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Memoria y Sociedad

Print version ISSN 0122-5197

Mem. Soc. vol.21 no.42 Bogotá Jan./June 2017

https://doi.org/10.11144/Javeriana.mys21-42.vpje 

Artículos

Violencia, paz y jusiticia en la Edad Media

Violence, Peace, and Justice in the Middle Ages

Violência, paz e justiça na Idade Média

Abel López* 

*Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá, Colombia) abel.lopez@javeriana.edu.co


Resumen

Este artículo demuestra que, en la Edad Media, si bien se recurría a la venganza personal y a las guerras privadas para resolver conflictos, a la vez había controles distintos a la violencia. Por esto, Norbert Elias no tiene razón al atribuir a la sociedad medieval una agresividad incontrolada; tampoco la tiene el historiador Marc Bloch al suponer que la violencia era consecuencia de una inestabilidad emocional o de un fondo de primitivismo propio de la Edad Feudal. Se argumenta, por una parte, que desde el siglo XII la progresiva consolidación de las monarquías y una renovada administración de justicia contribuyeron a la reducción de la violencia; y por otra, que ello no impidió que las justicias privadas continuaran con un propósito similar al de la monarquía: la paz por encima del castigo. Y se concluye que esos mismos poderes centralizados, papado y monarquías, promovieron sus propias violencias contra disidentes internos y el Islam: fueron las cruzadas, guerras en extremo violentas. Estas tesis se desarrollan con base en el método historiográfico. Es decir, el contraste entre estudios de ayer y de hoy sobre la violencia en la Edad Media.

Palabras clave: Edad Media; violencia; paz; justicia; guerras privadas; ordalías; cruzadas; Marc Bloch; Norbert Elias; Stephen White

Abstract

This paper shows that, although people in the Middle Ages resorted to vengeance and private wars to solve conflicts, there were also controls other than violence. Therefore, Norbert Elias is wrong in attributing an uncontrolled aggressiveness to medieval society. Historian Marc Bloch is also wrong to suppose that violence was the consequence of an emotional instability or the uncivilized nature of the Feudal Age. On one hand, we claim that the progressive consolidation of monarchies and a renewed administration of justice since the twelfth century contributed to the reduction of violence. On the other hand, we state that this did not prevent private acts ofjustice from pursuing a purpose similar to that of the monarchy: peace above punishment. Finally, we conclude that these centralized powers, the papacy and monarchies, promoted their own violence against internal dissidents and Islam: the crusades, extremely violent wars. These theses are developed using the historiographic method, that is, the contrast between studies on violence today and in the Middle Ages.

Keywords: Middle Ages; Violence; Peace; Justice; Private Wars; Ordeals; Crusades; Marc Bloch; Norbert Elias; Stephen White

Resumo

Este artigo demonstra que, bem que na Idade Média recorria-se à vingança pessoal e às guerras privadas para resolver conflitos, ao mesmo tempo havia controles diferentes à violência. Por isso, Norbert Elias não tem razão ao atribuir à sociedade medieval uma agressividade descontrolada; também não tem o historiador Marc Bloch ao supor que a violência foi consequência de uma instabilidade emocional ou de um fundo de primitivismo próprio da Idade Feudal. Argumenta-se, em primeiro lugar, que desde o século XII a consolidação progressiva das monarquias e uma renovada administração de justiça contribuíram à redução da violência; e em segundo, que isso não impediu as justiças privadas continuar com um propósito semelhante ao da monarquia: a paz por cima da punição. Conclui que esses mesmos poderes centralizados, papado e monarquias, promoveram suas próprias violências contra dissidentes internos e o Islã: as cruzadas foram guerras em extremo violentas. Estas teses são desenvolvidas com base no método historiográfico, ou seja, o contraste entre estudos de ontem e de hoje sobre a violência na Idade Media.

Palavras-chave: Idade Media; violência; paz; justiça; guerras privadas; ordálias; cruzadas; Marc Bloch; Norbert Elias; Stephen White.

Hay homicidios casi todos los días en la familia de San Pedro, como si fueran bestias salvajes. Los miembros de las familias se enfurecen entre sí como si estuvieran locos y se matan entre ellos por nada.

En un año treinta y cinco siervos de san Pedro pertenecientes a la iglesia de Worms han sido muertos sin provocación.

Burcardo de Worms.1

Oh mi amado Maestro, repuse, la violenta muerte que todavía no ha vengado ninguno de los que participaron en aquel ultraje, le tiene indignado, y por esto presumo que se ha ido sin hablarme; con lo cual ha interesado más que antes mi compasión.

Dante, La Divina Comedia, El Infierno. Canto XX.2

Estas dos citas, la primera de comienzos del siglo XI, la segunda de inicios del XIV, compendian una perspectiva frecuente que los contemporáneos tenían sobre la violencia. Se mataba por nada, los conflictos se resolvían por medio de la venganza. Un punto de vista que se ha reiterado desde entonces. El escritor y periodista Jean Luchaire, a comienzos del siglo XX, al referirse al siglo XIII, escribe: «Para la sociedad de antaño la guerra era el estado normal». Johan Huizinga dijo con respecto a los siglos XIV y XV: «El carácter crónico que solía tener la guerra, los asaltos continuos a la ciudad y al campo realizados por la más peligrosa canalla, la amenaza perpetua de una jurisdicción dura e imprevisible producían un sentimiento de inseguridad generalizada».3 Marc Bloch, en su reconocida obra La sociedad feudal, atribuye la violencia de la Alta Edad Media a un fondo de primitivismo o de sumisión a las fuerzas indisciplinables, de contrastes físicos sin atenuantes, y a una inestabilidad de los sentimientos «tan característica de la mentalidad de la era feudal», e invita a tener en cuenta que «las desesperaciones, los furores, los caprichos, los bruscos cambios de humor» influyeron en el desarrollo de los acontecimientos políticos.4 El sociólogo Norbert Elias subraya la diferencia entre las pautas de belicosidad de la Edad Media y las de nuestra época. Hoy se ha limitado la agresividad de modo inmediato a la acción guerrera y se ve restringida por una serie de reglas y de convicciones que han acabado por convertirse en autocoacciones. La agresividad se ha transformado, «refinado», «civilizado». En la Edad Media, en cambio, la vida en sociedad tenía un rumbo contrario. «La rapiña, la lucha, la caza al hombre y a la bestia, pertenecían de modo inmediato a las necesidades vitales que a menudo se manifestaban en consonancia con la estructura de la propia sociedad. Para los poderosos y los fuertes se trataba de manifestaciones que podían contarse entre las alegrías de la vida».5 La incontrolada agresividad de los caballeros la atribuye Elias a que no existía ninguna fuerza de carácter penalizador. «La única amenaza, el único peligro era el de verse vencido en la lucha por un contrincante más fuerte». Las crueldades «no eran socialmente condenables». Era «escasa la regulación social y represión de la vida emotiva». La situación no era diferente en las ciudades. La burguesía consolidó su poder no solo gracias al dinero; recurrió también «al robo, la lucha y el pillaje, y las riñas entre familias». Todo lo cual lo atribuye el sociólogo alemán a que: «Los impulsos, las emociones, se manifestaban de modo más libre, más inmediato y más abierto que en las épocas posteriores», y a que «en esta sociedad no hay ningún poder central que sea suficientemente fuerte para obligar a los seres humanos a contenerse». Reconoce, así mismo, que en la medida en que se consolidó el poder central, cambió la «configuración de las emociones» y hubo mayor contención social e individual. No se trata de que la sociedad guerrera de la Edad Media careciese de toda forma de autodominio sino que el aparato de control es «difuso, inestable y con numerosas grietas», inducido desde el exterior por una amenaza física. «Y, al ser menos estable, este aparato es también menos amplio, más unilateral y parcial».6

En este artículo muestro que estudios recientes han matizado estas percepciones. Aún se acepta que la venganza era una forma generalizada de violencia y de solución de conflictos, que los castigos eran en extremo crueles: torturas, mutilaciones, la horca, la decapitación. Pero a la vez se reconoce que había formas de control distintas a la violencia misma con el propósito de alcanzar la paz, así fuera débil el estado; no es correcto hablar de incontrolada agresividad. También se admite que, en la medida en que se afianza el poder monárquico en la Baja Edad Media, la violencia pudo disminuir.

Desde la segunda mitad del siglo XII, en Europa se consolidan los estados coordinadores, según la tipología del sociólogo Michael Mann. «Eran estados centrales (normalmente monarquías) en expansión cuya función era coordinar actividades de sus territorios». La centralización fue relativa, como veremos en el caso de la justicia. «El grado de autonomía local siguió siendo considerable, de forma que la constitución política real seguía siendo una forma de federalismo territorial, unida por relaciones particularistas, a menudo dinásticas, entre el monarca y señores semiautónomos». En estos estados, la dominación por el estado dependía de la coordinación territorial de actores autónomos. Pero hay una afirmación militar, fiscal del poder del rey.7

El rey, en Francia, desde comienzos del siglo XIII, no rinde homenaje a nadie; tiene la bendición del papa quien, en 1202, declaró que el monarca no tiene superior en asuntos temporales. Prohíbe las guerras privadas y el porte de armas cuando él está en guerra. Establece que corresponde a la justicia real juzgar delitos cometidos en los caminos del reino puesto que amenazan romper la paz. Progresivamente la justicia se convierte en un asunto del estado.

Ciertos indicadores muestran desde finales de la Edad Media una creciente disminución de la violencia. En especial en lo que tiene que ver con los homicidios. Es lo que ha mostrado Robert Muchembled en su extensa obra Une histoire de la violence. De la fin de Moyen Age á nous jours. En efecto, con base en documentos provenientes de cortes judiciales, tanto reales, como de tribunales condales y municipales, y de las cartas de perdón de los monarcas, el historiador francés concluye que las tasas de homicidios correspondientes al siglo XIII alcanzaban una cifra de 100 muertos por cada 100.000 habitantes. Lo que contrasta con resultados recientes. A comienzos del siglo XXI, en la comunidad europea la cifra fluctúa entre 1,9 y 0,7.8 En este sentido, Elias tiene razón: fue progresiva la disminución de la violencia. En lo que no la tiene es en creer que la violencia medieval fuera controlada solo desde el exterior por la amenaza física. Como veremos, la sociedad disponía de códigos internos que minaban la agresividad y sus efectos.

Por otra parte, intento también mostrar, que, en la administración de justicia, castigar no era el principal objetivo; lo era averiguar la verdad, reparar el honor perdido y con ello lograr la paz.

Violencia, ira, emociones

Según el medievalista Stephen White, es inapropiado hablar de inestabilidad emocional. Se pueden identificar controles a las agresiones de los caballeros. Los despliegues públicos de ira en las narraciones políticas no son necesariamente evidencias de inestabilidad emocional; pueden ser señales que invitan a la contención.9 En la lectura de las crónicas conviene ser prudente. No lo es Elias al considerar que los documentos, por lo general escritos por clérigos, nos transmiten «una imagen absolutamente verdadera».10 La escritura de las crónicas corresponde a contextos sociales específicos. La agresividad verbal suele ser una respuesta a una agresión pasada. Tiene un alcance jurídico por ser pública. La persona insultada supone que se le está atribuyendo una responsabilidad, que ha causado un daño a un tercero, por lo que cree que es su derecho enojarse y buscar venganza.

La ira de la que se habla en las crónicas y escritos medievales no siempre tiene un sentido agresivo. Puede ser expresión de vergüenza, o de alegría, o de pesar por la pérdida del honor, de la tierra, de los amigos. La ira señorial no era una emoción desenfrenada que promoviese la «irracionalidad política, y generara una violencia rampante». Tanto los despliegues de la ira, como sus representaciones escritas tenían una fuerza política y normativa. Los pasajes en los que se habla de la ira de los caballeros no son meras descripciones de los sentimientos; son, también, estrategias retóricas con el propósito, por ejemplo, de representar a un determinado personaje de tal manera que coincidiese con convenciones establecidas sobre la ira. «Las manifestaciones de ira y odio no producían de forma automática actos irracionales de violencia». White propone una relación más compleja entre despliegues de ira y los diferentes actos políticos que los señores instigaban. No se puede negar la importancia cultural y la fuerza ideológica de las manifestaciones de odio, pero «los escritos de los clérigos y de otros cronistas sobre la conveniencia de reprimir la violencia de la aristocracia, o civilizar la nobleza no deben considerarse como representaciones exactas de las prácticas políticas de los laicos. Decir de alguien que es una persona airada, colérica, no es una descripción políticamente neutral. Representar las emociones de una persona de una determinada manera era parte de una estrategia política. Así que no hay una relación necesaria entre agresiones verbales y actos de violencia física y estos «no se pueden reducir a emociones o expresiones de impulsos emocionales».11

Al rechazar la idea de que los nobles medievales fueran emocionalmente inestables o estuvieran atrapados en un estadio primitivo de desarrollo cognitivo, White prefiere asociar las emociones con las inestabilidades de la política medieval. Es decir que grupos e individuos hacían uso estratégico de las emociones que desplegaban en público ya fuera con propósitos inmediatos o de largo plazo. Lo que no significa desconocer el papel de las emociones, sino destacar que la política medieval tenía sus propias dimensiones emocionales, las cuales se pueden vincular con lo que Bourdieu llama habitus y con el sentido del honor propio de la cultura masculina y que, como se verá más adelante, constituía un valor esencial a la hora de legitimar los actos violentos.

A conclusiones similares llega el historiador Trevor Dean en su investigación sobre las vendettas en Florencia, a finales de la Edad Media: las crónicas no solo exageran las atrocidades, sino que inventan venganzas donde no las hay. Al comparar varios relatos sobre un mismo acontecimiento, Dean encuentra que las mayores atrocidades suelen aparecer en los relatos escritos décadas y a veces centurias después de ocurridos los hechos; que los cronistas tienen interés en presentar el remoto origen de la venganza, con el propósito de justificar compromisos propios de su entorno.12 En otros términos, y como lo demostró la historiadora Gabrielle Spiegel, las crónicas dicen tanto o más del momento en que fueron escritas como de aquel cuyos acontecimientos narra. Ello es así porque en la Edad Media el pasado servía de autoridad, de legitimidad de las decisiones del presente y porque el pasado tenía utilidad política. Los textos representan usos situados del lenguaje. Esos usos son esencialmente locales en su origen. Comprender un texto exige verlo dentro del contexto social regional o local de relaciones humanas. Todos los textos ocupan espacios sociales determinados y son producto del mundo social de sus autores.13

Se puede dudar de la veracidad histórica de algunos relatos que serían «proyecciones de los autores, no de los vengadores». Como dice Dean: puede tratarse de un reportaje ritual no de una realidad ritual. Hay relatos que siguen unas pautas narrativas convencionales y reiteradas. Comienzan con un incumplimiento de un acuerdo matrimonial, siguen con ataques verbales y físicos y terminan con la muerte y mutilación del agresor. A veces se incluye la antropofagia. Acusar al enemigo de antropófago parece ser una forma de denuncia que tenía como propósito deshumanizar al enemigo, al extraño y hacer de ellos un enemigo potencial.14

A manera de ilustración, citemos la historia de una venganza, según la narración de uno de los cronistas más famosos, y quizá más leídos, a comienzos del siglo XIV: Giovanni Villani (1275-1348). Los hechos tuvieron lugar en 1271, en la iglesia de Viterbo. Guy de Montfort dio muerte con sus propias manos y su propia espada a Enrique de Almain. Este era sobrino del rey Eduardo de Inglaterra. Fue, en palabras del mismo Villani, «uno de los crímenes más famosos de la historia». Esta muerte es mencionada en la Divina Comedia, en el séptimo círculo del Infierno. Fue un acto de venganza por la muerte de Simón de Monfort, padre de Guy, en la batalla de Evesham en 1265.

Escribe Villani:

Pero Guy, respaldado por una compañía de hombres armados, a caballo y a pie, no estaba satisfecho con esta muerte, ya que cuando un caballero le preguntó qué había hecho, replicó, «me he vengado» y el caballero dijo: «¿Cómo puede ser? Tu padre fue arrastrado». Inmediatamente Guy volvió a entrar a la iglesia, tomó el cadáver de Enrique por el pelo y lo arrastró villanamente hacia las afueras de la iglesia. El señor don Eduardo (rey de Inglaterra) estaba muy enojado con el rey Carlos (rey de Sicilia), abandonó Viterbo, se dirigió a Londres. Allí puso el corazón de su hermano sobre una columna en el puente de Londres sobre el rio Támesis, como un recuerdo (memoria) para los ingleses del ultraje recibido.15

Trevor Dean destaca el interés del cronista por mostrar que el corazón es símbolo de una agresión y por hacer saber que ambos cadáveres fueron arrastrados; esto es, la equivalencia del acto de venganza. Advierte que otros cronistas italianos, ingleses y franceses no hablan ni del caballero que explica cómo murió Simón de Montfort, ni del corazón de Enrique. Recuerda que enterrar por separado el corazón era una práctica propia de la realeza, sin relación con una agresión y que el corazón de Enrique fue enterrado en la abadía de Westminster. Concluye que cuando Villani habla de hechos distantes tiene poca credibilidad. Infiere, a partir de las diversas crónicas sobre las que indaga, que mientras más distante estaba el narrador, mayor era la probabilidad de presentar el origen de la vendetta en una disputa sobre el incumplimiento de una promesa matrimonial, y el final con una mutilación, y el corazón como objeto simbólico; que tales relatos buscaban evocar emociones de oyentes y lectores, de ahí su estructura narrativa; que las crónicas así organizadas eran más bien poderosos medios para recordar y explicar disputas, antes que descripciones objetivas; que tenían propósitos morales implícitos, al servir como relatos ejemplares.

Violencia y honor

La historiadora Claude Gauvard distingue entre violencia lícita e ilícita, según se respeten las leyes tácitas o expresas que las regulan. Se condenan los excesos de la violencia, no la violencia misma. La violencia se integra como resorte de las relaciones sociales. Fundamenta las jerarquías de poder: a los señores les facilita acceder a lo que entonces se llamaba el derecho del ban, es decir, el ejercicio del poder jurisdiccional y el control de monopolios como el uso del molino o el cobro de peajes. Gracias a la violencia, los poderosos imponen exacciones a los campesinos. Y gracias a ella, la nobleza garantiza sus privilegios. «La violencia es constitutiva de la nobleza. Para ser noble, hay que ser violento, y solo el noble pretende tener el derecho de serlo».16 Pero, por supuesto no le es exclusiva; es un fenómeno social omnipresente; compartida por todos los grupos sociales.

Ahora bien, no es una violencia desenfrenada. Tiene límites, así sean tácitos. La prohibición de atacar mujeres en cinta, a quienes nadie debe tocar, ni siquiera el verdugo; los niños son personas sagradas. Pasar por alto estas reglas constituye un sacrilegio. Hay homicidios «honorables» y los hay villanos. Los primeros se asocian con la «venganza honorable», tienen lugar de día, están precedidos de un desafío, responden a una legítima defensa y se cometen en público. Los segundos se cometen a escondidas, de noche, sin aviso previo, y a veces se recurre a homicidas a sueldo. Para unos y otros se prevé el máximo castigo: la pena de muerte, la mutilación, el destierro. Pero los homicidios «honorables» pueden con facilidad obtener indulgencia y el perdón de las autoridades. La mayor represión se reserva para delitos y delincuentes que atacan la esencia misma del poder: herejías, traiciones, rebeldía social, lesa majestad y lo que se podría llamar delincuencia profesional (ladrones, bribones, asaltantes de caminos, bandidos).17 Delitos de lesa majestad comprenden ultrajes al rey: regicidio, traición, falsificación de moneda.

El honor es uno de los códigos que rige la violencia. Equivale a la reputación, a la buena fama. Su opuesto es el deshonor y la vergüenza. Reputación es lo que los demás piensan de uno. En la sociedad medieval, el individuo es lo que aparece a los ojos de los otros. El honor es ultrajado por medio de una injuria, una burla con palabras o gestos, cuando se reciben golpes con heridas o sin ellas, o se causa la muerte. El buen nombre se debe renovar a cada rato, teniendo en cuenta la fragilidad de la memoria. Las palabras que se pronuncian y los gestos que se hacen en público «crean un estado irreversible, si no son desmentidos de forma inmediata». La ofensa puede consistir en tratar al adversario de bastardo, y a su mujer o a la madre de puta. Se espera que el ofendido afronte el desafío también en público, en voz alta y cuchillo en mano. De todo ello resulta una vigilancia recíproca. «Toda persona es vigilada de cerca por sus vecinos y, si no se comporta como debe, pierde valor ante los ojos de todos». Así lo observó Felipe de Beaumanoir, recopilador en 1238 de Coutumes de Beauvaisis: «Cada uno debe convertirse en sargento para detener a los malhechores».18 El deshonor contamina a todos los miembros de la familia; al conjunto de la aldea, si el agresor viene de otra parroquia.

Hay un honor propiamente masculino. El varón es deshonrado cuando se pone en duda su capacidad de responder por medio de la fuerza. Debe evitar quedar mal en público, si su virilidad es puesta en duda, y si, por tal razón, es objeto de burlas, de insultos. Se espera que reaccione porque «ceder ante un agresor es deshonroso, para él y para toda su familia. Es una respuesta generalmente violenta, pero legítima y obligatoria porque evita la vergüenza».19

El honor de la mujer es, ante todo, sexual. Defenderlo es responsabilidad de los varones: padres, hermanos, esposos. A la mujer se le considera imagen del pecado, por lo que debe ser objeto de vigilancia permanente. Sin mayor castigo, los varones nobles insultan a ciertas mujeres: muchachas del común, campesinas, artesanas, viudas. Y en especial, las siervas. Esta concepción del honor no es exclusiva de las clases poderosas. Se extiende a todos los grupos sociales.

Emmanuel Le Roy Ladurie muestra el alcance de estos valores en una aldea medieval. Entre las campesinas de Montaillou el sentido de la vergüenza está arraigado. «Contribuye a la difícil preservación de la fidelidad conyugal, tanto como lo hace el miedo al palo y al marido». «Un pundonor externalizado, concebido más en función de los juicios de otro, emanados del marido, del linaje, o de la aldea, que en razón del veredicto de la consciencia personal».20

Estos valores inciden en la violencia doméstica, tanto como la misoginia. En Montaillou «toda mujer que se casa debe esperar un día u otro una dosis de vapuleo». Según testimonios que obtuvo el obispo Jacques Fournier, a comienzos del siglo XIV, las mujeres expresan temores a ser golpeadas. «No reveles jamás a mi marido que nosotras hemos hablado de esto, porque si lo supiera, me mataría», le dice Guillemette Clergue a su madre Alazais. El hereje Pierre Authié recrimina a su yerno: «Arnaud, no os entendéis bien con mi hija Guillemette que es vuestra mujer; sois duro y cruel con ella; y de ese modo obráis contra la Escritura que preconiza que el hombre sea pacífico, dulce y tierno». Arnaud responde: «Es culpa de vuestra hija. Es mala y charlatana. Y tened cuidado vos mismo, no vaya a ser que os rompa las narices».21

Como lo ha señalado Jean-Louis Flandrin, la sociedad tradicional medieval le daba al hombre los medios para imponer su voluntad y le exigía que la impusiera. Varias recopilaciones de costumbres así lo aceptan. La de Beauvaisis declara: «Está bien que el hombre golpee a su mujer, sin matarla y sin herirla, cuando desobedece al marido». En la de Bergerac se admite el castigo, hasta hacerla sangrar, siempre que la intención fuera buena. En Burdeos, la costumbre estipulaba, en 1359, que un marido que en un acceso de cólera hubiera matado a su mujer, no sufría pena alguna, siempre que se confesara arrepentido por medio de un juramento solemne. Según el derecho consuetudinario de Senlis, recogido en 1375, los maridos que se dejasen golpear por sus esposas debían ser castigados y condenados a montar en un asno, con la cara hacia la cola del asno.22

Guerras privadas

Las guerras privadas entre familias, vecinos, aldeas, fueron prácticas de resolución de conflictos. Los documentos de la época las denominaban guerres. Según Harold Lasswell son «relaciones de hostilidad mutua entre grupos muy cercanos en las que ambas partes prevén el recurso a la violencia».23 En una investigación de Stephen White sobre siete casos en Touraine, a comienzos del siglo XI, se deduce que, por lo general, las guerras privadas siguen un orden: comienzan con una amenaza dirigida a los parientes del agresor, continúan con hostilidad entre las partes, y terminan con la satisfacción de las diferencias mediante un arreglo en términos que ambas partes aceptan. Eran pugnas no solo entre individuos, sino entre grupos. Por lo tanto, se necesitaban ayudas y medios para reclutar personas que contribuyeran a vengar una muerte, o a defender a un homicida, u otro agresor contra una esperada retaliación. Fuertes lazos de parentesco, de vasallaje, de amistad. Como lo demostró Marc Bloch, los vínculos de vasallaje eran tan fuertes como los de parentesco. Cuando un noble era muerto, todos sus amici (amigos), y no solo sus parientes, se preparaban para la venganza; lo propio ocurría con los compañeros y aliados del homicida.24

Estas guerras no eran exclusivas de los grupos sociales más poderosos. Burgueses, artesanos, campesinos organizaban sus correspondientes venganzas. A Dios y a los santos se les atribuían intenciones y acciones vengativas.

Estas guerras, en especial las de los señores, perjudicaban a sectores sociales no directamente implicados en ellas. Los protagonistas no se limitaban a atacar a sus adversarios directos. Incursiones, saqueos en tierras del enemigo o de sus subordinados conformaban la venganza. En Touraine, los campesinos fueron víctimas considerables y los beneficiados ciertos señores que lograron consolidar su autoridad frente a sus enemigos vecinos. De manera que no eran simples confrontaciones familiares; formaban parte de la vida política local. La guerra entre señores facilitó el proceso de explotación señorial y existía una estrecha relación entre lucha por el poder y lucha por la tierra.25 Cambiar de bando fue un ardid de resistencia y rebelión. White cuenta que dos siervos del conde de Anjou se unieron al campo enemigo saqueando las tierras de su señor. Recibieron cruel castigo: les arrancaron los ojos. Las gentes del campo se aterrorizaban y empobrecían.

Cartas de la abadía de Noyers sirven de apoyo a la investigación de White. Son registros de donaciones, regalos de tierras, de personas (siervos) y de otras formas de riqueza que los homicidas entregaban a los monjes a cambio de oraciones y misas por las almas de las víctimas y aun de los victimarios. Corresponden a conciliaciones rituales con las que se cierra un acuerdo temporal o final. Dan a conocer el nombre de los protagonistas de las venganzas, el bando que inició un acuerdo, las condiciones de posesión del regalo a la abadía, la lista de testigos que vieron y oyeron lo que pasó durante la celebración del pacto.

Los monjes son intermediarios, gracias a sus estrechos vínculos con los intervinientes de quienes pueden ser parientes. Son líderes espirituales mediadores con el más allá, y como tales perdonan los pecados. Su condición de figuras liminales les permite «franquear fronteras geográficas y cosmológicas que otros seres humanos no podían pasar». «En una sociedad que otorgaba especial valor a los actos religiosos y a la intercesión política, los monjes era intermediarios por excelencia».26 White concluye que, a falta de instituciones de gobierno, esta red de apoyo religioso fue el marco para una acción política. Conseguir la paz requería manipular redes de parentesco, señorío, residencia común, y vínculo con un centro de culto como lo era la abadía de Noyers.

El antropólogo Max Gluckman, inspirado en la obra de Evans Pritchard, sostiene que las sociedades en las que no existe un poder central o gubernamental capaz de controlar la violencia disponen de sus propios medios para enfrentar las guerras de venganza. Las solidaridades contradictorias es uno de ellos. Obligan a presionar por la paz, a buscar árbitros. Otro es la amenaza externa que exige por los menos aplazar los enfrentamientos internos. «Los hombres se enfrentan en términos de algunas de sus lealtades consuetudinarias, pero se abstienen de la violencia gracias a lealtades que entran en conflicto, impuestas también por la costumbre. El resultado es que los conflictos en una serie de relaciones, en un rango más amplio de la sociedad, o en un período más largo, conducen al restablecimiento de la cohesión social», escribe Gluckman27.

Este antropólogo invita a tener en cuenta esta teoría para examinar las guerras privadas de la Edad Media, las cuales serían menos frecuentes de lo que se ha pensado, pues la cooperación y el conflicto se equilibran entre sí. White, por su parte, es escéptico. Piensa que las guerras privadas fueron más difíciles de detener de lo que sugiere Gluckman. Los homicidios con los que se iniciaban los enfrentamientos tenían lugar durante conflictos regionales más amplios y no durante periodos de paz, por lo que una retaliación no podía impedirse fácilmente. Las guerras privadas de la Edad Media no surgieron entre comunidades de iguales, como parecen ser los casos que estudió Pritchard. Los grupos en contienda en Europa consistían en gentes que compartían un señor común; es decir, que quienes participaban poca duda tenían sobre a quién debían apoyar. Uno de los propósitos era expandir el poder, de manera que las presiones de los menos poderosos vinculados a ambos bandos tenían pocas posibilidades de ser efectivas.

Justicia y paz. El procedimiento acusatorio. Las ordalías

¿Cómo funcionaba el régimen judicial, si el estado aún no monopolizaba el uso legítimo de la violencia? Tribunales del rey, de los condes, de los señores en sus señoríos, de las ciudades eran instancias independientes en las que se acusaba y condenaba. Podrían considerarse órganos estatales. Afirmar que todavía no había un monopolio significa que en el territorio donde el rey era soberano, o el conde señor, o la comuna urbana gobernante, los tribunales no eran las únicas instancias de administración de justicia. Se castigaba, sancionaba, condenaba por fuera de esos tribunales, por medio de la venganza o del arreglo mediante acuerdo entre víctimas y victimarios o recurriendo a árbitros. Mediación cara a cara entre las partes implicadas, la denomina un conocido medievalista. Es decir, que no se recurre a un fallo desde arriba;28 las partes implicadas y la comunidad que las rodea resuelven los conflictos según sus propias costumbres.

Perry Anderson estima que una de las características estructurales del modo de producción feudal es «la parcelación de la soberanía». Esto es, que «las funciones del estado se desintegran en una distribución vertical de arriba abajo, precisamente en cada uno de los niveles en que se integraban por otra parte las relaciones políticas y económicas».29 La supervivencia de las aldeas, la autonomía de las ciudades y las dependencias feudales fueron consecuencia de la fragmentación de la soberanía. Por otra parte, en la sociedad medieval, en la que no había un poder ejecutivo, ni legislativo, la justicia era «la modalidad central del poder». El poder llegó a identificarse prácticamente con la sola función judicial de interpretar y aplicar las normas. «Imponer multas, recaudar peajes, eran parte de la función judicial. Como también lo era exigir pago por el uso de hornos y molinos. Banalidades se les llamaba entonces. O señorío jurisdiccional. La justicia era el nombre ordinario del poder».30

La historia de la administración de justicia durante la Edad Media es la de una progresiva consolidación de los tribunales regios y la de una creciente racionalización de los procedimientos. En efecto, hasta el siglo XII predominó el método acusatorio. Como lo define Norman Cohn, «la batalla legal no se planteaba entre la sociedad y el acusado, sino entre el acusado y el acusador. Este debía iniciar y llevar el caso por sus propios medios. Si no lograba probar que la razón estaba de su lado, corría el riesgo de ser castigado con la pena que se hubiera impuesto al acusado de resultar este culpable. Las autoridades dependían de las denuncias. Si no había denuncia, no había proceso.31

La ordalía o juicio de Dios era una prueba para mostrar inocencia o culpabilidad y que se utilizaba en el procedimiento acusatorio. El sospechoso era arrojado al agua fría, o sometido a tomar en sus manos una barra de hierro ardiente, o aceptaba enfrentarse en duelo bélico; este último caso era más propio de los nobles. Juicio de Dios por ser «apelaciones a Dios allí donde el juicio humano era incapaz de determinar la verdad».32 Así lo interpretó un obispo, Reinaldo II de Anjou, quien sometió a uno de sus siervos a la ordalía «a fin de que en él Dios se digne mostrar su poder y declarar la verdad».33 Por tal razón, se relaciona con lo sagrado. Suele estar precedida de ceremonias religiosas y actos de penitencia.

He aquí un relato de la ordalía de agua fría, del año 1067:

Si alguien ha sido acusado de robo y niega haberlo hecho, el martes en la ceremonia de vísperas debe ir a la iglesia con el propósito de buscar expiación, vestido con ropa de lana, descalzo; y allí, es decir en la iglesia, debe permanecer hasta el sábado con guardias. Debe ayunar durante tres días a base de pan de cebada sin levadura, agua y berros. El día sábado, el sacerdote celebra la misa. Cuando esta se termina, el acusado debe despojarse de sus ropas de lana, y de su ropa interior. Sus genitales se cubren con una nueva ropa de lino. Debe cubrirse con una capa. Dirigirse a una pileta de agua en una procesión mientras se cantan letanías. La pila tiene doce pies de profundidad (unos tres metros) y 20 de ancho. Debe llenarse por completo. Un sacerdote subido en una mesa, bendice el agua y los jurados que lo acompañan están cerca del acusado a quien dos hombres se encargan de bajar. El acusado y el acusador prestan juramento, similar al juramento de un combate judicial. Se deben atar las manos del acusado y sus rodillas inclinadas. Alrededor de los hombros se pone una cuerda y se hace un nudo que llegue hasta la parte más larga del cabello. Luego se va deslizando suavemente para que no se agite el agua. Si se hunde hasta el nudo, entonces puede salir y se le considera salvado; si no, puede considerársele culpable.34

La siguiente es una descripción, del mismo año, de una ordalía de hierro ardiente:

Después de que se ha hecho una acusación de forma legítima, el acusado debe completar tres días de ayuno y oración, y un sacerdote vestido con ornamentos sagrados, excepto la casulla, con un par de tenazas toma el hierro puesto ante el altar y cantando benedícite omnia opera, lo lleva al fuego. Pone el hierro en el fuego y lo asperja con agua bendita. El acusado toma el hierro. Su mano se cubre con una venda durante tres días. Si se encuentra una secreción infecciosa en la marca del hierro, es considerado culpable; pero si está limpio, gloria y alabanza sea dada a Dios.35

Su origen es monárquico. Se sabe que Carlomagno recurrió a la ordalía. Sin ser de origen popular, la eficacia de la ordalía, sin embargo, dependía del apoyo colectivo.36 Por ser una escena pública, la gente asistente aprobaba o desaprobaba. El sentido de los resultados no lo determinaba ni un obispo ni ningún otro oficial, sino «el pueblo reunido de la comunidad en su conjunto».37 El juicio de Dios «no era descifrado por gente graduada, independiente y experta en cicatrización de manos; se establecía de forma bastante empírica y subjetiva por una pequeña sociedad».38 Podía escogerse un jurado, gentes del lugar que decidían; solían ser doce personas. El veredicto suscitaba desacuerdos entre acusado y acusador. ¿Cuánto tiempo pasó la persona en flotación, antes de conocerse el dictamen? Se sabe de quejas por posible manipulación. Así se infiere de la siguiente noticia de 1066:

Los representantes de la parte contraria se sorprendieron mucho de que hubiera resultado así. En efecto, en su inicua violencia habían calentado el agua del juicio hasta la ebullición, es decir, mucho más fuerte de lo requerido por la costumbre y ello a pesar de las protestas de los nuestros ante la injusticia. Como si la justicia y el poder de Dios pudieran disminuir a medida que se elevaba la temperatura del agua, como si Él no pudiera quemar a un culpable en el agua fría tan bien como había preservado al justo de toda afrenta en el agua hirviendo.39

No era fácil pasar por alto la decisión local. Aunque sucedía. En una de las cláusulas de la ordenanza de Clarendon de 1166 se prevé que individuos de la comunidad intervengan, pero en otras la decisión final queda en manos de funcionarios del rey. Este se reservaba el derecho de no tener en cuenta los resultados de las ordalías.

La ordalía, de ordinario, no era primera instancia; podía ser la última, o una alternativa en caso de juramentos contradictorios. A ella se recurría o porque el reo no era libre, o muy sospechoso, o sobre él pesaban graves acusaciones; delitos de lesa majestad, por ejemplo. O cuando se era inculpado por lo menos por tres personas al mismo tiempo, o si quienes se comprometían a respaldarlo, no se atrevían a prestar juramento.40 O porque se era forastero y por lo tanto se carecía de respaldo local.41

Una pesquisa con base en rollos de las cortes de los condados ingleses, de mediados del siglo XII (1194-1208), infiere que valerse de la ordalía no era automático, pues antes de hacerlo se indagaba por posibles evidencias, se interrogaba a testigos. Los funcionarios judiciales conocían quiénes eran los infractores, a quién se le habían encontrado propiedades robadas, quiénes estuvieron en el lugar del delito, quiénes recibían en sus casas a fugitivos y proscritos. La ordalía se reservaba para la incertidumbre. Se desacreditaba si se procedía en contra de la evidencia, o teniéndola. No conviene tentar a Dios, pidiendo su intervención sin necesidad.

La ordalía solucionaba disputas territoriales y de poder local, en las que no había delitos. Acontecía que una de las partes, a pesar de una aceptación inicial, se negaba a someterse a la prueba. Lo hacía con el propósito de ganar tiempo, de presionar un acuerdo y con ello llegar a la paz. La inminencia de un duelo, de un hierro ardiente, induce a la conciliación, si se advierte que se está en condiciones desfavorables, según el equilibrio de fuerzas y las probables ganancias. Ante la duda del desenlace del combate, un tal Pierre habría preferido contar con algún dinero.42

Había la opción de ser reemplazado. Los monjes de la abadía de Marmoutier tenían una disputa con un clérigo, de nombre Guillermo. La razón: los derechos de servidumbre sobre una familia. Guillermo cede el litigio a su cuñado quien es un caballero, con la misión de vengarse de los monjes. Estos, para probar la autenticidad del diploma en que se figuraban sus derechos, traen a uno de sus dependientes para que los represente en la ordalía del hierro ardiente.43

Procedimiento inquisitorial. Primero la paz, luego el castigo

Después del siglo XIII, se fue imponiendo el procedimiento inquisitivo en el cual la responsabilidad recaía en las autoridades, quienes iniciaban la averiguación de un delito. El papa Inocencio III (1198-1216) se valió de este método para proceder contra los clérigos. Años más tarde, 1232, se creó una institución para perseguir herejes con base en este procedimiento: La Inquisición.

En 1215, el Cuarto Concilio de Letrán abolió la ordalía. Una medida que coincidió con una serie de transformaciones en los ámbitos religioso y político, uno de cuyos resultados fue minar el poder de las comunidades locales como fuentes de orden y de justicia. Cambios que corresponden a lo que Max Weber describió como propios de los regímenes burocráticos nacientes. La Reforma Gregoriana de finales del siglo XI concentró las funciones religiosas en el clero y fortaleció el poder del papa. A partir de entonces, la canonización dejó de ser popular para ser exclusiva del sumo pontífice, como también lo es la consagración de los obispos. La Reforma Gregoriana produjo «clérigos mejor preparados y descalificó al pueblo en asuntos religiosos».44

Los reyes afianzaron su poder legislativo, militar, fiscal y judicial. Lo propio hizo la burguesía al lograr la autonomía de gobierno en las ciudades. En uno y otro caso el poder se comparte con una nueva élite de letrados, jueces y maestros. La burguesía estuvo de acuerdo con la abolición de la ordalía.45

En la administración de los gobiernos y de la justicia cada vez más se recurre a la escritura. Los guerreros fueron reemplazados por funcionarios como agentes de gobierno. Se advierte una división del trabajo en la gestión pública, lo que fue resultado de la profesionalización y la especializa- ción a cargo de un nuevo tipo social: los letrados cuyas ventajas consisten en escribir y hacer cuentas. Servirse de la pesquisa judicial (método inquisitorial) ha sido considerado como una victoria de la razón sobre la superstición, de la verdad sobre la costumbre, de la centralización sobre el particularismo, de los expertos sobre los iletrados.46 La misma justicia eclesiástica es asunto de especialistas: el tribunal del obispo se diferencia del condal, y se impone el procedimiento canónico romano.

Pero tomó tiempo afianzar el monopolio. Como lo explica Michael Mann, a pesar de la centralización, en otros estados distintos a Inglaterra, «la mayor parte de las funciones judiciales, entre 1155 y 1477, no las ejercía el estado, sino señores y clérigos locales».47

En efecto, las cortes regias, condales, señoriales y las de las ciudades compartían la administración de justicia con los particulares. El mismo estado prefería ceder su jurisdicción si el resultado era resolver los conflictos, y procuraba buscar la verdad y buscar la paz; castigar era secundario.48 Es lo que se desprende de estudios recientes, con base en archivos judiciales y notariales.

Sirvan de ejemplo dos investigaciones, cuyos resultados sintetizo. Daniel Smail es el autor de la primera. Examina 492 procesos de la curia inquisitionis (corte de la inquisición), de la ciudad de Marsella, entre 1337 y 1367. El nombre de la corte obedece precisamente a que se vale del método inquisitorial. Es decir, porque inicia la acusación, reúne testigos y usa la tortura. La presidía un juez de palacio, acompañado por un asistente: el vicario. Este se encargaba de anunciar las sentencias en parlamentos públicos, los cuales tenían lugar cinco o seis veces al año, en el centro de la plaza de la ciudad.

Smail concluye que el principal propósito de la corte de Marsella era lograr la paz más que castigar. Romper la paz, después de un acuerdo, era considerado un crimen atroz. De los 492 casos, la mayoría, 331, corresponde a sentencias de multas; 289 a actos de violencia física o amenaza de violencia, ya fuera con heridas menores, o simplemente sacar un cuchillo. Solamente en 17 casos hubo derramamiento de sangre. Era común que el homicida huyera tras el crimen. Lo que no significaba el fin del proceso legal, porque la jurisdicción se trasladaba a la familia de la víctima. Era una costumbre que estaba extendida también en el sur de Italia, según la información que se tiene. Para resolver el conflicto a veces se buscaba un arreglo entre las familias de la víctima y del victimario, ante un notario, o se acudía a árbitros. Estos árbitros solían ser nobles, o miembros del patriciado urbano, o frailes o juristas. El homicida exilado no estaba presente: solo regresaba para aprobar lo pactado por sus familiares, o amigos. La corte estaba dispuesta a renunciar a su jurisdicción; prefería una catarsis del arreglo. Que un homicida escapase al poder de la corte no debe interpretarse como signo de insuficiencia, ya que «el exilio era parte y parcela de un sistema desordenado pero razonablemente objetivo de perseguir y castigar al homicida».49

Smail enseña también que la venganza era rara entre los sectores populares, a diferencia de lo que ocurría entre los nobles. El pueblo le tenía miedo a la venganza. Era más probable que la gente del común, victimizada por la violencia, buscara un arreglo de paz; el miedo a la retaliación era una razón para que el agresor buscase una mediación.

Fugarse tras haber cometido el delito tenía el propósito de evitar la cárcel y la venganza, así como el de esperar un acuerdo con familiares y amigos de la víctima. Pero no era fácil huir y exilarse. Se necesitaba de amigos y parientes dispuestos a defender la causa, a iniciar los arreglos. Se tenía que tener apoyos en el campo, lugar preferido para escapar. La huida y el exilio estaban al alcance de los homicidas acomodados. La corte procedía en consecuencia. Era más exigente con quienes no tenían parientes, ni amigos; es decir, gentes sin poder. Y con los forasteros e inmigrantes. Los vínculos familiares garantizaban respetabilidad y aseguraban un trato más leve. Tener buena reputación servía de estrategia de defensa al facilitar llegar a un acuerdo y evitar el proceso judicial.

La curia inquisitionis juzgaba ante todo delitos menores; se prefería que los mayores fueran resueltos recurriendo al arbitraje, y a acuerdos de paz entre las partes. De ahí que no aparecieran tantos casos de homicidios. El interés de la corte era resolver lo más pronto el problema, y evitar que se extendiese la venganza. En los documentos poco se sabe sobre la cronología de los hechos, o de sus motivos, lo que, en términos de Smail, terminaba por «trivializar la violencia». Las apelaciones informan con detalle sobre las circunstancias del delito. Eran públicas con el fin de restaurar la reputación. Eran costosas por lo que favorecían a las gentes con recursos; la más barata valía seis libras, superior a la mayoría de las multas; podían llegar a 42 florines, el precio de una casa modesta. En los veinticinco años del periodo de estudio, se presentaron 30 apelaciones de un total de 492 casos.

A juzgar por el caso de Marsella, la paz no la imponían las autoridades a una población ilegal y violenta. «Los hábitos de construcción de la paz estaban arraigados, como lo estaban los hábitos de venganza, lo que a su vez estimulaba la búsqueda de la paz». La corte de Marsella se inclinaba por darle una oportunidad a la paz, a costa de su propia jurisdicción. Dejar la decisión en manos de particulares, familias y amigos de las partes en contienda, no necesariamente garantizaba la paz. Para que esta fuera efectiva, era necesario que el agresor y las víctimas tuviesen el suficiente apoyo local. Lo que muestra que era una justicia sin reglas claras, en la que jueces y procesados construían sobre la marcha. Híbrido es el término con el que autor califica este sistema judicial. Con espacio para la negociación, la flexibilidad y el abuso. «Un sistema en el que el acto de venganza finalmente se fundía con el arte de litigar que deja el sabor en los escritos y alegatos los cuales suplantan la espada y los cuchillos de la época anterior».50

La segunda investigación se titula «pro bono pacis» (por el bien de la paz), de la historiadora Katherine Jansen.51 Su tema: acuerdos de paz concertados ante notario, sin la intervención de autoridad judicial. Jansen analiza 514 contratos, correspondientes a los años 1257-1342, de la ciudad de Florencia. Muestra que los arreglos de paz no eran privilegio de nobles y magnates, como solían creer los cronistas. Los protagonistas de este estudio son desde gentes del pueblo, los más humildes sirvientes, zapateros, miembros de lo que entonces se denominabapopolo minuto, hasta ricos mercaderes, del popolo grosso. Los acuerdos eran bilaterales, voluntarios, y con fuerza de ley. Contenían cuatro ítems: el nombre de los disputantes, los juramentos de compromiso de defender la paz, sanciones económicas si se rompe la paz, el intercambio de un beso.

El notario no era un negociador, ni un juez, ni defensor. Era un testigo. A él se le debía pedir su intervención. Si aceptaba, redacta unos textos de contratos en un documento llamado imbreviatura. Esta imbreviatura se incorpora en el registro de notario o protocolo. La práctica de archivar garantizaba la confianza pública porque se establecía la secuencia temporal; no se podían cambiar las fechas o agregar información. Si un cliente pedía su propia copia, entonces se trazaba una línea a lo largo de la imbreviatura. Así se sabía que se había hecho una copia. Dos eran los propósitos del contrato de paz: evitar los litigios y poner fin a juicios en curso. Jansen lo define como una modalidad de justicia cara a cara.

Un 44% de los acuerdos corresponde a ataques menores, de los cuales más del 81% eran enfrentamientos sin uso de armas. Es decir, peleas entre dos personas. La mayoría de estos casos eran contiendas violentas, consecuencia de discusiones, insultos o amenazas. Más de 12% correspondía a asaltos verbales: palabras injuriosas, maldiciones. Insultos frecuentes eran los de bastardo, ladrón, mentiroso. A continuación, venía el enfrentamiento a puños. Si en un plazo de quince días las partes llegaban a un acuerdo, se anulaban las multas que las autoridades hubiesen impuesto por estas violencias.

En Florencia estaba prohibido el porte de armas, excepto si era para defensa propia. Por supuesto que no todos acataban la prohibición. Solo en el 9% de los casos se menciona uso de armas. No parece ser cierto, entonces, el estereotipo según el cual los hombres de la Edad Media recurrían con suma facilidad al uso de las armas. El arma más mencionada es el cuchillo, seguido de puños y piedras.

Las vendettas eran, también, objeto de arreglos ante notario. La autora las define como la obligación de los parientes de vengar una agresión a un miembro de la familia. 36 casos corresponden a vendetta, en la mitad de los cuales se inició con un homicidio. Los acuerdos de paz ante notario se usaron como estrategia para facilitar el reintegro de alguien que había huido y era perseguido por la justicia de la ciudad. El acusado se negaba a atender el requerimiento judicial, la corte entonces emitía una orden con un tiempo para responder. Si no se atendía, se imponía una multa. La notificación era leída en público y se fijaba en la puerta de la vivienda del contumaz. De no asistir se emitía un nuevo aviso con plazo perentorio de quince días, y de no cumplir era declarado criminal confeso y culpable.

En Florencia, el desterrado perdía sus derechos civiles, legales y judiciales; no podía disponer de sus medios de supervivencia, ni tenía derecho a ejercer cargos públicos, ni a presentar demandas ante una corte. Se le registraba en el libro de los desterrados, podía ser asaltado, e incluso asesinado. Su cabeza tenía un precio. Podía conmutar su castigo con la presentación de un acuerdo de paz, previo pago de la multa. Quienes no podían pagarla corrían el riesgo del encarcelamiento. El 64% de los encarcelados en la cárcel de Stinche, de Florencia, lo era por deudas, la mitad de los cuales eran deudores públicos. Que el 25 por ciento de los acuerdos de paz incluyera cancelaciones de destierros muestra que «los florentinos usaban el contrato de paz en su propio beneficio».

Los acuerdos de paz se sellaban con un beso. Un beso en la boca. Era un ritual de reinserción en la sociedad civil. Como lo ha explicado Nicolás Offenstadt en su libro sobre rituales de la paz, durante la guerra de los cien años el beso era signo central para la paz pública, en el encuentro de los reyes, para sellar acuerdos y tratados entre reinos y ciudades. En las sagradas escrituras besar es signo de la paz. Desde finales del siglo II después de Cristo, el beso se integra a la liturgia de la misa. Según el exégeta y escritor cristiano Rufino de Aquilea, el beso es el signo de la paz por excelencia.52 Cuando un caballero y un señor se comprometían en vasallaje, lo hacían mediante un beso en la boca. En las sociedades en las que la escritura no es aún la forma más extendida de avalar acuerdos, los gestos y los rituales ocupan su lugar: juramentos, poner las manos entre las manos del señor y el beso. Son, por supuesto, gestos públicos que, por serlo, luego son difíciles de negar. El 80% de los contratos examinados por Jansen menciona el beso. Se le denomina también beso de la paz (osculum pacis).

Las fórmulas en las que se habla del beso en la boca destacan que las dos partes hacen la paz, aceptan el perdón y ponen fin a las hostilidades, en un compromiso del cual son responsables por igual. Al estar asociado con la misa, el beso queda imbuido de lo sagrado, a la vez que sirve de punto final simbólico del acuerdo.

Jansen observa que un gesto como este tenía mayor poder que las palabras, tanto para los implicados directamente, como para el público presente. Desde el momento en que se intercambia el beso, la disputa queda arreglada; una nueva realidad se manifiesta: la de la concordia y la inserción social. Los desterrados son reintegrados, recuperan sus derechos, participan en la vida cívica de la ciudad, con lo que se evita la venganza y se restablece la paz. Como lo han subrayado los historiadores de la formación de las ciudades medievales, uno de los primeros objetivos en su lucha por la autonomía, era la paz urbana, lograda mediante el consenso juramento, o lo que se llamaba entonces la conjuración. Eran asociaciones voluntarias, como lo eran los acuerdos de paz ante notario. Tales acuerdos, no sobra reiterarlo, se establecían por fuera de los tribunales, y eran, por lo tanto, una forma si se quiere popular de resolución de conflictos. Sobrevivieron al establecimiento del procedimiento inquisitorial. Jansen concluye que ello fue así porque la razón de ser de la comuna era mantener el orden público, controlar la violencia, estimular la armonía cívica y promover la paz y la seguridad.

La justicia del rey: perdonar antes que castigar. El perdón del rey

La justicia que administraban el rey y sus tribunales tenía el principal empeño de conseguir la paz y perdonar, antes que castigar. El rey se mostraba a la vez riguroso y misericordioso. Así se deduce de las sentencias del parlamento de París, tribunal que solía presidir el rey y que administraba justicia en su nombre.

El parlamento fue el resultado de la especialización de las funciones de la curia regia. A esta correspondían tareas administrativas, financieras, militares. Pronto se denominó parlamento a las reuniones judiciales de la curia. Bajo Luis IX (1226-1270), sus sesiones se hicieron más largas. En 1247 el rey instaló jueces en el palacio. Desde entonces los juristas juegan el papel dominante; se va excluyendo a los vasallos y a los prelados. Al parlamento llegan apelaciones de tribunales menores de origen regio, de los bailiazgos. En 1278, consta de tres cámaras con las tareas de escuchar las demandas, investigar y juzgar. En el reinado de Felipe IV el Hermoso (1285-1314), la mayor parte de los funcionarios eran profesionales del derecho. En 1303 la sede del parlamento se fija en París.

Según las cifras que propone el historiador Claude Gauvard, entre 1387 y 1400 el parlamento juzgó 200 casos, y solo en cuatro de ellos se sentenció la pena de muerte. El 75% de los acusados nobles perseguidos por haber participado en guerras privadas fueron liberados o absueltos. Se prefería el destierro. Las condenas más frecuentes iban desde penas litúrgicas, la prisión, el destierro, confiscación de la propiedad, el escarnio, hasta las simples excusas. Sanciones litúrgicas eran: encargo de misas por el alma de la víctima, donación de cirios para la liturgia, regalos con fines caritativos, cuadros conmemorativos con el recuerdo de la escena del delito que ayudan a acatar la decisión del tribunal.53

El perdón del rey tenía el mismo sentido: mostrar misericordia. Se beneficiaban procesados y condenados. Se suspendía la pena capital. Las primeras cartas de perdón las otorgó el rey Felipe IV el Hermoso, en 1304. Son documentos valiosos porque describen las circunstancias de los delitos y, como dice Muchembled, miden la intensidad y generalización de la violencia.54 Se estima que entre 1304 y 1568 fueron concedidas cerca de 50.000 cartas de absolución en el reino de Francia. El perdón del rey interrumpía el curso de la justicia, independientemente de la jurisdicción a la que estuviera sometido el beneficiario. Restauraba el buen nombre y los bienes, habida cuenta de que a la parte adversa se le preservaban y restituían los derechos. Cubría el conjunto de delitos que contemplaba la pena de muerte: la traición, el robo, el homicidio, el infanticidio, la violación de doncellas y viudas, el homosexualismo, el bes- tialismo y delitos de lesa majestad.55 En Francia, los grandes príncipes también perdonaban.

El perdón apremia a las partes a llegar a la paz, porque la carta del rey detiene la venganza. El soberano es árbitro superior; la absolución es un triunfo en la senda del monopolio en asuntos de justicia. Pero solo un paso, porque el mismo estado terminaba por secundar la vía de hecho al reconocer que el homicidio por venganza equivalía a un castigo por ultraje al honor, y al ir en contravía del rigor judicial. Una ordenanza de 1357, en una asamblea de representantes de los tres estados, determinó que mutilación de los miembros, violación de mujeres, quebrantamiento de la paz, delitos de lesa majestad, y reincidencias no eran remisibles. El rey hizo caso omiso.

La obtención del perdón dependía no tanto del delito mismo cuanto de las circunstancias en que se cometió. Un homicidio clandestino, sin que mediara ultraje al honor, era difícil que fuera absuelto. Como concluye el historiador Claude Gauvard, el objetivo era menos hacer uso completo del monopolio y más administrar la justicia, preservando la paz del reino.56

La legítima defensa era la justificación más frecuente para obtener la gracia del rey. La juventud, la debilidad (imbecillitas) del sexo femenino, la ira, el dolor, la ebriedad y la locura los atenuantes que se aducían.57 Se pedía que se considerase la buena reputación del delincuente, que este sostenía a su familia y a sus padres. Se evocaba la pasión de Cristo cuya conmemoración debía motivar al príncipe a perdonar al pecador.58

A manera de ilustración, transcribo la siguiente carta de perdón. Está tomada del apéndice de Fiction in the Archives, un libro de la historiadora Natalie Davis, en el que precisamente se examina con detalle el valor documental de las cartas de perdón. Como se puede observar este documento resume valores sobre la violencia, la paz y el perdón.

Francisco, por la gracia de Dios, rey de Francia, para que sea conocido por todos los presentes y los que han de venir. Hemos recibido la humilde súplica de Thomas Manny, pobre hombre trabajador, de 36 años de edad, residente en Sens, quien se había unido en matrimonio con Claudina Guyart, con quien tuvo un hijo. Y que el dicho suplicante siempre la había tratado bien y con honestidad y que él mismo tenía buen nombre y de honesta conversación, sin embargo la dicha mujer, mal aconsejada, se venía comportando con lascivia y maldad. El suplicante, muy disgustado, la había cuidado y curado. Pero luego, en compañía de una camarera que la había atendido durante la enfermedad, se fue a la casa de Jean Baston, un tabernero, donde se quedó dos días, hasta que una muchacha de nombre Simoneta le contó a Tomás Manny sobre el particular. Acompañado del albañil Tomás Gneteau, y Pierre Munmbiliers, un sargento real, fue a la casa de Baston, y la encontró escondida en el sótano, la trajo de vuelta a la casa, prometiéndole que no la golpearía, ni la ultrajaría, lo que cumplió, y ella se comprometió portarse bien.

Pero después de cinco o seis días, ella rompió su promesa, robó lo que quiso de la casa y partió, sin que él lo supiera, hacia la casa de un herrero de nombre Graffiquart. Allí permaneció cerca de ocho días, hasta que una muchacha de la vida alegre de nombre Jacquette se encontró con el suplicante en frente de su casa y le dijo que si la invitaba a un trago, le contaba donde se encontraba su esposa, y prometió que lo haría.

Poco después, un domingo en la mañana, del mes de junio de 1529, el suplicante fue con los sargentos reales Jean Collart y Pierre Hofflart a la casa de Graffiquart. Ordenaron que abriera la puerta, lo que él hizo. Ellos entraron y encontraron a la esposa en una pequeña cama con un hombre, quien desnudo, logró escapar. Trajeron a su esposa de regreso, y el suplicante la reprimió y castigó con una escoba, pero después de tres días, se fue de nuevo. Cerca de tres semanas después, él se enteró de que estaba en la casa de un tal Edmé Choppin. Fue a verla, pero se encontró con la hermana de su esposa, Katherine, quien le lanzó una piedra en la cabeza, lo que hizo sangrar.

Y desde entonces, en julio, el suplicante se dirigió a un prado cerca de Sens, donde encontró a su esposa trabajando con otras personas, incluyendo el bribón compañero sexual de la dicha mujer. El le reprochó por sus faltas, pero todos se burlaron de él. Lleno de vergüenza, tomó una horqueta de madera, golpeó a su esposa en los hombros diciendo que ella era una malvada al estar con su libertino en frente de todos, y la trajo de regreso a casa. Esa misma noche, cerca de las nueve, el libertino vino a la casa con dos hombres, lanzó piedras a las ventanas, y gritó que debía dejarla salir, llamándolo cornudo y otros insultos.

El día de la fiesta de María Magdalena quince días después, el mencionado bribón regresó a la casa, con dos acompañantes, y, jurando en nombre de Dios, le dio al suplicante tres o cuatro bofetadas en la cara y dijo que lo iba a matar. Uno de los acompañantes tomó una pequeña hacha que tenía bajo su túnica, y trató de golpearlo en la cabeza, pero el demandante puso su brazo, y fue herido ahí. Para alejarse, huyó a la casa de un vecino, pero, entonces, todos se despertaron y asustado por el ultraje que le habían hecho, salió con una piedra en su mano. De regreso, se dio cuenta de que el bribón y sus acompañantes lo estaban siguiendo y, más asustado que nunca, corrió hacia su casa. En frente de la cual se encontró con su esposa y, jurando y con ardiente ira, le dijo «¿Tengo que morir por una mujerzuela?» Mientras hablaba, la golpeó en la cabeza con una piedra. Ella trató de huir, pero él la golpeó dos o tres veces con un cuchillo de mesa que siempre llevaba, pero no sabe exactamente en qué del cuerpo la hirió.

Después de lo cual, temiendo el rigor de la justicia, abandonó la escena, luego se enteró que a causa de sus golpes y por falta de buen cuidado, su esposa murió. El demandante fue hecho prisionero en Sens, donde estaba en prisión. Se encuentra en peligro de acabar sus días de forma miserable.59

El 30 de agosto de 1530, y teniendo en cuenta que el homicidio fue resultado de una ira ardiente y que Thomas Manny ha sido una persona de buena vida y opinión honesta, y que no había participado en acto villano, o blasfemia, el rey ordenó a sus funcionarios que fuera puesto en libertad, que no se siguiera proceso alguno, que no se impusiera castigo, y que no tuviera infamia.

Violencia y cruzadas

Al hablar de la violencia en la Edad Media, no quisiera pasar por alto una referencia, así sea breve, a las cruzadas, empresas en extremo crueles. Son las raíces del expansionismo europeo.60 La toma de Jerusalén de 1099 y el saqueo de Cons- tantinopla en 1204 «son páginas vergonzosas de la historia del Occidente cristiano. Y nadie, entre los contemporáneos, sintió el menor escrúpulo». «Las cruzadas fueron la parte tenebrosa del siglo XIII».61 Fue precisamente a comienzos de esta centuria cuando la palabra violencia apareció en francés. Derivada del latín vis, que significa fuerza o vigor. «Designa un ser humano de carácter airado y brutal. Define, a la vez, una relación de fuerza con el propósito de someter u obligar a otro».62

Durante la época medieval, la violencia, así entendida, unas veces fue severamente condenada por ser contraria al mandato divino: no matarás. Otras, fue aceptada como legítima.

Desde el siglo XI en ciertos círculos eclesiásticos se venía proclamando la paz y condenando la guerra. La paz de Dios consistía en reducir la guerra, fijándole reglas. Una guerra era justa si defendía a los débiles, castigaba delitos impunes y atacaba a los infieles. En este último caso, era además sagrada. «En 1095, la iglesia moviliza a todos para liberar el sepulcro de Cristo, dando rienda suelta a su agresividad a condición de que esta se ejerza fuera de los límites de la comunidad cristiana».63 A los caballeros se les limitaba su actividad guerrera: no podían agredir en el periodo de cuaresma, ni los sábados, ni los domingos. A estas limitaciones se les dio un nombre: la tregua de Dios. El papa Urbano II, en el concilio de Clermont, defendió en su discurso la tregua de Dios y proclamó la cruzada. Es decir, que cruzada y paz de Dios eran complementarias.64 Derramar sangre era permitido en la lucha contra los infieles y contra los herejes. De eso se trataba la cruzada. Una idea que, como lo destacó Fernand Braudel, es de larga duración. Llegó hasta el siglo XX y comienzos del XXI. Francisco Franco denominó cruzada su guerra contra la república. George W. Bush hizo lo propio en la respuesta a los ataques del 11 de septiembre. Según él, con el propósito de instaurar la libertad. En su empeño mintió sobre arsenales de destrucción masiva. A los herejes cátaros medievales se les acusó, sin fundamento, de ser una amenaza contra la cristiandad y de practicar orgías sexuales y suicidios colectivos. El cruzado rey San Luis quiso convertir a los infieles. Bush pretendió convertir a los iraquíes a la democracia occidental. En las cruzadas medievales y en las de hoy se advierte el tono de superioridad moral con el que se justifican las guerras. Con agudeza e ironía, lo captó Harold Pinter, premio nobel de Literatura, al escribir:

Sé que el presidente Bush tiene algunos escritores de discursos muy competentes pero quisiera prestarme voluntario para el puesto. Propongo el siguiente discurso breve que él podría leer en televisión a la nación. Lo veo solemne, con el pelo cuidadosamente peinado, serio, confiado, sincero, frecuentemente seductor, a veces empleando una sonrisa irónica, curiosamente atractiva, un auténtico macho. «Dios es bueno. Dios es grande. Dios es bueno. Mi dios es bueno. El Dios de Bin Laden es malo. El suyo es un mal Dios. El dios de Saddam también era malo, aunque no tuviera ninguno. Él era un bárbaro. Nosotros no somos bárbaros. Nosotros no decapitamos a la gente. Nosotros creemos en la libertad. Dios también. Yo no soy bárbaro. Yo soy el líder democráticamente elegido de una democracia amante de la libertad. Somos una sociedad compasiva. Electrocutamos de forma compasiva y administramos una compasiva inyección letal. Somos una gran nación. Yo no soy un dictador. Él, sí. Yo no soy un bárbaro. Él, sí. Y aquel otro, también. Todos lo son. Yo tengo autoridad moral. ¿Ves mi puño? Esta es mi autoridad moral. Y no lo olvides».65

Conclusión

¿Qué tan violenta era la Edad Media? A juzgar por las cifras del historiador Claude Gauvard, arriba mencionadas, el número de homicidios por cada cien mil habitantes era significativamente mayor que los cometidos a comienzos del siglo XXI. Lo que permite concluir, por una parte, que la sociedad medieval era más violenta que la europea de hoy; y por otra, que ha habido un progreso en el control de la agresividad, lo que ya es observable en la misma Edad Media. Esto último es atribuible tanto al fortalecimiento de las monarquías como al perfeccionamiento de la administración de justicia.

En efecto, desde la segunda mitad del siglo XII, se consolidan el poder territorial y jurisdiccional de reyes, príncipes y gobiernos municipales. En el caso de Francia, por ejemplo, el rey Luis IX prohíbe las guerras privadas y el parlamento de París, tribunal máximo de justicia regia, se convierte en instancia de apelación de tribunales menores y aun de quienes no son vasallos directos del monarca. Es decir que este juzga con base en sus derechos territoriales y no solo personales. Desde finales del siglo XI la iglesia promovió la Reforma Gregoriana, de la cual resultó el afianzamiento de la soberanía del papado en la cristiandad latina occidental.

Antes del siglo XII predominó el procedimiento acusatorio según el cual un proceso se iniciaba si mediaba una acusación y la administración de la prueba era, con frecuencia, la ordalía o juicio de Dios. Se trata, además, de juicios predominantemente orales. En adelante se fue imponiendo otro procedimiento: el inquisitivo cuya característica principal era la pesquisa judicial, previa a la condena; se fue afirmando una justicia administrada por funcionarios, letrados y juristas, por lo que se puede hablar de profesionalización y creciente racionalización.

Ahora bien, es cierto que en la Alta Edad Media era débil la presencia del estado, mas no por ello la violencia era indiscriminada. Como quedó dicho, las sociedades sin estado, o con uno débil, también establecen sus propios controles, así no fuesen tan efectivos. Uno de ellos era recurrir a árbitros o a intermediarios, como solían serlo los monjes. Es exagerado hablar de incontrolada agresividad y de inestabilidad emocional. Una exageración que suele apoyarse en la percepción de cronistas medievales.

Investigaciones recientes invitan a reconsideraciones, a tener en cuenta comparaciones de fuentes y los contextos políticos de la escritura de las crónicas. Cuando los cronistas describen impulsos de ira desenfrenada y de acciones crueles no siempre corresponden a situaciones reales; pueden ser estrategias retóricas o amenazas que alguien profiere con el fin de ponerse en situación ventajosa. Las atrocidades que aparecen en las venganzas suelen ser más frecuentes en aquellas narraciones escritas con posterioridad a los hechos; las descripciones contemporáneas son menos horrendas. La crueldad de ciertas venganzas eran más bien proyecciones de los narradores que de los propios vengadores. Las crónicas dicen, pues, tanto o más del momento del escritor que de las circunstancias que describen. Además, con base en hallazgos arqueológicos y de archivos, se ha podido probar que hay inexactitudes en datos provenientes de crónicas y se han puesto en duda ciertos estereotipos sobre la sociedad medieval: no era tan generalizado el uso de armas, y las condenas a muerte no eran el principal castigo.

Las mismas ordalías, a pesar de su arbitrariedad, no eran la primera instancia de prueba: se recurría a ellas como alternativas y podían pasarse por alto. La progresiva afirmación del poder monárquico y de los gobiernos estatales urbanos no eliminó del todo prácticas anteriores. Como ocurrió en el caso de Marsella arriba mencionado, las autoridades no tuvieron inconveniente en ceder su propia jurisdicción, si el logro final era la paz. Obtenerla era objetivo también de los tribunales regios. Es lo que se buscaba con el indulto de los reyes y con los acuerdos entre particulares mediante notarios.

Las jurisdicciones con mayor éxito por su alcance territorial fueron la del papa y la de los reyes. Ninguna de las dos eliminó formas extremas de violencia: torturas, mutilaciones, horca, hoguera, exhibición de los cuerpos de los condenados. Una justicia que castigaba el cuerpo. De las autoridades papales y episcopales dependían los tribunales de la Inquisición con el propósito de perseguir a los disidentes religiosos.

Finalmente, papado y monarquía que en un sentido contribuyeron a reducir la violencia, regulándola, en otro fueron sus promotores e instigadores, esta vez contra herejes y contra el Islam. Para ello organizaron cruzadas, y participaron en ellas. Unas guerras religiosas en extremo violentas.

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Cómo citar este artículo López, Abel. «Violencia, paz y justicia en la Edad Media». Memoria y Sociedad 21, n.° 42 (2017): 82-101. https://doi.org/10.11144/Javeriana.mys21-42.vpje

1 Citado por Daniel L. Smail, «Common Violence: Vengeance and Inquisition in Fourteenth-Century Marseille». https://dash.harvard.edu/bitstream/handle/1/3743539/smail_comviolence.pdf?sequence=2

2 Dante Alighieri, La Divina Comedia (México: W. M. Jackson, 1973), 146.

3 Citas tomadas de Norbert Elias, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas (México: Fondo de Cultura Económica, 1989), 234.

4 Marc Bloch, La sociedad feudal. La formación de los vínculos de dependencia (México: Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana, 1958), 85-86.

5 Elias, El proceso de la civilización, 231.

6 Elias, El proceso de la civilización, 231, 233, 239, 457.

7 Michael Mann, Las fuentes del poder social I (Madrid: Alianza Editorial, 1991), 588.

8 Robert Muchembled, Un histoire de la violence. De la fin du Moyen Âge à nos jours (Paris: Seuil, 2008), 33.

9 Stephen White, «The Politics of Anger», en Anger's Past, ed. Barbara Rosenwein (Ithaca: Cornell University Press, 1998), 127 y siguientes.

10 Elias, El proceso de la civilización, 232.

11 Citas de White, «The Politics of Anger», 147 y siguientes.

12 Trevor Dean, «Marriage and Mutilation: Vendetta in Late Medieval Italy», Past and Present, 157 (Nov, 1997): 21 y siguientes.

13 Gabrielle Spiegel, «History, Historicism, and the Social Logic of the Text in the Middle Ages», Speculum, LXV (1990): 77.

14 Dean, «Marriage and Mutilation», 25.

15 Dean, «Marriage and Mutilation», 27.

16 Claude Gauvard, Violence et ordre public au Moyen Age (Paris: Picard, 2005), 14.

17 Gauvard, Violence et ordre public, 14.

18 Gauvard, Violence et ordre public, 220.

19 Muchembled, Une histoire de la violence, 48-49.

20 Emmanuel Le Roy Ladurie, Montaillou, aldea occitana de 1294 a 1324 (Madrid: Taurus, 1981), 282.

21 Le Roy Ladurie, Montaillou, aldea occitana, 275.

22 Jean-Louis Flandrin, Orígenes de la familia moderna (Barcelona: Crítica, 1979), 159-160.

23 Citado por Stephen White, «Feuding and Peace-Making in the Touraine around the year 1100», Traditio 42 (1986): 198.

24 White, «Feuding and Peace Making», 205 y siguientes.

25 Rodney Hilton, «Comentario», La transición del feudalismo al capitalismo, ed. Rodney Hilton (Barcelona: Crítica, 1977), 161.

26 White, «Feuding and Peace Making», 209.

27 Max Gluckman, «The Peace and the Feud», Past and Present, 8 (1956): 1.

28 R. I. Moore, La formación de una sociedad represora. Poder y disidencia en la Europa occidental. 950-1250 (Barcelona: Crítica, 1989), 131.

29 Perry Anderson, Transiciones de la antigüedad al feudalismo (Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2002), 148.

30 Anderson, Transiciones de la antigüedad, 153-154.

31 Norman Cohn, Los demonios familiares de Europa (Madrid: Alianza Universidad, 1980), 45, 210-211.

32 Cohn, Los demonios familiares, 212.

33 Dominique Barthélemy, Caballeros y milagros. Violencia y sacralidad en la sociedad feudal (Valencia: PUV, 2006), 236.

34 Margaret H. Kerr, Richard D. Forsyth y Michael Plyley, «Cold Water and Hot Iron: Trial by Ordeal in England», The Journal of Interdisciplinary History 22, n.° 4 (Spring, 1992): 582-583.

35 Kerr et al., «Cold Water and Hot Iron», 588.

36 Moore, La formación de una sociedad represora, 155.

37 Moore, La formación de una sociedad represora, 150.

38 Barthelemy, Caballeros y milagros, 237.

39 Barthélémy, Caballeros y milagros, 236-237.

40 Kerr et al., «Cold Water and Hot Iron», 574.

41 Barthélemy, Caballeros y milagros, 12.

42 Barthelemy, Caballeros y milagros, 239.

43 Barthelemy, Caballeros y milagros, 241.

44 Moore, La formación de una sociedad represora, 156-160.

45 Barthelemy, Caballeros y milagros, 228.

46 Moore, La formación de una sociedad represora, 164.

47 Mann, Las fuentes del poder social, 597.

48 Gauvard, Violence et ordre publica, 44.

49 Smail, «Common Violence», 17 y siguientes.

50 Citas en Smail, «Common Violence», 28, 29.

51 Khatherine L. Jansen, «“Pro bono pacis": Crime, Conflict, and Dispute Resolution. The Evidence of Notarial Peace Contracts in Late Medieval Florence», Speculum (April, 2013): 427-456.

52 Nicolas Offenstadt, Faire la paix au Moyen Age. Discours et gestes de paix pendant la guerre de Cents Ans (Paris: Odile Jacob, 2007), 208.

53 Gauvard, Violence et ordre publica, 57

54 Muchembled, Une histoire de la violence, 57.

55 Gauvard, Violence et ordre publica, 60.

56 Gauvard, Violence et ordre publica, 65.

57 Gauvard, Violence et ordre publica, 64.

58 Muchembled, Une histoire de la violence, 116.

59 Natalie Zemon Davis, Fiction in the Archives. Pardon Tales and their Tellers in Sixteenth Century France (Stanford: Stanford University Press, 1987), 1-2.

60 Michael Mitterauer, ¿Por qué Europa? Fundamentos medievales de un camino singular (Valencia: PUV, 2008), 248 y siguientes.

61 Jacques Le Goff, Una larga Edad Media (Barcelona: Paidós, 2008), 72, 44.

62 Muchembled, Une histoire de la violence, 17.

63 Georges Duby, El domingo de Bouvines (Madrid: Alianza Editorial, 1988), 84.

64 Duby, El domingo de Bouvines, 85.

65 Harold Pinter, «Arte, verdad y política. Discurso de agradecimiento del Nobel de Literatura». http://biblio3.url.edu.gt/Discursos/14.pdf

Recibido: 29 de Febrero de 2016; Aprobado: 17 de Mayo de 2016

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