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Memoria y Sociedad

Print version ISSN 0122-5197

Mem. Soc. vol.20 no.40 Bogotá Jan./June 2016

https://doi.org/10.11144/Javeriana.mys20-40.mori 

La memoria en los ojos. Reflexiones sobre imágenes e historia: ¿podemos definir un repertorio colombiano?

Memory in the Eyes. Reflections on Images and History: Can We Define a Colombian Repertoire?

A memória nos olhos. Reflexões sobre imagens e história: podemos definir um repertório colombiano?

Alessandra Merlo
Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia) amerlo@uniandes.edu.co

Este texto es una versión elaborada de la presentación hecha en el segundo taller de la Red Interdisciplinaria de Estudios sobre Memoria Latinoamericana, «Entreteniendo perspectivas» (Lateinamerika-Institut Freie Universitãt Berlin, 8-9 de septiembre de 2014) y del trabajo realizado con los estudiantes del curso Gramática del sentido, del pregrado en Lenguajes y Estudios Culturales de la Universidad de los Andes. Este trabajo se inscribe, además, en el programa de apoyo a la investigación fapa (Vicedecanatura de Investigación, Facultad de Ciencias sociales, Universidad de los Andes).

Recibido: 3 de junio de 2015 Aceptado: 28 de julio de 2015 Disponible en línea: 30 de marzo de 2016


Cómo citar este artículo

Melo, Alessandra. «La memoria en los ojos. Reflexiones sobre imágenes e historia: ¿podemos definir un repertorio colombiano?». Memoria y Sociedad 20, n.° 40 (2016): 10-24. http://dx.doi.org/10.11144/Javeriana.mys20-40.mori


Resumen

¿Cuál es la relación que las imágenes establecen con la memoria y la historia? En otras palabras: ¿cuál es la función que tienen las fotos en una determinada narración de hechos pasados y, sobre todo, cuál es la manera en que una imagen logra sintetizar ese hecho y ser casi un sustituto mnemónico de él? Queremos pensar en las imágenes no solamente como vehículo de conocimiento y de memoria histórica, sino también como constructor (no neutral) de una mirada tanto individual como colectiva. Finalmente, el texto quiere preguntarse si los colombianos comparten un determinado repertorio de imágenes de su pasado reciente y, en caso afirmativo, interrogarse por qué esas, y no otras imágenes, se han impuesto. Para hacerlo, se utilizará críticamente el concepto de ícono secular, que se aplicará a un ejercicio realizado con un grupo de estudiantes.

Palabras clave: imagen; icono secular; historia; memoria; Colombia


Abstract

What is the relationship that images establish with memory and history? In other words: What is the function pictures have in a particular narration of past events and, specially, how can an image summarize this event and be, almost, its mnemonic substitute? We want to think of images, not only as a vehicle of knowledge and historical memory, but also of a (non-neutral) constructor of an individual and collective look. Finally, the text aims to ask if Colombians share a specific repertoire of images of their recent past and, if so, question why those images, and not any other, have prevailed. In order to do this, we critically use the concept of secular icon applied to an exercise carried out with a group of students.

Keywords: image; secular icon; history; memory; Colombia


Resumo

Qual a relação que as imagens estabelecem com a memória e a história? Em outras palavras: qual a função que as fotos têm em uma determinada narração de fatos passados e, sobretudo, qual o jeito em que uma imagem consegui sintetizar tal fato e ser quase um substituto mnemónico de ele? Queremos pensar nas imagens não apenas como veículo de conhecimento e memória histórica, mas também como construtor (não neutral) de um olhar tanto individual quanto coletivo. Por fim, o texto se pergunta se os colombianos compartilham um certo repertório de imagens do seu passado recente e, em caso afirmativo, se questionar sobre por que tais imagens, e não outras, foram impostas. Para fazer isso vai se utilizar criticamente o concepto de ícone secular, para ser aplicado em um exercício realizado com uma turma de estudantes.

Palavras-chave: imagem; ícone secular; história; memória; Colômbia


Introducción

Cuando citamos el desembarque en Normandia, pensamos en las fotos de Robert Capa. Es probable que ni siquiera pensemos en ellas (puesto que podríamos desconocer el nombre de su autor y las ocurrencias de esas 11 fotos), sino a través de ellas: contrastadas y movidas, entre agua y cielo, cuerpos y armas.

Lo queramos o no, el 9 de abril de 1948 es en blanco y negro, porque nuestra mirada al Bogotazo pasa por las fotos de Sady González, de Manuel H. y de los otros fotógrafos de El Tiempo y Semana; tranvías en llamas, hileras de cuerpos por los pasillos del Cementerio Central. Estamos a tal punto determinados por ellas que las imágenes en movimiento y en color que durante el Bogotazo tomó Roberto Restrepo, y que sólo recientemente se volvieron públicas1, nos desafían profundamente. ¿Cómo es posible, Bogotá ese 9 de abril era en color?

Los dos ejemplos nos ayudan a introducir este texto sobre la relación que las imágenes establecen con la historia: son fundamentales e imborrables, son el patrimonio compartido por una comunidad, representan la visibilidad de un evento. Sin embargo, esa puesta en común no es nunca ni neutral ni objetiva del momento en que las imágenes se imponen a partir de unos medios que, de por sí, no lo son.

Las fotografías documentales, como las palabras, pueden ser consideradas como narraciones complejas de eventos históricos, al mismo tiempo sesgadas e indispensables para ver los hechos, grabarlos en la memoria, volverlos a recuperar todas las veces que queramos pensar en ellos. Pero, si eso es posible, ¿también será posible pensar en una/s historia/s colombiana/s en imágenes? ¿Qué acontecimientos, protagonistas, perspectivas son incluidos en esa historia visible y cuáles han quedado para siempre invisibles'? En el caso colombiano, pensamos que la distancia entre esos dos opuestos es profundamente problemática y dolorosa porque implica una pregunta sobre la visibilidad de la historia del país. Antes de entrar más directamente en el tema, quisiéramos aclarar que, cuando hacemos referencia a una historia de/por/con imágenes, es importante puntualizar lo siguiente: una imagen no es un discurso verbal; llega y se instaura en nosotros de forma específica. Se relaciona con lo referencial y con lo emocional casi de manera opuesta a como lo haría, o como lo hace, un discurso verbal (que también es referencial y emocional, por supuesto). Sin embargo, esa historia icónica siempre pondrá en juego algún tipo de relación compleja entre lo verbal y lo visual. Como han aclarado y repetido autores tan distintos como W. J. T. Mitchell y Jacques Rancière, no existen medios exclusivamente visuales sino una constante relación e interferencia entre visual y verbal2. Cuando usemos, por lo tanto, expresiones como las imágenes dicen o hablan, solo lo haremos en un sentido metafórico.

Fragmentos visibles de lo no vivido

Al regresar a casa rápidamente del mercado, entre un recado y otro, Ida había dejado en la cocina un paquete de fruta medio abierto. Poco después Useppe, tentado por la fruta, se encontró en la mano la hoja de papel que lo envolvía [...] La página reproducía algunas escenas de los campos nazis, de los cuales, hasta la invasión aliada, se tenían solo noticias amortiguadas y confusas.
Elsa Morante, La Historia3.

Una foto es una toma de distancia. Aunque acabemos de tomarla, la imagen fotográfica es inmediatamente el testimonio de lo pasado: a pesar del carácter deíctico (yo estoy acá) de la instantánea enviada por mensajería celular, la imagen misma se vuelve ya el recuento y el signo de ese haber estado allí. Al alejarse del momento en que se produjo, también empieza a tomar el lugar de lo que se produjo. Un álbum de fotos familiares (físico o virtual, en forma de libro o más bien dividido en carpetas dentro de nuestro ordenador) termina entonces contándonos nuestra existencia, los momentos supuestamente importantes de nuestras vidas y la forma de esos momentos. Lo que allí no esté registrado podría no haber existido, pero lo que allí está coge fuerza de presencia y de verdad. Las fotos (las de nuestros álbumes y las de nuestros países) vehiculan una inmediatez y un presente que son debidos a las características del medio fotográfico. El efecto de desaparición del dispositivo (la foto misma, que se nos presenta como hecho, como mirada directa a las cosas, aunque nunca lo sea, aunque siempre esté filtrada por unas decisiones de encuadre y enfoque) juega a favor de la inmediatez del contenido. Sin embargo, aun si la relación de un pasado y un presente sea algo común en cualquier foto (como veremos en seguida), es necesario hacer una distinción muy clara entre lo que el repertorio fotográfico familiar o personal representa para un individuo y lo que las imágenes de nuestra historia pueden llegar a ser para un grupo social determinado. Si en el primer caso las fotos me permiten recordar algo que yo viví o que alguien cercano vivió, en el segundo caso, las fotos de los periódicos, los noticieros o los libros de historia me cuentan justamente los hechos que yo no he vivido4. La foto informativa me proyecta hacia el hecho, del que me da su única versión. Su específico punto de vista se impone, entonces, puesto que yo no estaba allí para observar desde otros ángulos y no podría tener, por lo tanto, ninguna perspectiva propia y autónoma respecto a la que la foto me propone. Más allá de la distinción entre vivido/no vivido, directo/indirecto, puede ser valioso hacer referencia al concepto de memoria colectiva (en contraposición a una memoria individual), que podría ayudarnos a entender la acción rememorativa de las imágenes de la que nos estamos ocupando. Sin embargo, como bien demuestra Astrid Erll en su libro, el concepto mismo parece prestarse a distintas interpretaciones, sobre todo por ese constante enfrentamiento entre la dimensión individual y social. Siguiendo la reflexión de Erll, podemos rescatar la fuerza integradora de la memoria colectiva, en cuanto

concepto genérico que puede cobijar una variedad de fenómenos culturales, sociales psíquicos y biológicos como la tradición, la conciencia histórica, el archivo, el canon, los monumentos, los rituales de conmemoración, la comunicación en el seno de la familia, la experiencia vital y las redes neuronales5.

Sin embargo, es en ese cruce que las imágenes se vuelven importantes, significativas, constructoras de un sentido histórico en cuanto constructoras de una visibilidad de lo histórico: las vivimos individualmente, aunque nos hablen de hechos no privados. Veremos más adelante que las fotos reconocidas y compartidas por un grupo extenso (los íconos seculares) tienen su forma específica de relacionarnos con los hechos y que, en efecto, nuestra vivencia y experiencia no se mide con el hecho mismo (los campos de concentración, la toma del Palacio de Justicia, el secuestro de Ingrid Betancourt) sino con las imágenes de ese hecho (las imágenes citadas por Elsa Morante, las fotos de la toma del Palacio y la de Ingrid en la selva). Mejor aún, se mide con el hecho de verlas: la experiencia es la que experimentamos (valga la redundancia) frente a las fotos del tanque en el momento en que derrumba la puerta del Palacio de Justicia, o frente a la imagen de una mujer de pelo largo, suelto sobre los hombros, en algún lugar de Colombia. Por supuesto, muchos vivieron esos hechos, en el sentido de que los medios se los fueron contando mientras sucedían, y fue así que aprendieron a conocerlos. No obstante, por un lado, nuestra relación con ellos fue justamente eso, mediada, y, por el otro lado, al pasar del tiempo cada vez más esas imágenes se fueron volviendo la historia misma: al verlas podemos recuperar algo de ese hecho, de la discusión y la información que se dio de él y, finalmente, de nuestra relación personal en el tiempo con el hecho mismo. En el acto de verla por primera vez, la foto llega como un descubrimiento, como un mensajero particular:

El primer encuentro con el inventario fotográfico del horror extremo es una suerte de revelación, la prototípica revelación moderna: una epifanía negativa. Para mí, fueron las fotografías de Bergen-Belsen y Dachau que encontré por casualidad en una librería de Santa Mónica en julio de 1945. Nada de lo que he visto -en fotografías o en la vida real- me afectó jamás de modo tan agudo, profundo, instantáneo6.

Podríamos preguntarnos si la experiencia de la que nos habla Sontag puede ser catalogada como individual o colectiva (generacional) y quizás deberíamos admitir que se mueve justamente entre los dos extremos: Sontag, como muchas otras personas de su generación, como el personaje de La Historia de Elsa Morante, experimentó personalmente el choque producido por las fotos de los campos. Sin embargo, su relación con ese hecho tiene valor en la formación de su conciencia, responsabilidad y ética social. En efecto, si en su libro Sontag cita ese encuentro en la librería de Santa Mónica, no es para contar un episodio de su vida privada, sino para recordar la relación que se creó entre un individuo y su entorno: conocer, tomar posición, manifestarse, no ser indiferente. La fotografía instaura un cambio en la relación que tenemos con nuestro pasado y pide, por lo tanto, un repensamiento de la Historia7.

Ahora: las fotos de Robert Capa en Normandía fueron publicadas por la revista Life, las de los campos de concentración por todos los periódicos del mundo y las conocidas fotos del Bogotazo por los medios nacionales. Por otro lado, las películas de Roberto Restrepo, ciudadano con el hobby de la fotografía, permanecieron durante décadas en alguna caja. Si queremos pensar en una memoria colectiva, que permita que unos hechos no vividos individualmente sean reconocidos socialmente, tenemos que tener en cuenta el valor que las instituciones y los medios asumen en este proceso:

Los medios no solo son relevantes para la dimensión individual y la dimensión sociocultural de la memoria colectiva; también representan el punto de encuentro entre ambos ámbitos8.

Definir la existencia de algo colectivo, como lo es la memoria, no representa sino una premisa a otra serie de cuestiones. La pregunta que más nos apremia es cómo se define ese grupo que comparte algo, por ejemplo la trascendencia de determinados hechos, o la pregnancia simbólica de una serie de fotografías documentales. Las personas que comparten esos significados y que pueden hablar a través de la categoría de lo nuestro no constituyen casi nunca una categoría homogénea. En noviembre de 1985 la autora del presente texto era una estudiante de literatura en Italia y en algún noticiero televisivo tuvo que ver una imagen de los hechos violentos del Palacio de Justicia de un país latinoamericano. Treinta años después, como italiana en Colombia, su historia y su relación con esa foto se ha vuelto algo complejo y muy específico, como quizás en estas páginas se vaya aclarando. Aunque no sea colombiana, se ha apropiado de esta historia, entre otras, a partir, por medio y con la ayuda de ciertas imágenes y ciertos textos. Lo que, por lo tanto, podemos suponer es que las categorías que definen nuestra historia no son, ni coinciden simplemente con, la nacionalidad. Nuestra es la historia de la que nos apropiamos, pero también es la que las instituciones (la historia patria, por ejemplo) nos han acostumbrado a considerar significante.

Las instituciones, los mitos y los medios, es decir las palabras y las imágenes, alimentan la relación entre memoria e historia, así como Pierre Nora las piensa y propone, puesta una frente a la otra: «La memoria es un fenómeno siempre actual, un lugar vivido en un presente eterno; la historia, una representación del pasado»9. La fotografía parece resumir, de manera ejemplar, esa idea de lieux de mémoire, los lugares de memoria, que significan y reviven lo pasado con un acto de posicionamien-to que corresponde a un imponerse frente al olvido pero también frente a lo sucedido. La imagen fotográfica crea la relación del presente y del sujeto (quien mira) con un pasado que le pertenece directa o indirectamente. Entonces: en nuestra relación con una historia que es nuestra, pero que no hemos vivido, son las palabras y las imágenes las que van construyendo un pasado específico, las que permiten que un ailleur, un altrove, un elsewhere, en fin, otro lugar y otro tiempo, se vuelva suficientemente nuestro. Podríamos decir que las palabras relatan, pero que las imágenes acercan. Como escribió Roland Barthes en La cámara lúcida, la fotografía nos habla de lo que sucedió (el hecho) y de lo que sucede (el volver a ver en el ahora ese hecho), en un movimiento que permite hacer presente lo que ya ha pasado. En una página muy citada de su libro, escribe:

En 1865, el joven Lewis Payne intentó asesinar al secretario de Estado norteamericano, W. H. Seward. Alexander Gardner lo fotografió en su celda: en ella Payne espera la horca. La foto es bella, el muchacho también lo es: esto es el studium. Pero el punctum es: va a morir. Yo leo al mismo tiempo: esto será y esto ha sido; observo horrorizado el futuro anterior en el que lo que se ventila es la muerte10.

Lo que vivo en el momento de ver la foto es la conciencia de que el presente de la imagen (percibido en la inmediatez fotográfica) ya es pasado, y al mismo tiempo es el choque entre ese pasado racionalizado y este presente emocional. La imagen fotográfica -justamente por sus características fotográficas- va construyendo memoria porque vuelve a proponer el pasado sin hacernos olvidar cuál es la distancia que nos separa de él.

Íconos colectivos: el poder de imponerse

Ahora, debería ser claro que la reflexión que estamos haciendo no se limita a pensar en la relación que cada uno de nosotros puede establecer con su historia a través de sus imágenes. Quisiéramos suponer que un determinado grupo comparta el reconocimiento de un número bastante definido de imágenes que resumen y cuentan al mismo tiempo esa historia, y esto es posible simplemente porque todos los miembros de ese grupo han estado expuestos a lo que los medios, y específicamente la información, han propuesto. En un breve texto sobre la construcción de lo visible alrededor del atentado a las Torres Gemelas en Nueva York, Clément Chéroux11 cita al periodista del The Guardian Mark Lawson, y específicamente un artículo que este publicó el 13 de septiembre de 2001, con el título muy significativo de «The power of a picture». En el artículo, frente al vacío dejado por el derrumbe de las Torres, Lawson escribe: «So it's right that, whatever else happens, the things we'll never, ever forget are the photographs»12.

El texto de Chéroux, así como el artículo de Lawson, insisten en la forma en que el evento toma en la inmediatez: no han pasado ni dos días del atentado de Nueva York, y la imagen de ese hecho ya está fijada por unos paradigmas significantes y por la intericonicidad13. El valor opoder de la imagen parecería guiar de inmediato su formación (puesta en forma), en el sentido de que moldearía conscientemente una determinada lectura de los hechos (en el caso del 9/11, Chéroux reconoce la construcción de una analogía icónica entre el atentado a las Torres Gemelas y el ataque a Pearl Harbor, lo que justificaría una respuesta norteamericana similar en los dos casos).

Empero, lo interesante de los dos textos es también otra cosa: es presuponer, o identificar, la existencia de un palimpsesto icónico reconocido y reconocible por una comunidad nacional e internacional, y, por lo tanto, aceptar una memoria visual nacional (o internacional), una «nation's visual memory», un repertorio y un lenguaje reconocibles. Este repertorio está formado por ciertos paradigmas icónicos, como «the young girl fleeing screaming from the napalm, or the red cloudburst of President Kennedy's head»14.

¿Podemos efectivamente citar ese repertorio?, ¿dónde está y cómo es?, ¿cuáles y cuántas imágenes lo componen? Y si, por un lado, podemos citar el hongo atómico, el asesinato de Kennedy o la caída del muro de Berlín (sus fotos, por supuesto), ¿qué pondríamos en un supuesto repertorio colombiano? Y, ¿qué relación han ido creando, a través de estas fotos, los colombianos con su historia, el conflicto, el desplazamiento, siempre y cuando hayan efectivamente creado alguna historia de visibilidad con esos hechos?

Para trabajar en esta dirección, vamos a servirnos de un término clave, el de ícono secular, así como es usado por Vicki Goldberg en The Power of Photography: How Photographs Changed Our Lives, un libro que reitera el impacto factual de las imágenes fotográficas sobre nuestra conciencia, memoria, identidad y, por consiguiente, su valor y su poder. El término señala esas fotos que hacen historia, las «representations that inspire some degree of awe -perhaps mixed with dread, compassion, or aspiration- and that stand for an epoch or a system of beliefs»15.

El uso más interesante de ese término, sin duda, es el que hace Cornelia Brink en un artículo sobre las fotos de los campos de concentración y, en particular, sobre el efecto (asombro y compasión) que esas imágenes provocaron. Los íconos seculares reúnen ciertas características, tales como la autenticidad, la simbolización, la canonización, la mostración y el ocultamiento: «Los íconos seculares son imágenes que adquieren una sobrecarga simbólica, en marcos de referencia ampliados que las dotaron de un significado universal», «Estas fotografías se han interpuesto entre nosotros y la realidad. Lo visible nos enceguece»16. Parecería entonces que estas imágenes no fueran simplemente un apunte visual, una ilustración decorativa de los hechos, sino que ejercitaran alguna capacidad interpretativa sobre los hechos mismos. La palabra power, utilizada tanto en el título de Goldberg como en el de Lawson, nos aclara que la importancia que asumen esas fotos no es simplemente debida a una estética, sino que permite un posicionamiento frente a los hechos: los agarra y los cuenta y, al hacerlo, nos dice cómo tenemos que verlos y entenderlos. Pero volvamos al concepto. Los íconos seculares nos recuerdan que hay fotos que hacen historia, no solo porque los hechos correspondientes hacen lo mismo, sino por lo específicamente fotográfico, la síntesis expresiva y simbólica de la imagen de una foto. Lo importante reside además en ese construir un consenso alrededor de ellas, en ese reconocerlas y compartirlas con un grupo. Es tan fuerte y claro ese valor icónico de ciertas imágenes, que quizás valdría la pena poder usar el término para designar algo más de lo que Cornelia Brink, a partir de Vicki Goldberg, adscribe a la categoría. Como primera cosa, no habría que considerar esas imágenes eternas y universales, como parecen proponer las dos autoras, sino de alguna manera nacionales y generacionales. ¿Todos nos reconocemos? No. No todos y no siempre. Además, si hablamos de universalidad, suponemos un mundo (el universo) capaz de compartir significados y sentidos, pero ¿cómo podría hacerlo, de manera universal, sino a partir de valores simbólicos eternos y universales ellos mismos? Nos cuesta pensar que existan categorías de este tipo, y nos parece mucho más útil creer que en una determinada sociedad histórica y cultural (en un sistema de creencias, como efectivamente afirma Goldberg) unos significados puedan capturar y simbolizar la forma de ver el mundo. Las fotos de las Torres Gemelas no son un ícono universal, sino occidental. El día en que se vuelva universal será porque la colonización cultural (de valores compartidos) habrá unificado el mundo. Por otro lado, también, el día en que las fotos de las Torres Gemelas en llamas ya no nos digan nada (y nos hagan preguntar: «y esto, ¿dónde fue?»), algo profundo deberá haber pasado en nuestra historia y en nuestra conciencia. En otras palabras, nuestro conocimiento, memoria y ética pasan también por una puesta en común de imágenes, pero la esfera de lo nuestro y de lo ajeno, como ya hemos visto, es flexible. Lo es por razones políticas e ideológicas, además que por el paso de los años y el cambio de generaciones. El acto de reconocer o asumir como propio (apropiación) implica también un acto contrario de imposición de símbolos. En muchos casos, podríamos señalar signos evidentes de una colonización visual en el simple hecho de reconocer como muy nuestras las imágenes de las Torres Gemelas y como muy locales las del Palacio de Justicia. Pero, quizás, no deberíamos estar tan seguros de que la misma imagen secular diga lo mismo a todos: ¿o pensamos que la foto de la huella de un zapato sobre el suelo lunar, o la de la cara hierática del Che, tenga la misma significación para cualquiera? ¿Podríamos separar el reconocimiento de una importancia con la asignación de un sentido?

Cuando Susan Sontag escribe del 11 de septiembre y de su inmediatez fotográfica17, cita una exposición de imágenes tomadas por profesionales y comunes ciudadanos el día del atentado. Frente a las fotos de la exposición, los «neoyorquinos [...] no tuvieron necesidad de pies de foto. Tenían, si acaso, sobrada comprensión de lo que estaban viendo, edificio tras edificio, calle tras calle: los incendios, los escombros, el temor, el agotamiento, la aflicción. Pero algún día harán falta los pies, por supuesto [...]». Si hay unos espectadores propios de las fotos del 11 de septiembre, estos son los habitantes de Nueva York. Sin embargo, la difusión de esas imágenes ha hecho que, frente a ese acontecimiento, todos se sintieran un poco neoyorquinos, lo que mostraría el poder ( the power) de la fotografía.

Volvamos al texto de Vicki Goldberg y observemos cuáles son los ejemplos que ella hace dentro de la categoría de íconos: estos incluyen la foto de la madre migrante de Dorothea Lange (1936), la de los marines levantando la bandera en Iwo Jiwa (febrero de 1945) y la de la explosión atómica en Hiroshima (agosto de 1945). Estos tres casos son no solo occidentales, sino relacionados con la historia de Estados Unidos. Para relativizar una lectura muy sesgada de los íconos seculares y universales, Goldberg aclara que «the capitalism obviously has no monopoly of photography»18 y termina el capítulo con el contra-ícono de la imagen de Mao y de la foto del Che, fotos que en realidad han sido icónicas para una parte consistente (aunque contestataria) de la misma población occidental y norteamericana. Nos parece inevitable concluir que la lectura universalista del ícono es sobre todo una lectura norteamericanista y que las fotos significativas de otros países han sido con insistencia y repetición adscritas a la categoría de lo local. A propósito de una foto que en Italia ha sido y sigue siendo el ícono secular de los años de plomo19, Umberto Eco escribía:

Si es lícito (pero sin duda es debido) hacer observaciones estéticas en casos como este, la presente es una de esas foto que pasarán a la historia y aparecerán en mil libros. Los acontecimientos de nuestro siglo son resumidos por pocas fotos ejemplares que marcaron una época: la población desordenada que irrumpe en las calles durante «los diez días que revolucionaron el mundo»; el miliciano muerto, de Robert Capa; los marines que siembran una bandera en un islote del Pacífico; el prisionero vietnamita justiciado con un disparo en la sien; el cuerpo del Che Guevara maltratado, tendido sobre una mesa de cuartel20.

Eco publica este artículo en el semanario LEspresso quince días después de que la foto a la que hace inicialmente referencia fue tomada, así como Lawson escribe su artículo dos días después del 11 de septiembre. La situación es parecida (una foto que empieza a significar y que anuncia su poder simbólico y mediático casi en el momento mismo en que aparece), pero el contexto es totalmente distinto. El pasar a la historia al que Eco hace referencia no es un absoluto, sino un valor relacionado con un contexto y una época específicos. Los libros de historia en los que esta foto va a aparecer, serán libros italianos. Por otro lado, de los cinco ejemplos de íconos seculares citados por Eco, una mitad podría ya no ser reconocible hoy y podría no decirle nada a quien en este momento tenga veinte años. Hace poco, mostré a un grupo de treinta estudiantes la foto en blanco y negro de un niño con boina, las manos levantadas en señal de entrega, amenazado por unos soldados alemanes, en medio de gente que lo mira. Ninguno supo decir de qué se trataba. Yo podía poner en duda que todos supieran reconocer el lugar exacto de la foto (el gueto de Varsovia), pero no que representara inequivo-cablemente una redada de judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Y todavía, lo que más me impresionó fue que todos afirmaran no haber visto nunca antes esa foto. Quizás hubiera debido preguntarles qué entendían ellos por holocausto y, más aún, en qué imágenes pensaban cuando se pronunciaba esa palabra. En todo caso, la idea de que la deportación judía a los campos se resumiera en las fotos de los campos me parecía del todo insuficiente. Por supuesto, yo tengo treinta años más que mis estudiantes y he vivido mitad de ellos en un país europeo.

Aunque el desafío de la respuesta de los estudiantes sea para mí la invitación a una alfabetización visual, a un volver a repasar y mirar imágenes y preguntarse qué nos están diciendo, si todavía lo están diciendo, y cómo lo están haciendo, lo que me parece más importante es tomar el ejemplo anterior como un hecho, no como un asombro (mío, por ejemplo). Inclusive las fotos que más nos han resumido eventos y simbolizado injusticias, violencias, luchas y esperanzas son pasajeras. El ícono secular es un absoluto relativo, si así podemos llamarlo, un absoluto para quien lo reconoce (en su época, en el lugar geográfico donde vive).

Para aclarar dicha relatividad, volvamos a citar a Susan Sontag:

Algunas fotografías -emblemas del sufrimiento, como la instantánea del niño en el gueto de Varsovia en 1943, con las manos levantadas, arreado al trasporte hacia un campo de exterminio- pueden emplearse como memento mori, como objeto para la contemplación a fin de profundizar en el propio sentido de la realidad: como si de íconos seculares se tratase21.

Lo que afirma Sontag es que puede ser cierto que un ícono secular hable la lengua de un país y de una parte del mundo, pero lo que le permite trascender lo contingente y volverse universal es el valor simbólico de la foto, no lo es necesariamente el acontecimiento, sino lo que ese acontecimiento -gracias también a la foto- logra decirnos y recordarnos. No es probablemente el ser judío del niño de la foto lo que lo vuelve heroico, sino la relación entre su edad, su gesto y los fusiles de los alemanes.

Sin embargo, y de otro lado, algo contrasta la universalidad del símbolo: lo absoluto relativo del ícono parece depender de dos elementos sin duda presentes en un ícono secular. Como acabamos de afirmar, una foto se impone por su capacidad de representar no solamente lo referencial sino también lo simbólico; su encuadre y su composición pueden ser sofisticados o más bien casuales, su captura puede depender de una intención o del azar, pero en ella se conjuga siempre lo estético y lo político, el realismo y lo simbólico, la fidelidad y la construcción. El fotógrafo que tomó la imagen de los tanques que entran al Palacio de Justicia sabía que su tarea era simplemente la de abrir el obturador, pero también sabía que la relación que allí se establecería, por medio de la imagen, entre poder judicial y poder ejecutivo, iba a manifestar un atropello constitucional para nada estético. Todo esto parecería ser un absoluto, una evidencia que quisiera ser universal porque -sin duda- apela a algo que excede la situación contingente. Sin embargo, esa foto del Palacio de Justicia bogotano no se ha vuelto un ícono secular universal, ni siquiera por los valores simbólicos tan claros en su composición.

El segundo elemento contrasta la supuesta universalidad de la imagen en nombre de ese principio que nos dice que un lenguaje (icónico, por ejemplo) es construido, no absoluto, es cultural, no natural. Y si así es, entonces no podemos limitarnos a considerar el paso del tiempo y el cambio de los referentes para explicar la relatividad de un ícono. Es necesario recordar que una imagen pública no existe por fuera de los medios y que un ícono secular nunca puede ser la imagen que un fotógrafo guarda en sus archivos, sin mostrarla a nadie. Un ícono existe en la medida de su exposición (su puesta adelante), de su ser público y compartido, algo que la foto (y, normalmente, tampoco el fotógrafo) puede hacer sola, sino con la ayuda de los medios. Son ellos los que hacen circular las imágenes y deciden cuáles pueden simbolizar, sintetizar, representar mejor el hecho en cuestión. La foto del hongo de Hiroshima, ya lo sabemos, se ha vuelto un ícono porque podía defender la acción norteamericana en Japón, cosa que las imágenes tomadas al ras de la tierra, en los días y meses siguientes, difícilmente hubieran hecho. En otras palabras, un ícono secular no se impone solo, sino que es impuesto por su circulación y esta depende de su efectividad estética y de su efectividad discursiva. Escoger una imagen u otra es decidir qué relaciones privilegiar entre los símbolos. Lo que sucede es que un fragmento de realidad, momentáneo y parcial, sea asumido como una totalidad. De la muerte de Pablo Escobar queda una imagen sobre todas las otras, la de su cuerpo caído, ensangrentado y descalzo sobre un tejado inclinado de tejas de barro. En la foto aparecen las piernas de un uniformado, alguien perteneciente al Bloque de búsqueda. Esta foto apareció en la revista Semana y es la que puede resumir icónicamente el final del capo del cartel de Medellín. Ese cuerpo en esa posición vuelve en un cuadro de Fernando Botero y también en la serie Pablo Escobar, el patrón del mal (Caracol televisión, 2009/2012). Sin embargo, hay otras imágenes de ese día y de ese acontecimiento que han circulado mucho en Internet y que muestran ya no la soledad del cadáver, sino cierto número de personas. En por lo menos dos de ellas, Escobar aparece con los miembros de la policía que lo abatieron: en la primera, un grupo de policías dispuestos alrededor del cadáver posan exultando por la victoria; en la segunda, el capitán Hugo Aguilar jala de un brazo a Escobar y sonríe a la cámara. Como mucho después descubrimos con las fotos macabras de Abu Grahib22, la exultación frente a la humillación o a la muerte del enemigo es algo que se relaciona con la construcción negativa de la víctima. Aunque la cacería misma requiere la exhibición del trofeo (la foto de los cazadores alrededor del animal muerto), la foto de los policías al lado del cuerpo de Escobar se vuelve incómoda y la felicidad en las caras de los uniformados terriblemente macabra (más que el cuerpo mismo de la víctima). Sin embargo, y por eso mismo, esta otra foto es quizás la que mejor retrataría el furor entusiasta (obscenamente entusiasta) de quien quiere festejar la muerte del enemigo. Pero hay otro ejemplo en que una foto ha prevalecido sobre muchas otras posibles, no solamente por cuestiones estéticas, sino por el punto de vista que propone. La imagen que hemos citado del Palacio de Justicia es la que es tomada desde el lado occidental de la plaza de Bolívar, y que muestra no solamente el Ejército que se acerca a la puerta deslizándose contra la pared y la escalera del edificio, sino también el tanque que dispara contra la puerta cerrada del Palacio mismo. No hay duda de que esta sea la foto. Sin embargo, tampoco hay duda de que el justo equilibrio de la imagen, su calidad estética, su momento (que antecede el derrumbe de esa puerta y lo que sucedió después) terminó ocultando otras imágenes y otras perspectivas sobre ese episodio. Hacen terriblemente falta imágenes del interior del Palacio (existen unas pocas, muy difícilmente visibles), pero hay otras que se podrían citar y son las de una inhumación en el cementerio del sur en enero de 1986. Sean o no sean relacionadas con los desaparecidos del Palacio, estas fotos nos hablan de la incertidumbre frente a un capítulo que parece no cerrarse nunca. Sin embargo, algo nos dicen siempre los íconos seculares: que son las versiones aceptadas y compartidas de los hechos. Pueden dar voz a una amplia opinión (como las de Vietnam) pero nunca pueden ser polémicas.

Composición de lugar

En el momento en que apareció [esa foto], su recorrido comunicativo empezó: y otra vez lo político y lo privado han sido atravesados por las tramas de lo simbólico que, como sucede siempre, se ha demostrado productor de realidad.
Eco, «Una foto», 135.

No son los hechos sino las imágenes las que nos están permitiendo la fijación de una memoria y construyendo (o reconstruyendo) el pasado. Cuando proponemos pensar que las fotos sustituyen los acontecimientos, estamos diciendo dos cosas. La primera es que la forma en que se pone la foto frente a los hechos (sus características compositivas: encuadre, focalización, punto de vista, contenido propiamente dicho, detalles) no es un aspecto secundario, y finalmente es lo que determina nuestra posición no ya frente a la foto, sino a los hechos. La segunda es que las fotos que llamamos íconos seculares son la memoria de los hechos, al punto que al citar el nombre de Armero la mayoría de los colombianos piensa en Omayra Sánchez. Más aún, piensa y recuerda la foto en que Omayra mira hacia arriba, los ojos translúcidos, una mano apoyada a un tronco. Los autores que hemos citado, periodistas como Lawson, historiadores de la fotografía y curadores como Goldberg o Chéroux, académicos como Umberto Eco, frente a una imagen icónica hacen lo mismo, citan sus detalles. El catre sobre el que está puesto el cuerpo del Che tiene que ser nombrado porque hace parte de la foto (esa inmediatez visual compleja que es una imagen fotográfica) pero también porque, a pesar de ser un detalle, no es algo secundario. Lo mismo se podría decir de «the red cloudburst of President Kennedy's head» citado por Lawson. ¿Placer por lo macabro? Probablemente no del todo. Lawson usa el detalle porque sabe que la foto original (el video de Abraham Zapruder) es impactante por el hecho mismo de mostrar esa intimidad de la muerte de forma tan cronológicamente lineal. En la transformación de esa inmediatez visual en palabras, o en un relato verbal, sentimos la necesidad de recuperar lo más posible, de no perder nada, de aclarar el tema pero también la puesta en escena que involuntariamente se dio y que un poco más voluntariamente el fotógrafo recuperó al definir su encuadre. Si hablamos de composición de lugar es porque la imagen fotográfica, sobre todo de carácter periodístico, tiene una estrecha relación con la escena del crimen. Tenemos que registrar todo porque no sabemos cuál particular se revelará fundamental. Todo esto puede ser interpretado gracias a la diferencia que Barthes evidencia entre el studium y el punctum (el interés general y el elemento que me captura), pero ya no solamente como mecanismo individual (yo frente a esta foto), sino como relación que colectivamente establecemos con la imagen. No soy yo, por mi individualidad psíquica y vivencial, que noto la piel arrugada de los dedos de Omayra agarrados al tronco, o el brazalete en la muñeca derecha de Ingrid. Todos notamos lo mismo. Nadie sabe por qué, pero todos recordamos la barriga de Pablo Escobar, en ese tejado de Medellín: ¿qué relevancia podría tener este detalle en la noticia de su muerte, qué trascendencia en la historia de Colombia? Suponemos que ninguna, pero no podríamos renunciar a ese elemento, cuando en la memoria recuperamos la imagen. Y si las palabras (de los libros de historia) no pueden nombrar esos detalles por miedo a que esa materialidad cotidiana pueda parecer impropia, la memoria lo hace, por la vía de la imagen. Acá sí podemos pensar en ese punctum que

sale de la escena como una flecha y viene a punzarme. [...] punctum es también: pinchazo, agujerito, pequeña mancha, pequeño corte, y también casualidad. El punctum de una foto es ese azar que en ella me despunta (pero también que me lastima, me punza)23.

Lo que me apela personalmente en la foto será también lo que me fijará esa imagen para siempre, y con ella ese hecho, con la interpretación que quiera darle o que la imagen misma quiera sugerirme.

Volvamos ahora a la prueba de supervivencia de Ingrid Betancourt y al trabajo significante que va haciendo. Primero que todo, esa imagen (que en realidad es un video de poco menos de un minuto) tiene una función específica que reside en su valor de prueba y que se manifiesta en un presente (el de la toma de la foto o video). Más aún, podemos reconocer la prueba en su enunciación, el acto que se podría sintetizar con un «en este momento acá estoy» es decir, «en este momento estoy viva». Cualquier foto, como nos recuerda Barthes, dice exactamente lo mismo, nos asegura que en ese momento y en ese lugar, las personas retratadas estaban vivas (Churchill, Roosevelt y Stalin en Yalta, en 1945; nosotros entre los brazos de nuestros padres, en algún verano de la infancia; los componentes del equipo de fútbol, festejando la victoria del partido de ayer). Pero las pruebas de supervivencia muestran normalmente algún indicio temporal: el secuestrado tiene entre sus manos un periódico del día o en la grabación dice algo que prueba que se trata de unas imágenes recientes. Sea lo que sea, tiene que ser la propia imagen la que contenga su misma prueba, su indicio, su indicación. Entre el momento en que se toma la foto y en el que se recibe y hace pública debería pasar el menor tiempo posible para que el presente enunciativo de la imagen nos asegure también algo en nuestro presente y no se parezca a ese futuro del pasado citado por Barthes a propósito de Lewis Payne. La imagen de Ingrid no da, sin embargo, ninguna indicación ni del dónde ni del cuándo haya sido tomada, y con esto relativiza mucho esa misma prueba. De hecho, la prueba de supervivencia de Ingrid Betancourt llegó casi como una prueba de su muerte: la falta de elementos inequívocos, el estado físico de la secuestrada y su absoluto silencio (en el video queda cabizbaja, inmóvil, sin mirar ni hablar ni moverse) parecen enunciar las mismas palabras de un condenado a muerte. Como Lewis Payne parece decir: acá estoy y me voy a morir.

Esta falta de indicios ciertos, este silencio, vuelve más importantes los elementos presentes, que son banales, pero concretos; al no poder encontrar que nos diga con certeza algo, nos fijamos en lo existente. Cualquier detalle de la foto se vuelve una prueba, no de su acá y ahora, sino de la materialidad del mundo: terminamos observando el brazalete de Ingrid, o esa mesa tan estrecha y tan alta, o las cabuyas que amarran los troncos, la humedad de la selva en los árboles y las hojas. En el video, que simplemente presenta movimientos de acercamiento y alejamiento de la cámara, pero ningún cambio en la figura de Ingrid, se dejan entrever los bordes de una choza, o algo por el estilo. Ese no decir nada en realidad reenvía al fuera de campo y al contracampo: lo que buscamos en la foto es lo que allí no se ve, es decir el entorno y los guerrilleros que seguramente circulan. Especialmente, lo que no se ve en la foto es la persona que está tomando la foto y es él o ella, justamente, a quien quisiéramos dejar entrar en el cuadro.

La composición de lugar y la búsqueda de los detalles nos sugieren que una foto es una foto: un artefacto manual con características propias de un lenguaje icónico. No es la realidad, y menos toda la realidad, sino un fragmento profano, contingente, siempre particular24. Su unicidad es otra, deriva de la escasez de testimonios, lo que hace que lo existente (la foto como fragmento existente) se vuelva totalizador en la representación de esa realidad. El video de Ingrid nos regala finalmente solo 56 segundos de un secuestro que duró seis años y medio, así como Omayra Sánchez no es sino uno de los 23.000 muertos de Armero, y uno de los miles de niños que perdieron la vida en esa ocasión. El ícono funciona así, se impone con la fuerza del símbolo y cancela otras infinitas posibilidades:

Cada una de estas imágenes se ha vuelto un mito y ha condensado una serie de discursos. Ha superado la situación individual que la produjo, ya no habla de este o aquel personaje particular, sino que expresa conceptos. Es única y al mismo tiempo reenvía a otras imágenes que la precedieron o siguieron por imitación25.

Un ejercicio

Lo anterior, y especialmente la necesidad de hacer cuentas con una historia colombiana de imágenes, generó un ejercicio con un grupo de estudiantes del pregrado en Lenguajes y Estudios Socioculturales de la Universidad de los Andes26. La pregunta era: ¿podemos pensar en un listado de imágenes frente a las cuales un colombiano no necesite pie de foto, porque las puede reconocer como parte de su historia y de su ser? La idea era que cada estudiante escogiera una imagen que considerara icónica en la historia de Colombia, y que escribiera un texto en el que indicara no solamente el contenido propiamente dicho de la foto, sino también el por qué de la iconicidad de la imagen, en otras palabras, que explicara por qué esa imagen se había vuelto tan reconocible e importante. La idea era investigar en la práctica (con un ejercicio) el significado retórico del término ícono secular y poner a prueba esa universalidad del símbolo visual.

Como se verá en seguida, mi papel de profesora fue intervenir lo menos posible en las decisiones de los estudiantes y limitar mi función en observar lo que sucedía en la elaboración del concepto y en su materialización en una serie de imágenes. El ejercicio nos puso de inmediato unas preguntas.

La primera, seguramente fundamental, era definir un intervalo de tiempo y, más específicamente, un punto inicial. A todos les parecía necesario remontarse al 9 de abril, y al mismo tiempo un espacio de casi setenta años podía ser muy amplio para puntualizar con solo unas veinte imágenes. En realidad, me pareció entender que mis estudiantes querían ocuparse de acontecimientos que fueran significativos para ellos mismos, que representaran su relación personal con la historia de su país. El segundo punto, igualmente problemático, fue preguntarse si había también un límite de cercanía temporal. Aunque los casos de las Torres Gemelas o del joven militante armado en las calles de Milán parecen haberse impuesto solos y de inmediato, como afirman Lawson y Eco, en la mayoría de los casos no es claro si lo reciente va a hacer historia. Sin embargo, como se verá en el listado de las imágenes elegidas, mis estudiantes decidieron atreverse, diría, a incluir un par de hechos no solo recientes, sino todavía en desarrollo. Por otro lado, la sobremodernidad de la que escribe Marc Augé27 podría poner seriamente en duda la duración de los íconos seculares. Nuestra época parecería, en efecto, promover hechos y visiones imprescindibles y continuamente sustituibles. El listado está compuesto por diecinueve imágenes, y tiene que ser leído no tanto por los episodios que cita, sino por la imagen que los ha vuelto memorables. Al recorrerlo sería, por lo tanto, necesario que el lector buscara mentalmente la imagen a la que se hace referencia28:

  • El Nobel de literatura colombiano, 21 de octubre de 1982.
  • Etapa 14, Tour de Francia, Luis Alberto «Lucho» Herrera, julio de 1985.
  • Toma del Palacio de Justicia, 6 de noviembre de 1985.
  • Omayra Sánchez, Armero, noviembre de 1985.
  • Juan Pablo n en Armero, Tolima, 6 de julio de 1986.
  • Asesinato de Luis Carlos Galán, 18 de agosto de 1989.
  • Atentado a El Espectador, 2 de septiembre de 1989.
  • Atentado a Avianca, 27 de noviembre de 1989.
  • Padre Diego Jaramillo, El Minuto de Dios.
  • Vereda de Santo Domingo, Tacueyó-Toribio, Cauca, 9 de marzo de 1990.
  • El Tino Asprilla, partido Colombia-Chile, 6 de junio de 1993.
  • Muerte de Pablo Escobar Gaviria, 2 de diciembre de 1993.
  • El collar bomba, Elvia Cortés de Pachón, Chiquinquirá, 15 de marzo de 2000.
  • La silla vacía, 7 de enero de 1999.
  • Bojayá, 2/3 de mayo de 2002.
  • Prueba de supervivencia, Ingrid Betancourt, octubre 2007.
  • DMG, Aeropuerto Militar Catam, 5 de enero de 2010.
  • Paro agrario, Simón Bolívar con ruana, 26 de agosto de 2013.
  • Ataque con ácido a Natalia Ponce, 27 de marzo de 2014.

No todos los títulos pueden ser igualmente explícitos y unos necesitan una anotación adicional: la imagen del padre Diego Jaramillo (o antes la de García Herreros) no tiene fecha porque es el único caso en el que el ícono (la cara del padre sobre el fondo azul) se repite idéntico en las televisiones colombianas, todas las noches desde 1955; «Vereda de Santo Domingo» es la entrega de armas del M-19 (con Carlos Pizarro); el «Ataque con ácido a Natalia Ponce» es un diseño gráfico en blanco y negro con el nombre de la víctima del ataque (fue imagen de las redes sociales).

Los problemas relacionados con la periodización ponen una pregunta clave a los mismos íconos seculares, respecto a la relación que se da entre la imagen misma, el hecho que relata o indica, y el sujeto que lo mira. El espectador del ícono parece en realidad ser la entidad que lo vuelve ícono, el que reitera su valor de símbolo, el que siente la fuerza y la violencia de la imagen. Como en los casos de Elsa Morante y de Susan Sontag frente a las fotos de los campos de exterminio, hay una vivencia de la imagen. Como ya afirmamos, no son las fotos en sí, sino el verlas y el quedar golpeados por ellas lo que las vuelve íconos seculares; estos no equivalen a simples fotos/documentos fotográficos históricos, sino que hacen parte de una experiencia de conocimiento por parte de quien las mire. Los estudiantes definieron, por lo tanto, un intervalo temporal que, aunque más amplio que sus vidas (la Historia, por otro lado, empieza siempre antes de que uno nazca), pudiera ser inscrito dentro del recuerdo personal o familiar. Unos aclararon que sus mamás habían contribuido en la elección, casi como fuentes extensivas de su memoria. Otra tema importante en el proceso de elección de los íconos fue la repetición de ciertas imágenes. Mi intención era que los estudiantes trabajaran individualmente, para que se confrontaran subjetivamente con la historia en imágenes de su país, y escogieran finalmente su imagen significativa. Sin embargo, quería finalmente llegar a un listado de diecinueve imágenes distintas. Hubo, por lo tanto, un momento de discusión y decisión en la que se volvieron a distribuir los temas. Aunque en el resultado final no sea visible, en el proceso esto fue importante. Mostró dos cosas: la primera es que, del momento que yo había empezado el ejercicio advirtiendo: «Por favor, no lleguen los diecinueve con la misma foto de la toma del Palacio de Justicia», nadie trajo esa imagen y tuvimos que recuperarla en un segundo momento; la segunda es que las imágenes que más se repitieron fueron la de Omayra Sánchez, lo que me parecía previsible y la del collar bomba, que, como explicaré más adelante, fue para mí una sorpresa, pero también la foto de Ingrid Betancourt en la selva y la de la silla vacía. De dos imágenes se habló repetidamente, pero nadie terminó escogiéndolas: el ícono (el retrato) de Jaime Garzón y la foto de los falsos positivos (hay distintas, pero hay un par de casos más dicientes). Y aparte del animal cazado y abatido, Pablo Escobar, no hubo insistencia sobre los muchos muertos que las imágenes periodísticas han registrado constantemente en las últimas décadas (me limito acá a constatarlo, porque la cuestión exigiría otro espacio de reflexión), aunque en la primera selección pasó por nuestras manos la foto de la masacre de La Rochela. A mí, sin duda, el ejercicio me decía algo: si su consigna era encontrar las imágenes en las que cualquier colombiano reconociera su historia y se reconociera, en la práctica ese listado era una especie de retrato del grupo de mis estudiantes. Hablaba de su edad, de su sistema de creencias, de sus referencias urbanas. Estaban hablando de sí mismos, así como de su país. Pensando en la discusión que acompañó el trabajo, me parece que se movieron en tres direcciones diferentes: a) buscaron las fotos inevitables (como Omayra Sánchez en Armero, pero también García Márquez en Oslo, estrechando la mano al rey); b) preguntaron a sus padres y más fácilmente a sus mamás (fue el caso del Tino Asprilla); c) y finalmente buscaron algo que los había marcado en algún momento de sus vidas. Es acá donde aparecen las fotos de la muerte de Galán y, sobre todo, la foto del collar bomba. El día en que confrontamos por primera vez la selección de imágenes, nos sorprendimos por la frecuencia con la que esta foto aparecía. Todos nos habíamos olvidado de este hecho pero la foto, como ninguna otra, volvía presente la historia y la tragedia contenida en esa historia, volvía a proponer la barbarie y el estado de incertidumbre que esta provocaba: ¿eso realmente pasó o nos lo inventamos? Y ¿qué fue realmente lo que había pasado? Los estudiantes aclararon, además, que podían recordar bien la imagen, mucho menos el acontecimiento, pero que sin dudas había sido algo traumático en su infancia, algo de lo que se acordaban por lo traumático, en una edad en que lo ajeno, lo que no tiene que ver con el círculo familiar, empieza a poner preguntas. Se trataba además de uno de esos casos en los que no hay una foto que sobresale entre muchas, sino que solo hay una imagen, y esa aparecía tomada un poco desde abajo, un objeto misterioso alrededor del cuello de una mujer, un gesto algo extraño (pero tampoco desesperado) de la mujer misma. Seguramente, cualquier otra foto tomada en ese contexto nos hablaría de maneras muy distintas. Diría que esa foto nos cuenta algo de la insoportable docilidad con que el país ha aguantado la violencia.

Finalmente, una y otra vez, nos dimos cuenta cómo el ejercicio había mostrado la presencia de lo religioso: no solamente en la foto de Juan Pablo il en Armero, no solamente en la presencia televisiva constante del Minuto de Dios, sino en la foto de la masacre de Bojayá: la ruina de una iglesia, en primer plano lo que queda de una estatua de la Virgen, azul y rosada, cabizbaja.

Para concluir

El problema no es que la gente recuerde por medio de fotografías, sino que solo recuerda las fotografías. Susan Sontag, Antes el dolor de los demás, 78.

A lo largo del texto hemos planteado más preguntas que ofrecido respuestas. Todavía menos hemos llegado a conclusiones. Sin embargo, este justamente era el propósito: interrogarnos sobre la visibilidad del conflicto, de la historia, del presente. Si, por un lado, creemos que sea importante confrontarse con imágenes concretas, mirarse a través de ese álbum común y compartido así como lo hacemos en el ámbito privado para saber quiénes somos, por el otro lado, no tenemos idea de cuáles podrían ser las imágenes que hay que poner en ese álbum. Lo importante, creeríamos, es intentar hacerlo. Siempre nos damos cuenta de que los objetivos fotográficos apuntan hacia ciertas direcciones, no otras. Entonces hay lugares omisos: al final el campo, el monte, la selva solo son unos sustantivos que se refieren a un territorio y a un clima, no a la historia de Colombia (a la de la guerrilla, de los paramilitares, de los carteles de la droga, de los campesinos que por esos territorios han vivido y se han movido tanto). Nos cuesta tener imágenes de ello.

Es por esa necesidad de ver, de observar, de dar una forma a los hechos y a los problemas que consideramos importante mirar las fotos, descubrir qué es lo que nos muestran y pedir que haya más. Por lo tanto, frente a las críticas (legítimas y pertinentes, sin duda) que personajes como Susan Sontag lanzan a la fotografía en nombre de la ética (esencialmente por su ambigüedad en decir, su rapidez en juzgar y su abandono al movimiento mediático), nosotros quisiéramos rescatar también el valor y la importancia de mirarse a través de las imágenes. Mejor criticar las elecciones que llevaron a construir este repertorio de fotos, mejor criticar la retórica triunfalista de muchos íconos seculares, que no tener ninguna imagen. Lo que siempre me ha parecido irrecuperable es que de la mayoría de los muertos de Armero no quedó ni una foto: seres e imágenes sepultados con el mismo lodo. Lo que además consideramos fundamental y urgente, como esperamos haber demostrado en este texto, es el trabajo que historiadores y estudiosos de la imagen tienen que hacer sobre lo visible: analizar y discutir sobre los íconos que el papel e Internet nos proponen cotidianamente (que es finalmente lo que hace Susan Sontag en sus libros). Puede, en efecto, ser cierto que las imágenes pueden engañar, pero como las palabras esto sucede si no sabemos leerlas:

¿A qué tipo de conocimiento puede dar lugar la imagen? ¿qué tipo de contribución al conocimiento histórico es capaz de aportar este conocimiento por la imagen? Para responder correctamente, habría que re-escribir toda una Arqueología del saber de las imágenes y, si fuera posible, debería seguirle una síntesis que podría titularse Las imágenes, las palabras y las cosas29.


Pie de página

1Se puede ver el documental en el que Ricardo Restrepo recupera las imágenes tomadas por el abuelo, Cesó la horrible noche, Patricia Ayala/Pathos Audiovisual, 2014. Agradezco a Ximena Gama por las conversaciones sobre este material y su valor excepcional.
2W. J. T. Mitchell, «Mostrando el ver: una crítica de la cultura visual», Estudios Visuales: Ensayo, teoría y crítica de la cultura visual y el arte contemporáneo 1 (2003); Jacques Rancière, El destino de las imágenes (Buenos Aires: Prometeo Libros, 2011). Para una mirada panorámica sobre la imagen, ver Jacques Aumont, La imagen (Barcelona: Paidós, 2000) y Martine Joly, La imagen fija (Buenos Aires: La Marca Editora, 2009).
3Elsa Morante, La Historia (Madrid: Alianza Editorial, 1991), 459.
4Esto es lo que sucede en términos generales; existen evidentemente muchos casos en los que nosotros o alguien cercano haya vivido en primera persona ese acontecimiento. Sin embargo, lo que queremos resaltar es que la historia es justamente una apropiación de lo colectivo.
5 Astrid Erll, Memoria colectiva y culturas del recuerdo. Estudio introductorio (Bogotá: Ediciones Uniandes, 2012), 135-136.
6Susan Sontag, Sobre la fotografía (Bogotá: Alfaguara, 2005), 37.
7Véase, además, el clásico Gisèle Freund, La fotografía como elemento social (Barcelona: Gustavo Gili, 1983), también Joan Foncuberta, Fotografía. Crisis de historia (Barcelona: Actar, 2004) y Peter Stimson, El eje del mundo. Fotografía y nación (Barcelona: Gustavo Gili, 2009).
8Erll, Memoria colectiva, 169.
9Pierre Nora, «Entre Mémoire et Histoire», en Les lieux de mémoire, dir. Pierre Nora, vol.1 (Paris: Gallimard, 1997), 25. [traducción nuestra].
10Roland Barthes, La cámara lúcida (Barcelona: Paidós, 1992), 165.
11Clément Chéroux, «¿Qué hemos visto del 11 de septiembre?», en Cuando las imágenes tocan lo real, Didi-Huberman et al. (Madrid: Círculo de Bellas Artes, 2013). Para un desarrollo más amplio, ver del mismo autor: Clément Chéroux, Diplopie. L'image photographique à l'ère des médias globalisés: essai sur le 11 Septembre 2001 (Paris: Le point du jour, 2009).
12Mark Lawson, «The power of a picture», The Guardian [Nueva York], 13 de septiembre, 2001). http://www.theguardian.com/world/2001/sep/13/september11.usa53 (consultado el 21 de mayo de 2015).
13Chéroux, «Qué hemos visto del 11 de septiembre?», 51.
14Lawson, «The power of a picture». Volveremos más adelante sobre la necesidad de citar literalmente y en los detalles estos dos casos y no simplemente por medio de una síntesis (hacer referencia, por ejemplo, a las fotos de los ataques con napalm sobre la población vietnamita o del asesinato del presidente Kennedy).
15Vicki Goldberg, The Power of Photography: How Photographs Changed Our Lives (Nueva York: Abeville Press, 1991), 135.
16Cornelia Brink, «Íconos seculares. Las fotografías de los campos de concentración nazis», Punto de vista xxvi, n.° 76 (2003): 15.
17Susan Sontag, Ante el dolor de los demás (Bogotá: Random House Mondadori, 2011), 31.
18Goldberg, The Power of Photography, 152.
19El término hace referencia al terrorismo italiano, una década que arranca a final de los años sesenta. Este nombre, muy popular en Italia, toma origen de una película de Margarete von Trotta, Die bleierne Zeit (1981) en la que se narra la historia de las hermanas Ensslin y la relación de una de ellas (Gudrun) con la banda Baader-Meinhof. La foto a la que hacemos referencia retrata a un militante encapuchado que apunta con una pistola, en una calle central de Milán.
20Umberto Eco, «Una foto», en Storia di una foto. Milano, via De Amicis, 4 maggio 1977. La costruzione dell'immagine icona degli «anni di piombo». Contesti e retroscene, comp. Sergio Bianchi (Milán: DeriveApprodi, 2011), 134 [traducción nuestra].
21Sontag, Ante el dolor de los demás, 101.
22Ver Judith Butler, Marcos de guerra. Las vidas lloradas (Barcelona: Paidós, 2010).
23Barthes, La cámara lúcida, 64-65.
24Es la tesis de Georges Didi-Huberman, Imágenes pese a todo: memoria visual del Holocausto (Barcelona: Paidós, 2004), capítulo 5 («Imagen hecho o imagen fetiche»). No tenemos la imagen totalizante de la Shoa, la imagen de todo lo real, sino fragmentos.
25Eco, «Una foto», 134.
26«Gramática del sentido» (segundo semestre de 2014).
27Marc Augé, Los no-lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad (Barcelona: Gedisa editorial, 2000).
28Agradezco a los estudiantes del curso, por su compromiso y por el trabajo hecho. Muchas de las reflexiones de este texto no hubieran sido posibles sin las conversaciones con ellos. Los cito en el mismo orden de las imágenes: María Gutiérrez, Sofía Márquez, Laura Rodríguez, Erika Torres, Nathalia Valencia, María Paula Cardoso, Laura Ramos, María Camila Martínez, Laura Pachón, María Alejandra Guerrero, Laura Calderón, Valentina Pérez, María Reyes, Diego Fernando Núñez, Karen Villamil, Natalia Osorio, Mónica Méndez, Catalina Carvajal. El trabajo se materializó también en una exposición, Universidad de los Andes, 24 de marzo-10 de abril de 2015.
29Georges Didi-Huberman, «Cuando las imágenes tocan lo real», en Cuando las imágenes tocan lo real, Didi-Huberman et al. (Madrid: Círculo de Bellas Artes, 2013), 13-14.


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