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Educación y Educadores

versión impresa ISSN 0123-1294versión On-line ISSN 2027-5358

educ.educ. v.13 n.2 Chia mayo/ago. 2010

 

Desde las teorías implícitas a la docencia como práctica reflexiva

From Implicit Theories to Teaching as Reflective Practice

Desde as teorias implícitas à docencia como prática reflexiva

Brenda Isabel López-Vargasa y Sandra Patricia Basto-Torradob

a Magíster en Investigación y Desarrollo de la Educación.
Profesora, Centro de Estudios en Educación, Universidad Santo Tomás, Bucaramanga, Colombia.
brislova@gmail.com

b Magíster en Pedagogía.
Profesora, Centro de Estudios en Educación, Universidad Santo Tomás, Bucaramanga, Colombia.
sandrabasto@yahoo.com


Resumen

Problema: El trabajo traza una ruta para comprender la relación entre las concepciones pedagógicas de los profesores y su quehacer en las aulas de clase. Estructura de la discusión: Partiendo del enfoque cognitivo, que brinda elementos teóricos para abordar las creencias, los constructos y las teorías docentes, se llega al enfoque alternativo, que se centra en el análisis de las prácticas para mostrar la imposibilidad de separarlas de las intencionalidades del profesor y del contexto socio-cultural en que está inmerso. Luego se delinea un marco de referencia de las prácticas pedagógicas actuales, para lograr la comprensión y el mejoramiento permanente de los procesos de enseñanza y aprendizaje, en el camino hacia la formación del buen profesor que la Sociedad del Conocimiento demanda.

Conclusión: El buen profesor de este siglo es quien tiene un conocimiento experto y la competencia para establecer vínculos de confianza con sus estudiantes; soporta su ejercicio docente en la ética del cuidado.

Palabras clave

Práctica pedagógica, docencia, investigación pedagógica, reflexión práctica, Sociedad de la Información (fuente: Tesauro de la Unesco).


Abstract

Problem: A road map to understanding the relationship between the educational ideas of teachers and their work in the classroom is outlined in this study. Structure of the discussion: Based on a cognitive perspective, which offers theoretical elements to address teaching beliefs, constructs and theories, an alternative approach is developed that focuses on an analysis of practices to show the impossibility of separating them from the teacher's intentions and socio-cultural context. A frame of reference for current teaching practices is outlined to aid understanding and to further a constant improvement in teaching and learning processes, so as to train good teachers to meet the demands of the today's information society. Conclusion: A good teacher in this century is one who has expert knowledge and the competence to establish bonds of trust with students, and bases teaching on the ethics of care.

Key words

Teaching practice, teaching, educational research, reflective practice, information society (Source: Unesco Thesaurus).


Resumo

Problema: O artigo ajuda à compreensão da relação entre as idéias pedagógicas dos professores e seu trabalho na sala de aula.

Estrutura da discussão: Com base na abordagem cognitiva, que fornece os elementos teóricos para examinar as crenças, construtos e teorias pedagógicas, chega-se a propor a abordagem alternativa, centrada na análise das práticas para mostrar a impossibilidade de separá-las das intenções do professor e do contexto sociocultural em que ele está imerso.

Depois se esboça um quadro das actuais práticas pedagógicas, para atingir a compreensão e o melhoramento contínuo dos processos de ensino e aprendizagem. Assim, pode formar-se o bom professor que necessita a sociedade do conhecimento. Conclusão: O bom professor do século XXI tem conhecimentos e competência para estabelecer laços de confiança com os alunos, e apóia seus ensinamentos sobre a ética do cuidado.

Palavras-chave

Prática pedagógica, ensino, pesquisa educacional, prática reflexiva, sociedade da informação (fonte: Tesouro da Unesco).


Introducción

Un buen profesor es el que está dispuesto a
cambiar en el sentido que le dicta la reflexión
sobre las evidencias que le muestra la práctica.

John Dewey

Los acelerados cambios culturales, políticos, económicos y científicos que la Sociedad de la Información y el Conocimiento ha traído consigo, imponen importantes desafíos a los distintos sujetos de la educación, especialmente a profesores y estudiantes.

El avance tecnológico y sus implicaciones en la comunicación humana, igual que sucedió en el pasado con la introducción de otras tecnologías, como la televisión o la prensa, cuestionan nuevamente al profesorado, que, en muchos casos, sigue realizando una enseñanza desligada del ecosistema comunicativo y, por ende, de espaldas a las nuevas formas de aprender que exige esta sociedad.

A pesar de la incorporación de tecnologías de información y comunicación (TIC) en todos los niveles del sistema educativo, las prácticas pedagógicas siguen ancladas a una visión del mundo y a unas concepciones sobre el aprendizaje y el conocimiento que no corresponden a los avances pedagógicos y epistemológicos alcanzados en el siglo XX y profundizados en esta primera década del siglo XXI. Estos avances, aunados a la evolución tecnológica, supondrían un replanteamiento de la orientación y la metodología en la cotidianidad de las instituciones educativas; pero las TIC, lejos de ser concebidas como mediaciones pedagógicas, se convierten en fines en sí mismos.

¿Por qué cambian los discursos oficiales y las orientaciones formales de la educación sin que cambien también las prácticas pedagógicas? ¿Por qué en entornos virtuales de aprendizaje se siguen presentando, incluso se intensifican, los viejos problemas metodológicos y didácticos? ¿Por qué sigue siendo acrítico, en buena medida, el quehacer docente? Estas preguntas no son nuevas y se han ensayado distintas respuestas, pero la realidad educativa muestra que poco se ha avanzado en la superación de algunos de los problemas más importantes de la educación.

Muchas investigaciones han abordado, desde diferentes enfoques, las concepciones, las creencias, los constructos, las teorías de los profesores, señalando cómo estos subyacen en sus acciones pedagógicas y cómo gran parte de los cambios educativos son posibles si los agentes que participan en ellos están dispuestos a modificar sus creencias y sus prácticas. Autores como Pozo, et al. (2006) afirman que cambiar la educación requiere, entre otras muchas cosas, transformar las representaciones que profesores y alumnos tienen sobre el aprendizaje y la enseñanza, y para lograrlo es preciso primero saber qué son, cuáles son, en qué consisten, cuál es su naturaleza representacional, cuál es su dinámica y cuáles son sus relaciones con la propia práctica.

El estudio de esta relación entre las concepciones del profesorado y sus prácticas es condición esencial para comprender el sentido del aprendizaje y la enseñanza en una sociedad global en la que el cambio vertiginoso genera incertidumbre y donde la ciencia y la tecnología están marcando la pauta para el diseño de nuevos modelos pedagógicos no lineales sustentados en la autorregulación y el trabajo en redes. Aunque se han realizado trabajos importantes en este sentido, es necesario seguir profundizando en la reflexión sobre lo que hacen y lo que piensan los profesores para proponer mejores estrategias de formación de un buen profesor para este siglo, un profesor que pueda, por fin, vencer los retos de su tiempo y encontrar mejores formas de acelerar la transformación pedagógica pendiente.

En las siguientes páginas haremos una aproximación a la figura del buen profesor de hoy, partiendo de una exploración, desde el enfoque de las teorías implícitas, de las concepciones del profesorado para revisar posteriormente, desde el enfoque alternativo, algunas propuestas centradas en la práctica, como la del profesor reflexivo, el profesor investigador y el profesor mediador. Trataremos de establecer la relación entre pensamiento y acción educativa, por un lado, y, por otro, de destacar la importancia de la reflexión crítica y la investigación como las mejores vías para la formación profesional en la Sociedad de la Información y el Conocimiento, a la luz de la literatura sobre el tema.

Sobre la naturaleza de las concepciones

Para Giordan y De Vecchi (1995), las concepciones son un proceso personal por el cual un individuo estructura su saber a medida que integra los conocimientos. Este saber se elabora, en la gran mayoría de los casos, durante un período bastante amplio de la vida a partir de su arqueología, es decir, de la acción cultural parental, de la práctica social del niño en la escuela, de la influencia de los diversos medios de comunicación y más tarde de la actividad profesional y social del adulto (club, familia, asociación, entre otros).

Las concepciones tienen raíces socioculturales y son, a su vez, un factor de socialización que se encuentra en la base de los intercambios psicosociales producidos en el campo de la acción (Rodrigo, Rodríguez & Marrero, 1993). En este sentido, el profesor tiene una trayectoria cultural producto de sus múltiples interacciones, no solo con otros seres humanos sino con dispositivos socioculturales mediante los cuales se van construyendo sus percepciones, sus visiones de la vida y del mundo, las creencias que se van arraigando con el tiempo, constituyendo su identidad personal y profesional. Según Pozo, et al. (2006, p. 34) "[...] todos tenemos creencias o teorías profundamente asumidas y tal vez nunca discutidas, sobre lo que es aprender y enseñar, que rigen nuestras acciones al punto de constituir un verdadero currículo oculto que guía, a veces sin nosotros saberlo, nuestra práctica educativa".

Sin duda, el legado cultural es determinante en el tipo de creencias y prácticas del profesorado, pero este tan solo es un ámbito que construye las creencias y concepciones humanas; el otro, cuya influencia es decisiva en los modos de percibir y representar el mundo, es la herencia natural o biológica definida por la estructura cognitiva, esto es:

... un sistema cognitivo, una mente humana, que no solo hace posible sino necesario el aprendizaje como una actividad social y cultural, y un rasgo básico de este diseño cognitivo es la capacidad de saber lo que sabemos y, también, por tanto, lo que ignoramos; pero también imaginar o intuir lo que otros saben y, por tanto, también lo que ignoran, así como la capacidad de compartir e intercambiar con los demás nuestras representaciones; en suma, de distribuirlas socialmente (p. 35).

El ser humano tiene una capacidad innata que le permite de manera espontánea intuir hechos o acontecimientos que lo llevan de alguna manera a presentir y predecir acciones propias y ajenas, y en esos sucesos modificar sus apreciaciones y prácticas. Dentro de esta capacidad se halla el sentido común del profesor, que lo lleva a actuar de determinada manera, especialmente en situaciones espontáneas o imprevistas. Por ejemplo, cuando se pregunta a un profesor por qué actúa de determinada manera, frecuentemente responde: "porque creo que es así", "mi intuición me indicó que debía hacerlo así".

Entonces, las concepciones son producto de la herencia cultural y la herencia biológica, que confluyen mutuamente. En el reconocimiento y la comprensión de cómo estas funcionan e interactúan se encuentra un primer paso en la posibilidad de transformar las prácticas pedagógicas, al significar una reflexión retrospectiva e introspectiva sobre los modos en que el docente concibe la enseñanza y, por tanto, el aprendizaje.

En la literatura sobre las concepciones o creencias de los profesores se encuentran dos enfoques decisivos para comprender hoy estos constructos: el cognitivo y el alternativo. El primero agrupa los trabajos sobre las operaciones mentales de los profesores en los distintos momentos de su acción pedagógica; el segundo plantea que la enseñanza no puede ser aislada de la intencionalidad del profesor y en general de la cultura que lo constituye (Perafán & Adúriz-Bravo, 2002).

Del conocimiento explícito al conocimiento implícito de los profesores

Dentro del enfoque cognitivo se han planteado diversas teorías psicológicas, a partir de las cuales se busca describir y explicar la vida mental de los sujetos como condición para la comprensión de su aprendizaje. De manera particular, la perspectiva poscognitiva emergida en los años ochenta reconoce que los procesos de aprendizaje y los productos de conocimiento se construyen en relación con significados socioculturalmente definidos y surgen con frecuencia sobre la base de procedimientos de intercambio, de diálogo y negociación cultural, postura que dio origen al constructivismo social (Santoianni & Striano, 2006).

Desde esta óptica, el acto de aprender es un proceso que se realiza tanto de forma intraindividual como interindividual, sobre la base de códigos, sistemas simbólicos y significantes compartidos. Los productos de aprendizaje se configuran, por lo tanto, como una construcción común sobre la base de procedimientos cognitivos y de tramas de significados compartidos y negociados. Si la realidad es una construcción social, lo son también, con mayor razón, el aprendizaje y las estructuras de conocimiento, los cuales pueden ser entendidos como formas de prácticas sociales funcionales a las necesidades adaptativas de los individuos, en el ámbito de realidades culturales específicas de las cuales extraen instrumentos y recursos cognitivos (Santoianni & Striano, 2006).

Hay, dentro de la perspectiva poscognitiva, dos enfoques fundamentales para el estudio de las concepciones y las prácticas pedagógicas: la metacognición y las teorías implícitas. La metacognición centra su objeto de estudio en el conocimiento consciente, de naturaleza explícita, y analiza el desarrollo armónico, constante, selectivo y sistemático de los procesos cognitivos en contextos culturales específicos. Este enfoque se centra en las preguntas qué enseña y cómo enseña el profesor. Entretanto, las teorías implícitas centran su estudio en la coherencia y consistencia de las distintas concepciones implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza. En este sentido, indaga el porqué de esas creencias, constructos o teorías (Pozo, et al., 2006).

La metacognición se asemeja a los procesos de control que ejercemos sobre nuestra propia actividad cognitiva cuando realizamos una tarea: se planifica la actividad que se va a llevar a cabo para alcanzar los objetivos de la tarea, se supervisa la actividad mientras está en marcha y se evalúan los resultados que se van obteniendo en función de los objetivos perseguidos. Así, la metacognición construye principios de reflexión y acción conscientes, por ende explícitos en el quehacer cotidiano del profesor, cumpliendo dos funciones simultáneamente (planificación y control) al seleccionar, estructurar, organizar, simplificar, administrar, coordinar, aplicar y evaluar, entre otras.

Para Santoianni y Striano (2006) el trabajo metacognitivo del profesor se configura como instrumento para la creación, la planificación y la construcción de ambientes de aprendizaje que son, al mismo tiempo, contextos de orientación y micro-parte activa de un macrodiseño más general.

Si bien las investigaciones sobre el pensamiento del profesor se ocupan de los procesos cognitivos formales, y por consiguiente de carácter explícito que ocurren -y que relata el profesor- cuando está planeando y controlando, probablemente no se reconozcan los principios prácticos y, por tanto, los sentidos implícitos orientadores de dicha actividad, según lo señalan Perafán & Adúriz-Bravo (2002), razón por la cual se necesita examinar las teorías implícitas. Este es un enfoque relativamente reciente, centrado en la naturaleza y el desarrollo de las representaciones y las actividades mentales inconscientes.

[...] las teorías implícitas son un conjunto interrelacionado de representaciones acerca de los estados, contenidos y procesos mentales que las personas experimentan privadamente y que están en la base de su conducta e interacción social. De este modo, articula así unas representaciones muy básicas, de carácter principalmente implícito, por lo tanto inconsciente, acerca de cómo funcionan las personas: qué las mueve a actuar, qué las conmueve, qué creen y piensan e, incluso, cómo se origin an, entrel azan y cambian sus intenciones, emociones y creencias (Pozo, et al., 2006, p. 64).

Acerca de esta idea explica Oberg (citado en Porlán, 1989) que los constructos de los profesores, como de cualquier otra persona, no son verbalizables ni conscientes; más bien operan de manera implícita y, por tanto, oculta de los procesos de cambio y reflexión personal. Esto nos ayuda a comprender lo que investigaciones recientes, como la de De Vicenzi (2009), siguen confirmando: existe un porcentaje importante de profesores que no presentan correspondencia entre su actuación y su concepción pedagógica.

Por su parte, Gimeno (1991) identifica también la existencia de las concepciones espontáneas, las cuales tendrían origen en la cotidianidad y cuyo propósito es el de explicar la realidad y predecir el comportamiento en un contexto dado. Buena parte de las representaciones cotidianas, incluidas las que se refieren al aprendizaje y la enseñanza, se adquieren de forma implícita, no consciente, intuitiva, las cuales se producen por la exposición repetida a situaciones de aprendizaje en las que se reproducen ciertos modelos.

Esto es particularmente importante para entender por qué las prácticas pedagógicas no se ajustan, en todos los casos, a los contextos socioculturales en la Sociedad de la Información y el Conocimiento. Como indican Pozo, et al. (2006), las representaciones implícitas que los profesores tienen sobre sus estudiantes no siempre están en correspondencia con el entorno en el que los estudiantes aprenden. Deben integrarse o coordinarse ambos sistemas de representación, el explícito y el implícito, para reducir la distancia entre lo que decimos y lo que hacemos, entre las políticas educativas, el discurso institucional y el quehacer áulico, teniendo en cuenta que nuestro conocimiento explícito cambia con más facilidad que nuestras representaciones implícitas.

La práctica desde tres miradas convergentes: el profesor reflexivo, el profesor investigador y el profesor mediador

Stephen Kemis, en su introducción al trabajo de Carr (1990), señala la imposibilidad de comprender el significado y la importancia de una práctica si no nos referimos a las intenciones de quien la realiza, pero también indica que dicho significado e importancia son una construcción social, histórica y política. Entonces la práctica pedagógica no es solo una acción observable, un hacer verificable ni solo un conjunto de creencias, visiones y percepciones, un pensar y sentir de los profesores no siempre explícito; es, en realidad, la integración de los sistemas explícito e implícito de representación.

Esto constituye el punto de partida para fortalecer la figura de un profesor que ya no sea consumidor pasivo de políticas y modelos, sino un actor crítico y competente para enfrentar los retos pedagógicos y sociales que le presenta la Sociedad de la Información y el Conocimiento. Si se reconocen las concepciones espontáneas, los profesores podrán recrear sus acciones a partir de sí mismos, de sus interlocuciones, sus interlocutores y sus contextos, revalorando identidades y estilos particulares de percibir, sentir, realizar y proponer la realidad, dando surgimiento a una nueva cultura profesional que, según lo concibe Latorre (2003), implica una práctica pedagógica reflexiva, investigadora y transformadora, en oposición a la práctica guiada por concepciones y creencias producto de la tradición cultural que permanecen implícitas. Dentro de esta cultura debe emerger un profesorado autónomo, que piensa la educación a través de la reflexión sobre lo que hace en las aulas de clase; que toma decisiones con base en su interpretación de la realidad y crea situaciones nuevas a partir de los problemas de la práctica cotidiana con la finalidad de mejorarla o transformarla.

Esta visión del profesor proviene de un enfoque alternativo que es también de naturaleza cognitiva-constructivista, pero que se enriquece con perspectivas crítico-sociales, como la Teoría del Currículo, la Sociología Crítica y el Interaccionismo Simbólico, entre otras. Sin duda, estas ofrecen otra mirada en la que el profesor reflexivo, señalado por Schõn desde principios de la década de los ochenta en el siglo XX en el ámbito internacional y por Vasco (1990) en el contexto local; el profesor investigador de Carr (1990), Elliot (1993), Stenhouse (1998) y Latorre (2003), y el profesor mediador de Tébar (2003), Calvo (2004) y Prieto (1995), son referentes fundamentales para trazar nuevos caminos hacia la formación de equipos docentes profesionales y comprometidos con el cambio educativo.

El profesor como práctico reflexivo es una idea que tiene sus orígenes a principios del siglo XX en las teorías de Dewey (citado en Latorre, 2003), quien criticó la naturaleza del desarrollo educativo y enfatizó en la importancia de que el profesorado reflexionara sobre su propia práctica e integrara sus observaciones en las teorías que emergían de los procesos de enseñanza y aprendizaje; el profesor debería ser consumidor y generador de conocimientos.

Las propuestas de Dewey son retomadas por Schõn (1998), quien logra un avance significativo en la comprensión de las relaciones entre la práctica y el conocimiento. Schõn plantea una epistemología de la práctica que surge a raíz de la crisis de las profesiones, pues considera que el conocimiento producido por la racionalidad técnica y adquirido en la educación formal no permite responder de manera rápida a los problemas prácticos que se presentan a menudo, como la complejidad, la incertidumbre, la inestabilidad y el conflicto de valores. Las mencionadas son situaciones divergentes en contextos singulares, que en este caso enfrentaría el profesor en su práctica cotidiana; por lo tanto, el autor sugiere un cambio de estructura en el conocimiento del profesor que lo lleve a tomar decisiones desde o en la acción para, a posteriori, reflexionar sobre ellas y alcanzar un conocimiento práctico.

Según Schõn, "cuando emprendemos actuaciones espontáneas e intuitivas propias de la vida, aparentamos ser entendidos de un modo especial. A menudo no podemos decir qué es lo que sabemos, y al describirlo no sabemos qué decir, o hacemos descripciones que no son las apropiadas" (1998, p. 55). A este tipo de conocimiento tácito, espontáneo e intuitivo, que la gran mayoría de personas llaman sentido común, Schõn lo ha denominado el conocimiento en la acción, es decir, un saber que no proviene de una previa operación intelectual.

Este tipo de conocimiento en la práctica pedagógica significa, desde el análisis de Pozo, et al. sobre la propuesta de Schõn, que:

El docente puede reflexionar en medio de la acción sin necesidad de interrumpirla. Una sorpresa en la dinámica del aula, una variación inesperada en la aplicación de una rutina, suscitaría un proceso de reflexión dentro de una acción-presente que el autor considera que resulta en alguna medida consciente, aunque no se produzca necesariamente por medio de palabras. Tenemos en cuenta el conocimiento inesperado y el conocimiento en la acción. Nuestro pensamiento se vuelve, pues, sobre el fenómeno y, a la vez, sobre sí mismo. Lo que distingue la reflexión en la acción de otros tipos de reflexión es su inmediata relevancia para la acción, tanto para la presente como quizás otras que consideremos similares. Un buen profesor mostraría una alta capacidad para integrar la reflexión en la acción en una tranquila ejecución de su tarea (2006, p. 84).

Finalmente, la capacidad de describir lo que se hace, reflexionar sobre ello en la misma acción para luego reflexionar de nuevo sobre esa descripción realizada, constituye la reflexión sobre la reflexión en la acción, un proceso recurrente que va haciendo a un profesional cada vez más diestro, un profesional reflexivo.

Así, para Schõn el conocimiento que surge de la reflexión en la acción y posterior a la acción es un nuevo conocimiento, un conocimiento práctico. Este conocimiento es generalmente tácito y el profesor debe hacerlo explícito para generar transformaciones.

Dentro de este marco, el profesor Vasco (1990) planteó cinco aforismos para comprender el origen de la reflexión y la praxis del profesor reflexivo:

1. En el principio era la acción.

2. Los sistemas de acciones se van decantando en prácticas.

3. Sólo los fracasos de las prácticas llevan a la reflexión sobre ella.

Nace la praxis.

4. La praxis empieza a transformarse en virtud de esa reflexión.

5. La reflexión empieza a retinarse y a expresarse en forma relativamente autónoma con respecto a la praxis.

Nace la teoría.

En este planteamiento Vasco sugiere que la praxis nace con el fracaso de las prácticas, posibilidad interesante que abre nuevos horizontes en el análisis de las mismas, pues le permite al profesor un suceso hasta hoy poco aceptado: pensar en sus propios desaciertos y modificarlos. El autor propone que se considere la pedagogía no como la práctica pedagógica misma, sino como el saber teórico-práctico generado por el profesorado a través de la reflexión personal y dialogal sobre su propia práctica pedagógica, específicamente en el proceso de convertirla en praxis pedagógica, a partir de su propia experiencia y de los aportes de las otras prácticas y disciplinas que se interceptan con su quehacer. De ahi que la reflexión sea el primer paso que convertirá al profesor en un pedagogo capaz de reconocer sus desaciertos y fracasos y proponer procesos comunicativos y formativos contextuales, creativos, críticos y propositivos.

En términos de Elbaz (citado en Perafán & Adúriz-Bravo, 2002) "el conocimiento práctico del profesor es una combinación de la práctica, principios prácticos e imágenes. Estos tres componentes tienen en común que son construidos durante la historia personal, la historia de formación y la historia profesional del profesor" (p. 24).

Bajo esta misma concepción, Pérez Gómez (citado en Imbernón, 1994, p. 94) sostiene que no es posible estudiar la reflexión a partir de esquemas formales sin tener en cuenta su contenido, el contexto y las interacciones, pues "[...] la reflexión no es meramente un proceso psicológico individual. implica la inmersión consciente en el mundo de la experiencia, un mundo cargado de connotaciones, valores, intercambios simbólicos, correspondencias afectivas, intereses sociales y escenarios políticos".

Así, esta epistemología de la práctica tiene como elemento innovador la reflexión que se suscita en medio de la práctica por parte del profesor, situación que pone en escena un sujeto con capacidad de improvisación pero no proveniente del azar, sino de su experiencia, de su interacción con sus interlocutores y de sus estructuras cognitivas, epistemológicas e intuitivas desarrolladas en contextos particulares, lo cual demanda una mejor articulación de todas sus potencialidades.

De igual forma, este planteamiento presenta no solo a un profesional reflexivo, sino con capacidad de inspeccionar sus propias acciones al promover la autoevaluación individual y colectiva; proceso nada fácil de llevar a cabo en entornos laborales que exigen resultados en tiempo récord y donde el profesorado debe obtener evaluaciones por dentro de los promedios establecidos para mantener un contrato laboral, situación que, en ocasiones, lo lleva a realizar autoevaluaciones poco honestas.

Este profesor reflexivo, capaz no solo de analizar su práctica sino de proponer y teorizar nuevas formas de pensar y de realizar los procesos de enseñanza y aprendizaje, podría dar el giro que la educación requiere hace tiempo.

Para Latorre (2003), este aporte de Schõn debe ser complementado con la perspectiva crítico-social de Lawrence Stenhouse, quien con base en su modelo teórico sobre el currículo entendido como un proyecto que el profesorado debe construir teniendo en cuenta los intereses de los alumnos antes que los intereses institucionales, da origen al profesor investigador, que luego es retroalimentado con los análisis de Elliot (1988), Carr y Kemis (1988), entre otros.

Stenhouse sostiene que es condición ineludible para la investigación y el desarrollo del currículo: "el compromiso de poner sistemáticamente en cuestión la enseñanza impartida por uno mismo. el compromiso y la destreza para estudiar el propio modo de enseñar... el interés por cuestionar y comprobar la teoría en la práctica mediante el uso de dichas capacidades" (1998, p. 197).

Desde esta misma perspectiva, Carr (1990) afirma que la investigación educativa solo puede tener lugar en el contexto mismo de la práctica y son los profesores quienes, a partir de la reflexión sobre esta, pueden construir una ciencia de la educación sobre la base de la relación acción-teoría-acción.

Habermas (1982) propone que la investigación por parte del profesorado reflexivo debe generar una cultura profesional ante ciertas imposiciones institucionales; es decir, el profesorado tiene la capacidad de generar teoremas críticos con qué identificar, comprender, explicar y denunciar las dificultades de la práctica. Aquí se advierte el carácter emancipatorio propio de sus planteamientos.

La de reflexión sobre la práctica y la adopción de una posición critica frente a la misma, son dos formas de avanzar hacia la toma de conciencia de los problemas, pues el cambio educativo es posible cuando el profesor cuestiona de manera propositiva su práctica pedagógica a través de la investigación. Al respecto, Latorre (2003) advierte: "... la transformación académica de todo centro educativo pasa necesariamente por una docencia renovada y por un docente innovador, formado en una doble perspectiva: la disciplinaria y la pedagógica-didáctica..." (p. 6).

La investigación es la herramienta de transformación de las prácticas educativas, constituyéndose en el segundo paso en la conformación de esta nueva cultura profesional. De ahí que la enseñanza y la investigación deban constituir una nueva relación cuyo eje de estudio serán las situaciones problemáticas del aula, ahora analizadas y transformadas por el profesor investigador, quien se encuentra directamente involucrado en el escenario de los conflictos.

Según lo concibe Elliot (1993), más allá de ver la práctica como espacio de aplicación de la teoria, debe entenderse que la reflexión sobre la práctica revela la teoría inherente a la misma y, a la vez, permite teorizar sobre ella. Esta idea supone un cambio crucial: el profesorado puede investigar sus propuestas educativas y construir valiosas teorías sobre su práctica.

Todo esto nos remite, inevitablemente, a planteamientos esenciales de la pedagogía crítica, que tiene su fundamento en la pedagogía radical desarrollada en Inglaterra y Estados Unidos en los años setenta y que toma gran fuerza en los ochenta y noventa del siglo XX. Entre esos planteamientos está el del profesor como un intelectual transformativo que debe "conseguir que lo pedagógico sea más político y lo político más pedagógico" (Giroux, 1990, p. 177), optando por discursos y acciones pedagógicas de naturaleza liberadora y problematizadora en los que se reconozca a los estudiantes como sujetos críticos. Este intelectual transformativo, que cuestiona su propia práctica y las prácticas dominantes en la dinámica curricular y la vida cotidiana de las aulas es, sin lugar a dudas, un profesor reflexivo que indaga, que construye su conocimiento a partir de ello y promueve el análisis del contexto en el que se sitúa la acción educativa, lo que, guardadas las proporciones, es asunto medular en las discusiones sobre la educación de hoy desde otras posturas.

En efecto, el debate educativo no se centra en estos días únicamente en los contenidos por transmitir, en su selección y organización, sino en la forma en que se puede propiciar una enseñanza orientada a descubrir, innovar y pensar para construir conocimiento y formar, teniendo en cuenta un nuevo componente: los dilemas propios del contexto.

... El profesorado comienza a definir por sí mismo un lenguaje, una metodología y un estilo de información más manejables y pertinentes a su realidad, a través de los cuales puede tener acceso a debates más complejos, lo que da paso a la configuración gradual de un profesorado intelectual, crítico, capaz de cuestionar, indagar, analizar e interpretar sus propias prácticas. Esas prácticas se consideran, entonces, el punto de partida, el eje de formación, el objeto de reflexión y de construcción y, finalmente, el objeto de transformación, la cual se expresa en au-todesarrollo profesional, mejores prácticas profesionales, mayor calidad en los procesos de enseñanza y aprendizaje, mejoras en la institución educativa, surgimiento de una comunidad científica-educativa y mejores condiciones sociales y éticas, entre otros elementos (Latorre, 2003, p. 19).

En este sentido, Grisales & González (2009) señalan la necesaria relación entre el "saber sabio" y el "saber enseñado", es decir, entre la producción del conocimiento y su enseñanza, que no es otra cosa que la reelaboración del vínculo investigación-docencia que debe llevar al profesor a asumir ese papel reflexivo e investigador que se ha venido delineando para desempeñar un nuevo rol en la Sociedad de la Información y el Conocimiento, el rol de facilitador, de mediador, trascendiendo el de simple transmisor de contenidos que históricamente ha asumido y que, a pesar de tanto debatirse, sigue dominando la escena docente.

Tomando como referente los estudios realizados por Reven Feuerstein sobre la mediación, Lorenzo Tébar (2005) define el perfil del profesor mediador. Según esta perspectiva, el motor del cambio educativo es el propio educador, ahora contemplado como mediador, cuya responsabilidad primordial es potenciar el aprendizaje del estudiante.

La mediación es un factor humanizador de transmisión cultural. El hombre tiene como fuente de cambio la cultura y los medios de información. El mediador se interpone entre los estímulos o la información exterior, para interpretarlos y valorarlos. Así, el estímulo cambia de significado, adquiere un valor concreto, creando en el individuo actitudes críticas y flexibles. La explicación del mediador agranda el campo de comprensión de un dato o de una experiencia, crea disposiciones nuevas en el organismo; crea una constante alimentación informática (feedback). Se trata de iluminar desde distintos puntos un mismo objeto de nuestra mirada (p. 42).

Mediar significa intervenir entre los seres y la realidad para facilitar los procesos de aprendizaje; es decir, el profesor se convierte en el mediador por excelencia, pues no solo va a orientar y a motivar al estudiante a construir el conocimiento, sino también va a ayudarle a potenciar todas sus capacidades cognitivas, estéticas, sociales y afectivas.

El profesor, como sujeto mediador, es hoy un deber ser de la educación: no solo debe transformar la información para hacerla más comprensible y significativa para el estudiante, sino que debe lograr afectar su dimensión cognitiva, afectiva y motivacional, de tal modo que el sujeto mediado, el estudiante, se comprometa en el desarrollo de sus potencialidades. Para ello el profesor mediador debe intervenir proponiendo criterios que ayuden al estudiante a comprender la información así como las estrategias para abordarla.

Tébar propone tres principios básicos inherentes al proceso mediador: intencionalidad y reciprocidad, trascendencia y significado. La mediación es una interacción intencionada, por ello supone reciprocidad: enseñar y aprender son un mismo proceso. Los procesos comunicativos humanos son la plataforma de este principio, pues aquí entra en juego el lenguaje del cuerpo: el gesto, la mirada, el tono de voz, la expresividad que van a denotar y connotar la intencionalidad del mediador y su capacidad comunicativa y motivacional.

El profesor mediador trasciende su labor de transmisor para relacionar los hechos, las situaciones, los problemas con el mundo circundante del estudiante, es un ir más allá de lo que un currículo dicta para establecer conexiones, suscitar dilemas, promover dudas, crear posibilidades, generar espacios. Asimismo, presenta las situaciones de aprendizaje de forma interesante para el sujeto que aprende, de manera que este se implique activa y emocionalmente en la tarea y perciba que lo que aprende en realidad es significativo para su existencia y quien le enseña es alguien en el que puede creer y confiar.

Dentro de este marco, Carlos Calvo (2004) plantea la necesidad de crear ambientes empáticos que hagan posible la mediación y esto significa la disposición tanto del profesor como del estudiante, lo que él ha llamado propensión a enseñar y aprender, pues hoy, tanto profesores como estudiantes pretenden cumplir los mínimos requisitos en el mínimo tiempo.

La mediación genera una sincronización lúdica y empática entre los actores, como si provocara un estado alterado de conciencia y los actores danzaran rítmicamente mientras aprenden y enseñan [...] Como educadores debemos saber que los procesos tienden naturalmente a crear patrones sincrónicos [...] pero la cultura ha intervenido modificándolos [...] entonces el educador termina por usar un lenguaje militar y confrontacional con expresiones como "dominar", "controlar", enfrentar", "manejar" a los alumnos. Lamentablemente, esta forma de ser no es natural, sino aprendida y lo único que consigue es dañar a los actores [...] mediar es una danza creativa donde se debe permitir la naturalidad, la expresión del propio ser, de la propia naturaleza (p. 8).

Este autor considera que la mediación solo será posible en la educación, no en la escolarización, "[...] la educación requiere de la diversidad antes que de la unidad, del caos antes que del orden, del aprendizaje antes que de la enseñanza; mientras que la escolarización necesita de la unidad y no requiere de la diversidad, del orden y no del caos, del deber ser en vez del poder ser, de la enseñanza que no garantiza el aprendizaje [...]" (p. 12).

Calvo sugiere, en primer lugar, que el profesor sistematice las experiencias obtenidas fuera del aula, a fin de lograr una posterior trasposición al salón de clases; en segundo lugar, propone que la enseñanza no debe limitarse a aprendizajes superficiales y complicados, sino que debe abrirse a aprendizajes simples y complejos; en tercer lugar, plantea la necesidad de desescolarizar quitándole a la escuela lo que tiene de escolar para devolverle sus cualidades educacionales. En otras palabras, crear una escuela que descanse en la propensión a aprender y enseñar propia del ser humano.

Educar es mucho más que aplicar una teoría o metodología; educar consiste en deslumbrar como misterios y fascinar con asombros. Si aquello se consigue, el resto fluye con naturalidad, recuperándose o potenciando la propensión a aprender y enseñar, tal como lo hace el agua al bajar hacia el valle y el mar, con altibajos y diferentes aceleraciones, en torbellinos y remansos, siempre buscando lo más bajo, lo más simple, lo más sencillo y sin perder nunca su dirección hacia el mar y continuar el proceso sin término (p. 15).

Desde esta misma visión, Prieto (1995) reconoce que la mediación más importante es el profesor, quien con su pasado y su presente está dispuesto a enseñar y aprender en un proceso dialéctico y es capaz de romper con las maneras tradicionales de transmitir el conocimiento, por tanto no debe tener prisa para abrir caminos a la reflexión y al compartir, al reconocimiento de sus interlocutores como actores partícipes de su formación. El profesor no debe imponer sino proponer criterios a fin de lograr la comprensión y la negociación de los mismos; entonces, debe ser capaz de hacer un alto para explicar y acompañar al otro en sus dudas, inquietudes y equivocaciones, siendo flexible ante la adversidad pero firme en la pasión por su quehacer

No obstante, señala el autor, existen dificultades para hacer del profesor un mediador cuando el mismo sistema educativo no lo reconoce como un sujeto propositivo y transformador, ya que la carga laboral, por un lado, y por otro una compensación salarial en retroceso, hacen que el profesor tenga una baja motivación para mediar. Otro obstáculo para la mediación es el poco dominio del área disciplinar por parte del profesor, ya que "[...] es difícil volver pedagógica una relación basada en la inseguridad en torno a los conocimientos y las experiencias sobre los cuales gira el acto educativo" (p. 37).

Otras mediaciones igualmente importantes en la promoción y el acompañamiento del estudiante son la institución, el contexto, el grupo, los medios y los materiales didácticos. El uso adecuado e integral de estas mediaciones en el desarrollo de las prácticas pedagógicas es fundamental para lograr mejores aprendizajes dentro del ecosistema comunicativo que la Sociedad de la Información y el Conocimiento pone a disposición de la educación.

A los educadores nos toca navegar de manera constante por el variado océano de la cultura para rescatar horizontes y arco iris, fuegos y abismos, que de estos también se aprende. disponer de todo el universo para mediar el aprendizaje de alguien requiere de un cierto grado de osadía y de ganas de aventura. Cuando me quedo, cuando no pongo nada de mí, cuando apenas si ofrezco migajas de ese universo, cuando sólo hablo de lo que otros hablaron y no soy capaz de comunicar cultura y vidas ajenas, la mediación se estrecha y pierde toda su riqueza [...] (p. 44).

El buen profesor en el nuevo siglo

Las miradas del profesor reflexivo, el profesor investigador y el profesor mediador definen prácticas pedagógicas que bien pueden converger en un modelo más amplio que retoma todos los elementos de los anteriores: el buen profesor.

En la sociedad en que vivimos, este buen profesor es aquel capaz de hacer ruptura con los modelos de enseñanza que pretenden homogenizar sus concepciones y prácticas pedagógicas para revalorarse y ser revalorado por su historia personal, su trayectoria profesional, su autonomía y su rol como ser creador, reflexivo, crítico, investigador y propositivo, que se construye y evoluciona en la interacción con el contexto y sus interlocutores.

Para darle forma al modelo del buen profesor en el contexto social de esta primera década del siglo XXI, los aportes de Pierre Bourdieu siguen siendo de gran importancia. Bourdieu estableció el concepto de habitus, "un sistema de disposiciones duraderas y transferibles, estructuras estructuradas predispuestas para funcionar como estructuras estructurantes, es decir, como principios generadores y organizadores de prácticas y representaciones..." (1991, p. 92). Este concepto es básico, en tanto principio generador y sistema clasificador de las prácticas sociales, para comprender la necesidad de abordar las concepciones si se quiere transformar las prácticas pedagógicas, como bien señala Téllez (2002).

Ya a principios del siglo XX, John Dewey advertía que el hábito, la fuerza coercitiva violenta y la acción dirigida por la inteligencia son las fuerzas que controlan la sociedad y que en condiciones de normalidad la primera (el hábito, la costumbre) constituye la fuerza más poderosa porque cosifica las formas de actuación y de valoración de los actores de la educación (Ibarra, 1999, p. 37). En este mismo sentido, Bachelard (1981) señalaba: "con el uso, las ideas se valorizan indebidamente, a veces una idea dominante polariza el espíritu en su totalidad"; a estas ideas las llamó costumbres intelectuales.

Pero habitus es un concepto que va más allá de los hábitos y las costumbres:

los habitus constituyen la capacidad generadora, creadora, activa e inventiva del agente actuante. no son otra cosa que la potencialidad individual y social de que se dispone para dar respuesta a las exigencias del campo laboral específico en que se actúa [...] son las capacidades para crear, para realizar acciones prácticas y al mismo tiempo para valorar las potencialidades propias y ajenas[...] estas acciones a su vez están determinadas tanto por las historias de los centros de trabajo donde ejercen sus funciones, así como también por los habitus de los otros maestros, factores que inciden en la construcción de los estilos propios de ser y hacer (Ibarra, 1999, p. 37-39).

De este modo, los habitus regeneran los tejidos educativos, juegan con el sentir, el ser, el saber y el hacer de los sujetos; son un aquí y un ahora que se enriquecen con la mirada de los profesores, los estudiantes y todos sus actores en los diversos contextos en que están inmersos, donde la constante interacción comunicativa puede llevarlos a proponer y realizar proyectos formativos con el sentido ético y social que se requiere en los tiempos actuales.

El buen profesor es una construcción social y pedagógica, una representación que puede englobar principios y referentes muy variados, dependiendo del significado del que se dote, es decir, de las visiones y las concepciones inherentes al habitus del campo institucional en el que tenga lugar. Investigaciones como la de Ibarra (1999) han encontrado que, en la perspectiva de directivos, estudiantes y profesores universitarios, el buen profesor es aquel que: controla a su grupo de estudiantes por la vía de la atención, manteniendo un equilibrio entre tolerancia y actitud enérgica frente a la posibilidad del desorden, sin ser permisivo pero sin ejercer un autoritarismo irracional; tiene una trayectoria reconocida a través del tiempo, una historia laboral sin conflictos o acciones beligerantes; domina, además de los contenidos temáticos de la asignatura que enseña, su área disciplinar y su ejercicio profesional; logra mantener la atención de sus estudiantes en sus clases; tiende puentes entre su asignatura y otras, entre teoría y práctica, establece nexos entre un conocimiento y otro; y que es heredero de la tradición pedagógica de la lección magistral, es decir, que mantiene el habitus de dar bien la clase, sin ruborizarse por la posibilidad de ser acusado de tradicional.

Por su parte, Bain (2007), después de realizar una investigación de varios años también con profesores universitarios, concluyó que los buenos profesores conocen muy bien su materia, están actualizados, razonan sus asignaturas, se interesan tanto por su disciplina como por otras muy diversas; son capaces de ejercer la metacognición, que, como hemos señalado en el apartado anterior, constituye un ejercicio de razonamiento, de reflexión, de análisis sobre su quehacer cotidiano para valorar su calidad; consideran su docencia como un esfuerzo intelectual formal y exigente de la misma importancia que otras tareas como la investigación; siempre muestran confianza en sus estudiantes y esperan más de ellos; crean entornos de aprendizaje diversos y basados en problemas o tareas desafiantes; y evalúan sistemáticamente a sus estudiantes sin juzgarlos de manera arbitraria.

Si analizamos bien las conclusiones de estos dos trabajos, encontraremos elementos propios de las propuestas del profesor reflexivo, del profesor investigador y del profesor mediador que se han descrito en párrafos atrás, así como de las teorías implícitas y la metacognición. Ambos muestran resultados relacionados con prácticas exitosas o consideradas exitosas por diversos actores de los procesos pedagógicos, pero ¿hay otros elementos que deban considerarse en función del tipo de sociedad y el tipo de estudiantes que tenemos hoy en día en las aulas de clase?, ¿es necesario dotar de un significado más amplio el concepto del buen profesor?

Sin duda, la respuesta a todas estas preguntas es afirmativa y cada institución debe efectuar un ejercicio de visión de presente y de futuro desde la figura del profesor para definir los elementos específicos de un modelo docente con pertinencia, situado en cada contexto local pero enmarcado en el principio de universalidad y, sobre todo, en el principio de la "ética del cuidado" (Vázquez & Escámez, 2010), es decir, del reconocimiento de la interdependencia y la solidaridad que permiten al profesor asumir la responsabilidad de crear relaciones de confianza mutua entre y con sus estudiantes para conocerlos e intervenir educativamente respondiendo a sus necesidades e intereses.

Este modelo implica, necesariamente, una formación pedagógica básica y la actualización permanente del conocimiento pedagógico y disciplinar. En su investigación sobre jóvenes profesores universitarios, Bozu (2010) encontró entre los factores de mayor peso en la explicación de las dificultades en su ejercicio docente, la falta de una formación inicial centrada en aspectos pedagógicos y didácticos generales que les permitan trascender las formas tradicionales de la enseñanza centradas en el profesor y en el contenido. Esto es fundamental si tenemos en cuenta que aun en aquellas reconocidas como "buenas prácticas pedagógicas", los "buenos profesores" que las realizan se ubican dentro de los enfoques pedagógicos más tradicionales, es decir, son menos innovadores (Cid-Sabucedo, Pérez-Abellás & Zabalza, 2009).

El buen profesor de hoy requiere, entonces, una formación que le permita aplicar en su ejercicio docente lo que desde la Sociología de la Educación se ha llamado pedagogías productivas, aquellas que enfatizan en la naturaleza construida del conocimiento, en las múltiples perspectivas sobre la realidad y en una aproximación construc-tivista y colaborativa del aprendizaje, dejando a un lado las pedagogías de la indiferencia, que se han caracterizado por la falta de integralidad y la ausencia del reconocimiento de la diferencia (Lingard, 2010). Algunos trabajos en los que se ha estudiado la percepción que tienen los estudiantes de los buenos profesores, como el de Gargallo, Sánchez, Ros & Ferreras (2010), muestran claramente que el estilo docente que los estudiantes reclaman está centrado en el aprendizaje, es constructivista y co-laborativo y se basa en la confianza mutua.

Conclusión

El recorrido realizado desde los enfoques cognitivo y alternativo por las creencias y las acciones pedagógicas pretende trazar una ruta crítica para el necesario trabajo de formación y de evaluación permanente del profesorado, así como para la investigación.

Es claro que para aproximarse a esa construcción social y pedagógica que es el buen profesor del siglo XXI se requiere comprender, dinamizar, recrear y transformar las concepciones y las prácticas pedagógicas a partir del reconocimiento de las teorías explícitas e implícitas del profesor, de su historia personal, su experiencia profesional, sus interacciones, sus epistemologías, y de su carácter de sujeto que depende de su contexto cultural. El rol docente soportado sobre una racionalidad técnica, cuestionado y rebasado al menos en el discurso pedagógico, puede ser superado en la práctica si empezamos por saber quién es el profesor, qué piensa, qué hace y cómo actúa.

El buen profesor, ese profesor reflexivo, mediador, investigador, crítico, es el gran transformador del que se viene hablando en la literatura y en los distintos espacios de reflexión académica desde varias décadas atrás, pero para ejercer su acción transformadora debe revisar a fondo sus relaciones con el conocimiento y analizar los desaciertos en su práctica docente (Barrón, 2009). Si lo hace, puede desarrollar la capacidad para establecer vínculos de confianza con sus estudiantes, lo que aunado a la pertinencia de lo que hace en clase, la claridad en lo que dice y su conocimiento experto puede generar lo que Sánchez, Reiko, Rodríguez & De Diego (2009, p. 20) llaman el "compromiso escolar en el momento". Es decir, puede lograr en sus estudiantes un aprendizaje dialógico, que tiene como punto de partida la inteligencia cultural en la que se integra lo académico, lo práctico y lo comunicativo (Prieto & Duque, 2009).

Este profesor es, por todo lo anterior, capaz de recuperar la autoridad en el aula de clase, no la impuesta y vertical tan debatida en la historia de la pedagogía, sino la autoridad que surge en la interacción socioeducativa cuando los estudiantes reconocen el saber del profesor y cuando este logra las condiciones para favorecer la autonomía de aquellos (Zamora & Zerón, 2009), lo que implica una forma de intervención mediante el saber experto que permita la construcción gradual de la autogestión del conocimiento en los aprendices. Al respecto, estudios recientes como el de Prados, Cubero & De la Mata (2010) han mostrado que el logro en el aprendizaje universitario está relacionado con una dirección eficaz de las actividades pedagógicas por parte del profesor, con su intervención firme y su presencia constante pero siempre favorecedora del diálogo y de la construcción colectiva de los saberes. Entonces el buen profesor es el que puede ejercer una buena práctica en la que confluyan "las buenas intenciones, las buenas razones y, sustantivamente, el cuidado por atender la epistemología del campo en cuestión" (Litwin, 2008, p. 219). Y puede hacerlo porque es sensible, flexible, imaginativo, recursivo y es competente para apartarse de las fórmulas probadas; en otras palabras, es un profesor creativo (Menchén, 2009).

El esfuerzo de las instituciones educativas debe centrarse, entonces, en asegurar un proceso permanente de formación de un pensamiento crítico en el profesorado, que le permita crear las condiciones para su autorregulación mediante el desarrollo de la metacognición como punto de partida. Coincidimos con Hénard (2010) cuando afirma que sin el compromiso institucional para estimular la reflexión sobre el papel de la enseñanza en el proceso de aprendizaje no será posible dotar de sentido el concepto de calidad tan utilizado pero aún sin asidero en la cotidianidad de la vida educativa institucional. Es viable hacer de la reflexión crítica un instrumento institucional para la formación permanente de los profesores, así lo muestran investigaciones como la de Pou, Aguirre y Cordero (2009).

Esta nueva era de la información con su Sociedad del Conocimiento nos plantea el reto del pleno desarrollo personal y social de los sujetos de la educación, de la creación y recreación de los procesos de enseñanza y aprendizaje, del pensamiento y del trabajo intelectivo. El esfuerzo para enfrentar el reto de manera efectiva y relevante debe ser colectivo y permanente, dentro de un proyecto educativo común que tenga como punto de partida el reconocimiento de la relación entre la subjetividad y la acción pedagógica, esa subjetividad que se repliega y despliega en la cotidianidad del acto educativo (Patiño y Rojas, 2009); porque sólo en las aulas de clase podrá iniciarse y mantenerse la verdadera revolución educativa.

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Fecha de recepción: 2009-08-27
Fecha de aceptación: 2010-07-09

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