SUMARIO.
Introducción. I. La protección de la confianza razonable en el derecho de los contratos. A. Justificación dogmática: una noción más técnica y amplia que la buena fe. B. Naturaleza jurídica: ¿criterio reequilibrador del contrato o principio contractual? C. Una mirada al código civil chileno. II. La relevancia de la confianza razonable en la tutela de ciertas anomalías o disconformidades acaecidas en el iter contractual. A. La indemnización de daños por ruptura injustificada de las tratativas preliminares. B. La subsistencia del contrato derivada de la asignación del riesgo de la información defectuosa al errans. c. La integración publicitaria derivada de la disconformidad entre la publicidad engañosa y el contrato celebrado. Conclusiones. Referencias.
Introducción
Desde hace prácticamente dos décadas la dogmática española ha emprendido la ardua tarea de modernizar el derecho de obligaciones y contratos1, siguiendo como modelo los diferentes instrumentos de armonización de derecho contractual vigentes en esa época, representados por los Principios UNIDROIT sobre contratos comerciales Internacionales (PICC) y los Principios de Derecho Contractual Europeo (PECL), a los que se fueron sumando el Marco Común de Referencia (MCR), la Propuesta de Modernización del derecho de obligaciones y contratos española (PME)2, la propuesta de código civil relativa a los Libros Quinto y sexto elaborada por la Asociación de Profesores de Derecho Civil (PAPDC, España)3 y, recientemente, los principios Latinoamericanos de Derecho de Contratos (PLDC)4. Un fenómeno similar se advierte en el derecho francés que, tras los fallidos Proyectos Catala, Terré y Chancellerie, finalmente arribó a una reforma definitiva en materia de obligaciones y contratos en general a través de la Ordenanza n.° 2016-131 del 10 de febrero de 2016 que modificó el Code5.
Como es bien sabido, esta modernización no solo instaló en la fase precontractual el debido equilibrio entre la libertad de contratación y los principios de buena fe y lealtad negocial, sino también la existencia de deberes precontractuales de lealtad, información, confidencialidad, conservación y custodia, ausentes en los códigos decimonónicos6. En la etapa contractual, en cambio, introdujo una noción amplia y neutra de incumplimiento, articulada en torno al interés del acreedor7, permitiéndole acudir a los diversos medios de tutela existentes en dicha fase.
Sin embargo, también incorporó una premisa que ha pasado un tanto desapercibida, según la cual debe protegerse u honrarse la confianza legítima o razonable generada por uno de los contratantes en el otro, sacrificando, como explica Díez-Picazo8, el interés de quien, a partir de una determinada situación jurídica, objetivamente ha creado o mantenido dicha confianza. Esta premisa revela la existencia de un conflicto de intereses que debe resolverse en favor de aquel que merezca ser protegido jurídicamente. En efecto, de un lado se encuentra el interés de quien genera esa apariencia y, de otro, el interés de quien ha confiado razonablemente en ella. Así acontece, como tendremos ocasión de analizar, tratándose de la ruptura injustificada de las tratativas preliminares, la concepción del error como un dispositivo de distribución de riesgos de la información defectuosa y la integración de la publicidad engañosa al contrato.
La protección de la confianza constituye un criterio de ponderación que se ha elevado a la categoría de fuente de obligaciones autónoma9 en la doctrina italiana. E incluso a un principio contractual en esta y en la dogmática argentina10. Ha sido precisamente dicha naturaleza la que se le ha atribuido en otras parcelas de nuestro ordenamiento jurídico, como el derecho administrativo y el derecho de consumo, adquiriendo independencia respecto de la buena fe. Con todo, su formulación dogmática en sede civil no ha sido mayormente abordada entre nosotros11, en circunstancias en las que se trata de una tutela que no es ajena al derecho clásico de contratos. Así lo revelan, entre otros, el efecto validante del error común, el matrimonio nulo putativo y el pago hecho de buena fe al poseedor del crédito, pues la apariencia que tales figuras conllevan es la contrapartida de la confianza que esta genera. Tampoco se ha determinado, hasta ahora, su naturaleza jurídica, en circunstancias en las que, como lo examinaremos en la parte final de esta investigación, la protección de la confianza razonable ha sido invocada por la doctrina y la jurisprudencia chilenas recientes para justificar la tutela de ciertas anomalías o disconformidades acaecidas durante la fase precontractual y contractual.
Nuestro objetivo, entonces, consiste en determinar cuál es la justificación dogmática del recurso a la confianza razonable en el derecho de contratos, precisar si esta constituye un simple criterio de resolución de conflictos o un principio contractual distinto e independiente de la buena fe que debe formularse como tal, y dilucidar la importancia de efectuar esta precisión en ordenamientos jurídicos que, como el chileno, pertenecen al civil law y en el que el recurso a la buena fe debería ser suficiente. Para alcanzarlo dividiremos este artículo en dos secciones. En primer lugar, abordaremos su análisis desde la perspectiva del derecho privado, con el propósito de dotarla de un contenido dogmático específico y determinar cuál es su naturaleza jurídica (I). A continuación, analizaremos su relevancia en el iter contractual a partir de las anomalías o disconformidades que ella permite tutelar, explorando a tal efecto la doctrina y la jurisprudencia chilenas (II). Examinados tales tópicos, se formularán las conclusiones.
I. La protección de la confianza razonable en el derecho de contratos
Una revisión del derecho de contratos permite constatar que durante las últimas dos décadas se ha producido un ensanchamiento de los principios contractuales, agregándose a la autonomía de la voluntad -tanto en la formación del contrato (consensualismo y libertad contractual) como en su ejecución (fuerza obligatoria y efecto relativo)- y a la buena fe otros más modernos que no solo se perfilan como especiales manifestaciones de esta última sino también de la equidad, alcanzado independencia respecto de aquellas.
Es el caso de los principios de autodeterminación y autorresponsabilidad, neo-formalismo, equidad en los contratos, seguridad, confianza, justicia y equivalencia de las prestaciones12. De todos ellos han cobrado relevancia en el último tiempo el principio de justicia y equivalencia de las prestaciones y la tutela de la confianza, agregándose la razonabilidad. Según el primero, formulado modernamente bajo la denominación de principio de equilibrio contractual13, las desproporciones significativamente importantes acaecidas durante la conclusión del contrato (equilibrio inicial u originario) o durante su ejecución (equilibrio funcional o sobrevenido) deben ser corregidas y sancionadas14. Tratándose de la razonabilidad se ha postulado, de un lado, que es la máxima que obliga a obrar de manera arreglada, en concordancia con los principios del sentido común y con los juicios de valor generalmente aceptados15, y, de otro, que cumple una función reequilibradora del contrato, discutiéndose si efectivamente puede calificársele como un principio jurídico16. por último, en lo que concierne a la tutela de la confianza se ha presentado un debate similar17, entendiéndose excepcionalmente que se trata de un principio bilateral, vinculado indisolublemente a la seguridad, la expectativa y la apariencia, en virtud del cual recibe protección la confianza del declarante en relación con que haya sido razonablemente comprendido por el receptor y la confianza del destinatario sobre la leal intención del declarante18.
Claro está que la confianza reviste una importancia cardinal en el derecho de contratos, pues estos se celebran en la creencia de que se ejecutará lo pactado, de modo que si ello no acontece deberán tutelarse las expectativas razonables generadas en favor del contratante que resultó defraudado. Tal premisa explica que en el último tiempo se haya perfilado a la pérdida de confianza del acreedor en el futuro cumplimiento de su deudor como una causal de incumplimiento resolutorio19. Y es que, como el otorgamiento de un contrato representa la organización de ciertos intereses, la sincronización de deseos y un encuentro de voluntades, la confianza deviene en un requisito de materialización de la función asignada al contrato e incide, por consiguiente, en la seguridad del tráfico jurídico. La confianza, entonces, en cuanto virtud social, debe asegurarse externamente, propósito que se alcanza a través de la fuerza obligatoria del contrato regulada en el artículo 1545 c.c. chileno20. De allí que se sostenga que la confianza no solo soporta el contrato y le asigna fuerza obligatoria, sino que además exige, en cuanto tal virtud social, volverse contra aquel que la utiliza en su propio provecho y no como un modo de relacionarse con los demás21.
Pues bien, asentada la relevancia de la protección de la confianza en el derecho de contratos, surgen al menos dos preguntas: ¿está dotada la confianza razonable de la especialidad necesaria para constituir una noción jurídicamente distinta e independiente de la buena fe? Y, en tal evento, ¿dicha determinación es relevante en ordenamientos jurídicos perteneciente al civil law, ajenos a una consagración positiva de esta directriz interpretativa y criterio resolutivo, tratándose de anomalías o disconformidades acaecidas durante el iter contractual? En las líneas que siguen intentaremos responder ambos interrogantes recurriendo a las nociones de buena fe, confianza y razonabilidad, a los artículos relativos a la confianza contenidos en el código civil chileno, examinando si la dogmática y la jurisprudencia de chile la han invocado para justificar la tutela de anomalías precontractuales y contractuales.
A. Justificación dogmática: una noción más técnica y amplia que la buena fe
El origen de la tutela de la confianza se remonta al derecho romano, principalmente a propósito del error y del venire contra factum proprium22, derivando en la doctrina del estoppel que tuvo una amplia recepción en el common law23, pero que no permeó con la misma amplitud el Code. En efecto, este no acuñó las expresiones "apariencia" o "confianza legítima" ni reguló un principio general de la apariencia. Solo recogió variadas aplicaciones de este, tales como el pago al acreedor aparente, las cláusulas contractuales sucesivas que producen efecto únicamente entre las partes, la revocación o extinción del mandato y los vicios aparentes de la cosa, en contraste con la recepción que ha tenido en la jurisprudencia francesa24.
Un fenómeno similar aconteció en el codice civile de 1865 a propósito del acreedor y el heredero aparente, el matrimonio nulo putativo, los actos del mandatario aparente y de la sociedad aparente, lo que determinó que inicialmente se discutiera si constituían casos aislados o manifestaciones de un principio general de apariencia25 y que, con posterioridad, se diferenciaran la "apariencia pura" y la "apariencia culposa" como dos modelos contrapuestos, arribándose a la conclusión de que solo en el segundo estaríamos ante un verdadero principio. Así se sostuvo que en el modelo de "apariencia pura" esta constituía un hecho objetivo tutelado por el ordenamiento jurídico que no requiere culpa del que la generó ni daño del que confió en aquella, y que, como comprendía supuestos establecidos por ley, no cabía aplicación analógica, de modo que no existiría un principio general de apariencia, sino una regla. En cambio, en el modelo de "apariencia culposa", puesto que existen una conducta imputable y una confianza perjudicial y dañosa, es posible configurar un principio general que se proyecta más allá de las hipótesis tipificadas por el legislador, pudiendo recurrirse a la analogía, como acontecería tratándose de la culpa in contrahendo, las informaciones inexactas y el contrato cuyo incumplimiento causa daños a terceros de manera refleja26.
Es precisamente este razonamiento, sumado a la idea de que la protección de la confianza razonable supone resolver un conflicto de intereses en favor de una de las dos partes involucradas27, el que permite sostener que el fundamento de la indemnización derivada de la ruptura injustificada de los tratos previos se encontraría en aquella protección, ponderar el error provocado y el dolo a partir de la legítima expectativa generada en el destinatario de la declaración de voluntad (y no desde la voluntad viciada del emisor) e integrar la publicidad engañosa en el contrato celebrado en razón de ella. Volveremos sobre este punto en el apartado final de esta investigación.
El origen de la razonabilidad, en cambio, se encuentra en el derecho anglo-sajón28 y surge ante la ausencia de la buena fe como directriz interpretativa y resolutiva29, revistiendo un carácter eminentemente objetivo, que -de la mano de la confianza bajo la denominación de reasonable reliance- adquiere particular relevancia en la regulación de los defects of consent o vicios del consentimiento (pues ellos solo tutelan las expectativas legítimas de la parte que confiaba en la validez del contrato), en la distinción entre statements y terms, en la interpretación objetiva del contrato (que protege las expectativas legítimas de la contraparte fundadas en las apariencias), en la aplicación de las reglas de oferta y aceptación (tanto aquella que postula que la aceptación produce efecto desde que se comunica al emisor -mail box rule- como aquella según la cual la revocación de la oferta debe ser comunicada al promisario) y en los remedies for breach of contract -particularmente la specific performance-, toda vez que tienen por propósito proteger las expectativas legítimas del contratante diligente30.
Tal noción ha cobrado fuerza en el último tiempo a partir del movimiento de modernización del derecho de obligaciones y contratos que, en su propósito de armonizar el civil law y el common law, adoptó expresiones de uno y otro sistema. Así lo revela el articulado de la convención de Viena sobre compraventa Internacional de Mercaderías (CVCIM) que utiliza reiteradamente esta expresión exigiendo, entre otras cosas, un "comportamiento razonable", una "oportunidad razonable", "gastos razonables", una "gestión razonable de remedios", e introduciendo la noción de "persona razonable" en la regla aplicable a la interpretación de los contratos si no ha podido establecerse la voluntad real de los contratantes. Por su parte, el artículo 4 de los PICC sigue esta última regla y el artículo 1:302 de los PECL y el Anexo del MCR se encargan de definir qué se entiende por razonable, advirtiéndose una discordancia entre las nociones acuñadas por estos últimos.
En efecto, el artículo 1:302 de los PECL vincula la razonabilidad a la buena fe, pues indica que lo razonable "se debe juzgar según lo que cualquier persona de buena fe, que se hallare en la misma situación que las partes contratantes, consideraría como tal. En especial, para determinar aquello que sea razonable, habrá de tenerse en cuenta la naturaleza y objeto del contrato, las circunstancias del caso y los usos y prácticas del comercio o del ramo de actividad a que el mismo se refiera". En cambio, el Anexo del MCR, que contiene las definiciones utilizadas en este instrumento, prescinde de cualquier referencia a la buena fe, toda vez que señala que "lo razonable de una actuación se verificará objetivamente, teniendo en cuenta la naturaleza y el propósito de lo que se realiza, las circunstancias del caso, y los usos y prácticas relevantes", remitiéndose al artículo I.-1:104 que conceptualiza la razonabilidad en los mismos términos.
La dogmática, por su parte, sigue un enfoque similar de la razonabilidad, dado que la define como "la máxima que obliga a obrar de manera arreglada, en concordancia con los principios del sentido común y con los juicios de valor generalmente aceptados"31, desestimando cualquier alusión a la buena fe. Y le asigna, en lo que al derecho de contratos se refiere32, tres funciones que emanan de tal noción y que se vinculan indisolublemente a la confianza razonable. Tales son: servir como un modelo de conducta, constituir un estándar de responsabilidad y permitir conservar el equilibrio entre los intereses en conflicto33, funciones que, como constataremos más adelante, se advierten con claridad cuando se recurre a ella para tutelar las anomalías o disconformidades precontractuales y contractuales que examinaremos.
¿Qué se pretende significar, entonces, cuando se sostiene que solo se tutela la confianza razonable? La respuesta es que se quiere ilustrar que se protege exclusivamente aquella confianza no culpable, irrazonable o temeraria, exigencia que a la vez requiere la autorresponsabilidad del destinatario de la conducta o declaración34. Expresado de otra forma, la confianza ha de plasmarse en hechos concluyentes de una de las partes, y para que esta sea susceptible de protección debe estar dotada de elementos objetivos y unívocos que sean idóneos y suficientes para configurarla como objetiva y razonablemente motivada35, atendiendo a aquella que habría tenido cualquier persona media en circunstancias similares36. Tal razonabilidad viene determinada por actos, actitudes o conductas que, con independencia del valor y los efectos jurídicos que puedan tener por sí mismos, son vinculantes para quien los ha realizado o decisivos para la configuración de una situación jurídica o para el posterior ejercicio de los derechos que emanan de ella37.
De este modo, la expresión razonable, que en principio aparece como jurídicamente indeterminada, adquiere un contenido concreto como criterio hermenéutico y de valoración, que no es estrictamente coincidente con el abuso del derecho ni con la equidad. En efecto, como precisa perlingieri, es diversa del abuso del derecho, pues este presupone siempre la violación de la regla general de la buena fe y corrección, y aquella prescinde del ejercicio contra funcional de la propia situación subjetiva. De otro lado, no puede equipararse a la equidad, toda vez que esta solo opera si el legislador la contempla para un caso concreto; en cambio, la razonabilidad es un instrumento de control de aplicación normativa y permite evitar antinomias que no puedan resolverse a través de la interpretación y encontrar la solución jurídica más adecuada38.
La confianza razonable tampoco es equiparable a la buena fe, deviniendo así en una categoría conceptual más técnica y, a la vez, más amplia que aquella. Y es que, como lo destaca el mismo autor39, no exige por sí misma lealtad y probidad ni se agota en consideraciones exclusivamente morales, expandiéndose a otras de carácter utilitario o de eficiencia económica. Así lo revela su función y aplicación en el common law, ya que la regulación de los defects of consent y la de los remedies for breach of contract, destinadas a tutelar, la primera, las expectativas legítimas de la parte que confiaba en la validez del contrato, y la segunda, aquellas del contratante inocente, evidencian no solo una consideración moral, sino también económica, toda vez que ambas pretender evitar que el contrato se torne económicamente dañoso para quien padece el vicio o se ve expuesto al incumplimiento40. Por su parte, la aplicación de la razonabilidad en la distinción entre statements y terms, en la interpretación objetiva del contrato y en las reglas de oferta y aceptación antes apuntadas, revelan una consideración moral al tutelar la confianza fundada en la apariencia y no en la subjetividad del destinatario, pero también obedecen, en mayor o menor medida, a un criterio utilitario, dado que tienen por propósito determinar el momento a partir del cual la declaración de la voluntad produciría efecto, esto es, reportaría a las partes la ventaja, provecho o utilidad perseguida con la celebración del contrato.
En cambio, la buena fe exige guardar fidelidad a la palabra dada y no defraudar la confianza derivada de un vínculo jurídico, imponiendo a los contratantes el deber de conducirse con lealtad, corrección y honradez41. De otro lado, esta se pondera desde la perspectiva del que efectuó la declaración o realizó la conducta (buena fe objetiva) y también desde aquella del destinatario o receptor, que debe creer en la apariencia creada (buena fe subjetiva) y además ser diligente en la verificación de la circunstancia que la genera (buena fe objetiva), pues de lo contrario su actuar se torna desleal42. La confianza, a diferencia de aquella, se calibra desde la óptica del destinatario y, a su vez, supone una declaración correcta y leal del emisor.
La tutela de la confianza razonable encontraría su fundamento, entonces, más que en la obligación del emisor de la declaración de la voluntad de actuar leal y correctamente, en el hecho de que su actuación ha generado expectativas razonables en su destinatario que deben ser tuteladas, porque existió una apariencia que determinó el surgimiento de una confianza digna de protección. Tal protección se traducirá en una indemnización de daños (en el retiro injustificado de los tratos previos), en la subsistencia del acto o contrato (si se conciben el error provocado y el dolo como dispositivos de distribución del riesgo de la información defectuosa) o en la configuración de una disconformidad contractual (integrando la publicidad engañosa en el contrato). Concurren así las tres funciones de la razonabilidad a las que aludimos precedentemente43, pues esta sirve como un modelo de conducta exigible al declarante y constituye un estándar de responsabilidad para el mismo tratándose de la indemnización por ruptura injustificada de las tratativas preliminares y de la subsistencia del contrato por error o dolo, además de permitir conservar el equilibrio entre los intereses en conflicto en ambos supuestos y en la hipótesis de la integración publicitaria.
Con todo, podría pensarse que recurrir a la confianza razonable implicaría suprimir el estándar de la buena fe, propio de la tradición romano-germánica, y sustituirlo por tal noción44, aparentemente ajena a la nuestra y más cercana al derecho anglosajón. pero lo cierto es que, como ha quedado demostrado en los párrafos precedentes, ambas no son equiparables, sino que la confianza razonable es más técnica y amplia que la buena fe, de modo que es posible erigirla en una categoría dogmática distinta, pues si bien comparte con ella el carácter moral, la excede y desborda. Probablemente por ello la doctrina y la jurisprudencia chilenas inicialmente invocaron la cláusula general de la buena fe para resolver conflictos de intereses en ciertos y determinados supuestos, como tendremos ocasión de analizar en el apartado final de esta investigación, y en el último tiempo han comenzado a recurrir a la tutela de la confianza razonable.
B. Naturaleza jurídica: ¿criterio reequilibrador del contrato o principio contractual?
Establecida la especialidad de la confianza razonable respecto de la buena fe en cuanto a su alcance, perspectiva desde la que se aprecia y fundamenta, cabe determinar si esta constituye un principio jurídico o una simple directriz interpretativa y resolutiva. La respuesta a esta interrogante es relevante, toda vez que, en ordenamientos jurídicos como el chileno, los principios generales constituyen una fuente supletoria del derecho, de modo que sería imperativo recurrir a ellos a falta de ley que resuelva el asunto controvertido. Así lo establece expresamente el artículo 170 n.° 5 c.p.c. chileno, utilizando la expresión principios de equidad.
Una mirada a la dogmática comparada revela que esta cuestión no resulta pacífica y que, contrariamente a lo que pudiera pensarse, connotados autores del common law, como Cartwright, le niegan tal carácter45, mientras que algunos exponentes del civil law se lo han reconocido, en circunstancias en las que el recurso a la buena fe debería ser suficiente en los ordenamientos jurídicos pertenecientes a este sistema. En efecto, de un lado se sostiene que la confianza razonable, además de servir como regla interpretativa y criterio decisorio, constituiría un principio contractual de gran contenido ético que impone, a quienes participan en el tráfico, un particular deber de honrar las expectativas generadas en otros en cuanto sean legítimas y fundadas, durante la fase precontractual, contractual y postcontractual. Y de otro, se ha postulado que esta se reconduciría a la buena fe, pues constituiría una simple manifestación de aquella.
En el primer grupo destaca Rezzónico, quien señala que estaríamos ante un principio vinculado a la seguridad, la expectativa y la apariencia, que tendría un carácter bilateral, dado que, por una parte, recibe protección la confianza del declarante de que ha sido razonablemente comprendido por el receptor y, por otra, se tutela la confianza del destinatario respecto de la leal intención del declarante. La conexión con la seguridad sería evidente, pues quien quiebra la confianza que suscitó, genera inseguridad e incertidumbre respecto de la actuación del otro individuo. por otra parte, se relacionaría con la apariencia, antesala de la confianza, toda vez que es ella la que determina que el destinatario de la declaración o conducta crea que estas son vinculantes para el emisor46; pero no llegan a equipararse, pues la apariencia emana de este último, en tanto que la confianza se genera en el destinatario47. Finalmente, tal confianza hace surgir en el otro contratante la creencia del acaecimiento de un determinado evento48, motivo por el cual autores como Messineo49 han aludido a la confianza como legítima expectativa.
Por su parte, Cristina Amato también postula que la tutela de la confianza es un principio general, pero a partir de la idea de que esta sería una fuente de obligaciones autónoma siempre que exista un comportamiento incorrecto del emisor que genera una apariencia en el destinatario sin culpa de este último, extendiéndolo más allá de la falta de celebración de un contrato o un contrato inválido y proyectándolo a supuestos en que, de haber sido informado, el destinatario no lo habría celebrado, por no permitirle satisfacer sus intereses, o lo habría hecho bajo condiciones distintas. La confianza dejaría de ser, entonces, un hecho generador de deberes autónomos, erigiéndose en un principio orientador de la teoría de la obligación contractual y extracontractual50.
En una dirección opuesta, Karl Larenz señala que el principio de confianza, si bien constituye el fundamento de la responsabilidad por confianza, está incluido en el principio de buena fe, encontrando una expresión especial en la caducidad y en la prohibición de contravenir los actos propios51. En esta misma línea de pensamiento, Díez-Picazo sostiene que la buena fe tiene una estrecha relación con la confianza, pues es la raíz última de la voz fides, expresando que "se viola la buena fe si se defrauda la confianza que se puede haber creado"52. Un razonamiento similar sigue Neme Villarreal53, al postular que la tutela de la confianza no puede elevarse a la categoría de principio, dado que, al igual que el venire contra factum proprium, constituye solo otra manera de denominar a una antigua regla emanada de la buena fe.
Frente a esta discusión doctrinaria surgen, al menos, dos interrogantes. La primera es la de por qué autores pertenecientes a la tradición jurídica romano-germánica sugieren que se admita una categoría dogmática ajena a esta. Y la respuesta parece ser, como lo precisamos en el apartado precedente, que se trataría de una categoría distinta de la buena fe, más técnica y amplia, atendida su funcionalidad y aplicación, y que, por consiguiente, se justificaría el recurso a ella en los ordenamientos jurídicos pertenecientes a este sistema tratándose de la ruptura injustificada de las tratativas preliminares, la subsistencia del contrato como consecuencia del error provocado y la integración publicitaria. La segunda es si, atendida su autonomía conceptual respecto de la buena fe (pues no solo obedece a consideraciones morales sino también económicas y utilitarias) y funcional (ya que extiende su aplicación a los vicios del consentimiento, a la regla según la cual la aceptación produce efecto desde que se comunica al emisor y a los remedios por incumplimiento), puede elevarse a la categoría de principio contractual.
Lo cierto es que, si consideramos que existe relativo consenso en que los principios del derecho constituyen ideas ético-jurídicas de carácter general y abstracto informadoras de un ordenamiento determinado que pueden desprenderse de sus diversas disposiciones y que sirven como criterios valorativos abiertos y flexibles de orientación, guía e interpretación para la solución de conflictos54, deberíamos concluir que la respuesta a esta última interrogante es afirmativa.
Y es que, al igual que lo sostuvimos al abordar el equilibrio contractual55, nos encontramos ante una noción que reúne las características propias de un principio jurídico y cumple las funciones que tradicionalmente se han asignado a estos. En efecto, se trata de una idea ético-jurídica general y abstracta, que si bien podría sostenerse que se encuentra plasmada excepcionalmente en el código civil chileno, informa el derecho contractual y, por lo mismo, sirve como criterio de solución de conflictos de intereses entre el emisor de la declaración y su receptor. En consecuencia, el juez no solo podría recurrir a la confianza razonable con el propósito de interpretar un precepto o integrar una laguna legal, sino también para justificar la procedencia de una institución que no tiene un reconocimiento normativo expreso, como ha ocurrido con la tutela de ciertas anomalías precontractuales y contractuales que examinaremos en la última sección de este artículo. Se advierte así otra función propia de los principios jurídicos, que consiste en la creación de nuevas instituciones o en la contribución a la elaboración dogmática56 que permite fortalecer y consolidar la modernización del derecho de obligaciones y contratos en los ordenamientos jurídicos pertenecientes a la tradición romano-germánica.
Por otra parte, constituye un principio general del derecho, dado que no solo se advertiría en el derecho de contratos, sino también en el derecho de consumo y en el derecho administrativo bajo la denominación de confianza legítima. En cuanto tal, y como intentaremos demostrar en el próximo apartado, revestiría un carácter implícito, esto es, constituiría una regla que podría considerarse premisa o consecuencia de determinadas disposiciones legales57 contenidas, en lo que aquí interesa, en el código civil. Y, además, permite recomponer la asimetría derivada de la expectativa razonablemente generada en el destinatario de la declaración o conducta a través de la apariencia creada o mantenida por el emisor.
C. Una mirada al código civil chileno
Como lo consignamos al inicio de esta investigación, la confianza razonable se ha erigido en nuestra dogmática como un principio del derecho administrativo, bajo la denominación de confianza legítima58, y del derecho del consumo59. No ha sido, sin embargo, formulada con este carácter por la civilística chilena, admitiéndose tan solo como una consecuencia de la teoría de la apariencia, a propósito de: (i) la habilidad putativa de los testigos de un testamento (art. 1013 c.c.); (ii) la validez del pago hecho de buena fe al poseedor del crédito consagrada (inc. 2.°, art. 1576 c.c.)60, o (iii) el matrimonio nulo putativo disciplinado (art. 51 de la Ley 19.947 sobre matrimonio civil). De igual manera, ha adquirido mayor relevancia en el moderno derecho de contratos en materia de error como dispositivo de distribución de riesgos de la información defectuosa61, y de la integración de la publicidad engañosa al contrato celebrado en razón de ella62.
Tal desafío dogmático es relevante y útil respecto de otros códigos civiles que hayan seguido al chileno, dado que el nuestro no alude en ninguno de sus preceptos a la protección de la confianza ni se refiere a ella en términos generales, sino que solo emplea otras voces, como "confía", tratándose de la definición del contrato de mandato (art. 2116) y depósito (art. 2211); o "confianza", como causal de remoción del socio administrador (art. 2072), o se refiere de manera indicativa, cuando regula el permiso para utilizar la cosa depositada (art. 2220), las obligaciones del depositario (art. 2225) y el criterio de ponderación judicial en la prueba del alojado (art. 2244); "confiado", en la norma que regula la restitución de la cosa depositada (art. 2228), y "confiarse", a propósito de la administración de la sociedad colectiva (art. 2071). Además utiliza la frase "la consideración de esta persona sea la causa principal del contrato" en el inciso primero del artículo 1455 a propósito del error en la persona, para aludir, al igual que en todos aquellos preceptos en que es relevante el carácter intuito personae del contrato de mandato, sociedad y depósito, al especial motivo que induce a celebrar el contrato, esto es, a la confianza que la persona del mandatario, socio o depositario genera en el otro contratante.
Con todo, el inciso final del artículo 1455 relativo al error en la persona revelaría la intención del legislador de proteger la confianza razonable, dado que prevé una indemnización en favor de aquel con quien erradamente se ha contratado por los daños en que de buena fe ha incurrido por la nulidad del contrato63. ciertamente este precepto alude a la buena fe subjetiva y objetiva del perjudicado, por haber creído legítimamente que se ha querido contratar con él, pero como lo hemos sugerido más arriba, el fundamento de esta indemnización no se restringiría tan solo a una consideración ética o moral sino que, en este caso, se extendería también a una económica y utilitaria, representada por el provecho o la utilidad que dicha indemnización pretende reportar a dicho contratante, motivo que justifica recurrir a la confianza razonable. De otro lado, debe considerarse que si bien inicialmente se sostuvo que la indemnización que consagra dicho artículo solo tenía cabida para esta particular hipótesis, la doctrina chilena ha entendido que ella se aplica a todo supuesto de error, otorgándole un alcance general64.
De allí que podamos sostener que el amplio alcance que se le ha atribuido al inciso segundo del artículo 1455 c.c., unido a una interpretación armónica de todas las normas hasta aquí apuntadas, revela que el legislador chileno le habría conferido importancia a la protección de las expectativas razonables generadas por uno de los contratantes en el otro, perfilándolo como un criterio resolutivo e interpretativo, e incluso, a nuestro juicio, como un principio contractual implícito que constituye una consecuencia de tales normas. Así parece entenderlo en chile la doctrina más reciente, pues a pesar de que a la fecha no se ha construido dogmáticamente la tutela de la confianza razonable como categoría o principio, se la ha invocado para justificar la tutela de ciertas anomalías precontractuales y contractuales. No ha ocurrido lo mismo tratándose de la jurisprudencia chilena, pues, como examinaremos a continuación, ha desestimado recurrir a ella en determinados supuestos en que resultaría procedente, evidenciando la necesidad de concebirla como un principio, ya que en tal caso el recurso a la misma sería obligatorio y permitiría evitar soluciones inequitativas.
II. La relevancia de la confianza razonable en la tutela de ciertas anomalías o disconformidades acaecidas en el iter contractual
La tutela de la confianza razonable se ha erigido en el último tiempo en un fundamento técnico que justifica la procedencia de la indemnización tratándose del retiro injustificado de los tratos previos, la subsistencia del contrato en caso de error provocado y la integración de la publicidad engañosa al contrato. Dicho de otra forma, ha devenido en un criterio fundante para tutelar las anomalías o disconformidades tanto en la fase precontractual como en la contractual, solucionando el conflicto de intereses que se suscita entre las dos partes involucradas en la negociación o ejecución del contrato, según el caso, sacrificando el interés de quien, a partir de una determinada situación jurídica, objetivamente ha creado o mantenido dicha confianza.
El recurso a ella, como veremos, ciertamente se justifica en tales supuestos, dado que los efectos de dichas anomalías se condicen con consideraciones morales, económicas y utilitarias, toda vez que a través de la indemnización, de la subsistencia del contrato y de la configuración de la falta de conformidad se pretende propiciar una conducta ética del otro negociante o contratante, evitar un contrato económicamente dañoso y asegurar que el contratante diligente alcance la ventaja o provecho que tuvo a la vista al momento de contratar.
A. La indemnización de daños por ruptura injustificada de las tratativas preliminares
Como es bien sabido, el retiro injustificado de los tratos previos es una anomalía cuyos orígenes dogmáticos se remontan a Fagella65, y configura un supuesto de responsabilidad precontractual. Actualmente resulta indiscutido que para que ella se configure deban concurrir como requisitos la creación de una razonable confianza en la conclusión o perfeccionamiento del contrato proyectado por quien se retira, el carácter injustificado e intempestivo de la ruptura, el daño en el patrimonio del otro contratante y la existencia de una relación de causalidad entre tal ruptura y el daño ocasionado66.
Si bien se trata de una figura excepcionalmente regulada en los códigos civiles decimonónicos67, discutiéndose durante décadas su procedencia, fundamento, requisitos y daños indemnizables, ha cobrado fuerza en el moderno derecho de contratos, como lo evidencian los artículos II. 3:301 del MCR, 2:301 de los PECL, 2.1.15 de los PICC, 1245 de la PME, 522-1 de la PAPDC, 10 de los PLDC y 1112 del Code tras la modificación incorporada por la Ordenanza n.° 2016-131 del 10 de febrero de 2016.
Y es que la ruptura o retiro injustificado de las tratativas preliminares devela un conflicto de intereses que ha de resolverse en favor de aquel que merezca ser protegido jurídicamente. En efecto, por un lado, se encuentra el interés de quien rompe las tratativas preliminares al retirarse de ellas y, por otro, el interés de quien ha confiado razonablemente en que ellas le permitirán celebrar el contrato y evitar los daños que la ruptura de las negociaciones le pueda ocasionar. Miradas las cosas desde esta perspectiva, la protección de la confianza razonable, como acertadamente apunta Manzanares, aparece como un interés más protegible que el capricho o la mera arbitrariedad que subyace en una ruptura injustificada68.
Sin embargo, nuestra dogmática invocó diversos fundamentos para justificar la procedencia de la indemnización derivada del retiro injustificado de los tratos previos antes de arribar a la confianza razonable e, incluso, en la academia se propusieron dos modificaciones legales con el propósito de contemplar tal hipótesis: de un lado, introducir un inciso segundo al artículo 1545 c.c. relativo a la fuerza obligatoria del contrato69, y, de otro, modificar el inciso primero del artículo 1546 c.c. relativo a la buena fe contractual70. Así, la doctrina recurrió inicialmente a la buena fe objetiva71, pero, atendido su carácter de cláusula general o norma abierta, tuvo que precisar con posterioridad la manifestación concreta a la que quiso referirse, recurriendo al abuso del derecho, a la doctrina de los actos propios e incluso a una combinación de ambos.
Así, se sostuvo que existiría abuso del derecho, dado que el retiro unilateral es un derecho subjetivo, de modo que si este se ejerce arbitraria o injustificadamente, se configuraría un ilícito civil que haría procedente la indemnización de daños72. De hecho, esa fue inicialmente la argumentación de los tribunales chilenos73. De otro lado, se indicó que sería procedente invocar la contravención de los actos propios si aquel que abandona sin motivo alguno las tratativas preliminares, después de haber generado en el otro la convicción de que el negocio se celebraría, incurre en un comportamiento contradictorio, abusando, a la vez, de su derecho a retirarse74.
Con todo, se ha discutido que este abuso sea una justificación adecuada, pues, como señala Díez-Picazo75, la posibilidad de abandonar las negociaciones no constituye un derecho subjetivo en sentido técnico, susceptible de ser abusado por ejercitarlo en forma extralimitada, sino que es un reflejo de la libertad contractual, que, de acuerdo a los principios generales, no podría ejercerse vulnerando la buena fe. Y es que parece confuso sostener que el derecho cuyo ejercicio causa daño y, por consiguiente configura un supuesto de abuso, es la libertad de contratar, y que la ausencia de justa causa de la ruptura subyace en la extralimitación en el uso del derecho76.
Probablemente, a partir de las imprecisiones que acarrea el recurso a la buena fe como cláusula general y de las críticas que ha merecido el abuso del derecho, aparece la confianza razonable como fundamento de la responsabilidad derivada de la ruptura injustificada de los tratos previos. Así lo han sostenido tanto los exponentes clásicos del derecho de contratos como los autores nacionales que han abogado por su modernización77, indicando que el retiro injustificado de las tratativas preliminares resulta repudiable si las negociaciones han alcanzado un estado tal que ha creado objetivamente, en la otra parte, la legítima confianza en que el contrato llegaría a perfeccionarse, dado que solo falta su celebración o la discusión de cuestiones menores.
Es precisamente tal circunstancia la que determina que dicha parte incurra en gastos para concluirlo o renuncie a otras ofertas, frustrando sus expectativas y generando daños que deben resarcirse. por consiguiente, la reprochabilidad de abandonar injustificadamente los tratos previos y la responsabilidad que de ella emana surgen como consecuencia de la defraudación de la confianza generada por la otra parte, independientemente de si, desde un principio, ha tenido la intención de no contratar (e impedir que la contraparte se vincule con un tercero para obtener una ventaja competitiva) o esta ha surgido después de iniciadas las conversaciones o negociaciones, desatendiéndose gravemente el interés de la otra parte78. Tal razonamiento es el que ha prevalecido en nuestra jurisprudencia en la última década, como lo revelan las sentencias pronunciadas en Jiménez Mira con Armijo Cerda79, Sociedad Inmobiliaria Socovesa Temuco S.A. con Escobar Lamig80y Frutícola Aromo S.A con Camposano81.
Con todo, recientemente se ha agregado a la confianza razonable el deber de lealtad, en una interrelación que recuerda aquel pasaje de Alfonso De Cossio y Corral en el que acertadamente indica que el hecho de contactarse dos personas a fin de negociar la conclusión de un contrato establece entre ellas "una cierta conexión y crea un estado de recíproca confianza que no debe ser defraudado, pues, una y otra, se deben un mínimo de lealtad en el trato"82. Así lo evidencian las sentencias pronunciadas en Sepúlveda Guzmán con BBVA por el 28.° Juzgado Civil de Santiago y en Jiménez Mira con Armijo Cerda por la Corte Suprema que, siguiendo al profesor Enrique Barros83, destacan la utilidad de recurrir a tales expresiones en reemplazo de la buena fe, en los siguientes términos:
Que entre los deberes precontractuales de quienes participan en las tratativas preliminares está el deber de lealtad, que exige llevar adelante las negociaciones de buena fe, esto es, con el propósito efectivo de celebrar un contrato; y que también supone deberes de cuidado al terminar la negociación, cuando se ha creado en la contraparte la confianza de que se celebrará el contrato. El deber de negociar de buena fe exige someter el juego puramente estratégico, caracterizado porque cada parte procura su propio interés, a los límites de los deberes mínimos de lealtad que se pueden esperar de un contratante honesto. Sin embargo, no es posible definir esos deberes con precisión, porque la buena fe es un estándar abierto, que sólo puede ser aplicado atendiendo a las circunstancias. por eso, su concreción depende de la particular relación que surge entre las partes a partir de la oferta o de las primeras tratativas contractuales84.
Y es que, si bien podría pensarse que se trata de argumentos contrapuestos, constituyen dos perspectivas diversas de un mismo fenómeno. En efecto, quienes erigen la vulneración de la confianza razonable como fundamento de la reprochabilidad de la ruptura injustificada de los tratos previos y de la responsabilidad emanada de ellos abordan el problema desde la perspectiva del destinatario de la declaración o conducta. pero si se intenta una aproximación a este fenómeno desde la arista contraria, esto es, desde la óptica de quien genera dicha confianza a través de una apariencia, estamos ante la infracción del deber precontractual de lealtad85.
B. La subsistencia del contrato derivada de la asignación del riesgo de la información defectuosa al errans
Tradicionalmente se ha sostenido que el error es un vicio del consentimiento, pues así lo disponen los diferentes artículos de los códigos civiles decimonónicos y, en el caso del código civil chileno, el artículo 1451. Sin embargo, a partir de la década de 1980, destacados juristas españoles sugirieron superar la idea según la cual el error debe ponderarse exclusivamente desde la voluntad de quien lo experimentó y abordarlo como un conflicto de intereses que se suscita entre este y quien recibió la declaración.
En efecto, Federico de Castro se preguntó quién merece protección frente a su propio error y a quién le está permitido aprovecharse del error ajeno86. Díez-Picazo señaló que el problema consistía en determinar en qué casos es justo que el errans se desligue del contrato y en qué casos es justo que siga vinculado87. Y Morales Moreno postuló que el error puede provocar una alteración lesiva de los intereses del contrato, sugiriendo enfocarlo como un problema de distribución de los riesgos de la información defectuosa88.
Esta última idea, que subsume a las anteriores, plantea que concebir el error como un problema de reparto de riesgos implica no solo ponderar el interés del errans sino también el del otro contratante y el del tráfico jurídico. El primero puede ser satisfecho a través de la anulación del contrato o de su adaptación, sacrificando los demás intereses y desplazando hacia el otro contratante el riesgo del error. En cambio, el segundo y el tercero se orientan a mantener la situación creada por el contrato, encontrando el interés del tráfico jurídico su justificación en la dinámica de las transformaciones jurídicas, y el interés de quien no padeció error en dicho criterio y en la confianza en que se mantendrá la situación jurídica derivada de la declaración realizada89.
Y es que, como lo pactado obliga, porque ha existido voluntad en tal sentido, la otra parte entenderá que puede y debe confiar en la palabra que se le ha dado, y que no es cosa suya la ignorancia o creencia errónea del otro contratante90. De allí que a partir de tales postulados haya empezado a sostenerse que el error debe valorarse equilibrando los principios de libertad contractual y seguridad del tráfico, pues la primera debe ejercerse responsablemente y la segunda implica desplazar la atención hacia la apariencia creada91. O, más específicamente, ponderarse a partir de la tutela de la confianza del destinatario de la declaración en la real intención del emisor de vincularse jurídicamente, así como en la validez del negocio celebrado y el alcance de las obligaciones asumidas por aquel92.
Dicho de otra forma, no sería admisible proteger al emisor de la voluntad sin atender a los intereses del destinatario de ella, lo que en ningún caso supone una valoración exclusiva e irrestricta de estos, sino un análisis en el caso concreto de la concurrencia de la inexcusabilidad del error y la tutela de la confianza, de un lado, y el carácter reconocible del error y los supuestos en que sea exigible informarlo, del otro93. Allí radica, precisamente, la relevancia de este cambio de perspectiva.
Se trata de un enfoque relacional94 que, como ha demostrado contundentemente Neme Villarreal, dataría del derecho romano y que habría sido interrumpida por la teoría de Savigny, retomándose posteriormente con Ihering a propósito de la culpa in contrahendo95 y alcanzando todo su esplendor en los instrumentos de armonización de derecho de contratos que restringen la consecuencia anulatoria del error al exigir la concurrencia de variados requisitos, deviniendo excepcionalmente en un vicio del consentimiento96. La protección de la confianza razonable no solo supone, entonces, indemnizar a aquella parte que resulta perjudicada con la declaración de nulidad impetrada por el errans, sino la imposibilidad absoluta del errans de pedir la nulidad en casos de error inexcusable, pues se aprovecharía de su propia negligencia.
Esta concepción del error como un dispositivo de distribución de riesgos de la información defectuosa ha sido explorada en la última década en la dogmática nacional por el profesor Iñigo de la Maza, quien ha sugerido que al exigirse que el error vicio sea excusable no se persigue sancionar la negligencia de quien incurrió en él, sino proteger al destinatario de la declaración97. por consiguiente, no bastaría con que el primero se comporte negligentemente para privar de efecto anulatorio al error, sino que además es necesario que el segundo merezca protección. Esta premisa no solo implica analizar las conductas comparativamente, sino determinar el umbral de diligencia del errans considerando la confianza razonable que generaron en él las apariencias creadas por la otra parte98.
Un examen de la jurisprudencia chilena revela que tal premisa, en ciertas ocasiones, ha sido recepcionada en sede de error, recurriendo a la idea de "creencia racional y fundada". Así aconteció, por ejemplo, en García Pinilla y Albornoz Ruedlinger con Banco de Santiago99, en que el adjudicatario de un inmueble demandó la nulidad relativa del contrato de compraventa aduciendo que el aviso de la subasta y las bases del remate indicaban que la propiedad se vendía como cuerpo cierto, cuando lo vendido eran derechos sobre el inmueble. El banco, por su parte, indicó que el error era inexcusable, toda vez que bastaba consultar el Registro de Propiedad para constatar que se trataba de una comunidad. Sin embargo, la Corte Suprema desechó esta alegación, indicando en el considerando quinto que si bien los demandantes pudieron efectuar tal averiguación, como la venta estaba avalada por el órgano jurisdiccional (dado que se realizó a través de un procedimiento judicial de cumplimiento forzado), ellos creyeron "racional y fundadamente estar comprando la propiedad plena de la cosa y no una cuota de aquella".
No aconteció lo mismo en Banco de Chile con Berrios Harriague100, en que el primero demandó nulidad absoluta del contrato celebrado pues ofreció en su página web una inversión con depósitos a plazo por 30 días, con una tasa de interés mensual del 30,91% cuando lo que pretendía era ofrecer un interés del 0,31%. El demandado tomó el depósito en las condiciones ofertadas y el banco le pagó la tasa de interés ofrecida, precisando que el error alegado por la demandante era de aquellos que vician el consentimiento y que había sido confirmado a través del pago. La Corte Suprema desechó la nulidad, aduciendo precisamente este último argumento en el considerando quinto, puesto que, atendida su falta de diligencia, el banco carecía de dicha legitimidad. De allí que aparezca la tutela de la confianza razonable como un argumento más acertado para desestimar la nulidad del contrato, porque la entidad bancaria debe soportar el error inexcusable en que incurrió no por su negligencia, sino porque se debe proteger la confianza que creó en los destinatarios de su declaración101.
Claro está que el dolo, al igual que el error, constituye un dispositivo de distribución de riesgos de la información defectuosa que opera durante la negociación del contrato102. Por lo tanto, también plantea el problema de la asignación del riesgo de la ignorancia a una de las partes, de modo que el razonamiento que hemos venido refiriendo le es aplicable, pero bajo la figura de las declaraciones deliberadamente falsas. Dicho de otra forma, una de las partes emite una declaración que sabe falsa, la otra parte ignora la falsedad y tal ignorancia es conocida por quien emitió la declaración103.
Sin embargo, este enfoque no ha sido recepcionado por la jurisprudencia chilena que, hasta ahora, ha preferido proteger a quien ha engañado deliberadamente a otro en vez de a quien se ha comportado negligentemente. Así aconteció en Valdebenito Saavedra con Fuentes Rojas104, en que el vendedor demandó la nulidad del contrato por dolo de la compradora pues esta declaró en la escritura de compraventa que era dueña de un subsidio cuando esto era falso y ella estaba en conocimiento de tal falsedad. La Corte Suprema rechazó la demanda, adjudicando el riesgo al vendedor, indicando en el considerando décimo quinto que la sola aserción falsa no basta para configurar el dolo y que el demandante debería haberse cerciorado, al menos con mediana diligencia, de la efectividad de lo afirmado.
Con todo, si se considera que cada parte está obligada a suministrar a la otra la información a partir de la cual se desprenda que no podrá cumplir en los términos convenidos, la compradora debía informar que no tenía el dinero para pagar el precio. Miradas las cosas desde esta perspectiva, la confianza razonable, al igual que acontecía en el error, aparece como un fundamento más adecuado que el invocado por la Corte, pues, como lo ha sugerido contundentemente la dogmática chilena105, el vendedor tenía una expectativa de que la compradora le entregara tal información y, por consiguiente, podía confiar razonablemente en la veracidad de dicha declaración, de modo que el riesgo de la ignorancia debería haberse adjudicado al comprador.
C. La integración publicitaria derivada de la disconformidad entre la publicidad engañosa y el contrato celebrado
Como es bien sabido, la publicidad, en términos generales, constituye aquella comunicación dirigida al público, por cualquier medio idóneo al efecto, con el fin de promover y motivar la adquisición o contratación de un determinado bien o servicio. A esta definición se han aproximado, en mayor o menor medida, entre otros, el ordenamiento jurídico chileno y el español al definirla en los artículos 1 n.° 4 de la Ley 19.496 sobre Protección de los Derechos de los Consumidores (LPDC) y 2.° de la Ley General de Publicidad (LGP), respectivamente.
Se trata de una actividad con una potencialidad pluriofensiva, dado que su ilicitud no solo puede afectar a otros proveedores que promocionen bienes o servicios y se dediquen a rubros similares, incidiendo en la libre competencia, en la lealtad en la competencia, en la propiedad intelectual o en la protección de datos personales, sino también, en lo que aquí interesa, en la libertad de elección de los consumidores. No en vano se ha indicado que el derecho de la publicidad comprende, precisamente, la libre competencia, la protección jurídica de los consumidores, la creación publicitaria y los derechos de la personalidad106. Y que dicho fenómeno acarrea, en ordenamientos jurídicos como el chileno, una superposición de leyes que pretenden regularla sin que exista una delimitación clara del ámbito de aplicación de cada una de ellas107.
Como lo ha consignado la doctrina más especializada108, la publicidad se cimienta sobre dos principios cardinales: la autenticidad o autoidentificación publicitaria y la veracidad. El primero quiere significar que ella sea identificable como publicidad. El segundo, en tanto, postula que la publicidad no debe inducir a engaño, excluyéndose los anuncios constituidos por frases triviales o carentes de contenido (pues no tienen tal aptitud), los juicios estimativos o valorativos del anunciante (porque se limitan a expresar una opinión que, como no alude a ningún hecho, no puede comprobarse) y las exageraciones publicitarias (ya que el público no las toma en serio).
En el evento de que se contravengan estos principios estaremos ante la publicidad falsa o engañosa, cuyo énfasis se encuentra, en el caso de la legislación chilena, al igual que acontecía en el antiguo artículo 4.° de la LGP española109, en la idoneidad del mensaje publicitario para inducir a error o engaño. Así lo revela el artículo 28 de la LPDC que dispone que infringe dicha ley el que "a sabiendas o debiendo saberlo, y a través de cualquier tipo de mensaje publicitario induce a error o a engaño", respecto de (a) los componentes del producto y el porcentaje en que concurren; (b) la idoneidad del bien o servicio para los fines que se pretende satisfacer, atribuida en forma explícita por el anunciante; (C) las características relevantes del bien o servicio destacadas por el anunciante o que deban proporcionarse como información comercial; (d) el precio del bien o la tarifa del servicio, su forma de pago y el costo del crédito en su caso; (e) las condiciones en que opera la garantía, y (f) su condición de no producir daño ambiental, a la calidad de vida y de ser reciclable o reutilizable110.
Se advierte, por tanto, un criterio de determinación objetivo, pues la publicidad engañosa se configura aunque el anunciante no tenga la intención de engañar o no sea consciente del engaño111. Con todo, la LDPC no contempla medidas orientadas a proteger al consumidor cuyo interés ha sido insatisfecho como consecuencia de la disconformidad existente entre la publicidad engañosa y el contrato celebrado, toda vez que solo prevé en el artículo 24 una multa infraccional de hasta 1.000 UTM y, en el artículo 31, la posibilidad de que el tribunal competente imponga al anunciante, a su propia costa, la realización de la publicidad correctiva destinada a enmendar falsedades o errores.
Y es que, como acontecía en la ruptura injustificada de los tratos previos, en el error provocado y en las declaraciones deliberadamente falsas, nos encontramos ante un conflicto de intereses que requiere solución. En efecto, de un lado se encuentra el del destinatario de la publicidad que instará para que se respete lo anunciado, y, del otro, el del emisor que abogará para no quedar vinculado por aquella. Para determinar cuál de ellos merece protección, la dogmática española ha recurrido a la integración publicitaria, prevista en los artículos 6:101 de los PECL y II:- 9.102 del MCR, con el propósito de configurar una falta de conformidad que active los medios de tutela del acreedor, invocando en su época el artículo 8 de la LGP y actualmente el artículo 61.1 del texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios del año 2007, bajo la premisa formulada por Antonio Manuel Morales Moreno según la cual "la incorporación de la publicidad al contrato debe tener como función, la protección de la confianza (lo que este [el consumidor] puede esperar del producto como consecuencia de las declaraciones públicas), y no sancionar al anunciante por sus declaraciones"112. Por lo mismo, tal integración se ha desestimado si el proveedor desconocía y no cabía razonablemente esperar que conociera la declaración publicitaria, si esta fue corregida al momento de celebración del contrato o no pudo influir en la decisión del consumidor, o bien si el contrato preveía condiciones más beneficiosas que la publicidad113.
Lo propio ha ocurrido en Chile, pues, a falta de una norma que la contemple, el profesor De la Maza ha postulado que ella tendría cabida en el marco de la LPDC a partir de lo preceptuado en el artículo 1 n.° 4, pues este indica que se entenderán "incorporadas al contrato las condiciones objetivas contenidas en la publicidad" hasta el momento de celebrarlo, agregando que son "condiciones objetivas" las señaladas en el artículo 28 antes referido. A tal efecto precisa que solo se integraría el contenido objetivo o informativo del mensaje publicitario y no el subjetivo o persuasivo114, en la medida en que el destinatario haya conocido la publicidad, esta fuera determinante en su decisión de contratar y confiara razonablemente en ella. Del mismo modo, precisa que el proveedor solo podría exonerarse de responsabilidad demostrando que no tuvo ni pudo tener razonablemente conocimiento de la declaración al momento de la venta (atendido el tenor del artículo 28 que prescribe: "sabiendo o debiendo saberlo") y corrigiendo la declaración antes de la celebración del contrato, en el mismo medio y de la misma forma que la declaración original (pues ya no existiría confianza razonable que tutelar)115.
Por su parte, la jurisprudencia nacional ha invocado la confianza razonable para integrar el contenido publicitario al contrato, incardinándose un principio propio del derecho de consumo en el derecho de contratos. Y es que, si bien en sede de consumo encuentra justificación en el hecho de que no se pretende proteger la libertad contractual sino garantizar a los consumidores que se respetarán las condiciones y la calidad en que se ofrecieron los bienes y servicios, tutelándose, en consecuencia, la expectativa de un consumo libre y seguro, a partir de la confianza suscitada en el consumidor116, tratándose de una disconformidad contractual este principio aparece como la única vía posible para satisfacer el interés del acreedor.
Así ha acontecido, por ejemplo, en Muñoz Carvajal con Inversiones e Inmobiliaria Las Nieves117, en que la Corte Suprema acogió la indemnización demandada por el comprador de un departamento derivada de una diferencia de 101,62 mts.2 entre la superficie publicitada y la real, de la que se percató una vez celebrado el contrato. El demandado indicó que no obstante el error publicitario, la superficie real estaba contenida en planos oficiales archivados en la municipalidad respectiva, precisando que el demandante los debería haber consultado. La Corte Suprema desestimó este argumento, indicando que "la publicidad se entiende incorporada al contrato", lo que equivale a sostener que el demandado no podía confiar razonablemente en la publicidad, porque, de un lado, ya se le había informado la superficie del inmueble y, de otro, si esta hubiera sido tan importante habría constado en el contrato118.
La idea de confianza razonable para descartar la integración publicitaria también se advierte, entre otros, en Celedón Fernández con Corporación Santo Tomás y en Zúñiga Castro con Instituto de Educación Superior Santo Tomás. En tales casos la Corte Suprema sostuvo que la frase "augura un gran campo ocupacional y muy interesantes expectativas para los peritos forenses" constituye un juicio de valor contenido en el mensaje publicitario relativo al campo ocupacional de dicha carrera, dado que solo expresa la posibilidad de que este llegue a existir para sus egresados, pero no "lo asegura con algún grado de certeza", de modo que no puede haber inducido a error al destinatario119. Cuestión distinta es que el anuncio especifique un campo ocupacional determinado y verificable120. O que se alegue publicidad engañosa sin asociarla a un contrato de prestación de servicios educacionales y se reclame la indemnización de los daños derivados de aquella, toda vez que no solo no cabe integración alguna, sino que, como ha fallado recientemente la Corte Suprema en Ugarte con Instituto Profesional Santo Tomás, es perfectamente posible que los consumidores se inclinen por la vía extracontractual121, con lo que no solamente se abre la posibilidad de otra estrategia de defensa para ellos sino que se les reconoce la opción entre el régimen de responsabilidad contractual y el extracontractual122.
Como se advierte de lo hasta aquí expuesto, la jurisprudencia chilena, aun cuando a la fecha no se ha construido dogmáticamente la noción de confianza razonable, la ha recogido tratándose de la ruptura injustificada de las tratativas preliminares para justificar la procedencia de la indemnización, y a propósito de la integración publicitaria para configurar una falta de conformidad que permita al consumidor optar entre varios medios de tutela. No ha ocurrido lo mismo tratándose del error provocado o las declaraciones deliberadamente falsas. Esta sola circunstancia amerita elevar la confianza razonable a la categoría de principio contractual para evitar situaciones inequitativas. Una alternativa es intentarlo desde la dogmática, como lo hemos propuesto en la segunda parte de esta investigación. La otra es esperar su consolidación jurisprudencial123. La diferencia es que en la primera su aplicación debiera ser irrestricta, mientras en la segunda dependerá del criterio imperante en ese momento en los tribunales, como ha venido ocurriendo en las sentencias que hemos tenido la ocasión de revisar.
Conclusiones
De lo expresado en los párrafos precedentes es posible arribar a las siguientes conclusiones.
1. ° La confianza razonable constituye una categoría conceptual más técnica y amplia que la cláusula general de la buena fe, dado que no solo obedece exclusivamente a consideraciones morales o subjetivas, sino también económicas o utilitaristas, excediéndola y desbordándola, y encontrando su fundamento, más que en la obligación del emisor de la declaración de actuar leal y correctamente, en el hecho de que su actuación ha generado expectativas razonables en su destinatario que deben ser tuteladas, porque existió una apariencia que determinó el surgimiento de una confianza digna de protección.
2. ° Está dotada de autonomía funcional, dado que extiende su aplicación a los vicios del consentimiento, así como a la regla según la cual la aceptación produce efecto desde que se comunica al emisor y a los remedios por incumplimiento, permitiendo, a un mismo tiempo, tutelar las expectativas legítimas de la parte que confiaba en la validez del contrato, determinar el momento a partir del cual la declaración de la voluntad produciría efecto y proteger las expectativas legítimas del contratante diligente, propósitos que no pueden alcanzarse recurriendo a la buena fe.
3. ° Esta especial configuración conceptual y funcionalidad permiten elevarla a la categoría de principio contractual, dado que se trata de una idea ético-jurídica general y abstracta, que si bien se encuentra plasmada excepcionalmente en el código civil chileno, informa el derecho contractual y, por lo mismo, sirve como criterio de orientación, guía e interpretación para la solución de conflictos de intereses entre el emisor de la declaración y su receptor.
4. ° A partir del movimiento de modernización del derecho de obligaciones y contratos, la confianza razonable ha adquirido relevancia, tratándose de la ruptura injustificada de las tratativas preliminares, la subsistencia del contrato por la asignación de la información defectuosa al errans y por la integración publicitaria implica proteger el interés de quien confió razonablemente en la celebración del contrato. La confianza se predica de la validez de la declaración de voluntad del errans y del contenido del mensaje publicitario en razón del cual decidió contratar.
5. ° En la última década la doctrina chilena ha comenzado a invocar invariablemente la confianza razonable en los supuestos referidos precedentemente, focalizando la atención en la tutela de aquel que merece protección, más que en la sanción de quien la vulneró, ponderando los intereses en conflicto y alcanzando una solución más justa. No ha ocurrido lo mismo en sede jurisprudencial, tratándose del error y de las declaraciones deliberadamente falsas, pues, como no se le ha configurado como un principio contractual, el recurso a ella no resulta obligatorio, generando inequidades que justifican asumir tal desafío dogmático.