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Memoria y Sociedad

Print version ISSN 0122-5197

Mem. Soc. vol.18 no.37 Bogotá July/Dec. 2014

https://doi.org/10.11144/Javeriana.mys18-37.lpda 

Las puertas por donde seatisba
Diez, Germán Franco.

Mirando solo a la tierra. Cine y sociedad espectadora en Medellín (1900-1930).
Bogotá: Editorial de la Pontificia Universidad Javeriana, 2013. 238 pp.

Germán Rey1

1Profesor de la maestría en Comunicación de la Pontificia Universidad Javeriana.


Cómo citar esta reseña

Rey, Germán. Reseña de Mirando solo a la tierra. Cine y sociedad espectadora en Medellín (1900-1930), de Germán Franco. Memoria y sociedad 18, no. 37 (2014): 187-189. http://dx.doi.org/10.11144/Javeriana.mys18-37.lpda


No hay nada que obligue tanto a mirar las cosas como hacer una película»
Pier Paolo Pasolini, «Cartas luteranas»

Hay libros que son como casas con muchas puertas. Se puede entrar a ellos por diferentes lugares, así haya una tesis central y un discurso coherente para sustentarla. A Mirando solo a la tierra. Cine y sociedad espectadora en Medellín (1900-1930) de Germán Franco se puede ingresar desde las transformaciones urbanas del entretenimiento, el significado de la vida pública en la ciudad, la historia social de las máquinas o las cambios de los modos de ver. Cualquiera que sea la puerta que se escoja llevará al lector por un mundo donde se encontrará con magos, prestidigitadores, ilusionistas, personajes de circos, curas, damas y retretas. Todos estos encuentros con las fechas y las razones precisas de los historiadores demuestran que el mundo es mucho más que política y economía y que las dramaturgias simbólicas de lo cotidiano componen las variaciones más profundas de una sociedad. Me parece que esa es una de las razones para que Grosz pintara sus damas encopetadas y estrambóticas, Picasso sus saltimbanquis y Débora Arango sus diablos enrevesados. No es que en el libro de Franco no exista política o economía. Hay inclusive un capítulo memorable sobre la construcción monopólica de Cine Colombia desde que fuera fundado en 1927, en el que los personajes de comienzos del siglo XX se encuentran de tal manera con la economía que inclusive hacen que un proyeccionista de películas sea uno de los cerebros de la distribución del cine, para lo que se necesitaba, más que conocimiento sobre libros contables y ganas de acabar con la competencia, conocimientos sobre la variación del gusto, el fervor de la gente por las historias y una conexión entre la localidad y el mundo.

Como en los libros que valen la pena, las sugerencias nos atisban en la mitad de un párrafo. Un libro no se mide tanto por las aldabas que tiene como por las puertas entreabiertas que deja. En mi caso como lector encuentro que la obra de Germán Franco nos ofrece muchas, como, por ejemplo, las distinciones simbólicas que se expresan en el ocio, las liturgias y ritualidades profanas que se van consolidando en la ciudad, las comprensiones monumentales de las élites al construir los teatros de cine, la modernización traída de las manos por los viajeros o, quien lo creyera, la relación entre progreso y aburrimiento. Por qué y cómo se construye el teatro Junín en 1924 es una puerta entreabierta para pensar la estética del entretenimiento de las élites, el sentido naciente de lo masivo que posibilitaba el cine (era un teatro con 5.000 sillas), la disposición geográfica de la diversión y los rumbos de la arquitectura dedicada a los nuevos sentidos de los públicos: «El Teatro Junín -escribe Germán Franco- era un monumento, un homenaje a la sociedad espectadora y al cine, pero también era un monumento individual, una obra de arte» (155).

La mención obsesiva al tedio me llamó la atención por la impresión que me causó hace años un artículo de Frederic Jameson en que planteaba el aburrimiento como una categoría axiológica nada despreciable frente a la más popular de placer o de entretenimiento. Ya sabemos el grado de popularidad que tiene entretenerse y la mala reputación que posee el derecho humano a aburrirse como una ostra. ¿Por cierto, por qué las ostras? Me imagino que por su pertinaz encerramiento y su aislamiento de un mundo que necesita divertirse, que le teme con pavor a la soledad. ¡Pobres ostras! Terminan convertidas en una perla o en un sorbo.

El aburrimiento, al que le dedicó Alberto Moravia una novela, es una decisión ética que nace de la libertad, que pone a prueba la voluntad, posiblemente de manera mucho más fuerte que el entretenimiento. No en vano existe la figura de sociedad del entretenimiento o, para explicarlo en términos de Guy Debord, del espectáculo: «El espectáculo -escribe-no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes»2.

Pero la casa de las muchas puertas tiene una tesis central que el autor define como el paso de la sociedad parroquial a la sociedad espectadora, lo que en términos de historia cultural es una transición que explica desde otras claves la transformación de la convivencia y la vida social, o como escribe el autor en las primeras páginas, «de las nuevas maneras de estar juntos en la ciudad» (15).

En los mismos años que investiga Germán Franco, un joven del grupo de los Panidas, Leon de Greiff, escribió el poema «Villa de la Candelaria», una verdadera condensación de lo parroquial y lo religioso, de lo romo y de la inopia.

Vano el motivo
desta prosa: nada.
Cosas de todo día.
Sucesos
banales.
Gente necia,
Local y chata y roma.
Gran tráfico
en el marco de la plaza.
Chismes.
Catolicismo.
Y una total inopia en los cerebros...
Cual
si todo
se fincara en la riqueza,
en menjurjes bursátiles
y en un mayor volumen de la panza.

Germán Franco escribe:

La sociedad espectadora es una sociedad en la cual los individuos asisten a las obras audiovisuales, las buscan, las perciben colectivamente en silencio esperando que ellas satisfagan sus anhelos, sus motivaciones; interpretan los contenidos desde su propia percepción y cultura; se identifican con los héroes y sus relatos; comparten el temor ante el poder del destino, se rien de las imperfecciones de los humanos en la pantalla con cuyas torpezas se identifican. La sociedad se identifica, entonces, con aspectos del relato (aunque no sean necesariamente las interpretaciones esperadas por quien relata) (26).

Es una decisión acertada la de nombrar a una sociedad con los conceptos que tomó el cine y que ha estudiado la tradición comunicológica y teatral. En «El espectador emancipado», Jacques Ran-ciere dice que

[...] los reformadores del teatro han reformulado la oposición platónica entre corea y teatro como oposición entre la verdad del teatro y el simulacro del espectáculo. Han hecho del teatro el lugar donde el público pasivo de los espectadores debía transformarse en su contrario: el cuerpo activo de un pueblo poniendo en acto su principio vital (13).

De todas las propiedades de la sociedad espectadora, de ese «cuerpo activo de un pueblo» al que se refiere Ranciere, me interesan particularmente

los héroes y los relatos, porque hay una épica que es mucho más que la épica histórica (la de próceres, espadas y presidentes) que transita por las comprensiones y las ilusiones de la gente y que finalmente explica porque un futbolista, una cantante o un bandido se convierten en símbolos vinculantes de las socialidades más profundas.

Si se pudiera decir de las páginas de un libro que son deliciosas y la delicia fuera un criterio rigurosamente cognitivo como creo que lo es (basta leer «El placer del texto», el renovadamente bello libro de Roland Barthes en el que explica que no hay saber sin sabor), el lector podrá degustar como un sibarita las delicias que proporciona echar la mirada hacia atrás y observar el significado de una creación humana que impacta en el paisaje de la vida de una sociedad. Tomás Carrasquilla, el gran escritor antioqueño, cuyas ideas pasean sabiamente por el texto, lo dice a su manera:

¿Cómo negar entonces que el buen cine, la invención objetiva por excelencia, puede enseñar verdades con sus mentiras?¿ Y si el error más vulgar y manifiesto trae a la mente por ley de oposición, de repugnancia y de contraste, la verdad o principio que se le contrapone, no habrá de traerla una película con todas sus falacias? ¡Si por cierto! Embusteros y tontos enseñaron siempre a verídicos y discretos (119).

Se enseña tanto sobre pasiones exaltadas, relatos cómicos e imágenes de lo femenino, como también sobre la evolución de una ciudad y sus prácticas sociales desde el acontecimiento, siempre gozoso, de las imágenes proyectadas sobre una superficie en blanco. Puras delicias. Se nos recuerda que una historia de la comunicación es siempre la historia de un proceso cultural.

«El cine permite representaciones a partir de relatos» (39) escribe Germán Franco, y con detenimiento e inteligencia desglosa en su libro este planteamiento mostrando sus implicaciones. La fuerza del relato que llegó un día a Medellín no cesa de influir sobre la percepción del territorio, la imagen del villano, las perspectivas de ser metropoli e inclusive sobre los ordenamientos éticos, solo que ahora lo hace a través de otras prácticas y otros modos de ver.

Sentados junto a su computador o embelesados frente a la pequeña pantalla de su teléfono móvil, los jóvenes de hoy, como los de los años veinte, un siglo después del día originario en que hombres y mujeres se maravillaran con la invención de mundos que posibilitó el cine, estarán asistiendo a similares y diferentes ceremonias como las que en buen momento ha ayudado a descifrar Germán Franco en su libro. Uno de ellos tomará la decisión de conocer su época, de rastrear sus imaginarios, de explicar las nuevas maneras de representar sus vidas, mirando solo a la tierra.


Pie de página

2Guy Debord, La sociedad del espectáculo (Santiago de Chile: Ediciones Naufragio, 1974), 9.


Bibliografía

Debord, Guy. La Sociedad del Espectáculo. Santiago de Chile: Ediciones Naufragio, 1974.         [ Links ]