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Memoria y Sociedad

Print version ISSN 0122-5197

Mem. Soc. vol.20 no.40 Bogotá Jan./June 2016

https://doi.org/10.11144/Javeriana.mys20-40.mspi 

Las mujeres como sujetos políticos durante la Independencia de la Nueva Granada

Women as Political Subjects during the Independence of the New Granada

A mulher como sujeito político durante a Independência da Nova Granada

Ana Serrano Galvis
El Colegio de México (Ciudad de México, D.F., México) anaserranogalvis@gmail.com

El presente artículo profundiza un tema tratado en mi tesis de Maestría en Estudios de Género de El Colegio de México, «Mujeres y conciencia política en el proceso de Independencia de la Nueva Granada. El caso de la ciudad de santafé, 1810-1820» de 2012.

Recibido: 5 de junio de 2015 Aceptado: 14 de julio de 2015 Disponible en línea: 30 de marzo de 2016


Cómo citar este artículo

Serrano Galvis, Ana. «Las mujeres como sujetos políticos durante la Independencia de la Nueva Granada». Memoria y Sociedad 20, n.° 40 (2016): 101-119. http://dx.doi.org/10.11144/Javeriana.mys20-40.mspi


Resumen

El presente artículo estudia la interacción política de las mujeres con su entorno y su construcción como sujetos políticos en toda su complejidad, más allá de su abierta oposición o apoyo a un bando, durante el periodo de Independencia de la Nueva Granada, especialmente en santafé entre 1810 y 1820. En primer lugar, aborda la relación de deberes y derechos recíprocos que sostuvieron con el gobierno en calidad de mujeres, lo cual implicó funciones diferenciadas por género que ellas acataron o no, ayudando a mantener el orden establecido o desafiándolo. En segundo lugar, aborda su relación de deberes y derechos recíprocos con el gobierno, ya no solo en calidad de mujeres sino de vasallas, ciudadanas, o simplemente a partir del concepto genérico de gobernadas, que permite superar la resistencia de los actores de la época a reconocerles un estatus político. Por último, analiza su construcción como partidarias y detractoras políticas.

Palabras clave: mujeres; Independencia; Nueva Granada; sujetos políticos; género.


Abstract

This article studies the political interaction of women with their context and their constructions as political subjects — in all their complexity — beyond their vocal opposition or support to a party during the Independence of the New Granada period, particularly in santafe, from 1810 to 1820. First of all, we tackle the reciprocal relationship of rights and duties held with the government as women, which implied gender-differentiated functions that were accepted (or not), helping to maintain the established order (or challenging it). second, we deal with the reciprocal relationship of rights and duties held with the government, not only as women, but as vassals, citizens, or, the mere generic concept of "people under the government". This concept makes it possible to overcome the resistance of the actors of the time to concede a political status to them. Lastly, we analyze their construction as political supporters and detractors.

Keywords: women; independence; New Granada; political subjects; gender.


Resumo

O presente artigo examina a interação política das mulheres com o seu ambiente e sua construção como sujeitos políticos com toda a sua complexidade, além da aberta oposição ou engajamento para uma fação, durante o período de Independência da Nova Granada, especialmente em santafé entre 1810 e 1820. Em primeiro lugar, aborda a relação deveres e direitos recíprocos que elas sustiveram com o governo como mulheres, o que implicou papeis diferenciados de gênero que elas acataram ou não, ajudando para manter a ordem estabelecida ou desafiando. Em segundo lugar, trata do relacionamento de deveres e direitos recíprocos com o governo, não apenas como mulheres, mas como vassalas, cidadãs, ou simplesmente a partir do conceito genérico de governadas, o que permite superar a resistência dos atores da época para lhes reconhecer status político. Por fim, analisa sua construção como partidárias e detratoras políticas.

Palavras-chave: mulheres; Independência; Nueva Granada; sujeitos políticos; gênero.


Introducción

En varias ocasiones, María Himelda Ramírez ha señalado el debate que se ha dado alrededor de la participación política de las mujeres en el proceso de Independencia, entre una historiografía tradicional y patriótica oficial y una historiografía de las mujeres, con perspectiva feminista y de género. Este último enfoque ha identificado un sesgo androcentrista que mostraba a las mujeres como figuras anónimas, vinculadas al conflicto a partir de sus lazos familiares, como madres, esposas y amantes de los hombres patriotas, bajo el estereotipo de mártires en condiciones de suma vulnerabilidad o de heroínas merecedoras de culto. Frente a este panorama, dicho enfoque ha propuesto resignificar su presencia y su protagonismo en este proceso histórico, asumiéndolas como copartícipes de este, situándolas en el contexto de tensiones sociales y guerra que les tocó vivir, y reconociéndolas como personajes autónomos con poder de decisión propia, y no como sujetos pasivos y victimizados1. El presente artículo pretende seguir contribuyendo en este sentido por medio del estudio de la interacción política de las mujeres con su entorno, y de su construcción como sujetos políticos en toda su complejidad, más allá de su abierta oposición o apoyo a un bando. Esto se hará a partir de tres dimensiones principales: en primer lugar, la relación de deberes y derechos recíprocos que sostuvieron con el gobierno en calidad de mujeres, que les asignó funciones diferenciadas por género que ellas acataron o no, ayudando a mantener el orden establecido o desafiándolo. En segundo lugar, la relación de deberes y derechos recíprocos que sostuvieron con el gobierno en calidad ya no solo de mujeres, sino también de vasallas, ciudadanas, o simplemente a partir del concepto genérico de gobernadas, que permite superar la resistencia que manifestaron los actores de la época a reconocerles un estatus político explícito. Por último, se analiza su construcción como partidarias y detractoras políticas de las facciones que disputaron el poder.

La presencia de las mujeres en el periodo de Independencia

El periodo de Independencia fue un momento de intenso debate político, que se abrió a nuevos espacios de discusión y nuevos actores, en el que se evidenciaron tensiones y enfrentamientos no solo entre patriotas y realistas, sino también entre distintos sectores de la sociedad, y en el que se ensayaron nuevos conceptos, discursos y proyectos políticos, como la soberanía del pueblo, la ciudadanía y la república, y se cuestionaron otros como el vasallaje y la monarquía. Fue un momento de indefinición política que puso en entredicho las bases mismas de lo político, las cuales se vieron continuamente reformuladas por los distintos actores según sus necesidades e intereses2. En fin, lo que Javier Fernández ha llamado un laboratorio político3. Además de la guerra y devastación que conllevó su disputa por el poder, los bandos enfrentados exigieron altas contribuciones económicas, realizaron reclutamientos forzados, reclamaron fidelidad y tomaron duras medidas contra sus opositores. Como consecuencia de ello, la población se politizó, se vio obligada a definir sus lealtades y a actuar estratégicamente para verse lo menos afectada posible4. En ese contexto las mujeres no pudieron mantenerse alejadas, ni aunque lo hubieran querido, del conflicto y, antes bien, se vincularon masiva y activamente a los debates y luchas políticas. En la concepción colonial tradicional sobre las mujeres, que trascendió al periodo de independencia, ellas se consideraban incapaces de responder por sí mismas y necesitadas de la guía y protección masculina, razón por la cual se les impuso la tutela del padre o el esposo y abundantes restricciones de tipo civil, sexual, educativo, económico y político, entre otras. Se les suponían como sus deberes principales ser buenas madres y esposas, así como encargarse de las tareas propias del espacio doméstico5. También desempeñaron una importante función como baluartes de la familia y transmisoras de valores y tradiciones, fundamental para las políticas de poblamiento y asentamiento español en el Nuevo Mundo6. Aunque se consideraban ajenas a los asuntos públicos y políticos, entendidos como propios de los hombres, las mujeres desafiaron este modelo constantemente saliendo al espacio público para trabajar, influyendo en las carreras políticas de sus parientes, fomentando desórdenes públicos y desplegando una participación activa y masiva en los debates y luchas políticas, aun cuando tuvieran que hacerlo desde los márgenes por encontrarse excluidas de las esferas oficiales de la política, como lo eran la administración pública y el ejército. Ellas se desempeñaron como espías, auxiliadoras de las tropas, financiadoras, combatientes, conspiradoras, manifestantes, etc., rebasando sus roles tradicionales y las restricciones que se les habían impuesto. Ya que en momentos de crisis se produce una distención de las normas sociales que tolera mayores transgresiones, y se genera una descomposición de los roles sociales y una desestabilización de las categorías sexuales7, el convulsionado periodo de la Independencia conllevó la relajación de las normas tradicionales, lo cual permitió a las mujeres alejarse del marco doméstico para involucrarse de lleno en asuntos políticos, atender los llamados que les hacían las facciones para apoyar sus causas, y aprovechar todo resquicio para expresar sus opiniones y convicciones políticas8. Frente al desafío que supuso el activo involucramiento de las mujeres en el conflicto, su concepción tradicional, especialmente la referida al ámbito público y político, tuvo que ser replanteada. Como resultado, se produjo una constante tensión entre una imagen de mujeres apolíticas y otra de mujeres que se fueron vinculando al conflicto según se los exigían las circunstancias y sus propias convicciones, capaces de cumplir funciones políticas tanto para el propio régimen como para el contrario. En este contexto pareció inevitable empezar a reconocerles connotaciones políticas en distintos grados, dependiendo de su potencial como instrumentos políticos y de su nivel de compromiso con una causa, ya fuera desde la transgresión o desde su papel tradicional de madres y esposas, pues, como lo señala Isabel Bermúdez, aquellas que se quedaron en casa no tuvieron una espera inactiva sino que desarrollaron múltiples actividades en el plano político, económico, social, cultural y psicológico, y se encargaron de restablecer las rupturas de la cotidianidad y crear estrategias de sobrevivencia9. En fin, son la supervivencia y continuidad social que para Mary Louise Pratt siempre han formado parte del trabajo y deber cívico de la mujer, y que en tiempos de guerra son complemento esencial del trabajo del soldado-ciudadano10.

Lo anterior implicó necesariamente una redefinición de la relación entre hombres y mujeres11, la cual no fue muy bien recibida. Si las esferas pública y de poder se suponían de dominio masculino, y la privada y familiar de dominio femenino, el que las mujeres accedieran a las dos pudo verse como una inversión del orden natural y un desafío a los privilegios de la masculinidad12. En todo caso, a pesar de la resistencia a reconocer a las mujeres como sujetos políticos de manera explícita, la mencionada tensión entre dos imágenes opuestas de mujer denota que se contempló la posibilidad de que lo fueran y se reflexionó acerca de ello, aun cuando fuera para desestimarlas como tales y perpetuar su exclusión del poder. El discurso sobre la relación de las mujeres con la política permaneció ambiguo, inacabado y en constante transformación, y tanto autoridades como hombres y mujeres jugaron con sus significados dependiendo de sus necesidades e intereses. En ese sentido, podría decirse que durante el periodo de Independencia no tuvo lugar solamente un laboratorio político, sino también un laboratorio de género. Además, cabe señalar que el mencionado discurso no se dio aislado de los demás debates políticos, sino que formó parte de la cultura política de la época13.

La construcción de las mujeres como sujetos políticos

La perspectiva de este trabajo se aleja de la concepción ambivalente sobre la relación de las mujeres con la política que caracterizó al periodo de Independencia, pues aquí sí se les asume explícitamente como sujetos políticos. Esto solo es posible desde una visión contemporánea que retoma al menos tres perspectivas. En primer lugar, una definición de la política que trasciende su ámbito más tradicional, al cual Joan Scott identifica como de pertenencia al Estado, a la nación-Estado y a las autoridades que derivan de ellos14. Interesa un tratamiento de la política semejante al que Miriam Galante identifica en la nueva historia política latinoamericana: el redescubrimiento de las prácticas políticas de la sociedad civil, el paso de un estudio del Estado, el poder y la lucha por conquistarlo y conservarlo, de las instituciones en las que se concentra y de las revoluciones que lo transforman, a uno de las asociaciones, la opinión pública, las ideas políticas, la lingüística o la guerra, entre otras cosas; de una historia de los tronos y la dominación, a una de las gentes y las sociedades, en fin, de una historia de la política a una historia de lo político15. En segundo lugar, una historia feminista y de las mujeres que las entiende como actoras históricas válidas y las sitúa en el centro mismo del quehacer histórico, haciéndolas sus protagonistas16. En tercer lugar, un enfoque de género resaltando principalmente una definición que remite a las construcciones alrededor de la diferencia sexual, las cuales otorgan significados distintos al ser hombre y ser mujer, a la masculinidad y a la feminidad, generalmente opuestos o complementarios17. A partir de estas tres perspectivas se quiere plantear una conceptualización específica de sujeto político.

Se propone que el gobierno sostenía relaciones de carácter político con hombres y mujeres toda vez que les asignó funciones diferenciadas por género, que aquellos cumplían o no, ayudando a mantener el orden establecido o desafiándolo. Podría argumentarse que, al estar subordinadas al poder del padre o el esposo y confinadas a lo doméstico y familiar, las mujeres no se vieron afectadas ni afectaron las materias de gobierno. Ciertamente, el argumento del alejamiento entre lo doméstico-familiar y lo gubernamental pierde sentido si se enfoca a partir de la crítica del feminismo al liberalismo en cuanto a la división tajante que este último establece entre la esfera pública y la privada. Dicha crítica cuestiona la separación de ambas esferas, pues considera que el alcance del Estado no se detiene ante el umbral del hogar, sino que regula la vida personal, familiar y doméstica a través de la legislación18. Por su parte, Nicole Arnaud-Duc sostiene que el derecho fija las normas de una sociedad, determina los roles sociales y regula las relaciones entre las personas, y que las disposiciones sobre matrimonio, familia y maternidad están relacionados con la conservación del orden público19. Así, lo público y lo privado se hallan profundamente interconectados y se influyen mutuamente. Las regulaciones públicas sobre lo privado no implicarían únicamente obligaciones sino también ciertas garantías, que para las mujeres del periodo de independencia estarían mediadas por los hombres de su familia. Arnaud-Duc ejemplifica este tipo de intercambio para el caso del mundo occidental, especialmente de Francia e Inglaterra. El marido debía proteger a su mujer, así como dirigir, controlar y corregir su conducta; la esposa debía guardarle obediencia, cumplir con las funciones propias de la reproducción y no debía abandonar el domicilio conyugal ni propiciar la separación de cuerpos, pues esto se consideraba una acción subversiva que atentaba contra el cuerpo social. Los esposos se adeudaban asistencia mutua, pero la sumisión de la mujer al hombre implicaba que este último estaba en la obligación de proveerle para todas sus necesidades, al igual que para las necesidades de sus hijos20. Si a lo anterior sumamos el hecho de que, cumpliendo sus roles diferenciados por género, esposa y esposo contribuían a la conservación del orden, podríamos también incluir al gobierno como parte de este intercambio, e identificar una compleja red de deberes y derechos recíprocos entre tres partes.

Siguiendo con esto, podemos decir que durante el periodo de Independencia los distintos gobiernos que disputaron el poder instituyeron o dieron continuidad a leyes que condicionaron la conducta de sus gobernados dependiendo de si eran hombres o mujeres, y que eran parte fundamental de las plataformas políticas, de manera que quebrantarlas suponía una disrupción. Así, existió una compleja relación de deberes y derechos recíprocos entre gobierno, hombres y mujeres, en la que ellas cumplían sus funciones de madres, esposas y transmisoras de valores, tradiciones, linajes, patrimonios y lealtades políticas, ayudando a la conservación de la armonía familiar, social y política, y a cambio podían ver satisfechas sus necesidades de protección, manutención y representación ante la sociedad por parte de los padres de familia. Por su parte, los hombres y su prole se beneficiaban de los servicios femeninos, pero a cambio tenían que responder por las mujeres de su familia ante la sociedad y ante las autoridades. Esta obligación les habría sido transferida por el gobierno en el sentido de que, de esa manera, este último lograba gobernar a las mujeres indirectamente, por intermedio de los hombres, quienes, a cambio de sus labores de padre de familia, podían disfrutar de las prerrogativas de la masculinidad. Para hablar de las demandas de ayuda que las mujeres hicieron para solucionar los problemas que les crearon las circunstancias políticas, Martha Lux propone el término de deuda moral y retoma el de economía moral de género, este último acuñado por Drew Gilpin para referirse a la posición de las mujeres que consideraban que tenían derecho a recibir protección a cambio de su abnegación y sacrificio, y al desarrollo de estrategias discursivas como el lamento y la reclamación en tono tajante, aduciendo que merecían recibir recompensa a cambio de su servicio a la patria21. Aquí se propone que las prerrogativas de este tipo que las mujeres reclamaban podrían caracterizarse como verdaderos derechos, en el sentido de que implicaban reciprocidad de parte del gobierno y se encontraban plasmadas implícita o explícitamente en la legislación. Teniendo esto en cuenta, si nos es posible conferir connotaciones políticas al pacto que implicaba compromisos recíprocos entre rey y vasallo, y considerar a este último sujeto político en función de ese pacto, y si nos es posible conferir connotaciones políticas a la relación de deberes y derechos recíprocos entre Estado y ciudadano, y considerar a este último sujeto político en función de esa relación, entonces también debería ser posible conferir connotaciones políticas a la relación de deberes y derechos recíprocos entre el Estado y las mujeres, y considerarlas sujetos políticos en función de esa relación. Pero las mujeres no sostuvieron una relación con el gobierno únicamente mediada por los hombres y en calidad de mujeres, es decir, a partir de su papel tradicional de madres y esposas, sino que también lo hicieron en calidad de miembros del cuerpo político del que formaban parte22. Vale la pena recordar que durante el periodo colonial y bajo el régimen realista las mujeres también fueron entendidas como vasallas del rey. María Teresa Condés señala que en el plano jurídico las mujeres libres se identificaban como súbditos y vasallos de la Corona, lo cual se evidencia, por ejemplo, en las obligaciones tributarias que tenían asignadas como tales23. El caso de la ciudadanía parece más complejo. Tanto el Estado moderno como el discurso de la ciudadanía tomaron como valores y normas universales aquellas que derivaban de una experiencia específicamente masculina. Identificar lo emocional, familiar y privado con lo femenino, y lo racional, independiente y público con lo masculino permitió excluir a las mujeres de la ciudadanía e implantar a los hombres en ella24. Hubo una fuerte resistencia a que las mujeres entraran a formar parte de la ecuación política ciudadana. En Francia se les negó el estatus de ciudadanas, aun cuando se unieron para reclamar de manera explícita la igualdad política, la posibilidad de acceder al voto y de ingresar a la milicia. La ciudadanía femenina se vio como la inversión del orden de la naturaleza y el camino seguro hacia el caos, además de que hubo preocupación de que fueran a reclamar los mismos privilegios de que gozaban los hombres25. Para el caso del México independiente, Erika Pani señala que la legislación electoral excluyó a las mujeres de los derechos ciudadanos, ya que las consideraba las reinas del hogar, mientras que consideraba la calle y la plaza espacios pertenecientes a los hombres, sobre los que ellas no tenían nada que decir26.

Para el caso de la Nueva Granada, el estudio más completo que se ha hecho hasta el momento de la relación de las mujeres con la ciudadanía es el de Martha Lux. En un ejemplo dado por la autora sobre la constitución firmada en la ciudad de Mariquita en 1815, se estipulaba que las cualidades necesarias para ejercer el derecho de ciudadanía eran: ser hombre libre, vecino, padre o cabeza de familia, tener casa poblada y vivir de las rentas o del trabajo personal, sin depender de otro individuo. Se excluían de la ciudadanía de manera explícita los esclavos, los vagos, los que tenían deudas pendientes con la justicia, los que no estaban en su sano juicio y a los que se les había comprobado venta o compra de votos en las elecciones. Las mujeres ni siquiera se mencionaban, quedando excluidas tácitamente. Para Lux lo anterior parece indicar que las elites gobernantes no se cuestionaron el tema de la representación femenina, pues supusieron que las mujeres quedaban representadas por intermedio de sus parientes. De todas formas, la indefinición que caracterizó al concepto de ciudadanía contenido en las primeras constituciones permitió que todos los pobladores de la Nueva Granada vislumbraran la posibilidad de gozar de las prerrogativas ciudadanas, y las mujeres no fueron la excepción. Lux señala que entre 1810 y 1821 las mujeres fueron convocadas como ciudadanas para defender la república, y ellas respondieron no solo identificándose a sí mismas como tales, sino también esperando ser cobijadas por los derechos que concedía la ciudadanía, incorporando este concepto a su lenguaje y usándolo para hacer reclamos al gobierno republicano27. Para ese momento la denominación ciudadano se identificaba con el patriotismo republicano y confería reconocimiento a quienes la usaban, de la misma manera en que más adelante, durante el régimen realista, tendrá connotaciones negativas, al punto de poner en riesgo la vida de quien se identificaba como tal, pues equivalía a reconocerse abiertamente opositor28. Es posible que las mujeres, y sus asesores legales si los tenían, hubieran decidido presentarse y presentarlas como ciudadanas para demostrar a las autoridades patriotas su adhesión a la república, y, de esa manera, congraciarse con ellas y tener mayores posibilidades de éxito en su negociación. También es probable que de haber sospechado que su identificación como ciudadanas generaría malestar en las autoridades, habrían preferido abstenerse de hacerlo. Ese podría ser el caso de varias mujeres que, a pesar de dirigirse a los republicanos, no utilizaron el apelativo de ciudadanas. En todo caso, esta eventual denominación o autodenominación como ciudadanas no bastó para asegurarles los privilegios que otorgaba la ciudadanía, especialmente el de elegir o representar, pues seguía primando una imagen, atravesada por las construcciones de género del momento, que las consideraba incapacitadas para la ciudadanía. La misma Lux reconoce que las mujeres no cuestionaron la dominación patriarcal (aunque si la reinterpretaron), no defendieron propuestas en nombre del conjunto de las mujeres, ni tuvieron un sentido corporativo de su género29. Resulta fundamental la pregunta que se hace esta autora acerca del estatus que adquirieron las mujeres en este contexto: si no eran vasallas del rey ni tampoco ciudadanas plenas entonces ¿qué eran?30. La misma Lux plantea que esta situación dejó suspendidas a las mujeres en un limbo político y social31. En todo caso, a pesar de las contradicciones, ambigüedades y restricciones que dicho limbo político implicaba, esto no las dejó por fuera del cuerpo político. A pesar de que en el paso del vasallo al ciudadano no fueron consideradas ciudadanas plenas y de que no se acuñó una palabra determinada para significar su nuevo estatus político, a no ser quizás el genérico de gobernada que también podía aplicarse a los hombres que no accedieron a la ciudadanía, no significaba que no tuvieran uno. Para el caso de la república norteamericana, Linda Kerber habla de dos categorías no formales de ciudadanía: una de primera clase para las élites masculinas, y una de segunda clase para las mujeres y otros grupos segregados de los espacios de poder. Esto no quería decir que ellas no tuvieran una relación con el Estado, sino que era una relación diferente32. En la Nueva Granada parece ser que las mujeres detentaron un estatus político diferenciado por género, que les seguía restringiendo ciertos espacios, especialmente los de poder, que para los hombres podían estar restringidos por cuestiones raciales, sociales y económicas, pero no de género. El estatus político de las mujeres ya no podía ser de vasallaje, debido a que el régimen que lo sustentaba se había interrumpido. No tenía por qué ser necesariamente el de la ciudadanía plena, a la manera en que le fue otorgado a los hombres propietarios, padres de familia, mayores de edad, pues de esperar que así fuera, se estaría estableciendo como único horizonte posible el estatus político característico de la masculinidad y la élite. Tampoco tenía que ser un estatus libre de contradicciones y tensiones, pero ciertamente existía y permaneció activo, lo cual se evidencia en que, de manera similar que en México33, ellas siguieron siendo convocadas para cumplir con el deber de apoyar la causa, así como presionadas y sancionadas en caso de no hacerlo, y siguieron teniendo una amplia y resuelta participación en el conflicto. En este sentido, en calidad de gobernadas que debían cumplir los compromisos que la dirigencia del cuerpo político les exigía o que ellas deseaban apoyar por convicción propia, las mujeres también pueden ser consideradas sujetos políticos. Podría alegarse que las mujeres no pueden considerarse sujetos políticos debido a que su estatus político en calidad de mujeres y de gobernadas no les otorgó derechos políticos34. Pero entonces, ¿cómo conciliar a las mujeres como sujetos apolíticos con su realización de actividades que fácilmente podríamos calificar de políticas (espionaje, conspiración, protesta, entre otras)? ¿Cómo explicar que, como señala Joan Scott para el caso de Francia, aunque ellas no gozaron como ciudadanas de los beneficios de la democracia, eso no les impidió comprometerse en la acción política?35. En este punto resulta fundamental hacer una distinción entre sujetos políticos y sujetos políticos con derechos políticos, entendiendo que no necesariamente para ser los primeros se tenía que ser los segundos. Es decir, entendiendo que las mujeres podían ser sujetos políticos sin necesidad de tener derechos políticos, pues de todas maneras seguían formando parte de un cuerpo político, que les seguía exigiendo ciertos deberes, incluidos aquellos con un carácter político tan marcado como lo era el de guardar lealtad a la causa. De no adoptar este enfoque, podríamos correr el riesgo de privilegiar una visión masculina de los sujetos políticos, y, si tenemos en cuenta que los impedimentos a la obtención de derechos políticos para las mujeres les vinieron principalmente de las construcciones de género que las consideraban incapacitadas para ejercerlos, podríamos correr el riesgo de que la única razón que estamos dando para negarle a las mujeres un estatus político es que eran mujeres.

La relación política entre las mujeres y el gobierno

Existe un debate sobre si las luchas por la independencia canalizaron luchas colectivas de mujeres por la obtención de derechos36. Aquí se propone que ellas estuvieron menos interesadas en transformar su propio estatus político o reclamar nuevos derechos que en hacer cumplir los que ya tenían a partir de su relación con el gobierno mediada por los hombres, y que no conformaron colectivos para exigirlos sino que los persiguieron individualmente, desde la identificación de cada una con el significado abstracto de ser mujer. Esto solo se hace visible desde una perspectiva femenina e histórica de los derechos, reconociendo como tales también aquellos que partían de sus roles tradicionales, sus lazos de parentesco y su estatus político diferenciado por género, y no solo desde la perspectiva masculina de entonces o la actual perspectiva de igualdad de género, en donde la ciudadanía aparece como el horizonte político ideal, a cuyos beneficios, durante la Independencia, solo tuvieron acceso pleno los hombres de élite, beneficios que, por otro lado, no eran los únicos ni los más importantes para el resto de la población. Fueron los discursos a la vez políticos y de género sobre los derechos que las mujeres ya tenían los que ellas explotaron al máximo y adaptaron estratégicamente para negociar con las autoridades la solución a los problemas que les causaron las luchas por la Independencia.

Además de ver satisfechos sus derechos a la protección, la manutención y la representación, las mujeres esperaban que el gobierno asegurara su cumplimiento, facilitando tanto al padre de familia como a la madre y esposa el cumplimiento de sus respectivos deberes. Así lo sugiere María Agustina Murillo cuando en 1818 pidió a las autoridades realistas que liberaran a su marido, manifestando que para poder sostenerlo en prisión había tenido que vender todo lo que tenía y ahora tenía que mendigar el sustento de puerta en puerta. Además, por tener que llevarle alimento a diario tenía que dejar solos en casa a tres hijos pequeños. Murillo esperaba que el funcionario encargado «se apiadara de una ynfeliz llena de miseria y trabajo, que solo aguarda a su marido, para que con sus arbitrios, y trabajo, enjugue el llanto de las criaturitas que ya se mueren de hambre»37. Para Murillo la liberación de su marido permitiría que ella no tuviera que relevar las funciones masculinas de proveedor y pudiera retomar las suyas con normalidad, garantizando entre ambos esposos el bienestar de sus hijos. En este sentido, la responsabilidad de la familia era compartida tanto con los hombres como con el gobierno. Esto se hacía más explícito cuando a falta de hombre que las respaldara, algunas mujeres exigieron al gobierno que tomara cartas en el asunto y, de alguna manera, relevara las funciones masculinas, sobretodo cuando la ausencia del padre de familia era consecuencia de los servicios que había prestado a la causa. Por eso en 1815 Juana Martínez reclamó al Estado republicano de Cundinamarca la pensión de sesenta pesos anuales en «premio al sacrificio hecho por mi marido», quien había «muerto en la Campaña de Venezuela en que se sacrificio dando un exemplo extraordinario de virtud y de patriotismo»38. Las mujeres tuvieron derecho a retribuciones económicas por los servicios de sus parientes, transferidas a ellas por medio de sus lazos de parentesco. Así lo evidencia Josefa Teresa Martínez de Santa Marta, quien en 1817 pidió a las autoridades realistas la pensión que le correspondía como madre de un soldado fallecido, para lo cual citó «la Real orden que Su Magestad se dignó expedir a favor de los Padres, Madres y Mugeres de aquellos leales Vasallos, hijos y maridos que muriesen en accion de Guerra»39. Por su parte, en abril de 1815 el gobierno republicano de las Provincias Unidas prescribió una ley que entregaba tierras a las mujeres e hijos de los ciudadanos que habían muerto por la causa de la libertad y la independencia, «cuya suerte no es justo que la Republica mire con indiferencia, pues faltandoles la sombra de sus esposo y padres, tienen un derecho adquirido con el mérito de ellos, y sobre la gratitud publica para estar al abrigo, y baxo la proteccion del Govierno»40.

Según lo anterior, se consideraba injusto que el gobierno se desentendiera de las mujeres que no contaban con apoyo masculino para asegurar su sustento. Así lo sugiere Ana María Lasquetty, quien en 1812 reclamó al Estado de Cundinamarca los réditos que su hermano había cedido para la manutención de ella y de otra hermana, y pidió que al pagárselos no se le hiciera ningún descuento. Ella identificaba a ambas como pobres y huérfanas en riesgo de perecer si no recibían los mencionados réditos, pedía que se les dieran las mismas consideraciones que a las viudas y manifestaba que el «mismo estado que vela sobre los haveres Publicos, cuida de la subsistencia de las de mi clase. Si a estas les minorase sus cortos alimentarios intereses, se opondría a sus piadosos, y principales deberes»41. Al parecer, las retribuciones adquiridas por medio de lazos de parentesco se podían solicitar incluso cuando los servicios del pariente masculino no habían sido prestados al gobierno vigente. Así lo sugiere Gregoria Moreno cuando en 1819 solicitó al entonces vicepresidente de la república, Francisco de Paula Santander, que se le continuara pagando la pensión que en 1802 «tuvo a bien concederme el Rey en consideracion a los buenos servicios de mi difunto marido»42. Esto sugiere que su relación con el gobierno trascendía las facciones políticas y que existía la idea de una especie de forma genérica de tratar a las mujeres que todo gobierno justo, independientemente de su orientación política, debía poner en práctica. Sin importar el sistema político al que se dirigían, las mujeres utilizaron la estrategia discursiva del lamento, que se acomodaba a su caracterización como seres indefensos43. Esto sugiere que la transformación de los discursos políticos fue mucho más dinámica que la de los discursos de género y que estos últimos no experimentaron rupturas tan radicales con el tránsito de la monarquía a la República.

Volviendo al caso de la república norteamericana, Linda Kerber observa la existencia de una antigua ley doméstica que estipulaba que las mujeres casadas estaban obligadas a su esposo y a su familia antes que al Estado, y el tránsito a una tradición legal de sustitución de los deberes para con el esposo por los deberes para con el Estado44. Al parecer, en la Nueva Granada se consideraba que los deberes de las mujeres eran primero para con su marido y sus hijos que para con el gobierno, incluso cuando cumplirlos obstaculizaba su apoyo a la causa. Así lo evidencia Ana María de la Rocha, cuando en 1813 se excusó ante el Estado de Cundinamarca de contribuir con 500 pesos, manifestando que, aunque sabía de la obligación que todos tenían con la defensa de la patria, no estaba en capacidad de prestar ese servicio porque no contaba con apoyo económico de su marido y lo que vendía en su tienda estaba destinado para su sustento y el de su familia45. Su propia manutención y la de su familia figuraban como una prioridad y cuando se veía afectada por el apoyo a la causa este ya no tenía justificación. Atendiendo a la compleja relación gobierno-hombres-mujeres, podría pensarse que cumplir con sus deberes de madres y esposas era el mejor servicio que podían prestar a los gobiernos46. Pero estos últimos establecieron con ellas una relación política más directa cuando les exigieron fidelidad y servicios políticos que no implicaban mediación masculina, aunque seguían partiendo de sus roles de madres y esposas y de las labores consideradas femeninas. Ejemplo de ello es Juana de la Mata, comisionada para recoger donativos en dinero y prendas de vestir para el ejército realista provenientes de varias mujeres de Panamá, al tiempo en que el virreinato se había establecido allí provisionalmente porque los rebeldes ocupaban gran parte del territorio neogranadino. En agosto de 1812 Mata devolvió al entonces virrey Benito Pérez los donativos recogidos, junto con una copia de la Gaceta de Guatemala que este le había entregado con la intención de animarla a colaborar. Allí, la presidenta de la Sociedad Patriótica de Fernando vu femenina de aquel país invitaba a mujeres de otras latitudes a conformar sociedades similares e incitaba a ser «útiles a la Patria, y ya que la debilidad de nuestras fuerzas fisicas nos impide tomar parte activa en la defensa de nuestra Nacion, empleemos al menos nuestras fuerzas morales, alentando con nuestros cuidados y con nuestra tierna influencia al soldado que ha de hacer frente al enemigo». Añadía que «convirtamos nuestras casas en talleres de vestuario para la tropa. En adelante nuestras manos no deberán emplearse en otra cosa que en las útiles y respectivas a las necesidades del ejército y de los que sufren en los hospitales»47. En agosto de 1816 las autoridades realistas recién restablecidas en Santafé establecieron la creación de una Sociedad de Beneficencia compuesta por mujeres, pues se esperaba «que mientras los hombres manejaban las armas, las mujeres sostuvieran a estos con sus cuidados y auxilios, tanto en el campo como en los hospitales»48. María Antonia Antón, priora del Convento de la Enseñanza que funcionaba como colegio, fue explícita al respecto. Cuando en 1815 reclamó al gobierno republicano unos réditos para manutención argumentó que el trabajo de las religiosas

[...] presenta a su Patria un crecidísimo numero de mugeres bien educadas para todos los estados, las que si llegan a ser Madres de familias, sabrán inspirar a sus hijos el amor al más exacto desempeño de las obligaciones que un Ciudadano contrahe desde que nace para con Dios, para con su Patria y para consigo mismo. Les inspirará valor para defenderla de sus enemigos, les persuadirá el respeto, subordinacion y obediencia a los que Gobiernan, el amor al trabajo, y mil otras virtudes sociales, efectos todos de la buena doctrina que estas Madres cuando jovenes bebieron en este Monasterio49.

En el fragmento anterior, Antón asignaba a las madres una función política fundamental que era al tiempo un servicio al Estado: la transmisión a sus hijos de ideales políticos, en acatamiento de los cuales los futuros ciudadanos cumplirían con sus obligaciones patrióticas; esta función las configuraba ahora a ellas como mediadoras entre los hombres y el gobierno. Lo anterior nos invita a pensar en una variante femenina de la lealtad y los servicios políticos, lo que en palabras de Erika Pani y Linda Kerber sería un patriotismo femenino50.

La posibilidad de un patriotismo femenino, y el hecho de que las facciones en pugna reclamaran fidelidad a toda la población sin distinción de género, sugiere que las mujeres no sostuvieron una relación política con el gobierno únicamente en calidad de mujeres, sino también de vasallas, ciudadanas o sencillamente de gobernadas, y, como tales, al igual que los hombres en calidad de vasallos, ciudadanos o gobernados, uno de sus principales deberes para con el gobierno era apoyar su causa y oponerse a la del bando contrario. Esto se evidencia en la orden dada en Cali a finales de 1813 para que se practicara una jura a la Constitución de Cádiz, en la que «se espera que no habrá persona, sea de la clase, calidad, condicion y sexo que fuese, que deje de concurrir a un acto el más importante de nuestra vida civil»51. Así mismo se evidencia en el decreto expedido en Santafé en septiembre de 1815 por el Congreso de las Provincias Unidas «sobre subsidio o contribución forzosa que todos los individuos y comunidades de ambos sexos, debían dar según la escala que se fijó, para las urgentes necesidades del Estado»52. Por su parte, desde su posición de gobernadas las mujeres exigieron el acceso a ciertas prerrogativas, como que se tuviera consideración de su estado miserable, se les respetaran sus bienes y se les juzgara de manera justa. Así lo ejemplifican Isabel Caicedo cuando manifestaba a los realistas que «no dudo tendrá en consideracion los reputados encargos y aun privilegios que conceden las leyes en fabor de las viudas y personas miserables»53. Juana Petronila Nava lo hace cuando explicaba a la junta de secuestros establecida por el gobierno realista que, apoyada «en ese principio prefinido en el codigo de castilla, y dimanado de las maximas fundamentales del contrato de Sociedad, se infiere sin la menor duda la accion y derecho que me corresponde a la mitad de los bienes que se le han confiscado a mi marido»54; y María de los Ángeles Ramírez cuando se quejaba ante las autoridades republicanas de haber sido encarcelada sin cometer delito alguno y de recibir malos tratos por parte del alcalde de primer voto, afirmando que eso «no me parece justo, y mucho menos en un Gobierno justo, y liberal como lo es en el de Cundinamarca», y solicitando que se le pusiera en libertad, o al menos su proceso judicial fuera adelantado por otro funcionario55.

Las mujeres como partidarias y detractoras políticas

Anteriormente se habló de una tensión, que nunca terminó de zanjarse, entra una imagen de mujeres apolíticas y una imagen de mujeres politizadas. Son varios los casos que ejemplifican esta situación, tanto de una postura como de la otra, y hasta de ambas al mismo tiempo. En 1815 la ya mencionada priora del convento y a la vez colegio de la Enseñanza, María Antonia Antón, al solicitar al gobierno republicano unos réditos para manutención, intentó justificar su pago enalteciendo la labor educativa que las religiosas realizaban y que ella identificaba como «el mas importante servicio del Publico, qual es la educacion christiana y politica de la juventud de nuestro sexo». Para defender su argumento, pidió al funcionario no especificado al que dirigía su misiva que «tenga a bien el que yo proponga el siguiente problema político», en que comparaba la importancia del soldado y la del maestro para la patria. Antón aclaraba que «a mi no me toca, Señor Exceletisimo, resolver dicho problema. Ni mi sexo, ni mi estado de Religiosa me permiten dedicarme a el profundo estudio de materias politicas que se necesita para el acierto en su resolución». Pero a pesar de reconocerse incapaz de opinar sobre el asunto, más adelante agregaba, como dándole consejo político al funcionario sin que este lo interpretara como un atrevimiento de su parte, que «a tener yo la mas leve tinsura o conocimiento de estas cosas, resolvería desde luego en favor del Maestro que enseña dando el segundo lugar a el Soldado que defiende»56. Vale la pena notar lo irónico de su planteamiento, pues al hablar del maestro realmente estaba hablando de las religiosas que enseñaban, y al manifestar su incapacidad de intervenir en política en realidad estaba abonando el terreno para poder expresar sus opiniones al respecto sin que su interlocutor la considerara impertinente. Para poder hablar de política primero tuvo que excusarse y aclarar que estaba consciente de que sabía que no debía hacerlo. La interpretación de las mujeres como incapaces de adoptar una postura política propia y que solo seguían la de los hombres de su familia se evidencia en el interrogatorio realizado en enero de 1813, por orden de la Junta de Represalias y Justicia Militar del Estado de Cundinamarca, a Francisca Guerra, por su presunta colaboración con las tropas del Congreso de las Provincias Unidas poco antes de que estas realizaran un intento fallido de tomarse la ciudad de Santafé. Allí se le preguntó si sabía a qué señoras habían tratado de perjudicar los atacantes, a lo que ella contestó que no habían tratado de ofender a ninguna mujer pues según le oyó decir al propio general Baraya, quien dirigía el ataque, ellas solo seguían la opinión de sus maridos y familias57. Pero en ocasiones también se aceptó que podían diferir de las inclinaciones políticas de sus parientes. Ejemplo de ello es el caso de María Josefa Martínez, residente en Popayán, cuyo esposo había sido procesado como insurgente por las autoridades realistas. Para conseguir la devolución de su dote, que había sido confiscada como si fuera de aquel, su hermano elevó una petición a las autoridades en representación suya, donde manifestaba que «la confiscación contra el referido por la causa de estado debe absorver todos sus bienes; pero no comprendiendose en ellos los dotales y pertenecientes a esta clase que estaba bajo su administración». El funcionario encargado del caso se manifestó de acuerdo al dar su visto bueno a la petición, por «no constar que esta Señora haya sido infiel al Rey como su marido»58. Aquí, tomar distancia del infidente le permitió a la esposa rehuir de las represalias económicas, ya que, como manifestaba la ya mencionada Isabel Caicedo, «la ley no quita a la muger sus bienes por los delitos del marido»59. Curiosamente, en vez de mostrarla como alguien tan poco interesada en la política que ni siquiera conocía o secundaba las orientaciones políticas de su marido en prueba de su sumisión hacia él, el expediente la mostraba como alguien que no coincidía con aquellas y defendía las suyas propias, en este caso, de adhesión al rey.

Cuando el compromiso con la causa enemiga se vio matizado por la influencia perversa de los parientes, esto no libró a las mujeres de cierta cuota de culpa que conllevaba, así mismo, cierta cuota de penitencia. Así lo sugiere el impreso que en 1816 dirigió el gobierno realista central a los pueblos vecinos escogidos como destino de destierro de varias familias. Allí se manifestaba que nadie había sido más infestado por las detestables ideas de los traidores que sus familias e hijos, en quienes se habían arraigado de tal manera que solo providencias activas y eficaces podrían contener. Por esta razón, los susodichos fueron expulsados de la capital y en sus lugares de destierro los curas quedaron encargados de cuidar que «las mugeres ó familias que se establezcan en sus Pueblos, se dediquen á la educacion Cristiana de sus hijos, enseñándoles la Doctrina, y haciendo que asistan á los exercicios de piedad, que diariamente se hacen en las parroquias». También se les pidió vigilar que «tanto las madres, como los hijos y criados, frecuenten el Santo Sacramento de la Penitencia, y que en todo observen una vida arreglada y religiosa», además de que «en los trages que vistan, evitarán el lujo y desenvoltura con que suelen presentarse en la Capital». Por su parte, a los alcaldes se les pidió que dieran aviso en cuanto los desterrados llegaran a su destino y que no les permitieran cambiar de domicilio sin previo aviso, además de que vieran «que la opinión de las citadas familias se rectifique y modele por la de los habitantes pacificos y amantes del orden; evitando que en su trato no tengan visitas frecuentes ni reuniones particulares que puedan ser prejudiciales»60. Aquí las autoridades se preocuparon más por la semilla revolucionaria que representaban las familias de los traidores que por ellos mismos, y mostraron a las mujeres a la cabeza de una cadena de contagio revolucionario que llegaba hasta los hijos y los criados. Pero si estas mujeres cumplían su castigo correctamente y lograban que el resto de su familia también lo hiciera, entonces estarían a la cabeza de un proceso de redención que las devolvería, junto con sus familias, al buen camino de la religión y la lealtad al rey. Como se puede observar, las mujeres podían actuar como instrumentos políticos tanto de la propia causa como de la del enemigo. De la misma manera que se les pedía que transmitieran los valores políticos y cuidaran de los soldados fieles a la causa, se temía que cumplieran esa misma función para el bando enemigo y para evitarlo debían tomarse las medidas necesarias. En este sentido, las mujeres eran susceptibles de recibir castigos por actos con connotaciones políticas. En este punto resulta importante analizar cómo se concebía a las mujeres en relación con el crimen y el castigo, sobre todo cuando estos afectaban el ámbito público y político. Como advierte acertadamente Haydée Birgin, no se debe desconocer que dentro del sistema penal existe una visión del género, y que dicho sistema evidencia la visión que los mecanismos sociales han construido sobre el género61, es decir, que el aparto judicial se encuentra atravesado por las construcciones de género características de cada época. Para el caso de Inglaterra, Arnaud-Duc señala que, aunque se dudara de las mujeres en muchos campos, no se les consideraba incapaces de cometer delitos y responder por ellos ante la justicia62. En el derecho romano y español se consideraba que las mujeres no debían recibir castigos con el mismo rigor que los hombres en consideración a su mayor vulnerabilidad, y los juristas aconsejaban atenuar las penas que se les imponían63. En todo caso, durante el periodo colonial las mujeres fueron duramente castigadas por todo tipo de delitos64, de manera que, aunque su feminidad podía actuar como atenuante, no necesariamente podía constituirse como un motivo para exceptuarlas de la pena.

El aparato judicial heredado del periodo colonial, que predominó durante el periodo de independencia, se vio alterado por las convulsiones propias del momento, resintiendo los conflictos presentados en el plano político, adaptándose e incluso innovando para hacer frente a los retos que le planteaban los tiempos. Al encontrarse atravesado por las construcciones de género características de su época, el aparato judicial también se vio afectado por la reconfiguración que se hizo de la imagen de las mujeres en el plano político, adoptando esa misma tensión entre una imagen de mujeres apolíticas y una imagen de mujeres politizadas. Para distintos contextos de convulsión política, varias autoras han reflexionado acerca de la posición de las mujeres con respecto al plano judicial. Para Estados Unidos, Linda Kerber señala que los esposos se consideraban responsables de los crímenes que sus esposas cometían en su presencia o con su aprobación, excepto en el caso de traición, delito tan severo que la responsabilidad del marido quedaba cancelada65. En relación con el derecho hispánico, Pani señala que en las Partidas el crimen de traición se tomaba en cuenta únicamente en los hombres, solo su descendencia heredaba la humillación, mientras que a las mujeres hasta se las excluía de la pena de confiscación de bienes aplicada a los traidores. Sin embargo, los textos que conformaron la base de los juicios de infidelidad durante la guerra de independencia dejaron abierta la posibilidad para que las mujeres se consideraran capaces de dar información al enemigo, y la legislación tradicional hispánica no las protegió de ser tratadas como traidoras. Los realistas manifestaron preocupación por la ambivalencia de la relación de las mujeres con la política, pues algunas fueron consideradas malvadas, oportunistas frente a los vacíos legales, y capaces de utilizar los encantos femeninos para perjudicar a la patria, a la religión y al rey66.

Ciertamente no se esperaba que las mujeres fueran proclives al delito político, debido a que se consideraban ajenas al ámbito político en general. Se insistió en la existencia de una mediación masculina también en lo referido a actividades insurgentes, desviando toda o parte de la responsabilidad criminal sobre la influencia de los hombres de sus familias y sobre los deberes propios de sus roles femeninos tradicionales de madres y esposas. Esto refleja una fuerte resistencia a considerarlas seres delictivos autónomos, que cometían crímenes por cuenta propia. Así como en 1793 se negó la petición de la «sansculloterie femenina» de proclamar una ley que obligara a todas las mujeres a llevar la escarapela tricolor que simbolizaba la ciudadanía, porque eso equivaldría a considerarlas ciudadanas, aceptar que las mujeres eran insurgentes en todo el sentido de la palabra podía equivaler a reconocerlas como opositoras políticas, transgrediendo un ideal de mujer apolítica que algunas autoridades no estaban dispuestas a cuestionar67. Sin embargo, la participación insurgente de las mujeres desbordó todo pronóstico gubernamental, sus insospechados crímenes de carácter político generaron tal perplejidad que los aparatos judiciales tuvieron que transformarse para hacerles frente. Por eso, Claire Brewster notó que la ley colonial española tuvo que ser enmendada para asegurar que las mujeres recibieran castigos igualmente duros que los hombres68. Así, parece ser que las mujeres se consideraban sujetos apolíticos a menos que se demostrara lo contrario, pero cuando esto sucedía podían recibir todo el peso de la ley. Además, si al decir de Antonio Ibarra, «la insurrección, como crisis de obediencia, supuso un enfrentamiento entre los valores de obediencia y las formas penalizadas de la disidencia que se tradujeron en un código de transgresiones y castigos que se expresaron, esencialmente, como castigos políticos»69. Entonces, al concebir la posibilidad de que las mujeres fueran castigadas por su apoyo al enemigo y reconocidas como insurgentes, se les estaba reconociendo, aun cuando fuera de manera velada e implícita, y sin atreverse a decirlo abiertamente, un estatus político. Para la Nueva Granada varios casos ejemplifican esta compleja y contradictoria situación. Allí la feminidad tampoco fue una excusa para excluir a las mujeres de la posibilidad de ser etiquetadas como insurgentes y de ser castigadas como tales. Así lo ejemplifica el bando emitido por el virrey Juan Sámano en Santafé en septiembre de 1818, con orden de ser circulado por las demás jurisdicciones del virreinato, en el que se advertía que se había establecido la pena de muerte para los espías, identificando como tales, «sin distinción de sexos», a los que entraran en el territorio controlado por los insurgentes sin el debido permiso o pasaporte, a los que auxiliaran a los rebeldes de alguna manera, incluyendo la provisión de víveres, y a los que transmitieran información al enemigo sobre las operaciones militares realistas70. Otro ejemplo de ello es el aviso que dio el general realista Pablo Morillo al oidor Juan Jurado de «haber desterrado a diferentes Pueblos de este Reyno a varias Mugeres por el delito de Ynsurgentes», advirtiéndole que no les permitiera cambiar su lugar de confinamiento a menos que fuera por un asunto de gravedad, y agregando que el virrey le había indicado que ellas merecían ser desterradas por ser perjudiciales71. Llama la atención que, a pesar de ser reconocidas como insurgentes, no se les aplicó pena de muerte, como si se hizo con muchos hombres condenado por el mismo delito. Esto pudo deberse a que ellas no fueron consideradas dirigentes sino seguidoras, apolíticas o no tan políticas como los hombres, entre otras cosas porque se encontraban excluidas de los cargos que las hubieron podido ligar oficialmente al gobierno republicano. De esta manera, su feminidad siguió influyendo de alguna manera en el tratamiento punitivo que se les daba, no evitando que las castigaran ni que les dieran el apelativo de insurgentes, pero sí modificando la rigurosidad del castigo. Lo anterior nos permitiría proponer que también existía una variante femenina de ser insurgente y de ser procesada judicialmente.

Que a las mujeres se les reconoció, aun cuando no de manera explícita, un estatus político, lo sugiere el caso de Josefa Robledo, quien a principios de 1817 solicitó al gobernador militar y político realista de Santafé la entrega de la sentencia absolutoria de «la causa que se me siguió en asocio de mi madre en razón de nuestra conducta política»72. Además de la conducta política, en la realización de los procesos de purificación solicitados por algunas de las mujeres desterradas que ya se mencionaron, se tuvieron en cuenta también otros elementos con connotaciones políticas. Mariana Duarte, quien intercedía por su hija María Regina Miranda, pidió a los testigos de su defensa que declararan acerca del modo de pensar de su hija, y uno de ellos dio fe de sus virtudes personales y políticas; María Riveros pidió a sus testigos que dieran cuenta de sus opiniones y María Dolores Rodríguez pidió a los suyos que dieran cuenta de sus costumbres, opinión, dichos y hechos73. Según lo anterior, para ese momento era posible reconocer, incluso por parte de las mismas mujeres, que ellas podían tener una conducta, modo de pensar, virtudes, opiniones, costumbres, dichos y hechos con connotaciones políticas.

Para congraciarse con las autoridades y salir bien libradas de sus procesos de purificación, estas mujeres resaltaron la vulnerabilidad y carácter apolítico que se atribuía a su feminidad, se mostraron poco interesadas en la política y alejadas de los eventos y discusiones políticas producidas durante el dominio del gobierno republicano. Riveros se identificó como pobre, obligada a salir a trabajar a las plazas para obtener su sustento y el de su familia, aclarando que, aunque ejercía el oficio de revendedora, jamás se había mezclado en otras cosas. Sus testigos declaraban que nunca había protagonizado ningún escándalo, que no era afecta a tumultos o alborotos ni quemerista74. De Miranda, su madre y los testigos coincidían en señalar que vivía retirada en su casa, era honrada, moderada, tenía un modo de pensar pacífico, no se había mezclado en tumultos y tenía un carácter ajeno a los partidos de la insurrección75. Por su parte, Rodríguez se identificaba como una mujer quieta y retirada, de conducta sana y arreglada, que trabajaba para asegurar su sustento, junto con el de su hermana y sus sobrinos ilegítimos. Por otro lado, cuando de probar su adhesión a la causa realista se trataba, se mostraron políticamente activas. Así lo evidencia Rodríguez, de quien sus testigos decían que nunca había dejado entrar en su casa a un insurgente, era enemiga declarada de los rebeldes, apasionada por la nación española y de opinión realista, demostrándolo con hechos al proteger y socorrer a varios españoles y americanos leales que habían sido perseguidos por el jefe revolucionario Simón Bolívar, y acogiendo en su casa a los oficiales y soldados realistas derrotados en batalla, brindándoles alimento y vestido. Ella misma manifestaba tener un constante sentimiento por la justa causa del soberano y practicar los oficios cristianos con toda clase de realistas, empleando su debilidad en salvar sus vidas, y pedía a las autoridades «darme por indenizada de qualquier cargo que me haya resultado o pueda resultar, suplicando encarecidamente a Vuestra Excelencia se digne declararme por una fiel vasalla de su Magestad76. El discurso de Rodríguez implicaba la posibilidad de que las mujeres asumieran lealtades políticas, pero aun si estas eran tan intensas y decididas como las de los hombres, no se expresaban de la misma manera. Para Rodríguez no era posible comprobar su lealtad política a través de servicios en cargos públicos o militares, porque este tipo de empleos se consideraban masculinos y a ella le estaban vedados. En cambio, podía hacerlo recurriendo a la asistencia y asilo que había dado a los realistas y a la distancia que había tomado de los desórdenes públicos, acatando el ideal femenino de domesticidad, recogimiento, cuidado de otros y alejamiento de los asuntos públicos y políticos. De esta manera, habría puesto en práctica una especie de modalidad femenina de guardar lealtad política y participar políticamente.

A las mujeres se les reconoció la posibilidad de configurarse como partidarias de una causa, así como la posibilidad de ser perseguidas por el enemigo debido a su lealtad. Por último, ellas también reclamaron el derecho a que se reconocieran sus servicios a la justa causa y los beneficios que eso podría traerles. La ya mencionada María Antonia Antón fue lejos a la hora de exigir a las autoridades republicanas las prerrogativas a que tenía derecho por su servicio y entrega a la causa de la libertad. Para dar un peso contundente a la labor educativa de las religiosas del convento que dirigía, las comparó con el militar y el soldado que, para mantener el orden y proteger la patria de sus enemigos, arriesgaban su vida, pero concluyó que «la Monja de la enseñanza de hecho la sacrifica por la misma Patria», ya que abandonaba su casa, su familia y su libertad para dedicar todo su tiempo al servicio del público, aceptando la esclavitud de la enseñanza. Antón consideraba que su trabajo era más importante porque formaba a las mujeres que infundirían en las nuevas generaciones amor y dedicación a la patria. Se preguntaba por qué si a los funcionarios públicos se les pagaba el sueldo cumplidamente para no causar perjuicio en la manutención de sus familias, no se hacía lo mismo con los réditos destinados a las monjas, tomando en cuenta que eran su único medio de subsistencia. Agregaba que «los militares y soldados comen el pan del estado, y las Monjas de la Enseñanza léxos de comerlo, como pudieran exijir en justicia, no comen nada del estado, sino que piden para comer lo que es suyo»77. En esta disertación Antón exponía un servicio insustituible que las monjas prestaban al Estado como maestras, pero con una clara orientación hacía la dimensión pública y política. Si bien el trabajo de maestras podía considerarse una extensión de las funciones femeninas en la esfera pública, al situar las funciones de las religiosas por encima de las del militar y el soldado, y al equiparar el pago a su trabajo con el de cualquier funcionario público, Antón parecía estar exigiendo retribuciones económicas y simbólicas como agentes del Estado, y ya no solo como mujeres adscritas a los patrones de género dominantes; o, más bien, como agentes del Estado y al tiempo como mujeres adscritas a los patrones de género dominantes, porque no necesariamente una cosa y la otra se excluían. Su exigencia de un pago y un reconocimiento a cambio de sus servicios políticos quizás podría ser considerada una especie de reclamo de derechos políticos para las mujeres.


Pie de página

1María Himelda Ramírez, «Las mujeres y la Independencia de la Nueva Granada. Historiografía e iconografía», en El Bicentenário de la Independencia. Legados y realizaciones a doscientos años, ed. José David Cortés (Bogotá: Editorial Universidad Nacional de Colombia, 2014), 253-269.
2Sobre la Independencia de la Nueva Granada véase: Catalina Reyes, «El derrumbe de la primera república en la Nueva Granada entre 1810 y 1816», Historia Crítica, n.° 41 (2010): 38-61; Armando Martínez, «La desigual conducta de las provincias neogranadinas en el proceso de la independencia», Anuario de Estudios Bolivarianos xiii, n.° 14 (2007): 57-79; Pablo Rodríguez, coord., Historia que no cesa. La independencia de Colombia 1780-1830 (Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2010); José David Cortés, ed., El bicente-nario de la Independencia. Legados y realizaciones a doscientos años (Bogotá: Editorial Universidad Nacional de Colombia, 2014).
3Julián Fernández, dir., Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-1850 (Madrid: Fundación Carolina, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2009), 40-45.
4María José Garrido, «La participación política de las mujeres en México, 1810-1823», La Gaceta de Ciencia Política 10, n.° 1 (2013): 61-64.
5Sobre la condición de las mujeres en la Colonia y el siglo xix en la Nueva Granada ver: Isabel Bermúdez, Imágenes y representaciones de la mujer en la Gobernación de Popayán (Quito: Corporación Editora Nacional, Universidad Andina Simón Bolívar, 2001); María Himelda Ramírez, Las mujeres y la sociedad de Santa Fe de Bogotá 1750-1810 (Santafé de Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología e Historia, 2000); Susy Bermúdez, «Familia y hogares en Colombia durante el siglo XIX y comienzos del XX», en Las mujeres en la historia de Colombia, dir. Magdala Velásquez, t. II (Santafé de Bogotá: Consejería Presidencial para la Política Social, Editorial Norma, 1995), 240-291.
6María Teresa Condés, «Capacidad jurídica de la mujer en el derecho indiano» (Tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid, 2002), 15-16.
7Michèle Riot Sarcey, «Las ausentes de "lo político". Mujeres y ciudadanía femenina en la historia», en Nuevas rutas para Clío: el impacto de las teóricas francesas en la historiografía feminista española, coord. Gloria Franco y Ana Iriarte (Madrid: Asociación Española de Investigación de Historia de las Mujeres, Seminario Internacional, 2007), 201.
8Marieta Cantos, «La guerra de la pluma y la conquista femenina de la tribuna pública», en Guerra de ideas. Política y cultura en la España de la guerra de independencia, ed. Pedro Rúgula y Jordi Canal (Madrid: Institución Fernando el Católico, Marcial Pons Historia, 2011); Gloria Espigado, «Las mujeres y la política durante la guerra de la Independencia», Ayer 86, n.° 2 (2012); Lydia Muñoz, Mujeres del sur en la Independencia de la Nueva Granada (Pasto: Graficolor, 2011).
9Isabel Bermúdez, «Las independencias de la Nueva Granada», en De las independencias iberoameircanas a los estados nacionales (1810-1850). 200 años de historia, ed. Ivana Frasquet y Andréa Slemian (Madrid: Iberoamericana, ahila, 2009), 186-187.
10Mary Louise Pratt, «Las mujeres y el imaginario nacional en el siglo XIX», Revista de Crítica Literaria Latinoamericana 19, n.° 38 (1993): 57.
11Martha Lux, «Las mujeres de la Independencia en la Nueva Granada: acciones y contribuciones», en Historia que no cesa. La Independencia de Colombia 1780-1830, dir. Pablo Rodríguez (Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2010), 163.
12Así sucedió para el caso de Francia. Dominique Godineau, «Hijas de la libertad y ciudadanas revolucionarias», en Historia de las mujeres en Occidente, tomo 4, dir. Georges Duby y Michelle Perrot (Madrid: Grupo Santillana de Ediciones, 2000), 44-46.
13Cultura política entendida como un marco de referencias discursivas referido a lo político, al que tienen acceso, tanto colectiva como individualmente, quienes forman parte de una sociedad o grupo social específico, a la hora de construir, expresar o transformar el significado que tiene lo político para ellos y su sociedad o grupo en un contexto determinado. «Mujeres y conciencia política en el proceso de Independencia de la Nueva Granada. El caso de la ciudad de Santafé, 1810-1820» (Tesis de maestría, Colegio de México, 2012), 14.
14Joan Scott, Género e historia (México: Fondo de Cultura Económica, 2012), 69.
15Mirian Galante, «De revoluciones, repúblicas y naciones. Miradas sobre América Latina desde la Nueva Historia Política», Estudios Mexicanos 22, n.° 2 (2006): 419.
16Ver la propuesta de Joan Scott sobre la historia feminista y de las mujeres. Scott, Género e Historia, 33-74.
17Joan Scott ha señalado la imposibilidad de otorgarle al género una sola definición y uso. Scott, Género e Historia, 48-74.
18Carole Pateman, «Críticas feministas a la dicotomía público/privado», en Perspectivas feministas en teoría política, comp. Carme Castels (Buenos Aires: Paidós, 1996), 48-49.
19Nicole Arnaud-Duc, «Las contradicciones del derecho», en Historia de las mujeres en Occidente, tomo 4, dir. Georges Duby y Michelle Perrot (Madrid: Grupo Santillana de Ediciones, 2000), 109-129.
20Arnaud-Duc, «Las contradiciones del derecho», 130-134.
21Martha Lux, Mujeres patriotas y realistas entre dos órdenes. Discursos, estartegias y tácticas en la guerra, la política y el comercio (Nueva Granada, 1790-1830) (Bogotá: Ediciones Uniandes, 2014), 6.
22Cuerpo político a la manera en que lo define Erika Pani, como un grupo que se considera a sí mismo una comunidad porque existe bajo un gobierno determinado. Erika Pani, «"Ciudadana y muy ciudadana"? Women and the state in Independent Mexico, 181030». Gender and History 18, n.° 1 (2006): 5.
23Condés, «Capacidad jurídica de la mujer», 355-394.
24Iris Marion Young, «Vida política y diferencia de grupo: una crítica del ideal de ciudadanía universal», en Perspectivas feministas en teoría política, comp. Carme Castels (Buenos Aires, Paidós, 1996), 102-103.
25Dominique Godineau, «Hijas de la libertad», 44-47.
26Pani, «"Ciudadana y muy ciudadana"», 5-6.
27Lux, Mujeres patriotas y realistas, 153-214.
28Hans-Joachim Konig, «Ciudadano. Colombia», en Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-1850, dir. Javier Fernández (Madrid: Fundación Carolina, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, Centro de estudios Políticos y Constitucionales, 2009), 235-240. Martha Serrano, «Orígenes de la formación de la ciudadanía en el Nuevo Reino de Granada, 1808-1819», en El Bicentenario de la Independencia. Legados y realizaciones a doscientos años, ed. José David Cortés (Bogotá: Editorial Universidad Nacional de Colombia, 2014).
29Lux, Mujeres patriotas y realistas, 153-214.
30Lux, Mujeres patriotas y realistas, 215.
31Lux, Mujeres patriotas y realistas, 14.
32Linda Kerber, No constitutional right to be ladies. Women and the obligations of citizenship (Nueva York: Hill and Wang, 1998), 8-9.
33Pani, «"Ciudadana y muy ciudadana?"», 7-8.
34A la manera en que los define Arnaud-Duc, como los que permiten a los ciudadanos designar los poderes del estado y ejercer funciones pública. Arnaud-Duc, «Las contradicciones del derecho», 111.
35Joan Scott, Género e Historia, 256.
36Evelyn Cherpak, «Las mujeres en la Independencia. Sus acciones y contribuciones», en Las mujeres en la historia de Colombia, dir. Magdala Velásquez, t. I (Bogotá: Consejería Presidencial para la Política Social, Editorial Norma, 1995), 84; Judith Gonzáles, «Re-imaginando y re-interpretando a las mujeres en la independencia: historiografía colombiana y género», Proceso Históricos ix, n.° 17 (2010): 5-6; Lux, Mujeres patriotas y realistas, 153-214.
37AGN, Sección Archivo Anexo, Solicitudes, t. 13, ff. 257 bis r-261 v.
38AGN, Sección Archivo Anexo, Historia, t. 15, f. 215.
39AGN, Sección Archivo Anexo, Solicitudes, t. 7, f. 206 r.
40AGN, Sección Archivo Anexo, Historia, t. 18, f. 100 r.
41AGN, Sección Archivo Anexo, Solicitudes. t. 2, ff. 372 r-377v.
42AGN, Sección Archivo Anexo, Solicitudes, t. 15, f. 396 r.
43Martha Lux, «Nuevas perspectivas de la categoría de género en la historia: de las márgenes al centro», Historia Crítica, n.° 44 (2011): 150.
44Kerber, No constitutional right to be ladies, xxiii-11.
45AGN, Sección Archivo Anexo, Solictiudes, t. 3, ff. 67 bis r-67 bis v.
46Para el caso del establecimiento de la república norteamericana, Linda Kerber identifica un proceso de sustitución de las obligaciones de las mujeres hacia sus maridos y familias por obligaciones hacia el estado. Kerber, No constitutional right to be ladies, 11.
47AGN, Sección Archivo Anexo, Historia, t. 14, ff. 368 r-374 v.
48Antonio María Casano, «Comunicado del "gobierno" [del Virreinato de la Nueva Granada] firmado por Antonio María Casano en Bogotá el 10 de agosto de 1816». https://ada.uniandes.edu.co/ site/archivos/1702.pdf (consultado el 15 de mayo de 2015).
49AGN, Sección Archivo Anexo, Solicitudes, t. 4, f. 354 r.
50Pani recupera esta expresión acuñada originalmente por Linda Kerber. Pani, «"Ciudadana y muy ciudadana?"», 8.
51AHc, Cali-Colombia, Cabildo/Consejo, t. 38, carp. 11, ser. Actas, ff. 327 r-328 r.
52Acc, Popayán-Colombia, Independencia, Civil, Gobierno, 415 (Ind. C I -2 g) 1r.
53AGN, Bogotá-Colombia, Sección Archivo Anexo, Solicitudes, t. 11, ff. 678 r.
54AGN, Bogotá-Colombia, Sección Archivo Anexo, Solicitudes, t. 9, ff. 301 r-316 v.
55AGN, Bogotá-Colombia, Sección Archivo Anexo, Solicitudes, t. 2, ff. 697 r-697 v.
56AGN, Sección Archivo Anexo, Solictudes, t. 4, ff. 352 v-353 r.
57AGN, Sección Archivo Anexo, Historia, t. 7, f. 170 v.
58Acc, Independencia, Judicial, Correspondencia, certificaciones, secuestros, 4338 (Ind. J I -4 cs), ff. 3r-4r.
59AGN, Sección Archivo Anexo, Solicitudes, t. 11, f. 677 bis r.
60AGN, Sección Archivo Anexo, Historia, t. 20, ff. 146 r-146 v.
61Haydée Birgin, «Prólogo», en Las trampas del poder punitivo. El género del Derecho Penal, comp. Haydée Birgin (Buenos Aires: Editorial Biblos, 2000), 12.
62Arnaud-Duc, «Las contradicciones del derecho», 124.
63Enrique Gacto, «Imbecillitas sexus», Cuadernos de Historia del Derecho, n.° 20 (2013): 53-55.
64Véase: Beatriz Patiño, «Las mujeres y el crimen en la época colonial», en Las mujeres en la historia de Colombia, tomo ii, dir. Magdala Velasquez (Santafé de Bogotá: Consejería Presidencial para la Política Social, Editorial Norma, 1995), 77-118.
65Kerber, No constitutional right to be ladies, 11-14.
66Pani, «"Ciudadana y muy ciudadana?"», 7-8.
67Godineau, «Hijas de la libertad», 45-46.
68Claire Brewster, «Women and the spanish-american wars of Independencia: an overview», Feminist Review, n.° 79 (2005): 20.
69Antonio Ibarra, «Crímenes y castigos políticos en la Nueva España borbónica: patrones de obediencia y disidencia política, 18091816», en Las guerras de independencia en la América Española, ed. Marta Terán y José Antonio Serrano (México: El Colegio de Michoacán, conaculta, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2002), 257.
70Acc, Independencia, Civil, Gobierno, 6413 (Ind. C iii - 2 g).
71AGN, Sección Archivo Anexo, Solicitudes, t. 9, f. 210 r.
72AGN, Sección Archivo Anexo, Solicitudes, t. 8, f. 164 r.
73AGN, Sección Archivo Anexo, Purificaciones, t. 1, ff. 516 r-519 v. AGN, Sección Archivo Anexo, Purificaciones, t. 2, ff. 29 r- 32 v. AGN, Sección Archivo Anexo, Purificaciones, t. 1, ff. 482 r-487 v.
74El término quemerista parece hacer referencia a la participación en ceremonias de quema de retratos reales utilizada como forma simbólica de rechazar la autoridad real. Sobre este tema véase: Daniel Gutiérrez, «Matar a un rey ausente. Los regicidios simbólicos durante el interregno granadino», Economía y política I, n.° 2 (2014): 5-37.
75AGN, Sección Archivo Anexo, Purificaciones, t. 1, ff. 516 r-519 v
76AGN, Sección Archivo Anexo, Purificaciones, t. 1, ff. 482 r-487 v.
77AGN, Archivo Anexo, Solicitudes, t. 4, ff. 351-355 r.


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