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Memoria y Sociedad

versão impressa ISSN 0122-5197

Mem. Soc. vol.19 no.38 Bogotá jan./jun. 2015

 

Miguel Antonio Caro: el intelectual y el político
editado por Clemencia Tejeiro
Mesa Chica, Darío.
Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2014. 166 pp.

Edwin Cruz Rodríguez1

1Candidato a doctor en estudios políticos de la Universidad Nacional de Colombia.


Cómo citar esta reseña

Cruz Rodríguez, Edwin. Reseña de Miguel Antonio Caro: el intelectual y el político de Darío Mesa Chica. Memoria y Sociedad 19, no. 38 (2015): 106-108.


Esta obra compila uno de los seminarios especiales que dictó el profesor Darío Mesa Chica (1921), en el marco del posgrado en sociología de la Universidad Nacional de Colombia en 1990. El libro se estructura en seis capítulos que evidencian un cuidadoso trabajo de edición por parte de la también profesora Clemencia Tejeiro, a lo largo de los cuales Mesa pone en práctica una lectura hegeliana de Miguel Antonio Caro enfocada, particularmente, en las tensiones que su pensamiento y su práctica política tuvieron que enfrentar en el contexto de la emergente «sociedad civil» en la Colombia de fines del siglo XIX.

El profesor Mesa empieza con una caracterización del contexto político colombiano del siglo XIX. se trata, a su juicio, de una articulación aún precaria del «sistema de necesidades y dependencias» que Hegel denominó «sociedad civil», un proceso lleno de limitaciones y contradicciones en términos materiales y sociales. La base material sobre la cual debía desarrollarse el «pueblo viviente» era sumamente precaria: no existía unidad territorial, debido a las grandes dificultades de comunicación, ni económica, es decir, un mercado interno, dado que en el país coexistían diversos modos de producción. La sociedad estaba estructurada en estamentos y las clases hasta ahora estaban en proceso de formación. La fragmentación se acentuaba con el régimen federal, que introdujo una heterogeneidad administrativa en la que cada jefe local pugnaba por sus intereses particulares. En esas condiciones, la formación de la sociedad civil y del Estado supuso un proceso lento.

En la esfera de las ideas esta situación correspondía con la precaria «asimilación» del pensamiento europeo y la ausencia de discusiones teóricas y filosóficas sistemáticas, que fueron reemplazadas por discusiones apologéticas en temas religiosos y políticos. Para Mesa, el positivismo no fue asimilado críticamente sino solo combatido en aquellos aspectos puntuales en los que contrariara la doctrina de la Iglesia. A este respecto, el catolicismo integrista mostraba mayor consistencia al desprender sus ideas del Syllabus y la encíclica Quanta Cura de Pio IX, y de otros teóricos ultramontanos o contrarrevolucionarios en los que se inspiraría Caro.

Según Mesa, debido a este contexto, y pese a su estructura mental dogmática y doctrinaria, Caro tuvo una lúcida comprensión del problema de la moneda como signo de equivalencia funcional al intercambio de mercancías, aun en esa precaria existencia del sistema de necesidades y dependencias de la sociedad colombiana de fines del siglo XIX. A pesar del aislamiento y del atraso y la pobreza de la sociedad colombiana, Caro fue capaz de enterarse del debate sobre la moneda en países como Francia, Alemania e Inglaterra. Estaba mejor informado que los demás participantes del debate, incluso de aquellos que tenían formación económica y habían viajado a Europa, como Miguel Samper o Salvador Camacho Roldán. Este asunto ilumina en buena medida la pregunta por la forma en que Caro concebía la filosofía, la ciencia y el Estado.

En la interpretación del profesor Mesa, Caro concibió el dinero como un sistema, en su relación con las dimensiones políticas, sociales, jurídicas y culturales, además de las económicas. Esa lucidez en el diagnóstico económico provenía del «espíritu de sutileza» que en su formación intelectual había insertado el estudio de los clásicos del pensamiento latino. Así, mientras los liberales se ocupaban de discutir si la moneda debería ser metálica o si la emisión constituiría una deuda pública, para Caro lo fundamental era su función como equivalente de mercancías. En ello se inspiró en el teórico marginalista Eilliam stanley Jevons y en autores nominalistas que consideraban que lo importante de la moneda no era de qué estaba hecha sino que se constituyera en un signo de equivalencia que permitiera los intercambios de mercancías.

Su posición favorable al monopolio de la emisión de papel moneda por parte del Estado y la ampliación de la masa circulante llevarían a Caro a enfrentar los poderes particulares, propietarios de los bancos y empresas que por entonces tenían la facultad de la emisión de moneda. De acuerdo con Mesa, Caro tomaba los principios de la economía política de forma flexible: debían acomodarse a la diversidad de situaciones concretas y no convertirse en dogmas. En el trasfondo existía una concepción de la ciencia que contrasta con la defensa a ultranza de los principios católicos. si bien Caro era consciente de los límites del conocimiento científico, en relación con su defensa del dogma católico, también resaltó sus potencialidades y su valor, al hacer posible conocer «probabilidades» y tendencias.

En la lectura de Mesa, Caro no fue un filósofo en sentido estricto, sino un pensador, muy situado en su realidad, y un hombre de acción. A este respecto, sostiene que Caro no fue un seguidor de las ideas de santo Tomás, una tesis que aún hoy puede resultar polémica: «Fuera del acercamiento a la concepción política que del Estado tuvo santo Tomás, no hay, por parte de Caro, una cercanía entrañable con el maestro medieval, tal vez porque le resultaba demasiado racionalista» (64-65). Para Mesa, las fuentes de su pensamiento deben ubicarse más bien en las obras de san Agustín, san Buenaventura o Dun scotto, popularizadas por libros de amplia circulación en su tiempo. su posición respecto a la ciencia y la filosofía podría situarse en el «paradigma metafísico», por eso el racionalismo tomista no le resultaba interesante. Por ejemplo, Caro sostuvo que el científico debería descubrir en cada manifestación de la realidad una revelación divina, lo que también lo llevaría a rechazar el positivismo y el sensualismo, todo lo cual comprendía como expresiones del «materialismo».

Según Mesa, Caro no fue un humanista, como podría considerarse a los del renacimiento, puesto que no hizo una «asimilación crítica» de la herencia cultural para adecuar la tradición a una cultura nueva, sino que se dedicó a la defensa del dogma católico y en este sentido fue más un «combatiente religioso». No obstante, en su intento de imponer un estado cristiano tuvo que ceder ante el clima de la época, insertando por ejemplo los principios de la economía política o la división de poderes del Estado liberal a fin de responder a la diversidad de intereses que contenía la sociedad civil en formación.

Como puede verse, un poco más de dos décadas no anulan la riqueza de la lectura que Mesa realiza de Caro. Resalta, en particular, el marcado interés por desmarcarse del maniqueísmo con el que, incluso hoy en día, se lee al polémico ex presidente. En su lugar, Mesa ubica la necesidad de comprender su pensamiento en el marco de la situación concreta de fines del siglo XIX. La gran erudición con que se reconstruyen las fuentes del pensamiento de Caro y se sitúa su perspectiva en la historia de las ideas se articula con un enfoque centrado en las contradicciones que su realidad como actor político le planteaba a su pensamiento. De esa forma Mesa nos muestra un Caro distinto al ciego devoto del Syllabus, envuelto en las paradojas que impone el desarrollo de la «sociedad civil» y el Estado en aquel momento. son esas contradicciones las que permiten comprender que un espíritu profundamente dogmático tuviese mayor capacidad que los liberales defensores del positivismo para entender la realidad del momento, particularmente en cuanto a la concepción del papel moneda. Este problema, dicho sea de paso, arroja luces para entender la concepción que un hombre como Caro podría tener de la ciencia, problema que no ha sido suficientemente abordado en nuestra historiografía.

Con todo, si bien esa lectura hegeliana permite sacar a flote las contradicciones de los procesos históricos y del pensamiento, también presenta cuestiones que vale la pena problematizar. La mayoría se desprenden del hecho de que se trata de una manera de interpretar la historia que ubica los procesos en un marco universalista y teleológico, lo cual limita su comprensión.

Ambos problemas se evidencian sobre todo cuando Mesa realiza el diagnóstico del clima cultural de la época, que en general es caracterizado como atrasado y precario, constituido por «ideas contradictorias, vagamente asimiladas, apenas fragmentos de información», por lo que «no podemos descubrir a alguien que pueda decirse que ha expuesto de manera cabal un solo sistema de pensamiento» (21-22). Esta interpretación lleva a suponer que, dadas las condiciones materiales de la sociedad colombiana del siglo XIX, no podría desarrollarse pensamiento e, incluso, que no podrían «asimilarse» los sistemas de pensamiento europeos. Esta asunción parece llevar implícita la idea de que las ideas se «asimilan», sin que en ello medie un proceso de acoplamiento o refractación a la realidad en función de las necesidades y de las relaciones de poder dadas. si se cambia de perspectiva, el problema tal vez no radica en que los intelectuales de aquella época hicieran una lectura errónea o no hubiesen asimilado el positivismo o el utilitarismo, sino que resignificaron sus conceptos a fin de hacerlos funcionales a su contexto particular. En otras palabras, no es posible comprender cómo pensaban los intelectuales decimonónicos exclusivamente a partir del canon europeo.

Además, dicho enfoque sitúa el proceso histórico particular en una linealidad general o universal que necesariamente, y en algunos casos presumiblemente deseable, debe desembocar en un mismo punto, el cual coincide con Europa. Ello no solo implica una cierta perspectiva colonial sino además supone que habría que esperar a que las condiciones materiales o la «sociedad civil» tuviesen un cierto grado de desarrollo para que en nuestro contexto fuese posible «asimilar» o crear sistemas de pensamiento.