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Persona y Bioética

Print version ISSN 0123-3122

pers.bioét. vol.13 no.1 Chia Jan./June 2009

 


RELATO:
"DETRÁS DE UNA MIRADA"

Encarnación Pérez-Bret*

* Enfermera. Licenciada en Antropología Social y Cultural. Magíster en Bioética. Coordinadora del Centro de Formación, Hospital Centro de Cuidados Laguna, Madrid, España.
eperezbret@yahoo.es

FECHA DE RECEPCIÓN: 19-05-2009 - FECHA DE ACEPTACIÓN: 29-05-2009



Comenzaba una nueva mañana primaveral. Entré en el vestuario del hospital y mientras me ponía el uniforme repasaba mentalmente los enfermos que había atendido el día anterior. ¿Cómo estará Pepe? ¿Habrá fallecido María esta noche? ¿Se le habrá quitado totalmente el dolor a Sebastián? ¿Habrán venido a ver a Gonzalo? Y así uno a uno, pasaban todos por mi mente. Cerré la taquilla y salí dispuesta a comenzar la jornada, las personas de la planta de cuidados paliativos me esperaban. Lo que en ese momento no sabía era que ese día sería inolvidable para mí.

Luisa, la compañera que había estado esa noche me aclaró todas mis dudas, diciéndome cómo se encontraba cada uno de los pacientes. Cuando acabó, me comentó que en la habitación número uno iba a ingresar en el transcurso de la mañana un nuevo enfermo llamado Juan, con un tumor cerebral. Tenía cincuenta años.

La jornada transcurrió rápidamente. Casi no me daba cuenta de que el reloj avanzaba mientras conversaba con los pacientes, hacía las curas, pasaba visita conjuntamente con varios compañeros, consolaba a familiares desbordados. Cuando recogíamos las bandejas de la comida, nos avisaron del Servicio de Admisión que había llegado Juan. Instantes después Carmen, la celadora, nos avisaba que ya estaba en la habitación. Me dirigí a su encuentro junto con Susana, la enfermera que trabajaba conmigo esa mañana. Entramos en la habitación y les saludamos con afecto. Juan estaba en la cama con unos ojos azules preciosos, muy abiertos. De pie, a su lado, su esposa María, le acariciaba la cabeza y algo más alejada se encontraba Noemí, su hija mayor. Nos miraron con atención. Les preguntamos cómo se encontraban.

— Bien, aunque ahora tiene fiebre. Lleva unos meses sin hablar, sólo se comunica con los ojos —nos contestaron.

Solicitamos a Juan poder explorarle y nos dijo que sí con la mirada. Al preguntar a María si necesitaba algo, nos contestó que no. A los pocos minutos volvimos a la habitación para hacerle una corta entrevista. Descubrimos que a Juan le encantaban los chistes y prometimos aprendernos algunos para contárselos. Insistimos en preguntar a María y a Noemí si necesitaban algo, y volvieron a girar la cabeza negativamente. Ya estábamos en el pasillo.

— Me gustaría preguntaros una cosa —nos dijo María. Salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Comenzó a llorar desconsoladamente.

— Cuando he salido del ascensor he visto a una persona fallecida en una camilla, cubierta con una sábana blanca. Juan ha venido aquí a morir. ¡Después de todo lo que ha pasado!

La abracé y observé que no podía parar de llorar. Le dije que podíamos hablar en una salita contigua. Mi compañera Susana se dirigió a atender al resto de los enfermos. La esposa de Juan estaba asustada y cansada tras ocho meses de tratamiento intensivo contra el cáncer. Lo que más le preocupaba era que su marido falleciese pronto y lo que sería de sus hijos. Me comentó que desde el momento del diagnóstico, que él aceptó, había tenido mucha paz.

— No le he visto revelarse en ningún momento, pero ¿por qué a él? ¿Es que no queda esperanza?

Yo la escuchaba con atención. Le ofrecí un vaso de agua y unos pañuelos para secarse las lágrimas. Le pregunté por la persona más cercana a ella, con la que pudiese desahogarse, en quien tuviese plena confianza. Me contestó que esa persona era su hermana. Había hablado con ella esa mañana y eso le había consolado, pero ahora se encontraba descorazonada. Intenté transmitirle que aquí, en la Unidad de Cuidados Paliativos, se ayuda a las personas a vivir lo mejor posible, a llevar su enfermedad junto con sus seres queridos, a encontrarse con el mayor bienestar posible.

— Puedes preguntarnos todo lo que quieras, siempre te vamos a decir la verdad.

Ella esbozó una leve sonrisa en señal de agrado. Prometimos mantener esa confianza mutua y la animé a que volviera a hablar con su hermana. María repetía una y otra vez que Juan no se podía morir. Me preguntó si los niños podían venir a verlo y le contesté afirmativamente. Le aconsejé que les preparase porque según me dijo llevaban varios meses sin verlo. Miró el reloj y dijo que tenía que volver a la habitación.

Cuando llegué al control de enfermería ya estaban mis compañeras de la tarde. Les transmití a ellas y al médico todo lo ocurrido. Entre todos decidimos apoyar a María con todos los medios a nuestro alcance. Nos había impresionado la edad de Juan, su mirada profunda, y también el saber que tenía niños pequeños a los que quería con locura.

Salía del hospital muy impresionada. En el coche, antes de arrancar el motor, sonó el móvil, mi amiga Ana me llamaba y yo le dije cómo me encontraba. Pude contarle mis anteriores momentos y me animó a descansar ese fin de semana. Sus palabras me llegaban llenas de ánimo pero recuerdo que las horas siguientes fueron difíciles. Con frecuencia me venía a la mente lo vivido y decía ¡Dios mío, acompáñales, ayúdales!, ¡qué duro va a ser!

El lunes, cuando pasé por la puerta de la habitación número uno, el corazón me latió con fuerza. ¿Qué habría pasado? Al contarme el parte de enfermería Alberto me dijo que Juan estaba en coma, no respondía a ningún estímulo y su mujer estaba agotada. A continuación comencé a preparar la medicación y me pregunté, ¿empiezo por la habitación número uno donde está Juan, o voy a final de la planta y retrocedo? Decidí hacer esto último para que al acabar pudiera estar más tiempo con María y me contase cómo estaba. Cuando llegué, abrí la puerta con cuidado por si María todavía dormía. Pero no era así, se encontraba en una silla junto a la cama cogiendo la mano de Juan. Al verme levantó la cabeza, y sonrió.

— Tiene los ojos cerrados, parece completamente dormido.

Me acerqué, tomé la otra mano de Juan y la acaricié.

— ¡Qué bien que estás a su lado! No sabemos si nos oye o nos siente, pero ante esa duda pienso que a él y a nosotros nos ayuda esta cercanía —le dije.

Tras ponerle la medicación, arrimé una silla junto a María y le pregunté por el fin de semana. Me dijo que había sido muy intenso.

— Todos nuestros hijos estuvieron el viernes por la tarde, lo besaron, pero los dos más pequeños no fueron conscientes de la situación de su padre. Él les habló a través de una mirada intensa y llena de cariño. Después de la cena también vino el capellán a darle la Unción de enfermos porque yo lo solicité, ya que Juan lo había pedido semanas antes. El sábado amaneció dormido y ya no despertó. Susana, tu compañera, me ha dicho que probablemente el viernes fue una despedida y que ya está en paz.

Yo le confirmé que tenía la misma impresión y que mirase ahora el rostro de sosiego que tenía Juan. Ella afirmó con la cabeza y comenzó a sollozar.

Le pregunté si necesitaba algo y me dijo que no. Me interesé por si había hablado con su hermana y respondió que todos los días lo hacía y eso la consolaba. Me contó que sus dos hijos mayores no querían que estuviese sola en ningún momento y que se iban a turnar para acompañarla. Ahora estaba con su hijo Sergio que se encontraba en la terraza de la habitación. Me asomé a través de la puerta. La persiana estaba levantada y el día tan luminoso permitía deleitarse en una vista panorámica preciosa.

— ¡Es realmente relajante! —dijo María y yo asentí al ver a Sergio cómodamente sentado en el sillón de la terraza.

— ¿Cómo lo lleva Sergio? —pregunté. María me dijo que no era muy hablador, que no solía contar lo que pensaba, pero que le veía a veces preocupado. Lo invité a que hablaran y compartiesen todo lo que sentían. Le conté a Juan el chiste prometido antes del fin de semana, segura de que en el fondo me escuchaba, y se rió, aunque exteriormente no lo manifestara.

La mañana continuó. A la hora de la visita conjunta pasé de nuevo por todas las habitaciones, hasta que llegué a la de Juan, esta vez en compañía de José, el médico, y de Noemí, la alumna de tercero de enfermería. Nos sentamos todos alrededor de la cama, dispuestos a conversar. María permanecía de pie agarrando la mano de Juan y preguntaba al médico muchas cuestiones técnicas: la fiebre, los resultados de los análisis, el nivel de consciencia, etc. José pacientemente le explicaba todo.

— ¿Cómo está? —preguntó directamente.

José hizo un gesto para que saliéramos todos de la habitación y en voz muy baja, imperceptible para Juan, le contó que estaba muy mal, pero que no se sabía cuándo podía fallecer. Insistió en preguntar qué más deseaba conocer y María comentó que no sabía qué hacer con los dos niños más pequeños, de 9 y 10 años, si era conveniente que vieran a su padre cuando muriera. Ante esa pregunta afluyeron a mi mente los recuerdos familiares del fallecimiento de mis abuelos, cuando yo tenía esa edad, y cómo mis padres respetaron siempre mi opinión.

José se interesó por lo que pensaba María al respecto.

— Estoy hecha un lío, por una parte Juan es su padre, al que ya nunca más van a ver, y por otra parte, puede afectarles para toda la vida.

Después le preguntó a Sergio su parecer, como hermano mayor de ellos. Él pensaba que debían ver a su padre. Cada miembro del equipo presente en la habitación expresó las diversas vivencias personales en circunstancias parecidas con seres queridos.

— ¿Qué quieren los niños? —preguntó José y se hizo un silencio abrumador.

— Ellos quieren ver a su padre cuando haya muerto — contestó María con los ojos brillantes. Hubo entonces unanimidad entre los presentes para aconsejar a María que lo mejor sería dejarlos despedirse de Juan cuando falleciese, puesto que era su voluntad, pero que había que prepararlos.

Casi sin darme cuenta terminó la mañana y estaba dispuesta a comentar con mis compañeras de tarde el transcurso de la jornada con todas sus emociones. Al cambiar el turno Sara, la enfermera que había estado también la tarde anterior, me dijo que había conversado con María acerca de la educación de sus hijos. Apreció la gran dedicación de Juan y María a cada uno de sus cuatro hijos. Tanto fue así, que al final Sara le pidió consejos a María para la educación de sus dos pequeños niños. Me contó que se sentía identificada cuando entraba en la habitación.

— Podría ser mi familia a la que le hubiese tocado vivir esa enfermedad. María es realmente una mujer muy fuerte y de gran corazón. Pasando todo lo que está pasando, se ha interesado mucho por mis dos hijos y me ha dado muy buenos consejos para ayudarlos.

Pensé para mis adentros que en esta Planta de Cuidados Paliativos había descubierto muchas "María", pendientes siempre de sus familiares y a la vez de los profesionales que nos acercábamos para acompañarlos en esos momentos de dolor y sufrimiento. Repasé los acompañantes de los enfermos que había en ese momento en la planta y comprendí que tenían mucho mérito. Cada caso, cada familia era singular, pero sin duda Juan nos estaba afectando a todos los miembros del Equipo, a cada cual según sus peculiaridades.

Cuando me dirigía a la salida pasé por delante de la habitación número uno. La puerta estaba cerrada y me daba cuenta de lo que dejaba. Me despedí mentalmente, pues tal vez ya no los volvería a ver más.

Al comenzar la siguiente jornada llegué al control de enfermería y me comentaron el estado de todos los pacientes. Nos dijeron que Juan estaba falleciendo y que teníamos un nuevo paciente llamado Pepe. Paqui, mi compañera esa mañana, prefirió ir a ver a Pepe y yo me dirigí hacia la habitación donde se encontraban Juan y su familia. Noemí estaba sentada junto a la cama, acariciándole la mano y llevándosela junto a su cara. María lo estaba afeitando y Sergio se encontraba al otro lado de la habitación, junto a la ventana. La respiración de Juan era estertorosa. A pesar ello, su cara reflejaba paz. Al verme, María me dijo que había llegado el fin. Les pregunté en qué les podía ayudar y me pidió que avisara al Capellán para que rezara con ellos y así lo hice.

A los pocos minutos fallecía Juan rodeado de su familia y de miembros del Equipo. María, abrazada a sus hijos mayores, sollozaba mientras nos agradecía toda nuestra ayuda. Nos pidió que arreglásemos a Juan lo mejor posible para que los niños no se impresionaran. Sergio se fue a buscarlos. Intentamos cumplir el deseo de María y tratamos de dejar a Juan lo mejor posible.

María, que en esos momentos se encontraba en el pasillo, nos agradeció todo lo que habíamos hecho por ellos. Entre otras cosas, nos comentó que lo que más le había gustado era el hecho de que los niños hubiesen visto a su padre, porque en los hospitales generales por los que había pasado estaba prohibido que los niños subiesen a las plantas.

También valoró muy positivamente pequeños detalles como el hecho de tener una salita con microondas para las familias donde poder hacerse una manzanilla "cuando tienes los nervios rotos", el que haya una mini-nevera en la habitación para tomar alguna bebida fresca, el paisaje tan relajante, visible a través de las ventanas, el que se le llevara todos los días una bandeja con la comida a los acompañantes y, sobre todo, expresó que el trato de todo el Equipo que la había atendido había sido espléndido y nos lo agradeció muy de veras. Nosotros le comentamos que habíamos tenido la gozosa oportunidad de acompañarlos en esos momentos tan singulares para ellos.

María se dispuso a llamar por teléfono a todos sus familiares con la voz entrecortada y llorosa. Al poco tiempo llegó Sergio con sus hermanos más pequeños. Pasaron a la habitación de la mano de su madre, le dieron un beso en la frente a Juan y le dijeron un "adiós papá".

Cuando esa mañana llegó a su fin, tuve la sensación de haber vivido una intensa despedida no sólo de Juan, sino de una gran familia. El haber podido ayudarlos tanto técnica como humanamente hace que me enorgullezca una vez más de mi profesión. Una de las cosas que más me consoló en esa separación fue haber podido compartir e intercambiar mis experiencias con mis compañeros y saberme apoyada en los momentos en que más lo necesitaba.

Este puede ser un caso representativo de lo que vivo a diario en mi lugar de trabajo, en donde se entremezclan el dolor y el sufrimiento con un verdadero agradecimiento del enfermo y su familia al intentar consolarlos y acompañarlos en esos momentos. Constato que por mucho que quieras dar, siempre es mayor lo que recibes de cada uno de ellos. Son muchos los hombres y las mujeres que han compartido conmigo los últimos momentos de su vida y ahora los llevo en mi corazón porque han dejado una huella imborrable. A ellos les agradezco el haberme dado esta gran oportunidad.


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