Dedicado de muchos años atrás al estudio del derecho de obligaciones, naturalmente hube de acudir bien pronto a los orígenes romanos de las distintas instituciones que integran dicha materia y, por supuesto, detenerme y profundizar en el contrato, comenzando por su razón de ser y sus orígenes, en pesquisas, siempre interrumpidas y retomadas. Acá, con oportunidad de este Congreso, deseo comentar con Uds. algunas inquietudes, suposiciones, perplejidades, generadas por aquellas incursiones en doctrina y fuentes.
Un punto de partida fundamental y fértil fueron para mí, y siguen siéndolo, aquellas reflexión e interrogación lanzadas por Gino Gorla en su obra clásica Il contratto:
La historia de cualquier sistema jurídico revela con cuántas dificultades se ha llegado a admitir la idea de que de una promesa pueda derivar una obligación en sentido jurídico, es decir, de que tal promesa pueda, utilizando la terminología del common law, llegar a ser "enforceable" (actionnable, en francés; jurídicamente sancionada, en nuestro idioma). Hoy esta idea se nos ofrece como algo "natural". Pero fue necesario un largo proceso histórico hasta poder llegar a ella.
En realidad, el problema fundamental del contrato obligatorio o de la promesa es el siguiente: ¿sobre la base de que condiciones o requisitos engendra obligación una promesa, en un determinado sistema de derecho positivo? ¿Basta con el llamado "nudo consentimiento"? ¿Dentro de qué límites produce obligación la promesa o hasta dónde se extiende la responsabilidad del promitente en cuanto tal?1
Ciertamente, en lo que se refiere a la prehistoria, las fuentes son menos que exiguas2, y las conjeturas no dejan de estar contaminadas de prejuicios: la tendencia elemental a imaginar que los demás pensaron, piensan y deben pensar como uno, por doquier y siempre; y en cuanto al presente, esos mismos prejuicios, convertidos en lemas o asertos no controvertidos e incontrovertibles, hacen inusitada y superflua aquella pregunta. ¡Pensar que íntegra la doctrina del contrato y, con ella, cuántas polémicas intensas e interminables han tenido su origen en esa "célula" conceptual! Apasionante, entonces, identificar el "itinerario de la autonomía privada"3. Habiendo adquirido desde las primeras nociones de derecho y, petrificado pronto, un código cultural con arreglo al cual existe una categoría general denominada "contrato", que quiere decir acuerdo, convención, y en últimas, "consentimiento", ¿cómo imaginar, y para qué, que esa categoría y esta definición tienen, como todo, una relatividad histórica y cultural, y que no puede darse por descontado que siempre hayan existido, y significado lo mismo, y obedecido a unas mismas exigencias sociales y políticas?4
Al definir el "negocio jurídico o declaración de voluntad" -categoría dentro de la que se incluye el "contrato"- como "acto voluntario en el que la voluntad del agente está dirigida al nacimiento o a la disolución de la relación jurídica"5, y ver en él la "causa eficiente del nacimiento o de la extinción de los derechos"6, simplemente se afirmó la presencia y la exigencia de una voluntad dirigida a efectos jurídicos, creadora o determinante de ellos, pero se dejó pendiente el problema mayúsculo de la razón de ser de dichos efectos, o sea el de la relación, o mejor de la distribución de competencias, entre el ordenamiento y el particular7: ¿"autorización" de parte del Estado?8, ¿"reconocimiento"9?, "tutela en forma de una action en justice"10? Y también aquel otro, quizá más vistoso y conflictivo, el de qué hay o debe haber "detrás del consentimiento", como sustento o razón de ser de los efectos de él y de la legitimidad del contrato.
Ambas cuestiones siguen vigentes y para su dilucidación es útil tomar los arcanos y observar sus vicisitudes, cuyo análisis contribuye a explicar unas cuantas obstinaciones y virajes a lo largo de la historia, y aún vigentes, cuando no parece impertinente aquel comentario de que "la historia de la autonomía privada es la historia de sus restricciones" (L. Raisel).
Sin que importe establecer cuál fue el primer acto de disposición particular de intereses, si lo que se llamó "mutuo"11 o lo que se denominó "trueque", algo al parecer incuestionable es que cuando el ser humano, ansioso de disminuir sus carencias, acude a alguien que está en condiciones de darle o entregarle el bien o de prestarle el servicio anhelados, sabe que el entendimiento con él habrá de concretarse en una determinada figura cuya función permita a ambos esa satisfacción, mediante la ejecución de las prestaciones surgidas de ella. Es el resultado de la experiencia, propia o ajena. Así, es de suponerlo, fueron surgiendo figuras singulares de actos dispositivos, antes de que se pensara en compararlas entre sí y se procediera a su clasificación según variados criterios, y así han continuado surgiendo, como corresponde al desarrollo económico y cultural.
En una sociedad y economía en las que los ciudadanos obtenían los más de los servicios de sus servi, quienes los prestaban, obviamente, no en razón de trato alguno, sino por orden del respectivo dominus, es natural que la prestación par excelence fuera la in dandum12. Todo hace pensar, por lo mismo, en la prelación de las obligaciones re contractae, y, por tanto, de la entrega previa como razón de ser de la obligación, acá de restituir, que habría de perpetuarse, naturalmente en los contratos reales innominados13. Las obligaciones verbis contractae son, ante todo, las surgidas de la stipulatio, forma e instrumento universal, abstracta, cuyas propiedades, ante todo, su sencillez, autenticidad y adaptabilidad, explican su desarrollo inmenso y la prolongación de su vigencia en el tiempo14. Apta para propiciar la seriedad y madurez de la promesa, con evidente carácter tutelar (Schutzform), como también para respaldar la firmeza del compromiso asumido mediante ella y el rigor de sus efectos15. La plenitud del rito mágico-religioso-jurídico se presenta como requisito fundamental de eficacia de la promesa, a la vez que como razón suficiente de ella. Así, en términos generales, puede decirse que la obligatio contracta deriva, bien de un acto de entrega (re), bien de una ceremonia oral (verbis)16. Con todo, las circunstancias y la creatividad fueron abriendo camino a "contratos informales" frente a la stipulatio, paradigma de contrato obligatorio: obligationes consensu contractae, a propósito de las cuales ha de destacarse la tipicidad estricta de los contratos consensuales y, por lo mismo, la ausencia de acción para la efectividad de los resultados de un acuerdo o convenio por fuera de aquel catálogo17.
Difícil, por no decir imposible, imaginar un acto dispositivo, sin pensar en la intención de quien lo celebra18, al margen de cuál sea la relevancia, según las circunstancias y los criterios, que puedan tener la ausencia o el vicio del "consentimiento", e inclusive si el vicio o la propia falta pueden ser indiferentes, sea porque cumplida la forma el acto deviene inexpugnable19, sea por la severidad de las costumbres, sea, en fin, porque prevalezcan los criterios de la responsabilidad del declarante y la confianza del destinatario de la declaración de aquel. De suerte que de lo que se trata al referirse a los contratos "consensuales" es de desentrañar el significado de la calificación, es decir, de establecer si en ellos basta el mero consentimiento para la celebración del contrato y la firmeza de sus efectos20, y, por consiguiente, la contraposición entre los bien conocidos brocárdicos: Ex nudo pacto non oritur actio, lgitur nuda pactio obligationem non parit, sed parit excepcionem21. Acá, la cuestión no consiste en ignorar o negar la importancia del consentimiento o de la voluntad (¿"voluntad de obligarse en sentido jurídico"?), en lo que respecta al acto particular dispositivo de intereses, sino que estriba en determinar su verdadera trascendencia. En mi sentir, a semejanza de lo que ocurre con el "aspecto subjetivo" en materia de responsabilidad extracontractual, en donde del aserto de "el que daña culposamente ha de indemnizar" se pasó a aquel otro, restrictivo y harto diverso, de "sólo el que daña culposamente está obligado a indemnizar", aquí, del reconocimiento de la importancia y el influjo de la voluntad en la validez del contrato se pasó a sostener que "solus consensus obligat". Y en ambos campos, no me parece ocioso, como tampoco intrascendente, establecer la razón de ser ideológica de esa transfiguración22.
Por cierto, la categoría de los llamados "contratos consensuales" se remite a la jurisprudencia clásica, y son bien sabidas sus ventajas, entre otras, la de los poderes de singularización o especificidad del criterio del juez frente al caso concreto, y sin más puede decirse que su acogimiento obedeció ante todo a la necesidad de agilizar el tráfico jurídico internacional, sentida por el praetor peregrinus, que vino a enriquecer la práctica entre los solos romanos23. Categoría de la cual, todo hace pensar que derivaron las del contrato moderno y el contrato contemporáneo (?). Dejando de lado los temas de los poderes del juez en los bonae fidei iudicia y de la evolución de los pacta adjecta, ex continenti y ex intervallo, no sólo en cuanto a la eficacia de estos, sino más ampliamente en lo relativo al contenido y los alcances "casuísticos" de estipulaciones y naturalia negotia, es de resaltar -en lo que hace a la tipicidad y sus consecuencias- la contraposición entre los pacta vestita y los nuda pacta, si que también entre los contratos con nombre y disciplina en el ordenamiento los contratos innominados (anonyma synallagma), que, por cierto, nunca carecieron de nombre24, y no llegaron a ser tan "consensuales", en la medida en que su reconocimiento, indirecto o directo, se remitía a la ejecución o comienzo de ejecución de una de las obligaciones correlativas: res vel factum25. De ahí que retenga y resalte el aserto de que "en la fase justinianea, el derecho romano se cierra con la admisión de dos esquemas genéricos de contrato obligatorio: uno es el contrato formal o stipulatio, el otro es esquema genérico de contrato de cambio cumplido por una de las partes, genérico en el sentido de que no se entra en la cuestión de la naturaleza, de los caracteres o de la proporcionalidad de las prestaciones, y por tanto, se trata de un esquema que, en cierto modo, tiene un valor casi formal"26.
Que el derecho clásico no conoció una teoría general y que, por el contrario, su atención se concentró en las figuras o tipos singulares, y que la jurisprudencia del derecho común fue la creadora de una teoría general el contrato, es una afirmación pacífica27. También lo es la lentitud "tardanza" con que el verbo contrahere fue adquiriendo el significado de "celebrar o realizar un acto"28, y más aún la ambivalencia de las expresiones pactum, conventio, synallagma, contractus29, aprovechada por los compiladores, y más por los iusnaturalistas, para apuntalar su orientación "consensualista".
Qué interesante e instructivo es seguirle el paso al "contrato" durante el Medioevo, especialmente en lo que hace al derecho común30. La presencia de formalidades, fueran las constitutivas o ad substantiam del contrato formal, o las que simbólica o realmente acompañaban al acuerdo o a la promesa, consecuentemente con las nuevas circunstancias: juramento, palmata, arras, denarus Dei, charta, instrumentum, pone de presente la trascendencia conceptual y práctica del vestitum, sin perjuicio de la mayor desenvoltura o agilidad del contrato comercial. Cuán lento y penoso fue el recorrido hasta llegar a la apoteosis del consensualismo. Valdría la pena indagar más a fondo y desprejudicialmente sobre el significado y el alcance ciertos, en su momento, de aquellos brocárdicos: "Ein Mann ein Mann, ein Wort ein Wort"31, "Wer bedechtlich zusagt, der sol es haiten" y el más gráfico de "On lie les boeufs par les cornes, ef les hommes par les paroles; et autant vaut un simple promesse ou convenance, que les stipulations du droit romain"32. E, igualmente, apreciar la presión en sí a favor de un "strip off" o sea para despojar al contrato (¿a la promesa?) de vestimentas pesadas e impedientes, y el porqué de ella.
Se da por descontado el influjo del derecho canónico en tal sentido, así hubiera sido indirecto33, aun cuando al propio tiempo se reconoce que el "solus consesus obligat" y el consensualismo en general no vinieron a imponerse (teóricamente o formalmente!) sino hasta el advenimiento del racionalismo iusnaturalista y los humanistas34 y, especialmente, con Grotius35 y Pufendorf36. Aquella díada "confianza-desconfianza", propia del ser humano, que podría decirse, explica y justifica el trabajo del operador jurídico, oscila según los tiempos y las culturas, y el peso de otras normatividades distintas de la jurídica, con preceptos coincidentes en buena parte con los de la ley y coadyuvantes de sus fines. El perjurio, el pecado, la mentira, la sanción religiosa, el forum internum, hubieron de tener grande influencia entonces, considerados en sí y en sus repercusiones sociales, de modo de contribuir a la fe en la palabra empeñada37, vestita o nuda, como también, en igual sentido, obraron las exigencias del comercio resurgente38.
Son bien conocidos los pronunciamientos de los "abuelos" del Code civil français, Domat39 y Pothier40, al respecto. [T]ales planteamientos fueron vertidos en los arts. 1108 y 1134 del Code civil français, que han de ser leídos completa y críticamente: "Art. 1108. Quatre conditions sont essentielles pour la válidité d'une convention; Le consentement de la partie qui s'oblige; Sa capacité de contracter; Un objet certain qui forma la matière de l'engagement; Une cause licite dans l'obligation'. Art. 1134. Les conventions légalement formées tiennent lieu de loi à ceux qui les ont faites".
El primer precepto, en cuanto al requisito inicial, recuerda la sententia de Ulp. con referencia a la expresión de Pedio, D. 2.14.1.3, que, por lo demás, no sólo permite sino que impone diferenciar el requisito del "consentimiento" (para la "validez", que no para la existencia de la "convención") de la asimilación de contrato a consentimiento y el intento fantástico de bastarse con este para tener por coercible el compromiso emanado de aquel. En tanto que la segunda norma, que se trasladó a tantos ordenamientos, entre ellos el código civil de Chile, que Colombia reprodujo, incluye un adverbio condicionante de la eficacia del contrato, en el que las gentes, por lo general, no reparan: [las convenciones] 'legalmente" [celebradas], y que visto funcionalmente, en conexión con el art. 1108, permite afirmar que la autonomía privada no es ni puede ser concebida, y menos practicada, como un poder en blanco, y que necesaria e incuestionablemente, no por mandamiento legal, sino por modo de ser cultural de la especie humana, se vierte en moldes (tipos) legales o sociales, alguna vez inventados y usados por primera vez, y cuya aceptación, primero pretoriana, y quizá más tarde legal, presupone un juicio positivo, de congruencia con los principios y valores de la sociedad respectiva, distinto del juicio de licitud y lógicamente previo a él. En otras palabras, el recorrido pleno del supuesto de hecho de cualquiera de las figuras que tienen nombre y disciplina legales abre la puerta a la coercibilidad de las obligaciones que genera de acuerdo con su función, al paso que el solo "serio et deliberato ánimo" no es suficiente para un reconocimiento preliminar o para una presunción de regularidad en aquellas figuras "atípicas" o "anónimas". De otra parte, en términos generales, de por sí la validez y la propia eficacia de los contratos están en pendencia, sujetas al riesgo de una eventual impugnación próspera, sobre la base de ilegalidades o de ilicitudes ocurridas o presentes al tiempo de su celebración.
Luego de examinar y repasar las distintas clasificaciones de los contratos, de antaño a hoy, puede concluirse que son cuatro las categorías básicas, en lo que hace al fundamento o justificación de sus efectos obligatorios: contratos solemnes, contratos reales, contratos de cambio o sinalagmáticos y contratos unilaterales. En los primeros, la forma es respaldo suficiente41; en los segundos, es natural que la entrega sin dare rem implique un deber restitutorio; en los terceros, la reciprocidad del sacrificio da cuenta de la seriedad del compromiso y de su viabilidad; en fin, en los compromisos unilaterales, contratos gratuitos el ánimo de favorecimiento respalda la obligación.
El otorgamiento de acción para la efectividad de las prestaciones surgidas de los contratos solemnes y de los reales es obvio, se les reconoce a plenitud como figuras idóneas para la generación de obligaciones42. En tanto que en lo que respecta a los unilaterales y a los de cambio, se recuerda la exigencia de la tipicidad cierta, o de la efectividad inicial o de un signo inequívoco específico, equivalente a la solemnidad o a la realidad, y que su acogimiento y tutela comienza con la concesión de la exceptio, para en últimas llegar a la actio (actio in factum concepta, actio praescriptis verbis), a veces indirectamente. Las dificultades, pues, afloran con respecto a los compromisos unilaterales y tienen un despliegue mayor en lo que hace a los contratos de cambio. Al examinar los contratos y la razón de ser de las obligaciones contractae en tal sentido, es natural detenerse en la diferenciación entre aquellos donde hay un sacrificio mutuo, en donde cada parte tiene interés patrimonial y espera atribución de la otra, independientemente de si hay o no conmutatividad, y aquellos otros en donde el sacrificio es unilateral, una de las partes no espera recibir y no recibe nada de la otra. En los primeros, al margen del trámite genético, en últimas el haber hecho o dado (res vel factum) es razón de tutela de quien tomó la iniciativa de ejecución del compromiso, permitiéndole, ora reclamar la restitución, ora el interés en la prestación contraria fallida y no el "mero consentimiento"43, consideración que difícilmente dio lugar a tener como bastante la sola promesa recíproca. De todos modos, de por medio está la "promesa interesada". En los segundos, la promesa es unilateral, no hay obligaciones sino a cargo de una sola parte, con ánimo de beneficencia pura, de remuneración de servicio pretérito, de prestar un servicio amistosamente. De esa suerte, bien puede sostenerse que el solus consensus, el serio et deliberato animo, como sustentos suficientes de la promesa o compromiso, no han pasado de ser un modo di dire, que cuando menos han de verterse en una figura típica para alcanzar el respaldo jurisdiccional. De ahí los esfuerzos de los juristas, del Medioevo en adelante, para proveer puntales o sustentos de la eficacia de la obligación equivalentes a la forma (verbis vel litteris) y a la res, y por ende el desarrollo disperso y confuso del concepto de causa, con la mira puesta en aquellos contratos.
Por otra parte es del caso observar cómo la inexpugnabilidad de los contratos solemnes, derivada de su validez iure civile, a su turno engastada en la suficiencia de la forma preestablecida para la eficacia de la figura respectiva, fue cediendo paulatinamente, para dar paso a la posibilidad de plantear las irregularidades o anomalías que se presentaran al tiempo de su celebración o, inclusive, en el curso de su ejecución, a fin de obtener la condictio o la exceptio correspondiente44. Cosa distinta se observa en lo que atañe a los llamados "contratos consensuales", cuyo ingreso mismo implica una afirmación de la equidad, la buena fe, la atención a las circunstancias específicas de la operación, como referencias para la concesión de los medios adecuados a una decisión justa y correcta, en donde también pueden verse antecedentes de actitudes jurisprudenciales modernas.
Dentro de las anomalías de que puede adolecer el contrato interesa acá resaltar aquellas relativas a la disconformidad entre la función propia de la figura y el recorrido, como también las que respectan a la ilicitud de la conducta de los contratantes45.
En lo que hace al primer aspecto (coherenntia contractum), los ordenamientos siempre han provisto respuestas políticamente adecuadas a la respectiva época, que con el devenir se fueron decantando y consolidando. Y en cuanto al segundo aspecto, la ilicitud del objeto y del contenido impone la nulidad del contrato o de la sola cláusula, según sea el caso, sin necesidad de acudir a otros aspectos o elementos de la figura. Todo ello sin perjuicio de que por razones históricas, perfectamente individualizables, se hubieran llegado a emplear, sustitutiva o complementariamente, las figuras de la "ausencia de causa" y de la "causa injusta". Esto para concluir que, así como en el derecho romano no se llegó a echar mano de un elemento o factor misterioso y confuso para enrumbar socialmente la autonomía particular y para reprimir las transgresiones graves de la buena fe y las mores, en la actualidad sería ya hora de liberarse del estribillo y la coyunda de la "causa"46, porque, por una parte, la exigencia del recorrido cierto y pleno de la definición de la figura y de su perseverancia a lo largo de la ejecución del contrato y, por otra, la exigencia de contenido y objeto lícitos bastan para asegurar los resultados que indistintamente e imprecisamente se han confiado a la causa, al objeto, al consentimiento.