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Palabra Clave

Print version ISSN 0122-8285

Palabra Clave vol.15 no.3 Chia Sep./Dec. 2012

 


Anotaciones sobre el cine y la ideología1


Juan David Cárdenas2

1 El presente artículo es el resultado del proyecto de investigación "Los presupuestos industriales del cine como arte" llevado a cabo durante el año 2012 dentro del grupo de investigación Pensamiento artístico y comunicación, de la Escuela de la Imagen de la Corporación Universitaria Unitec.

2 Estudiante doctoral en EGS (European Graduate School). Suiza. Departamento de Artes visuales de la Pontificia Universidad Javeriana. Escuela de la Imagen de la Corporación Universitaria Unitec. Colombia. juandavidcardenas@hotmail.com

Recibido: 2012-09-23 Aceptado: 2012-10-30



Resumen

El presente artículo apunta a desentrañar una serie de suposiciones naturalizadas con relación a lo que significa hacer cine. Desde sus primeros años cuando se naturalizó una idea de la producción cinematográfica. Este imaginario hizo posible la consolidación del cine como arte y ,a la vez, bloqueó posibles alternativas de cinematografía. En este sentido, este texto desea hacer visible a través de una serie de anotaciones los presupuestos ideológicos que se esconden tras esta naturalización de la producción cinematográfica.

Palabras clave

Cine, industria, modernidad, ideología.



Notes on the film industry and the ideology


Abstract

This article points towards working out a series of suppositions taken for granted in relation to what it means to make movies. From its first years, when the idea of cinematographic production was naturalized. This collective image made possible the consolidation of the film industry as art and, at the same time, blocked out possible alternatives of filmmaking. In such sense, this text wants to, through a series of observations; make visible the ideological budgets hiding behind this naturalization of the cinematographic production.

Key words

Movies, Industry, Modernity, Ideology.



Anotações sobre cinema e ideologia


Resumo

O presente artigo propõe-se a desentranhar uma série de hipóteses naturalizadas com relação ao que significa fazer cinema. Desde seus primeiros anos, quando se naturalizou uma ideia da produção cinematográfica. Este imaginário fez possível a consolidação do cinema como arte e, ao mesmo tempo, bloqueou possíveis alternativas de cinematografia. Nesse sentido, este texto deseja fazer visível, por meio de uma série de anotações, os pressupostos ideológicos que se escondem atrás dessa naturalização da produção cinematográfica.

Palavras-chave:

Cinema, indústria, modernidade, ideologia.



El cine aparece en el contexto de la vida moderna como resultado de una búsqueda híbrida. Por un lado, los hombres del mundo del espectáculo y las ferias buscan sofisticar sus procedimientos de atracción de público a través de efectos mágicos cada vez más contundentes. Por otro lado, los científicos se esfuerzan por lograr mecanismos de observación cada vez más adecuados para alcanzar un análisis satisfactorio del movimiento de los cuerpos. Entre la ciencia y la magia, entre la feria y la industria, el cine es posible solo dentro en el contexto de la industrial y técnica cultura de masas moderna.3 Ambigüedad que hizo necesaria una determinada cantidad de esfuerzos durante sus primeros años de existencia para entrar legítimamente en el campo de las artes. Al igual que la fotografía, la deuda del cine con componentes heterogéneos hacía dudoso su potencial de arte. La sentencia de Alain Badiou al respecto es definitiva: "El cine es un arte absolutamente impuro y lo es desde sus inicios" (2005, p. 64).

Pese a esto, el cine entraría rápidamente a hacer parte de las formas de expresión artística y alcanzaría total protagonismo durante el siglo XX. Desde hace ya casi un siglo no hay lugar a dudas sobre el valor artístico de un film. Y es justamente allí, en la evidencia que alcanzó el cine en cuanto arte, donde parece ocurrir un procedimiento hipnótico. La evidencia con la que el cine es considerado como arte hace olvidar sus deudas con los elementos heterogéneos que lo componen. Es decir, el cine como arte oculta su carácter industrial, técnico y masivo. En esta medida, la imagen cinematográfica opera como un fetiche, es decir, oculta las propias condiciones de su producción. Este artículo intentará ofrecer una serie de anotaciones sobre este comportamiento del cine, con miras a hacer visibles esos condicionamientos implícitos que gobiernan industrialmente su producción y su lenguaje, pero que se ocultan tras su aparición en cuanto obra de arte. La obra cinematográfica se comporta al modo del fetiche que oculta lo que la hizo posible. Todo esto con el objeto de precisar una serie de suposiciones naturalizadas sobre el comportamiento de las obras cinematográficas tanto al nivel de su composición formal como al nivel de su función social. Poner en visibilidad el fetiche cinematográfico puede hacernos conscientes de una serie de presupuestos naturalizados que condicionan nuestras formas de la experiencia a través del cine.

El famoso texto de Dallas Smythe de 1997, Las comunicaciones: el agujero negro del marxismo occidental, inaugura lo que podríamos denominar la tradición del análisis crítico de la comunicación audiovisual en la clave del estudio de la economía política de la mercancía. Los alcances de esta discusión son notables, pues han llamado la atención sobre una serie de aspectos usualmente olvidados por estudios algo más 'idealistas' de las formas cinematográficas. No obstante, esta tradición parece contentarse con señalar el carácter ideológico de la mercancía fílmica sin hacer visible las formas concretas en que ella actúa dentro de los amplios dispositivos que constituyen la cinematografía. Así, su estudio no logra mostrar el poder difuso del alcance de los presupuestos industriales del cine tanto al nivel del lenguaje cinematográfico como al de las estructuras de difusión y producción que constituyen la industria cinematográfica, pero que usualmente son obviados hasta la invisibilidad. De allí que el apoyo de pensadores como Walter Benjamin, Villem Flusser, Noel Bruch y Jean-Louis Comolli nos permita no tanto ahondar en esta perspectiva, sino darle un verdadero nuevo aire.


Fetiche y fantasmagoría

El genio de Marx radica, en términos generales, en ofrecer un cambio de perspectiva. A diferencia de los economistas a los que se enfrenta, él no aborda el sistema de producción capitalista desde la perspectiva del mercado y la circulación de mercancías, sino más bien desde el punto de vista de la producción. Sólo atendiendo la producción es posible reconocer lo que se esconde silencioso en una mercancía. A este ocultamiento Marx lo denominó fetichismo.

Circulando libremente en el mercado la mercancía invisibiliza la vida social encarnada que ella es. En el mercado, los vendedores y compradores se ocupan de incrementar la cuantía que recibirán por sus mercancías, y esto significa el borramiento del trabajo social que hizo posible tales objetos. En esta medida, en su circulación, la mercancía se exhibe pero oculta las formas sociales de vida que la hicieron posible, a saber, el trabajo asalariado y la explotación que le dieron la vida. La mercancía es, en últimas, el producto encarnado del trabajo de los hombres que viven en cierto modo de acuerdo con las condiciones de su existencia. Dicho de manera que nos será útil hacia delante, la mercancía como fetiche se exhibe para ocultar su procedencia.

Con una profunda sensibilidad frente al comportamiento fetichista de la modernidad, Walter Benjamin se dedicó a lo largo de su obra a ofrecernos manifestaciones fetichistas del mundo de los siglos XIX y XX. Él encontró que no sólo la mercancía que circula en el mercado se comporta al modo del fetiche que oculta su procedencia, sino que en general la sensibilidad de las ciudades modernas se caracteriza por un permanente ejercicio de exhibición y ocultamiento que condiciona las formas de la experiencia de las masas. En esta medida, a los ojos del autor del Libro de los pasajes, la experiencia de la ciudad es fundamentalmente la del ver, la de la saturación de la mirada obligada a percibir sin tregua. "Las relaciones alternantes de los hombres en las grandes ciudades... se distinguen por una preponderancia expresa de la actividad de los ojos sobre el oído" (Benjamin, 1972, p. 52). Parece que él constata la idea de Susan Sontag, según la cual:

Una sociedad llega a ser 'moderna' cuando una de sus actividades principales es producir y consumir imágenes, cuando las imágenes ejercen poderes extraordinarios en la determinación de lo que exigimos a la realidad y son en sí mismas ansiados sustitutos de las experiencias de primera mano, se hacen indispensables para la salud de la economía, la estabilidad de la política y la búsqueda de la felicidad privada (2009, p. 149).

La autoridad de la modernidad, ese imperio de la mercancía, es en cierta medida la de la experiencia mediada por la imagen, la del devenir circulación-imagen de la realidad. Circular es exhibir.

En la modernidad los objetos existen como imagen; es decir, alcanzan su sentido como aparecer. Aparecer que oculta su procedencia socio-histórica. En esta medida la imagen proyectada sobre la pantalla no sólo es un caso espectacular de lo moderno, sino el patrón mismo de la mercancía: pura luz que se proyecta a las masas; luz para ser vista.

No obstante, este diagnóstico es aún insuficiente para dar cuenta del genio benjaminiano. El gran acierto de Walter Benjamin consiste en lo siguiente: un condicionante clave para esta transformación de la experiencia se encuentra en la técnica. En alguna medida, la clave de comprensión del fenómeno está en la transformación material de los medios técnicos de producción serial que, haciendo de los objetos mercancías reproducible técnicamente, los hace objetos de exhibición en el mercado.4 Circular, en el mundo de la reproducción serial de las mercancías, es necesariamente ser exhibido. La mercancía, ese objeto producido técnicamente, es desde su origen necesaria y nunca accidentalmente imagen. Para Benjamin la técnica entraña desde su base un nuevo régimen de la mirada. En este sentido le es natural a la mercancía ser vista, así como a la obra cinematográfica le corresponde ser distribuida. Desde la mirada incógnita del Flaneur que deambula por la calle, hasta la mirada especialista del fotógrafo Blossfeldt, la intensidad de esta experiencia tiene una deuda implícita con la técnica moderna. A esta condición generalizada Benjamin la denomina el mundo de las fantasmagorías.

En la época de la reproductibilidad técnica de la obra de arte, la obra se comporta, como efecto de su reproductibilidad, como una mercancía. Esto no significa simplemente que la obra se venda en el mercado de las galerías. Más bien, la obra de arte experimenta también la transformación del estatuto de los objetos en cuanto objetos de una exhibición. No es casual entonces que el museo como lugar de exhibición de la obra artística aparezca a inicios del mismo siglo, que verá llenarse las calles de vitrinas y bulevares. Así como la casa de la obra de arte deja de ser el templo o la iglesia, el lugar de los objetos de uso ya no es el taller de oficios, sino la tienda y la vitrina. Así, la obra de arte se ha hecho objeto de una exhibición en el mismo contexto en que la mercancía llama a la mirada en su circulación en el mercado. Esto, en los términos de Benjamin, significa el triunfo del valor exhibitivo sobre el valor cultual. "La capacidad exhibitiva de un retrato -fotográfico-de medio cuerpo, que puede enviarse de aquí para allá, es mayor que la de la estatua de un dios, cuyo punto fijo es el interior del templo" (Benjamin, 1973, p. 29). La reproductibilidad técnica de los objetos, sea el artículo de uso devenido mercancía o la obra de arte como fotografía, nos libera del punto fijo en el espacio que es distintivo del original único e irrepetible al modo de la pintura o la escultura. Así, el triunfo del valor exhibitivo, que acompaña a la transformación técnica moderna, arrastra consigo el triunfo del aparecer como ocultamiento de las condiciones de la producción.

Así, se llena de pleno sentido la formulación de Walter Benjamin a propósito de la obra brechtiana. En su texto dedicado a Bertold Brecht (Benjamin, 1991), Walter Benjamin considera que la pregunta por la relación entre la obra de arte y las tendencias revolucionarias es crucial. Sin embargo -dice él-, la pregunta se ha mantenido mal formulada. Por lo general se ha preguntado a la obra en qué medida se encuentra temática o formalmente en contra del sistema y a favor de la revolución. Empero, para Benjamin la verdadera cuestión se hace visible al comprender la dimensión política del arte desde otra perspectiva:

En lugar de preguntar: ¿cómo está una obra respecto de las relaciones de producción de la época; si está de acuerdo con ellas; si es reaccionaria o si aspira a transformaciones; si es revolucionaria?; en lugar de estas preguntas o en cualquier caso antes que hacerlas, quisiera proponerles otra. Por tanto, antes de preguntar: ¿en qué relación está una obra literaria para con las condiciones de producción de la época? Preguntaría ¿Cómo está en ellas? (Benjamin, 1991, p. 119).

El mayor peligro -dice Benjamin- consiste en que la tendencia revolucionaria de la obra al nivel del tema, e incluso de la forma, pueda favorecer las condiciones materiales que pretende criticar al ser solidaria con las técnicas, estrategias y reparticiones de las formas de producción actuales. Benjamin experimentó históricamente la dinámica por la cual la burguesía asimila los temas revolucionarios para incluirlos en beneficio de su propia consistencia. No pensar en la obra como producto del trabajo la mantiene en el ámbito de la complicidad inconsciente con el sistema de producción y sus presupuestos naturalizados. De ahí que debamos preguntarnos por el autor como productor antes que nada.

En esta medida, sólo haciendo conciencia de las formas de producción cinematográfica naturalizadas, y de sus presupuestos dominantes, podremos siquiera concebir las alternativas verdaderamente revolucionarias del arte fílmico. La inquietud sobre las condiciones técnicas de la producción de la obra de arte nos traslada, en esta medida, a consideraciones políticas.


Técnica, ideología y programa

Andrè Bazin no duda en asegurar que la idea que sostiene al cine precede históricamente a los dispositivos técnicos que lo hacen posible en la modernidad. Él asegura que el cine es un idealismo de la imagen que antecede por milenios a los descubrimientos científicos conducentes a la aparición de la técnica cinematográfica a finales del siglo XIX. De ahí que en su Ontología de la imagen fotográfica (Bazin, 1996) pueda referir el espíritu fotográfico a la tradición de las momias egipcias a más de una veintena de siglos de los hermanos Lumière. Aunque esta formulación resulta sumamente sugerente, en relación con el espíritu más profundo de la cinematografía como arte, ella no debe impedirnos reconocer las deudas claras que el cine tiene con la ciencia y la industria; esto es, con el sentir que las orienta, con sus presupuestos modernos. Distinguir tajantemente entre la idea del cine y las condiciones técnicas que la hacen posible puede ser la puerta de entrada para obviar los presupuestos que a nivel de producción ya están encarnados en sus aparatos. Es decir, la técnica misma está, ya de antemano, orientada por los presupuestos del sistema de producción vigente.

Si queremos establecer los antecedentes fundamentales de la relación del cine con la técnica -y ya no sólo con la psicología del hombre como le interesaba a Bazin-, no es necesario remitirnos a la cultura egipcia. Más bien, basta con dar un salto a la tradición pictórica inaugurada por el Renacimiento; tradición que encontrará su forma acabada en la fotografía. En palabras de Noel Bruch esta relación es expuesta así: "Esta dimensión 'propietaria' del sistema de representación del espacio surgido de Quattrocento es incontestablemente sustituida por la fotografía durante toda la segunda mitad del siglo burgués" (Bruch, 1987, p. 24).

Los lazos que se establecían entre la ciencia, la técnica y el arte desde el Renacimiento alcanzan su realización en el artefacto fotográfico. De este modo, el fetiche artístico y el científico empezarían a mezclarse. La mixtura entre los dispositivos técnicos y la búsqueda estética de un nuevo tipo de imágenes conducirá a la doble reificación del cine en cuanto medio artístico y, a la vez, en tanto producto del milagroso ingenio del hombre por la técnica. La naturaleza técnica de la cinematografía la hace objeto de una doble fascinación: 1) como obra de arte se la entiende como separada de las condiciones sociales y materiales de su producción y 2) como objeto de la técnica se exalta su valor como producto de procedimientos técnicos de avanzada. Se consideran las innovaciones técnicas cinematográficas como logros separados de los intereses de época que las fundamentan.

Por su doble naturaleza artística el cine cristaliza esta fetichización duplicada:

La primera de ellas es la consideración del cine como un tipo de producción autónoma de la sociedad, donde opera el principio estético de 'arte por el arte'. Este principio estético idealista y romántico es la negación del significado cognoscitivo del arte, de su valor ideológico y educativo, así como de su dependencia respecto a las necesidades prácticas de la época, lleva inevitablemente a afirmar la 'libertad' del artista frente a la sociedad y soslayar una reflexión crítica sobre las condiciones sociales que hacen posible su propia creación (...).

La segunda forma de enajenación de los sujetos productores surge del 'fetichismo tecnológico', donde se exalta el valor de las nuevas tecnologías audiovisuales como forma de acceder a la producción de mercancías y al mercado global. Esta visión idílica parte de considerar a las diversas innovaciones tecnológicas en el campo audiovisual al margen del régimen social y le otorga cualidades especiales, una capacidad autónoma para generar por sí mismas un progreso permanente de la producción, al margen inclusive, de las capacidades creativas de los autores. La ciencia y la tecnología son elevadas a la categoría de fetiche, con atributos milagrosos, por encima, y con independencia del sistema social y las relaciones de producción imperantes (Trejo, 2009, pp. 134-135).

De allí que los argumentos por los cuales una película debe ser considerada de alta calidad se mezclan con consideraciones sobre la innovación tecnológica requerida para su producción o con temas relativos a las cuantías presupuestales invertidas en el proceso creativo. En el momento mismo que el cine celebra su componente técnico de innovación, lo despliega como estrategia de mercado. Así, de igual manera en que la exhibición de la tecnología bélica era ya de suyo un acto de guerra entre los frentes de la Guerra Fría, la exhibición de los recursos técnicos necesarios para la realización de un film es una acción de mercado. Exhibirse como producto del ingenio y de la técnica es al mismo tiempo hacerlo como mercancía. Este maridaje fetichista entre técnica, arte y mercado no es accidental en el cine. Un breve repaso teórico nos será útil.

No es extraño encontrar que tras la búsqueda de descomposición del movimiento de Muybridge y Marey se organicen móviles científicos de observación en beneficio de la optimización del movimiento. La obsesión de Marey por el movimiento no era la de un artista que ve en la movilidad articulada la expresión de una cadencia, un ritmo o la vida armoniosa del cuerpo. Por el contrario, Marey se propone descomponer el movimiento con el fin de medirlo y con ello administrarlo del mejor modo. No es casual, como lo recuerda David Oubiña, que Marey buscara inicialmente analizar y cuantificar el movimiento en beneficio de la milicia: "En realidad, Marey había comenzado sus investigaciones sobre descomposición del movimiento con el objeto de hallar la mejor manera de distribuir el peso de la carga de los soldados" (Oubiña, 2009, p. 60). Así, sus análisis cronofrotográficos del movimiento pretenden hacer del dinamismo de los cuerpos un objeto de conocimiento en el sentido de la ciencia moderna; esto es, un objeto mensurable y en tanto que tal, objeto de una administración eficaz en términos de costos y beneficios de acuerdo con el reconocimiento de las leyes que lo gobiernan.

Las motivaciones del trabajo de Muybridge apuntan en el mismo sentido. Leland Standfor, hombre acaudalado y poseedor de cientos de cabezas equinas, decide acudir al ya reconocido fotógrafo Muybridge, con la idea de que "los datos exactos sobre el galope le permitirían trabajar en el desarrollo de la musculatura de las patas para obtener la mejor performance de sus animales" (Oubiña, 2009, p. 62). El experimento de Muybridge, definitivo en la historia de la técnica cinematográfica, valía como evidencia fotográfica de la secuencia de las patas en movimiento del caballo, a la vez que era la prueba definitiva de la eficacia de la fotografía como forma exacta de registro de lo que el ojo humano no podía conocer. En la misma medida que el animal se comporta como máquina frente al lente, la cámara se comporta como instrumento de observación científica.

Llevando aún más lejos la suposición de Muybridge, según la cual el movimiento del caballo sería análogo al comportamiento de la máquina, Frank B. Gilberth instala el programa de análisis del movimiento en el lugar en que puede rendir sus mejores frutos: la fábrica. Siguiendo la sensibilidad de Taylor, quien divide las acciones de los obreros en actividades específicas, seriales y fragmentadas para incrementar la productividad, Gilberth busca filmar el cuerpo del obrero para analizar sus movimientos y así coordinar su cuerpo según las formas más eficaces, con el propósito de reducir los gestos improductivos o los movimientos erráticos del trabajador. Gilberth se propuso filmar a los obreros trabajando en ciertas condiciones de iluminación y con una indumentaria tal que sólo fuera visible el movimiento de sus brazos según el desplazamiento de unas bandas lumínicas atadas a sus muñecas. Así, el registro final no filmaría nada más que desplazamientos y velocidades. En consecuencia, "el sujeto tendía a desaparecer detrás de un diagrama en donde sólo debería verse una intersección abstracta de líneas curvas trazadas por la luz" (Oubiña, 2009, p. 37). El cuerpo del hombre ha devenido máquina, y su actividad, un esfuerzo abstracto visible ahora como pura energía mecánica. Y este ideal de eficacia productiva que gobierna al cine desde su despunte llegará luego -cuando la cinematografía ya se haya consolidado como arte- a manifestarse de maneras diversas; por ejemplo, cuando tras la consolidación de los modelos de producción industrial en Hollywood la división de los trabajos conduzca a la distribución del acto creativo en oficios perfectamente discriminados según una especialización y jerarquización establecida. Distribución de las funciones al modo en que los trabajos se especifican en la banda de producción en la fábrica. Actitud que en el presente tiende a generar labores cada vez más específicas.

O, como segundo ejemplo, la idea sumamente arraigada entre los guionistas del relato clásico, según la cual el relato flota sobre una geometría de los afectos llamada "estructura narrativa", que consta de tiempos exactos para las emociones, que cuenta con ciertos principios de exactitud emotiva que el narrador debe respetar para conducir a los efectos esperados. A la mecánica de los cuerpos supuesta por Gilberth la relevará la mecánica de las almas respetada como dogma por la asfixiante economía clásica del relato.

En general, esta actitud por la cual se le otorga un poder de particular observación a la cámara, esta actitud por la cual se hace del mundo un objeto pasivo frente al lente proviene de una reificación de la técnica que supone la autonomía del aparato. Como si la máquina no encarnara ninguna historia ni cristalizara el sentir de la modernidad, se la idealiza como si estuviera por fuera de la historicidad de la vida social. Se acepta usualmente que los contenidos e incluso las formas cinematográficas sean expresiones culturales de un mundo histórico, pero cuando esta inquietud se proyecta sobre la técnica la respuesta es distinta. Jean Louis Comolli lo formula así:

Hay un punto de bloqueo en el que se manifiestan las más fuertes resistencias al análisis crítico de la inscripción de la ideología del cine, y ese punto, curiosamente, no es el de una reivindicación de los procesos estéticos: es la reivindicación insistente de esa autonomía para los procesos técnicos. Todo lo que participa del ámbito de las técnicas cinematográficas: aparatos, procedimientos, normas, convenciones, es defendido con vehemencia por unos cuantos críticos y cineastas y, desde luego, por la mayoría de los técnicos mismos, contra cualquier implicación ideológica. Se acepta (hasta cierto punto) que el filme mantenga alguna relación con la ideología en el nivel de sus temas, su producción (su economía), su difusión (sus lecturas), e incluso en el de su realización (el sujeto que lo dirige), pero ninguna, nunca, por el lado de las prácticas técnicas, los aparatos que, empero, lo fabrican de cabo a rabo. Para la técnica cinematográfica se exige un lugar aparte, al abrigo de las ideologías, fuera de la historia, de los procesos sociales y de los procesos de significación (Comolli, 2011, p. 139).

De la técnica, sea fotográfica o cinematográfica, se dice que es neutra por su carácter mecánico. Se identifica el mecanismo de la cámara con su autonomía. Pero si, como hemos intentado hacer acá, relacionamos esta técnica con su historia y con su vida social pasada y presente, esta mentada neutralidad muestra su sesgo. Los usos de la fotografía, el cine y el video en dispositivos de vigilancia, de observación científica, de control poblacional... no son usos accidentalmente ideológicos, sino que son, de manera más precisa, usos derivados de la naturaleza ideológica misma del aparato. Es en el contexto del triunfo de la industria y de las ciencias modernas -es decir, de la ideología burguesa- en el que la técnica cinematográfica aparece y se consolida. Paul Virilio hace visible el vínculo de familiaridad entre la cámara que permite fotografiar y filmar al enemigo y el avión de guerra que lo sobrevuela. En poco tiempo la cámara se incorpora al avión de guerra como lo han hecho ya las bombas y las ametralladoras (Virilio, 1989). De igual modo, no es accidental -como lo sugiere Lev Manovich-, que el mapeo de las fotografías aéreas y satelitales según el uso de coordenadas para la ubicación de puntos en el espacio sea un antecedente directo de la posterior digitalización de la imagen (Manovich, 2005).5 Así, la idealización tecnológica y estética del cine apunta a ocultarnos estas deudas inmanentes a la técnica misma.

A esta idealización de la técnica en los aparatos de producción de imágenes Vilém Flusser la denominó como el factor de la caja negra. Con ello, Flusser designa la idea extraña por la cual llegamos a considerar que las imágenes fotográficas (y para nosotros cinematográficas) aparecen como libres de la necesidad de ser descifradas. En ellas, según se cree, no habría código o retórica, sino mera reproducción neutra y autónoma de la realidad. El aparato fotográfico, como una caja negra, mágica y secreta, produce sus imágenes sin que sepamos nada de los procedimientos de su operar. "El proceso codificador de las imágenes técnicas ocurre dentro de esta caja negra" (Flusser, 1990, p. 19). Pero, el gran aporte del pensamiento de Flusser radica en lo siguiente: la caracterización del aparato fotográfico en los términos de la caja negra supone que él contiene dentro de sí un programa a priori. El aparato en la supuesta autonomía de la caja negra contiene su propio programa de funcionamiento. El fotógrafo es así el operario que ejecuta el programa al modo de un funcionario. Para decirlo en nuestros términos: la fotografía tiene tan profundamente arraigados en sí los presupuestos ideológicos de su producción que ella supone ya sus propios usos programados. Como el jugador promedio de ajedrez, el funcionario de la cámara ejecuta los comandos según lo implícitamente contenido en el programa de la cámara. El funcionario es pasivo sin saberlo ante el aparato. Dicho por el mismo Flusser: "El funcionario domina el aparato mediante el control de su exterior (...), y es dominado a su vez por la opacidad de su interior. En otras palabras, los funcionarios son personas que dominan el juego para el cual no pueden ser competentes" (Flusser, 1990, p. 28). De esta manera, el aparato cinematográfico despliega un poder silencioso sobre su ejecutante. La máquina tiene poder de hacer pasivo a quien asume estar creando con ella. Pensemos, por ejemplo, en el uso de la cámara en relación con el cuerpo humano desde incluso antes de que fuera inventada la técnica cinematográfica. Desde las primeras fotografías las vistas sobre la naturaleza y el cuerpo se mantienen inalteradas, salvo casos excepcionales y ampliamente desconocidos por el grueso de la población. "Ya desde los primeros filmes se introducen parámetros fundamentales de la toma de vistas cinematográficas, que se prolongan hasta nuestros días" (Comolli, 2011, p. 63). La idea de que estos parámetros provienen de la naturaleza neutra del dispositivo mismo supone su automática naturalización como la ley del cine; esto es, la inmediata exigencia para todos de comportarnos como funcionarios. Desde la escuela hasta la industrial el programa opera.

Ahora bien, será esta metafísica de la neutralidad la que sostenga todo un imaginario en torno al lenguaje cinematográfico del cine clásico. La cámara debe ser ubicada desde la exacta perspectiva neutra y distante que le otorga autonomía al mundo de ficción en la pantalla. De ahí la prohibición a los actores de mirar a cámara o el esfuerzo por evitar que la cámara se delate por su reflejo en los decorados. La neutralidad hipotética de la cámara supone, dentro de su programa, su ocultamiento como principio del lenguaje de una cinematografía madura. Desde la institución del juego de posiciones de cámara fundadas por David Griffith, hasta las estrategias guionísticas más libres del modelo clásico, mantener la distancia entre los mundos, entre la ficción y la realidad, entre el espectador y la pantalla, es un principio de respeto por la neutralidad de la mirada cinematográfica. David Bordwell nos ofrece una imagen contundente de esto: "La omnipresencia clásica convierte el esquema cognitivo que llamamos 'la cámara' en un observador invisible ideal, liberado de las contingencias del espacio y tiempo, pero discretamente confinado a modelos codificados" (Bordwell, 1990, p. 161). La neutralidad como ideología secreta de la cámara se transforma en el secreto ideológico que la imagen en la pantalla debe esforzarse por mantener. Es decir, los esfuerzos apuntan todos a ocultar la producción detrás de la hipotética neutralidad de la mirada. Esta "cualidad se denomina 'ocultación de la producción': la historia parece que no se ha construido; parece haber preexistido a su representación narrativa" (Bordwell, 1990, p. 161).

Resumamos: hemos ofrecido un semblante inusual del cine. No lo hemos considerado desde los films acabados sino, más bien, desde la perspectiva de su producción. Sin embargo, no se ha tratado de un recorrido sistemático ni históricamente progresivo. Más bien, hemos ofrecido una serie dispersa de ejemplos que permiten ver de qué manera en el seno del cine palpita una cierta predisposición, un programa que ha gobernado el grueso de la producción cinematográfica oficial. Forma de la producción que esconde detrás de sí una serie de presupuestos que gobiernan las distintas maneras de la realización, así como también las formas mismas del relato y la retórica audiovisual.

En este sentido la tarea es larga. Valdría la pena realizar un estudio detenido de todas las instancias involucradas en la naturalización de estos presupuestos. Desde los dispositivos técnicos hasta las escuelas, pasando por los festivales y fondos de financiación... Todos ellos participan de esta naturalización que en la misma medida que hace posible un cierto tipo de cine, invisibiliza también muchas otras formas de la producción cinematográfica, del relato y de la imagen, y niega con ellos formas alternativas de la experiencia.

De momento tan sólo hemos aportado una serie de anotaciones que antes que resolver el asunto, invitan a enriquecerlo como problema.


3 Al respecto el texto reciente de David Oubiña es sumamente esclarecedor. Cfr. Oubiña, D. (2009). Una juguetería filosófica. Buenos Aires: Manantial.

4 No se trata de un determinismo ingenuo en el que la infraestructura material determina a la superestructura espiritual según una secuencia lógico-causal. Más bien, de un modo bien diferente, la variedad de expresiones de la modernidad no se explica por una causa unilateral. A los ojos de Benjamin la modernidad es plena de contradicciones y por tanto se rehúsa a ser comprendida como sistema de efectos de un sistema de las causas. La técnica es condición sin la cual la modernidad no llegaría a ser, de ahí la necesidad de involucrarla como protagonista del asunto. No obstante, sus usos no están determinados de antemano y por ello el buen semblante de Benjamin ante las vanguardias, sobre todo el surrealismo, que se proponen usos alternativos del mecanismo técnico. En el mismo instante en que la técnica es para Benjamin condición problemática, es alternativa de emancipación.

5 Continuando con esta pesquisa por la ideología encarnada en el aparato, podemos seguir el razonamiento de Harun Farocki, quien ve en las imágenes de los obreros saliendo de la estación, de los hermanos Lumière, el modelo de las venideras cámaras de vigilancia, de su retórica distante y neutral. Cfr. Faroki, H. (2003). "Trabajadores saliendo de la fábrica". En: Crítica de la mirada. Buenos Aires: Altamira.



Referencias

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Para citar este artículo / To reference this article / Para citar este artigo

Cárdenas, J. D. Anotaciones sobre el cine y la ideología. Palabra Clave 15 (3), 415-431.

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