediaciones y articulaciones se desarrollaron en un contexto político y comunicativo propio de mediados de siglo XX: el modelo de la plaza pública. Esta forma de lo político y de lo comunicativo se esgrime como un conjunto de relaciones propias de un régimen político-comunicativo basado en la política y la comunicación como contacto y desde una serie de interacciones cara a cara (Bonilla, 2002). Lo publico aquí se constituye en un espacio de conflicto y de visibilización del poder, en el que las formas de la comunicación mediática y popular direccionan los “focos” de visibilización de determinados problemas políticos.
Es posible identificar una vinculación entre el modelo de la plaza y la noción de populismo que venimos desarrollando. En este sentido, los populismos funcionan como un filtro para la constitución de lo público como visible, ponen de manifiesto cuáles son los espacios -territoriales, ideológicos y simbólicos- dominantes en la arena política, pero también advierten y denuncian aquellos espacios que quedan fuera de esta visibilidad, lo periférico, lo que se encuentra en los márgenes de la hegemonía política, para configurar “lugares” de la resistencia.39
La plaza pública se constituye en un espacio político-comunicativo preponderante, el de las grandes manifestaciones, que se utilizan como principal herramienta para hacer una política basada en la irrupción de una representación de lo político, el pueblo “chusma”, “el populacho”.40 “Las chusmas”, “las turbas”, “los negros gaitanistas” y “los indios gaitanistas” mostraban su inmensa presencia en los centros urbanos y, desde la periferia, irrumpían en los espacios públicos que les eran tradicionalmente vedados (como los congresos nacionales y partidos políticos), pero también constituían nuevas formas de hacer política en espacios públicos populares, como las plazas de mercado, los suburbios, la calle, entre otros. Quienes se consideraban excluidos de la política real, y solo incluidos en una democracia formal, reclamaron en nombre del daño sufrido (Rancière, 1996) su capacidad de hablar y de “poner el mundo en palabras” (Barros, 2011, p. 19). Los sentidos sobre lo popular que hasta entonces eran socialmente aceptados comenzaron a ponerse en cuestión, desnudando los supuestos sobre los que se levantaba el discurso público que los excluía.
Entre las prácticas político-comunicativas del gaitanismo que siguieron esta lógica de articulación e integración de sectores tradicionalmente excluidos, se inscriben los viajes de Gaitán en Colombia y sus visitas a los barrios populares de Bogotá,41 el desarrollo de medios de comunicación populares, los denominados “viernes culturales” en los que el líder pronunciaba sus discursos en el Teatro Municipal y las grandes manifestaciones y movilizaciones masivas que posibilitaron la unificación y nacionalización del movimiento. Durante el periodo de mayor estabilidad articulatoria del gaitanismo (1947-1948), valen mencionar la Marcha de las Antorchas (1947)42 y la Manifestación del Silencio (1948),43 ambas movilizaciones convocadas por Gaitán con el propósito de denunciar la represión ejercida por el régimen conservador contra los liberales. De ellas participaron, no solo liberales y seguidores de Gaitán, sino también conservadores.
El gaitanismo intentó deconstruir y desarticular la diferenciación primordial sobre la que se levantaba la lucha política colombiana de la década de 1940: el bipartidismo. Unificó el pueblo conservador con el pueblo liberal y generó un solo pueblo y un corrimiento de la frontera política con la oposición del “pueblo uno” a la oligarquía que también estaba constituida tanto por liberales como por conservadores. Una de las expresiones que sintetizan estas instancias de articulación fue “el hambre no es liberal ni conservadora”. Como señalaba uno de sus seguidores y activistas, “ninguna diferencia puede existir entre el hambre de pan o la sed de justicia de un campesino liberal y las de un campesino conservador, y ambos están igualmente humillados ante un patrono absolutista que puede ser liberal o conservador” (Osorio, 1998 [1952], p. 247).
En los testimonios de mandos medios gaitanistas, la participación de conservadores en manifestaciones gaitanistas es presentada más como una adherencia simbólica a la lucha popular que Gaitán representaba que como una articulación política efectiva, ya que se trataba de miembros que no dejaban de pertenecer a las filas conservadoras:
Había muchos conservadores gaitanistas que simpatizaban con Gaitán. Porque Gaitán decía que el hambre no era liberal ni conservadora y que la corrupción no era tampoco ni conservadora ni liberal, sino clasista. Empezó a hablar en un lenguaje desconocido, el país nacional y el país político, y las oligarquías y el pueblo y a decir que el pueblo era superior a sus dirigentes, precisamente porque los dirigentes estaban frustrando esas aspiraciones de las masas y que por lo tanto debía producirse un cambio. (Julio Ortiz Márquez, comunicación personal, citado por Alape, 1985 [1983], p. 33)
Había dos aspectos: la base y la dirigencia. En la base se veían muchos conservadores en las manifestaciones y actos de Gaitán. Pero ellos nunca asistían a los directorios o a los comités de barrio [...]. Entonces la relación en la base era esa, muchos conservadores acompañaban a Gaitán porque defendía una idea social pero no por eso dejaban de ser conservadores. (Luis Eduardo Ricaurte, comunicación personal, citado por Alape, 1985, p. 60)
Como ya se mencionó, en las proximidades del asesinato de Gaitán, se organizó la Marcha del Silencio (febrero de 1948). Se trataba de establecer dos estrategias de significación basadas, no solo en el uso de la palabra en el espacio público, sino también en la ausencia de ella. Según un dirigente gaitanista de la época:
Sobre la consigna del silencio se discutió mucho [...]. Gaitán consideró que la Marcha del Silencio iba a ser un impacto psicológico para todas las capas de la población [...] Decía que era una demostración cuando el mar se queda quieto y se puede avecinar una tormenta. (Manuel Salazar, comunicación personal, citado por Alape, 1985, p. 104)
Un primer sentido (más explícito) del silencio era dar cuenta del carácter mortuorio y casi funeral de la situación de violencia, “porque los muertos eran el pueblo, y el pueblo kljtenía sobre su corazón el duelo y la angustia y los expresaba con un sentimiento de amenaza sombría” (Osorio, 1998 [1952], p. 285). Mientras que se advierte un segundo sentido de orden latente sobre el uso del silencio: poner en evidencia el control que Gaitán tenía sobre las multitudes, mostrar su alto nivel de organización y de respuesta de las masas a las órdenes de su líder. En la Marcha del Silencio, finalmente, nadie abrió la boca, excepto uno, Gaitán fue la única voz, pronunció uno de los pocos discursos que no fueron improvisados, La oración por la paz, dirigido al entonces presidente Mariano Ospina Pérez.
Como anticipamos, esta forma de lo político y de lo comunicativo no implicó la exclusión de la dimensión mediática propiamente dicha: los medios masivos de la época, principalmente el periódico conservador El Siglo y el liberal El Tiempo, desempeñaron un papel preponderante en cuanto a recursos de poder y dispensarios de difusión masiva de las ideologías partidarias. Frente a estas formas de comunicación masiva, el gaitanismo desarrolló una prensa popular y alternativa a los grandes medios, Jornada.
La radio también desempeñó un papel significativo. El programa radial Últimas Noticias, de Rómulo Guzmán, uno de los más fervientes gaitanistas, se convirtió en un elemento clave durante la campaña presidencial de Gaitán. Prensa y radio gaitanista emergieron con la campaña presidencial de 1944, cobraron fuerza hacia 1946, año electoral, y adquirieron auge con la consolidación del gaitanismo dentro de la estructura partidaria del liberalismo en 1947.
Durante el periodo de lucha por fuera del liberalismo (1933-1946), el gaitanismo debió construir prácticas político-comunicativas alternativas a las de la política tradicional liberal-conservadora y a la de los medios masivos de comunicación de la época. No obstante, hacia 1947, año en que Gaitán es considerado jefe único del partido, estas prácticas (sin extinguirse y sin renunciar a su capacidad movilizadora) entraron en tensión con las del liberalismo. Ejemplo de ello fue el desplazamiento de algunos de los militantes gaitanistas de primera hora, como fue el caso de José A. Osorio Lizarazo, quien se unió al gaitanismo con motivo de la campaña presidencial de 1944 y se ocupó de la dirección de Jornada. El estrecho vínculo de amistad personal y política entre Gaitán y Lizarazo comenzó a diluirse cuando Gaitán, luego disolver la Unión Nacional de Izquierda Revolucionaria y de retornar al Partido Liberal, se convirtió en jefe único del partido (1947) y puso en la dirección del periódico a Darío Samper, quien había dirigido el semanario liberal Batalla, órgano de apoyo y difusión a la candidatura de Gabriel Turbay (opositor de Gaitán).44
La irrupción del gaitanismo constituyó un intento de ruptura en los modos tradicionales de la política y la comunicación. Este proceso fue atacado tanto por el conservatismo como por el ala antipopular del liberalismo. La primera herramienta que los enemigos del gaitanismo utilizaron fue la burla, luego vino la instauración del miedo a un gobierno “de clase”, temor a que se atentara contra los intereses de las capas dirigentes: había que evitar que la “barbarie” tomara el poder y para esto había que modernizar el país. Ello puede rastrearse en algunas caricaturas publicadas en El Siglo entre 1947 y 1948. En la figura 1, se muestra a un grupo de negros en una suerte de isla caribeña asesinando a cuchilladas a un hombre blanco. Elemento que no solo muestra los prejuicios sobre los que se funda la lectura conservadora de la sociedad exhibida por el periódico, sino también que Gaitán es presentado por sus enemigos como el representante de un grupo de gente ignorante, homicida y negra que, de llegar al poder, tomará represalias contra la sociedad colombiana, católica y blanca.
Si vinculamos los contenidos de esta caricatura con otros discursos del líder conservador Laureano Gómez, podremos encontrar elementos adicionales a esta lectura. En el contexto de los preparativos de la IX Conferencia Panamericana, Gómez argumentó la necesaria exclusión de la figura de Gaitán, debido a que mostraría frente a los invitados extranjeros a Colombia como una “horda africana”.
Hay un colombiano, uno solo, el jefe del partido liberal, el doctor Gaitán, que está pensando en la manera como deslustra, mancha y entorpece el funcionamiento de la Conferencia, y nos exhiba ante los huéspedes de honor como un pueblo inculto y salvaje [...] como una horda africana. (El Siglo, 1947, p. 4, citado en Braun, 2008 [1985], p. 259)
El resultado de la insistencia gaitanista en la reivindicación de la legitimidad popular llegó a su punto más álgido el 9 de abril de 1948, momento en el que se presumía que Jorge Eliécer Gaitán Ayala sería el próximo presidente de Colombia y el primero en integrar un sujeto político (el pueblo-populacho) a la nación y a las estructuras del Estado.
Según Rancière (1996), es justamente esa constante inclusión de aquella parte del pueblo, la plebs no contada como comunidad, y el constante juego de tensiones entre esta (plebs) y el todo comunitario (populus), lo que constituye a nuestro modo de ver un gesto político no violento, y más importante aún, una práctica de democratización propia del populismo.
Ciertamente, este proyecto quedó inconcluso y devino la fragmentación de aquellas articulaciones logradas entre 1944 y 1948. La radicalización de la polarización político-discursiva durante la década de 1940 resulta central para comprender la exacerbación del sistema represivo luego del 9 de abril. Ello contribuyó a consolidar aún más a las clases dominantes, proceso que posteriormente se profundizó y reforzó en el proyecto conservador de Laureano Gómez en el Poder Ejecutivo (1950-1953).
En síntesis, desde esta lectura, podemos rescatar que más allá del “éxito” o el “fracaso” de las prácticas político-comunicativas y de la movilización gaitanista, estas posibilitaron que ciertas demandas, identidades y agrupaciones populares, que no se encontraban representadas, adquieran legitimidad discursiva, es decir, condiciones de decibilidad pública. Ello nos lleva a la necesidad de cambiar el ángulo desde el cual mirar la categoría de “lo popular” prestando mayor atención a las fronteras discursivas que activan/movilizan o desactivan/paralizan la acción política, fronteras que, en ocasiones, por encontrarse en los márgenes de los discursos hegemónicos, se hacen menos visibles.
El gaitanismo como una forma de populismo y como un dique de contención a la violencia
Abocándonos al análisis de las diversas trayectorias discursivas de Jorge Eliécer Gaitán, se puede evidenciar que sus declaraciones y escritos de juventud hasta la llegada la década de 1940 fueron fundamentales para que el líder liberal gestara su particular uso de significantes, tales como revolución, pueblo y democracia. Ciertamente, entre 1924 y 1944 (el primer momento de la trayectoria de Gaitán), la beligerancia rupturista propia del uso de estos significantes carecía de un polo integrador de la comunidad, de orden y reconfiguración del entorno político; más bien, buscaba advertir un inminente cataclismo del orden social por culpa del abandono de las “masas humildes” por parte de los poderosos tradicionales; por ejemplo, en gran parte de Las ideas socialistas en Colombia de 1924,45 Gaitán considera necesario que se establezca desde el Estado un equilibrio de la economía en el país: “Si la producción hoy es social, como nadie puede desconocerlo, hágase que la apropiación y el cambio sean igualmente sociales” (1988 [1924], p. 74). Por otra parte, en varios apartados de este escrito monográfico, Gaitán contrasta los diferentes movimientos obreros en el mundo frente al colombiano. Para él, en ese momento militante liberal, la construcción de una organización obrera real era imperante considerando que “sólo por la fuerza lograron los trabajadores imponer la equidad social. [...] Nos referimos a la fuerza organizada y consciente, a la fuerza que deben emplear las clases oprimidas uniendo sus intereses y personas para contener los avances procelosos del gran capitalismo” (cursivas nuestras) (p. 153).
También, para el 18 de julio de 1932, en un debate en el Congreso colombiano, resaltando el significante revolución como debacle inminente y reconstrucción de un orden institucional que no desea mejorar las condiciones del pueblo, arengaba Gaitán lo siguiente:
Y ya se verá, señor presidente [...] si en día no muy remoto se precipita una gigantesca campaña, una terrible revolución a favor de la ética, de la justicia, de la sinceridad. Vamos a ver, cuando traigamos al Parlamento el nuevo proyecto de Constitución [.] Porque la constitución del 86 [1886] ha hecho de Colombia algo peor que un coloniaje, y peor que una monarquía: Cercano está el momento en que veremos si el pueblo manda, si el pueblo ordena, si el pueblo es pueblo y nó una multitud anónima de siervos (cursivas nuestras). (1968, p. 110)
En este orden de ideas, para Gaitán, la no consecución de un cambio radical en el país llevaría a la revuelta, a una “terrible revolución”. Consideramos, pues, que, en el periodo hasta de la carrera política de Gaitán (1924-1944), la discursividad del líder está enquistada en la ruptura, soslayando frecuentemente una fluctuación entre la transformación del orden y la integración como polos en constante recreación (no la presentación de ambos de manera cristalizada). Siguiendo los argumentos de Aboy Carlés (2012), una de las disyuntivas centrales de los populismos es oscilar justamente entre los polos de ruptura e integración:
Entendiendo a la primera como el mantenimiento de la fidelidad a la promesa inicial, y, a la segunda, como la negociación de la misma. Si la ruptura se mantiene inalterada, la pretensión de una representación comunitaria solo podría lograrse a través de la violencia. Si prima la búsqueda de la integración, tendremos en cambio una claudicación de la promesa fundacional que puede erosionar los apoyos originales. (p. 85)
En este sentido, creemos que la fluctuación entre dichos polos empieza a surgir en la discursividad gaitanista de manera paulatina hasta desembocar en la campaña electoral de Gaitán, iniciada en mayo de 1944, momento en el cual su palabra alcanzaría la oscilación característica de un movimiento político populista.
En efecto, desde 1944, con el inicio de la campaña presidencial de Gaitán, hasta las elecciones de 1946 -segundo momento- se puede advertir el resultado de una transformación paulatina del discurso gaitanista, en el cual se hace más evidente una gestión inestable entre ruptura y propuestas de integración. Proponiendo la “Regeneración democrática y moral de la República”, la propia fractura que sugería Gaitán traía implícita una promesa de orden y de una “verdadera democracia”. En contraposición a lo argumentado por autores como Pécaut y Braun, no creemos que la derrota de 1946 por parte de Gaitán y del liberalismo en las elecciones presidenciales y la jefatura de este líder sobre el Partido Liberal -desde 1947- hayan significado la prevalencia del rasgo integrador de su discurso sobre el polo rupturista. Al contrario, consideramos que el movimiento de Gaitán logra ampliar su solidaridad y configura progresivamente el Partido Liberal como “el partido del pueblo”. Esto significó, sin duda, la instalación de la propia fractura gaitanista dentro de los órdenes políticos tradicionales del bipartidismo.46
Como se desprende de lo anterior, el juego constante entre ruptura e integración propio de la discursividad gaitanista tuvo ciertas implicaciones frente a la violencia partidista de mediados de siglo XX en Colombia. Si tenemos en cuenta que el procesamiento de la alteridad y la gestión de la tensión entre plebs/populus son rasgos primordiales para pensar las identidades políticas, es claro que las identidades populistas carecen de control sobre su propia fractura (de ahí su oscilación entre orden y ruptura); no obstante, considerando el contexto histórico-político colombiano, creemos que la emergencia del populismo gaitanista se dio como alternativa para la configuración de identidades políticas en un entorno reticente a erradicar o excluir la eliminación física de la alteridad identitaria como lógica de la pugna política. Creemos, entonces, que Gaitán buscó erigir a su movimiento como un “dique” frente a la eliminación física del adversario político como único medio para la transformación radical del país.
En síntesis, la dinámica misma de ruptura/integración da muestra de la forma en que el gaitanismo tensionó la violencia política de su entorno como un “dique” que intenta y no frena completamente, sino que gestiona el paso de lo que contiene y evita el desborde. El proceso gaitanista, al tiempo que azuzaba a sus seguidores a enaltecer una batalla ineluctable hacia la victoria y la reconquista liberal del poder, entre 1946 y 1948, también enaltecía la resolución electoral del conflicto entre el “verdadero pueblo” y sus timadores. Pese a su beligerante oratoria, proponemos pensar el gaitanismo como un fenómeno político cuya lógica identitaria no renunció a la pretensión de convertir al enemigo partidista en adversario político. Solo de esta manera consideramos posible evitar una lectura causalista entre el gaitanismo y la violencia política de fines de la década de 1940 en Colombia y el enfrentamiento armado de la década posterior.
Conclusiones
Como señalamos al inicio, nos propusimos ilustrar cómo ha sido teorizado el populismo en América Latina y cómo desde la década de 1970 en Colombia las conceptualizaciones sobre el populismo estuvieron fuertemente articuladas a la explicación de dos cuestiones significativas para la reconstrucción de la historia nacional de Colombia: el movimiento gaitanista y la explicación de la violencia. Para ello, acudimos a tres aportes que nos permitieron exhibir nuestro abordaje sobre el gaitanismo como una experiencia populista latinoamericana, la cual, más que trazar continuidades con la violencia, contribuyó a frenarla. El primer aporte que rescataremos son las contribuciones más recientes de Laclau (1986 [1977], 2004 [1985], 2005) sobre el populismo; y el segundo, la recepción de Laclau realizada por Kalmanovitz (1985). Aunque claramente nuestra aproximación al gaitanismo se distancia de la tesis de Kalmanovitz que se encuentra fuertemente anclada a explicaciones ónticas del gaitanismo desde las variables económicas e históricas. Finalmente, nuestra interpretación discute con algunas de las formulaciones de Pécaut (2012 [1986]), especialmente en lo que respecta a su insistencia en imbricar el fenómeno populista al de la violencia. En efecto, Pécaut traza un vínculo entre populismo gaitanista y manifestaciones de la violencia teniendo como eje central la discursividad beligerante de Gaitán y su rol dentro del bipartidismo.
Como ilustramos en la última parte, la jefatura del líder en el Partido Liberal no significó un atemperamiento de su propuesta de ruptura frente al orden bipartidista, sino, justamente, la inscripción de su quiebre en el sistema político colombiano. Y si bien el llamado a la victoria electoral iba acompañado de arengas contra los conservadores y la oligarquía, primaba en la configuración identitaria gaitanista un procesamiento de la alteridad que excluía su eliminación física (solo matizada frente a la “legítima defensa” dado los enfrentamientos en su propio contexto); al contrario, se insistía en desarrollar la lucha política a través de las urnas y representar al todo comunitario.47 Tarea que, desde el gaitanismo, remitía más a una pretensión de homogeneización de la sociedad a partir de la pugna por el poder con otras fuerzas supuestamente “irrepresentativas” del pueblo que a través de la eliminación de estas. El movimiento del propio Gaitán, en suma, sería más el de una ruptura que el de un continuum frente a la violencia bipartidista imperante en la década de 1940 en Colombia.