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Memoria y Sociedad

Print version ISSN 0122-5197

Mem. Soc. vol.19 no.38 Bogotá Jan./June 2015

 

Los letrados interpretan la ciudad.
Los barrios de indios en el umbral de la independencia.

Dávalos, Marcela.
México: INAH, 2009. 185 pp.

Rogelio Jiménez Maree1

1Doctor en antropología por CIESAS. Profesor investigador de tiempo completo en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Iberoamericana-Puebla.


Cómo citar esta reseña

Jiménez Marce, Rogelio. Reseña de Los letrados interpretan la ciudad. Los barrios de indios en el umbral de la independencia de Marcela Dávalos. Memoria y Sociedad 19, no. 38 (2015): 102-105.


El análisis de la realidad urbana de la ciudad de México en sus diferentes etapas históricas ha sido un tema recurrente en la historiografía mexicana. son de destacar, entre otros, los trabajos realizados por Hira de Gortari, Regina Hernández, Ariel Rodríguez, Ana Lau Jaiven, Antonio Rubial, Serge Gruzinski y Marcela Dávalos, aunque se debe advertir que la bibliografía es profusa. La mayor parte de los estudios centran su atención en el corazón de la ciudad, motivo por el cual la estructura de los barrios indígenas ha ocupado una menor atención. En el libro que se reseña, Marcela Dávalos trata de subsanar este vacío historiográfico y examina los doce barrios indígenas ubicados en el oriente de la capital para tratar de entender su morfología. Estos pertenecían a la parcialidad de san Juan Tenochtitlán y limitaban al noroeste con la plaza de la santísima, al noreste con la garita de san Lázaro, al sureste con la Magdalena Mixiuca y al suroeste con la garita de la Viga. A partir de sus hallazgos, la autora se cuestiona si en realidad se puede afirmar, tal como lo han hecho algunas corrientes de la historiografía urbana, que el nacimiento de la ciudad moderna se había producido a finales del siglo XVIII y en el marco de las reformas ilustradas, pues muchas de ellas no tuvieron ningún impacto en las parcialidades indígenas. La mirada acusatoria de los «letrados» hacia los barrios, mismos que se consideraban «desordenados», «sucios» e «indecentes», le permitió a la autora contar con materiales para reconstruir estos espacios que no habían sido objeto de atención de las autoridades virreinales. sin embargo, Dávalos advierte que la mirada de los ilustrados se encontraba mediatizada por su horizonte cultural, motivo por el que sus afirmaciones se deben tomar con cautela.

Para finales del siglo XVIII, la ciudad de México había sufrido importantes transformaciones. En el ámbito religioso, el proceso de secularización había generado la creación de cuatro nuevas parroquias que se sumaban a las diez que ya existían. En el ámbito civil la urbe quedó dividida en 8 cuarteles mayores y 32 menores. Antes de que se produjeran estas modificaciones, la organización de la ciudad estaba condicionada por el conflicto que prevalecía entre el clero secular y el regular, el cual se acentuaba por el vínculo existente entre las autoridades religiosas y los vecinos de los barrios. Las disputas por los límites, el número de feligreses y su jerarquía evidenciaban que la construcción de las fronteras parroquiales y la pertenencia de los barrios a una u otra dependían de las disputas internas del poder clerical. En este sentido, la historia de las parcialidades estaba marcada por el desplazamiento de sus bordes, el desconcierto respecto a sus jurisdicciones y la disputa por la administración de la feligresía. A pesar de lo anterior, los párrocos participaron en el proyecto de transformación de la ciudad, situación que se facilitó después de que las órdenes regulares dejaron de tener presencia pública. La autora reconoce que el papel de los «alcaldes censores» resultaría fundamental para reconstruir la vida barrial, pues ellos, como servidores de la política secularizadora, consideraban que la distribución parroquial era un «síntoma de atraso». Por este motivo prestaron especial atención al registro, cuantificación y reconocimiento a fondo de las parcialidades, lo cual implicaba no solo hacer referencia al tipo de edificaciones que existían, sus lógicas de residencia o las formas de propiedad de la tierra, sino también al tipo de población, sus ocupaciones y la manera en la que llevaban a cabo sus actividades.

Las anotaciones de los alcaldes permitieron distinguir la existencia de dos núcleos, microrregiones las denomina la autora, en los barrios indígenas: los del norte que pertenecían a la parroquia de santa Cruz y soledad y los del sur que estaban adscritos a la parroquia de santo Tomás La Palma. Estos barrios se diferenciaban no solo por su adscripción religiosa, sino también por los tipos de construcciones, las proporciones raciales y los oficios a los que se dedicaban. En cuanto a la disposición espacial, los barrios se distribuían a partir de un centro en el cual se encontraba la plaza, la iglesia y las casas de los principales. La labor de recopilación de información de los alcaldes resultaría fundamental para reconstruir las características de los barrios, pues Dávalos advierte que en los mapas del siglo XVIII se ignoraron y solo se puso atención en el centro de la ciudad o en aspectos específicos como las garitas, las calzadas, los albarradones, las acequias o las lagunas. El único que incluyó los barrios indígenas en sus mapas fue José Antonio de Alzate, quien, a petición del arzobispo Francisco Antonio Lorenzana, elaboró dos planos con la intención de realizar una redistribución de los límites parroquiales, los cuales carecían de escalas debido a que el autor tenía la intención de mostrar el territorio que se buscaba reordenar. Alzate solo buscaba satisfacer la mirada del prelado más que especificar superficies, distancias o coordenadas. En un tercer mapa, el autor hizo coincidir los barrios indígenas prehispánicos con los dieciochescos. La importancia de estos planos reside en que fueron pioneros en conducir la mirada de los ilustrados hacia esa zona de la ciudad, pero no logró entender las peculiaridades del espacio vivido, en el cual se incorporaban minucias locales dadas por el uso reiterado de un entorno.

A partir de los testimonios de los alcaldes, la autora logró identificar una distribución espacial en los barrios que se diferenciaba de la eclesiástica y de la civil: la configurada por los vecinos de los barrios, quienes utilizaban ciertos relieves y diversos símbolos colectivos como señalizaciones. Este asunto resulta relevante en función de que muestra el espacio vivido, es decir, el espacio delimitado e imaginado por los propios individuos en su diario andar. Aunque existen numerosas investigaciones que utilizan documentos notariales de poblaciones indígenas, son escasos los que se detienen a reflexionar en la manera en que los individuos demarcaban sus posesiones. Mi experiencia de trabajo en los archivos notariales de Cholula, de los siglos XVI y XVII muestra similares hallazgos que los de la autora, pues los cholultecas delimitaban sus propiedades en función de que colindaban con las de ciertos vecinos. También se utilizaba el «cerro», es decir la pirámide, como un elemento de referencia o se apelaba a ciertos elementos del paisaje, tales como las nopaleras, los magueyes, las ciénegas o el río Atoyac, para demarcar un terreno. La representación espacial derivada de las palabras de sus usuarios evidenciaba prácticas culturales respecto al espacio, tales como las formas de propiedad y posesión de la tierra. Al igual que en el caso de los barrios indígenas de la ciudad de México, los documentos notariales de Cholula no revelaban las dimensiones exactas de las propiedades, situación que generaba, tanto en uno como en otro caso, conflictos de límites sobre todo a raíz del crecimiento de las grandes propiedades. En este sentido, y como bien lo apunta Marcela, el escribano se convirtió en el puente directo de una cultura que regía en el juzgado, la de las instituciones letradas, y la oralidad que sustentaba la vida barrial.

Lo anterior mostraba que, a pesar de la creación de nuevos cargos por los gobiernos ilustrados, las prácticas jurídicas no se modificaron pues los indígenas apelaban a la «costumbre» como una práctica de derecho natural. Dávalos menciona que en el pleito entablado entre los indígenas y algunos propietarios de haciendas se puede identificar la manera en la cual se justificaba la propiedad de la tierra. La ausencia de escrituras no representaba un problema pues el conocimiento de la colectividad legitimaba la posesión. En este sentido, la figura del testigo era fundamental. Apelar a un testigo representaba una práctica ancestral, surgida en la Europa medieval, que implicaba vincular la palabra con valores sociales fundamentales en la sociedad, tales como la fe, el honor y la verdad. Así, la propiedad de la tierra se probaba en la palabra de una persona más que en un documento escrito. En una sociedad pre-alfabetizada, como la novohispana, la credulidad de la palabra, el sustento de la verdad en lo dicho y la acreditación de lo declarado eran recursos válidos en el ámbito jurídico. En este sentido, las personas buscaban refrendar su propiedad no en una escritura sino en el peso de la mirada y en la fe en la palabra, sobre todo cuando este provenía de los ancianos a quienes se consideraba como los custodios de la memoria. El peso del testimonio del testigo se determinaba en virtud de su participación directa en los eventos. Los acuerdos orales comenzaron a disminuir en función del auge del documento escrito, lo cual no solo evidenciaba el crecimiento de la individualización de la propiedad, sino también la resignificación de la propiedad y del ser propietarios.

La autora dedica dos capítulos del libro a analizar las formas de propiedad y los usos del agua en los barrios. Respecto al primer punto menciona que ha identificado dos formas de propiedad: los solares, y las tierras y bienes comunales. Los últimos estaban divididos en dos tipos: el aprovechamiento de los recursos del lago (para los de la microrregión norte) y la explotación de las zonas boscosas (para los del sur). El crecimiento de las grandes propiedades generó principalmente problemas de límites, aunque también se produjeron dificultades de otra índole, tal como se puede apreciar en el conflicto que entablaron los barrios del norte contra los dueños del rancho de Pacheco. Lamentablemente, la autora no menciona cuáles eran las características del rancho, cuáles eran sus actividades productivas y quiénes eran sus dueños, pues ello habría permitido tener un panorama más amplio de lo acontecido en ese momento. El alegato judicial muestra que los dueños del rancho impidieron que los indígenas pudieran cazar, pescar y recolectar productos del lago, además de que les cobraban el derecho de paso de manera ilegal. El pleito se llevó a cabo entre 1760 a 1772 y sería resuelto a favor de los indígenas. Este caso resulta relevante en función de que evidenciaba algunos valores específicos de los vecinos de los barrios, así como los vínculos instaurados en una colectividad que reconocía a una autoridad corporativa. Para lograr la victoria, los indígenas apelaron a aspectos de la sociedad tradicional como la figura real, el peso del bien común y los derechos que tenían sobre los bienes comunes. Lo contrario sucedió con los del rancho, que incitaron a los vecinos de los barrios del sur a unirse en contra de los del norte, además de que recurrió a antiguos mecanismos de justicia (el honor y el escándalo público) para lograr que la sentencia le fuera favorable.

En el caso del agua, los vecinos de los barrios no tenían acceso al agua potable que la ciudad de México recibía por medio de los acueductos, pues la distribución de este tipo de agua seguía un patrón jerárquico y, por lo mismo, existía un desequilibrio en la distribución del vital líquido. Ante tal situación, los párrocos se convirtieron en los portavoces de las demandas de los barrios, pues gestionaron que estos también recibieran los beneficios del agua potable, situación que revelaba, en cierta forma, que el discurso ilustrado comenzaba a influenciarlos. Ellos pugnaron por la construcción de fuentes públicas, y para tratar de convencer a las autoridades introdujeron en sus peticiones ciertas situaciones morales tendientes a enfatizar los males que podrían sufrir las mujeres debido a que ellas eran las encargadas de surtir las casas con agua. Mientras los párrocos aludían a la necesidad de cambiar las costumbres de los habitantes, lo contrario sucedía con los pobladores de los barrios que utilizaban las aguas de las acequias sin tener en cuenta los parámetros de limpieza y prevención que exponían los ilustrados. Lo anterior evidenciaba las diferentes percepciones que los individuos pueden tener de un mismo fenómeno y que, en este caso, se traduce en diversas formas de percibir tanto la insalubridad como la asepsia urbana. Esta situación evidenciaba, por otra parte, que las reformas ilustradas no tuvieron un impacto similar en los sectores sociales de la capital novohispana: los letrados consideraban el uso del agua de las acequias desde un punto de vista científico, en tanto que para los indígenas implicaba la reproducción de una práctica ancestral.

El libro de Marcela Dávalos constituye un gran aporte a los estudios históricos urbanos sobre la ciudad de México, pues no solo logra reconstruir con gran acierto las situaciones que acontecían en los barrios indígenas, sino que también identifica los diversos comportamientos que prevalecían entre unos pobladores que conservaban sus formas corporativas de organización, las cuales les permitieron, en diversos momentos, salir airosos de los conflictos que tuvieron con diversos actores sociales. Así, la autora demuestra con argumentos fehacientes que las reformas ilustradas no modificaron el espacio urbano de la ciudad de México y que, por lo mismo, se debe cuestionar si la ciudad moderna surgió en esta coyuntura. Considero que el estudio de Dávalos puede ser útil para los jóvenes historiadores, pues no solo enseña de qué manera se deben debatir las interpretaciones consagradas sino que también propone nuevas maneras de acercarse a un objeto de investigación, en este caso la ciudad de México, que pueden resultar innovadoras.