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Memoria y Sociedad

Print version ISSN 0122-5197

Mem. Soc. vol.20 no.40 Bogotá Jan./June 2016

https://doi.org/10.11144/Javeriana.mys20-40.didr 

Docencia e investigación. Discurso al recibir la distinción Doctor Honoris Causa

Teaching and Research. Speech upon the awarding of the Honoris Causa Doctorate

Docência e pesquisa. Discurso ao receber a distinção de Doutor Honoris Causa

Abel López
Profesor Departamento de Historia, Universidad Javeriana


Cómo citar este artículo

López, Abel. «Docencia e investigación. Discurso al recibir la distinción Doctor Honoris Causa». Memoriay Sociedad20, n.° 40 (2016): 286-292. http://dx.doi.org/10.11144/Javeriana.mys20-40.didr


«¿Quéhago cuando enseño?Hablo. No tengo otra manera de ganarme la vida y no tengo otra dignidad. No tengo otra manera de transformar el mundo y no otra manera de influir sobre los demás.
Al hablar de mi trabajo encuentro que el lenguaje es mi reino. Hablo para comunicar a los jóvenes el conocimiento de las pasadas generaciones. Por medio de la conversación divulgo las investigaciones en curso y este tipo de comunicación es mi profesión y mi honor».
Paul Ricoeur1

«El maestro que conduce a la ciencia de las cosas desconocidas actúa igual que el que, por invención, se conduce a sí mismo al conocimiento de lo que ignora».
Tomás de Aquino2

Estas citas resumen lo que durante más de cuarenta años ha sido mi desempeño profesional: un docente universitario, en cierta medida a la manera medieval.

La universidad ha sido mi lugar de trabajo. Las universidades fueron una invención de la Edad Media. Fue entonces cuando estas instituciones adquirieron un carácter permanente y autónomo, dedicadas a la producción y difusión de conocimiento. Fueron, según expresión del medievalista Jacques Le Goff, la invención más espectacular con la que se inauguró una tradición que continúa en nuestros días3. Ni los griegos, ni los romanos, aunque parezca extraño, tuvieron universidades en el sentido en que esa palabra se ha venido usando desde hace siete siglos. Tenían educación superior, pero los términos no son sinónimos. Esto quiere decir que un gran maestro como sócrates no entregaba diplomas. si un estudiante moderno tuviera que asistir a sus lecciones tal vez le exigiera un certificado, algo tangible para mostrar4.

Porque una de las novedades fue la de conferir títulos válidos en el conjunto de la cristiandad. El primero de ellos era el de bachiller en la Facultad de Artes al cabo de dos años de estudios. Venía luego lo que Le Goff denomina el diploma esencial, licentia ubique docendi, la licenciatura, es decir, el permiso de enseñar en cualquier parte. El tercero y último era el de doctor que convertía en maestros, magistri, a quienes lo obtenían. Con esta palabra se designaba también a los artesanos que llegaban al máximo escalón dentro de su gremio, después de superar unas pruebas en las que demostraban que dominaban el oficio. Es lo que hoy la Universidad Javeriana me reconoce con este doctorado honoris causa y que recibo con orgullo y emoción. Puedo decir, entonces, que soy maestro.

A los profesores medievales se les ha llamado intelectuales porque su ocupación era enseñar o escribir, o ambas cosas a la vez, y porque intervenían en debates de la época. Lo hicieron a propósito de la pobreza de Cristo, de la mendicidad, de la fiscalidad y del poder del papa. Vivían de enseñar y por ello les pagaban. Así que la doble función de escritor y docente se remonta a los orígenes mismos de las universidades medievales. Aun antes de la fundación de las primeras universidades, en las escuelas sus profesores estaban persuadidos de que su saber, como las mercancías, debía ser puesto en circulación y no por beneficio propio, sino colectivo.

Pedro Abelardo, quien ha sido considerado el primer profesor moderno, le dice a Eloísa que «son los filisteos quienes guardan su ciencia para sí y así impiden aprovechar de ella a los demás»5. Antes del siglo xii, la enseñanza era predominantemente oral, solo necesitaba de elementos muy reducidos para la escritura de manuscritos raros. Con la fundación de las universidades, el libro se convierte en fundamento de la enseñanza. Los cursos de los profesores debían conservarse por escrito.

En este sentido, puedo decir que mi actividad docente ha seguido pautas de los maestros medievales. En clase explico temas, contextos y debates, preciso el significado de términos, controvierto tesis, leo mis propias conclusiones sobre un asunto que, en algunos casos, convierto en un artículo de revista o un libro. Así surgió el libro Europa en la época del Descubrimiento, siempre con pasión y entusiasmo, con la pasión de la que habla Estanislao Zuleta:

Para poder ser maestro es necesario amar algo. La educación no puede eludir esta exigencia sin la cual su ineficacia es máxima. Ese amor no lo puede dar sino quien lo tiene, y en últimas eso es lo que se transmite. nadie puede enseñar lo que no ama, aunque se sepa todos los manuales del mundo, porque lo que comunica a los estudiantes no es tanto lo que dicen los manuales, como el aburrimiento que a él mismo le causan. Y ante las fórmulas más brillantes de los filósofos, antiguos o modernos, no cosechará más que bostezos6.

He hecho investigación para la docencia, según la definición del historiador venezolano Germán Carrera Damas: «Hay un plano de la investigación en historia que corresponde al nivel docente: recolección de conocimientos ya elaborados, los cuales se hallan en constante proceso de transformación, y organización crítica de los mismos para su transmisión»7. Tal necesaria labor beneficia también al docente. Contribuye a «digerir las propias lecturas», según la frase del historiador José Ángel García de Cortázar, porque «en la digestión de las propias lecturas o en la asunción de las ajenas, es donde entiendo que la docencia cumple sus imprescindibles servicios». Una de las obligaciones del profesor universitario es «transmitir ordenadamente conocimientos adquiridos, unos estados de la cuestión sancionados por la mayoría de la comunidad científica. Incluso en ese simple ejercicio transmisor, yo noto cómo mis propias ideas se clarifican, se depuran»8. Poner a prueba en clase los propios escritos legitima la docencia.

La historia de Europa durante la Edad Media ha sido mi tema preferido. Estoy convencido de que la historiografía nacional se beneficia de la consolidación de los estudios de Europa, puesto que no puede fundarse únicamente con base en la historia local. Una empresa primera es la de los balances historiográficos, a los que he consagrado mi empeño intelectual, como se observa en el libro Europa, temas debates y libros.

Cuando en 1973 inicié mi carrera docente, ser profesor significaba «dictar clases» en los más heterogéneos y dispersos temas, sin consciencia de especialización. Fui profesor de prehistoria, historia antigua, historia moderna, historia de América Latina, historia de Colombia. Escribir no se consideraba parte de la labor docente, lo común era ser catedrático; la dedicación de tiempo completo era excepcional y más lo era la dedicación exclusiva. Los debates universitarios en ciencias sociales, aun los escritos, estaban dominados por lo que el historiador francés Pierre Vilar denomina esquematismos teóricos, los cuales consisten en escribir ensayos en la pura abstracción, sin la necesaria apropiación de la materia histórica: «Marxistas con prisas, literatos y sociólogos que, desdeñando el empirismo de los trabajos del historiador, basan sus propios análisis (largos) en un saber histórico (corto) adquirido en dos o tres manuales»9.

Los esquematismos pueden ser atribuibles al escaso ejercicio de investigación porque es en la solución de un problema específico como se pueden integrar los postulados teóricos. Las políticas de mejoramiento salarial y de estabilidad laboral, el mayor número de profesores con títulos de maestría y doctorado han conseguido que en las dos últimas décadas progrese la investigación, con notables resultados. sin embargo, y aunque sea paradójico, su fortalecimiento no necesariamente ha beneficiado la docencia, como era de esperar, porque esta carece de incentivos económicos comparables a los que aquella tiene: «se ha avanzado mucho más en la valoración de la función investigadora con inevitable repercusión en la desvalorización del quehacer docente»10.

Un estudio reciente sobre la enseñanza de la historia en la educación superior de Gran Bretaña muestra que desde los años setenta se afianzó la creencia de que investigar y escribir están directamente asociadas con la excelencia, mientras que enseñar es una actividad artesanal, una competencia para cuyo mejoramiento basta con la experiencia. Con el ascenso de gobiernos conservadores, se impone un discurso que hace del mercado una pauta de la importancia de la investigación. nociones como eficiencia, valor del dinero, innovación se fueron instalando y desplazando el discurso de la profesión cuyo énfasis eran investigaciones a largo plazo, autonomía de los profesores en la elección de problemas por investigar, la enseñanza de temas generales. Las prácticas profesionales hasta entonces dominantes fueron relegadas por irrelevantes para las necesidades de una sociedad y economía contemporáneas con crecientes competencias globales. En 1986 se estableció un examen nacional de la evaluación de la investigación con estímulos permanentes, mientras que los premios y subvenciones a la docencia eran ocasionales, con lo cual «se acentuó y reforzó el triunfo de la investigación sobre la enseñanza en la educación superior británica»11. La investigación es evaluada, medida y clasificada con el propósito principal de obtener puntos y reconocimientos institucionales, con lo cual, como lo ha destacado Jorge Orlando Melo, «la pasión del conocimiento, la dedicación a la ciencia por la curiosidad y el placer del descubrimiento han pasado a segundo plano»12.

La revista francesa Annales, de reconocido prestigio mundial, en un reciente editorial pone de manifiesto los riesgos, inconvenientes e inutilidad de evaluaciones construidas sin la discusión pública, que no tienen en cuenta la diversidad de experiencias académicas: «La investigación y la enseñanza superior están atrapadas por la fiebre de la evaluación». según la revista, clasificaciones sin el debate público contribuyen a congelar el espacio intelectual, a hacer más difícil las innovaciones. Con la clasificación única se compromete el principio de diversidad de medidas: «Una revista puede ser la referencia internacional en su campo, así sea pequeño el medio intelectual de difusión, mientras que otra revista puede alcanzar un espacio geográfico restringido, y ser leída por un número importante de investigadores». Annales recuerda que las comunidades de saber no tienen el mismo tamaño, las mismas fronteras, ni el mismo funcionamiento; son diversidades irreductibles. Acepta que la evaluación de revistas es legítima pero la solución no es la clasificación única; es inútil, contra-productiva y sus efectos son más negativos que positivos. Advierte sobre los inconvenientes de poner el acento en lo meramente cuantitativo; medidas como factor de impacto son inútiles. Concede que la cantidad de publicaciones de un investigador puede ser un índice de calidad, pero la relación no es directa. Observa que, en las ciencias sociales, los escritos que sirven de referencia no son principalmente los artículos de revista, los libros desempeñan el papel fundamental en el debate intelectual. Annales juzga negativo el papel de las instituciones encargadas de regir la investigación: sus criterios suelen ser arbitrarios, la burocratizan en un punto al que no se había llegado antes, de suerte que los profesores destinan más tiempo a escribir proyectos e informes que a la propia investigación13.

La presión por publicar o perecer ha tenido como consecuencia el desinterés por acometer indagaciones de largo aliento que exigen años de dedicación y en los que se hacen los aportes más significativos. José Ángel García de Cortázar deplora que, en la historiografía medieval, los doctores escriban tan pocos libros después de la tesis y que las publicaciones se dispersen en artículos, ponencias y contribuciones en obras colectivas. Estima necesaria una discusión colectiva de las reglas de evaluación. Por lo pronto, propone atenerse a dos circunstancias: hay revistas que han mostrado solvencia, e importa menos «el medio en que se publique si el autor merece confianza». Él mismo, habiendo sido coordinador de Historia en la evaluación de los proyectos de investigación, confiesa que no suele solicitar financiación pública para sus proyectos porque «me da pereza la movilización de papeles que sigue exigiendo»14.

He seguido un camino similar. soy alérgico a lo que la revista Annales denomina burocracia de la investigación. Prefiero mostrar resultados. Concuerdo con García de Cortázar en que el oficio de medievalista es «radicalmente individualista». Defiendo la libertad de escoger temas de estudio, porque es inherente a la idea misma de universidad. siempre conté y cuento con el apoyo institucional de las universidades en las que fui profesor y en la que aún lo soy. no he tenido que justificar la pertinencia de las materias sobre las que escribo. Creo en la evaluación porque oponerse a ella es paradójico por parte de quienes en nuestra actividad profesional destinamos parte de nuestro tiempo a evaluar estudiantes y colegas15. sin embargo, estoy en desacuerdo con la «manía de examinar» de la que habló Marc Bloch, es decir, convertir la evaluación en un fin en sí mismo. son perjudiciales sus consecuencias morales: «el temor a cualquier iniciativa tanto por parte de los maestros como de los estudiantes, la negación de la curiosidad, el culto del éxito, que ha suplantado al gusto por el conocimiento; una especie de temor perpetuo y de hosquedad cuando lo que debería imperar es la alegría desenfadada de aprender»16.

Para un buen número de estudiantes y profesores de hace cuarenta años, cuando la revolución cubana era un referente en la comprensión de nuestra realidad, la universidad era lugar desde el cual entender las razones históricas de la desigualdad social y construir propuestas para una sociedad más justa. Los alumnos expresaban un convencido compromiso político, de ahí el notorio interés por conocer la interpretación marxista y por confrontarla con otras. En mi caso, este ambiente fue novedoso y a veces hostil, pero fue un desafío pues puso en evidencia mi ignorancia y en duda mis propias convicciones. Para responder a las constantes interpelaciones a que era sometido en clase, tuve que estudiar a clásicos del marxismo y a los historiadores que se inspiraban en ellos. El reto lo acepté y cumplí. Años más tarde escribí un extenso artículo sobre la historiografía marxista, en el que mostré sus aportes a la comprensión de la Edad Media. Ahora bien, este entorno político tenía sus propias desventajas, el dogmatismo una de ellas, esto es suponer que el marxismo es la ciencia histórica verdadera con poder omnicomprensivo y no una teoría y un método que deben someterse a constante prueba.

En cambio, los estudiantes de hoy son menos beligerantes, menos comprometidos con lo que pueda pasar con el orden social, menos vehementes en clase. La apatía política parece ser la tónica. Tienen otras motivaciones. El marxismo ya no tiene el peso de los años setenta, todo lo cual coincide con que el mundo mismo de los historiadores está menos dividido en términos políticos. Como lo muestra el historiador marxista Chris Wickham, la generación que creció en las barricadas del 68 logró cargos permanentes, envejeció, fue menos amenazante. El colapso del comunismo soviético causó desmotivación, desilusión y escepticismo. La historia social y económica dejó de estar en la vanguardia historiográfica. Historia cultural, historia del género, análisis basados en el discurso tienen menos asidero en la teoría marxista que siempre había sido débil en estas áreas. Marx, Poulantzas, Althusser son menos leídos si es que aún lo son. Jacques Derrida y Michel Foucault son los nuevos inspiradores; son de izquierda, pero no son marxistas. La historia ganó en pluralismo, pero ha perdido ímpetu subversivo. solo la historia de género se ha mantenido subversiva y es de esperar que así continúe, concluye Wickham17. Es notorio el contraste con la propuesta marxista. Como lo recuerda la historiadora Manu Goswani, el materialismo histórico buscaba dar significado al presente, promovía una historia de la totalidad social que recuperara luchas y experiencias de los grupos dominados; su lógica era esperanzadora, es decir, orientada hacia el futuro18.

Los desarrollos tecnológicos recientes, los computadores, las redes de Internet, entre otros, son un aporte extraordinario para la enseñanza, pero conllevan desventajas. Fernando savater, en una entrevista en el periódico El Tiempo, se queja de la creciente incapacidad de sus discípulos para abstraer. La atribuye a la proliferación de imágenes, al tiempo exagerado que los jóvenes de hoy destinan a la televisión y el escaso interés por la lectura. Es la percepción que tengo, lo que nos obliga a reformar nuestros hábitos didácticos. El salón de clase debe ser, preferentemente, el lugar para la discusión, para entrenarse en el arte de argumentar. Quizás podamos aprender algo de los hábitos de las escuelas medievales, ya que en ese entonces la lectura, la argumentación y las controversias eran fundamentos de la enseñanza, y por su énfasis en los exámenes orales que valdría la pena rescatar, como respuesta a la costumbre de copiar de las enciclopedias de Internet.

En efecto, el punto de partida era la lectio, la lección, es decir la lectura que hacía el profesor en clase. Leer era enseñar. Luego seguía el comentario que consistía en la explicación gramatical y lógica del texto. En tercer lugar, la sententia o exégesis en la que se revelaba el contenido doctrinal. Finalmente, la questio, es decir, poner en duda las contradicciones, indicar los posibles errores de los copistas, diferenciar los puntos de vista del autor de aquellos que le son ajenos y, finalmente, fijar el sentido de lo que allí se afirma. Es un ejercicio en el que el alumno descubre por sí mismo, tal como lo sugiere Tomás de Aquino en el epígrafe con el que inicié esta intervención. Eran frecuentes los debates o disputationes, los torneos universitarios en los que disputaban maestros y alumnos. En algunos casos, la cuestión por debatir se determinaba de antemano, en otros, se disputaba sin conocer el tema previamente. Un alumno tomaba notas de las discusiones y sus resultados. Los historiadores modernos las han encontrado en los archivos. De esos apuntes, por ejemplo, se valió el historiador Alain Boureau para escribir su libro sobre teología y censura en el siglo XIII.

Insisto ante los estudiantes en la irreducible alteridad del pasado y en la obligación de ser rigurosos. soy consciente de que el historiador, como es obvio, escribe desde el presente y para el presente: «Los acontecimientos que rodean al historiador, escribe Walter Benjamin, están en la base de su exposición como un texto escrito en letra invisible. La historia que somete al lector viene a representar algo así como el conjunto de citas que se insertan en este texto y son tan solo estas citas las que están escritas de modo que todos puedan leer»19. Pero ello no obsta para admitir que el pasado no es el presente y hay que respetarlo reconociéndole su diferencia: «La otredad es el recurso para evitar el anacronismo»20. Por otra parte, el conocimiento que produce el historiador, aun cuando involucra su propia perspectiva, tampoco es resultado de su total capricho. Las proposiciones que formula no deben entrar en contradicción con los datos disponibles. «si los historiadores tienen una responsabilidad pública, si odiar es parte de su método, y advertir parte de su cometido, es necesario que odien con gran precisión»21, sentencia con razón el historiador Tim Mason.

Eric Hobsbawm, por su parte, llama la atención sobre el peligro del antiuniversalismo, el cual consiste en que «mi verdad es tan válida como la tuya independientemente de la evidencia»22. Tengo en cuenta la noción de historia de Antonio Gramsci, según una carta a su hijo Delio, carta que cito, además, por lo que representa en mi entorno familiar. Mi hijo es historiador. Me siento orgulloso de haber sido su profesor y de sus destacados logros:

Queridísimo Delio. Me siento un poco cansado y no puedo escribirte mucho. Tú escríbeme siempre y de todo lo que te interesa en la escuela. Yo creo que la historia te gusta, como me gustaba a mí cuando tenía tu edad, porque se ocupa de todo lo que se refiere a los hombres, al mayor número de hombres, a todos los hombres del mundo en tanto se unen entre sí en sociedad y trabajan y luchan y se mejoran a sí mismos, no puede dejar de gustarte más que cualquier otra cosa. Pero, ¿es así? Te abrazo. Delio23.

La alegría por el honor que hoy recibo quiero compartirla. Con mi familia. Con mi querida esposa Myriam, compañera de tantos años. Con mis hijos Abel Ricardo y sandra Lucía, cuyo afecto siempre he disfrutado. Con Juanita y Valentina, ellas me han enseñado a ser abuelo cómplice y paciente. Con Gerardo y María Isabel. Con mis hermanos, gracias por haber cuidado de mis padres y por su preocupación por el hermano mayor. Con mis colegas, profesores e historiadores de las universidades nacional, Andes y Javeriana; asistir a este evento lo interpreto como un respaldo de los pares del oficio. Con los alumnos de ayer y de hoy, su presencia es un reconocimiento a mi consagración a la docencia. A todos debo gratitud. Gracias, por supuesto, a la Universidad Javeriana, al padre Rector, a los Consejos Directivos de la Universidad y de la Facultad de Ciencias sociales, al señor decano por haber otorgado esta distinción. Es la segunda vez que recibo un título de esta Universidad. La primera fue en 1970, de manos de Manuel Domínguez Miranda, recientemente fallecido. Un saludo a su memoria. Pertenezco a la primera promoción de licenciados en Filosofía y Letras con especialización en Historia, bajo la dirección de Augusto Montenegro. Con él conocí a los medievalistas franceses y con él comenzó mi interés por la Edad Media. Un reconocimiento póstumo.

Ser doctor suele ser el comienzo del desempeño profesional. En mi caso es un punto de llegada. no por eso deja de ser un reto y un compromiso de continuar con la misma dedicación, siempre dispuesto a aprender. Como sugiere Montaigne, «es preferible ser aprendiz a los sesenta que creerse doctor a los diez»24.


Pie de página

1Paul Ricoeur, «La parole est mon royaume», Le Portique 4 (1999). http://leportlque.revues.org/263 (consultado en mayo de 2015).
2Tomás de Aquino, Cuestiones disputadas sobre la verdad. c. 11 Suma Teológica 1 c.117T, trad., pres. y anot. Julio Picasso Muñoz (Lima: Fondo Editorial UCSS, 2008), 59.
3Jacques Le Goff, L'Europe est- elle née au Moyen Age (París: Seuil, 2003), 162.
4Charles Haskins, The Rise of the Universities (Ithaca: The University of Chicago Press, 1979), 1.
5 Jacques Le Goff, Los intelectuales de la Edad Media (Barcelona: Gedisa, 1986), 69.
6Estanislao Zuleta, «Carta a los maestros», Las dos orillas, 15 de mayo, 2015.
7Germán Carrera Damas, La renovación de los estudios históricos: el caso de Venezuela (México: Sepsetentas, 1976), 151.
8José Ramón Díaz de Durana, Pasión por la Edad Media. Entrevista a José Ángel García de Cortázar (Valencia: PUV, 2008), 60.
9Pierre Vilar, Historia marxista, historia en construcción. Ensayo de diálogo con Althusser (Barcelona: Anagrama, 1974), 17.
10Díaz de Durana, Pasión por la Edad Media, 61.
11Alan Booth, «The Making of History Teaching in 20th- century British higher education». http://www.history.ac.uk/makinghistory/resources/articles/teaching_of_history.html (consultado el 3 de noviembre de 2015).
12Jorge Orlando Melo, «Del dogma al rito». http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/del-dogma-al-rito-jorge-orlando-melo-columnista-el-tiempo-/14324536 (consultado el 3 de noviembre de 2015).
13Editorial «Classer, èvaluer», Annales. Histoire, Sciences sociales, 63, n.° 6 (2008).
14Díaz de Durana, Pasión por la Edad Media, 87, 89.
15Editorial «Classer, évaluer», m.
16Marc Bloch, La extraña derrota (Barcelona: Crítica, 2003), 203.
17Chris Wickham, «Memories of Underdevelopment: What has Marxism Done for Medieval History, and What Can It Still do?», en Marxist History -writing for the Twenty- first Century, ed. Chris Wickham (Oxford: Oxford University Press, 2008), 33-34.
18Manu Goswani, «Remembering the Future», The American Historical Review 113, n.° 2 (2008): 424.
19Citado por Josep Fontana, La historia de los hombres: el siglo XX (Barcelona: Crítica, 2002), 202.
20Robert Darnton, La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa (México: Fondo de Cultura Económica, 1987), 12.
21Citado por Geoff Eley, Una línea torcida. De la historia cultural a la historia de la sociedad (Valencia: puv, 2008), 163.
22Eric Hobsbawm, «Marxist Historiography Today», en Marxist History-writing for the Twenty-first Century, ed. Chris Wickham (Oxford:Oxford University Press, 2008), 184.
23Antonio Gramsci, Cartas desde la cárcel (Caracas: Fundación el perro y la rana, 2006), carta XXXVI, 60.
24Michel de Montaigne, Ensayos (W. M. Jackson Editores, 1956), 333. «Y si yo hubiese tenido que educar niños, les hubiese puesto en los labios esta forma de responder, inquisitiva, no resolutiva: "¿Qué quiere decir?", "No lo entiendo", "Podría ser", "¿Es cierto?", que hubieran conservado más bien la forma de aprendices a los sesenta años que de representar ser doctores a los diez, como ocurre. Quien quiera curarse de la ignorancia necesita confesarla».


Bibliografía

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