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Psicología desde el Caribe

versão impressa ISSN 0123-417X

Psicol. caribe vol.31 no.1 Barranquilla jan./abr. 2014

 

Legitimación de la violencia en la infancia: un abordaje desde el enfoque ecológico de Bronfenbrenner*

Legitimation of the violence in childhood: an approach based on the ecological perspective of Bronfenbrenner

Marina Martínez González, Ps.**
Claudia Robles Haydar, Ps.**
Leider Utria Utria, Ps.**
José Amar Amar, Ph.D.**
** Universidad del Norte, Barranquilla (Colombia).

* Este artículo es producto de una revisión del estado del arte en el marco del proyecto "Legitimación de la Violencia en la Infancia: Un estudio transcultural con niños y niñas víctimas directas e indirectas de la violencia macrosocial", en la línea estratégica de infancia y juventud de la Universidad del Norte.

Correspondencia: Km 5, antigua vía a Puerto Colombia. Barranquilla (Colombia). maribego73@yahoo.com

Fecha de recepción: 14 de diciembre de 2012
Fecha de aceptación: 22 de agosto de 2013


Resumen

Este trabajo analiza desde el enfoque ecológico del desarrollo humano los diversos contextos en los cuales se presenta la violencia y cómo en ellos se llevan a cabo procesos de legitimación que la perpetúan a lo largo del tiempo, lo cual afecta especialmente a la niñez y las nuevas generaciones. En primer lugar, se dilucida las diferencias entre agresión y violencia, para posteriormente definir el proceso de legitimación desde el contexto histórico, la comunidad, la familia y los medios de comunicación, hasta llegar a la forma como las creencias legitimadoras se facilitan en la cognición infantil. Se analizan las bases psicológicas de la legitimación y los mecanismos mediante los cuales opera, comprendidos a través del concepto de desconexión moral, introducido por Bandura.

Palabras clave: Enfoque ecológico del desarrollo humano, infancia, violencia, legitimación, desconexión moral.


Abstract

This paper analyzes from the ecology of human development, the con-texts in which violence occurs and how the processes of legitimation perpetuate violence over time especially affecting children and future generations. First, it elucidates the differences between aggression and violence, later to define the process of legitimation from the historical context, the community, family and mass media. Finally it is explained how legitimating beliefs are given in infant cognition. It discusses the psychological bases of legitimation and the mechanisms through which it operates, including the concept of moral disengagement introduced by Bandura.

Keywords: The ecology of human development, childhood, violence, legitimation, moral disengagement.


INTRODUCCIÓN

El origen de la violencia ha sido estudiado desde muchas perspectivas y durante mucho tiempo; sin embargo, la connotación negativa que se le atribuye, unida a su prevalencia, la convierte en uno de los problemas sociales más relevantes. Cada vez son más alarmantes las situaciones de violencia en las que se ven involucrados los niños y jóvenes, así como la multiplicidad de formas con las que se ejecutan, facilitadas por la incidencia de nuevos agentes de socialización, nuevas tecnologías, en fin, una nueva dinámica global.

En décadas recientes, decenas de millones de niños se encuentran refugiados por las crecientes olas de violencia que se han recrudecido en el mundo. A ellos se les brindan oportunidades para crecer y prosperar gracias a la intervención de diversas organizaciones que se esfuerzan por garantizarles tratamientos médicos, escuelas o protección. Sin embargo, la vida de muchos de estos niños es muy difícil. De acuerdo con el alto comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados -ACNUR- (2011),

... en la última década más de dos millones de niños han muerto en conflictos armados, seis millones han resultado heridos o mutilados y un millón ha quedado huérfanos. Más de 300.000 niños han sido obligados a convertirse en soldados o en esclavos sexuales. Niños de 87 países viven rodeados por 60 millones de minas terrestres y 10.000 niños al año siguen siendo víctimas de estas armas.

Bajo este panorama, la situación de amenaza de la infancia a nivel mundial es alarmante, especialmente si se considera el impacto psicosocial de vivir en estas circunstancias, así como del inminente riesgo de crecer en un ambiente hostil que pareciera hundirlos en el incesante espiral de violencia y odio, que constituyen una de las barreras más notables para el desarrollo.

Diversas investigaciones han encontrado que la justificación de la violencia juega un papel decisivo en la tendencia a su ejecución (Fernández, 2009; Ayllón, 2009; Fournier, De los Ríos, Orpinas & Piquet-Carneiro 1999), especialmente cuando estas creencias se han fomentado desde la infancia.

En Colombia, los distintos actores del conflicto armado han arremetido de múltiples formas contra los civiles, incluyendo a los niños y niñas que han resultado afectados por la cultura de crimen y violencia en el marco del conflicto y sus nexos con el tráfico de droga (Watchlist on Children and Armed Conflict, 2003). Esto se traduce tanto en las múltiples victimizaciones de las que han sido objeto como en el proceso de convertirse en victimarios.

Hoy, en Colombia la tasa de menores delincuentes, homicidas y/o miembros de los grupos armados al margen de la ley y las bandas criminales es un tema de amplia discusión y preocupación, tanto en términos humanitarios como de ley. La delincuencia infantil y juvenil es más problemática tanto por su configuración presente como por sus consecuencias futuras, además de ser una expresión de la disgregación social (Rodrigues-Breitman, 1994).

Este trabajo parte de la necesidad de explorar aquellos contextos de interacción a partir de los cuales los niños aprenden a justificar y legitimar la utilización de la violencia en sus relaciones cotidianas. El análisis se basa en una postura interaccionista, enmarcada en el enfoque ecológico del desarrollo humano propuesto por Bronfenbrenner (1979).

Esclareciendo conceptos: violencia vs. agresión

El fenómeno de la violencia se ha manifestado a lo largo de la historia de la humanidad, de manera que en el argot popular muchas veces se asume como algo inherente a la naturaleza humana. Esta asunción determinista no solo peca por realizar un abordaje simplista de algo tan complejo, sino que fácilmente lleva al error en las posibles formas de intentar paliar su inusitada presencia en muchas sociedades. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS):

Las imágenes y las descripciones de actos violentos invaden los medios de comunicación. Aparece en las calles y en los hogares, en las escuelas, los lugares de trabajo y otros centros. Es un azote ubicuo que desgarra el tejido comunitario y amenaza la vida, la salud y la felicidad de todos nosotros. Cada año, más de 1,6 millones de personas en todo el mundo pierden la vida violentamente. Por cada persona que muere por causas violentas, muchas más resultan heridas y sufren una diversidad de problemas físicos, sexuales, reproductivos y mentales. (OMS, 2002, p. 1)

Así, la violencia se ha transformado en hecho común, viable y legítimo para resolver conflictos, educar y expresar sentimientos (Larraín, 2002). En su estudio adquiere muchas connotaciones y acepciones, de manera que su definición varía según el ángulo desde el cual se mire. La violencia se ha enfocado a partir de diferentes perspectivas, que van desde su manifestación como alteración individual hasta abordajes más sociológicos que la analizan en su conjunto. Así, predomina la tendencia a formular tantas definiciones de violencia como manifestaciones tiene, de manera que todo es producto de la violencia y la responsabilidad es de todos y de nadie (Del Olmo, 2000).

Muchas comunidades académicas se refieren indistintamente a los conceptos de agresión y violencia, pese a que no significan lo mismo. De acuerdo con Lorenz (2005), la agresión es un instinto fisiológico, que no se distingue de cualquier otro instinto y que en condiciones naturales puede apuntar a la conservación de la vida y de la especie. La violencia, lejos de ser un instinto natural, responde a un acto deliberado, que implica el uso de la fuerza de forma intencional para lastimar a otros (Loza & Frisando, 2010; Reidy, Shelley-Tremblay & Lilienfeld, 2011; Navarro, 2009; Anderson & Bushman, 2002). La diferencia entre ambos conceptos no es de forma sino de fondo, y radica en la connotación simbólica y cultural que adquiere la última. Mientras la agresión es inherente a la especie, la violencia es aprendida (Bandura, Ross & Ross, 1963). La agresión vendría a constituir la operacionalización de la violencia, su manifestación concreta contra alguien en un determinado momento. La violencia, por su parte, es un concepto más amplio que da cuenta del entramado justificador del acto agresor, el cual se arraiga en la construcción simbólica que se ha hecho del mismo en un determinado contexto sociocultural.

Otra dificultad en el estudio de la violencia radica en que generalmente es analizada en el marco de una relación diádica entre el agresor y la víctima, aislándolos de los fenómenos a su alrededor, pese a que la violencia tiene manifestaciones e implicaciones psicológicas y emocionales que deben estudiarse dentro de las condiciones grupales y sociales en que se desenvuelve (Araújo & Díaz, 2000). Considerar los fenómenos psicológicos dentro de determinados marcos sociales que disponen de sistemas de comunicación y distribución de conocimientos, afectos y valores proporciona un enfoque apropiado para la comprensión del origen y el desarrollo de las conductas de violencia interpersonal, como respuesta a experiencias de socialización, especialmente desde la infancia, que en lugar de proveer afectos positivos y empatía personal promueven la rivalidad y el odio (Ccoicca, 2010).

La violencia desde el modelo ecológico y sociocultural

Muchos de los estudios desarrollados sobre la violencia no han considerado cómo el infante se ajusta a una amplia variedad de sistemas sociales, que van desde la familia y el grupo de iguales hasta la comunidad y la cultura. Cada una de estas fuentes de influencia necesita ser estudiada, pero interrelacionadas entre sí, para conformar un análisis social mul-tifactorial en el que la variedad de contextos son reconocidos como elementos importantes para el análisis de la violencia (Toldos, 2002).

La ecología del desarrollo humano comprende el estudio científico de la progresiva acomodación mutua entre un ser humano activo en desarrollo y las propiedades cambiantes de los entornos inmediatos en los que vive la persona en desarrollo, en cuanto este proceso se ve afectado por las relaciones que se establecen entre estos entornos y por los contextos más grandes en los que están incluidos los entornos. (Bronfenbrenner, 1979, p. 40)

Esta perspectiva intenta integrar tres niveles de análisis teórico: el individuo, el nivel socio-psicológico y el nivel sociocultural (Toldos, 2002). Este modelo concibe las interacciones en sistemas concéntricos, que afectan directa o indirectamente el desarrollo de las personas: a) el microsistema, nivel más interno, contiene a la persona y sus relaciones interpersonales directas; b) el mesosistema, constituido por las interrelaciones de dos o más sistemas en que la persona (parientes, vecinos, amigos); c) el exo-sistema abarca los espacios cuyo influjo llega a los entornos propios de la persona (la escuela, el hospital, etc.); d) el macrosistema, que alude a la influencia de factores culturales y del momento histórico-social (Bronfenbrener, 1979). La conducta surge en función del intercambio de la persona con el ambiente, en esos múltiples niveles de interacción recíproca. Bajo esta asunción se reconoce que los niños pueden estar influenciados por la comunidad, y no solo por la unidad familiar, al mismo tiempo que tanto los niños como los adultos tienen vínculos con las fuentes culturales de una sociedad (Toldos, 2002).

Desde el modelo ecológico de Bronfenbrenner, la violencia se contempla como un fenómeno relacional en el que convergen variables desde lo individual hasta lo macrosocial, en consideración de su presente y de su historia (Galdames & Arón, 2007). De acuerdo con las autoras, este modelo posee gran valor heurístico, pues además de ayudar a la comprensión de los distintos elementos que participan en la construcción de la violencia y en su perpetuación, también permite sostener modelos de intervención en torno al problema. El modelo ecológico permite visualizar el rol de los otros, de manera que "la dinámica de la violencia deja de ser 'abusador - víctima' para incluir a 'los otros' que por alguna forma de legitimación perpetúan el problema" (Galdames & Arón, 2007, p. 16).

Las distintas formas de violencia, que van desde el ámbito más privado hasta el más público, aparecen concatenadas entre sí por el entramado justificador del acto violento, construido socialmente en la interacción que se presenta en los distintos niveles de relación de los sistemas sociales. A su vez, estas son legitimadas en cada uno de los escenarios de relación del sujeto, de acuerdo con el tipo de violencia específica que experimenta directa o indirectamente.

Legitimación de la violencia

El término "legitimación" proviene etimológicamente del latín kgitimus. Se refiere a un hecho establecido acorde con la ley o el derecho, aplicable a aquello que es lícito, justo y que no puede censurarse (Moliner, 1986). Es empleado como sinónimo de 'justificación', 'autentificación' o habilitación (Robles, 1984). Este término ha cobrado gran interés para las ciencias sociales, y actualmente para la psicología, pues se ha empleado para analizar aspectos tan diversos como el poder, la autoridad, la obediencia destructiva, la violencia política, la relación entre individuo y Estado y la protesta social, entre otros (Barreto, Borja, Serrano & López, 2009).

Aplicado a la violencia, el concepto de legitimación se refiere a aquellos elementos normativos creados y validados culturalmente por los que en determinadas situaciones el uso de la violencia puede ser aceptado, considerado justo o bien empleado (Fernández, 2009). Muchos grupos promueven un discurso social que prepara y mantiene a sus miembros y a sectores específicos de la sociedad con la disposición para cometer y justificar acciones reprensibles, como asesinatos indiscriminados, detenciones e inclusive genocidios (Barreto et al., 2009). Bajo los supuestos de defensa, justicia, o educación de los hijos, la violencia puede considerarse una respuesta apropiada y necesaria. La violencia también es valorada como justa cuando el que la ejerce ostenta un poder reconocido como legítimo y representa una autoridad. También es legitimada cuando la intencionalidad de hacer daño no es reconocida o se trata del último recurso para ejercer un derecho. Finalmente, la violencia puede considerarse legítima cuando es proporcional a la situación que la origina (Fernández, 2009). Algunas manifestaciones de violencia se encuentran muy legitimadas en nuestra sociedad, enmarcándose en el terreno de lo característicamente humano, de lo inevitable, de lo cotidiano, instaurándose en la dinámica de las relaciones interpersonales (Fernández, Domínguez, Revilla & Anagnostou, 2004). A continuación se analiza el proceso de legitimación de la violencia desde los distintos niveles de interacción, para llegar finalmente al sujeto como centro del desarrollo desde el enfoque de Bronfenbrenner.

Legitimación de la violencia en contextos de histórica victimización

En aquellas naciones que históricamente han sido golpeadas por distintas manifestaciones de violencia, esta adquiere una dimensión colectiva porque trasciende el ámbito de lo privado y tiene un impacto en numerosos grupos humanos que constituyen sus principales víctimas. De acuerdo con Moser (1998), a partir de la última década del siglo XX la violencia en Colombia pasó de ser un conflicto marginal a transformarse en una condición generalizada, presente en la vida cotidiana de la mayor parte de los colombianos, de manera que sus efectos trascienden al sufrimiento de las víctimas y son considerados una amenaza para el desarrollo del país (Moser, 1998).

No es interés de esta discusión responder a las causas de la violencia en Colombia, pero sí analizar cómo esta situación incide en la forma como las personas construyen subjetivamente su forma de relacionarse, y en este sentido, cómo esa generalización de la violencia en el contexto facilita su legitimación, incluso desde la infancia.

A través de la historia se construyen actitudes y creencias socialmente compartidas que se encuentran relacionadas con los roles y las conductas agresivas que asumen las personas. En los estudios sobre la violencia se han destacado las creencias de las personas como invisibilizadoras y legitimadoras de los sistemas en los cuales emerge, las cuales actuarían como factor de riesgo y perpetuación de los modelos de violencia (Gal-dames & Arón, 2007; Martín-Baró, 2003).

El concepto de creencia se ha definido como una convicción u opinión tomada como verdadera, sin necesidad de pruebas o confirmación lógica, subrayándose su rol en el traspaso del bagaje cultural de padres a hijos, de manera que resultan sostenedoras de algunas dimensiones de la cultura (Galdames & Arón, 2007).

Las creencias como estructuras se caracterizan por una organización jerárquica en la que prevalece la intensidad y estabilidad de las formaciones más tempranas y originales. Por esta razón, es preocupante cuando son promovidas desde temprana edad. Como estructuras cognitivas activas, surgen en la interacción con el entorno y se componen en sistemas interactivos con otras creencias, que ponen en marcha mecanismos de control homeostático cuando se ven amenazadas, por lo que tienen una alta resistencia al cambio (Galdames & Arón, 2007), más aun cuando se desarrollan en contextos donde la violencia es cotidiana, generalizada y presente por períodos de tiempo prolongados.

Blanco, Caballero y De la Corte (2005), en su propuesta sobre el fondo ideológico de la violencia, presentan los procesos de socialización y las creencias que suelen desempeñar un papel destructivo en las relaciones entre los grupos sociales. Entre estas creencias los autores destacan la sensación de injusticia colectiva, que aparece asociada a una memoria histórica basada en episodios o períodos en los que un grupo fue sometido por otro a discriminación, explotación o maltrato. Esta memoria puede apoyarse en hechos ficticios o verídicos o en una combinación de ambos. Así, los enfrentamientos sociales o políticos violentos y prolongados conllevan a una confrontación de narrativas o análisis históricos contradictorios sobre el origen de los conflictos y sus culpables, "siempre los otros... siempre vinculado a una interpretación victimista de la historia de las relaciones entre ambos" (Blanco et al., 2005, p. 372). Las creencias legitimadoras de la violencia se observan tanto en víctimas como en victimarios, y a su vez, en los terceros (personas que conocen o potencialmente conocen de la agresión). Son consideradas mitos culturales y cumplirían tres funciones principales en la legitimación de la violencia: culpabilizar a la víctima, naturalizar la violencia e impedir que la víctima salga de la situación (Galdames & Arón, 2007).

Algunas creencias que legitiman el uso de la violencia han sido identificadas en la población colombiana y pueden agruparse en tres categorías (Duque, Sierra & Montoya, 2011): 1) la legitimación de la violencia considerándola un mecanismo de protección, 2) la legitimación de la violencia asumiéndola como método de educación, y 3) la legitimación de la violencia tomándola como defensa de la familia y la sociedad. Todas ellas se encuentran presentes en la vida cotidiana de las comunidades y están sustentadas en creencias como "es menos grave cuando matan al que comenzó la pelea"; "si te pegan, pega tu también"; "la gente tiene derecho a hacer justicia por propia mano si las autoridades fallan".

Las creencias tienen un importante papel en la perpetuación de los circuitos de violencia. Sin embargo, falta conocer cómo se organizan dichas creencias, cómo se distribuyen y sostienen en la población, si se asocian con otros factores de riesgo (como el tipo de exposición a contenidos y hechos violentos), así como qué tan susceptibles son al cambio y bajo qué mecanismos operan (Galdames & Arón, 2007).

Legitimación de la violencia en la comunidad

Un informe de la Corporación Latinobarómetro titulado la Seguridad Ciudadana: El problema principal de América latina inicia con una pregunta sentenciosa: ¿Se está transformando América Latina en una región crecientemente más violenta? La respuesta es compleja porque América Latina es una de las regiones más violentas del mundo, así como también la más desigual. A ello se le agrega que hoy la delincuencia es vista como el problema principal de la región. Colombia, El Salvador, Guatemala, Jamaica y Sudáfrica encabezan el listado de países con la mayor cantidad muertes violentas registradas por año, según el informe Global Burden of Armed Violence (Geneve Declaration Secretariat, 2008). Si bien en el siglo pasado la mayoría de las muertes violentas en el país ocurrían en el marco del conflicto sociopolítico, hoy día son más las muertes que se producen por la violencia social difusa. Así, las autoridades señalan que de las 16 554 muertes violentas registradas en 2011, en 12 698 casos no se tiene información (las circunstancias no habían sido esclarecidas); 2226 fueron causadas por violencia interpersonal (intolerancia, riñas, venganzas); 993 por violencia sociopolítica (acción de bandas criminales, grupos insurgentes, acción militar, acción terrorista, asesinato político, enfrentamiento armado, intervención legal, secuestro, violencia contra grupos marginales); 482 ocurrieron por violencia económica (asociadas a distintas formas de hurto); 148 por violencia intrafamiliar (hacia niños, entre pareja o hacia otros familiares) y 7 se presentaron por delitos sexuales (Ricaurte, 2012).

Estas cifras señalan, además, que la violencia en Colombia se ha desplazado del campo a la ciudad, al barrio, al hogar. Se ha vuelto un escenario cotidiano, presenciado por los niños en su entorno de relación inmediato. Algunas investigaciones han encontrado una mayor probabilidad de que los niños varones que presencian abuso en contextos bélicos y no bélicos cometan actos de violencia cuando son adolescentes o adultos, ya sea en el hogar o como parte de grupos organizados (Volpe, 1996). La Organización Mundial de la Salud (2006) señala un aumento notable de las tasas de violencia (tanto de víctimas como de perpetradores) entre jóvenes de 15 años, y ha hecho un llamado para que se adopten medidas para controlar el comportamiento violento antes de los 10 a 15 años.

La comunidad en la que el niño se desarrolla puede tener un efecto profundo en el adulto que llegará a ser. Puede arrastrarlo hacia el crimen, o bien convertirse en una fuente de apoyo social que logre protegerlo de la violencia, la adversidad y el fracaso (Amar, 2000).

La exposición a la violencia comunitaria, entendida como un tipo de violencia interpersonal en la comunidad, que no es cometida por un miembro de la familia y que tiene la intención de causar daño, puede ser un subproducto de distintas circunstancias, que abarca desde el crimen y violencia en el vecindario hasta los conflictos o guerras civiles continuas (Guerra & Dierkhising, 2012).

La inmersión crónica de los niños en una comunidad violenta funciona como un fuerte contexto de aprendizaje del sistema de creencias normativas sobre la violencia, lo que genera una aceptación y normalización de las respuestas violentas. Estas respuestas especialmente se contextualizan en la vida cotidiana, en la comunidad, en la relación con los pares (Galdames & Arón, 2007). El concepto de la legítima defensa, justicia, restablecer la igualdad, son creencias legitimadoras de la violencia con una amplia presencia en la comunidad, que en lugar de buscar la forma de mitigar la aparición de conductas violentas, en ocasiones es un refrendador, un apoyo para la toma de justicia por las propias manos.

Un estudio realizado por la Secretaría General de las Naciones Unidas (ONU, 2006) encontró que aunque se esperaría que la comunidad fuese una fuente de protección y solidaridad para la infancia, también puede ser un lugar de violencia, incluida la violencia entre compañeros, la relacionada con armas de diversa índole, la violencia de las bandas, la violencia de la policía, la violencia física y sexual, los raptos y la trata.

En su interacción con la comunidad, las escuelas constituyen un escenario importante de socialización. No obstante, los entornos educativos sirven en muchos casos de escenarios de legitimación de la violencia cuando, por ejemplo, el comportamiento violento se percibe como un problema menor de disciplina. También se evidencia la falta de coordinación educativa entre padres y profesores y, en ocasiones, inexistencia de comunicación entre ellos. Parece que la actitud de la familia respecto al centro educativo y al profesorado también ha sufrido ciertas modificaciones o, al menos, es una queja extendida la falta de implicación y colaboración de las familias en la educación (Peligero, 2010).

Legitimación de la violencia en la familia

La familia se ha consolidado como el espacio privilegiado para el crecimiento, el aprendizaje y la transmisión de los contenidos sociales y culturales del lugar donde se nace (Abela, 2003; Eguiluz, 2003; Shafer, 2002). Su influencia en el desarrollo de la personalidad y el autoconcepto de cualquier individuo es innegable, pese a las múltiples transformaciones históricas que aún continúan y la proliferación de los medios masivos de comunicación como agencias socializadoras.

El microsistema familiar es el encargado de introducir la sociedad en el individuo y al individuo en la sociedad (Cortés, 2009); es allí donde se definen los patrones de comportamiento y la personalidad básica del infante. También se crea toda la serie de relaciones de dependencia, apego, afecto e intimidad, que permiten una mayor transmisión de las actitudes y valores (Amar, Abello & Tirado, 2004; Abela, 2003). Lo que promueve la familia tiene una mayor influencia en el niño que aquello que se exprese en otros contextos, como por ejemplo, la escuela (Ruiz, Ropero, Amar & Amarís, 2003; Cortés, 2009; Ortega & Mínguez, 2004). Las relaciones que se crean entre padres e hijos representan un contexto de intercambio comunicativo, social y emocional permanente, cuya naturaleza suele reflejar el modo en que unos y otros interpretan la vida, las cogniciones, pensamientos, sentimientos y afectos fundamentales (Unicef, 2003). Las dificultades de los padres y sus pensamientos se reflejan inevitablemente en el niño, a veces con resultados patológicos (Sharp, 1999; Amar & Martínez, 2011).

Así, la familia juega un doble papel: puede ser fuente de bienestar o caldo de cultivo para la aparición de problemas de conducta y desajuste entre sus miembros (Musito, Estévez, Jiménez & Herrero, 2007; Ruiz et al., 2003). En muchas ocasiones los mismos padres colocan a sus hijos en una posición de desventaja frente a la sociedad, generando en ellos sentimientos contradictorios que generan una conducta agresiva contra el otro (Mora, Álvarez, Isaza, Agudelo, Ospina & Posada, 2009).

Los modelos de conducta que ofrecen los padres, los refuerzos que proporcionan al comportamiento de sus hijos facilitan el aprendizaje de conductas violentas o respetuosas con los demás (Ortega & Mínguez, 2004). Los niños que están continuamente expuestos a situaciones de violencia en su propia familia probablemente aprenderán a conceptua-lizar el mundo como un lugar inseguro y hostil, y aprenden que la única vía para hacer frente a la victimización es justificando y recurriendo a la violencia (Toldos, 2002). Son diversas las investigaciones que demuestran la transmisión generacional de la violencia, derivada fundamentalmente de experiencias tempranas (Gómez & De Paul, 2003; Salas, 2005; Amar & Berdugo, 2006).

Un estudio llevado a cabo con 1681 estudiantes universitarios evidenció que los jóvenes que fueron expuestos a maltrato físico o psicológico en la infancia o fueron espectadores de violencia interparental presentaron mayor tendencia a agredir a sus padres y a perpetrar el mismo tipo de violencia a la que fueron expuestos, ya fuera psicológica o física (Gá-mez-Guadix & Calvete, 2012). Lo cual traduce que las víctimas pueden ser propensos a convertirse en victimarios (Cerezo, 2006; Zabaraín & Sánchez, 2009).

La legitimación de la violencia en la infancia, desde el contexto familiar, se produce, por ejemplo, cuando en presencia de conflicto entre iguales y agresión entre niños, los padres responden con poca objetividad, evaluando la situación de tal manera que muestren favorabilidad ante sus propios hijos o bien utilizando métodos autoritarios que no promueven la reflexión (Chaux, 2002). Ante el argumento de la legítima defensa, muchos padres instan a sus hijos a perpetrar actos violentos contra sus compañeros de clase o amigos (Ayllón, 2009). Se persigue que estos niños utilicen la violencia como método de solución de conflictos y se deja a ellos el criterio de decidir cuándo es necesaria, así como qué tipo de violencia ejercer.

De igual forma, se encuentra que en las familias se ha legitimado el uso de actos violentos, como golpes, gritos y amenazas, en las relaciones entre padres e hijos; actos que son aceptados como una forma natural de corregir comportamientos, solucionar conflictos e incluso interactuar en la cotidianeidad (Mora et al., 2009). Un estudio llevado a cabo por Estévez, Murgui, Moreno y Musitu (2007), que pretendía encontrar la relación entre factores familiares y escolares, la actitud hacia la autoridad y la conducta violenta del adolescente, permitió identificar que existe una estrecha relación entre las formas de comunicación establecidas con el padre y la manifestación de conductas violentas en los adolescentes.

Otra forma de violencia que se puede evidenciar en el hogar es la violencia psicológica, que tiende a ser menos reconocida que la violencia física, como una forma de vulneración a los derechos de la infancia. Su legitimación se produce con más facilidad, pues no se golpea físicamente a los niños, de manera que se minimizan sus efectos por ser menos concretos, más indirectos y diferidos en el tiempo (Galdames & Arón, 2007); sin embargo, este tipo de violencia genera en los niños sentimientos de inferioridad, timidez, angustia y fracaso escolar (Prieto & Carrillo, 2009), aspectos que a su vez han sido catalogados como predictores de conducta delictiva durante la adolescencia (Chan, 2006; Musitu et al., 2007; Arce, Seijo, Fariña & Mohamed-Mohand, 2010).

De acuerdo con Barudy (1998), las creencias paternales y sociales que aluden a la buena crianza en muchas ocasiones asumen que los niños pueden ser manejados según la libre elección de los padres, validando la violencia como medio para el aprendizaje, legitimándose el abuso como una forma de obtener el bienestar del dominado. Si a esto se le suman las dificultades propias de la crianza de los hijos, estos llegan a ser vistos como una amenaza para los padres, que asumen la posición de "defensa" ante sus hijos "problemáticos", teniendo derecho a "vengarse" de ellos (Galdames & Arón, 2007). Esto es especialmente preocupante en los contextos de pobreza, donde las familias enfrentan graves crisis, como desempleo y desplazamiento forzoso, circunstancias que generan en los adultos tensión e inestabilidad emocional que los conduce fácilmente a reaccionar de manera violenta y poco reflexiva a los comportamientos disruptivos de los niños (Aguirre, 2002).

La legitimación de la violencia en los medios masivos de comunicación

La violencia también puede asociarse con los medios de difusión y las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones (ONU, 2006). La excesiva exposición que en la actualidad tienen los niños a nuevos agentes de socialización, favorecidos por la aparición de nuevas tecnologías de la información y la comunicación, otorga también nuevas formas de legitimación de la violencia. El manejo de las comunicaciones de masas muestra coincidencias en la forma en que ocurre la legitimación de los actos violentos (diarios, noticieros, discursos políticos) (Galda-mes & Arón, 2007). Los argumentos ofrecidos a la audiencia enfatizan el grado de responsabilidad de las víctimas en la situación de violencia, desviando la atención y dejando de lado su sufrimiento o impidiendo el reconocimiento de estas como personas inocentes (Sabucedo, Blanco & De la Corte, 2003).

La televisión se ha convertido en un instrumento poderoso de legitimación o deslegitimación de las acciones sociales, incluyendo la violencia, no solo la violencia que se presenta en las películas o en las series, sino de la cantidad de violencia real de la que da cuenta (Fernández et al., 2004). Así, la transmisión de la legitimación de la violencia es un fenómeno tan complejo como la misma violencia (Ayllón, 2009). La recepción del contenido violento, sea de forma directa (como por ejemplo, los niños que han sido víctimas del conflicto colombiano) o indirecta (aquellos que han recibido al información a través de los medios), hace mella desde muy temprana edad en los niños y va configurando sus creencias sobre las formas relacionales socialmente aceptadas en su entorno. El efecto socializador de los medios masivos es dilapidador, en especial para los espectadores con poca capacidad crítica como lo son los más pequeños; así, la construcción social de la realidad está mediada en gran parte por la imagen de mundo que refieren los medios, debido a lo cual se genera una representación de la realidad con connotaciones profundas en la futura conducta social (Abela, 2003). La televisión interviene en la elaboración de significados sociales y culturales que guían las conductas, enseñan a los niños que la conducta agresiva es un medio eficaz para resolver los conflictos y las poblaciones de alto riesgo son más vulnerables a determinados contenidos televisivos (Toldos, 2002).

Diversas investigaciones han confirmado que los niños con preferencias por programas violentos son más violentos que sus iguales y se involucran en más actividades violentas cuando son adultos. Por ejemplo, algunos autores han encontrado correlaciones positivas entre el tiempo de exposición a la televisión y el nivel de agresión en infantes de distinto sexo y etnia (García & Ramos, 2012). Asimismo, un estudio longitudinal encontró relaciones entre la aparición de la televisión y el aumento periódico en la tasa de homicidios, cuya tasa se doblaba 10 o 15 años después, cuando los niños expuestos alcanzaban la madurez (Ramírez, 2007).

Los efectos de la televisión están en función de la calidad de las relaciones que se establecen con las personas significativas; algunos de estos han sido señalados por Bringas, Rodríguez y Díaz (2004): 1) aprendizaje de conductas agresivas, 2) desensibilización ante la violencia, y 3) temor a convertirse en una víctima. En el primer caso es bien conocida la manera en que los niños aprenden por observación y adoptan las conductas y actitudes agresivas que observan; asimismo, debido a un proceso de habituación, entre más violencia vea un niño en la televisión, mayor insensibilidad mostrará ante la misma; finalmente, el temor a ser una víctima también podría generar en los niños una actitud defensiva y hostil contra sus compañeros.

Esto es coherente con los estudios que demuestran que la exposición a la violencia en televisión se asocia con aceptación de la violencia como elemento inherente a las relaciones interpersonales; en los niños, los resultados indican que estos reproducen la violencia que ven en los medios de comunicación, aprenden a ser más tolerantes con la agresión e inventan nuevas formas de agresión no modeladas (Henao, 2005). Asimismo, estos niños podrían ser menos sensibles al dolor y al sufrimiento humanos (Zapata, 2002).

Es preciso reconocer que en la actualidad la televisión pasa más horas con los niños que sus padres, maestros o cuidadores a cargo; esta constituye la baby sister permanente (Abela, 2003); baby sister que reproduce y financia algunas de las peores formas de crueldad humana, y cuyos actos violentos pueden ser justificados y recompensados (Bandura, 2002). De hecho, en la televisión se libran frecuentes ejemplos de batallas políticas y tendencias que favorecen las creencias legitimadoras de la violencia como la justificación y el lenguaje eufemístico o encubridor (Bandura, 1991).

La legitimación de la violencia como proceso psicológico: desconexión moral

El hecho agresivo que acompaña a la conducta violenta genera malestar, sensación de culpa al entrar en contradicción con los valores generalmente promovidos en el proceso de socialización. Para poder ser legitimada, la violencia requiere de la puesta en marcha de una serie de mecanismos psicológicos que le permiten al sujeto desconectarse de sus principios morales; a estos mecanismos se los engloba con el nombre de "desconexión moral" y se basan en el precepto de que las transgresiones y actos inhumanos no constituyen fallas en el ejercicio del control personal, sino, más bien, la puesta en marcha de una moral eficaz que sirve a una ideología malvada (Bandura, 1996).

La desconexión moral permite a los individuos actuar de forma contraria a sus juicios éticos, basándose en argumentaciones lógicas que justifican las conductas reprochables y salvaguardan al sujeto de sentimientos censuradores como la vergüenza y la culpa (Bandura, Barbanelli, Caprara & Pastorelli, 1996; Ortega, Sánchez & Menesini, 2002), y les permite además mantener intacto su autoconcepto (Fernández, 2009).

De acuerdo con Lera (2002), esto ocurre por la forma en que opera la moral. A través de un sistema de autorregulación, la persona puede ajustar su propia conducta: reaccionando positivamente si esta encaja con sus preceptos morales o con disonancia si no lo hace. Notablemente, el sistema de autorregulación interno no funciona invariablemente, ni siempre se activa, más bien existen diversos mecanismos psicológicos por las cuales las auto-reacciones del individuo pueden ser desactivadas, permitiendo así la desconexión selectiva de marcos conceptuales éticos, a través de los mecanismos de desconexión moral (Ortega et al., 2002). Estos mecanismos reestructuran la interpretación de la propia conducta, minimizando los efectos del comportamiento y permitiendo al sujeto mantener intactos sus principios y criterios morales, evitando las auto-sanciones y la experiencia de conflicto moral (Ortega et al., 2002). Estos mecanismos operan en cuatro niveles: 1) conducta dañina, 2) relación entre la persona y sus efectos, 3) consecuencias, y 4) víctima (Bandura, 1990 y 1991; Detert, Treviño, & Sweitzer, 2008).

1. Conducta dañina: los mecanismos que operan sobre la conducta dañina son ¡a justificación moral, el lenguaje eiufemístico y la comparaáón ventajosa. Estos son capaces de transformar cognitivamente una conducta vil en una buena acción.

2. Relación entre la persona y sus efectos: estos mecanismos enmascaran la responsabilidad personal en los hechos. Estos son: desplazamiento de la responsabilidad y la difusión de la responsabilidad.

3. Consecuencias: estos mecanismos actúan sobre las consecuencias de la conducta nociva, ya sea minimizándolas, ignorándolas o distorsionándolas, a través de la distorsión de las consecuencias.

4. Víctima: el último grupo de mecanismos opera sobre los receptores de la conducta dañina, a través de deshumanizar a la víctima y culpar a la víctima.

El uso de la justificación moral liga la conducta reprensible con un propósito ético o heroico, convirtiendo algo punible en honorable, de allí el dicho el "fin justifica los medios". La etiquetación eufemística, por su parte, hace uso del lenguaje para suavizar las acciones; por ejemplo, la utilización del término "broma" o "cosa de niños" para referirse a un acto de agresión, o bien el término "limpieza social" en lugar de "matanza". La comparación ventajosa consiste en contrastar la mala acción con una de peor índole, con el objetivo de evaluarse o ser evaluado menos negativamente (Bandura, 1990 y 1991).

La transferencia de responsabilidad se presenta cuando se considera a otro responsable de las acciones propias; es común, por ejemplo, cuando una autoridad ordena al subordinado cometer la acción dañina, y la persona ve su acción como producto de una orden o de la presión social (Osofsky, Bandura & Zimbardo, 2005). La difusión de la responsabilidad aparece cuando varias personas participan de un acto punible, de manera que a mayor cantidad de personas involucradas menor sensación de responsabilidad individual, en especial si toda la conducta dañina fue dividida en pequeñas conductas inofensivas que resultan perjudiciales en su totalidad (Gibbs, 2003). La distorsión de las consecuencias ocurre cuando los resultados negativos de la conducta son negados, no reconocidos o minimizados; así se desacredita la evidencia del daño. En el último grupo de mecanismos al culpar a la víctima se la observa como causante de la respuesta violenta, y como tal, merecedora de la misma. Finalmente, al deshumanizar a la víctima se la despoja de sus cualidades humanas, de manera que las acciones en su contra se ejecutan contra algo sin importancia o despreciable, por ende, se bloquea la empatía, las reacciones emocionales y la percepción de similitud (Bussey & Bandura, 1999).

La desconexión moral se ha encontrado en diversos grupos etarios, incluyendo los niños. La propensión hacia la desconexión moral es independiente del estrato socioeconómico, la edad y el estatus familiar; únicamente el sexo señala que los niños son más desvinculadores que las niñas, aunque estas diferencias se manifiestan después de los primeros años de vida (Bandura et al., 1996). Los niños más desvinculadores son menos prosociales, más hostiles, irascibles y tienden a comprometerse en actividades agresivas o delincuenciales. Así, la desconexión moral se considera un riesgo para la conducta antisocial tanto en adultos como en niños (Hyde, Shaw & Moilanen, 2010). La importancia del estudio de la desconexión moral en la niñez radica en la progresión de dicha conducta, pues el proceso de desconexión es gradual. Luego de repetidas promulgaciones de la conducta dañina, la persona puede tolerar cada vez mayor crueldad con una menor cuota de incomodidad (Hymel, Rocke-Henderson & Bonano, 2005). La desconexión moral sirve a la desinhibición personal, los actos negativos se vuelven más probables, debido a que la persona se libera de la culpa potencial; asimismo, estos mecanismos no solamente influyen legitimando la conducta violenta o agresiva, sino que también contribuyen a la propensión a la agresión a través de la reducción de la conducta prosocial y la culpa anticipada (Hymel et al., 2005). Una vez que la persona se ha convencido de que su comportamiento no es censurable o no es tan negativo, tiene pocas probabilidades de enmendar, de reparar el daño, de sentir vergüenza, culpa y aprender de sus acciones.

Otro aspecto importante de la desconexión moral consiste en que también ejerce su influencia sobre los otros. Los espectadores de actos imputables en muchas ocasiones no reaccionan; por ejemplo, en el caso del maltrato escolar, los observadores están presentes en un 85 a 88 % de los ataques; sin embargo, en la mayoría de los casos los otros no intervienen a favor de las víctimas (Hymel et al., 2005). Esto se debe a que los espectadores también pueden estar influidos por los mismos mecanismos de defensa que legitiman las acciones del agresor. En general, el concepto de desconexión moral permite un conocimiento de cómo se instauran las creencias legitimadoras de violencia en la mente de los individuos: adultos y niños; este concepto permite explicar desde crímenes de guerra hasta actos como gritar, manipular, acosar, englobando conductas como agresión verbal, agresión física, robar, mentir, y por supuesto, destruir (Barnes & Leavitt, 2010).

conclusiones

El conocimiento producido en relación con el desarrollo humano, especialmente durante la infancia, y las consideraciones legales involucradas ha evolucionado; en tal sentido, en 1989 se logró el reconocimiento de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño. Sin embargo, aún persiste el maltrato infantil como un problema grave que no ha logrado ser erradicado de nuestra sociedad. Pese a que nos encontramos muy lejos de la representación de la infancia que imperaba en la Antigüedad, en todo el mundo millones de niños y niñas son sometidos a las peores formas de abuso y reciben muy poca o ninguna protección. Ahora bien, tal como se ha planteado a lo largo de este escrito, no solo es preocupante la situación de victimización a la cual aún son sometidos los niños y niñas alrededor del mundo, sino las formas como ellos van construyendo en esos contextos de violencia un significado del mundo en el que las relaciones no encuentran otra forma de expresión que la misma violencia.

Los niños, por ser los seres más vulnerables, dependen de sus familias para recibir la protección y el cuidado necesarios para la supervivencia y el desarrollo. Pero si en ese espacio de socialización encuentran desde el inicio de su vida que la utilización de la violencia ejercida contra ellos es una forma de garantizar su bienestar, y a su vez, encuentran en su entorno social más amplio la constante legitimación de la violencia como herramienta instrumental para alcanzar los fines de quienes detentan el poder para hacerlo, corren el riesgo de seguir reproduciendo los patrones de violencia en sus relaciones cotidianas y en la sociedad que constituirán en la adultez.

Esto no solo se ve en la familia, sino en la comunidad, en la escuela, en la calle, en la televisión y en muchos de los espacios en los que el niño va creciendo y marcando sus pautas de interacción. Los ambientes violentos, independientemente de su naturaleza, tienen importantes repercusiones en el desarrollo de la personalidad futura y las creencias y actitudes de los niños.

Debido a los cambios que se están generando en el proceso de socialización, la aparición de nuevos agentes socializadores, y en general una transformación rápida y radical en las formas de relación de la época, es difícil delimitar quién tiene mayor peso en la legitimación de la violencia en la infancia. Sin lugar a dudas, existe una rotunda asociación causal entre los ambientes, la violencia infantil y la delincuencia juvenil, que se hace cada vez más notable en cada uno de los entornos donde se desarrollan.

Es un reto para la sociedad, las políticas públicas, la familia, los medios de comunicación, las escuelas, y demás espacios de interacción, examinar la forma como se trasmiten mensajes que llegan a los infantes en relación con las maneras de resolver conflictos y convivir con los demás. Esto con el fin de contribuir a una sociedad más pacífica, pues unas saludables prácticas parentales o una educación en valores pueden amortiguar los efectos generados en la cognición infantil que ha estado directa o indirectamente en contacto con entornos hostiles donde se promueve la violencia.


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