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Palabra Clave

Print version ISSN 0122-8285On-line version ISSN 2027-534X

Palabra Clave vol.11 no.2 Chia July/Dec. 2008

 

Humanismo cívico y medios de comunicación social
Hacia una hermenéutica mediática de la esperanza
1

Civic Humanism and the Mass Media
Towards the Media Hermeneutics of Hope

Liliana Beatriz Irizar2
Javier Nicolás González-Camargo3

1 El presente artículo es uno de los resultados del proyecto de investigación: Humanismo cívico. Un nuevo modo de pensar y comportarse políticamente (Fase II), que desarrolla el grupo de investigación Lumen (reconocido por Colciencias), de la Escuela de Filosofía y Humanidades de la Universidad Sergio Arboleda. El proyecto de investigación es financiado y avalado por la Universidad Sergio Arboleda.

2 Doctora en filosofía. Docente investigadora de la Escuela de Filosofía y Humanidades de la Universidad Sergio Arboleda, Bogotá, Colombia. liliana.irizar@usa.edu.co

3 Estudiante de décimo semestre de filosofía. Investigador júnior. Universidad Sergio Arboleda, Bogotá, Colombia, javierngc@hotmail.com

Recibido: 08/07/08 Aceptado: 18/11/08



Resumen

Existe una propuesta desde la filosofía política denominada humanismo cívico. Este modelo sociopolítico, que posee claras raíces aristotélicas, ha sido rehabilitado recientemente por el filósofo español Alejandro Llano. El humanismo cívico nos invita a repensar la democracia desde parámetros genuinamente humanos, puesto que en el centro de sus reflexiones sitúa a la persona y su dignidad esencial.

Esta propuesta considera crucial el papel de los medios de comunicación en la tarea de humanizar la vida socio-política. Se requiere para eso una formación rigurosa de los expertos en comunicación de modo que contribuyan a transmitir la información basándose en lo que se denomina aquí una hermenéutica de la esperanza.

Palabras Clave: humanismo, ética, educación ciudadana, medios de información, democracia (Fuente: Tesauro de la UNESCO).



Abstract

There is a proposal in political philosophy known as civic humanism. This socio-political model, with definite Aristotelian roots, was rehabilitated recently by the Spanish philosopher Alejandro Llano. Civic humanism invites us to rethink democracy from the standpoint of genuinely human parameters, inasmuch as its thinking is centered on the person and his/her essential dignity

As part of this proposal, the role of the mass media in humanizing social-political life is considered crucial. A rigorous education for experts in communication is required to make this possible. They must be trained to help transmit information based on what is referred to in this article as the hermeneutics of hope.

Key Words: Humanism, ethics, education in citizenship, mass media, democracy (Source: UNESCO Thesaurus)



Introducción

El fenómeno de la comunicación social es eminentemente contemporáneo e interdisciplinario. En efecto, "Pocos fenómenos hay actualmente tan necesitados de la interdisciplinariedad como la comunicación. Su estudio científico no se debe a una sola perspectiva del saber, y su riqueza y complejidad desbordan el objeto propio de una sola ciencia" (Yarce, 1986, p. 17). Por tanto, es imperativo que la filosofía, con sus recursos holísticos y unificadores, contribuya a una mejor comprensión de esta disciplina ofreciendo una teoría de la comunicación convenientemente fundamentada y, al mismo tiempo, aporte a la praxis comunicativa una doctrina coherente y unitaria sobre el hombre.

En este orden de ideas, el presente estudio se propone abordar la cuestión comunicativa desde una propuesta filosófico-política denominada humanismo cívico, cuyos fundamentos metafísicos, antropológicos y éticos constituyen el entramado teórico que reclama toda teoría de la comunicación que aspire a devolver al quehacer comunicativo su impronta esencial, esto es, la de una praxis del hombre y para el hombre. Es decir, un modo de ejercer la comunicación que sea capaz de contribuir a la plenitud existencial de las personas.


¿Qué es el humanismo cívico?

El humanismo cívico es un modelo sociopolítico propuesto por el filósofo español Alejandro Llano. El núcleo de este humanismo, de origen aristotélico, es el restablecimiento "de la radicación humana de la política y los parámetros éticos de la sociedad" (Llano, 1999, p. 12). En sintonía con los mejores representantes del pensamiento político del humanismo clásico, considera que la persona es el principio y fin de la vida política. Es decir, frente a un panorama cultural en el que la dignidad de la persona aparece ofuscada, entre otros modos, por la negación tácita del ejercicio de la libertad política de parte de la tecnocracia, el humanismo cívico reivindica que la política recibe del ser humano su fundamento y su significado definitivo.

La tensión táctica entre las iniciativas auténticamente democráticas y el modo de proceder tecnocrático ha quedado ampliamente detallada por el profesor Llano en su libro La nueva sensibilidad (1988). Allí, a la par que denuncia de modo nítido la grieta creciente que se ha creado entre sistema y mundo de la vida, anticipa el emerger de una nueva sensibilidad, es decir, de un modo de pensar más humano que se nutre de unos principios antropológicos y éticos tales como el pensar analógico, la actitud de cuidado (epimeleia) hacia la persona y hacia el entorno natural, y un ethos social del respeto, la empatia y la solidaridad (Llano, 1988).

En 1999 el profesor de Navarra publica Humanismo cívico, el libro con cuyo título nomina su propuesta, heredada decantación de toda una tradición humanista y de diversas conceptualizaciones políticas contemporáneas. El humanismo cívico se puede considerar la proyección socio-política del "nuevo modo de pensar" (Llano, 1988, p. 244), propio de la nueva sensibilidad. La meta fundamental de este nuevo modo de pensar y de actuar políticamente (Llano, 1999) consiste en hacer explícito que los protagonistas originarios de la vida política son los hombres y las mujeres que habitan este mundo. Seres humanos dotados de inteligencia y libertad; aptos, por tanto, para conocer la verdad acerca tanto de las cuestiones públicas como de las privadas, y de tomar decisiones oportunas, que estén radicalmente orientadas a la plenitud de todos y de cada uno de los ciudadanos.

Conviene remarcar la filiación filosófico-política del humanismo cívico, especialmente si se tiene en cuenta con Llano (1999) que precisamente "la exclusión de la filosofía política es uno de los factores que más ha influido en la deshumanización de la teoría y de la praxis política" (p. 69). Porque, de hecho, la reflexión política moderna y contemporánea se ha caracterizado, en general, por dejar a un lado el análisis filosófico de la realidad socio-política. Dicha tendencia dominante se encuentra claramente cristalizada en el liberalismo igualitario de Rawls, quien en sus dos obras, Teoría de la Justicia (1995) y Liberalismo Político (2003), pretende sistemáticamente excluir de la cuestión política y de la democracia a las teorías comprensivas (Rawls, 2003). En efecto, Rawls es uno de los más destacados representantes del denominado antiperfeccionismo. Conviene tener presente que, frente a los perfeccionistas, entre los que se encontrarían Aristóteles, Tomás de Aquino y, sin duda, Alejandro Llano,

(...) los antiperfeccionistas, suelen caracterizarse por defender una neutralidad moral del Estado para que los individuos puedan perseguir su propia concepción del bien sin ninguna interferencia estatal (ni tampoco social). Para estos, el gobierno no puede interferir en la libertad de los individuos invocando que algunas actividades son más valiosas que otras. Según el liberalismo clásico, la finalidad última del Estado en referencia al bien social se debe limitar a evitar las interferencias injustas de los ciudadanos. En cambio, el liberalismo igualitario contemporáneo se dirige a que cada individuo disponga equitativamente de los mismos medios para poder perseguir su propia concepción del bien (Sánchez Garrido, 2005, p. 36).

Por el contrario, en tanto que filosofía política, el humanismo cívico asume que el análisis de los fenómenos sociales implica juicios de valor porque reconoce como punto de partida que las acciones sociales son constitutivamente éticas o capaces de ser sometidas siempre a una ponderación de tipo moral. La filosofía política, en efecto, se caracteriza por ser una disciplina que plantea como cuestiones centrales la pregunta por la esencia de lo político y la legitimidad del poder. Esto equivale a afirmar que la filosofía política, al ser filosofía práctica, supone un fin o deber ser de las acciones sociales que se traduce en términos de justicia y servicio al bien común (Irizar, 2007, pp. 39-40). De manera que el análisis de todos los fenómenos sociales, tales como la comunicación social, implica juicios de valor en general, y juicios de valor morales, específicamente.

Sin embargo, el método empleado para abordar la realidad política hasta ahora preponderante, ha sido y sigue siendo el método avalorativo de las ciencias exactas —puramente descriptivo y acrítico—, positivista. Este positivismo social es, en buena medida, responsable de la quiebra entre ética y política, de la negación de un deber ser intrínseco a las acciones sociales. Se comprende así por qué cabe atribuir a este giro epistemológico, o paso del análisis filosófico al puramente científico, la deshumanización de la vida social. En efecto, la visión materialista y pragmática de los fenómenos sociales, propia del cientificismo social, ha llevado a retirar de la reflexión y de la praxis política aquellas categorías estrictamente humanas y humanizantes. Entre éstas cabe destacar las nociones de virtud cívica, de vida buena, de bien común, así como la concepción que reconoce la naturaleza ética de las acciones sociales y del ejercicio del poder.

Sintetizando lo dicho hasta aquí, el humanismo cívico es:

la actitud que fomenta la responsabilidad y la participación de las personas y comunidades ciudadanas en la orientación y desarrollo de la vida política. Temple que equivale a potenciar las virtudes sociales como referente radical de todo incremento cualitativo de la dinámica pública (Llano, 1999, p. 15).

Esta definición permite identificar los tres pilares conceptuales y, a la vez, operativos del humanismo cívico, pues, por pertenecer al campo de la filosofía práctica, no es una propuesta abstracta, sino factible. Esos tres pilares son:

  1. La promoción del protagonismo de los ciudadanos como agentes responsables de la configuración política de la sociedad.

  2. La relevancia que concede a los diferentes tipos de comunidades.

  3. El valor que confiere a la esfera pública como lugar privilegiado para el despliegue de las libertades sociales.

Partiendo de estos componentes resulta claro que "... la democracia constituye actualmente el único régimen político en el que es posible llevar a la práctica el humanismo cívico" (Llano, 1999, p. 7). Porque lo humano que este humanismo político se propone rescatar depende, en gran parte, de "una regeneración de la democracia liberal en un sentido humanista con moderado acento republicano" (Llano, 1999, p. 7). Ciertamente, la democracia —es decir, el régimen político de justicia y libertades basado en la división de poderes, el sufragio universal y los derechos humanos— cuando es auténtica se erige sobre un justo orden jurídico. Éste depende, en esencia, de su radicación en la plena verdad sobre el hombre y sus derechos fundamentales, entre los que se destaca la posibilidad de alcanzar una vida buena (Aristóteles, 1981). Vida lograda (Spaemann, 2007) impensable fuera de la comunidad política, y sin el pleno despliegue de la libertad social.


Las raíces históricas y nudos conceptuales del humanismo cívico

En principio, el humanismo cívico puede incluirse en una plural corriente de pensamiento cuya raíz es el aristotelismo y que, de modo más amplio, admite ser identificada con el humanismo clásico en su vertiente política.

De acuerdo con el análisis de I. Honohan (2002), en el resurgimiento actual de la tradición de pensamiento republicano —también denominado giro republicano— es posible reconocer una serie de elementos identificables con una tradición que registra raíces griegas y romanas, y que se cristalizó en la Baja Edad Media. Las piezas conceptuales sobre las que se fundamenta el republicanismo clásico son: el reconocimiento de la capacidad de autogobernarse que los ciudadanos poseen; el régimen de gobierno mixto, o el poder compartido por todos los grupos y las categorías de ciudadanos; y la necesidad del cultivo de las virtudes cívicas por parte de los ciudadanos o compromiso activo con el bien común (Irizar, 2007, p. 46). De ahí que la república represente una auténtica comunidad ética en la que los ciudadanos se encuentran unidos por la amistad cívica (Aristóteles, 1981; 1993) antes que por acuerdos o pactos.

Pero la propia expresión "humanismo cívico" quedará consagrada en el discurso político a partir del siglo XIV, cuando la vida política pase a ser revaluada en las ciudades-Estado del norte y centro de Italia, básicamente Florencia y Venecia. Puede decirse que la tradición cívica republicana descansa, en general, sobre la convicción fundamental de que "la política es el dominio donde podemos reconocernos como participantes en una comunidad política, organizada en torno a la idea de bien común compartido" (González Ibáñez, 2005, p. 50). De estas ideas básicas acerca del régimen republicano participarán también Maquiavelo, Rousseau y Benjamín Constant, entre otros.

Las tres recepciones más relevantes de la tradición cívica republicana en la actualidad son: la Escuela de Cambridge, la comunitarista, y el humanismo cívico de signo metafísico (Irizar, 2007, p. 48).

Los filósofos denominados comunitaristas como Ch. Taylor, M. Walter y M. Sandel, reivindican el papel de las comunidades entre el Estado y el individuo. La Escuela de Cambridge, a la que pertenecen, entre otros, J. G. A. Pocock, Q. Skinner, Ph. Pettit, recurre como punto de partida a la época republicana en Roma y a los planteamientos del humanismo renacentista florentino —de modo particular al Maquiavelo de los Discorsi—, y a través de ellos a Aristóteles. Estos últimos pensadores también prestan particular atención a los aportes de J. J. Rousseau (González Ibáñez, 2005). Finalmente, se encuentra el humanismo cívico de signo metafísico, al que pertenecen Alejandro Llano y, en buena medida, A. Maclntyre. Sin embargo, dentro de esta vertiente, el primero de ellos representa el autor que ha expuesto de modo más sistemático, y sobre claras bases metafísicas, antropológicas y éticas su propio discurso cívico.

El profesor Llano (1999) recoge algunos aportes sobre el tema hechos por Pocock y atiende, por tanto, a las reflexiones de los mayores representantes del pensamiento político del Renacimiento florentino. No obstante, su referencia a Aristóteles es mucho más explícita y constante. Además, su apelación directa al estagirita permite articular, sin forzar los textos, sus propias argumentaciones con la filosofía política de Tomás de Aquino. Precisamente su alusión constante a la metafísica de la que reciben influencia también la antropología y la ética del humanismo cívico, constituye uno de los rasgos doctrinales definitivos que permiten hablar del humanismo cívico de Alejandro Llano como un modelo sociopolítico innovador y operativamente prometedor; una propuesta de teoría y praxis política muy poco analizada hasta el momento, y que merece ser considerada con mayor atención.

Por otro lado, es necesario admitir que el humanismo cívico comparte con la corriente denominada comunitarismo su crítica al avasallamiento del tecnosistema y reivindica, al igual que aquél, el valor y la relevancia de lo comunitario. Con todo, no se puede seguir a los autores comunitaristas en otros de sus planteamientos, como por ejemplo, en "la pretensión de aportar un sentido comunal y humanamente abarcable al propio aparato administrativo del Estado-nación: tarea indeseable, a fuer de contradictoria" (Llano, 1999, p. 192). Según afirma Cruz Prados (1999), la propuesta comunitarista "consistiría en mantener el Estado liberal como una gran unión de muchas comunidades. El Estado sería un instrumento político al servicio de esas comunidades y de sus valores comunitarios" (p. 56). En este sentido, el comunitarismo no se habría alejado tanto del liberalismo como aparentaría en un principio, antes bien, este último punto parece emparentarlo bastante con la propuesta de Rawls (2003) quien afirma que el fin del liberalismo político es establecer instituciones políticas que sirvan de marco neutral, instrumento y garante para la convivencia pacífica de las doctrinas comprensivas razonables. Se trata de un error categorial cuyo origen se articula con otra carencia del comunitarismo frente al humanismo cívico. El comunitarismo, en efecto, no otorga suficiente relevancia, como en cambio sí lo hace el humanismo cívico, al hecho de que el hombre es constitutivamente un animal social o político (Aristóteles, 1981). Esta nota esencial del ser humano determina que no pueda conseguir la plenitud de su ser si no es gracias a la participación activa en la polis o comunidad política, influyendo tanto en la comunidad cultural como en el aparato administrativo, y buscando siempre valores superiores al representado por la simple convivencia pacífica, pues ésta es condición necesaria, mas no suficiente, del bien común.

Caber remarcar una vez más que el núcleo vital de este modo de participación y convivencia ciudadana lo constituye el reconocimiento efectivo de la dignidad de la persona. Una manifestación fundamental de dicho reconocimiento radica, precisamente, en asumir que todo hombre y toda mujer poseen, en principio, capacidad para intervenir de manera activa y responsable en la dirección de la res publica. En correspondencia con esto, la antropología del humanismo cívico parte de un concepto de libertad entendida, no como autonomía absoluta, sino como capacidad de orientar la propia vida hacia su plena realización y de conectarla eficazmente con otras libertades para la realización de empresas comunes (Llano, 1985). Se aparta así de la actualmente imperante comprensión relativista e individualista de la libertad (Irizar, 2007).

De ahí también que el otro nudo conceptual clave de esta propuesta lo constituya la noción de una nueva ciudadanía. Para el humanismo cívico ser ciudadano constituye una dimensión esencial del ser humano asumiendo que no es posible realizar la propia plenitud existencial sin un activo y comprometido vivir político, en contraposición a la concepción de ciudadanía —sociedad civil— como el hombre autónomo, dotado de derechos civiles que lo protegen del poder político y lo legitiman para intervenir formalmente en la vida social (Inciarte, 2001). Se trata de un concepto de ciudadanía que en su aplicación histórica real relegó al ciudadano al ámbito de su vida privada, a su pequeño círculo de problemas personales y elecciones intrascendentes, delegando, en tanto, la actividad pública a un grupo de burócratas, es decir, a profesionales de la política (Llano, 1999) o "detentores del monopolio de la interpretación pública" (Spaemann, 2004b, p. 17).

A modo de resumen de lo dicho hasta aquí, se puede afirmar que el humanismo cívico supone dejar a un lado la visión empirista, pragmatista y técnica de la política para recuperar "un enfoque netamente antropológico, en el que se pondere el valor de la verdad como perfección del hombre" (Llano, 2004, p. 60). El auténtico concepto de ciudadanía implica establecer un consistente lazo moral con los demás ciudadanos, que esté orientado y fortalecido gracias a la búsqueda de metas comunes o bien común (Llano, 1999).

Pero el contundente protagonismo ciudadano que el humanismo cívico defiende, exige individuos intelectual y éticamente formados. Sólo desde esta auténtica educación cívica, que es primordialmente educación en la virtud (Aristóteles, 1993; Llano, 2003), se pueden alcanzar las dos metas fundamentales de la vida política: la vida buena y el bien común. Son éstos, objetivos que el humanismo cívico reclama y promueve operativamente postulando el recurso a una auténtica formación ciudadana (Llano, 2002), es decir, una tarea de educación profunda. En este empeño aparecen como absolutamente relevantes: la necesidad de restablecer culturalmente el valor de la verdad; la urgencia de devolver a la familia su índole insustituible de primera comunidad humanizadora, educativa y civilizadora (Llano, 2001), así como el reto impostergable de la formación humanística de la ciudadanía (Llano, 1999; 2002). En este punto es posible advertir ya el papel crucial que los medios pueden cumplir en el humanismo cívico


El sentido de la comunicación: de la pragmática a la antropología

Como punto de partida es necesario comenzar con una reflexión que esboce un fundamento antropológico común que permita articular coherentemente el fenómeno de la comunicación social con la propuesta del humanismo cívico en el plano sociopolítico. Porque, tal como ha advertido A. Llano (1986), desde la antropología se pueden recoger y armonizar jerárquicamente la reflexión, la adecuación con lo real, y la objetividad.

Sin duda, la comunicación es una actividad vital cuya comprensión abarca múltiples, extensas y profundas consideraciones que no cabe aquí tratar. Sin embargo, cabe al menos resaltar que el diálogo, en tanto que dimensión racional esencial de la comunicación humana, es el punto de quiebre de las diferencias teóricas más significativas en el plano filosófico acerca de la comunicación. El diálogo es la comunicación humana consciente, excluyendo otras formas de comunicación tales como la comunicación metafísica y la comunicación humana inconsciente (Redondo, 1999) que merecen ser analizadas profundamente. Con todo, cabe resaltar que el diálogo, en tanto que dimensión racional esencial de la comunicación humana, es el punto de quiebre de las diferencias teóricas más significativas en el plano filosófico acerca de la comunicación porque, como afirma Vicente Arregui (1986), la falibilidad de la comunicación se encuentra en el plano de las conciencias finitas, es decir, humanas.

Actualmente pueden identificarse cuatro visiones generales sobre la naturaleza del diálogo y, por tanto, de la comunicación, que aquí se nominarán como: la visión relativista, la logocrática, la racionalista y la realista.

La visión relativista está latente en muy diversos planteamientos filosóficos y lingísticos, cuya formalización más representativa está dada por el denominado pensamiento débil (Llano, 1988). El relativismo en la comunicación es la versión moderna del clásico escepticismo sofista, donde se considera que el diálogo humano no puede alcanzar de ninguna manera la anhelada verdad, por lo que la comunicación se reduce a sus intereses y consecuencias pragmáticas, a los actos de habla, a la voluntad de poder de los interlocutores, y a todo aquello que en la comunicación rodea al diálogo, sin ser el diálogo mismo. Resulta claro que esta concepción sofística del diálogo, encaminada principalmente a lograr la persuasión, termina limitándose a proporcionar herramientas al servicio del poder, reproduciendo, así, el modelo sofista del discurso propio de la antigedad ateniense (Redondo, 1999).

La visión logocrática, como denomina Steiner (2007) a aquella concepción del lenguaje que hace de él el fundamento de la restante realidad o del ser mismo, se constituye teóricamente como prometedora, pero en su aplicación real se traduce en la imposición de los más fuertes sobre los más débiles, o en este caso, de los más locuaces.

La visión racionalista formaliza sutilmente el diálogo, conceptualizando y ordenando los supuestos del mismo, depurándolo conceptualmente mediante una ficción útil a la argumentación formal, analizándolo como proceso, pero olvidando su característica más relevante, estrictamente humana: la referencialidad trascendente. De forma tal que, en dicha visión, la semántica se reduce a una semántica del estado afectivo, los prejuicios personales y las modas intelectuales sociales, siempre y cuando cuente también con el aval de la coherencia y la verosimilitud formales las que, a su vez, se convierten en condiciones suficientes para construir la verdad (Llano, 1986).

Dichas comprensiones del diálogo y la comunicación suelen presentarse interrelacionadas, confundidas e indiferenciadas, al converger en un punto común de omisión: la omisión de lo que se puede denominar una semántica de la referencialidad trascendente. Porque lo que se ha olvidado en el diálogo es, precisamente, su evidente finalidad: la verdad (Casado, 1986). Y es que el diálogo sólo tiene sentido en la verdad: "La verdad es aquello que comparten (y buscan) los que hablan. No tiene sustitutivo útil" (Yepes Stork, 1996, p. 68).

La verdad es el fundamento y, por tanto, el sentido más profundo de la comunicación. Una verdad que nosotros sólo descubrimos, y de ningún modo hacemos (Llano, 1986). Ésta es la posición gnoseológica tanto del sentido común como de la más elaborada tradición filosófica (Tomás de Aquino, 2001). Pues bien, a este reconocimiento de la verdad es a lo que Llano (1986) denomina la visión realista de la comunicación y del diálogo. Por supuesto que al admitir la aceptación de la verdad como postulado básico de toda auténtica comunicación humana se es consciente del carácter inacabado e inacabable, mejor aún, inabarcable de la verdad, así como de su carácter histórico, y de su multidimensionalidad, pues, ya lo decía Aristóteles, "ente se dice de muchas maneras" (Aristóteles, 1994). De ahí la importancia que el humanismo cívico reconoce al diálogo como instrumento adecuado para abordar la verdad desde los muchos aspectos que ella encierra, y que nunca se revelan todos juntos a únicamente una persona o un grupo, pudiendo arribar, así, a consensos racionales, no meramente fácticos (Llano, 1999).

Preguntarse por el significado o sentido de la comunicación se resume, a su vez, en las preguntas: ¿qué se debe comunicar?, ¿para qué comunicarse? En este punto la cuestión gnoseología trasciende al plano antropológico. Si lo que se busca con el diálogo constante y la comunicación permanente es esencialmente la verdad, entonces significa que las personas necesitan la verdad, tienden a ella. Porque no la poseen, la buscan. Al buscarla no les basta con observar al mundo, reflexionarlo y teorizarlo, deben, además, compartir su reflexión y teorías con las de sus semejantes, las cuales suelen resultar igual o más enriquecedoras (Redondo, 1999). En tanto dichas personas reales siempre están condicionadas por un momento histórico y un contexto cultural, el diálogo que entablan con sus semejantes, y más especialmente con sus mayores y con sus instituciones, es un diálogo que recibe una visión de mundo decantada por el trabajo de búsqueda de muchas generaciones precedentes o tradición (Maclntyre, 1992). Lo afirmado supone una concepción no positivista ni pragmatista de la comunicación, sino profundamente antropológica.

Se advierte así cómo la condición de posibilidad gnoseológica de la verdad reviste una dimensión dialógica debido a la necesidad antropológica del otro en la búsqueda y el hallazgo de la verdad (Maclntyre, 2001). Bajo este aspecto, el diálogo se convierte en el acto enriquecedor de servir y ser servido, es decir, en un valor humano cargado de toda la dramática propia de la realidad humana, de toda la riqueza existencial. Así lo entiende Jaspers (Uña, 1984), para quien no es de ninguna manera legítimo despojar al diálogo de los caracteres propios de la existencia empírica, superficial, despersonalizada, sumida en posiciones sociales de poder, ni mucho menos sumirlo en ella. Son los dos extremos que adoptan los racionalistas y los relativistas, respectivamente. Jaspers entendía que la existencia empírica era la que daba paso a la necesidad de una comunicación más profunda, como un proyecto de comunicar mi subjetividad con otra subjetividad, sin objetivaciones que reduzcan la libertad de alguno de los dialogantes. La libertad y la verdad puras, así como la mundanidad pura, son en la existencia humana, utopemas (Uña, 1984).

Mantener la virtud del término medio en la praxis dialógica implica, por un lado, no perder de vista la teleología veritativa del diálogo (Spaemann, 1980), ni su carácter semántico referencial trascendente. Por otro, supone ser consciente de la importancia de los factores persuasivos y, al mismo tiempo, de los límites y las realidades tácticas de los dialogantes y de los medios del diálogo mismo para, desde allí, ir en busca de la verdad y de la comunicación profunda. Desde la perspectiva realista, la persuasión debe ser el resultado de la crítica realista aplicada a la honesta búsqueda de la verdad, y no el fin del diálogo. Es lo que esencialmente debe diferenciar a la mera publicidad de la comunicación social rigurosa. La krinein (crítica) es discernimiento, un poner las cosas en su sitio, saber a qué atenerse, por contraposición a la crítica implacable del criticismo que sólo busca deconstruir y destruir los discursos.

Otra consideración realista importantísima del diálogo es la contextualización de las ideas. Esto se ve claramente evidenciado en el lenguaje, pues "Las palabras aisladas, sin determinación contextual, no pueden mentir" (Casado, 1986, p. 103). Es decir, es en los juicios, en los discursos, en donde los conceptos reciben significación plena. Todo concepto tiene su contexto, y son el contexto y el juicio, y no el concepto y la palabra, los que principalmente se adecúan, o no, a la realidad.

Jaspers entiende que "La existencia es historicidad y libertad" (Uña, 1984, p. 134), lo cual significa que la imbricación de los dos elementos es esencial al diálogo, y la eliminación de cualquiera de ellos sería nefasta. "La historia, que es camino hacia la libertad, es el lugar de la manifestación de las existencias y el escenario de las situaciones comunicativas" (p. 227). La libertad, apertura existencial que involucra conocimiento, albedrío y norma, y que en ninguno de estos elementos se agota, es el proyecto que se debe seguir individual y colectivamente, es una actitud de amor al mundo, no una conquista formal. Esta idea de libertad supera con mucho los reduccionismos que la hacen incompatible con la sociedad —individualismos—, o que la subsumen en ella —socialismos—. Las libertades se conciertan bajo las ideas, sin agotarse por ello, ni ideas, ni libertades:

(...) una idea que es conexión de sentido posibilita a los comunicantes a reconocerse como participantes de un sentido pleno, que no lo posee aquél que no pertenece a esta "comunidad de ideas". La totalidad espiritual, pues, es una idea que crea conexión de sentido a los múltiples fines definitivos de mi acción, delimita y perfila el inacabamiento de la conciencia en general y auna la dispersión de lo posible y de lo experimentable (Uña, 1984, p. 64).

No se agotan ni libertades ni ideas, porque "Lo específico de la comunicación es precisamente esto: dar sin empobrecerse" (Redondo, 1999, p. 178). Dar, donar, participar son todas acciones perfectivas que abren mi ser al ser de los demás, expresiones máximas de libertad, que son consustanciales a la comunicación:

Porque la comunicación, como donación o transmisión de algo, supone justamente la "puesta en contacto", la "conexión" previa entre el que da o comunica y el que recibe o participa. Sin esta condición, la comunicación sería radicalmente imposible. Es precisamente este lazo el que hace posible toda comunicación. Es más, la idea de "comunidad", que el análisis etimológico nos descubrió como subyacente al concepto de comunicación, se traduce en este tercer elemento que, por ser común a los términos que entran en comunicación, los une, haciendo posible la comunicación misma (Redondo, 1999, p. 176).

De esta manera, la comunicación y el diálogo unen a las personas al aumentar los ámbitos de acción conjunta. Bajo este punto de vista, la comunicación representa un factor de cohesión social, en la medida en que se revela como un instrumento imprescindible para superar la ignorancia, la cual no puede superarse sino por el diálogo racional que transmite conceptos:

La trascendencia de esta comunicación por medio de signos se revela en dos limitaciones de la naturaleza humana que dicha comunicación viene a suplir. Ambas proceden de la misma constitución esencial del intelecto, al cual puede estarle vedado el conocimiento de algo, en sí cognoscible, por dos motivos fundamentales, que señala santo Tomás: uno, por la ausencia -en el espacio, en el tiempo o en ambos- del objeto cognoscible. Es el caso de los hechos pretéritos, o de aquellos otros que escapan a nuestra sensibilidad por su lejanía en el espacio. Otro, por defecto de la misma potencia intelectiva, que, teniendo presente el objeto inteligible, no puede tener acceso a él por su propia debilidad (Redondo, 1999, pp. 127-128).

Tener claro el carácter netamente antropológico del diálogo permite acceder, así, a la dimensión social del mismo, una vez que se dejan a un lado las ficciones racionalistas que prescinden de la índole axiológica, histórica y ontologicamente falible y dependiente del dialogar. Tener clara la trascendentalidad semántica del dialogar, vuelve factible la dimensión social del mismo sin caer en relativismos que le hagan perder su sentido.

La comunicación en su aspecto social, que en este contexto equivale a masivo, presenta elementos procedentes del ámbito relacional de la realidad humana. Bajo esta condición, el diálogo se vuelve complejo y en la comunicación surgen realidades como la opinión pública, los medios, las instituciones involucradas, y el alcance específicamente político de la comunicación social. Este nivel social de la comunicación presenta perspectivas teóricas dominantes como sucede con el diálogo. Así lo percibe Yarce (1986), quien afirma que "El predominio de la descripción sociológica de los medios y su análisis funcionalista sobre el carácter humano de la mediación comunicativa, conduce a la desfiguración académica, científica y operativa de la información y del entero proceso de la comunicación social" (pp. 29-30). En cambio, si se restablece la índole antropológica, no sólo se salvan las paradojas del diálogo individual, sino que se sientan las bases para rescatar el diálogo en su dimensión social, porque "Conocimiento y amor son las dos acciones inmanentes perfectivas fundamentales del hombre y constituyen también los dos órdenes básicos de la comunicación" (Redondo, 1999, p. 199).


La verdad, la educación y la ética en la comunicación social

Si la verdad es el fin del diálogo y de la comunicación, y es, en efecto, alcanzable por el ser humano, debe existir un modo de comunicarse gracias al cual se tienda más a la verdad que a la mentira. Dicho modo no resulta tanto ser técnico, como fundamentalmente ético. Y es ético porque implica el propósito de acercarse a la verdad y alejarse de la mentira, lo cual es un compromiso personal, una decisión valorativa, una determinación ética. La sola técnica, en sí misma, puede servir tanto a la verdad como a la mentira. Ninguna técnica, ni ningún método garantizan por sí mismos la verdad, en tanto que para acercarse a ésta y al bien dependen del presupuesto ético que les sirve de base y del que no pueden prescindir, sino explícita, al menos implícitamente (Maclntyre, 1992).

De ahí que la dimensión ética de la comunicación social deba traducirse en términos de un incondicional compromiso con la verdad. Porque los medios cobran plena significación sólo a partir de su misión pedagógica fundamental de "atestiguar la verdad sobre la vida, sobre la dignidad humana, sobre el verdadero sentido de nuestra libertad y mutua interdependencia" (Juan Pablo II, 1999, n. 2).

Para revestirse de la impronta pedagógica que debe caracterizarla, la comunicación ha de estar condicionada tanto por la intencionalidad de quienes la administran como por el carácter limitado y perfectible de todo producto humano. Tal como ha señalado Redondo (1999), "En cuanto a los medios, las limitaciones pueden surgir por la ausencia de los mismos, por su insuficiencia o por su desproporción, es decir, por no ser adecuados al tipo de relación que se trata de establecer" (p. 238). Se comprende, entonces, que al ser una herramienta, y una herramienta limitada, los medios de comunicación social tienen su teleología fuera de sí, y deben ser usados con prudencia. En tanto que medios, su finalidad está en la comunicación, como comunicación su finalidad está en la verdad, y como sociales su finalidad está en la justicia que es la verdad de lo que le corresponde a cada quien en la sociedad, y a cada conglomerado social.

Por esta razón, el humanismo cívico considera que una administración sabia de los medios de comunicación social constituye un potente aliado en la tarea de imprimir un estilo humanista a la convivencia ciudadana, pues, partiendo del principio de que "la tekhne se mueve en el nivel de los medios, mientras que el ethos permea la vida humana desde el 'reino de los fines'" (Llano, 1988, p. 185), la ambigua potencialidad ética propia de los actuales medios puede muy bien utilizarse a favor de la construcción de una verdadera democracia.

Pero, ciertamente, un uso sabio de tales recursos supone tanto comunicadores como receptores sabios. Es decir, comunicadores equipados con una sólida formación humana y un peso ético inquebrantable frente a las presiones de la tecnoestructura. Así mismo, deben ser receptores equipados con una sólida formación intelectual que les permita ser críticos prudentes frente a los parámetros relativistas y pragmatistas imperantes, incidiendo de manera positiva y eficaz en los derroteros de la vida política. Porque, según ha advertido Habermas, "El ser humano, como sujeto activo del proceso histórico, lleva consigo la capacidad virtual de incidir en él; sin embargo, no cabe esperar ninguna acción emancipadora desde la pérdida de sí mismo" (Boladeras, 1996, p. 20).

Desde esta perspectiva, tanto comunicadores como receptores, a la hora de hacer uso de las poderosas herramientas mediáticas, deben afrontar honradamente la cuestión más esencial que plantea el progreso tecnológico en general. Deben plantearse con sinceridad si, gracias a él, la persona humana realmente se perfecciona porque "La finalidad última de los mensajes informativos no puede ser otra que el servicio al hombre, considerado tanto en su dimensión personal como social" (Soria y Giner, 1985, p. 82). Existen, por consiguiente, ámbitos cruciales en los que los medios pueden incidir favorablemente con miras a la construcción de un humanismo ciudadano.

Con relación a la promoción de la dignidad humana en todos sus aspectos, la comunicación mediática, inspirada en el criterio de respeto a la dignidad de la persona, posee los instrumentos más eficaces para restablecer la centralidad del ser humano y su promoción auténtica en las diversas esferas de la cultura y de la política. Desde los espacios informativos hasta los programas de mero entretenimiento, pueden realizar en este sentido una labor educativa insustituible:

  • Presentando una visión adecuada del ser humano, quien merece absoluto respeto desde la concepción hasta la muerte: "Si la dignidad del hombre no fuera prepositiva, carecería de sentido hablar de derechos humanos" (Llano, 1988, p. 189). Esforzándose por mostrar esa exigencia de cuidadosa atención que se extiende a todas las etapas de la vida humana tanto las de plenitud como, e incluso más, las de decadencia física o espiritual.

  • En torno al matrimonio y la familia: "Con la irrupción de la llamada 'civilización de la imagen', las personas y las instituciones se entregan complacientes al exhibicionismo renunciando con relativa facilidad a determinados ámbitos de su intimidad otrora protegidos celosamente" (Blazquez, 1994, p. 9). Frente a ello, el comunicador debe anteponer "el derecho al honor, la intimidad y la propia imagen de las personas" (Fraguas, 1988, p. 255). Es más, debe realzar el valor profundamente humano del amor, y de los actos de amor: la fidelidad, el perdón, la entrega, ayuda, cuidado, diálogo, enseñanza, honor, beneficio, respeto, creación y contemplación, que desde la familia deben irradiar a las instituciones, y a la sociedad, estimulando la amistad social (Yepes Stork, 2003), o amistad cívica.

  • Ante al avasallamiento del mercado: los comunicadores deben desalentar, en lugar de estimular, una visión economicista del hombre (Ballesteros, 2000) que impone los cánones de la avaricia y la codicia como pautas tácitamente aceptadas de comportamiento.

  • Frente al avance implacable del Estado: la relación entre el periodismo y la política es vital. De hecho, el periodismo es una profesión política por excelencia (Conejeros, 2000) puesto que,

    (...) la información tiene una función social importante ya que, determinando su calidad, su eficacia y su viabilidad, adjudica y exige de los que la ejercen una responsabilidad fundamental de carácter social, dirigiéndose hacia el conjunto de la sociedad ya sea la nación o los múltiples colectivos imbricados en ella (Fraguas, 1988, p. 251).

Es decir, compete al comunicador denunciar la corrupción, la injusticia y la incompetencia, al tiempo que resaltar la competencia, el espíritu cívico y el cumplimiento del deber.

  • Finalmente, hay que destacar la aportación imprescindible de los medios en la construcción de una cultura de la reconciliación y de la paz que sustituya la razón estratégica del nosotros contra el ellos (Mockus, 2006), propia de la mentalidad imperante, y la reemplace con una nueva sensibilidad atenta a "formas de vida más humanas, donde la paz sea la consecuencia de una lucha por la justicia" (Soria y Giner, 1985, p. 84). Sin duda, la paz exige una pedagogía de la justicia como actitud preliminar:

Frente a graves injusticias, no basta que los comunicadores digan simplemente que su trabajo consiste en referir las cosas tal como son. Eso es indudablemente su tarea. Pero algunos casos de sufrimiento humano son en gran parte ignorados por los medios de comunicación, mientras informan acerca de otros; y en la medida en que esto refleja una decisión de los comunicadores, también refleja una selectividad inadmisible (CPCS, 2000, n. 14).

Un modo muy concreto de contribuir a la convivencia pacífica lo constituye, entonces, el compromiso de los medios con la justicia convirtiéndose especialmente en portavoces de los que no tienen voz, y siendo ejemplares en el ejercicio maduro de la profesión, es decir, "de la más alta calidad científico-tecnológica y con el más irrestricto apego a las normas éticas" (Conejeros, 2000, p. 227). Sin olvidar, por otra parte, que "la función pacificadora de los medios es incompatible también con el nihilismo ideológico" (Soria y Giner, 1985, p. 82).

Finalmente, la tarea cívica insustituible de los medios puede resumirse en la articulación de libertad y responsabilidad: "El derecho y el deber de opinar obligan al sujeto cualificado a ser responsable en el ejercicio de su derecho y en el cumplimiento de su deber, públicamente" (García Sanz, 1988, p. 257). No cabe alegar el derecho a comunicar, por ejemplo, la difamación y la calumnia, fomentar el odio y el conflicto, la obscenidad, la pornografía. Hay que recalcar que "la libertad informativa sin sentido de responsabilidad es tan cuestionable en la práctica como imposible la responsabilidad sin libertad suficiente. Libertad informativa y responsabilidad son términos mutuamente implicativos" (Blazquez, 1994, p. 219).


Conclusión: hacia una hermenéutica de la esperanza. Una propuesta comunicativa desde el humanismo cívico

La propuesta comunicativa que ofrece el humanismo cívico puede definirse como una hermenéutica de la esperanza. Ésta encierra todo lo que hasta aquí se ha explicitado, además de otras connotaciones. En primer lugar, esta hermenéutica indica que la materia de la comunicación es la verdad y no la neutralidad, aún en el plano político en el que contrapone la responsabilidad a la neutralidad. Comprende que la neutralidad es imposible y hasta poco deseable, pues en la práctica dicha pretensión termina siendo utilizada al servicio del poder. La hermenéutica humanista también asume que la verdad posee una importante, aunque no exclusiva, dimensión socio-histórica. De ese modo, posee un contexto explicativo más adecuado para analizar la comunicación a nivel social.

En lugar de la consabida objetividad, que es también tácitamente una pretensión hermenéutica, cabe más hablar de la verdad como materia de la comunicación:

La objetividad no es neutralidad informativa. El compromiso del informador es con la verdad y con sus propios límites. No puede decirlo todo, juzgarlo todo, pero debe atenerse a la realidad que ha investigado. Debe interpretar los acontecimientos, contextualizados adecuadamente. Este nuevo sentido de la objetividad debe superar tanto los "hechos puros", las informaciones de por sí elocuentes, como la interpretación puramente ideológica de la realidad (Guash, 1988, p. 401).

Esta interpretación se ajusta mejor a una comprensión humanista de la convivencia cívica. La pretensión de objetividad, en cambio, es prototípica del positivismo. El positivismo resulta ser también un proyecto que, de hecho, ha generado incontables progresos en el campo de las ciencias exactas. Sin embargo, resulta peligroso que impere en el campo de las disciplinas humanas, que deben ser ciencias, sí, pero ciencias en un sentido clásico más amplio, no positivista. El proyecto positivista moderno desembocó en la paradoja bajo la cual, el hombre moderno, tras desantropomorfizar la naturaleza, terminó desantropomorfizándose a sí mismo (Spaemann, 2004a; Llano, 1988), por ello, las verdaderas ciencias humanas deben rescatar los elementos propiamente humanos tales como la historicidad y la teleologicidad.

La expresión hermenéutica de la esperanza requiere algunas salvedades. Su contraposición a la objetividad no significa de ningún modo subjetivismo, sino asumir el que necesariamente siempre exista una posición previa al hecho; un prejuicio como diría Gadamer (1997). Pero dicha posición debe ser claramente identificada y, por tanto, asumida de manera consciente y reflexiva.

La hermenéutica tácita propia del positivismo, aplicada en los medios masivos de comunicación social, desemboca paradójicamente en una hermenéutica de la paranoia y la desesperación. Paradójicamente, puesto que la mayor pretensión del positivismo, desde Descartes y Bacon, es la seguridad, el dominio y la certeza. La certeza es un estado subjetivo-afectivo frente a la verdad, y no es la verdad misma la cual, a veces, puede generar incertidumbre en un sujeto. Pues bien, la pretensión de certeza ha desembocado en el nivel social en paranoia. Porque la otra cara de la moneda de la certeza, es decir, del paradigma positivista en su aspecto sociopolítico, es la voluntad de poder desenfrenada. Puesto que para estar cierto del actuar del otro debe reducírsele su libertad, bien en el plano teórico, bien en el plano práctico, porque la libertad del otro genera en incertidumbre, eterna desconfianza ante una posible traición (Uña, 1984). Se comprende, así, que a la tesis, propia del mecanicismo antropológico, de la predecibilidad y objetividad humanas le siga el propósito, más o menos declarado, de manipular al ser humano (Maclntyre, 1987) con el fin, entre otros muchos posibles, de mantenerlo bajo control. Ahora bien, cuando presuntos manipuladores se enfrentan, la respuesta a ese temor es hacerse más impredecible, más poderoso, mentiroso, sofisticado, encubridor; entonces el temor social se convierte en paranoia: nadie puede saber lo que está elucubrando el otro. No en vano, autores como Jesús Ballesteros (2006) han caracterizado a la actual cultura como cultura del miedo, hija del temor y la zozobra, y llamada a malograr cualquier anhelo de convivencia plenamente humana y pacífica.

Frente a la hermenéutica de la paranoia, el humanismo cívico postula la esperanza. La esperanza como clave hermenéutica. Esperanza que no cabe confundir con optimismo ingenuo. Leonardo Polo (1998) es un filósofo que ha reflexionado de modo penetrante sobre la esperanza, y su análisis es seguido muy de cerca en este trabajo. Como enseña Polo (1998), la esperanza no es bobalicón optimismo, ni en su versión todo está bien, ni en su versión todo estará bien, que, por cierto, es con lo que se suelen apaciguar —¿engañar?— los ánimos ante la paranoia imperante. La esperanza es la fuerza con la que se afronta el futuro gracias a la convicción de que los retos y las dificultades de hoy pueden ser oportunidades para el mañana.

Ante el mal, la esperanza rehusa la actitud típica de la paranoia, que es un rendirse. También rehusa la actitud un poco más sofisticada y elegante, la resignación, que es el modo sutil de la claudicación. No es tampoco la temeridad irreflexiva fruto de la desesperación que impulsa a jugar el todo por el todo —ésa suele ser la actitud de quien se inmola—.

La esperanza es la reflexiva sabiduría de quien confía en sí mismo y en los demás, sus amigos, su comunidad, y construye soluciones a partir de esa confianza. La esperanza es constructiva, no destructiva ni avasalladora, pues, "es una virtud, específicamente teologal, pero es también esa fuerza vital que nos lanza a emprender proyectos difíciles en la medida en que, al mismo tiempo, los vislumbramos como una realidad asequible" (Irizar, 2006, p. 7). La esperanza y la confianza que las grandes culturas han tenido es la que les ha permitido, en efecto, emprender a lo largo de la historia grandes hazañas, instituciones y civilizaciones; a diferencia de la guerra bárbara, que paranoica, tumultuosa, sin visión de futuro, sólo destruye. Cabe, no obstante, remarcar que toda esperanza humana —en la medida en que la esperanza como virtud es esencialmente teologal (Santo Tomás de Aquino, 1950-1964)—, recibe firmeza y su significado pleno de esperar, en último término, aquel único bien capaz de llenar de manera incondicional y definitiva nuestros deseos y aspiraciones más profundos (Benedicto XVI, 2007). Es Él la gran esperanza que, lejos de apartarnos de este mundo y del compromiso con el otro, reviste nuestro actuar de esperanza activa, "con la cual luchamos para que las cosas no acaben en un 'final perverso'. Es también esperanza activa en el sentido de que mantenemos el mundo abierto a Dios. Sólo así permanece también como esperanza verdaderamente humana" (Benedicto XVI, 2007, n. 34).

Una última y, tal vez, más importante aclaración, consiste en precisar que la paranoia y la esperanza deben ser identificadas en el actual espectro cultural, no como meros estados emotivos, sino como estados existenciales; como una visión del mundo, de sí mismo, y del otro, que define mi actuar en el mundo, y respecto a los demás. Mientras que la paranoia sólo reconoce la comunicación objetivante, la esperanza elige la comunicación profunda, libre, intersubjetiva (Llano, 2003), aunque asume que la primera, en ciertos casos, puede ser necesaria. Histórica y esencialmente hablando, la hermenéutica de la paranoia es, en suma, el resultado existencial, axiológico, práctico y comunicativo del paradigma de la certeza y de la inmanencia.

Ineludibles consecuencias de la hermenéutica de la paranoia una vez domina en el campo comunicativo, y por tanto en la educación, son la masificación emotiva de la sociedad, y la fragmentación vital. Lo único en común que tiene la sociedad serían sus estados de histeria colectiva activados por el terrorismo o su amenaza, los eventos deportivos, los desastres naturales, la tensión política internacional, y los partidismos. En tanto que las cuestiones vitales profundas, la búsqueda del bien y del sentido, así como el compromiso y el encauzamiento del trabajo y las energías vitales se encierran en el individuo de una forma solipsista.

En oposición a cualquier hecho llamativo o comercial, a hechos que afectan únicamente la intimidad de las personas, y en contraste con mentiras, verdades a medias, verdades infladas..., la hermenéutica de la esperanza es una propuesta acerca de lo que debe ser el objeto formal de la disciplina del humanismo cívico. En el marco de la hermenéutica de la esperanza, la lectura e interpretación de la información o de los hechos implicaría un análisis orientado por unos criterios muy definidos de entre los cuales cabe destacar:

  • Criterios de censura: la existencia de criterios de censura-selección no es, ni debe ser, política, sino profesional. Porque la libertad de expresión no es un fin, sino un medio u herramienta de servicio social, entonces, las opiniones que atentan contra la dignidad y la verdad deben ser inadmisibles. La influencia educativa también debe considerarse, porque hay opiniones (opinaderos) irresponsables, sin fundamento, que pueden hacer mucho daño al receptor sin suficientes criterios. Las opiniones deben respetarse pero seleccionarse según un mínimo de fundamentación, seriedad y responsabilidad. Los intereses económicos o de partido político, de poder, no son nunca criterio de censura, aunque suele estilarse todo lo contrario.

  • La voluntad de franca escucha entre los interlocutores mediante un sano y respetuoso diálogo. En este sentido, resultan muy valiosos los análisis ofrecidos por Spaemann (1980) y por Habermas (1988). Conviene subrayar acerca de este punto que, junto con el respeto a los interlocutores, el diálogo sincero debe tener siempre presente la búsqueda de la verdad que trasciende a los que dialogan.

  • Análisis fundamentado y responsabilidad a la hora de emitir juicios respecto de presuntas intencionalidades buscando por encima de todo la verdad; sin arrogarse funciones judiciales, siempre inclinándose a interpretar los hechos más bajo la perspectiva de posibilidades de mejora que bajo el efecto destructivo de impulsos fatalistas.

  • Jerarquía de valores: los medios deben estar al servicio de las instituciones (empresas mediáticas), las instituciones al servicio de las noticias y los comunicadores, y no al contrario. Los comunicadores y las noticias deben estar al servicio de los receptores y no al contrario. Finalmente, los medios, las instituciones, las noticias, los comunicadores, los receptores, y las relaciones comunicativas, deben estar al servicio de la verdad.

Básicamente, el ejercicio de la libertad de expresión, gran logro alcanzado por las democracias modernas, se salva de sí mismo sólo entendiéndolo como lo que es, una herramienta al servicio de un fin. El fin es la verdad que en su dimensión social se traduce como justicia.

Así, mientras el actual panorama comunicativo se caracteriza por poner los diversos organismos del tecnosistema al servicio de la persuasión paranoica. Por el contrario, en la hermenéutica de la esperanza, la persuasión es un resultado periférico y multilateral del diálogo como camino hacia la verdad. Pues si no hay verdad, el único objetivo real que le queda al diálogo serio es el de la persuasión como fin, que se entroniza como una pretensión unilateral y de poder.

La educación como fundamento de posibilidad del diálogo entablado entre dialogantes responsables, y como resultado del ejercicio comunicativo responsable en una sociedad de la educación, es la garante real de la hermenéutica de la esperanza como propuesta comunicativa.

Educación ética en el uso de la libertad, educación intelectual para la consolidación de criterios verdaderos y profundos, reconocimiento del otro y del carácter dialógico de la verdad, son algunas de las condiciones educativas bajo las cuales el ejercicio del comunicador social pasa de ser una simple técnica mediática a constituirse en un dignísimo e importantísimo ejercicio prudencial. Tal como ha escrito Carlos Galdón (2006), "El Periodismo es (y debería constituirse como) una actividad intelectual y moral práctica, en la que la prudencia sintetiza, ordena y dirige las acciones (...) un saber prudencial que consiste en la comunicación adecuada del saber sobre las realidades humanas actuales que a los ciudadanos les es útil saber para su actuación libre y solidaria" (pp. 45-46).

Se trata de que los medios de comunicación, y el ejercicio de la comunicación social no devengan en un subsistema más, en simple intercambio de influencias y capital con el subsistema-Estado y el subsistema-mercado, ni en un recurso simplemente en contra, perturbador y contestatario, sino que se constituyan en un sano puente de unión; en un diálogo multidireccional, para una sociedad justa, culta y participativa. Estos son los esbozos de lo que podría denominarse una hermenéutica mediática de la esperanza.



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