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Persona y Bioética

versão impressa ISSN 0123-3122

pers.bioét. vol.10 no.2 Chia jul./dez. 2006

 


EL TRASPLANTE DE ÓRGANOS:
VALORES Y DERECHOS HUMANOS

María Luisa Pfeiffer*

* Doctora en Filosofía. Investigadora, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET, Buenos Aires. Docente Unidad de Bioética, Universidad de Buenos Aires, UBA. Rivadavia 6646 2do. piso, Buenos Aires, Argentina.
E-mail: maliandi@mail.retina.ar

FECHA DE RECEPCIÓN: 7-11-2006 / FECHA DE ACEPTACIÓN: 28-11-2006



RESUMEN

Hay muchos elementos constitutivos de la técnica de los trasplantes, que la vuelven paradigmática para un análisis tanto filosófico como ético.

Encontramos encarnados en ella varios elementos del paradigma cultural vigente: el sustento tecnológico para la práctica médica, la preeminencia de conductas pragmáticas, un modelo del médico técnico con permiso de meterse en el cuerpo y mutilarlo, el cuerpo como máquina, la posibilidad de la inmortalidad, la libertad como elección.

Este trabajo muestra que la práctica del trasplante sería imposible sin la aceptación, sin discusión, de esos supuestos que nuestra cultura considera valiosos. Además, elabora éticamente estos supuestos y sus consecuencias.

PALABRAS CLAVE: trasplante, ética, tecnología, pragmatismo, derechos del donante, derechos del receptor, derechos del cadáver.



ABSTRACT

There are many constituent elements in the transplant technique making it become paradigmatic for an analysis of both philosophical and ethical nature.

Incarnated in it, we find several ingredients of the cultural paradigm in force today technological support for medical practice, the preeminence of pragmatic conducts, a model of the technical doctor with permission to intrude in a body and mutilate it, the body as a machine, the likelihood of immortality, and freedom as a choice.

This work shows that transplants would be impossible as a practice without the acceptance, with no objection, of any such suppositions that our culture deems valuable. Furthermore, it ethically devises these suppositions and their consequences.

KEY WORDS: Transplant, ethics, technology pragmatism, donors' rights, recipients' rights, corpses' rights.



INTRODUCCIÓN

Si consideramos la historia de la medicina en el siglo XX, podemos poner el trasplante como uno de sus mayores éxitos, donde se conjugan el conocimiento científico con la pericia técnica, que han constituido a lo largo de su historian dos elementos irrenunciables de la práctica médica. El trasplante de órganos no sólo ha permitido salvar la vida de muchas personas que estaban condenadas a la muerte, y mejorar la de otras, sino que ha posibilitado que se vuelva realidad una vieja fantasía, manifestada muchas veces en la literatura y en los relatos populares. Hay muchos elementos constitutivos de esta técnica terapéutica, que la vuelven paradigmática para un análisis tanto filosófico como ético. Encontramos encarnados en ella varios elementos del paradigma cultural vigente: el sustento tecnológico para la práctica médica, la preeminencia de conductas pragmáticas, un modelo del médico técnico con permiso de meterse en el cuerpo y mutilarlo, el cuerpo como máquina, la posibilidad de la inmortalidad, la libertad como elección.

El propósito de este trabajo es reconocer el carácter paradigmático de todos estos elementos en el trasplante, considerando que si no estuvieran vigentes en nuestro imaginario, es decir, si no los aceptáramos como "yendo de suyo", como algo constitutivo de la realidad que no es discutido, como una creencia que afecta tanto lo racional como lo afectivo, que es lo propio de los paradigmas, los trasplantes no serían posibles.

Marcaré una a una estas expresiones de nuestra cultura:

* La práctica del trasplante sería imposible sin un sustento tecnológico. No sólo es este sustento el que la fue haciendo más efectiva y más segura, sino que no sería posible sin él. Muchas veces encontramos cuestionada la inserción de la tecnología en la práctica médica, bajo el argumento de que distorsiona la relación médico-paciente. En efecto, la presencia del aparato, de la máquina, del instrumento, hace que la confianza pierda su dirección normal, y tanto médico como enfermo terminen dependiendo de los resultados de los estudios y confiando más en el aparato que en el saber médico. La presencia de la tecnología crece, porque cada vez más se pierde el modelo tradicional del médico como cuidador, y avanza la del médico como salvador, como rescatador de la muerte. Desde la bioética se busca a menudo restablecer una relación más cercana y personal entre médico y enfermo, una relación más modesta y humilde, para evitar las mediaciones tecnológicas que permiten soñar con la ausencia de límites. Esta postura, que lleva a cuestionar el uso indiscriminado de la tecnología en medicina, nos pone frente a una situación incómoda respecto de los trasplantes, ya que éstos son absolutamente tecnológico-dependientes. Pero debemos agregar a esto que no sólo los trasplantes serían cuestionados, sino positivamente toda práctica médica, tal cual la enseñamos y realizamos en la actualidad.

* El segundo paradigma al que aludimos es la preeminencia de conductas pragmáticas. No hace falta detenerse demasiado en este paradigma, por el cual dejamos de preguntarnos las razones de las conductas y actuamos, aun sin razones, ni científicas ni éticas, cuando el resultado es "positivo". La medida de la verdad de un conocimiento, o de la bondad de un acto, está dada hoy por su utilidad ad hoc. La definición de muerte, esencial a la práctica de trasplantes en el momento actual, cuando se han multiplicado las demandas de órganos, es una definición claramente pragmática1. Ponerla en duda es desbaratar la posibilidad de seguir trasplantando órganos, sobre todo los denominados "órganos únicos", y por ello es tan difícil hacerlo sin que se considere al que pone objeciones no pragmáticas como a alguien que está "contra" la praxis del trasplante2. Este ejemplo es el que pone de manifiesto de manera superlativa la fuerza de los paradigmas. El pragmatismo en las decisiones lleva a considerar el hecho de lograr con éxito un trasplante3, por encima de cualquier otro valor. Siguiendo el mismo modelo de juicio pragmático sobre las conductas, podemos llegar a discutir la posibilidad de la venta de órganos, de su intercambio por bienes, como el trabajo, atención de la salud, dinero, ciudadanía, supervivencia, otro órgano, etc.4.

* Poníamos como tercer paradigma un modelo de médico técnico con permiso de meterse en el cuerpo y mutilarlo. Hablamos aquí de lo que Veatch denominó el modelo de médico ingeniero. Éste nace de considerar a la medicina como una ciencia, antes que nada, y al médico como un científico que, como tal, está por encima del bien y del mal. El hecho de ser científico lo pone fuera de toda sospecha moral. Además, participa también de la motivación del científico, que son los resultados para la ciencia5. El médico así deberá cumplir con su misión de reparador de un organismo máquina, usando para ello el mejor instrumental disponible y todo su saber técnico-científico. Este paradigma aparece claramente cuando la gente contrapone "un médico humano a uno que sabe mucho", y si tiene que elegir, opta por el que "sabe mucho", al que le agrega como condimento cumplir con el primer paradigma: "que cuente con tecnología". Pero hay un elemento más para completar la imagen paradigmática del médico de hoy: si este médico tecnologizado es además cirujano, desaparecen todas las dudas. Ya no nos da confianza la imagen de un médico sentado al borde de la cabecera de un paciente, poniendo una de sus manos sobre la frente del mismo y sosteniendo con la otra la mano del enfermo. La confianza proviene de alguien vestido con un ambo (traje) de color, con un barbijo (tapabocas) y un bisturí en la mano. La terapéutica en que más confianza se tiene es "el cuchillo", dicho en lenguaje popular. Es una imagen por lo menos curiosa la de este médico altamente capacitado en ciencia, que lo que debe saber hacer es sacar el mal del cuerpo con un cuchillo, mutilar el cuerpo para librarlo de la enfermedad. La intromisión en el cuerpo, su mutilación, son hoy tareas cotidianas en la práctica médica, realizadas no por carniceros o barberos, sino por profesionales capacitados, y que además procuran la mayor seguridad terapéutica. Que "la enfermedad", o mejor, "el órgano enfermo" pueda ser extirpado con "el cuchillo", genera, tanto para el médico como para el paciente, más seguridad de que las consecuencias de la enfermedad puedan ser neutralizadas. El trasplante es, en este caso, paradigmático: no sólo los médicos que lo realizan necesitan un alto grado de capacitación científica específica, sino que además deben ser cirujanos, y no otra cosa. Este es un argumento que se usa mucho a la hora de discutir la posibilidad de comercializar tanto órganos, como la misma práctica: la necesidad de que intervenga un cirujano altamente especializado y de contar con aparatos de alta tecnología dificultan su clandestinidad, excepto que ésta sea tolerada por los controles estatales6.

* Todos estos paradigmas han sido posibles por la vigencia de uno anterior y sustentador del desarrollo de la medicina, que es la concepción del cuerpo como máquina. Como hijos de una cultura fundamentalmente heredera de la griega, tenemos "incorporada" una representación dual del hombre. Nos resulta sumamente difícil eludir la representación del hombre como cuerpo más alma, mente o psiquis. A partir de la propuesta cartesiana y de toda la medicina de su tiempo -recordemos que Vesalio titula su principal obra "La fábrica del cuerpo humano"-, el cuerpo es visto como una máquina. Esto es así porque todo ser viviente es visto y pensado como tal, a fin de poder explicar su "funcionamiento" y repararlo cuando sea necesario. Sólo este supuesto permitió avanzar sobre la idea del trasplante, que no es otra que la de reemplazo de un componente de la máquina por otro. Para una concepción dual del hombre, el cuerpo humano funciona como una máquina, más compleja que las que el humano pueda crear, pero en sustancia no es otra cosa que una suma de partes intercambiables, conjunto de órganos indiferentes, que actúan en relación unos con otros, según lo que exige el mecanismo; son piezas sin nombre ni apellido, reemplazables indefinidamente por otras más eficientes. Esto dio pie a buscar la manera más eficaz del intercambio, que resultará en un complejo proyecto de ingeniería: el trasplante. Ver así el cuerpo permite suponer que no debe haber ningún tipo de reticencia, ni de objeción, a "abrir" esta máquina para repararla, y menos aún para procurar cada vez mejores instrumentos técnicos, para aumentar la eficacia de la intervención. Si la eficacia es el valor que se busca, el que va a convalidar no sólo esta práctica sino toda intervención médica, la bondad de la conducta será legitimada por los resultados en cada caso: la regla será el más estricto pragmatismo. Lo que importa es que funcione la máquina lo mejor posible, y esto quedará supeditado a la eficacia de los procedimientos; todos los demás valores quedarán en segundo plano. Nada debería oponerse a que un cuerpo humano pudiera ser concebido en algún momento como reservorio de órganos, y usar de las técnicas necesarias para obtenerlo y conservarlo.

* Un elemento paradigmático, asociado inevitablemente al anterior, es el del poder del saber humano que puede proponerse hacer efectiva la inmortalidad. Confluyen en éste todos los otros, y en realidad es el que anima todo lo demás. Este sueño y fantasía, que el hombre ha mantenido vigente en todas sus manifestaciones culturales, tiene hoy características muy especiales, una de las cuales es la intervención sobre los cuerpos máquina, para mantenerlos funcionando a pesar de sus desgastes y roturas. Lo que se ha impuesto con la influencia de las ciencias médicas sobre nuestras vidas, es la esperanza de que la medicina alcance las claves de una vida libre de enfermedades, o que a lo sumo logre curarlas a todas usando los procedimientos científicos cuantificables, entre los cuales ocupa un lugar preferencial el trasplante. Estamos convencidos, porque lo dice la ciencia, que de no mediar un acto violento, es decir, una enfermedad o un accidente, la vida seguiría reproduciéndose. Recordemos que uno de los intereses más actuales de la investigación biomédica es controlar la apoptosis7.

Como vemos, es imposible separar la vigencia del paradigma de la inmortalidad, como componente propio de la vida, de los mencionados anteriormente8.

* Por último, el de la asociación de libertad con elección, que se plantea claramente como "elección entre". Esta asociación proviene de una concepción de la libertad asociada al libre arbitrio, en que la voluntad debía elegir entre el bien y el mal, entre el reconocimiento de Dios y el pecado. En ese caso, la elección afectaba definitivamente la vida moral, y la exigencia entonces tenía que ver con la acción de la voluntad libre, que no podía separarse de una vida buena. Esta asociación inicial del acto libre con la elección ha permanecido, pero ahora asociado a un condicionamiento de la libertad establecido por la cultura. La elección del bien o del mal ya no tiene que ver con una decisión ética o religiosa, sino entre opciones que le procura un modo particular de concebir la vida humana mediada por la ciencia, y especialmente la medicina. Cuando hoy pensamos la libertad, ignoramos muchas veces que su ejercicio se limita conscientemente a una "elección entre" opciones establecidas por la cultura. Ignoramos la dimensión creadora de la libertad, que viene siendo anulada cada vez más por una "civilización" que disfraza de libertad la obediencia a pautas establecidas por el poder, con el objetivo del dominio de las voluntades. En ese sentido, la medicina ha sido y sigue siendo un arma valiosa para ese poder. Le pertenece históricamente un modo de normativización de las conductas, que es el que nos permite hoy determinar si estamos sanos o enfermos, si somos racionales o irracionales, si estamos aptos para ejercer y reclamar nuestros derechos o no, si somos humanos o no lo somos, e incluso si hemos nacido o si debemos nacer, y si hemos muerto o debemos morir9. A nadie se le puede ocurrir hoy que las respuestas médicas a los padecimientos humanos no son las más apropiadas: ante la insuficiencia renal no hay más solución razonable que el trasplante, toda otra respuesta es mirada con desconfianza y no puede provenir sino de la ignorancia, de la locura o de un fundamentalismo religioso indeseable. Podemos aceptar a regañadientes que alguien realice una "elección" asentándola en cualquiera de estas opciones para sí mismo, pero no para un niño, por ejemplo, ni siquiera siendo su hijo. Lo cual nos pone frente a la fuerza de una medicalización de la vida, que incluso invalida el paradigma del ejercicio de la libertad como elección. En estos casos, como en los de trasplante, en los que está involucrada la supervivencia, sólo puede elegirse de manera correcta lo médicamente indicado.


EL TRASPLANTE Y LA ÉTICA

Entonces, podemos constatar que en el trasplante de órganos convergen muchas de las creencias y los supuestos sobre los que está construida nuestra cultura actual, y que solemos cuestionar cuando planteamos reconsiderar los valores y, sobre todo, los derechos humanos desde la bioética. El trasplante puede ser considerado un micromodelo, sobre el cual podemos señalar y debatir cuestiones que hacen a una práctica médica, en que el paciente tenga un papel protagónico y no sea considerado mero objeto de experimentación y lucro. Si analizamos los dichos de la bioética, vemos que en realidad está en contra de un modelo de medicina en que el médico actúe sólo como científico o como técnico de ingeniería, en que las decisiones médicas estén dictadas por la tecnología, en que lo que se trate sean enfermedades u órganos que disfuncionan, y no enfermos, en que el cuerpo sea considerado como una mera máquina y en que la salud se reduzca a lograr un equilibrio homeostático; pero, según vimos, el trasplante parece no sostenerse si cuestionamos los valores sobre los que se apoya esta manera de practicar la medicina.

Una concepción dual del hombre, en que el mayor valor se atribuye a la conciencia o la mente, sigue enfrentando al cuerpo como a un mecanismo; si sumamos a ello la hipervaloración de la eficacia y el éxito y la reducción del concepto de vida a sobrevida, tendremos el sustento de la aceptación sin discusión de la práctica del trasplante. Estos supuestos, sin embargo, pueden ser cuestionados, lo cual nos habilita a preguntar acerca de la condición ética de la práctica de los trasplantes. Podemos sumar a ello algunas cuestiones, como el costo monetario de esta práctica en un sistema en que la intervención tecnológica encarece las prácticas médicas, y en que ese encarecimiento, sobre todo en países como los nuestros, empuja a la injusticia. Esto es así tanto si el trasplante es afrontado en forma particular, porque lo hace sólo posible a los que disponen de dinero, como si debe recurrirse a los siempre escasos recursos de la salud pública10. Cuando se plantea la distribución justa de recursos escasos, el trasplante aparece siempre como ejemplo de práctica en que se utilizan muchos recursos que podrían destinarse a prácticas más baratas y abarcativas11. La pregunta vuelve a cobrar sentido: ¿podemos considerar el trasplante como una práctica ética? ¿Se lo debe incluir entre las terapias que brinda un sistema de salud? ¿Tiene derecho un paciente a exigir un trasplante? ¿Quién debe controlar la manipulación de los cuerpos? ¿Debe el individuo ejercer soberanía sobre su cuerpo?

Estas preguntas son urticantes y provocativas, y generalmente no pueden ser planteadas, porque esta práctica médica se ha tornado un supuesto terapéutico indiscutible. Hacerlo de manera generalizada puede generar consecuencias emocionales indeseables sobre personas que se dedican a trasplantar órganos, poniendo en ello toda su buena voluntad, o sobre donantes o trasplantados que han recibido grandes beneficios de esta práctica; sin embargo, no sólo es lícito hacerlas en cuanto son criticables los supuestos sobre los que está sustentado el trasplante, sino porque el apresuramiento con que esta terapéutica ha crecido, envuelta en su propia dinámica, y el nivel de daño que puede llegar a reparar en algunos enfermos, ha impedido realizar sobre ella un juicio crítico, siempre debido antes de aceptarla como ética, como respondiendo a la responsabilidad y el respeto de la dignidad de las personas. Frente a estas preguntas puede haber diferentes reacciones: la más fácil es rechazarlas, asociándolas con un espíritu troglodita y carente de comprensión ante el dolor, que impugna todo beneficio médico o a una mala costumbre filosófica de poner en tela de juicio todo y no dar solución a nada, respondiendo a una necesidad muy extendida de encontrar recetas para actuar, que nunca puede dar la filosofía. También pueden rechazarse estas preguntas limitando el deber de la ética a conseguir una práctica accesible a todos, transparente y equitativa12; asimismo, se las puede rechazar desde el paradigma pragmático por el cual los resultados legitiman todas las prácticas que ya no necesitan ningún otro tipo de justificación. Pero también pueden acogerse estas preguntas como un desafío al pensamiento y a la práctica. Si no se afrontan, todas las cuestiones que he planteado quedarán siempre flotando, como fantasmas, alrededor del trasplante. Lo mejor sería enfrentarlas, para encontrar razones éticas y filosóficas, además de las médicas, que permitieran definitivamente llevar adelante el trasplante o rechazarlo. El beneficio de esto, que evidentemente es más incómodo y riesgoso, es que si hallamos esas razones, la práctica se verá fortalecida y no estará siempre sujeta a cuestionamientos, no sólo filosóficos, sino incluso cotidianos. Cuando nos extrañamos de que siendo la práctica del trasplante aceptada como válida por un 80% de la gente, sólo sea donante un 10%, deberíamos conceder que quizás algo anda mal. Y si, por el contrario, encontramos que no podemos sostener esta práctica, por ser violatoria de derechos fundamentales, tendremos que afrontar las consecuencias.


DONANTES Y RECEPTORES

Para andar el camino de la crítica, lo primero que debemos constatar es que la medicina es una de las instituciones más poderosas de nuestra sociedad13. El del siglo XX es un hombre desarraigado, que busca su ser; a esto corresponde toda la efervescencia de las ciencias biológicas, las psicológicas y las médicas. La biología y la fisiología, la psicología y la medicina fascinan a los espíritus hoy día más que nunca; entre ellas la medicina es rectora y extiende su dominio, un dominio que no sólo afecta lo que podríamos denominar el ámbito de la investigación científica, sino sobre todo al ámbito mitológico de la cura. "El discurso médico occidental se va revistiendo desde sus orígenes con vetas científicas y con vetas mágicas", dice Portillo14, y el trasplante tiene algo de mágico, el imaginario que lo rodea supone que el trasplantado recupera su estado anterior a la enfermedad; el suplantar el órgano ocasiona, en el imaginario, un efecto mágico de salvación. La medicina, el médico, ha ocupado y sigue ocupando en nuestra cultura el lugar dejado vacante por los salvadores tradicionales; por ello, la legitimación de parte de esta institución de ciertos paradigmas no puede dejarnos indiferentes, sobre todo si podemos vincular esta asociación a la violación de derechos humanos.

Vamos a asociar, en lo que sigue, algunas cuestiones éticas problemáticas, que deben tenerse en cuenta en la práctica de trasplantes, con los paradigmas enunciados antes y los derechos humanos. Estas cuestiones han sido poco pensadas y menos aun debatidas, de modo que hay pocos antecedentes para citar; el esfuerzo será para hallar argumentos que permitan juzgar esta terapéutica en función del bien que debe procurar a los enfermos.

Un argumento al que acudimos cuando planteamos cuestiones éticas son los valores. Sin embargo, nos rodea un pluralismo cada vez mayor de valores muchas veces contrapuestos. Una de las respuestas a esta dificultad es la propuesta de establecer acuerdos de tipo contractual o consensos de carácter democrático, para determinar lo que sea bueno o malo, permisible o no, en busca de soluciones de corte mercantil o político. Esta solución, en última instancia, vuelve a ceder al paradigma del pragmatismo, al renunciar desde el comienzo a aceptar que hay conductas que son buenas o malas, más allá de cualquier acuerdo que las autorice, y sobre todo renunciando a buscarlas. Más allá de que los bauticemos con la denominación de valores, hay condiciones de vida y tipos de relaciones entre los hombres que gozan de una adhesión casi generalizada, que son proclamados por culturas y religiones desde tiempos inmemoriales, y vienen siendo sostenidos como modos de vida buenos a costa de mucha sangre derramada, al punto que aún hoy luchamos por ellos. Todo hombre desea vivir, y vivir bien; todo hombre desea convivir, es decir, no vivir en soledad; todo hombre desea comunicarse y crear, poner en acto sus dos mayores capacidades: el lenguaje y la acción transformadora del mundo. Todo hombre desea poder desarrollar esas capacidades, y no ser obligado a vivir indignamente, es decir, sólo a sobrevivir. A esto último es a lo que llamamos libertad entre nosotros, de modo que haciendo una extrapolación semántica podríamos decir que todo hombre aspira a ser libre. Desde este supuesto básico, en que establecemos las capacidades de los hombres y sus posibilidades de desarrollarlas, podemos plantear la exigencia de que sean reconocidas para cada hombre por el resto de sus congéneres. A esto es a lo que llamamos, a partir de la modernidad: derecho. El derecho a la integridad, a la libertad, a la identidad (podemos simplificarlo como el derecho a tener un nombre y un origen), el reconocimiento de la dignidad del ser humano, tienen vigencia cuando la comunidad los confiesa, cuando cualquiera puede reclamar ese reconocimiento a los otros, reconociéndolos a su vez. Desde esta postura, en que tomo la confesión activa y efectiva de la dignidad como fundamento de la conducta buena, y su negación como signo distintivo de la conducta mala, debo llenar de contenidos esos derechos, según donde sean proclamados, es decir, debo contextualizarlos, pero no puedo sino tomarlos como pauta general de conducta ética.

Es desde aquí que me atrevo a proponer que toda conducta, toda acción, toda práctica que atente contra la vida de una persona, contra su libertad, que no respete su identidad e integridad, no puede ser considerada buena. Esta afirmación no suele ser discutida, y puede sostenerse como supuesto de toda formulación ética; sin embargo, tenemos que preguntarnos qué significa en concreto, contextualizada, frente a una práctica como la del trasplante. En efecto, ésta es básicamente invasiva, tanto para el donante como para el receptor; genera una violación a la integridad de la persona, en cuanto le está quitando algún órgano al donante vivo, también al receptor, para cambiárselo por otro, y al cadáver, cuyo derecho a la integridad debería discutirse. Asimismo, hay dudas de que no atente contra la identidad; muchos rechazos de órganos parecen entenderse mejor si se tienen en cuenta las dudas que asaltan a las personas sobre su identidad luego de un trasplante, sobre todo de órganos simbólicamente representativos para la identidad, como el corazón15.

Algunas de estas cuestiones fueron debatidas en la década de los cincuenta, cuando comenzaba a crecer la posibilidad de los trasplantes y su fama de solución a muchas enfermedades. La pregunta sobre el respeto a la integridad tiene respuestas diferentes, si responde el receptor o el donante. Lo que se toma en cuenta, casi "naturalmente" en una cultura como la que vivimos, por completo traspasada por valores mercantiles y utilitarios, es un cálculo entre riesgo y beneficio, o más bien entre pérdida y ganancia. En efecto, la mutilación está permitida, ética y legalmente, si la persona que va a ser mutilada obtendrá con esa acción una "ganancia" apreciable, lo que se traduce por un bien. De allí que el primer criterio con que se responderá al carácter beneficioso o no del trasplante, proviene del análisis sobre riesgo/beneficio y coste/efectividad. El órgano que se va a trasplantar se identifica como un recurso escaso, y la regla económica que se debe tener en cuenta es la optimización del beneficio y la efectividad. Eficacia y eficiencia: lograr el efecto que se propone la práctica en su mayor grado, al menor costo posible. Esto llevará a pensar quién es el receptor ideal; será aquel que ofrezca menor riesgo, donde el órgano vaya a tener el mayor rendimiento: en tiempo, por ejemplo, en mejora de la calidad total de vida; a esto debemos sumarle condiciones de mantenimiento del órgano y de efectividad real de la práctica. En el receptor que cumpla con estas condiciones se conseguirá el máximo de beneficio. Considerando las primeras condiciones, será mejor un joven que un viejo, alguien con mayores defensas, con menores enfermedades acompañantes, con mejor pronóstico psico-socio-ambiental; respecto de las segundas condiciones, será preferible un rico a un pobre (podrá cumplir con dietas, comprar medicamentos, contar con las condiciones de higiene y cuidado necesarias), un culto a un inculto, porque comprenderá mejor los riesgos y dominará sus pasiones, podrá comprender mejor las dificultades, expresarlas, prevenirlas. Evitando al máximo los factores de mal pronóstico estamos distribuyendo un bien escaso de modo óptimo, e impidiendo, por lo tanto, derrocharlo.

Este criterio de utilidad, que en principio, en función del imaginario que rige nuestra vida, nos resulta incluso "natural", a medida que lo extremamos va mostrando su nivel de injusticia, ya que la ayuda que la medicina pueda proporcionar a los humanos no debe medirse por su costo y rendimiento. Hay una exigencia ética, a la que denominamos derecho, que nos pone a todos en pie de igualdad y que reconoce la dignidad de todo ser humano por serlo, que nos impide aceptar que sólo se mantengan vivos los más aptos, como podría ser, vista de una manera simplificada, la ley de la naturaleza. Toda vida humana tiene el mismo valor, de modo que es ir contra esta concepción esencial del hombre, como digno de respeto, el considerar la utilidad, sobre todo traducida en un lenguaje mercantil, como criterio de decisión en la práctica de trasplantes. La utilidad no debería ser criterio de elección, y mucho menos de decisión. Pero tampoco debería ser criterio de indicación; por ello, la elección del que debe ser trasplantado, frente a la escasez de órganos, pone al médico en un grave problema ético, y ante la exigencia de saber quién necesita fehacientemente un trasplante; cuándo es justificable prolongar la vida, y cuándo debe el médico permitir que la vida termine16. ¿Pone al médico ante la necesidad de aceptar la muerte o dictaminarla?

Por lo general ponemos los problemas éticos del lado del donante; por ejemplo, con la necesidad de que la donación sea auténticamente voluntaria, informada, libre de coacciones sociales, económicas. Nos parece que cuando se trata del receptor, la respuesta parecería ser fácil, ya que el beneficio es una vida mejor, o incluso la posibilidad de vivir, frente a una vida no sólo sin calidad, sino agonizante. Pero cuando esto se discutía hace cuarenta años, había algo que complicaba aplicar esta respuesta: que la práctica fuera totalmente experimental, por lo cual durante mucho tiempo no se conocía el real nivel de beneficio de someterse a la mutilación. Podemos afirmar, con Diego Gracia, que "es imposible contar las vidas que en los años 70 sucumbieron al celo investigativo trasplantológico, cuando esta técnica era brindada o vendida a los pacientes como un procedimiento probado y no como un experimento"17. A grandes rasgos, podríamos decir que la etapa experimental ha sido superada, aunque la expresión de los médicos que hicieron el primer trasplante de cara nos retrotrae a esa situación, en el sentido que "se sintieron sorprendidos por los resultados". Hoy podemos decir que en la mayoría de los trasplantes los resultados son promisorios, por lo cual la mutilación que representan se ve ampliamente compensada por la promesa de aumentar el tiempo de vida18. Sin embargo, la mutilación sigue existiendo, lo cual no es poca cosa, y la sociedad debe asumir el compromiso de velar porque la misma no sea violatoria del derecho a la vida de los que sufrirán un trasplante, controlando el ejercicio de esta práctica. Respecto de esto, en el 2003, en su declaración sobre trasplantes, la OMS advierte que se carece de un sistema de acopio de datos sobre donaciones y trasplantes, lo cual imposibilita el control sobre las prácticas, tanto respecto de su eticidad como de su grado de eficacia y seguridad19.

La dificultad de calibrar el beneficio, que permitirá aceptar la mutilación, cambia cuando la planteamos desde el punto de vista del donante vivo; en ese caso habrá que buscar otra justificación, ya que el beneficio no es propio, sino ajeno. Lo único que puede servir como argumento legitimador aquí es el acto de donación amorosa, porque en ese caso hay una conducta semejante a aquella en que alguien ofrece su vida por la de otro, que es el mayor acto de entrega amorosa. Pero es aquí donde hay que tener en cuenta que la donación amorosa no puede inducirse, ni exigirse, ni imponerse; la donación amorosa es el mayor acto de libertad de una persona. Por ello, es necesario tener mucha precaución frente a un donante, su aceptación debe ser deliberada, es decir, sólo sometida a su propio juicio libre. No es ético, en consecuencia, "convencer", "presionar" a un donante o a su familia, crearle sentimientos de culpa para obligarlo, apelar a la manipulación a través de la emoción o el sentimiento. Nadie puede ser obligado a donar órganos, porque ese acto no es un deber, sino algo facultativo. Por eso, es correcto denominarla donación, porque no está regida por ningún contrato en que se defiendan intereses; en la donación, el único interés que se debe tener en cuenta es el del que recibe el regalo o el don, y éste debe recibirlo como tal y no como algo por lo que debe hacer alguna retribución; el don implica la gracia, lo gratuito20. Por ello, debemos estar prevenidos cuando se pretende cambiar el tipo de relación donante-receptor por alguna otra en que exista algún tipo de obligación, por mínima que ésta sea21. Ningún deber puede obligar a donar la vida, ni el cuerpo, ni tampoco los restos mortales de un vivo22. Por eso, es adecuado sostener la procuración de los órganos desde la donación graciosa o gratuita, porque no tiene que ver con ningún tipo de obligación, ni material ni moral, no espera recompensa ni nada a cambio. Este es quizás el mayor aporte de la práctica de los trasplantes a la ética: la institucionalización del concepto de don, que supera en humanidad al de contrato e incluso al de solidaridad23. El don de un órgano, de la vida, en todo caso, del cuerpo cadavérico, pero cuerpo al fin, es un acto de total gratuidad, que sólo puede responder a un impulso amoroso. Por ello, uno puede donar sus propios órganos como una acción generosa, pero no puede obligar a ello a los demás. ¿Se puede hablar de un derecho al trasplante? ¿Se pueden reclamar órganos a la sociedad para trasplantar? No, mientras lo trasplantado sea un órgano de otro. La donación es siempre supererogatoria; como dijimos, no permite ninguna obligación, ni exige ninguna retribución. La mutilación sólo es justificable asimilándola al dar la vida. El donante está ofreciendo su vida al receptor, y esto debe crear la máxima exigencia en el que mutila al donante, teniendo en cuenta que lo está privando de un enorme bien, como es el de vivir íntegro. Respecto de esto, entonces debemos señalar que el derecho a recibir un órgano no es absoluto, está condicionado a la voluntad del donante. Es interesante cómo el trasplante nos pone frente a la condición más propia del ser humano, que es su dependencia, la posibilidad de vivir del trasplantado depende de la voluntad de otro que quiera regalarle la vida. La vida del receptor es un regalo, una gracia que está recibiendo. Se acentúa muy poco esta relación de dependencia de la voluntad graciosa de otro, por un lado, y la gratuidad, por otro. Si los científicos se sienten Dios clonando seres vivos, también los donantes pueden tener ese sentimiento, porque tienen la vida de otra persona entre sus manos cuando deciden o no donar. El trasplante nos pone frente a la condición más rechazada por el hombre moderno: la de indigencia. En este caso, la indigencia no puede ser convertida en derecho, porque lo que se reclama para vivir es la vida de otro. Sin embargo, el acto de donar se ha vuelto una institución, que incluso tiene su burocracia; esto no sólo le ha hecho perder el carácter de extraordinario que debe tener, sino que ha aumentado la presión social para regalar. "La obligación de dar está maximizada. Pero las obligaciones de dar y recibir, que estructuran la donación de órganos, no son inexorables ni automáticas"24, sino que se ponen en acción cuando el médico sugiere al paciente el trasplante. Por ello, en este proceso se debería proteger al donante de un probable daño psíquico, en primer lugar, si el equipo decidiera que el donante no es elegible para donar, y en segundo lugar, si es elegido y se arrepiente. Hay decisiones, sobre todo las que muchas veces toman los jóvenes, que provienen de la presión social y familiar; en ese caso, el que se le comunique que es apto para la donación puede ser una maldición, en vez de una bendición. Hay miembros de la familia, como las madres, por ejemplo, que se sienten donante obligado, y suelen entender la donación como una extensión del rol materno25. La respuesta aquí es que se deben extremar las precauciones para posibilitar la vuelta atrás del donante; sin embargo, esto representa también un daño psíquico para el receptor, que pone en el trasplante la carga no sólo de mejorarse de su enfermedad, sino de "salvarse". Como vemos, las reacciones, sentimientos y relaciones que se establecen a partir de una propuesta de trasplante, por parte del médico, son altamente complejas, conflictivas y dolorosas. El médico debe estar plenamente consciente de su responsabilidad en este caso, y sugerir el trasplante sabiendo que generará grandes conflictos y, sobre todo, teniendo plena conciencia de que resultará profundamente perturbador, porque pone a prueba las relaciones amorosas. En relación con esta problemática, la OMS aconseja preferir al donante cadavérico, para evitar no sólo los daños psicológicos, sino incluso l os riesgos a que se expone un donante vivo. No es dato desdeñable que más de la mitad de los riñones trasplantados cada año en el mundo corresponden a donantes vivos; en algunos países subdesarrollados, el número sube al 100%. Entonces, para poder juzgar acerca de la aceptabilidad de una donación, habrá que tener en cuenta que no todos los trasplantes son iguales, que las intervenciones que requieren, los pronósticos que generan, varían de caso en caso, y no se podrá tener una regla única para juzgarlos.


DERECHOS DEL CADÁVER

En cuanto a la mutilación del cadáver, la argumentación se vuelve mucho más compleja. La cosificación del cuerpo, cuando es concebido como una máquina, se acentúa cuando la procuración se hace desde el cadáver. Al cadáver no puede agregársele, en la concepción dual que impera, eso que exige que el cuerpo no sea tratado como una máquina más, eso que recibe muchos nombres: alma, espíritu, psique, conciencia, mente. De modo que ¿cuál es la dificultad para pensarlo meramente como un reservorio de órganos, es decir, como un reservorio de piezas usadas? En este caso, una pregunta que debe hacerse es sobre el estatuto ontológico del cadáver, lo cual nos permitirá responder a la pregunta de si el cadáver tiene derechos. Si el cadáver tiene derechos, el médico, como sujeto ético, debe respetarlos, debe respetar su integridad y su identidad, por ejemplo. Es el carácter de inviolable del ser humano que lo hace reclamar el derecho a la integridad, el que se desplaza al cadáver y origina los ritos funerarios, sobre todo la costumbre de encerrar al cadáver en una tumba para preservarlo. Asimismo, estamos viviendo actualmente en nuestro país todo un trabajo de la medicina forense y sus equipos de antropología, para responder al reclamo por la identidad de los cadáveres. Este derecho es reclamado también cuando se exige que cada cadáver sea enterrado o guardado en una urna con su nombre. No se puede realizar un acto, como extracción de los órganos de un cadáver, desconociendo que éste mantiene aun muerto los derechos como persona.

La pregunta acerca de quién dispone de un cadáver puede responderse desde dos puntos: uno, pensando que son los restos mortales de una persona y, por consiguiente, no son propiedad de nadie, y otro, que el cadáver es meramente un reservorio de órganos, y como tal, tiene un propietario. Las leyes mal llamadas del consentimiento presunto contestan desde el segundo punto, y proponen que la sociedad se apropie de los cadáveres que nadie reclama como suyos, para disponer de ellos. Por ello, según estamos viendo, cuando se denomina a estas leyes de consentimiento presunto, se está cayendo en una contradicción, que no creo que sea inocente. Estas leyes, que originariamente establecían el valor del consentimiento, aunque fuera presunto, y con ello el valor de la decisión de la persona, se ven corregidas en todos los países por la exigencia de que si hay familiares, se tome en cuenta su decisión sobre el cadáver, antes que el consentimiento presunto del muerto. Lo que está en el fondo es precisamente un desconocimiento del consentimiento por parte del sujeto de derecho; se toma al cadáver como una cosa, y se le otorga propiedad sobre la misma a la familia, cuando está la familia, y si no, al Estado. Lo contradictorio es que existiendo un consentimiento del muerto, nadie podría pasar sobre él, pero de aceptar esto, el cadáver deja de ser ipso facto una cosa de la que la sociedad puede apropiarse. Los que propician esta ley no reconocen el valor del consentimiento, aunque lo pregonen; lo niegan en la práctica, cuando se apoderan de los cadáveres que no son reclamados ni reconocidos por nadie, como si no fueran restos mortales de una persona. Se apoderan de los restos de los abandonados, los habitantes de la calle, los pobres, los excluidos, los extranjeros, los rechazados por cualquier causa: malformaciones, locura, idiotez. Coincidentemente, la sociedad que dicta estas leyes usa como cosas a los cadáveres de aquellos a los que les niega, incluso en vida, los derechos más elementales: a la vida digna, a la integridad, a la identidad y, sobre todo, a la libertad26. Mutilar un cadáver se considera un acto criminal en todas las culturas, en algunas incluso es profanatorio de un terreno sagrado, como es el cuerpo humano; debemos tener razones muy fuertes para hacerlo. En el trasplante cadavérico, las razones legitimatorias de esa violación son las mismas que para el donante vivo, un acto de amor gratuito, manifestado por la persona mientras estaba viva, por el que entregó lo único que le quedaba una vez muerto: su cuerpo sin vida.

Si vamos a hablar de trasplante cadavérico, debemos primero tener delante un cadáver. Esto nos enfrenta a una de las mayores discusiones de la bioética contemporánea, generada por la declaración de la muerte cerebral, que luego se convirtió en muerte encefálica. Tal cual adelantáramos antes, esta declaración tiene que ver con el paradigma dualista que sigue imperando a la hora de pensar en el ser humano y que asocia la condición humana a la conciencia, dejando al cuerpo una función instrumental. Esta concepción se vio cristalizada claramente en la declaración de la muerte cerebral: cuando un hombre ha perdido su conciencia a todo nivel, ha dejado de ser hombre, está muerto, aunque su cuerpo esté vivo. Volvemos a confirmar, con esta declaración, totalmente funcional a la práctica de los trasplantes, que el ámbito del trasplante de órganos es campo fértil para decisiones pragmáticas; de hecho, la tomada respecto de la muerte cerebral lo fue, ya que una de sus razones fue la posibilidad de disponer de órganos de personas que hasta ese momento se consideraban moribundos. La tesis de que aquel que no presenta actividad cerebral está muerto, ofrece una solución jurídica sencilla para el permiso de trasplante, y a eso se acudió en una cultura fuertemente pragmática en sus razonamientos, como es la norteamericana. En realidad, se está decidiendo sobre una cuestión ontológica y metafísica: "¿cuándo un ser humano está muerto?", con argumentos pragmáticos: "cuando lo necesito". Si el aumento de los trasplantes exige más cantidad de órganos, y su obtención más numerosa y en principio menos problemática proviene de la extracción a cadáveres, necesitamos tomar una decisión acerca de esos casos en que alguien está entre la vida y la muerte, sostenido vitalmente por un aparato; es decir, está sostenido vivo por un aparato. Mientras afirmamos que está sostenido vivo no hay discusión posible, el problema aparece cuando lo que se está sosteniendo es un muerto. ¿Cuándo está sostenido vivo y cuándo está sostenido muerto? ¿Es esta una respuesta que puede dar la medicina? ¿Se trata de una constatación o de una decisión? Y en cualquiera de los dos casos, ¿quién constata o quién decide? ¿El médico? ¿Por qué no puede ser un sacerdote? ¿O un filósofo? ¿O un hombre común? Cualquiera de ellos podría dar razones válidas para considerar muerto a alguien, sólo habría que establecer de dónde proviene esa validez. Durante mucho tiempo la gente murió como ahora, y el criterio de muerte provenía de la observación cotidiana de que ya no se movía. Cualquiera de las respuestas proviene de algún tipo de observación o saber, todos tienen un elemento de ambigüedad, otro de creencia y la posibilidad de equivocarse. ¿Quién tiene competencia para determinar la muerte? Nuestra cultura ha dado ese poder a la medicina hace un tiempo bastante largo, pero siempre puede retirárselo cuando los criterios médicos no satisfagan; por ejemplo, cuando no coincidan con las percepciones o intuiciones de la gente, cuando no se adecuen a creencias religiosas o culturales. Que la decisión científica esté comenzando a ser un juicio comparable a otros, elegible, aceptable según ciertos parámetros previos, hace tambalear edificios tan magníficos como el construido alrededor del trasplante de órganos.

La muerte cerebral ha sido establecida según criterios médicos; sin embargo, la medicina ya era depositaria de esa prerrogativa desde mucho tiempo antes. Lo único que hizo en los años sesenta fue cambiar los criterios y lograr que las leyes los adoptaran en muchos países. Ese criterio viene siendo criticado y rechazado por el sentido común, e incluso cuestionado por la misma medicina. Esto puede traducirse, en lenguaje común, en que es incierto si el muerto cerebral vive o está muerto, y si el médico, al extraer el órgano, lo mata. Esta percepción de la gente, señalada por los mismos médicos e incluso en muchos casos compartida, impide una relación clara con la donación de órganos. Existe el temor de ser declarado muerto mientras uno está vivo, y que si dona los órganos, no tendrá la oportunidad de despertarse dos años después, porque habrá sido "vaciado" (expresión típica de la gente). No vamos a detenernos en los argumentos médicos de cuestionamiento de este criterio de muerte, sino en los éticos. En este caso, y como es una cuestión fundamental (en el sentido de que si cuestionamos la muerte cerebral sacamos una de las piedras fundamentales del trasplante), voy a dar la palabra a Hans Jonás, quien planteó explícitamente la cuestión27. Ante la pregunta de si es debido retirar el soporte vital a un enfermo, Jonás responde que si éste ya no es útil para el enfermo, es lógico que se retire, pero que eso no significa que a partir de ese momento pueda considerarse al paciente muerto, y proceder a la extracción de sus órganos, sobre todo porque esto implica reestablecer las medidas de soporte vital, precisamente cuando se ha dicho que no son adecuadas, sólo porque se ve en el paciente un potencial donante de órganos. "Sin duda estamos ante dos cosas: cuándo dejar de aplazar la muerte y el proceso de morir y cuándo este proceso ha de contemplarse como agotado en sí mismo y por tanto ha de verse al cuerpo como cadáver, con el que se puede hacer lo que para cualquier cuerpo viviente sería tortura y muerte. Para lo primero no necesitamos saber dónde está la delimitación exacta entre vida y muerte... dejamos a la naturaleza que la cruce allá donde esté, o que recorra todo el espectro si es que hay más de una línea. Sólo tenemos que saber como un hecho que el coma es irreversible, para decidir éticamente dejar de oponer resistencia al morir. Para lo segundo tenemos que conocer la línea con absoluta seguridad; y emplear la máxima definición de muerte para evitar cometer en un estado posiblemente penúltimo lo que sólo el último permitiría... Como no conocemos la línea exacta que separa la vida de la muerte, no nos basta con nada que sea menos que la 'definición' máxima... de la muerte -muerte cerebral más muerte cardiaca más cualquier otra indicación que pueda ser de interés- antes de que pueda tener lugar una violencia definitiva"28. Es contradictorio pensar que podemos mantener vivo un cadáver; podríamos decir que no lo mantenemos vivo, sino funcionando, como una máquina sin vida. De ser así, y esto se lo pregunta Jonás, ¿por qué no podríamos hacer lo mismo una vez que la técnica nos lo permitiera, para mantener un muerto cerebral como objeto de ejercicio para estudiantes de cirugía, bancos de órganos o de producción de hormonas, o bien mujeres como "máquinas para parir"?29. Los ejemplos de Jonás son claramente revulsivos, pero nos ponen frente a cuestiones que es necesario debatir seriamente, si pretendemos ser éticamente coherentes.

Hay muchas otras cuestiones que se deben plantear, que siguen poniendo en evidencia que hay derechos humanos en juego, como son, por ejemplo, la organización, los controles, la comercialización, las "ganancias legales" con estas prácticas, la distribución en justicia de recursos escasos, la donación de órganos de anencefálicos y fetos, los xenotrasplantes, por citar las más relevantes. Todas ellas exigen un tratamiento detallado, que iré haciendo en otros trabajos.


CONCLUSIÓN

Los trasplantes son una solución para muchas personas que no tendrían otro modo de poder seguir viviendo, y en ese sentido no podemos rechazarlos sin más. Cualquiera de nosotros, si recibiera esa indicación de su médico de confianza, al menos consideraría la posibilidad de un trasplante, y no lo rechazaría sin dar razones más que válidas. Sin embargo, vemos que alrededor de esta práctica van creciendo los negocios. Todos sabemos que podemos hacernos de inmediato un trasplante en EE. UU., si contamos con los medios suficientes; esto muestra la vigencia del tráfico de órganos, que no sólo genera violación de la ley y explotación de los más desposeídos, sino muertes30. Este tráfico es tan importante, que la OMS lo ha incluido en su declaración como una práctica que se debe combatir; así, advierte que son muchos los pacientes que estando al final de una larga lista de espera, viajan al extranjero para adquirir un órgano; "los lugares de destino son países de ingresos bajos o medianos. Los donantes siempre provienen de los sectores más pobres y vulnerables de la población. El turismo de trasplantes parece estar bastante extendido"31. Esto trae como consecuencia que crezca la diferencia entre los que pueden y los que no pueden, que se ve en la procuración de los órganos, en primer lugar, pero también en la imposibilidad de trasplantarse en países donde esta práctica no es adoptada por los sistemas públicos de salud, sea porque éstos no existen o porque resultan demasiado onerosos para que el sistema los adopte. Además, vemos acrecentarse la brecha entre la aceptación teórica de una práctica y su aceptación real, en tanto y en cuanto no crece el número de donantes, sino que en algunos países incluso baja, a pesar de las fuertes campañas que se realizan a favor de la donación. Vemos también que avanza, sobre todo en los países latinoamericanos, el poder del Estado sobre los individuos en la imposición de un consentimiento presunto por ley; esto está ocurriendo hoy en Colombia, México, Brasil, Uruguay, Argentina y Chile. Imposición que, podemos sospechar, está sostenida por intereses ajenos a los del enfermo. Todos estos fenómenos no son ocultos, aparecen a la luz cada día, están instalados en el ánimo de las personas y en el imaginario popular, y son como una mina subterránea a la posibilidad de los trasplantes, porque generan desconfianza, temor, sospecha. Esto es lo que nos hace pensar que algo no funciona, que debemos reconsiderar los supuestos de la práctica y establecer qué es lo que no permite que sea aceptada plenamente, a pesar de cumplir con todos los paradigmas culturales que hemos mencionado.

Tal vez deberíamos mirar un poco más allá y considerar el trasplante como una solución provisoria e indeseable, y ponernos a buscar otro tipo de respuesta de la medicina a las enfermedades, para superar a la que se sigue considerando como la mayor revolución en la medicina del siglo XX.


1 Ver Gherardi, Carlos. "La muerte cerebral y la muerte", Medicina, Buenos Aires, 1997, y "La muerte cerebral. Treinta años después, ¿tiene el mismo significado?", Quiron., vol. 30, N° 1, marzo 1999, 70-79; Stuart, J., y otros. When is "Dead"?, The Hastings Center Report, vol. 29, N° 6, nov.-dec. 1999, 13-21.

2 Es muy interesante cómo el "razonamiento" pragmático se separa de un auténtico razonamiento, en que no admite "razones" que pongan en tela de juicio sus conclusiones. Es por ello que en temas como trasplantes de órganos o aborto, uno debe tomar una posición de "a favor o en contra", hallándose impedido en general cualquier tipo de razonamiento crítico sobre estas prácticas.

3 Hay una indudable relación del éxito con valores numéricos, como, por ejemplo, tiempo de sobrevida. Son escasas las investigaciones sobre la calidad de la sobrevida de los pacientes trasplantados. Por ejemplo, cómo influye la dependencia de por vida de un tratamiento inmunodepresor en la calidad de vida del enfermo. La pregunta apareció claramente a los médicos que hicieron el trasplante de cara en Francia: ¿es ético hacerlo? Podemos agregar: ¿por qué sería ético hacer un trasplante de riñón y no uno de cara? La pregunta acerca de la eticidad tiene que ver con la práctica y no sobre lo que se trasplanta. La respuesta de los médicos franceses fue pragmática, no dudaron cuando vieron "el rostro terriblemente desfigurado de la mujer cuya reconstrucción no podía afrontar la cirugía plástica". La pregunta ética cede ante el pragmatismo.

4 Ver Menikoff, Jerry. "Organ, Swapping", The Hastings Center Report, vol. 29, N° 6, nov.-dec. 1999, 28-33. Podemos citar varias razones que se aducen a la hora de rechazar esta posibilidad: aumento de riesgos, tanto para el vendedor, por las condiciones de la ablación, como para el receptor, por el posible secreto interesado respecto de enfermedades, limitación del consentimiento del vendedor de órganos, no respeto a la igualdad: el valor de la vida del comprador sería superior al de la del vendedor; institucionalización de la injusticia, ya que serían los pobres quienes venderían sus órganos a los ricos. Todo esto seguiría destruyendo aún más los lazos sociales.

5 Veatch, Robert. "Models for Ethical Medicine in a Revolutionary Age", Hastings Center Report, 2, 1972.

6 Distintas organizaciones, en países europeos y latinoamericanos, investigan acerca del tráfico de órganos. Muchas noticias periodísticas han confirmado, durante este último tiempo, que la sospecha de su existencia es real, especialmente de órganos que provienen de los países subdesarrollados, para responder a demandas de los desarrollados. Este tráfico alimenta sistemas donde se hacen trasplantes en la esfera privada, sin demasiado control estatal. Más allá de algunos países, como China e India, que están modificando sus legislaciones, estos trasplantes son clandestinos en el sentido de que se hacen fuera de la ley, aunque no pueden ser secretos debido a la especialización médica y la complejidad de los aparatos tecnológicos que se requieren. Muchas veces, como en el caso de Santa Cruz de la Sierra (Bolivia), que fue resonante, la legislación favorece la clandestinidad, al aceptar donación de no familiares directos. Una de las preguntas que también deberíamos hacernos, sobre todo en países que sufren el hambre y la exclusión social de gran parte de su población, es si las leyes de consentimiento presunto, adoptadas hoy por gran parte de países latinoamericanos, no son un modo indirecto de favorecer el tráfico de órganos. De modo que lo que debemos pensar aquí es hasta qué punto hay una connivencia entre el poder y la comercialización que propicia esta práctica. Es cierto que ha crecido el número de trasplantes, pero también el tráfico de órganos y, por consiguiente, de médicos e instituciones que lo alientan.

7 Se llama apoptosis a la muerte celular programada. Es una función biológica de gran relevancia en la patogénesis de varias enfermedades, como el cáncer, malformaciones, trastornos metabólicos, neuropatías, lesiones miocárdicas y trastornos del sistema inmunitario. El premio Nóbel del año 2002 en medicina y fisiología fue otorgado a biólogos que investigan sobre muerte celular programada.

8 Esto significa olvidar el peso de la injusticia como factor decisivo hoy en la muerte de la gente. No hablo solamente del hambre, el flagelo más reconocido y menos combatido, sino del dato aterrador de que el suicidio mata más gente actualmente que todas las guerras.

9 Para determinar todo esto, la medicina ha establecido una estrecha alianza con el poder jurídico. Éste, últimamente, ha tomado la delantera, y ha sometido a la medicina bajo la amenaza de la mala praxis.

10 Quiero dejar aclarado aquí que la escasez de recursos es siempre relativa, y que no todas las veces es real. En países como Argentina, los recursos en salud (9% del presupuesto nacional) serían suficientes para mantener un sistema eficiente, que cubriera las necesidades de toda la población; sin embargo, la creación de una enorme e ineficaz burocracia, la multiplicación de los actores del sistema, la corrupción de los mismos, hacen que los recursos resulten sumamente escasos.

11 Cuando se plantea la distribución de recursos escasos, hay dos respuestas posibles: aquella en que se busca optimizar los resultados desde el punto de vista médico (planteo teleológico), y la que pone por delante el principio de igualdad de acceso de todos a los recursos (planteo deontológico). Muchas veces, sobre todo en el primer caso, entran en juego cuestiones como el valor social del paciente y un puro cálculo de costo/beneficio.

12 Tal vez sea necesario aclarar que no pongo en tela de juicio que una vez aceptada como debida la práctica del trasplante, el modo de respetar el derecho de las personas a la verdad y a la igualdad sería que el procedimiento fuera transparente y accesible a todos de forma igualitaria.

13 Ver Foucault, Michel. Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta, 1979.

14 Portillo, José. "El fetichismo de la medicina", Relaciones, N° 42, marzo 1996, p. 18.

15 Una de las prácticas complementarias para un trasplantado es el tratamiento psicológico, y a veces psiquiátrico; ¿cuánto de la problemática de la identidad aparece en esas terapias? No hay demasiados trabajos al respecto, sólo algunos la mencionan, pero carecemos de estadísticas.

16 Ver Gracia Guillén, Diego. Vida y muerte. Bioética en el trasplante de órganos, Ed. Comunidad de Madrid, 2001.

17 Gracia Guillén, Diego. "Ética de los trasplantes. Medio siglo de reflexión ética", Revista Nefrología, Madrid, 1998.

18 Esto reabre una discusión, que se plantea permanentemente respecto de la legitimidad del uso de personas en la experimentación, cuando ésta no tiene niveles de beneficio probable. ¿Se debe establecer este beneficio a costa de personas? ¿Se pueden usar personas, incluso aceptando éstas, en prácticas cuyo resultado no podemos prever? ¿Y es ético, una vez obtenido el resultado pragmáticamente, seguir usando el resultado de esa experimentación, realizada de manera poco ética?

19 En este sentido, es importante el trabajo que hace el Instituto Nacional Central Único Coordinador de Ablación e Implante —INCUCAI—, organismo que se ocupa de la obtención y distribución de órganos en Argentina, para transparentar y hacer más eficiente esta tarea. Algunos datos: existe una sola lista de receptores en todo el país, que se va confeccionando por orden de llegada: los datos de los actores son volcados por los mismos en la página web de la institución. La asignación de un órgano se hace, en primer lugar, tomando criterios médicos; en segundo término, se cruzan criterios geográficos con isquemia, para incentivar las donaciones en todo el país.

20 Es interesante el cuestionamiento que hace a esta posibilidad Florence Paterson, en "Solliciter l'inconcevable ou le consentement des morts" (Sciences sociales et santé, vol., 15, N° 1, 1997), donde plantea que el don, tal cual se plantea en los sistemas legitimadores del trasplante de órganos, se ve mediado por las instituciones que se apoderan de las relaciones de intercambio.

21 Por ejemplo, puedo citar la reflexión de Kotow, que considera validada la donación de órganos por el hecho de ser un bien indispensable. "Ningún argumento puede cuestionar, dice Kotow, el traspaso de un bien excedente (está hablando del trasplante cadavérico), o que se ha vuelto inútil para su actual poseedor, hacia quien lo requiere de forma impostergable". Está claro en este razonamiento la consideración del cuerpo como cosa, como objeto, como máquina que habiendo perdido el dinamismo que la anima, tiene valor sólo en función de su utilidad. Ver "Mi corazón está pronto", http://www.donante.cl

22 Con una crítica al concepto de donar la vida, Ver Siminoff, Saura y Chillag, Kata. "The Fallacy of the 'Gift of Life' ", The Hastings Center Report, vol 29, N° 6, nov.-dec. 1999, pp. 34-41.

23 Se asocia la donación en general con la solidaridad, al sortear la posibilidad del contrato como respuesta mercantil; ver, por ejemplo: Thouvenin, Dominique. "Don et/ou prélevement d'organes", Sciences sociales et santé, vol. 15, N° 1, mars 1997.

24 Ver Schufer, Marta. Aspectos éticos y sociales del trasplante con dador vivo, UNLanús, 1999.

25 Hay una interesante reflexión ética sobre un trabajo de investigación acerca de actitudes y reacciones de donantes vivos en Tanús, Eduardo. "Trasplante y salud". En: Ciencias sociales: esencia y continuidades. Historia, política, derecho, sociología, educación, Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, Buenos Aires, 2000, pp. 641-672.

26 La discusión pasa en estos casos por el consentimiento y no por el calificativo. Si en algún país, como es el caso de Austria, no existiera la decisión de la familia por sobre el consentimiento presunto, lo que tendríamos que discutir es la presunción del consentimiento. En este caso, la práctica nos pone en la discusión un paso antes, en la validez del consentimiento.

27 Cf. Jonas, Hans. "Philosophical Reflections on Experiments with Human Subjects", Daedalus, 98 (2): 219-247, 1969; también "Against the Stream: Comments on the Definition and Redefinition of Death". En: Jonas, H. Philosophical Essays: From Ancient Creed to Technological Man, Englewood Cliffs, Prentice Hall, 1974.

28 Jonás, Hans. Técnica, medicina y ética: La práctica del principio de responsabilidad, Barcelona, Paidós, 1996, p. 147.

29 Jonás, Hans. Op. cit., 1974, "Comments on the Definition and Redefinition of Death", pp. 132-140; también op. cit., 1996, "Muerte cerebral y banco de órganos. Indefinición de la muerte", pp. 129-241.

30 Dada la clandestinidad de la práctica se carece de cifras, aunque no hace falta ser demasiado experto para comprender que el número es elevadísimo.

31 La OMS marca también que además del comercio ilegal, hay un enorme tráfico de tejidos y células para trasplante, que no está reglamentado internacionalmente.


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