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Persona y Bioética

Print version ISSN 0123-3122

pers.bioét. vol.17 no.1 Chia Jan./June 2013

 


EDUCAR LAS EMOCIONES PARA PROMOVER
LA FORMACIÓN ÉTICA

Pablo González-Blasco1, Graziela Moreto2, Marco Aurelio Janaudis3, María Auxiliadora de Benedetto4, María Teresa Delgado-Marroquín5, Rogelio Altisent6

1 Doctor en Medicina. Director científico del Instituto SOBRA-MFA, Educación Médica y Humanismo, Brasil.
pablogb@sobramfa.com.br

2 Médico. Doctoranda en Medicina. Directora Internacional, SOBRAMFA, Educación Médica y Humanismo.
graziela@sobramfa.com.br

3 Doctor en Medicina. Secretario General, Instituto SOBRA-MFA, Educación Médica y Humanismo.
marcojanaudis@sobramfa.com.br

4 Médico. Doctora en Medicina. Directora de Publicaciones, SOBRAMFA, Educación Médica y Humanismo. macbet@sobramfa.com.br

5 Doctora en Medicina. Profesora asociada, Universidad de Zaragoza, España.
mdelgadom@meditex.es

6 Doctor en Medicina. Director académico de la Cátedra de Profesionalismo y Ética Clínica, Universidad de Zaragoza, España.
altisent@unizar.es

Fecha de Recepción: 2012-06-26, Fecha de Envío a Pares: 2012-07-06, Fecha de Aprobación por Pares: 2013-03-11, Fecha de Aceptación: 2013-03-24



Resumen

Es común observar entre los médicos una razonable formación técnica que convive con una postura humanística deficiente, que decanta en insuficiencia ética y en falta de profesionalismo. Esta desproporción sugiere que es necesario ampliar el ámbito del humanismo médico y encontrar un nuevo punto de equilibrio, moderno, propio de los días actuales. Enseñar Bioética supone establecer fronteras y normas, pero requiere sobre todo creatividad, ir más allá de lo que está estipulado para hacer por el enfermo todo lo que es posible. ¿Cómo aliar la creatividad a la necesaria prudencia y sabiduría que requiere la formación ética? Los cuestionamientos éticos vienen con frecuencia envueltos en emociones que no pueden ser ignoradas; hay que contemplarlas y utilizarlas porque son un elemento esencial del proceso formativo. Compartir emociones, ampararlas en discusiones abiertas, abre caminos para una verdadera construcción afectiva y fomenta la empatía que aproxima al paciente. Entre los recursos pedagógicos modernos para desarrollar la educación de la afectividad se destacan la narrativa —oír, contar y compartir historias de vida—, el cine y la música —representantes de la actual cultura del espectáculo—, que los autores comentan de acuerdo con su experiencia docente. Las emociones, por sí solas, no son suficientes para educar. Es necesaria la habilidad del docente para conseguir que la emoción se transforme en vivencia, estimule la reflexión y se interiorice. Este proceso es el catalizador que, aprovechando el terreno fértil de la emoción, imprime una huella educativa: se genera la vivencia que es puerta abierta para incorporar actitudes estables y duraderas.

Palabras clave: ética, emociones, bioética, enseñanza, relaciones médico-paciente. (Fuente: DeCs, BIREME).



EDUCATING EMOTIONS TO PROMOTE ETHICS EDUCATION

Abstract

Among physicians, it is common to see reasonable technical training existing alongside a deficient humanistic stance, which results in ethical shortcomings and a lack of professionalism. This disparity suggests the need to broaden the scope of medical humanism and to find a new, modern balance particular to today's world. Teaching bioethics involves setting boundaries and rules but, above all, it requires creativity and going beyond what is stipulated in order to do all that is possible for the patient. The question is: How to combine creativity with the necessary prudence and wisdom required of ethics education? Ethical issues often are surrounded by emotions that cannot be ignored. Rather, they must be contemplated and used, because they are an essential element in the learning process. This involves sharing emotions, sheltering them in frank discussions, opening up paths to genuinely constructing emotions and encouraging empathy towards the patient. Among the modern educational resources that exist to develop emotional education the narrative is a particularly important one; that is, listening, telling and sharing stories of life - film and music - representatives of the current culture of entertainment, which the authors mention on in light of their teaching experience. Emotions, in and of themselves, are not enough to educate. Skill is required of the teacher to create a situation where emotion is transformed into experience, encourages reflection and is internalized. This process is the catalyst. Taking advantage of the fertile ground of emotion, it leaves an educational footprint by producing the experience that is the gateway to adopting stable and lasting attitudes.

Key words: ethics, emotions, bioethics, teaching, physician-patient relations. (Source: DeCs, BIREME).



EDUCAR AS EMOÇÕES PARA PROMOVER A FORMAÇÃO ÉTICA

Resumo

É comum observar entre os médicos uma razoável formação técnica que convive com uma postura humanística deficiente, que decanta em insuficiência ética e em falta de profissionalismo. Essa desproporção sugere que é necessário ampliar o âmbito do humanismo médico e encontrar um novo ponto de equilíbrio, moderno, próprio dos dias atuais. Ensinar Bioética supõe estabelecer fronteiras e normas, mas requer, sobretudo, criatividade, ir mais além do que está estipulado para fazer pelo doente tudo o que for possível. Como aliar a criatividade à necessária prudência e sabedoria que a formação ética requer? Os questionamentos éticos vêm com frequência envolvidos em emoções que não podem ser ignoradas; há que contemplá-las e utilizá-las porque são um elemento essencial do processo formativo. Compartilhar emoções, ampará-las em discussões abertas, abre caminhos para uma verdadeira construção afetiva e fomenta a empatia que aproxima o paciente. Entre os recursos pedagógicos modernos para desenvolver a educação da afetividade se destacam a narrativa -ouvir, contar e compartilhar histórias de vida-, o cinema e a música -representantes da atual cultura do espetáculo- que os autores comentam de acordo com sua experiência docente. As emoções, por si só, não são suficientes para educar. E necessária a habilidade do docente para conseguir que a emoção se transforme em vivência, estimule a reflexão e se interiorize. Esse processo é o catalizador que, ao aproveitar o terreno fértil da emoção, imprime um rasto educativo: gera-se a vivência que é porta aberta para incorporar atitudes estáveis e duradouras.

Palavras-Chave: ética, emoções, bioética, ensino, relações médico-paciente. (Fonte: DeCs, BIREME).



ENSEÑAR ÉTICA: UN DESAFÍO QUE REQUIERE CREATIVIDAD

La medicina es, simultáneamente, ciencia y arte. Esta afirmación clásica asume hoy especial relevancia quizá porque se quiera suplir, a base de insistir en el concepto, lo que en la práctica no es tan fácil vivir. El clamor por la ética y por el humanismo médico que diariamente escuchamos recuerda lo que Ortega y Gasset anotaba sobre el ideal que se busca con empeño: un dolor que se siente en el miembro que no se tiene, que nos hace percibir nuestra imperfección y rodar en busca de lo que nos falta (1). La carencia ética en la actuación médica es como el dolor del miembro fantasma: algo que se ha amputado, y que urge recuperar.

Observamos entre los médicos —tal vez con mayor relieve cuando se trata de jóvenes profesionales y de estudiantes de medicina— la convivencia de conocimientos técnicos maquillados con unos adornos humanísticos deficientes. Este desequilibrio explica la penuria ética y, como consecuencia, un desarrollo insuficiente del moderno profesionalismo. Tenemos, como resultado, un médico partido por la mitad: un "mecánico de personas" (2). La ciencia y el arte de la medicina están unidos de modo inseparable, ambas son condiciones necesarias pero no suficientes por sí mismas. Una comparación, quizá poco elegante pero muy gráfica, la asemeja a un conocido producto de confitería: el "brazo de gitano" —el Rocambole, como lo denominan en otras lenguas latinas—, donde no es posible separar las diferentes capas. Cuando se corta, viene todo junto: el bizcocho y el relleno. Y el sabor peculiar resulta justamente de la unión inseparable, no de la suma de ingredientes.

La primera cuestión, más que con una respuesta, se aborda con una explicación. El progreso técnico es tan formidable que ha monopolizado en su totalidad el tiempo de formación de los médicos. Son muchos los conocimientos que nos llegan por minuto, y el periodo de formación en la escuela de medicina y de especialización es limitado. Como bien advertía Ortega y Gasset hace más de ochenta años (3), la Universidad tiene que utilizar la economía del tiempo a fin de enseñar lo necesario para ser un buen profesional, ya que no es posible enseñarlo todo. Y esas decisiones no siempre son acertadas: la hegemonía de la técnica desplaza la formación humanista y ética, igual que un cuerpo dentro de un fluido desplaza el líquido, como postula Arquímedes.

Las circunstancias actuales, de vertiginoso progreso técnico, exigen ampliar proporcionalmente el ámbito del humanismo médico y encontrar un nuevo punto de equilibrio adaptado a nuestros días. El humanismo que hoy se necesita es un humanismo moderno —con cara de siglo XXI en las formas, sin omitir la densidad antropológica de fondo—. Quizá tenemos que admitir que hoy se torna necesario enseñar lo que en otros tiempos las personas sabían por educación y cultura. Y es que en épocas pasadas el médico que no era humanista —que no entendía al enfermo, y no se hacía entender por él— no tenía posibilidad de practicar la medicina. Hoy, la técnica es tan poderosa y abundante, que no es difícil camuflarse con ella para suplir las deficiencias humanas. ¿Cómo construir este nuevo enfoque sin reimprimir de modo ingenuo humanismos de tiempos pasados con aroma de naftalina? Porque es justamente aquí donde han fallado algunos intentos de humanización que, casi espasmódicamente y como sacudiéndose el exceso de técnica que empalaga, proponen reeditar un humanismo de otras épocas. Son como clamores de añoranza que no corresponden —ni se pueden encajar— en la mentalidad actual.

Se necesita abrir caminos para un nuevo perfil de humanismo médico capaz de armonizar los avances científico-técnicos con las necesidades reales de las personas. Decimos armonizar y no equilibrar: no se trata de contrarrestar la técnica, sino de armonizarla con el humanismo en un arpegio sintónico compuesto por notas, todas diferentes e imprescindibles. Esta es la misión de la Universidad y de todos los que están comprometidos en el proceso formativo de los futuros médicos. Enseñar a atender al enfermo en toda su dimensión humana y no solo sectorialmente es el desafío principal de hoy día en la educación médica. Se hace necesario un conocimiento profundo de la enfermedad y de la personalidad de quien enferma, de lo que la técnica es capaz de evaluar y de la intimidad que la intuición profesional revela. En esto consiste el nuevo humanismo médico capaz de armonizar los cuidados que el paciente necesita (4).

La segunda pregunta es directa y desafiante: ¿está funcionando el modo de enseñar la Bioética? ¿Las iniciativas educativas en este campo son realmente eficaces? No cabe aquí la descripción detallada de diversos programas y asignaturas. Pero lo que es evidente es que el interés por el aprendizaje de una determinada materia es directamente proporcional a su utilidad, o mejor, al provecho que es posible apreciar cuando se incorporan esos contenidos. Y, por eso, vale preguntarse: ¿cómo surgen los dilemas de la ética cotidiana? Sin duda, cuando nos encontramos delante del paciente. Es la vida misma, la práctica asistencial clínica, la que nos desafía con los interrogantes éticos. Es esa justamente la ocasión perfecta y real donde la formación bioética podría "cuajar" e incorporarse al buen hacer médico. Las clases magistrales y la Bioética teórica se muestran claramente insuficientes (5).

La enseñanza de la Bioética, para ser atractiva, debería tener una estrecha relación con los interrogantes que la vida de médico —o de estudiante de medicina— nos pone diariamente. La formación ética sería así el recurso necesario para que la acción médica, en respuesta a esos dilemas, esté impregnada de esa dimensión esencial que hace del médico un profesional humanista. Y esto, lo sabemos por experiencia, no siempre ocurre en la enseñanza de esta disciplina.

¿Por qué esta dificultad práctica? ¿Quizá porque los especialistas en Bioética se centran en un mundo dramático e ignoran los problemas cotidianos, tal vez "de poca monta", pero que son los que producen perplejidad en los primeros años de ejercicio médico? Restringir la enseñanza de la Bioética a casos especialmente difíciles, que se presentan en la vida del médico común muy de vez en cuando, es desperdiciar la oportunidad de aprender la ética del día a día, de lo cotidiano (6). Sería inútil analizar la ética del fin de la vida —eutanasia y variaciones sobre el tema— si no se comenta, de modo franco, la ética de la vida, de los "buenos días", del "saber sonreír", y de cómo "conquistar la confianza del enfermo", por ejemplo, para hablar abiertamente sobre las voluntades anticipadas. Esa ética, que se mezcla con la decisión clínica, con la opción terapéutica, con el trato afable con el enfermo y su familia es la que resulta verdaderamente atractiva —¡y necesaria!— para los médicos y estudiantes en formación.

Mientras la Bioética sea una disciplina que corra en paralelo al resto de la ciencia médica con intersecciones solo en momentos de graves dilemas, viviremos la frustración de formar médicos que contemplan la ética como algo propio de circunstancias estelares, reservado a expertos que descienden como profetas para decirles lo que está bien y lo que está mal. Se le podrá dedicar más tiempo a la asignatura, hacerla obligatoria, pero no dejará de ser algo yuxtapuesto si no se encuentra el modo de que impregne capilarmente toda la formación médica. El objetivo es embeber la educación universitaria de una cultura ética, de modo longitudinal, continuo, práctico, accesible y, muy importante, atrayente (7).

Enseñar bioética supone establecer fronteras y normas, pero requiere sobre todo creatividad, ir más allá de lo que señalan las leyes, para hacer por el enfermo todo el bien que nos resulta posible, lógicamente respetando su autonomía. La Bioética es, entonces, una fuente de obligaciones que cada uno se crea para desempeñar mejor la función de médico. "El deber que se nos exige es solo un pretexto para que inventemos otros deberes", decía Marañón (8).

Este es el modelo ético que, conciliando objetividad y subjetividad, apoyándose en una ética de los valores, hace énfasis en la persona. Contempla el caso personal —que tiene un nombre concreto, el de aquel enfermo— con atención, con cariño, sin limitarse a aplicar códigos y reglas, busca hacer siempre lo mejor sin contentarse con lo que está obligado, por normas o legislaciones. Es una ética que encaja perfectamente con la medicina centrada en el paciente —no en la enfermedad— que es la acción propia del médico humanista.

Este modelo de actuación depende del sujeto, del médico que actúa en la práctica diaria. Son sus virtudes las que complementan y "personalizan" las normas objetivas haciendo de la ética algo personal que incide sobre el modo de cuidar del enfermo. Su baremo no se agota en no cometer infracciones sino que persigue el deseo de ayudar lo mejor posible. Esto es lo que algunos denominan, acertadamente, el "bien hacer médico" (9). Enseñar Bioética es, en este punto, construir un sujeto capaz de tomar las decisiones correctas. No se trata tanto de construir códigos de conducta como de formar profesionales conscientes, que sean capaces de encarar con prudencia las decisiones que deben tomar (10).

Es evidente la creatividad y la gran responsabilidad que la formación en Bioética entraña. Requiere prudencia, ponderación, verdadera sabiduría. Y en el fondo, este es el único medio de responder a los cuestionamientos prácticos que la vida le coloca en lo cotidiano. No es temerario concluir que una Bioética centrada en la persona exige un compromiso del médico que la abraza como modelo, porque depende directamente de un estándar de vida virtuoso que rige toda la actuación profesional. Difícilmente sabrá decidir con sabiduría quien no se esfuerce por ser virtuoso, pues la sabiduría es ciencia del corazón y no sencilla teoría. Es verdad que se puede actuar correctamente, observando los principios éticos y deontológicos, sin querer ir más lejos. Pero esta postura "aséptica" encierra la peor de las virulencias: la omisión, "dejar de hacer todo el bien que se podría hacer". Para quien tiene el privilegio de trabajar con la vida humana la omisión puede ser la peor de las faltas.

Visto lo anterior podríamos preguntarnos, ¿cómo se enseña y se promueve este modelo ético? ¿Mediante conceptos teóricos, explorando referenciales éticos y modelos filosóficos? ¿Será esto suficiente para que se incorpore la postura ética que debe impregnar la acción médica en todo su amplio espectro? ¿Cómo aprendemos ética en la vida, en la formación humana y familiar? Con ejemplos, con historias de vida. Las "historias de las abuelas" —comentaba alguien acertadamente— son una escuela formidable de ética. Y sabemos por experiencia que es así.

¿Cómo aliar la creatividad a la necesaria prudencia y sabiduría que requiere la formación ética? La afectividad humana nos abre un panorama que merece una reflexión aparte.


EMOCIONES Y ÉTICA

Un pensador contemporáneo nos ofrece una importante sugerencia de cómo las emociones influyen en el actuar ético.

Se es más fiel no cuando se piensa mejor, sino cuando se siente más profundamente. Esta sensibilidad profunda conecta con las profundidades del espíritu. Lo verdaderamente espiritual tiene más afinidades con lo sensible que con lo intelectual, y se inserta más fácilmente en una emoción corporal auténtica que en una opinión de la razón o en un movimiento apasionado del yo [...] Para el hombre sacudido por la tempestad de la tristeza no es ningún crimen el contradecirse. Esta frase de Sócrates es una de las más humanas que se hayan pronunciado jamás. No se puede recriminar a un infeliz que sea ilógico. La lógica, instrumento perfecto para la administración de las esencias ideales, falla lamentablemente en el hombre concreto, esa mezcla contradictoria de finito y de infinito. Y especialmente en la desgracia, que es la contradicción vivida desde dentro, lo absurdo a lo vivo (11).

La afectividad tiene una estrecha relación con la vida virtuosa del médico humanista.

"Las virtudes son disposiciones no solo para actuar de manera particular, sino para sentir de manera particular. Actuar virtuosamente no es actuar contra la inclinación; sino actuar a partir de una inclinación formada por el cultivo de las virtudes. La educación moral es una education sentimentale" (12).

Ortega y Gasset nos advierte que "el hombre hace la técnica, pero al hombre lo hace el entusiasmo. Si el brazo mueve a su extremo el utensilio, no se olvide que, puesto a su otro extremo, mueve al brazo un corazón" (1). No se puede prescindir de las emociones, del entusiasmo, de la afectividad que nos motiva.

Los cuestionamientos éticos vienen con frecuencia envueltos en emociones. Son dilemas que tocan nuestra afectividad, nos afectan, mueven nuestros sentimientos. Se requiere creatividad para abordar nuevos paradigmas de enseñanza, aunque esto nos obligue a explorar nuevos territorios. La dimensión afectiva —educación de las emociones— se presenta con particular destaque en los días de hoy, cuando de educar se trata. Las emociones no pueden ser ignoradas; es más, hay que contemplarlas y utilizarlas porque son un elemento esencial del proceso formativo. En el moderno contexto cultural se puede afirmar que las emociones son como la puerta de entrada para entender el universo donde el estudiante transita, se mueve y, consecuentemente, se forma.

Sabemos, como fruto de la experiencia, que muchas de las cosas importantes de la vida no se transmiten por argumentación, sino a través de un proceso diferente, afectivo, que más tiene que ver con el amor que se ponga en educar, que con razonamientos especulativos. Partiendo de esta experiencia, Ruiz Retegui (13), en su ensayo sobre la belleza, comenta un dato de la cultura vigente: hoy se practica un culto a la estética desvinculado de los otros valores propios del ser, de lo que clásicamente se conoce por trascendentales. Mientras que en los clásicos lo bueno, lo bello y lo verdadero aparecen siempre unidos, se respira hoy el divorcio de estos conceptos. Se habla de estética, de belleza, sin atender a la verdad. Tal vez por esto, cuando de educar la sensibilidad se trata, surge la duda —casi miedo, diríamos— con la que muchos educadores se debaten, de si no sería un riesgo educar la sensibilidad, trabajar las emociones, mientras que los otros valores (el bien, la verdad) permanecen difuminados, son conceptos ambiguos. Se prestaría atención a lo que es bonito estéticamente, sin atender a si es o no verdadero. ¿No se estaría promoviendo, de este modo, una educación ficticia, superficial, que no alcanzaría el núcleo de la persona, capaz de fomentar valores y actitudes? ¿No estaríamos dejando la verdad en un segundo plano y nos guiaríamos, sin más, por lo que es estéticamente agradable?

Este mismo autor (13) nos ofrece una explicación oportuna. Educar a través de la estética no es pretender anclar en la emoción y en la sensibilidad todo el cuerpo de conceptos necesarios para construir los valores de la persona. Lo que se pretende es provocar la reflexión, condición imprescindible para cualquier intento de construcción de la personalidad. Se puede enseñar técnica o incorporar habilidades sin reflexionar, pero no se pueden adquirir virtudes o cambiar las actitudes sin reflexión. Hay que pensar, o mejor, hay que hacer pensar, y para esto sirven la estética y las emociones que la acompañan. Se trata de establecer un punto de partida, como una pista desde la que se pueda despegar para un aprendizaje más profundo. Empezar por lo que es bonito y estéticamente bello, lo que "nos toca la emoción", para después zambullirse en la construcción de valores que además de ser atractivos tenga auténtico fundamento.

¿Cómo se trabajan las emociones en este contexto? Hay que recordar que en la cultura griega, en la medieval y renacentista el medio principal de educación moral era contar historias (12). Contar historias es la sustitución posible que salva la imposibilidad de que todos los hombres pasen por la amplia gama de experiencias intensas que el ser humano es capaz de atravesar. Las artes que cuentan historias —teatro, literatura, cine, ópera— tendrían esta función de suplir lo que la mayoría no es capaz de vivir personalmente. Y con la experiencia "vivida a través del arte contador de historias" se puede producir lo que Aristóteles denominaba "catarsis". Una "catarsis" que si no puede ser vivenciada por la propia experiencia vital, puede ser facilitada por la historia que nos llega en forma de arte. No es, por tanto, función del arte servir de pasatiempo o diversión, sino provocar sentimientos —alegría, entusiasmo, rechazo, aprobación, condena— para configurar el corazón de las gentes. Este, y no otro, era el papel de la tragedia griega, la provocación de la catarsis, entendida con doble significado. Por un lado, provocar una verdadera limpieza orgánica, como si de un purgante se tratase; por otro, y aquí surge la perspectiva educacional, mediante la catarsis es posible colocar "en su sitio" los sentimientos acumulados —emociones— que la mayoría de las veces se amontonan de modo desordenado en la afectividad. Como vemos, la versión educativa ética de "las historias de las abuelas" tiene un referencial teórico clásico absolutamente consagrado.

En el universo de hoy las emociones son actores principales en el escenario de la educación. Educar, por tanto, tendrá que contemplar las emociones —nunca ignorarlas— y aprender a aprovecharlas y a colocarlas en su verdadero lugar, facilitando la catarsis, el libre fluir de las mismas. Compartir emociones, ampararlas en discusiones abiertas, abre caminos para una verdadera construcción afectiva que la cultura actual impone.

Educación sentimental, educar los sentimientos. Una propuesta ambiciosa que debe ser convenientemente pensada para entender el papel del educador. Un papel novedoso, ya que los sentimientos del educando no dependen en absoluto de la voluntad docente del educador. Los sentimientos, en rigor, no se educan; se promueven, se aprecian, se enseña cómo saborearlos. Todo funciona como un intento donde se muestran los caminos para que el deseo se eduque, como si de una formación del paladar afectivo se tratase.

¿Cómo prepararse para ese desafío educativo? Bien lo diseña un estudioso del tema:

La tarea del educador no es precisamente acabar con el error, porque el error es condición inherente a una naturaleza humana imperfecta. En cambio, sí debe conseguir que brille la verdad y será la luz de la verdad la que consiga disipar las tinieblas del error, la mentira y el equívoco. Un educador "matando" errores no pasa de ser un dialéctico en inminente riesgo de convertirse en sofista [...] Aristóteles afirmó que sus lecciones de ética eran inútiles en quienes no tuvieran la formación apropiada. Se puede entender algo intelectualmente, pero si afectivamente no hay disposición positiva en esa dirección, todo el discurso resultará estéril. Lo que entre por un oído saldrá por el otro (14).

Todo este proceso requiere tacto, habilidad, evitar precipitaciones, promover un aprendizaje que respete, de algún modo, el ritmo casi fisiológico de la emotividad de cada persona. No se puede obligar a nadie a sentir lo que no siente. Se puede, sencillamente, mostrar el gusto, y esperar que el tiempo —y la reflexión sobre lo que se siente, lo que agrada, en fin, sobre las emociones— vaya perfeccionando el paladar afectivo. Un proceso que es una verdadera Educación Sentimental (15).

Las humanidades, incorporadas en el proceso formativo académico, constituyen un importante recurso que permite desarrollar la dimensión humana del profesional, que es justamente la que el paciente mejor nota, y sobre la que hace recaer sus solicitaciones. El paciente quiere, sobre todo, un médico educado, esto es, alguien que no tenga solo conocimientos técnicos, sino que sea capaz de entenderlo como un ser humano que tiene sentimientos, que busca una explicación para su enfermedad, y requiere respeto y amparo en su sufrimiento (16). Para trabajar con estas realidades las humanidades ayudan y, sobre todo, educan. Ya decía sir William Osler que las humanidades son como las hormonas que catalizan el pensamiento y humanizan la práctica médica. Educar es mucho más que entrenar habilidades: implica crear una actitud reflexiva y un deseo continuado de aprender.

Emociones que se educan cuando se frecuentan las humanidades. Emociones que nos aproximan al mundo del paciente para mejor entenderlo. Un arco voltaico que crea un recurso sobre el que se presta tremenda atención en la actualidad: la empatía.


EMOCIONES Y EMPATÍA: UN CAMINO PARA MEJORAR LA COMUNICACIÓN

Cuidar bien del enfermo supone conocer la enfermedad y conocer al enfermo que la padece. Entre las habilidades que garantizan la calidad de esa relación la empatía ocupa un lugar destacado.

El término empatía, original del griego empatheia, significa saber apreciar los sentimientos de otros. Se incorpora en 1918 al ámbito médico como un elemento presente en la relación médico-paciente que facilita el diagnóstico y la terapéutica (17). En el contexto de la educación médica la empatía presenta un espectro amplio y variado. Hay autores que la sitúan predominantemente en el ámbito cognitivo, significando el entendimiento de las experiencias y preocupaciones del paciente, aliada a la capacidad de comunicación (18). Otros autores la definen como habilidad comportamental, basada en la dimensión afectiva y cognitiva simultáneamente (19). Otros la sitúan en el registro afectivo como capacidad de percibir las vivencias y los sentimientos del paciente.

Apurando todavía más el concepto de empatía se advierte la necesidad de distinguir entre empatía y simpatía (20). La simpatía incluye de manera exclusiva atributos afectivos y emocionales, mientras que la empatía conservaría la vertiente cognitiva y afectiva simultáneamente. El médico simpático corre el riesgo de dejarse influenciar por su propia emotividad, comprometiendo la actuación profesional. El médico empático comparte comprensión, mientras que el simpático comparte solo emociones (21). La empatía sintoniza con la calidad del sufrimiento y de la experiencia del enfermo, mientras que la simpatía lo hace solamente con la cantidad y grado de las emociones. La mayoría de los autores coinciden en la dificultad que supone separar los atributos cognitivos de los emotivos; pero lo que es consenso es que para desarrollar ambos componentes y mantener viva la empatía es necesario evitar el exceso de preocupación consigo mismo. Quien está centrado en sus propios problemas no consigue ayudar a otro eficazmente (22).

La empatía puede constituirse como un puente entre la medicina basada en evidencias y la medicina centrada en el enfermo: un camino práctico para incorporar los progresos técnicos y traducirlos en cuidado eficaz del paciente. Y la cuestión que se origina aquí no es tanto desmenuzar los atributos de la empatía —afectivos o cognitivos— como saber si esta es calidad que se puede enseñar o es algo innato. ¿Nacemos con capacidad fija de empatía o podemos aprender a ser empáticos? ¿Es una calidad susceptible de modificaciones?

Estudios recientes demuestran el deterioro que la empatía sufre durante los años de formación médica. Los estudiantes que, en los primeros años de la facultad, conservan el entusiasmo por ser médico y se muestran sensibles al sufrimiento del enfermo, pierden esa capacidad con el paso del tiempo (23, 24, 25). En los años finales de la formación universitaria se crea una cultura de distanciamiento del enfermo para no implicarse emotivamente. Es, quizá, un mecanismo de defensa que aparta del sufrimiento ajeno delante del cual se palpa la propia impotencia. Esta actitud impersonal compromete la empatía (26), desgasta el ideal (27) y apunta la necesidad de una educación afectiva (28) para conservar la empatía durante los años de formación médica.

Otros estudios demuestran que durante la formación de diversos profesionales de salud la empatía sufre cambios positivos o negativos, por ejemplo, el empobrecimiento que se observa al aplicar la Jefferson Scale of Physician Empathy (JSPE) entre estudiantes de medicina del tercer año, con puntuaciones más bajas que los del segundo (29); o entre estudiantes del mismo año, mostrando una erosión de la empatía a lo largo del curso (30).

Existen instrumentos para evaluar la empatía, aunque son de alcance limitado, pues la investigación es todavía escasa. Así escalas como la Interpersonal Reactivity Index desarrollada por Davis (31), The Hogan Empathy Scale (32) y la Emotional Empathy de Mehrabian e Epstein (33). Concretamente para el contexto del cuidado del enfermo y la educación médica se viene utilizando la Jefferson Scale of Physician Empathy (JSPE) (34). Estas herramientas de evaluación distan de ser perfectas, tienen ventajas y desventajas. Así, la escala de Davis evalúa de modo multidimensional, abordando aspectos cognitivos y afectivos. La escala de Jefferson se dirige específicamente a los profesionales de la salud, pero no contempla la dimensión afectiva de la empatía.

De cualquier modo, lo que está claro es que el nivel de empatía puede cambiar y, en este caso, deteriorarse. Intervenir en este proceso consistiría más que en enseñar cosas nuevas —"enseñar a ser empático"— en prevenir su pérdida. Las estrategias educativas estarían dirigidas a prevenir la erosión de la empatía más que a aumentarla; algo análogo a lo que se practica en prevención en salud: todo el mundo envejece, pero se puede hacerlo de muchas maneras, unas más saludables que otras.

Pensar en estrategias educativas en tema tan delicado invoca el recuerdo de un estudio singular publicado hace más de 25 años (35), donde se confeccionaba una lista de 87 características deseables en el buen médico. En este estudio se mezcla de modo elegante la importancia de cada una de las características con la facilidad o no de enseñarla. A modo de ejemplo, el autor —por cierto, cirujano— comenta que se siente capaz de enseñar durante los años de formación cómo se practica una laparotomía exploratoria, pero no está seguro de conseguir enseñar a sonreír educadamente al enfermo inspirándole confianza. El resultado del estudio ofrece una lista ordenada por importancia y por dificultad de enseñar las diversas características, organizadas según un índice (NTII- Nonteachable important index). En lo alto de la lista justamente figuran las características relacionadas con la empatía: comprensión, motivación e idealismo, compasión, deseo de ayudar, entusiasmo por la medicina, dedicación al trabajo. Todas importantísimas, pero consideradas muy difíciles de enseñar.

Estos resultados que, a primera vista, provocan desánimo, pueden ser ajustados por otros datos recientes, ahora en versión neurofisiológica (36, 37), donde se apunta que la empatía puede ser estimulada a través del ejemplo. Las denominadas "neuronas-espejo", donde también se modulan la emoción y el comportamiento, se activan cuando perciben las acciones de otra persona, y lo hacen de modo espontáneo involuntario, sin integrarse en el razonamiento (38). Hay varios trabajos que muestran el mecanismo por el que las neuronas-espejo se relacionan con la percepción empática (39, 40, 41).

Estos nuevos datos plantean otro problema: ¿es la empatía algo que realmente se aprende, o se trata de una sencilla imitación inconsciente? ¿Habría siempre que pasar por experiencias propias de enfermedad —o de seres queridos enfermos— para crecer en empatía? Esa situación es conocidamente eficaz como elemento formador, pero ¿es el único modo? El tema del ejemplo en un escenario de aprendizaje se coloca aquí como posibilidad real, moduladora de la empatía, como prevención de la erosión. El buen ejemplo educa, así como deforma el malo. Los estudiantes y médicos jóvenes son inspirados —para bien, o para mal— por las actitudes que contemplan en sus profesores y formadores. Es el modelo del aprendiz junto al maestro, de corte clásico desde las corporaciones de oficio en la Edad Media. Actuar junto al enfermo, viendo cómo se hace, calcando los pasos del profesor, permite incorporar actitudes y comportamientos que delinean el estilo profesional futuro (42).

El ejemplo que promueve la empatía puede venir también de las posibilidades que las humanidades ofrecen en el contexto de la educación médica. El arte, que imita la vida, ofrece situaciones variadas donde el alumno es capaz de incorporar las características "difíciles de enseñar por los métodos tradicionales" (43). Volveremos sobre el tema más adelante.

Finalmente, vale anotar que los programas educativos dirigidos a promover la empatía son todavía escasos y de resultados poco alentadores (44). Y aquí cabe una reflexión tejida alrededor de la notable publicación de una autoridad consagrada en la materia (45). Por decirlo con pocas palabras, que no dispensan la lectura del original: es muy difícil promover el desarrollo de la empatía sin tener en cuenta las emociones del educando. La respuesta emotiva del estudiante, al contacto con la enfermedad, con el sufrimiento y con la muerte, suele ser inadecuada porque está pautada en su propia vulnerabilidad. Siente la impotencia muy de cerca y, habitualmente, no se le da espacio para que la trabaje, para que hable de ella con franqueza. Esa omisión docente —no dar lugar a la discusión que, envuelta en emociones confusas, debería procesar la duda ética— genera en el estudiante una repulsa afectiva, un distanciamiento que, como siempre, encuentra amparo en la técnica. Un amparo insuficiente, una desnutrición ética que hace que el educando utilice la técnica en vez de la empatía para aproximarse al enfermo. En ese momento, la comprensión se transforma en diagnóstico y pronóstico, y el cuidado se convierte en intervención.

Es un ejemplo claro de que, aun con buena voluntad, cuando se utilizan solamente los recursos que se conocen y que se saben manejar —la técnica—, y se omiten otros —la empatía— que tendrían una función esencial, el resultado es insatisfactorio. El educador tiene que estar atento a estos momentos cruciales donde emergen las emociones del educando, y verlos como una oportunidad formativa. ¿Cómo se puede pretender que el médico comprenda el sufrimiento del paciente si no consigue trabajar sus propias emociones? Es responsabilidad del formador proporcionar un ambiente donde se puedan exponer las angustias, los miedos y las fragilidades; permitir compartirlas y trabajarlas con esmero docente para así promocionar la madurez afectiva y el consecuente desarrollo de la empatía.


LAS NARRATIVAS: PROYECTAR Y TRABAJAR LAS PROPIAS EMOCIONES

Los dilemas éticos que surgen en la práctica médica diaria no siempre se resuelven satisfactoriamente con principios preestablecidos y con los códigos deontológicos. El abordaje convencional mediante la amplia gama de procedimientos disponibles para el análisis de casos resulta a menudo muy útil, sin embargo hay detalles específicos de la relación médico-paciente que, siendo sustanciales, no son contemplados y permanecen invisibles (46).

La insatisfacción es mayor en el caso de los estudiantes en prácticas clínicas, que además de molestos se siente decepcionados. Son las exploraciones, por poner un ejemplo, de un paciente con hepatomegalia practicadas por una decena de estudiantes consecutivamente; o el paciente diabético que se niega a utilizar insulina y que encuentra una actitud hostil y amenazadora por parte del médico que no respeta su autonomía. O la tan común como difícil comunicación al paciente de que está fuera de posibilidades terapéuticas, la transmisión de noticias que puede amputar la esperanza. ¿Será mejor dejarlo en la ignorancia para evitar crisis? Como anota el escritor de una conocida obra, "los esfuerzos heroicos que los médicos realizan para prolongar la vida de pacientes gravemente enfermos, no sabemos si interpretarlo como actitud salvadora o torturadora" (47). Los progresos alcanzados por la moderna tecnología y por la ética regulada por normas quizá ha acentuado, en vez de disminuir, las dudas e incertidumbres de la vida cotidiana (48). Se hace necesario buscar alternativas.

La ética narrativa es uno de los caminos adoptados para salvar las limitaciones que el modelo biomecánico genera en forma de dilemas éticos. El estudio de historias reales o de ficción se convierte en importante recurso para el entendimiento de las cuestiones éticas. Y la contribución de la narrativa para la ética se da por medio del contenido de las historias y a través del análisis de su forma. Es decir, importan las historias que se cuentan, cómo se cuentan y por qué es importante contarlas (49).

Desde hace más de cinco décadas existe un movimiento médico que busca trascender el modelo biomecánico para llegar a un modelo biopsicosocial y espiritual. Es el método centrado en la persona, no en la enfermedad (50). Es dentro de este modelo donde se encuentra terreno fértil para que la ética médica germine y se extienda después a todas las especialidades. En este contexto, las narrativas que surgen en los escenarios docentes representan un papel importante en la enseñanza ética porque permiten contemplar al paciente en su totalidad. Y por totalidad nos referimos a sus dimensiones física, mental, emocional, espiritual, cultural y social; y, también, a cómo todas estas dimensiones influyen en los procesos por los que se instala la enfermedad, así como en la cura, o en la paliación de la misma.

Desde 1970 las escuelas de medicina americanas utilizan textos literarios en los currículos para fomentar la discusión ética (51). Las narrativas literarias proporcionan oportunidad de reflexionar sobre temas como el dolor, el sufrimiento y la muerte, que son parte de la vida cotidiana del médico y que, por los motivos antes comentados (45), difícilmente se abordan en el currículo oficial. El contacto con estas cuestiones, aun tratándose de ficción, prepara al médico para enfrentarlas en su día a día (52).

Escuchar atentamente las historias de los pacientes —aun tratándose de aspectos que en apariencia no influyen en la historia clínica— tiene un efecto terapéutico de fácil comprobación. Cuando se expresan los sentimientos, las creencias, la visión del mundo —mediante la palabra hablada— delante de un interlocutor empático y compasivo, o cuando se escribe —en prosa o poesía— el enfermo organiza el caos que la enfermedad provocó (53, 54) y encuentra, muchas veces por sí mismo, las soluciones que no conseguía vislumbrar cuando se sentía solitario, cercado por sus problemas (55).

Saber escuchar es arte que necesita ser practicado con tenacidad. Las historias de los pacientes son más que una enumeración de eventos contados de modo lineal, como ocurre con los síntomas de la enfermedad. Las historias están saturadas de emoción, de sentimientos, y solicitan una interpretación (56). Una misma historia puede ser contada y comprendida de forma diferente por distintas personas (57).

En los escenarios docentes, el compartir las historias —las de los pacientes, y las vivenciadas por los mismos alumnos al atender a los pacientes— favorece el entendimiento amplio del enfermo, pues se combina el conocimiento biomédico con la dimensión personalista que la historia conlleva (58). Cuando se trata de pacientes terminales, y de situaciones complejas, las historias están repletas de abundantes cuestiones éticas. Son historias que piden a gritos ser contadas. En este compartir reflexivo los problemas éticos afloran, las emociones y sentimientos incómodos son integrados con mayor entereza, y las decisiones éticas se abordan con mayor lucidez y eficacia (59).

El efecto benéfico de las narrativas se produce también en los médicos que como testigos compasivos escuchan con atención: se fortalece la relación terapéutica en la práctica clínica. Y cuando son los médicos los que escriben las experiencias vividas con los pacientes, también sus propias emociones se organizan y, colocadas serenamente en su lugar, contribuyen para construir el profesionalismo ético (60).


EDUCAR CON CINE Y MÚSICA: EMOCIONES EN UNA CULTURA DEL ESPECTÁCULO

La cultura de la emoción está intrínsecamente unida a otro elemento integrante del universo del educando: la cultura del espectáculo (61). El estudiante llega hasta el educador anclado en una formación que privilegia la información rápida, el impacto emotivo, la intuición en vez del razonamiento lógico. Y esto no solo en lo que a educación se refiere, sino en el propio modo de ver —casi diríamos de sentir— la vida. Predomina una cultura de la prisa, donde apenas queda espacio para la reflexión. Las personas se refugian en la velocidad, son empujadas a vivir el presente, y por la prisa no consiguen frecuentar el pasado. Un contexto cultural de lo fragmentario, de lo rápido y sensorial, que se traduce en actitudes que priorizan lo inmediato y la impaciencia. Diariamente comprobamos el hábil manejo de teléfonos móviles, Ipad, Tablet, durante las clases y en los momentos más inverosímiles, donde los estudiantes buscan información, actualizan sus redes sociales, se comunican.

En la "cultura del espectáculo" lo sensorial es potenciado porque alcanza directamente al espectador provocando emociones, sin pasar previamente por la comprensión racional. La recompensa emotiva es directa, diferente de la que se obtiene cuando se "comprende un concepto", y después la comprensión provoca la emoción correspondiente. Las emociones derivan de los significantes, sin necesidad de entender los significados, el contenido conceptual. Las respuestas racionales —"estoy de acuerdo o no estoy"— se ven sustituidas por "me gusta o no me gusta", que son respuestas emotivas que el espectáculo despierta.

Contemplar este panorama desde una perspectiva educacional se traduce en una advertencia: la realidad que se nos presenta —saturada de emoción e imagen sensible— no significa que el razonamiento y la comprensión intelectual no sean necesarios para la construcción de los conceptos en el aprendizaje. Continúan siendo tan necesarios como siempre fueron, pero ahora más que nunca queda claro que no son suficientes. Todo indica que, a menudo, habrá que pasar primero por las emociones como una puerta de entrada para posteriores construcciones lógicas y especulativas. El umbral de la sintonía con el estudiante parece estar hoy constituido por emoción e imagen, y quien vive acostumbrado a guiarse por el sentimiento —emociones provocadas por imágenes externas o internas— difícilmente aceptará el razonamiento lógico si la emoción y la imagen no le facilitan el camino.

Lenguaje de emoción en la cultura de la imagen: he aquí una frecuencia en la que es posible sintonizar con el universo del estudiante. Y con estos nuevos registros de comunicación el educador tiene que repensar su postura. Ignorar las emociones sería ingenuidad; temerlas, por abrigar el recelo de una educación superficial, tampoco parece una actitud creativa. Lo mejor, sin duda, será incorporarlas situándolas en el papel donde pueden ser más eficaces: activando el deseo de aprender como elemento de motivación inserido en una cultura moderna.

¿Cómo se opera la metamorfosis del concepto en algo concreto, sensible, al gusto del consumidor universitario actual? Contar historias es uno de los modos posibles. En una cultura del espectáculo, saturada de imágenes, emoción e intuición, lo narrativo también predomina sobre el discurso. Todo se hace historia, ejemplo que nos afecta y se traduce en imágenes. Un terreno fértil que abre posibilidades educativas para dos recursos que encajan en "la cultura del espectáculo": el cine y la música.

Nuestras experiencias educativas con el cine han sido ya ampliamente comentadas en esta revista (62) y en otras publicaciones (63, 64, 65). El cine, despertador de emociones, encaja perfectamente dentro de la cultura del espectáculo.

De modo breve se podría añadir que las discusiones que surgen al contacto con las películas crean un espacio propicio —formal y espontáneo— para una libre discusión de las expectativas, los dilemas y las motivaciones del educando. El cine permite una percepción más clara de su mundo afectivo y se promueve la reflexión. Educar con el cine provoca emociones y, sobre todo, ofrece la posibilidad de contemplarlas, compartirlas, ampararlas en discusión abierta, abriendo caminos para una verdadera reconstrucción afectiva.

Las experiencias educativas que hemos desarrollado con la música (66), que también se encuadran en la cultura del espectáculo, son de inicio más reciente pero novedoso, pues no es un recurso habitualmente utilizado en la educación médica.

La música posee características únicas y es un vehículo privilegiado para expresar los sentimientos. Tiene un enorme poder de evocar y despertar las emociones sin nombrarlas, de modo muchas veces intuitivo. La música potencia, acompaña y expresa los sentimientos. La alegría se canta; la tristeza también (67). La experiencia que tenemos del mundo es, básicamente, emocional. La música es una forma de conocimiento humano, de tonalidad afectiva, y adquiere fuerza educativa. La educación no se resume en transmitir conocimientos sino en un proceso donde germinan sentidos y significados que el educando, con su reflexión, incorpora (68).

La música nos enseña a escuchar, predicado esencial para el médico que debe atender a las palabras del paciente y a los significados encerrados en la forma: cadencia, postura, inflexión, tonalidad. Desde el punto de vista educativo, es de muy fácil manejo, pues permite trabajar con pequeños grupos de alumnos, se puede tocar por diversos medios, y consigue transmitir un mensaje en menos de tres minutos (69). Esto permite introducir cuestiones que, abordadas teóricamente, requerirían mucho tiempo: compasión, tristeza, pérdida, cuidado, dignidad. Es un verdadero atajo para provocar emociones.

Estas sugestivas características han guiado nuestras experiencias educativas con la música. Particularmente con música popular, con canciones. La canción es la atractiva simbiosis que resulta de la relación entre la letra y la melodía, y es la melodía la que refuerza el contenido de la letra, produciendo un impacto emotivo peculiar (70). Las experiencias practicadas permiten que el estudiante escuche sus propios sentimientos y los comparta con el profesor y sus colegas. Es un despertar para emociones que estaban adormecidas, olvidadas, quizá desplazadas por una educación predominantemente técnica. Y entre ellas, la motivación profesional que, con el tiempo, se ha ido desgatando como ocurre con la erosión que sufre la empatía.

De repente caí en la cuenta: "¿qué es lo que estoy haciendo aquí, en la facultad?". A mí lo que me gusta es el contacto con las personas... Estoy olvidándolo, volviéndome un teórico. Esto de la música me ha hecho pensar, preguntarme por qué quiero ser médico (comentario de un alumno).

Surgen también las cuestiones vitales, la relación con la familia, el futuro, en fin, los dilemas que todos los jóvenes se plantean y que difícilmente encuentran un espacio formal para discutirse.

Pienso en mi familia, en lo mucho que dejo de verlos. Es como si la vida se me escapase, y cuando me dé cuenta será tarde. Y aquí, en la Facultad, yo que pensaba encontrarme con personas cultas, bien orientadas, y solo veo gente obsesionada con técnica, como si lo humano le sobrase. Y la gente pierde tiempo con la TV, con la Internet, y no leen nada. Una decepción. Menos mal que esta clase con la música me da esperanza (comentario de un alumno).

Y nota que está siendo educado, que lo que aprende con esta experiencia lo construye como médico.

Y después, comentando con los amigos, lo que me pasó aquí en la clase. Las emociones, todo eso. Y veo que con ellos fue igual: "sí —me dijeron—te hace pensar, reflexionar". Menos mal, no me pasó solo a mí (comentario de un alumno).

Lo que nos pasa es que, con la dificultades, los ojos se cansan de ver. La reflexión con la música nos ayuda a notar los detalles. Es algo diferente: nos pasamos la vida escuchando música, pero no de este modo, reflexionando, relacionándolo con nuestra vida, pensando en nuestras experiencias (comentario de un alumno).

Los resultados que la experiencia con la música nos brinda tienen un amplio espectro de posibilidades educativas. La metáfora de las canciones es fácilmente transportada a la vida cotidiana y favorece la resonancia de la esencia humana. Facilita el diálogo entre profesores y alumnos de modo abierto, con espacio para que los dilemas éticos se expresen de modo franco y sincero.

Como cualquier otro recurso educativo, la educación con la música tiene sus limitaciones y fragilidades. Practicarlo de modo habitual exige habilidad, tacto y espacio formal para desarrollarlo. En nuestra experiencia el resultado es positivo porque permite trabajar las emociones vividas y se fomenta la reflexión conjunta, que construye las actitudes que integran el profesionalismo ético.


¿EMOCIONES O VIVENCIAS? EN BUSCA DE LA METODOLOGÍA EFICAZ

La educación moderna que busca la formación integral del médico —el profesional que demuestra competencia científica y perspectiva ética en todas sus acciones— debe construir, por tanto, nuevos paradigmas educativos. Limitarse a transferir información —que está al alcance de la mano, gratis, on line— o adiestrar en algunas técnicas bordea la incompetencia docente. Educar significa promover cambios en el ser y en el hacer de los individuos, y la información por sí sola no cambia a nadie. Lo que provoca el cambio es la interacción que el educando tiene con la información.

Igual que la enfermedad no existe "por sí sola", dado que tratándose de la misma patología cada persona enferma a su modo, revistiéndose de la personalidad de aquel a quien afecta, la competencia profesional —de modo especial en el terreno del profesionalismo y de la ética— no se adquiere por sí misma, acumulando información procedente de clases, cursos, talleres, prácticas y estudio personal de la cantidad ingente de literatura disponible.

De ahí el interés por la innovación docente, específicamente en el arte de la medicina, para conseguir nuevas herramientas que consigan resultados —no únicamente métodos atractivos, centrados en los gustos o las habilidades de los discentes—, partiendo de los objetivos que se quieren conseguir.

Siendo el ser humano eminentemente afectivo, las emociones nos brindan un catalizador de ese proceso interactivo imprescindible para un aprendizaje eficaz. Cuando se reflexiona sobre el éxito de las herramientas que desencadenan emociones (cine, música, narrativas), lo primero que se percibe es que plasman la realidad que se pretende mostrar en instantáneas que llegan a la audiencia y la posicionan de forma inevitable ante lo presentado. Se ha argumentado que se puede estimular el aprendizaje afectivo a través de la evocación de emociones. Es decir, el impacto emocional, además de atrapar la atención de los estudiantes, desencadena la cascada de procesos asociados al aprendizaje.

Esto, que en sí mismo es cierto, probablemente no es la causa principal del impacto educativo, por ejemplo, del cine como recurso pedagógico. Veamos: las mismas escenas visualizadas fuera del contexto educacional probablemente desencadenen las mismas emociones, pero no el proceso reflexivo que permite la adquisición de competencias. Cuando las escenas se emplean en el contexto educativo, de la mano del docente como facilitador del proceso de aprendizaje, que guía y comenta las escenas de acuerdo a un guion —preestablecido pero flexible porque dependerá de cada grupo discente y sus propias y genuinas interacciones entre sí y con el docente—, consigue, no solo despertar emociones, sino desencadenar vivencias. Esto es: experiencias que alguien vive y que, de alguna manera, entran a formar parte de sí mismo, de su carácter, de su personalidad. ¿Qué mejor manera de comprender un concepto, sobre todo si es complejo, o de captar la esencia de una habilidad, una actitud o la dimensión competencial de un problema que vivenciarla, esto es: aprehenderla viviéndola en primera persona? Obviamente, las vivencias son algo mucho más complejo y constructivo que las emociones, porque asimilándolas o partiendo de ellas implican un proceso integrador de conocimientos, actitudes y afectos reflexionados de modo más o menos inconsciente que permiten adquirir experiencia.

Un ejemplo cinematográfico puede aclarar esta cuestión esencial de emociones y vivencias. Veamos la escena de La habitación de Marvin (71). La hija que, ahora con leucemia, ha gastado su vida cuidando a su padre con demencia, logra distraerlo y calmar su agitación con un juego de luces provocado por un espejo: le llega a arrancar una sonrisa. Mientras tanto, la otra hermana, siempre distante, se aproxima con las medicinas. El impacto de la escena que contempla arranca lágrimas de la protagonista y del espectador. Es en este momento cuando la intervención del docente, que comenta en voz alta la escena, puede transformar la emoción en vivencia. Un comentario que apunta la poca técnica que hace falta para hacer sonreír a un anciano demente y agitado, y lo mucho que exige de compromiso y dedicación. El arte, representado por el juego de luces con el espejo, supera a las medicinas convencionales que la otra hija le trae. La escena, que se contempla en conjunto —la audiencia entra en sintonía con la emoción— provoca conmoción, quizá lágrimas. Pero es la habilidad del docente la que consigue que esa emoción se transforme en vivencia, estimule la reflexión en cada uno, se interiorice. El espectador se preguntará, con razón, ¿qué actitud médica es esta que consigue hacer sonreír a un anciano? Este proceso es el catalizador que, aprovechando el terreno fértil de la emoción, imprime una huella educativa: se genera la vivencia que es puerta abierta para incorporar actitudes estables y duraderas.

Este proceso es el que explica, en la vida, por qué algunas personas maduran antes que otras teniendo las mismas oportunidades vitales. No es el número de experiencias ni la intensidad de las mismas, sino la capacidad de "digerirlas", de transformarlas en vivencias mediante la reflexión interior lo que nos hace crecer como personas y como profesionales. Por eso nos encontramos con jóvenes que demuestran una madurez ejemplar, y con veteranos profesionales que viven todavía una adolescencia afectiva.

No basta, pues, provocar un aluvión de emociones en los escenarios docentes pensando que los sentimientos van a formar actitudes estables. Hay que trabajarlos, conducirlos mediante docentes "enzimáticos" que catalicen la reacción que se cristaliza en vivencias. Algo de esto quería decir Marañón cuando comentaba sobre "el humanismo, ambicioso y al mismo tiempo humilde, que sirve para madurar, para fijar, para hacer prudente y eficaz el instrumento de la profesión" (8).

El conocimiento que se adquiere en sintonía con las emociones —que nos llegan a través del cine, de la música, de las historias de vida con que los pacientes impregnan nuestra cotidianidad— puede forjar las vivencias afectivas; esto es: un conocimiento duradero que, de hecho, nos transforma. Si, finalmente, la reflexión se añade a esta fenomenología práctica de la afectividad, el paradigma educativo moderno surge vigorosamente. Esta sería la función del educador, un verdadero promotor de la cultura que despierta el deseo de aprender, contagia el entusiasmo porque consigue que el estudiante ponga lo mejor de sus esfuerzos al servicio de su propia formación. Salta a la vista la creatividad que se espera de un educador, y su capacidad de adaptación al universo que le cerca. Y esto requiere del maestro flexibilidad, observación, un continuo repensar su postura y su actuación, que se reflejará en las metodologías educacionales empleadas. Porque un educador trabaja con personas, y no solo con ideas. No se puede partir únicamente de las ideas a priori, sino que es necesario adaptarse a las reacciones que estas provocan en el interlocutor. Y aquí surge el nuevo desafío: educar al compás de la flexibilidad. Un desafío que deberá ser enfrentado si se pretende realmente educar.



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