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Memoria y Sociedad

Print version ISSN 0122-5197

Mem. Soc. vol.19 no.39 Bogotá July/Dec. 2015

 

La tierra en la historia de Colombia
Arango, Mariano.
Bogotá: Ediciones Aurora,
Academia Colombiana de Ciencias Económicas, 2014. 192 pp.

Aurelio Suárez Montoya1

1Ingeniera Industrial de la Universidad de los Andes. Dirigente gremial y político. Director Ejecutiva de la Asociación Nacional por la Salvación Agropecuaria y presidente de la Unidad Cafetera Nacional. Miembro de la Red Colombiana frente al Libre Comercio y el Alca, Recalca.


Cómo citar esta reseña

Suárez Montoya, Aurelio. Reseña de La tierra en la historia de Colombia. Memoria y Sociedad 19, n.° 39 (2015): 192-195.


La Academia Colombiana de Ciencias Económicas propició en 2014 la publicación del libro La tierra en la historia de Colombia, de Mariano Arango Restrepo. Los temas del agro no le son ajenos a este autor, uno de los pioneros en la literatura de la economía agrícola y, especialmente, del café. Las primeras letras de muchos de quienes se desenvuelven en el tema fueron aprendidas en los textos de Arango.

En el volumen que nos ocupa, que no es la historia de la tierra en Colombia, sino la tierra en la historia, tal y como versa su título, se va puntualizando el papel de la tierra en las instituciones, las leyes, los conflictos y el proceso económico desde la época que clasifica como Conquista-Colonia hasta el actual estado de cosas, caracterizado por aberrantes niveles de concentración en la estructura de la propiedad.

Desde 1510 hasta finales del siglo XVI, acorde con Arango, «todas las formas de propiedad»2, en la Nueva Granada, «surgieron del despojo de las tierras de los indios» y con la explotación del trabajo indígena se consolidaron «los grandes latifundios de los encomenderos»3, las propiedades medianas y las pequeñas aparcerías.

sobre la tierra después de la Independencia, esclarece que se trató de la apropiación de baldíos por distintos medios, tal como aconteció en la colonización antioqueña y en la «desamortización de bienes de manos muertas»4. Destaca el papel que, como fuente de especulación para soporte y empeño de la deuda pública, jugaron los baldíos. sobre la partición y venta de resguardos plantea que, con excepciones, esta idea resultó «contraevidente», y también tiene en cuenta, con la abolición de la esclavitud, los cambios que se suscitaron en las haciendas a partir de 1851, entre ellos la emigración de los libertos. su análisis ratifica lo sostenido por otros autores sobre la incorporación de la tierra como el factor determinante de la producción agropecuaria en todo este periodo.

En el tercer capítulo, y apoyándose en el método de la cronología legislativa, Arango describe cada ley referida a la apropiación de baldíos y evalúa su impacto en la estructura rural. Podría deducirse de este análisis, el núcleo del texto, que la distribución de la tierra en Colombia ha dependido de cómo distintos agentes han acumulado baldíos y de cómo las diversas legislaciones han prescrito la correspondiente repartición. El resultado, advierte, es la «concentración de la propiedad», que ya entre 1827 y 1869 tenía un índice de Gini de 0,839, en 1964 había crecido a 0,889 y, acorde con sus fuentes, empezó el siglo xxi en 0,964. En ese recorrido, destaca que hubo periodos donde la organización predial rural tendió a ser menos inicua, como entre 1901 y 1917, cuando el índice Gini descendió a 0,776, para más tarde, entre 1918 y 1931, volver a crecer a 0,802.

En adelante, el autor registra la secuencia de leyes, incluidas las dictadas en el marco de reformas agrarias, las cuales, en medio de «limitantes», «propósitos», «omisiones» y «parágrafos», podrían resumirse en el adagio popular de «hecha la ley, hecha la trampa», sumando adjudicaciones entre 1973 y 1994 por algo más de 6,2 millones de hectáreas, sin saberse bien en manos de quién, y destacando que, igualmente, se entregaron 4,5 millones de hectáreas a comunidades negras y adjudicaciones colectivas. El efecto de la Ley 160 de 1994 en sus primeros diez años fue la adjudicación de 8,2 millones de hectáreas; es decir, que en 30 años, entre 1973 y 2004, se concedieron en total cerca de 14,5 millones. Es encomiable en este apartado la minuciosa labor del escritor al escudriñar todos y cada uno de los aspectos inmersos, y, a la vez, al valorar sus implicaciones.

Complementario al análisis anterior, Arango, en el cuarto capítulo, mira otro aspecto relevante: ¿cómo ha contribuido la extinción de dominio a «arreglar las cargas» en la distribución desigual o en el retorno o captura de tierras hacia el conjunto de propiedad del Estado? se sabe que la «inexplotación económica», el «enriquecimiento ilícito» y la «destrucción de los recursos naturales no renovables» son causales de la aplicación de este instrumento. ¿Cuál es el balance en ese aspecto desde la Ley 56 de 1905, pasando por las leyes 34 y 200 de 1936, la 135 de 1961, la Ley Primera de 1968, las leyes 4a y 5a de 1973 (Pacto de Chicoral) y subsiguientes, hasta la Ley 160 de 1994? Entre 1968 y 1972, la extinción fue de 314.069 hectáreas; para 1973 a 1982, por obra y gracia del Pacto de Chicoral, cayó a 58.927, y de 1983 a 1994, a cerca de 109 mil, el «99,6% compradas». Es decir, para esa década el área incorporada al Fondo Nacional Agrario fue inferior en menos de la mitad a la de los cinco años comprendidos entre 1968 y 1972. Así se conjuró la reforma agraria.

Las leyes posteriores tampoco son realmente eficaces en ese sentido, ni la Ley 160 ni las de extinción de dominio, Ley 333 de 1996 y Ley 793 de 2002. En la contabilidad de Arango, entre 1988 y 1994, la extinción por inexplotación económica solo fue de 35.386 hectáreas, y, luego de 1994 y hasta 2004, fue peor, de 16.725, o sea, algo más de 51 mil hectáreas en casi veinte años. Y en cuanto a la extinción por enriquecimiento ilícito, de 110 mil hectáreas, confiscadas a narcotraficantes entre 2002-2006, tan solo 5.374 habían sido asignadas. El anterior es un mal precedente en tanto estas constituyen las fuentes prioritarias del Banco de Tierras creado en los preacuerdos de las negociaciones sobre la terminación del conflicto con las faro en La Habana.

El quinto capítulo aborda la Colonización, entendida como «la incorporación de nuevas tierras a la economía nacional, en actividades agrícolas o pecuarias»5. Identifica varias vías: las adjudicaciones a cultivadores y ocupantes con ganado, que terminaron, a la larga y por distintos medios, en manos de grandes ocupantes; y las colonizaciones de negros libertos y de indígenas desde 1850, que dieron origen al trabajo independiente de los primeros y a movimientos de resistencia de los segundos por sus resguardos.

Reseña también la colonización de baldíos por campesinos reclutados para guerras civiles y por los pobladores, entre 1834 y 1914, principalmente en Antioquia, Caldas y Tolima, y además en el Valle, Santander, los Llanos Orientales, Nariño, Cauca y la Costa, destinadas a las fundaciones de poblados. Habla también de la colonización de baldíos para obras públicas, vendidos luego por comerciantes y terratenientes, quienes estimulaban los desplazamientos hacia esos terrenos para elevarles el valor y, desde luego, de la colonización antioqueña, caracterizada por concesiones de enormes extensiones y por la «lucha entre el hacha y el papel sellado». Finalmente, añade la colonización mediante la usurpación de baldíos por terratenientes, que atinente al tradicional e ilegítimo corrimiento de las cercas colindantes.

El capítulo concluye afirmando que la repartición de baldíos es altamente inequitativa, ya que entre 1827 y 1931, en más de un siglo, se adjudicó el 76,3% a «unidades mayores de 1.000 hectáreas» y tan solo el 1,2% a las menores de 20. Arango se ratifica en que ninguno de estos procesos significó una «democratización» de la propiedad, como algunos otros tratadistas lo han querido presentar.

Como consecuencia adicional, señala en el sexto capítulo la aparición de la economía campesina, que hace parte del modelo dual hoy existente, junto con la agricultura comercial, y la caracteriza como limitada en tamaño, orientada al consumo y al ingreso familiar, productivamente diversa, y ligada al mercado y con fuerza laboral familiar, entre lo más relevante.

Ubica los orígenes de la economía campesina en varios hechos, entre ellos, los resguardos indígenas; los trapiches de caña, principalmente en Santander y Cundinamarca, en el siglo xviii; la parcelación de haciendas de Cundinamarca y Tolima entre 1930 y 1946 como resultado de la Ley 200; y la colonización antioqueña en Antioquia, Caldas, Risaralda, Quindío, norte del Tolima y del Valle, lo que, según el Censo de Minifundio6, abarcaba un universo de 547.235 minifundios.

La aparcería dio curso en buena medida a la economía campesina, sobre todo la vinculada a la hacienda cafetera, bien en la producción complementaria o bien en cultivos de pancoger. En los aparceros, la inconformidad por las condiciones laborales encontró vivas expresiones que al final terminaron en parcelaciones decretadas por el gobierno para conjurarla y, en otras, como fruto de ocupaciones masivas de latifundios ociosos. La Ley 200 de 1936 y la Ley 34 del mismo año beneficiaron la multiplicación de parcelas venidas de la aparcería que encontraron en el café, cuya siembra estuvo allí prohibida, una forma de consolidar la pequeña propiedad.

No obstante, con la Ley 100 de 1944, atribuida por el autor al gremio cafetero, se revivió la aparcería como forma de explotación de la hacienda cafetera y, además, en un alto porcentaje, de los cultivos de ciclo corto. El arriendo correspondía, dice, tanto al apoyo prescito en la Ley 100 como a la sustitución de importaciones, a los altos precios del café y a la introducción del negocio del ganado a la agricultura comercial. Con respecto a esta última, Arango afirma que fundó su desarrollo en el efecto del impuesto a la tierra que, combinado con la sustitución de importaciones, hizo avanzar los cultivos de agricultura moderna y los de banano y flores.

Para mostrar la composición de la propiedad hasta 1960, resultante de la dinámica social y política en torno a la tierra, con sus leyes e instituciones, Mariano Arango toma el Censo Agropecuario de entonces para concluir que seguían teniendo mucho peso las «otras formas de tenencia» distintas a la propiedad. De 27,3 millones de hectáreas en total, 19,8 eran en propiedad, 2 en arrendamiento, y 5,55 en aquellas donde sobresalían el colonato, la propiedad-colonato y la ocupación de hecho.

Un punto importante en este capítulo es el referido a la complementariedad entre la producción campesina y la comercial. Insiste, debidamente documentado, en que el 47% de los ingresos de los propietarios de explotaciones inferiores a tres hectáreas proviene de jornales a terceros (siendo el 60% del total de jornales anuales en la agricultura), igual que el 16% para los propietarios entre 3 y 5 hectáreas y el 7,8% para los de explotaciones entre 5 y 10.

La legislación ha tenido un «sesgo contra la recomposición campesina», agrega Arango. A la vez que expone la reducción de la aparcería desde finales de los años sesenta del siglo pasado y el aumento de la pequeña propiedad, deplora que fallos de la Corte Constitucional no permiten que la parcela de tres hectáreas pueda expandirse. Finaliza al tratar en ese contexto el mercado de tierras, afirmando que se han configurado tres tipos de comercio: el de pequeñas superficies, el más dinámico, mientras que el de las de más de 100 hectáreas no alcanza al 1% de las transacciones reportadas por el IGAC.

El último capítulo de La tierra en la historia de Colombia muestra los resultados impactados por medidas más recientes como la Ley 160 de 1994, el Programa DRI, el Pacto de Chicoral, las leyes agrarias proferidas en los setenta y los ochenta, el incremento de la violencia y la apertura económica. Al final, muestra un índice de Gini -para 2004-de 0,9209, según el tamaño de los predios, el peor desde 1995, y registra, lacónicamente, la pérdida de centenares de miles de hectáreas de cultivos transitorios, la supresión de 140 mil hectáreas de café, el aumento, como intento de reemplazo de lo perdido, de cultivos de caña, palma, ganadería de leche y doble propósito, ganado de levante, plátano, banano y yuca, remarcando que cerca de 500 mil hectáreas se transformaron en pasto.

Tal balance, de por sí grave, no es aún el reflejo completo de la mayor desigualdad -que hay de hecho- y que podría incluso demostrarse si se aplicara, como recientemente lo recomienda Piketty7, una tabla social que la consolidara no solo por el valor y el tamaño de los predios rurales, sino también por la inequidad en la participación en el ingreso. Recomiendo la lectura de este libro por su minuciosa y utilísima recopilación histórica, y porque a partir de él pueden explicarse muchos de los hechos estilizados del agro nacional contemporáneo.


Pie de página

2Machado, Censo de Minifundio, 14.
3Ídem.
4Ídem.
5Machado, Censo de Minifundio, 14.
6Absalón Machado coord., Censo de Minifundio (Bogotá: Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, IICA, 1994).
7Thomas Piketty, El Capital en el siglo XXI (Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2014).


Bibliografía

Machado, Absalón coord. Censo de Minifundio. Bogotá: Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, IICA, 1994.         [ Links ]

Piketty, Thomas. El Capital en el siglo XXI. Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2014.         [ Links ]