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Palabra Clave

versión impresa ISSN 0122-8285versión On-line ISSN 2027-534X

Palabra Clave v.14 n.1 Chia ene./jun. 2011

 


El discurso político
desde la publicidad de consumo en la televisión

Political Discourse
in Consumer Advertising on Television

Giuliano Seni-Medina1

1 Especialista en Comunicación para el Desarrollo Regional. Docente, Universidad Autónoma del Caribe, Barranquilla, Colombia, giuliano.seni@gmail.com

Recibido: 23/09/10 Aceptado: 21/03/11



Resumen

Este artículo de reflexión analiza la dimensión política del problema planteado en un contexto globalizado y posmoderno. Desde una perspectiva crítica, siempre se ha afirmado que los mensajes de los medios de comunicación contienen un discurso ideológico. La televisión, el gran medio, no es la excepción. Movida por el motor de la publicidad, el discurso publicitario es uno de los mayores promotores de imaginarios políticos en la teleaudicencia. Pero, ¿sobre qué factores se construye el discurso político en la publicidad del consumo en la televisión? ¿Cómo es la relación entre el medio televisivo, la publicidad y el discurso político que promueven?.

Palabras clave: discurso, publicidad, consumo, televisión.



Abstract

This article analyzes the political dimension of the problem set in a globalized and postmodern context. From a critical standpoint, it always has been claimed that messages in the media contain an ideological discourse. Television, the great medium of our day, is no exception. Driven by the engine of advertising, the discourse of publicity is one of the major promoters of political imaginaries among the television audience. But, on what factors is the political discourse in television consumer advertising built? What is the relationship between the televised medium, advertising and the political discourse they promote?.

Key words: Discourse, advertising, consumption, television.



Introducción

La publicidad televisiva no sólo busca persuadir a la teleaudiencia para movilizarla a adquirir los productos que promueve. Busca, además, persuadir a los consumidores potenciales o target a adoptar comportamientos, hábitos y costumbres políticas, es decir, imaginarios políticos en sus públicos, con suficientes razones para ello: la televisión privada en Colombia, principal medio de promoción publicitaria del país, representada por los canales RCN y Caracol, cuenta con una teleaudiencia garantizada a partir de su cobertura nacional mayoritaria en señal abierta, y su retransmisión en paquetes básicos de televisión por suscripción, sea por cable o satélite, respondiendo de paso a un contexto de capitales privados y grupos económicos poderosos que sustentan, precisamente, el status quo de la relación producto-consumidor.

De tal forma, surgen varios interrogantes acerca de las características del discurso político que se promueve desde la publicidad de consumo en los canales de televisión nacional privada en Colombia, los imaginarios que promueve este tipo de publicidad y la posibilidad de proponer un modelo teórico que explique dicho fenómeno.

A partir de una investigación desarrollada en el Programa de Dirección y Producción de Radio y Televisión de la Universidad Autónoma del Caribe, se realizó un análisis teórico sobre el discurso político que la publicidad televisiva contiene. El objetivo principal fue desarrollar una perspectiva teórica acerca de los elementos sobre los cuales se fundamenta la construcción del discurso político en la publicidad televisiva y la relación entre el medio, la publicidad y dicho discurso. Para lograr tales propósitos, en un primer momento del estudio se aborda la problemática desde una perspectiva crítica que plantea el medio como puerta a los campos de producción cultural. En este sentido, fue menester revisar los postulados de Bourdieu. En un segundo momento, se aborda la publicidad como estrategia hegemónica del capital, y el origen de su discurso político a la luz de los postulados de Ford, Sánchez Ruiz, Colon Zayas, Martín-Barbero y Ornar Rincón, principalmente; luego, se analiza cómo se construye la actitud política según los planteamientos del psicólogo Michael Milburn; finalmente, se analiza el consumo como práctica política a la luz de los planteamientos de García Canclini.


El acceso a la televisión y a los campos de producción cultural

La imposición del tema que se va a presentar, las condiciones en que se plantea y el tiempo que lo delimita, expresan distintas formas de censura que determinan el acceso a la televisión. Paralelo a las anteriores consideraciones, coexiste la censura de orden político y económico, sobre todo, porque los propietarios de las principales cadenas de televisión mundial son empresas privadas, quienes en ningún momento permitirán la difusión de información que atente contra sus intereses (Bourdieu, 2001). En este sentido, ¿bajo qué condiciones se accede, producen y difunden contenidos desde la televisión?

El volumen creciente de información y entretenimiento se origina, la mayor parte de las veces, de fuentes de emisión controladas por superempresas que se movilizan por la tierra sin dar cuentas a nadie, excepto a sus accionistas (De Moraes, 2005, p. 78). De tal forma, el grado de autonomía de un medio de comunicación se mide, sin duda, por la parte de sus ingresos que provienen de la publicidad o del Estado (como anunciante o patrocinador), así como por el grado de concentración de sus anunciantes (Bourdieu, 2001), recordando la ley de Jdanov:

Cuanto más autónomo y más rico en capital específico sea un productor musical, y más exclusivamente orientado esté hacia ese mercado restringido en el que como clientes sólo tiene a los propios competidores, más inclinado se sentirá a la resistencia. Por el contrario, cuanto más destine sus productos al mercado de la gran producción, más tendencia mostrará a colaborar con los poderes externos, a someterse a sus exigencias [...] Es someterse sin condiciones a la destrucción de los campos autónomos, ciencia, política, literatura (p. 90).

Lo anterior se interpreta como la sumisión de las expresiones culturales a los intereses del mercado masivo de la televisión, de la producción cultural frente al consumo y la lógica del mercado. De ahí que lo underground es considerado subversivo, de alguna forma selectivo, sólo para el consumo de los miembros de una élite socialmente excluida, y no pretende convertirse en producto de consumo masivo. Bourdieu agrega:

Los índices de audiencia significan la sanción del mercado, de la economía, es decir, de una legalidad externa y puramente comercial, y el sometimiento a las exigencias de ese instrumento de la mercadotecnia es el equivalente exacto en materia de cultura de lo que es la demagogia orientada por los sondeos de opinión en materia política (p. 96).

Queda claro, entonces, que la audiencia es el plebiscito y todo está sometido a ella. Por tanto, la oferta de programación se traduce en productos. Para cautivar y retener a la audiencia, los productores acuden a ciertos criterios. Por un lado, criterios de producción preestablecidos: franjas y horarios de emisión, temáticas favoritas, tratamiento audiovisual y puesta en escena.

Por otro lado, el andamiaje industrial y comercial: derechos exclusivos, proveedores o patrocinadores oficiales, políticas estatales, explotación simbólica y comercial (Bourdieu, 2001).

Así las cosas, la televisión es filtro y ruido a la vez: ha convertido en espectáculo y en profano lo sacro —los campos de producción cultural: el arte, la literatura, la ciencia, la política, el ordenamiento jurídico —. Los productores y realizadores televisivos no han pagado el derecho de entrada: esto es, a la sombra del autor, unas condiciones de idoneidad para aproximarse, tocar, experimentar, prestar, producir y difundir los conocimientos más sublimes de los campos de producción histórica-cultural humana.

El bajo derecho de entrada que pagan los realizadores, quienes pasan por expertos, genera en la teleaudiencia una allodoxia, es decir, una concepción o percepción errada de los campos de producción cultural: lo sublime se convierte en producto de consumo masivo, en best seller. Se han desterritorializado las demarcaciones culturales, los límites entre lo culto y lo masivo, lo tradicional y moderno (Martín-Barbero, 2003), pero el arte y la ciencia no son productos de consumo popular: son conocimientos sacros, que merecen un cierto respeto e idoneidad para pensar y opinar acerca de ellos, además de unas condiciones económicas y culturales (Bourdieu, 2001).

La puesta en escena es fundamental. La televisión escenifica —a través de imágenes— incitando a la dramatización, exagerando incluso eventos reales. En este sentido, el morbo es un buen argumento motivador de consumo televisivo, legitimado a través de algunos planteamientos visuales-discursivos, estructuras de significantes convertidas en signos-clichés: la sangre y el sexo, el drama y el crimen siempre se han vendido bien, bajo una estética fundamentada en la repetición, la velocidad, el exceso, lo monstruoso y el shock (Rincón, 2006), interpretadas como estructuras convencionales de segundo orden, que a partir de un conjunto de elementos icónicos y alegóricos, relacionados como un sintagma, adquieren un carácter metonímico, otras veces metafórico, estableciendo un tono narrativo y connotando cadenas de conceptos en el televidente. En este orden, la televisión persuade al televidente a creer que su opinión es la opinión pública, democrática, racional e ilustrada.


Publicidad y hegemonía

Los mass media promueven el infoentretenimiento buscando la estandarización tecnológica, el fortalecimiento de conglomerados mediáticos o multimedias, y el new order político que tiende a la desregularización estatal neoliberal de los medios masivos de comunicación (Ford, 2001), producto de las transformaciones sufridas por las industrias infocomunicacionales en los años noventa. Gracias a las políticas neoliberales que llevaron a los Estados a desprenderse de muchos activos y empresas, especialmente del sector de las telecomunicaciones, colocándolos en manos privadas, se expandió el mercado poblacional del consumo y se consolidó la producción de bienes y servicios culturales y comunicacionales (Mastrini y Becerra, 2005), impulsada por los market forces (Bustamante y Miguel, 2005) y la proximidad cultural en América Latina. En esta lógica del mercado de los medios, el volumen creciente de información y entretenimiento que se emite en los medios masivos permanece bajo el control de grupos económicos poderosos o superempresas que se movilizan por la tierra sin dar cuentas a nadie, excepto a sus accionistas (De Moraes, 2005).

Para Sánchez Ruiz (2005), la comunicación humana es producción de sentidos, y los mensajes significan a partir de convenciones históricas y culturales que implican horizontalidad. Precisamente, la democracia no sería posible sin fundamentarse en procesos comunicativos. De tal forma, el poder se ejerce desde diferentes recursos, uno de ellos, los medios masivos de comunicación. Sánchez Ruiz (2005), citando a O'Donnell, agrega que controlando los medios se controlan la información, la ideología y la cultura, acudiendo a componentes de entretenimiento en virtud de la persuasión e influencia que los medios masivos ejercen. Dicha influencia coloca a la publicidad en el umbral de las apariencias, de la máscara, de lo efímero, nos exhibe, hace público lo íntimo, apela a nuestras sensaciones, instaura el imperio de la superficie sensorial del cuerpo (Colon, 2001). Es una fuerza que impresiona, vigila, fortalece, empuja; modifica los pensamientos y provee nuevas palabras, frases, ideas, modas, prejuicios y costumbres, y su principal objetivo son los jóvenes (Martín-Barbero, 2003). Igualmente Rincón (2006) expresa que "[...] en esta sociedad mediática estamos más entretenidos, pero también más vacíos de conciencia política [...] más estilo, menos ideología" (p. 45), donde la publicidad intenta legitimar como valores positivos la agresividad, el humor negro, la velocidad, el fragmento, lo leve, lo sucio, lo decadente, lo grunge, lo retro, lo depresivo e incluso las adicciones como look de modernidad; los piercings, los tatuajes, lo punk, lo rap, lo femenino, lo gay, lo étnico, lo drogo. Hay que estar a la moda en todo: es la valoración plástica del objeto, lo artificial, lo cosmético de la comunicación, en últimas, versiones banales de la realidad. La cultura mediática propone una vida intensa, el disfrute como fin (filosofía light), ser actor y autor de su propia vida (actitud new age) y acceso al medio para convertirnos en celebridades (política reality). Las empresas, en su afán publicitario, para impactar al público joven especialmente, recurren a mensajes crudos, patéticos y slogans llenos de sátira, olvidando el respeto que merecen las connotaciones históricas a las cuales dichos mensajes se refieren (Ford, 2001).

El ocio y el tiempo libre se volvieron tan importantes para el contexto capitalista como para la producción misma. El entretenimiento se establece así como la contraparte que equilibra la balanza de producción (Rincón, 2006). Por tanto, se ha convertido en religión, promueve un sistema de creencias facilistas, lleno de íconos, fetiches, de lenguaje envolvente, que se cumple según los postulados de Mac Combs y Shaw, acerca de la agenda setting (Ford, 2001), aquella que plantea que los medios persuaden a la gente acerca de en qué debe pensar y lo que debe pensar o cómo pensar respecto de esos temas (Wolf, 1996). Los medios masivos cada vez comunican menos y difunden más (Sánchez Ruiz, 2005), producen rituales sociales, prometen expresión y generan significado a nuevos modos sociales (Rincón, 2006) porque, en esencia, los mensajes de los medios son productos, y la marca del producto es huella y modelo de autoridad que rige las relaciones sociales (Martín-Barbero, 2003). En este orden de ideas la publicidad, desde los medios masivos, juega un papel primordial en el sostenimiento de los mecanismos de hegemonía política del capitalismo mundial, deli status quo de la moderna sociedad de consumo, valiéndose de un nuevo sistema de signos que proponen un novedoso discurso estético que provoca una nueva subjetividad en el hombre moderno, lo que es en la voz de Rousseau,las costumbres, los usos y la opinión, anidada en los corazones de los ciudadanos (Colon, 2001), en últimas, un comportamiento condicionado, y en este punto cabe recordar lo planteado por Skinner (1971):

No hace falta que los hombres sean libres. Basta con que se sientan libres, mediante el condicionamiento, claro está. Y lo mismo respecto de sentir que son respetadas sus respectivas dignidades como personas (p. 67).

En concordancia con las anteriores posturas, Martín-Barbero (2003) asume la dominación como proceso de comunicación y éste como mecanismo de aculturación y transculturación: mientras el Estado ve los medios de comunicación como servicio público, la lógica del mercado convierte la libertad de expresión en libre comercio. En resumen, valores contrapuestos: el derecho colectivo enfrentado al interés privado (p. 229).

Las relaciones sociales están regidas, por una parte, por el modelo de autoridad que ejerce la marca del producto (Martín-Barbero, 2003) y por otra, por los gustos, las prácticas o los consumos, de acuerdo con las posiciones sociales vistas como conjuntos sustanciales (Bourdieu, 1997), es decir, como sustancia uniforme, siendo éste el objeto del consumo desde la publicidad: la estandarización de las masas, pasar por masivo lo popular (Martín-Barbero, 2003), apoyado en nuevos códigos y competencias del lenguaje. De lo anterior se desprende que las relaciones económicas del individuo con el sistema de producción —de productos y servicios, es decir, sistema de consumo—, el grupo social al cual pertenece, su imaginario acerca de la religión, la vida, la muerte, la sociedad y las condiciones históricas de su realidad, comprometen sus acciones y sus pensamientos.

Ligados estructuralmente a la globalización económica pero sin agotarse en ella, se producen fenómenos de mundialización de imaginarios ligados a músicas, a imágenes y personajes que representan estilos y valores desterritorializados y a los que corresponden también nuevas figuras de la memoria (Martín Barbero, 2003, p. 357).

Acorde con lo anterior, la globalización implica manipulación cuando persuade e influye en la praxis social de una sociedad consumista, donde los comportamientos se manipulan desde los medios masivos homogeneizantes en la postmodernidad, caracterizada por la tendencia instrumental y un esquema de organización social capitalista y occidental (Schmucler, 1997). Por su parte, Ford (2001) expresa que la publicidad acude a argumentos hegemónicos como la violencia, la discriminación, los mitos, las expresiones y los términos acuñados desde las sociedades hegemónicas hacia las naciones más pobres del planeta. Es el caso particular de América Latina, vista como una región exótica, rara, un estigma planteado desde el imaginario de la publicidad de las grandes multinacionales centrado en una especie de darwinismo social.


Origen del discurso político de la publicidad

La publicidad es parte del proyecto hegemónico capitalista burgués norteamericano (Colón, 2001) producto de la crisis de 1848, que transformó el sistema productivo, distributivo y crediticio del capitalismo a consecuencia del surgimiento de la competencia. Las artes visuales, la psicología funcionalista y la narrativa fueron las fuentes discursivas de las cuales bebió la publicidad de principios de siglo XX, cuyo sistema de signos ha modificado las prácticas políticas y sociales, la lucha de clases y la vida social y cultural. Es el discurso de los objetos (Baudrillard, 1989) donde el cuerpo es representación política, económica e histórica (Foucault, 1980). Es además una institución (Colon, 2001), un centro de producción de saber, un lugar de reglamentación económica, un sistema representacional, donde el anuncio publicitario propone un intercambio simbólico mientras, citando a Peninou, la marca del producto se convierte en analogía de persona: el discurso antropocéntrico de la publicidad, que —citando a Bajtín— fragmenta la realidad y descontextualiza al producto, pero lo glorifica y hace una apología en una conjunción de estética, psicología y narrativa.

El proyecto hegemónico burgués promovió un sistema racional de reglamentación y control social que hizo funcionar un nuevo orden económico basado en la acumulación del capital y la circulación de mercancía; la alfabetización es una de esas estrategias. Para persuadir, el sistema promueve el orgullo local, nacional, lealtad hacia la empresa, una ética laboral, la identidad a través del trabajo, la iniciativa individual y la solidaridad social. En este sentido, la publicidad fundamentada en los principios filosóficos de la Ilustración, proponía la libertad individual y el bienestar humano a través del orden racional del tiempo y el espacio, propias de la subjetividad burguesa, lo cual exige ritos sociales y, como afirma Bourdieu (2001), la construcción y reproducción de las relaciones sociales a partir de las experiencias de los individuos.

Fue así como la publicidad moderna acudió a la psicología funcionalista, aquella que pregona el control social y la estandarización de hábitos y prácticas sociales a través de la persuasión asumiendo un papel político (Colon, 2001, p. 123). Por tanto, la publicidad, mediante una propuesta estética propia, impone mitos desde las imágenes y modifica los comportamientos y las creencias. Promueve igualmente la deshistorización y fragmentación de la realidad, principales ejes de la subjetividad del hombre contemporáneo. De esta forma, gira en torno a un héroe, al éxito o al fracaso, y a una escenografía como accesorio. Citando a French, es el discurso de la modernidad capitalista que promueve el pragmatismo corporativo capitalista: resolver problemas y frustraciones humanas a partir de creencias que permitan resolverlos, es decir, generar opinión pública cuyas actitudes sean favorables al sistema empresarial. En este sentido, el autor cita a Dewey cuando afirma que la necesidad tiene como fuente la adhesión a los objetos.

El desarrollo tecnológico iniciado a mediados del siglo XX, a la luz del pragmatismo, le dio a las corporaciones el poder político y económico. Se instaura, entonces, la estética oficial del establishment cultural, político y económico estadounidense. Fue una planificación positivista, tecnocentrista y racional del orden social. El autor recuerda que Dewey y Adams fueron sentando las bases de la publicidad como práctica social, como sistema de un proyecto hegemónico de control social. Para Dewey, el tipo de actividad productiva (laboral) determina la formación y el uso de hábitos, las formas como el sujeto se satisface, sus deseos, sus valores, su percepción del éxito y el fracaso. Es decir, la actividad laboral determina el imaginario social, porque la modernidad industrial reorganizó el tiempo y el espacio del sujeto social.

En consecuencia, la publicidad actúa como una fuerza que garantiza al Estado la estabilidad del mercado, lo organiza y promueve la civilización, una institución cultural que proveyó las estructuras simbólicas —junto al periodismo — necesarias para el nuevo orden social y económico que garantizará la circulación de moneda y mercancía. En este sentido, todo conocimiento (científico, técnico, administrativo, burocrático y racional) es vital para el progreso del capitalismo y del consumo.

Como es un proceso educativo, la publicidad modifica casi todas las manifestaciones de la vida social y religiosa y, junto a la comercialización, refuerza el fetichismo que surge en la economía de mercado, inscribiendo a los sujetos en la sociedad capitalista, mientras el Estado asegura la estabilidad estetizando la moral y la ética, proponiendo un espacio representacional, brindando las estructuras simbólicas necesarias para promover unas prácticas culturales que permiten el control social, la circulación monetaria y el orden social y económico, retomando y apropiando, incluso, el discurso religioso protestante y calvinista, caracterizado por el respaldo al Estado. Fue precisamente el discurso religioso el que empezó a pasar de los contrastes a las analogías y metáforas entre las parábolas religiosas y la actividad industrial y tecnólogica acudiendo a la ética de la intención, a los valores de las diversas capas sociales que determinan sus formas de vida y actúan como anclaje motivacional de la acción del consumo, junto a una concepción mesiánica del mundo de los Estados Unidos son la nación escogida, los salvadores, la utopía que permitiría la supervivencia del más apto, como plantea el darwinismo social; es, en fin de cuentas, una visión totalizadora de la racionalización de la sociedad y la estructura de las imágenes del mundo que sostiene la economía del mercado capitalista.

Citando a Adams y French, Colon (2001) afirma que la lengua en la publicidad tiene un carácter utilitario: transformar a los sujetos sociales. La persuasión colectiva se logra destruyendo los lazos primarios, racionalizando el espacio público; la desterritorialización de la lengua en el discurso publicitario es el arma política más dinámica de la modernidad. "[...] Interpela al público desde sus emociones y sentimientos particulares para conectarlo con una urgencia política: engendrar una nueva variedad de hombre" (p. 121). Racionalizó la esfera pública, de tal forma que legitimó, desde la esfera cultural, la complicidad entre el Estado y el mercado. El discurso publicitario regula la vida social racionalizando las representaciones colectivas de satisfacción de las necesidades a partir de la adquisición de mercancías logradas a través de la racionalización de las imágenes y de la visión totalizadora del mundo propia del discurso religioso.

La argumentación del discurso publicitario se centra en valores e ideales comunitarios fundantes (propios del discurso político) que aprovechan la afectividad que se desprende de la empatia, la sensibilidad o la compasión (propias de la publicidad social), dentro de las lógicas del marketing y del estilo publicitario más tópico (propio de la publicidad comercial).

La importancia adquirida por los universos simbólicos asociados a las marcas volvió significativa la gestión del sentido a través de valores movilizantes, incitadores de nuevos estilos de vida, de maneras de ser y sentir, y de una visión de mundo cercana y reconocible, ligada a preocupaciones por temas comunes que se exponen a los públicos para obtener su preferencia y fidelidad como consumidores, y su confianza y consentimiento como ciudadanos (Fraenkel y Legris-Desportes, 1999, pp. 113-120).

De esta forma, las empresas pretenden ser mediadoras de discursos sociales, aún cuando no tienen obligación moral ni legal para defender ese tipo de ideas, ni para erigirse como actores que cuidan y protegen lo común, ni a incidir en la activación de agenciamientos enunciativos con efectos políticos, una clara dicotomía entre la ética y la política: el discurso publicitario como espacio público y las empresas anunciantes como voces políticas.

En resumen, cuando la publicidad se orientó a lo público ingresó a la esfera política pues problematizó los códigos de comportamiento y la subjetividad humana que legitimaban la esfera pública de la modernidad burguesa. El canon publicitario asumió un papel político cuando postuló una teoría de la socialización desde la psicología funcionalista, de ahí que conforma representaciones colectivas en los sujetos sociales. De esta forma, la publicidad reproduce actos adscritos a las leyes, normas y reglas oficiales, para concebir al sujeto social como un sujeto moral. Su estructura discursiva propone una economía que, desde lo político, permite el manejo de lo público, ayudando a sostener el orden social dentro de la crisis continua del capitalismo.


El desarrollo de la actitud política

Para precisar el concepto de actitud política se acude a la psicología social, que plantea la actitud como un sentimiento general, medible, de simpatía o antipatía hacia un objeto. Es decir, una dirección positiva o negativa hacia dicho objeto y una fortaleza de actitud, débil o fuerte; las opiniones suelen reflejar más las actitudes (lo afectivo) que las creencias (lo cognitivo). Pero las condiciones sociales, económicas y culturales influyen sobre las creencias, actitudes y opiniones, de acuerdo con las categorías de género, raza, posición, religión, edad. Algunos pueden coincidir en unas categorías, pero distanciarse en otras. Michael Milburn (1994) retoma el modelo de acción razonada de Fishbein y Ajzen según el cual la actitud permite predecir el comportamiento.

Las actitudes poseen tres componentes: cognoscitivo o creencias (lo que conozco o creo saber del objeto), afectivo o actitud en sí (lo que me hace sentir, lo que siento por el objeto), y conductista o la intención (como me comportaré frente al objeto). Milburn (1994) agrega:

Las actitudes y el comportamiento están en función de un proceso interactivo entre lo interno —personalidad, conocimientos y estructura de creencias— y lo externo —influencias del grupo social o medios de comunicación masiva—. Así pues, es un proceso dialéctico y permanente entre estas dos fuerzas. Sobreestimar o poner demasiado énfasis en una sola de estas fuerzas conduce a un análisis incompleto de la dinámica de la opinión pública (p.18).

En la esfera política se habla de actitudes élite, es decir, la de aquellos que todos los días hablan de política, y actitudes de masas, aquellos que opinan emotivamente, de acuerdo con el momento. En este sentido, la opinión pública es dinámica, cambia. No permanece inmóvil, por tanto, no es medible. Es una construcción teórica. Se puede definir como sumatoria de personas que desarrollan y expresan opiniones sobre un tema en particular, en un momento específico, que los gobiernos encuentran prudente atender. De esta forma, queda claro que lo político tiene que ver con lo público y lo interpersonal, con los grupos de referencia, aquellos con los cuales se identifica un individuo o sujeto, pertenezca o no a él. Cada grupo de referencia ofrece una actitud política distinta.

Existen factores sociales que influyen en las actitudes políticas no sólo por razones ideológicas sino por razones simbólicas (Milburn, 1994):

  • La edad, factor que suele influir en actitudes políticas conservadoras. Los sujetos de edades avanzadas suelen ser prejuiciosos, pesimistas y autoritarios, con fuertes lazos étnicos, con tendencia a ser más pobres que los jóvenes, generalmente menos educados, divorciados, separados o viudos. Pero suelen ser votantes más activos que los jóvenes.

  • Otro factor influyente es la educación, fuertemente relacionada con los ingresos. A mayor nivel educativo, suelen ser más liberales, incluso se llega a hablar del efecto liberalizador de la educación.

  • Los ingresos influyen sobre la actitud y opinión en temas sociales, principalmente en temas de subsidios y seguridad social, es decir, las políticas públicas, en la medida en que éstas afecten al sujeto y en qué forma. A mayores ingresos, el sujeto suele ser más conservador en cuenta a políticas tributarias y temas económicos, pero más liberal en temas como la participación de géneros y temas sociales.

  • La religión es otro factor que influye en la actitud política del sujeto. Tradicionalmente, los judíos y católicos son los más liberales y los protestantes, los menos, aunque cada día esta relación se debilita más. Además, aquellos que suelen ir muy seguido a la iglesia son más conservadores políticamente. Igual sucede con el tema del aborto. Depende más de la práctica religiosa que de la religión.

  • En cuanto a la raza y las minorías, las etnias más discriminadas suelen ser políticamente más liberales. El sexo o el género influyen principalmente en cuanto a participación y derechos, y en temas ambientales y bélicos, donde las mujeres suelen ser conservadoras.

Las actitudes políticas se transmiten, en primer lugar, desde la familia, la fuente potencial de valores políticos. En ella, no sólo entra en juego la influencia directa de los padres al hijo: el hecho de vivir mutuamente situaciones y experiencias similares también influye en la actitud política principalmente en la adolescencia, edad crucial para formar conceptos políticos.


El consumo como práctica política

Para García Canclini (1995), el consumo es la actividad que legitima al ciudadano, que le da estatus. De tal forma, el consumo es un acto político, pues politiza el rol del consumidor en la esfera ciudadana: "Ser ciudadano es atarse a las prácticas sociales [...] (p. 19). Mas allá de la racionalidad económica, el consumo se sustenta en una racionalidad sociopolítica interactiva, reflejada en los productos, marcas y redes comunitarias de consumo" (p. 43). El autor, citando a Castells, señala que el consumo es el sitio donde los conflictos de clase se continúan en un escenario de disputas por aquello que la sociedad produce y la forma de usarlo. "Las agrupaciones de consumidores, las discusiones sobre el salario mínimo básico y el aumento de la demanda reflejan esta condición" (p. 44). En este sentido, la acción política se ha subordinado a su espectacularización en los medios, se va reduciendo la importancia de los grupos civiles, sindicales, las huelgas y manifestaciones, el uso del espacio público de Habermas, donde puede darse la negociación de la identidad, espacio que fue reemplazado por el marketing político desde los medios de comunicación, convertido en un juego de simulacros (García Canclini, 1995).

He aquí que las prácticas culturales de una clase social difieren sustancialmente de otra: si la sociedad moderna fue la sociedad del derecho, de la norma y el orden, de la industria, la postmoderna es la sociedad del consumo, del ciudadano al consumidor. El sentido está en ver quiénes acceden a ciertos productos y quiénes no. La exclusión de unas clases sociales hacia ciertas prácticas culturales derivadas del consumo de ciertos productos, da sentido a la estructura posmoderna. Es sentirse parte de un imaginario de clase, desde el ejercicio del consumo, donde los gustos son controlados por las élites, y son ellas quienes suministran el modelo político cultural. Señala García Canclini (1995): "En el juego de deseos y estructuras mercantiles, el consumo sirve para ordenar políticamente a la sociedad. Los deseos se convierten en demanda y actos socialmente regulados" (p. 48).

En consonancia con Bourdieu, Appadurai y Ewen, García Canclini (1995) afirma que la racionalidad de las relaciones sociales se construye en la lucha por apropiarse de los medios de distinción simbólica; dicha racionalidad es reorganizada por las empresas con base en las reglas neoliberales del mercado. De esta forma, los derechos regulan las prácticas sociales, lo que hace que la ciudadanía pierda su sentido político y adquiera un sentido cultural. Entonces, el consumo se ha convertido en la forma de participación ciudadana propia de Occidente, capaz de satisfacer necesidades culturales, integrar y distinguir a los miembros de las clases sociales, controlar el flujo de los deseos, establecer ritos y prácticas, y fortalecer las instituciones.

Y agrega García Canclini (1995): "El comercio, la publicidad, la corrupción y el espectáculo sometieron a la política [...] (p. 19) Los medios masivos reemplazaron al Estado en términos de servicios, justicia, reparación y atención" (p. 23). El contacto con la cultura popular se logra construyendo iconos massmediáticos que funcionan como mecanismos que diluyen los límites entre lo real y lo simbólico, mediante el simulacro — cuando todo es simulacro—, donde no hay lugar para la confrontación razonada, ni para el cambio, ni para la negociación.

Los mismos medios, especialmente la televisión, promovieron a mediados del siglo XX el nuevo consumo resultado de la producción en serie, especialmente de electrodomésticos, cambiando la concepción del imaginario de hogar moderno. Sin embargo, era un consumo nacional. Debió esperar la década de los ochenta para abrir las puertas de la producción internacional al consumo local. La publicidad promovía la circulación simbólica extranjera en el consumo local, modificando las prácticas y los ritos culturales. Con ello, se debilitaron los referentes nacionales de identidad. Hoy la identidad es culturalmente híbrida, en consecuencia, los componentes culturales híbridos presentes en la interacción de las clases sociales obligan a reconocer, junto al conflicto, la importancia de la negociación instalada en la subjetividad colectiva, en la cultura política y cotidiana.

Actualmente, las multinacionales han estudiado sus mercados globales, mientras preservan las diferencias en los niveles de vida: afirma García Canclini (1995): "El mundo es un mercado diferenciado constituido por capas afines. No se trata, pues, de producir y vender productos para todos, sino promoverlos globalmente entre grupos específicos" (p. 113). En este sentido, el Estado perdió su poder frente a las multinacionales, lo cual se evidencia en la reorganización de la vida urbana. Es la transformación del ciudadano en consumidor y del sitio de encuentro por excelencia, el centro histórico, en el Shopping. Entonces, las nuevas prácticas económicas generan nuevas prácticas culturales: el nuevo orden económico genera un nuevo orden cultural. Si consumir es la nueva forma de ejercicio ciudadano, consumir es también un acto político, un derecho, una práctica que sostiene el orden y el sistema social: el precio de la posmodernidad, donde la participación segmentada en el consumo es el principal elemento de identidad.

Sin embargo, algunos de esos ritos sociales carecen de sentido práctico. Para Veblen (Baudrillard, 2002), el prestigio se evidencia en la riqueza, la dilapidación y el ocio. El exceso, la no funcionalidad, lo inútil y lo superfluo, el simulacro funcional, en fin, la moda, son evidencias de prestigio, de la categoría social del poseedor, y a la vez, discriminantes sociales, enlazando la idea hedonista de consumo. Los objetos, los productos, son elementos simbólicos, indicios de adscripción social, producto del espíritu capitalista: la moral del consumo. Según Baudrillard (2002), y citando a Chapin, las variantes en los modelos y diseños, de una misma categoría de objeto, uniforman las diferencias sociales.


Reflexiones finales

En esencia, el producto que se consume da estatus, es decir, una posición frente al estándar dominante cultural y material. De tal forma, la gente se identifica con la clase social que consume los mismos productos que ella consume y no con el producto en sí: los hábitos de consumo son hábitos y ritos de clase. En este sentido, la publicidad activa el vínculo entre el televidente y su conciencia de clase, valiéndose de elementos simbólicos sobre los cuales se fundamenta el imaginario político de las grandes audiencias, construido desde la cultura: la concepción de la sociedad como un gran espacio de simulacros, donde la marca, el costo del producto y el consumo del mismo promueven sentimiento de estatus.

Asimismo, el Estado ha negociado el orden político con base en un proyecto hegemónico burgués, donde el discurso publicitario en televisión ha resignificado la lucha de clases y la percepción de libertad desde un modelo de libre empresa que, por una parte, aglomera la información en grandes bloques de medios, y por otra, permite manosear al televidente, lo tradicional y lo sacro; además, ha legitimado valores decadentes en su principal público objetivo: los jóvenes, y además, ha estetizado la ideología y los valores acudiendo, desde el medio televisivo, a nuevas narrativas audiovisuales y puestas en escena.



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