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Folios

Print version ISSN 0123-4870

Folios  no.28 Bogotá July/Dec. 2008

 

ARTÍCULOS

Libros de texto y TIC en la escuela: condiciones de producción de sentidos

Textbooks and educational technologies at school: conditions for the production of senses

Guillermo Echeverri Jiménez*

*Profesor e integrante del Grupo de Investigación Pedagogía y Didácticas de los Saberes, PDS, de la Universidad Pontificia Bolivariana. Estudiante de doctorado del Programa Interinstitucional Universidad Pedagógica Nacional, Universidad del Valle, Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Correo electrónico: guillermo.echeverri@upb.edu.co.

Artículo recibido el 16 de septiembre de 2008 y aprobado el 14 de noviembre de 2008.


Resumen

El texto forma parte de un primer acercamiento conceptual a un trabajo doctoral que se pregunta por la escritura de los maestros en Colombia y la formación del pensamiento pedagógico. En el escrito se plantea que los Libros de Texto, LT, ingresan a la escuela, desde los distintos saberes enseñados por los maestros, sin una mayor reflexión, lo que trae como consecuencia que se fijen sentidos entre los estudiantes que tal vez no hayan sido comprendidos por quienes los enseñan. Los LT, desde esta perspectiva, se convierten en una herramienta didáctica que se utiliza en la cotidianidad de la escuela, pero que quizá requiera un trabajo de análisis sistemático para entender, por ejemplo, los sentidos que se configuran en la enseñanza, particularmente en relación con la escritura de los textos y la escritura de los mismos maestros, entendida la escritura como una tecnología que fija sentidos y legitima saberes.

Palabras clave: Libros de texto, escritura, producción de sentidos, maestro.


Abstract

This text is a part of a first conceptual approximation to a doctoral paper that raises the question about the writing of teachers in Colombia and the construction of pedagogical thinking. This paper presents the idea that textbooks, tb, appear at school due to the different types of knowledge taught by teachers, without a deep reflection, which results in fixating senses that perhaps have not been understood by those who teach them. From this perspective, textbooks become a didactic tool used at school daily, but they might require a systematic analysis in order to understand, for example, the senses that make up in teaching, specifically, with respect to writing of texts and the writing of teachers, which is understood as a technology that fixates senses and legitimizes knowledge.

Key words: Textbooks, writing, senses, teacher.


Introducción

El espacio de la escuela obedece a la lógica social del disciplinamiento, del orden, de la economía y de la distribución de tiempos y de funciones. Esta lógica no es gratuita, en tanto la escuela es subsistema del sistema social y, por ende, debe responder a la dinámica de las representaciones que una determinada sociedad requiere para que los individuos se inserten en el sistema, produzcan y reproduzcan objetos, acciones, relaciones y sentidos1 de identidad, de pertenencia; en esta medida, la escuela es fundamental engranaje social porque sostiene un sentido determinante: el sentido productivo: todo lo que se enseña y todo lo que se aprende está en la dirección de producir sentido. Se podría decir que no importa tanto el contenido del sentido como la producción misma, como una especie de explosión, de multiplicación que desborda cierto límite de la significación, y que lo desborda en la medida en que en el exceso se halla la justificación de cierta idea de plenitud, es decir, de abordaje de lo ilimitado, imagen de lo que algunos denominan posmodernidad.

Los libros de texto son, en el ritmo pedagógico del marco escolar, un útil para la enseñanza y el aprendizaje; en ellos se recoge la tradición del saber, el tecnolecto de la ciencia, la síntesis de lo que se debe aprender y el conjunto de operaciones organizadas para hacerlo (lo que normalmente se llama didáctica, y en no pocos casos metodología). Los libros de texto, entonces, compendian y abren al mismo tiempo; entre el compendio y la apertura se encuentran dos agentes que otorgan sentido (en el sentido ya dicho en la nota al pie): los maestros y los estudiantes. La escritura, el grafos, es el dispositivo de producción. Se escribe más, se lee más, se consume más. No es posible que la escuela escape a ello. Tampoco que lo resista. Menos aún que lo ignore. La escuela es para producir sentido. Para escribir, aunque no vamos a plantear de manera profunda, por lo menos en este texto, las formas de la escritura, o más bien las distintas escrituras. Ahora bien, ¿qué se escribe?, ¿cómo se escribe?, ¿quiénes escriben?, ¿para qué se escribe?, ¿cuál es el sentido?, ¿qué sentidos se ponen en juego? Son éstas algunas preguntas que habría que formular a la hora de pensar en la textualidad que la institución escolar pone en juego en los procesos de enseñanza y de aprendizaje.

La institución escolar, por lo menos la surgida después de los dictados de Juan Amos Comenio en la Didáctica magna, incorpora en su proceso de formación e instrucción la lectura y la escritura como acciones fundamentales. Para estas dos acciones el útil fundamental es el libro, en tanto éste condensa y legitima -después del desarrollo de la imprenta- las ciencias, las disciplinas, los saberes; el libro es el referente que la escuela utiliza (es decir, asume como útil) para los procesos de formación y de instrucción. En el libro se deposita la confianza didáctica de la institución escolar, en tanto el mismo recoge lo que la tradición moderna considera bagaje científico y acervo religioso, o, expresado en otros términos, la yunta razón-fe, es decir, los enunciados fundamentales para la formación e instrucción del cuerpo y del espíritu de los aprendices. No hay que olvidar que la institucionalidad escolar empieza con lo moral y luego vincula la instrucción.

Ahora bien, el libro que la escuela toma como útil, esto es, utiliza, no es el mismo que se produce en las esferas científica, académica e intelectual. La escuela, que desde sus inicios pretende enseñar todo a todos, según el principio comeniano, privilegia versiones del libro, lo que se puede denominar genéricamente como el libro de texto (en adelante LT), que adquiere las formas de cartilla, manual, o guía. El LT, en estas versiones, en términos generales, tiende a la condensación, a la simplificación y a la explicación de una manera lineal, de lo que se podría denominar un significado; en esta dimensión, se podría afirmar que el LT se instala en una reducción de las ciencias y de las disciplinas por efecto de una explicación que, en procura de las aclaraciones, de las verdades y de las totalidades, impide en muy buena parte un diálogo problematizador con el conocimiento, aunque esta misma restricción del LT a veces puede ser virtuosa, en tanto el maestro tiene que buscar otras formas, distintas a las de los instructivos de los manuales y guías, para movilizar el pensamiento de los estudiantes. No obstante, y a pesar de cierta distancia del maestro, el afán explicativo del LT hace que los problemas de las ciencias y de las disciplinas, en tanto constituciones histórica y epistemológicamente situadas, se soslayen o, incluso, se borren en aras de lo que se podría denominar la explicación clara para los aprendices. Cabe, desde luego, la pregunta: ¿qué sentido tiene el texto de la ciencia que la escuela incorpora?

Cuando se hace referencia a la cartilla, uno de los LT, el Diccionario de la Real Academia Española la define así: "cuaderno pequeño que contiene el alfabeto y las primeras enseñanzas de la lectura". En la definición queda claro que la cartilla se define por su mínimo volumen y por lo básico, lo que indica su condición de texto reducido. De esta manera, la enseñanza, que es otro componente referido en la definición, queda atrapada en tal reducción, en una lógica de lo mínimo que no se circunscribirá a las primeras letras, sino que alcanzará aun niveles superiores, pues la cartilla se conservará en el marco escolar en distintos grados. El manual, por su parte, se define, en el mismo Diccionario, como: "libro en que se compendia lo más sustancial de una materia. Documento o cartilla que contiene las nociones básicas de un arte o ciencia y su forma correcta de aplicación". En esta definición se puede resaltar lo siguiente: las nociones básicas dejan por fuera, desde luego, cualquier problematización; el manual se asimila a la cartilla; la forma correcta de aplicación supone un afán pragmático que resulta sospechoso, por decir lo menos, en tanto deja por fuera los problemas y pasa a la operación, que es una especie de finalidad del manual. La guía, a su vez, se define como "libro de indicaciones u orientaciones", lo cual pone la cuestión de nuevo en la reducción, a la cual se le agregan las prescripciones. ¿Cuál es el sentido del LT? El significado. Y esto no es una paradoja, sino la confirmación de una dirección.

El LT es una de las representaciones de la ciencia más importantes con que cuenta la escuela. Se puede afirmar que la mediación más utilizada en el marco escolar es aquella que tiene que ver con el útil libro, pues es éste el que hace la conexión estudiante- maestro-ciencia, de tal modo que aquello que se pretende enseñar ,y, por supuesto, aprender, pasa por el LT que el maestro propone como referente de cientificidad, que para el caso supone verdad, certidumbre del mundo, realidad. Así, el LT se convierte en objetivación del mundo, en una certeza que desplaza las preguntas, por lo menos las que se podrían catalogar de problematizadoras, y da paso a una serie de respuestas más o menos uniformes, es decir, apropiadas a un esquema centrado en los datos, en los hechos, en las definiciones, que, es necesario reiterarlo, abogan por la unificación simplificadora y pierden de vista las diferencias, los matices, las nuevas preguntas, los otros problemas. Así, el sentido del saber puede quedar atrapado en la explicación, que para el caso no es un sentido, sino un significado; se diría, entonces, que lo explicado por el LT no requiere ningún otro sentido (sobre todo cuando se hace alusión al discurso científico); es más: el sentido se vuelve un obstáculo de la comprensión, de la claridad, de la certeza.

La escuela apropia el útil libro, en su versión LT (cartilla, manual, guía), como la herramienta privilegiada para la formación y la instrucción de los niños y de los jóvenes. El LT, en cualquiera de sus modos, opera sobre los aprendices y forma e instruye acerca de dos operaciones consideradas fundamentales en la vida escolar y para el desempeño social en distintas esferas: la lectura y la escritura. Al operar sobre los aprendices se quiere significar que el LT construye determinadas visiones o concepciones, pues los LT están cargados de enunciados, imágenes y diseños que portan referentes sociales, culturales, económicos, educativos y religiosos, los mismos que se incorporan sin que haya reflexión crítica, porque es claro, como se indicó en las definiciones acerca de las instrucciones, las prescripciones y las operaciones automatizadas, las mismas que, en esta lógica, garantizarían el aprendizaje. No obstante, pero quizá como respaldo de lo anterior, los LT reiteran la importancia de los múltiples sentidos que pueden darse a la ciencia, a la vida, a los descubrimientos, a los mismos científicos, a las herramientas. De este modo, no cabe duda, el cierre es también apertura: el útil es un cierre, pero anuncia que hay múltiples sentidos por explorar, de tal manera que hay un juego entre la multiplicidad enunciada y las posibilidades efectivas de los instructivos; dicho de otro modo: la multiplicidad ofrecida tiene su límite en el seguimiento de instrucciones para acceder a ésta.

En la misma tónica, aunque con las diferencias correspondientes, el LT opera sobre el maestro. Éste queda sujeto a la lógica de un útil que le es ajeno, que viene dictado desde el Estado, desde las casas editoriales o desde el orden institucional, que, en último término, responde a los dos anteriores. El maestro, entonces, está sujeto a dos dictados externos: el currículo y el libro de texto; entre uno y otro él es un agente que se encarga de poner en funcionamiento la dinámica del sistema, pero es claro que su puesta en funcionamiento es un asunto de operario, de ejecutor. De este modo, el maestro ve reducido su papel, aunque, desde luego, ello en el fondo resulta más cómodo: la labor consiste en seguir los lineamientos del currículo, por una parte, y en acatar las instrucciones del LT, por la otra, de tal modo que no hay necesidad de conocer en profundidad ni lo uno ni lo otro. El resultado, aparentemente, es la reducción del papel del maestro: en lugar de ser actor propositivo en la escuela, pasa a ser operador de políticas y estrategias ordenadas por el sistema. Esto tiene un sentido: el maestro es un hacedor. Ahora bien, la condición de hacedor es menester aclararla: para algunos analistas del papel del maestro, hay una sujeción de éste a dictados externos:

    [...] Las racionalidades tecnocrática e instrumental actúan dentro del campo mismo de la enseñanza y desempeñan un papel cada vez más importante en la reducción de la autonomía del profesor con respecto al desarrollo y planificación de los currículos y en el enjuiciamiento y aplicación de la instrucción escolar. Esto se pone en evidencia sobre todo en la proliferación de lo que se ha dado en llamar materiales curriculares "a prueba del profesor". La base racional subyacente en muchos de esos materiales reserva a los profesores el papel de simples ejecutores de procedimientos de contenido predeterminado e instruccionales (Giroux, 1990: 174-175).

Esta misma condición subordinada la señalan otros autores que aluden a la función que desempeña el maestro en el marco escolar, en particular a la supuesta poca producción de pensamiento y de saber (Batista y Flórez, 1982; Zuluaga, 1989; Peña Borrero, 2003). En otra dirección, Maurice Tardif (2004) anota que la condición del maestro es la de alguien que piensa y actúa en situación, esto es, que es la rutina la que precisamente define su desempeño profesional; por tanto, desde la perspectiva de este autor, el LT ayudaría a construir la rutina profesional del maestro, y ello no sería una dificultad, sino más bien un mecanismo de organización de la actividad docente. El diseño del LT no es para que el maestro lo lea, lo apropie, lo transforme: es más bien una producción voluminosa -acompañada en muchos casos de una guía del docente- que da la opción de hacer con él, no necesariamente de entenderlo. Así, el LT entraría en la lógica de lo que se consume, por una parte, y también de lo que permite mantener la rutina (en los términos de Tardif). Por ello, el sentido tal vez importe poco.

El problema con los LT en la escuela está, en síntesis, en dos órdenes: uno hace referencia a la didáctica que configura la escuela con respecto a los LT; el otro tiene que ver con el estatus profesional del maestro. En el primer orden, el de la didáctica, los LT que utiliza la escuela traen dos consecuencias entre los aprendices: la primera hace referencia a la introducción entre éstos de elementos ideológicos y culturales que no son pensados ni por los maestros ni por los estudiantes; la segunda refiere el aprendizaje y el desarrollo de las operaciones de la lectura y la escritura, las mismas que quedan encerradas en una decodificación basada en componentes aislados, sin contexto, de tal manera que, por ejemplo, no hay producción de textos, sino escritura oracional, la cual reduce las posibilidades no sólo de enunciación lingüística, sino de pensamiento, de interpretación, de argumentación y de proposición. El segundo orden, el del maestro, hace que éste sea, sobre todo, prescriptor: aquel que encarna una serie de normas, que le son ajenas pero que le dan autoridad por fuerza de la investidura, no de la autoría. De este modo, el maestro tiene dos sentidos claros en relación con el LT: hacedor y prescriptor. Ahora bien, en el hacer y el prescribir se instala una rutina profesional que el maestro construye como telón de fondo y, en muchos casos como soporte, de su desempeño. En otras palabras, el LT sujeta al maestro, pero en la sujeción el mismo maestro encuentra una manera de su subjetividad: la que le da el reconocimiento y el acomodamiento en la lógica del desempeño cotidiano.

En este orden, el libro que ingresa a la escuela no es para la lectura, entendida como problematización, como sugestión, como provocación o como imaginación, como placer (Barthes, 1984), como pregunta por sí mismo (Larrosa, 1998). El libro que la modernidad le permite a la escuela es aquél que sirve en cuanto decodificación, es decir, como un asunto de correspondencia entre el significante y el significado. No se lee en la escuela: se decodifica; la decodificación es necesaria, en la lógica de la modernidad, porque mantiene un metarrelato fundamental: la analogía, la semejanza del mundo. Por esto, por ejemplo, no se lee El Quijote en la escuela, sino que sólo se le resume, se le anecdotiza, porque la escuela, en general, está interesada en construir identidades y semejanzas, correspondencias entre esto y aquello para simplificar la complejidad de la realidad. El texto de Cervantes, en cambio, quiebra la semejanza, inaugura la representación, entendido éste en tanto inauguración del mundo por las palabras, no por las cosas (Foucault, 1985). De este modo, el potencial del libro (el libro de literatura, el libro científico) es en buena parte absorbido por el LT; la absorción es histórica (Burke, 2002): permite que las instituciones de formación apropien y difundan mediante su organización curricular la producción de conocimiento y la tradición de la cultura; entre el currículo, las bibliotecas y las instituciones escolares se configura, según este autor, la trama de legitimación y distribución del acervo de saberes, y en esta lógica el libro (después de la imprenta, especialmente) adquiere un papel protagónico; ahora, señala el mismo Burke, son los compendios, los manuales, las cartillas y los instructivos los que sirven para la difusión a las grandes masas.

¿Qué papel desempeña el maestro? Se podría decir que su papel está en una tensión. Tratemos de explicarlo. Por una parte, como receptor directo del LT, las casas editoriales y la institución esperan que lo aplique, que dé las instrucciones, o que las siga tal cual están indicadas en las guías del maestro y en las fichas de apoyo a la labor docente (no son pocos los textos diseñados, como se suele decir, a prueba de maestros, es decir, con la lógica de que quien opera no tenga que saber mucho de una determinada área de conocimiento, sino más bien leer bien y aplicar en las dosis y en los tiempos adecuados las instrucciones y respuestas correspondientes). Aquí hay, desde luego, una exterioridad que se impone sobre el maestro. Otra imposición tiene mucho que ver con la presión de los padres de familia que, aunque en sentido estricto no saben de pedagogía ni de LT, se mueven en la lógica de la compra y el consumo: han gastado dinero en la compra de los LT y lo mínimo que esperan es que sus hijos los utilicen al máximo, sin importar, por supuesto, las posibles deficiencias de tales útiles; de esta manera, cualquier padre de familia espera que su hijo use el LT y lo termine2. En contraposición con estas imposiciones, el maestro también construye en relación con el LT unas maneras de recepción y uso que suponen una instalación en un proceso de distribución, esto es, una forma particular de organizar los saberes y de enseñarlos; en esta forma hay una mixtura entre lo que los LT dictan y lo que el maestro adecua en su oralidad, de tal modo que se yuxtaponen, por lo menos, tres discursos: las instrucciones y ejercicios del LT, las respuestas de los estudiantes y las aclaraciones y ampliaciones del mismo maestro. En esta yuxtaposición hay un diálogo limitado: lo que se puede problematizar y discutir está, en la mayoría de los casos, en el ámbito de las respuestas que el LT predetermina. De nuevo, el maestro tiene unas posibilidades de maniobra que están en la tensión entre seguir la cartilla y configurar su propio discurso. En unos casos, el LT sirve para seguir una rutina fácilmente identificable y, por tanto, adecuada tanto a la lógica institucional como a la acomodación del desempeño personal3; en otros casos, el LT es el punto de referencia del maestro en dos sentidos: primero, para tener un objeto construido desde el cual elaborar el discurso oral de la explicación; segundo, para mostrarles a los estudiantes un rasgo de distinción, o sea, para hacerse un tanto al margen del LT y decir lo que éste no dice, punto en el cual el maestro se hace un poco autor(idad) por diferenciación de la autoría del libro.

La tecnología escrita: fijación del sentido

Cuando se plantea la cuestión de los LT en el marco escolar, en relación con los maestros, la enseñanza y los estudiantes, es imprescindible preguntarse por la escritura. Y esta pregunta no es un ejercicio puramente conceptual, a la manera de una elucubración teorizante que deja por fuera la práctica, sino que más bien trata de poner la lente fija sobre la manera en que la forma gráfica configura en la cultura modos particulares de ser y de estar en el mundo; y parece claro que el ser y el estar devienen del hacer, que para el caso es una tecnología de inscripción, es decir, una manera de registrarse, que desde luego se distingue de la oralidad, no precisamente porque la traduzca, sino mejor porque se ubica en otro lugar de la tecnología humana. En la escritura hay otro modo de ser y de estar. Y, por supuesto, de hacer.

En la grafía siempre se es otro. La escisión es inevitable: una tecnología opuesta a la rutina, un código sin gestos y un ritmo que se vuelve exterioridad. Tres fragmentos que emergen como forma de una monstruosidad que, normalmente, se evita: la escritura. Todos, en general, en la sociedad, evitan escribir, aunque todos querrían ser escritores: siempre es bueno verse en letras de molde. Después de la imprenta, de la reproducción en serie, asunto de la modernidad y de la modernización, se corre tras lo escrito: allí residen la verdad, el conocimiento, los fundamentos, la ley, las instrucciones, las palabras fundacionales de la ciudad, de la urbe civilizada, de la velocidad, de las industrias, del desarrollo paradójico, como lo refiere Marshall Berman (1991) para hacer alusión a la experiencia de la modernidad, que se agita entre el macadán de las calles, las vitrinas y los bulevares, la producción fabril y las flores enfangadas de Baudelaire. La escritura fija impone un sentido. Se podría afirmar que el formato, el molde, el libro, el autor constituyen un imperativo: el sentido ya está. Por esto, quizá, el afán de abrir la obra, de que el lector sea copartícipe en la construcción de sentido. En ello hay algo de mea culpa del autor, de la autoridad que escribe.

Peter Burke (2002) refiere que la escritura inaugura una forma particular del conocimiento, aquélla que está emparentada con las maneras de legitimación propias de los libros, de la impresión, de las bibliotecas, de las universidades, lugares que podrían asumirse como microsociologías:

    Un tercer punto en el que la nueva sociología del conocimiento se diferencia de la antigua es el mayor interés de la primera por la microsociología, por la vida intelectual cotidiana de pequeños grupos, círculos, redes o "comunidades epistemológicas", considerados las unidades básicas que construyen el conocimiento y controlan su difusión a través de determinados canales (Burke, 2002: 20).

En la misma línea, David Olson y Nancy Torrance (1995), en alusión a Eisenstein, señala que:

    Los nuevos descubrimientos se podían incorporar a nuevas ediciones. De este modo, la imprenta contribuyó al desarrollo de una tradición de investigación acumulativa. Así, los desarrollos que tuvieron tanto la ciencia como la religión fueron producidos más por la explotación de las nuevas oportunidades ofrecidas por los materiales escritos, ya sean libros, diagramas, cuadros o mapas, que por cualquier alteración concreta en las modalidades o formas de pensamiento (Olson y Torrance, 1995: 204)

Los materiales escritos ocupan, entonces, un lugar central en los procesos de producción: son éstos los que reúnen, como se anuncia en la cita, los productos científicos y los productos religiosos en una variedad que va desde las taxonomías del cuerpo hasta las clasificaciones de las ciencias y las disciplinas, pasando, desde luego, por las cartillas explicativas de los evangelios. Son los materiales escritos los que provocan unos pensamientos, los que configuran unas formas de idearse el mundo, es decir, no hay pensamientos por fuera de los materiales, sino que son éstos los que producen un cierto pensar; en los materiales hay una concreción que se vuelve imperativo del pensamiento: se piensa lo que la herramienta permite aprehender como pensamiento. Y, desde luego, se piensa también en contra de los materiales, esto es, por oposición a ellos, por resistencia. La escritura, por tanto, marca fijeza, originalidad y objetividad, mientras con la imprenta se gana en reproducción, en cobertura. Una técnica y una tecnología (o dos tecnologías, si se quiere) constituyen lo que se podría denominar un tejido en expansión, una textura que fija la forma en una impresión gráfica dada y permanente. De aquí proviene la superproducción de textos, que abogan por la configuración de sentidos, pero realmente lo que provocan es la intensificación sensitiva (por ejemplo: textos para ver, no para leer). Exacerbación de las sensaciones (los sentidos para sentir, no necesariamente para comprender). Los últimos LT que ha incorporado la escuela, por ejemplo, tienden a una explosión de lo sensorial, de tal manera que casi todo lo entendible pasa por las sensaciones. La pregunta que habría que hacer es qué tipo de construcción de conocimiento hay en ello y cómo es recogida pedagógicamente por el maestro.

De esta manera, la oralidad empieza a ser cuestionada como conocimiento válido, por lo menos si no está referida a ciertos materiales escritos; no se borra la oralidad, por supuesto, pero ésta es considerada especulación, en el sentido peyorativo, es decir, enunciación sin soporte, sin material de apoyo, sin recurso impreso. En esta medida, lo oral adquiere la condición de lo que se usa cotidianamente, de lo que se expresa en la rutina de la comunicación diaria, pero no lo que contiene el conocimiento, pues éste está fijado en los libros, en los textos escritos La palabra alada que refiere Borges, ésa que es insuflada por el espíritu, la de los maestros de la época clásica -el filósofo peripatético o el rapsoda homérico- es reemplazada por la fijeza que queda registrada en los libros, que, al decir del mismo escritor argentino, son una extensión doble: de la memoria y de la imaginación (Borges, 1983). El mismo escritor termina por afirmar que son los libros los que mantienen tanto la tradición como la imaginación, pero que requieren, desde luego, la acción de los lectores, quienes tienen la función de sacar los libros de los estantes para darles vida, para imprimirles la vitalidad de la lectura, esa acción propia de cada sujeto. En la defensa de la oralidad, Borges, sin embargo, acude a la materia, a la concreción de los libros.

La inauguración de la imprenta es, entonces, modernidad: una producción de conocimiento, el mismo que se vuelve mercancía, intercambio, torrente de palabras puestas en páginas que exigen un gesto, una tecnología: la fijación de la vista en un objeto: el libro. La fijación exige un movimiento lento y repetido: se va de izquierda a derecha, y se vuelve a la izquierda para nuevamente ir hacia la derecha (y considérese lo siguiente: en la vuelta de derecha a izquierda pareciera haber un vacío, una especie de retorno sin nada, sólo regreso para volver a comenzar, una cierta ociosidad en el retorno. Asunto éste en el que no reparó la modernidad, la factoría, porque si hubiese caído en la cuenta de ello, seguro habría imitado la escritura en bustrófedon).

Los libros se convierten en objetos de la producción, en referentes de formación, en moldeamiento de la personalidad y -esto es lo central para nuestro caso- en útiles de la enseñanza, en herramienta de la instrucción, de la escuela, del maestro. El útil hace que la oralidad adquiera la certeza del libro, de lo que está escrito, de lo que es impreso, de un grafos que exige la permanencia del ojo en una cosa durante mucho tiempo. El espacio de afuera, de la vastedad rural en la cual el ojo iba a la deriva, viajaba por la extensión de lo abarcable con la mirada, se concentra ahora sobre un objeto, con un alcance de menos de un metro, de tal modo que hay un recogimiento, una pérdida de la larga distancia para ingresar en el espacio corto, en la concentración. La mirada concentrada recoge una tecnología que otrora había liberado el cuerpo de la inmediatez de la tierra que se pisaba de manera cuadrúpeda; la tecnología del ojo retorna a lo cercano, a lo inmediato, que ahora no es la tierra sino un objeto: el libro. Con este útil se asiste a la escuela; después se incorporan otros útiles, desde luego, pero el útil imprescindible es el libro, en tanto éste recoge lo fundamental de los procesos formativo e instructivo.

La modernidad configura un útil que es conocimiento y, al mismo tiempo, como ya se anotó, mercancía. El mercado del conocimiento imprime enciclopedias, atlas, manuales, antologías, mapas y guías de enseñanza e instructivos sencillos para entender, por ejemplo, pasajes de la Biblia; de este modo, hay una proliferación de los impresos, pero sobre todo de aquellos que se hacen asequibles en tanto son de fácil lectura. El mercado de la impresión produce en serie, y esta producción va a ser importante en la medida que lo impreso obedece a una lógica moderna: hacer fácil el consumo, evitar la dificultad, ahorrar esfuerzo -salvo el económico-, producir lo que se puede leer sin mayor dificultad, esto es, con una alfabetidad baja o mínima. Aquí parece tener su papel central la escuela: es ella la que forma para el consumo, para la recepción de los productos gráficos del mercado, para la adquisición de todo lo que la industria produce como objeto de conocimiento, como lectura necesaria en el proceso educativo. En la escuela se forman e instruyen las masas que se convertirán en las consumidoras de lo producido por las industrias. Entiéndase bien: no es que el LT ordene el consumo, claro que no, sino que la lógica de uso en la escuela forma en dicho consumo, da el sentido de que la cuestión es de velocidad: consumir más en menos tiempo.

La institución escolar, con el mandato de Comenio, imita la naturaleza, parte de la simple para ir a lo complejo, aun cuando pareciera ser que lo segundo nunca apareciera, porque lo simple es más deseable, más rentable, más mercadeable. El consumo, es decir, la recepción de los productos escritos por la imprenta, es la condición de pertenencia a la sociedad, a una esfera que reproduce, que forma en la rapidez, en la velocidad, en un ritmo frenético, el propio del trazado de las calles, como lo señala Richard Sennet (1997)al aludir a las formas de la modernidad. El ritmo de la producción hace que la escuela no tenga la misma velocidad, desde luego, porque la escuela ha sido lenta, pero sí que tenga la condición de la serie, de lo mismo repetido determinado número de veces, como una lección que se aprende mientras dura el consumo, pues al fin y al cabo siempre hay una nueva serie para otro consumo. Por esto, la repetición se hace imprescindible: no sólo es un problema de memoria, es una cuestión de productividad, de mantenimiento de la lógica producción-consumo; en esta lógica la instrucción se dirige a capacitar al aprendiz en mecanismos de rapidez: para leer, para comprender, para decir, para escribir.

El maestro, el magíster dixit de la oralidad escolástica, ve ingresar en su magistralidad los textos, no a los que tiene acceso restringido una elite intelectual vinculada a los monasterios medievales, sino los que se multiplican en la producción masiva. El maestro es el texto que lee para prepararse, es el LT del cual bebe verdades para luego depositarlas en los aprendices. La imprenta explota la producción: todo está en los libros, y todo es conocimiento en tanto es libro, por tanto, el mundo es libresco. La fuente libresca se hace verdadera y única: el cuerpo de los maestros es lo que encarnan los libros que leen para enseñar conocimiento, para aleccionar, para guiar, para ordenar, para disciplinar. Esta es una pregunta que parece importante formular: ¿para qué le sirve un libro a un maestro en la escuela? Para dar la lección. Para dar el significado, aunque en el ejercicio ello se oculte tras la mampara de dejar abiertos todos los sentidos. El libro, convertido en LT, se impone como una de las condiciones de la enseñanza; se podría decir que las señales más visibles de las áreas de conocimiento escolarizadas están dadas por los LT, que marcan un orden y una costumbre tanto en la enseñanza como en el aprendizaje. Y vale anotar que en el orden y en la costumbre construyen buena parte de su relación el maestro y el estudiante.

La lección es, de acuerdo con la etimología latina de la palabra, elección, lectura; por esto, entonces, se instituyen escrituras en forma de lección: partes numeradas con cierta unidad en que se divide una materia para ser enseñada y facilitar su estudio. Así, el maestro no tiene acceso a los libros, a las producciones a las que acceden los intelectuales, a los manuscritos filosóficos y científicos, sino, en su lugar, a los compendios, a las antologías, a las guías, a los manuales y a las cartillas, que normalmente se entienden como los libros para aprender las letras del alfabeto. La serie de textos producidos para la formación e instrucción, sobre todo para la educación elemental o básica que forma en las primeras letras, se soporta en la prescripción, en el orden y en la verdad, tres valores caros para la escuela, particularmente para la escuela entendida como espacio que sujeta al individuo al ritmo de la normatividad institucional, que no es, desde luego, tiempo de la imaginación o de la creación, aun cuando se acuda de manera recurrente a la idea de los libros como libertadores de la imaginación o incentivos de la creatividad al individuo, asunto que no es más que un enunciado para crear el efecto de la virtud del texto y borrar su carácter de sujeción.

La escuela, entonces, no deja entrar los libros, lo que éstos tienen de provocación, de imaginación, de metáfora viva, en términos de Ricoeur (2001). Los libros no ingresan en su condición de obras totales, de unidad de saberes y de relatos, de producciones completas que dan cuenta de visiones de mundo; ingresan en versiones recortadas, en recortes resumidos que no sólo eliminan contenidos, sino que mutilan el ritmo, el tono de la textualidad inicial. La escuela, por el influjo y la presión de la producción de las factorías, se comporta como producción seriada, esto es, da instrucciones y pone tiempos para su cumplimiento, lo cual elimina el ocio y se instala en el negocio. Entonces, no hay tiempo para leer lo extenso o lo complejo; el tiempo se distribuye, por tanto, para enseñar las instrucciones necesarias, las que se pueden aprender con una lectura básica y dirigida, la misma que restringe la interpretación y se instala en el aprestamiento, en el aprendizaje oracional.

Aleccionar, es decir, dar la lección, es constitutivo del maestro. No se concibe, desde esta perspectiva, el maestro sin un libro, sin un texto, sin la guía del conocimiento. El LT funda una parte importante del maestro, aun a aquél que se ve en la condición de maestro de la oralidad, pues éste en realidad es más que todos los demás, sólo que no quiere revelar sus libros, sus fuentes. El LT es leitmotiv: se invita, más bien, se podría decir, se exige a los niños y a los jóvenes que deben, que tienen que leer, porque la lectura, según la lección, es la fuente del conocimiento, es el venero que prodiga toda la sabiduría. Y la modernidad lo ratifica: es necesario leer. Todos los individuos lo asumen: la lectura es la formación. El juego es doble: se vende y se controla lo que se vende. En esto consiste la producción: no sólo en vender, sino sobre todo en controlar la manera en que se consume lo vendido, porque el problema del consumo es fundamental: hacer que aquello que se entrega tenga un uso adecuado, esto es, una utilización acorde con lo esperado. Lo esperado es que el útil se utilice, esto es, que el LT esté a la mano y se haga manual: un objeto cercano y consumible en la cotidianidad.

El maestro sabe, entonces, que buena parte de su desempeño reside en leer antes que los estudiantes, que es imprescindible contar con la fuente que el otro no tiene, para -de este modo- poder enseñar, para dar las señas, para señalar. El imperativo es contundente: leer (que en general sólo requiere reseñas, resúmenes) muchos libros para impedir que el estudiante, siempre más joven, le dé alcance. El imperativo se torna práctica del maestro: prepara las lecturas antes de que los estudiantes puedan acceder a ellas; interpreta lo propio del texto de tal manera que no quepan las dubitaciones; reúne algunos textos atinentes al mismo tema; busca acciones que hagan inteligible el texto para públicos más amplios. En fin, el maestro trata de ganarse el beneplácito estudiantil. En la búsqueda del beneplácito se transita por el camino de la explicación clara, del comentario acertado, de la interpretación única, de la moraleja aleccionadora. La función del maestro reside, por tanto, en acercar al estudiante a los textos, en ser un guía en torno a lo que hay que leer, a la manera de hacerlo y a las interpretaciones adecuadas en contraposición con aquéllas que se consideran erradas o no afines con el texto propuesto. Se configura, a la luz de esta función, una hermenéutica de lo correcto, es decir, un ejercicio interpretativo que tiene su fundamento en lo dado, como si ello fuera contenido indubitable. Lo adecuado es lo acertado. Y en el acierto está el sentido, el buen sentido.

En esta lógica, el maestro dicta lo que los libros contienen, de modo tal que lo más importante está en aprenderse bien el texto para dar buena cuenta de él. La tradición escolástica parece predominar: se lee para dogmatizar; el dogma predomina porque la palabra oral presenta dos características: es fugaz, y en tanto tal no hay manera de retenerla para la crítica, por lo menos para una crítica sistemática, juiciosa, lenta y rigurosa; proviene de una autoridad, de un poder, de una exposición que hace fuerza en la retórica efectista de quien está investido de la condición del saber en la institución escolar, la misma que deja de lado la posibilidad de la comprensión por vía de una confrontación colectiva, con los estudiantes, que tenga como soporte el registro escrito, el texto. Así, el maestro es un lector de libros que luego expone ante los estudiantes, aquéllos que escriben en sus cuadernos lo que la lección correspondiente indica; ahora, lector de libros puede ser una exageración: el maestro estaría, desde esta perspectiva, más bien instalado en la práctica de escoger lo mejor, aquello que se llama en el ámbito académico y poético la antología, para desde allí ordenar las lecturas, las lecciones. La escogencia de lo mejor, empero, no es poca cosa: el maestro, comprometido con otras tareas además de la enseñanza en el aula, tiene que acudir al LT para organizar la labor de su docencia, y esta organización implica disponer lo que se debe leer y lo que hay que hacer después de la lectura, una cuestión que está vinculada no sólo con la lección, sino con el control, con el disciplinamiento grupal, es decir, con la economía de la escuela.

En la exposición oral no hay, sin embargo, un problema filosófico, esto es, una postura mayéutica que hace parir las ideas de los estudiantes por medio del diálogo interrogador -lo cual, desde luego, resulta interesante-, sino más bien una cuestión económica: la oralidad es más barata que la escritura y tiene mayor resonancia. Es una cuestión de la dinámica de producción de la modernidad, esto es, cómo menos pueden hacer más, o de qué manera con lo mínimo se puede alcanzar lo máximo. El maestro oral congrega amplios públicos, es decir, tiene resonancia para muchos y no requiere producir nada especial, salvo los enunciados que reiteran lo propio de los LT, sin que necesariamente éstos entren en escena. El maestro, entonces, es enciclopedia carnal: lleva en su cuerpo un caudal de conocimiento que es ilustración, bagaje de lo leído, caudal de lo memorizado. Pero de igual modo en la oralidad del maestro no hay sólo un asunto de economía, también está una voz que se juega su legitimidad, su autoridad como referente obligado del saber, del conocimiento; el maestro que expone, que se expone oralmente, le hace resistencia a la producción de un conocimiento que se identifica claramente con el libro; por esto, el maestro sigue el LT, mas lleva el ritmo de su exposición personal, punto en el que se da su autolegitimación.

Aquí, en este punto preciso, cabe una aclaración: por la dinámica de la modernidad, de lo que se ha dado en llamar tal, parece claro que el maestro ni tiene tiempo ni compra libros, pues el ritmo de la producción es contundente: leer poco, decir extenso y poner a ejercitar mucho. El maestro, sobre todo el de las primeras escolaridades -la infancia y la juventud-, y después de la institucionalización de la escuela, queda relegado a la condición de asalariado, aunque en el discurso se le endilgue una condición intelectual y académica. Cada maestro con su librillo, es decir, cada maestro con un texto, normalmente debajo del brazo, que da cuenta de que allí lleva la lección, la instrucción, la moraleja del día. Al llegar al aula, el maestro saluda, llama a lista, ora e imparte la lección: el librillo en el centro para iniciar la sesión. Ésta tiene un orden, el mismo que se despliega en la lógica de la introducción, el desarrollo, el desenlace y un mensaje aleccionador, de tal manera que la secuencia es, en último término, lo que se enseña: la manera en que todo es ordenado desde el relato, un relato puesto en la línea de continuidad, en las analogías y en el mensaje de orden moral, que cierra el juego en tanto dice que todos vivieron felices. Y no hay drama. Eso es lo grave del asunto: se elimina el drama.

Tiene que haber drama, porque es éste el que permite salir de la posición obvia de la visión feliz para ingresar no en la infelicidad, sino en la inquietud, en la sospecha, en la duda, en la pregunta. Y los LT no portan drama, no escenifican, no problematizan (porque dos o tres preguntas en torno al texto no son problematización, sino, a lo sumo, cacería de respuesta, ubicación de qué quiso decir quién, inquietud resuelta en la página tal). El drama queda eliminado en tanto el LT borra el contexto, deja por fuera la escena, el ambiente, la tensión, el juego entre los personajes; y eliminar el drama es tanto como pensar que la función de la escuela consiste en recrear y no en formar, porque la formación es moldura dura, es horma que no ajusta de entrada, sino que se hace con el tiempo, con un padecer que hace la forma, que es el contenido. Claro, la forma es el contenido. Lo contenido es formal, tiene la forma de lo enunciado, de lo dicho, de lo registrado, del texto. Y el texto, en tanto tejido, desaparece de la escuela, pues no se teje sino que se acumula, pero tampoco se hace esto porque se olvida, y se borra todo pues no se ha escrito nada, no se ha marcado un trazo, no ha habido una estela gráfica qué seguir. Todo ha sido huero. La huella no está en la escritura del maestro. No hay un trazo para continuar o para transgredir.

¿Pueden los niños escribir más allá de la correspondencia sígnica si los maestros no transgreden el signo? Si lo pueden hacer, ¿ello será validado como conocimiento? En esta misma medida, ¿cómo se representa el mundo desde los referentes escriturales que expone el maestro en clase? Las tres preguntas tienen un punto común: los signos empleados en la escritura, que no se refieren, por supuesto, a la correspondencia fonema-letra, sino a las imágenes que evocan, ¿son una potencialidad de creación escritural o una prescripción de cómo hacerlo correctamente, aunque el que hace las veces de prescriptor no se atreva a hacerlo? El problema podría ubicarse así: se entiende el signo, por parte del maestro, como una adecuación, como un ajuste entre cosa y nombre, con lo cual se olvida la arbitrariedad, es decir, el artificio, el montaje, para decirlo en términos teatrales, que hay a la hora de la relación cosa-nombre; al olvidar el artificio, es decir, la arbitrariedad, se pretende un ajuste inexistente, el mismo que provoca algo así como la adecuación por decreto: lo nominado es natural.

El maestro enseña, da señas, pero parece olvidar que las señas son un constructo social, una construcción en el marco de la cultura. El problema vuelve a los libros, a los referentes, a aquello que sirve de soporte para la exposición del conocimiento, puesto que la instalación en la guía, en el manual, en la cartilla, en el libro de cabecera, se convierte en restricción, en territorio árido: dejar la posibilidad de conocer en las respuestas que se hallan en la pesquisa de la lectura, que no es búsqueda ni mucho menos, sino ubicación telegrafiada. La adecuación entre libro y conocimiento se convierte, entonces, en una falacia, porque el ejercicio de la escritura no aparece en el marco de la escuela en tanto construcción social, histórica, y por tanto problemática, que recrea y se pregunta de manera inteligente por las áreas de conocimiento; en lugar de ello se opta por el camino sencillo y absolutamente monótono, además de restringido: escribir lo dictado, para luego repetirlo, normalmente de mala manera.

De este modo, empieza a ser clara una condición del maestro: no tiene que escribir porque basta con que haya leído y entendido bien para que luego pueda exponer. En este sentido, el maestro no es productor de nada, pero sí formador de todo, y entonces la formación es una generalidad, normalmente sin academia, desde la cual se configura un efecto de la escuela: hablar de todo sin saber de nada, para lo cual no se requieren pensadores de los saberes, sino lectores de enciclopedia que estén en capacidad de repetir con alguna fidelidad lo leído. Podría decirse, a manera de colofón de este apartado, que la escuela no forma ni en lectura ni en escritura, salvo las honrosas excepciones de siempre, porque el maestro está atado a una reproducción desde la cual no se puede más que hacer tareas y poner tareas. En el juego de te pongo tareas que a mí me ponen, leer y escribir son ajenos, son asuntos que se simulan, desde luego, pero que nunca se asumen en tanto movimiento del pensar, en el sentido de representarse el mundo desde planos más complejos e interesantes.

Las tecnologías en la escuela: los otros medios y los libros de texto en la construcción de sentido

En el marco escolar se suele convivir con las fragmentaciones, sobre todo aquellas que tienen que ver con la incorporación de recursos y medios en el plano didáctico. Los recursos que ingresan en la escuela parecen no contar con la suficiente reflexión acerca de sus implicaciones en los procesos de formación e instrucción de los aprendices; asimismo, no parece haber integración entre los distintos recursos, sino que más bien se opta por privilegiar unos y desechar otros, o en su defecto por yuxtaponerlos sin relación, sólo como acumulación novedosa de una nueva tecnología que reemplaza a otra, supuestamente envejecida u obsoleta.

La fragmentación escolar, en términos de recursos y de medios, la refiere Roberto Aparici (1996: 373) así:

    El lenguaje impreso convive dentro del sistema con otras formas de comunicación, pero no se articula en un discurso comunicativo global. Es un sistema desestructurado donde las partes intervinientes no conforman un todo. El signo dominante de la comunicación didáctica es la palabra impresa, y los otros intervinientes, subsidiarios de ésta.

Pero cabe decir que la palabra escrita obedece, como ya se ha señalado, a la lógica de los LT, que recogen en un esquema reducido los conocimientos de la cultura. Pareciera ser que la escuela estuviera de espaldas a los medios y a la zaga de éstos:

    El ataque a la escuela se completa más que nunca: de los medios se aprende. Ellos ofrecen recursos para enfrentar la vida, para adaptarse, para moverse con el nerviosismo de la ciudad. Incluso desde este ángulo de mira, los videojuegos son útiles, porque desarrollan una percepción ágil, movilizan reflejos [...] (Prieto, 1999: 111).

La escuela parece pelear contra los medios y los recursos; en relación con aquéllos hay un permanente descrédito; sin embargo, cada vez entran más medios y recursos tecnológicos, de lo que se conoce en términos generales como Tecnologías de Información y Comunicación, tic; lo que no parece tan claro es la manera en que la institución escolar, desde sus propuestas educativas y pedagógicas asume el ingreso de estas tecnologías. El entorno de la escuela está atravesado por medios e intercambios comunicativos que tienen que repensar la producción y consumo de signos, porque, según Manuel Castells (1996: 405), "las culturas están hechas de procesos de comunicación". Y todas las formas de comunicación, como nos enseñaron Roland Barthes y Jean Baudrillard, se basan en la producción y el consumo de signos. De manera que no hay separación entre "realidad" y representación simbólica, y en esta medida se requiere que el entorno escolar potencie las representaciones simbólicas con formas textuales que sean capaces de ir más allá de las frases hechas, de los enunciados teledirigidos que quedan atrapados en la red por una interpretación por analogías, por consecuencias previsibles que poco permiten el desarrollo del pensamiento simbólico.

En todas las sociedades, la humanidad ha existido y actuado mediante un entorno simbólico. La formación simbólica de los niños y jóvenes, es decir, la capacidad para desarrollar un pensamiento afinado en las abstracciones a partir de la realidad no se construye con base en la importación de novedades tecnológicas e informáticas, porque parece claro que en las dos últimas décadas, según Roberto Aparici (1996: 20):

    [...] Se desarrolla una campaña de marketing a escala mundial con el fin de vender más tecnología. ¿De qué se beneficia un profesor si usa esta tecnología y no reflexiona acerca de lo que significa su utilización?

Es imprescindible, por tanto, la construcción de una cultura escolar que esté en condiciones de rebasar la inmediatez:

    [...] Una totalidad conformada por lo menos por cinco elementos compartidos en la escuela: espacios, tiempos, interacciones entre los agentes, recursos y sentidos. Las características que adquieren estos elementos en un centro educativo configuran la cultura del mismo.

Diríamos que la cultura de la escuela supone entender que los textos son los tejidos por medio de los cuales se incorpora el mundo de una manera inteligente, lo que implica no repetir fórmulas, no hacer ejercicios sólo de aprestamiento ni identificar significados aparentemente correctos, sino ir en pos de sentidos contextualizados.

La formación, en términos de transformación, tiene que ver con medios y tecnologías que institucionalmente se seleccionan, adecuan, construyen y reconstruyen para la creación de ambientes de enseñanza y aprendizaje, que promuevan mediaciones e interacciones para operar, representar y socializar lo que cada individuo ha construido como conocimiento de sí, de lo otro y de los otros (Larrosa, 1998). Mediaciones e interacciones que están soportadas en medios, tecnologías y ambientes: el tablero, la palabra, el libro, el computador, el aula, un problema de conocimiento, un manual, un ábaco, un gesto, un televisor, por ejemplo. Así, los LT son referente de construcción de sentido, pero no porque en ellos esté la exclusividad del saber, de los conocimientos, sino porque desde ellos es posible construir una idea de sí mismo por efecto de las interpretaciones que se amplían, que salen del código de la lengua y se instalan en las formas del lenguaje, de los otros lenguajes que ingresan a la escuela, de las otras tecnologías.

El LT no puede ser, entonces, una tecnología para las prescripciones, las instrucciones y las fórmulas hechas; tiene que ser entendido, más bien, en tanto potencial para configurar no sólo los saberes, sino las maneras de ser en relación con las comprensiones compartidas: "La tecnología hace parte de la constitución de los sujetos en tanto genera nuevas condiciones de intersubjetividad" (Vargas Guillén, 2003: 167). En esta medida,

    (...) La tecnología remite hoy no a la novedad de unos aparatos sino a nuevos modos de percepción y de lenguaje, a nuevas sensibilidades y escrituras. Radicalizando la experiencia de des-anclaje producida por la modernidad, la tecnología deslocaliza los saberes modificando tanto el estatuto cognitivo como institucional de las condiciones del saber, y conduciendo a un fuerte emborronamiento de las fronteras entre razón e imaginación, saber e información, naturaleza y artificio, arte y ciencia, saber experto y experiencia profana (Martín-Barbero, 2002: 80).

Como afirma Germán Vargas Guillén (2003: 168):

    Nuestra responsabilidad como educadores, frente a estas tecnologías, no sólo está referida a la racionalización acerca de las implicaciones que éstas tienen para los enfoques, métodos y contenidos pedagógicos, sino también en la generación de condiciones para que éstas nos permitan consolidar una sociedad cada vez más democrática y sean un instrumento de poder para los menos favorecidos, de poder para dialogar y participar en la construcción de un nuevo proyecto de nación.

En esta línea, los LT, por ejemplo, tendrían que considerar la posibilidad de problematizar las posiciones del sujeto en relación con los saberes y con los otros sujetos, lo que supone escapar al esquema de los ejercicios, de los mensajes salvíficos, de las normas descontextualizadas, de las oraciones típicas y de las reducciones del conocimiento en fragmentos acríticos.

En esta misma tónica:

    Las instituciones enfrentan el desafío no sólo de incorporar las nuevas tecnologías de la información como contenidos de enseñanza, sino también reconocer y partir de las concepciones que los niños y los adolescentes tienen sobre estas tecnologías para diseñar, desarrollar y evaluar prácticas pedagógicas que promuevan el desarrollo de una disposición reflexiva sobre los conocimientos y los usos tecnológicos (Ligouri, 1995: 134).

Son los niños y los adolescentes los más expuestos ante los medios y las tecnologías contemporáneos. Esta problemática con respecto a la manera en que la institución escolar introduce medios y tecnologías, incluidos los LT, en su entorno sin claras concepciones pedagógicas, curriculares y didácticas, y además sin comprender sus implicaciones en la formación del pensamiento científico y tecnológico de los niños, se puede especificar con las siguientes caracterizaciones:

Los medios hipervalorados: la escuela se aferra a sus acciones consuetudinarias porque encuentra en ellas un amparo para sostener rutinas institucionalizadas: volverse experta en hacer lo mismo de la misma manera; aunque se señala que la institución debe innovar, parece más acertado decir que se valoran sobre todo las lecciones acostumbradas, los viejos códigos de normatividad y la aureola de tradición y mantenimiento de lo "clásico". Pero como el entorno presiona con la exigencia de la innovación e introducción de nuevos medios a las instituciones escolares, entonces la escuela responde de manera veleidosa: les dice sí a los medios y a las tecnologías, y los califica en grado sumo, aun cuando en realidad no sabe para qué son útiles en los procesos formativo e instructivo.

La reacción es una cadena: las instituciones escolares ponen en sus políticas y proyectos la adquisición de nuevos materiales, de novedosas tecnologías y de nuevos LT y, de manera amplia, de recursos variados para la enseñanza y el aprendizaje; sin embargo:

    El problema principal de la enseñanza no se sitúa en el acceso a la información, sino en la necesidad de elaborar criterios de selección, comprensión y transferencia tanto por el profesorado como por el alumnado. Saber escoger, saber dar sentido a la información y saber utilizarla para poder resolver problemas, encarar nuevas situaciones y continuar aprendiendo son cuestiones fundamentales de la enseñanza y el aprendizaje (Sancho, 1994: 34).

Los LT, por ejemplo, son incorporados sin la suficiente reflexión acerca de sus contenidos ideológicos, de sus formas de escritura, de sus maneras de concebir el mundo y los saberes; se introducen en la escuela porque con ellos la acción didáctica se hace más fácil, se dosifica y se controla por los límites de los capítulos, de los temas, de los contenidos, de los ejercicios y de las lecciones predeterminados.

De la hipervaloración a la subutilización: la llegada de los materiales a la institución es -desde luego- un acontecimiento; empero, el mismo se torna padecimiento, pues el conjunto de materiales, recursos, medios u objetos didácticos resulta ser un cúmulo de diversas herramientas que quienes las tendrían que manejar -los maestros- no saben qué hacer con ellas. Así, la escuela ve pasar portafolios, baúles, kits, manuales, módulos, cajas, portales y tantos otros recursos que -aun siendo valiosos- no son asimilados por un pensamiento pedagógico, curricular y didáctico; no obstante, en no pocos casos son utilizados por los maestros para darle variedad a la clase, para mostrarles algo nuevo a los estudiantes.

Pero el asunto no es, desde luego, mostrar novedades, la cuestión está en analizar qué comprenden los maestros de los medios y las tecnologías que emplean: La incorporación de las tecnologías a la educación pasa por la formación de los docentes, pero en relación con ello la discusión está en los plazos y en el tipo de propuesta de formación, porque suele suceder que se planteen, por parte del Ministerio, de las secretarías de Educación y de las instituciones formadoras, procesos de muy corto aliento, en unos casos, o que asumen las tecnologías como herramientas externas al pensamiento y las experiencias de los maestros, en otros casos.

La novedad, sin embargo, suele pasar rápido. Y el paso fugaz obedece a varias razones, todas de peso: los maestros quedan en evidencia de su falta de pericia para el manejo de los recursos ante los niños: estos últimos, por el contacto que el entorno les brinda, son diestros en el uso de recursos tecnológicos y medios; ante la evidencia, en muchos casos vergonzosa, los maestros optan por volver a lo tradicional: oralidad, tablero y LT. Y en este sentido las cartillas, los manuales y las guías no son una opción interesante, sino el refugio tradicional ante la imposibilidad de manejar nuevas herramientas.

No hay relación entre la práctica pedagógica de los maestros -generalmente rutinaria- y el nuevo material, y esto también crea desconcierto, dado que después de un tiempo, más bien corto, de utilización del material, los maestros sienten que su función de enseñanza se va desvirtuando y, por tanto, su acción profesional se hace más reconocida: dar clase, poner tareas y calificar exámenes. Por esto, parece necesario contar con maestros que estén en capacidad de sortear los desafíos del cambio, de aceptar que en la dinámica de la escuela prácticamente todos los conocimientos están remozándose continuamente, lo que implica aceptar la utilización de una herramienta, así inicialmente en el uso haya desventaja en relación con la destreza de los estudiantes; pero lo importante está en comprender cuál es la potencia de la herramienta en el trabajo conjunto, no quién está en desventaja. El LT, entonces, adquiere el sentido de imprescindible, pero no por la potencia que el mismo pueda tener: es más bien un asunto de acostumbramiento, de volver siempre al útil conocido y compaginar éste con los demás útiles.

El desconcierto y la subvaloración: los materiales, hipervalorados antes, empiezan a ser mirados con sospechas por los maestros; y la sospecha es fundada: entraron al aula por novedad, no por reflexión, ni comprensión pedagógica, curricular y didáctica de quienes enseñan. Lo que antes produjo impresión favorable, ahora produce rechazo y negación, casi aversión. Los maestros, entonces, arguyen razones de diferente índole para su fobia: "nada como la clase magistral"; "todo tiempo pasado fue mejor"; "la tecnología es deshumanizante"; "perdimos el sentido de la formación humana"; "la tecnología nos roba al otro, su ser, su presencia"; "los recursos son un sofisma de distracción"; "es necesario volver a los contenidos" y así sucesivamente:

    Como instrumento cultural, de crecimiento de nuestra cultura, preveo que tiene un futuro modesto. Los verdaderos estudiosos seguirán leyendo libros, sirviéndose de Internet para completar datos, para las bibliografías y la información que anteriormente encontraban en los diccionarios, pero dudo que se enamoren de la red (Sartori, 1998: 56).

La descalificación del autor es excusa general de los maestros. ¿Las quejas no tienen sentido? Claro que sí lo tienen. Los maestros -expuestos a algo que no conocen, y que además los pone en evidencia de su desconocimiento- responden al desconcierto con una general subvaloración de los medios y de las tecnologías; el rechazo se vuelve, en ciertos casos, visceral: no quieren saber nada de tecnologías y nuevos medios, aunque en el fondo quisieran saber todo acerca de éstos y manejarlos para no estar a la zaga. Hay una dramática escisión: rechazar todo lo que se parezca a tecnología y, al mismo tiempo, saber todo acerca de ésta; el maestro se encuentra en una disyuntiva: afianzarse en su forma tradicional de enseñanza o dejarse permear por nuevos medios y modos de ser docente. La práctica, una costumbre fortísima, parece ganar la partida: el maestro tiene que enseñar, tiene que dar o dictar clase:

    La desconsideración de los aspectos pedagógicos puede llevar a la utilización de nuevas tecnologías para impulsar procesos pedagógicos obsoletos. El desconocimiento de la tecnología limita el potencial de estas herramientas, llevándonos a la producción de aplicaciones que no resisten la comparación con los programas comerciales. También puede darse el caso de que converjan el saber pedagógico y tecnológico, pero no se cuente con unos recursos materiales crónicamente escasos en el ámbito de la educación (Sancho, 1994: 38).

Los medios de qué: los medios y los recursos son presentados por el mercado como la manera expedita de "hacer más fácil el aprendizaje". La facilidad, obviamente, es un "gancho" comercial; en esta medida es evidente una problemática: desde una perspectiva general acerca de la pedagogía, el currículo y la didáctica -la propia de los asesores de las casas editoriales-, los medios ayudan o facilitan el aprendizaje. Hay, en este caso, una reducción, una simplificación de lo que suponen los procesos de enseñanza y de aprendizaje; la reducción tiene que ver con borrar la problemática relación entre enseñanza y aprendizaje. La simplificación, por tanto, está ligada a la idea de el medio, cualquiera que sea, como servidor exclusivo a unos fines más altos. En este sentido, el medio queda en la mitad, no media, es decir, no transita de uno a otro lado. Cuando se presenta al profesor:

    Como única opción práctica un conjunto de materiales prefabricados, series de programas manufacturados para alimentar las aulas de informática y de los centros educativos, se supone que estamos convirtiendo al profesor en mero transmisor de un diseño hecho por otros [...] fomentar en los docentes de los distintos niveles educativos una suficiente formación técnica que les permita explotar muchas de las posibilidades informáticas en ámbitos como el diseño y el desarrollo de materiales [...] parece ser una opción más seria y coherente desde el punto de vista didáctico (De Pablos , 1994: 149).

Los medios median. Tienen que mediar. Por lo menos si se piensa en el proceso de enseñanza y de aprendizaje. La mediación es una tensión: lo que se sabe y aquello que se quiere saber; lo que se enseña y lo que se aprende. La tensión problematiza la comprensión y el uso de los medios: ¿qué es un medio?, ¿qué saben y manejan los maestros de los medios?, ¿todos los medios sirven de igual forma a los saberes escolarizados?, ¿cuáles son los efectos de un medio en lo que enseñan y en lo que aprenden los maestros?, ¿cuál es el potencial de un LT?, ¿por qué un LT es más relevante que una película, por ejemplo? La mediación parece necesaria, porque el medio no es tanto un puente, sino una forma de interacción: la posibilidad de un encuentro en el que se dialoga acerca de lo que se sabe y se quiere aprender, lo cual produce una resemantización no sólo del conocimiento, sino de quienes intervienen en él.

Hay, entonces, una puesta en escena fundamental: se sabe lo que el medio propicie de interacción entre dos sujetos -maestro y estudiante- que tienen la intención de aprender algo con respecto a los saberes y a ellos mismos.

    Los materiales didácticos son un mediador indispensable entre el hombre y el mundo, ese mundo contingente que lo rodea y la inteligencia que le da múltiples formas. Los alumnos pueden realizar operaciones, actividades y acciones, a partir de los medios que el profesor le ponga a su alcance para desarrollar habilidades, asimilar conocimientos y adquirir valores que lo preparen para su vivencia en el mundo (Álvarez de Zayas y González Agudelo, 2003: 63).

Los medios pedagogizados: la pedagogía parece llegar como una auxiliar de los medios; este carácter auxiliar consiste en mostrar las recetas para que aquello que es, supuestamente, difícil se torne fácil y de rápida aplicación. Esto, claro, se puede discutir con mediana inteligencia: la pedagogía, cierta forma de pedagogía reduccionista, se presta al juego de escoger unos medios y unas herramientas que ofrece el mercado, para luego pensar qué se puede hacer con ellos. Esta postura trae consecuencias indeseables más o menos conocidas, que se pueden referir así: la pedagogía queda reducida a un discurso sin solvencia conceptual, que sólo sirve para justificar -a posteriori- una selección un tanto azarosa, impelida por el mercado; medios y herramientas se vuelven contenido, es decir, borran la reflexión temática y problemática en tanto ingresan por la fuerza de su novedad, no por la inteligencia de su concreta utilidad formativa e instructiva; y no hay integración de concepciones curriculares y pedagógicas con formas didácticas y herramientas y medios para la enseñanza y el aprendizaje. Medios y herramientas tendrían que ser posteriores, o por lo menos a la par, con la reflexión curricular, pedagógica y didáctica. Esto implica, por supuesto, no unos medios pedagogizados sino una pedagogía de los medios, de los LT y de los demás útiles que incorpora la escuela; en este sentido, una postura constructiva se hace imprescindible, esto es, una mirada que entienda los medios y las herramientas como elaboración del pensamiento de los maestros en relación con los problemas de conocimiento, las prácticas de enseñanza y los tipos de interacción y mediación que es necesario promover en la escuela. Sin embargo, la acción de la institución escolar parece tender a la incorporación de medios y herramientas de manera acrítica, para luego agregar reflexiones pedagógicas, y de este modo es obvio que surge una pedagogización con poca solidez y baja apropiación por parte de los maestros.

El privilegio del libro: la escuela ha privilegiado el libro, es decir, el formato de papel con inscripción gráfica de texto lineal, que en algunos casos se varía con la inclusión -en este mismo formato- de imágenes accesorias, que normalmente se soportan también en textos lineales. Este privilegio no supone, necesariamente, que se comprenda el sentido profundo de lo que suscita pedagógica, curricular y didácticamente el LT: tal vez el privilegio no sea más que la costumbre a aquello que es más asequible y tradicional en las prácticas escolares; igualmente, se podría señalar que el LT -por efecto de su presencia casi canónica- es una herramienta poco pensada desde sus connotaciones didácticas concretas, y esto porque el uso del texto se circunscribe al seguimiento de fragmentos de lectura, al diligenciamiento de ciertas preguntas (llamadas talleres) y a un nuevo ejercicio de lectura de pasajes temáticos y de ejemplos o textos ilustrativos.

    La actitud de hostilidad, rechazo o negación frente a la utilización de soportes o canales diferentes al impreso está asociada al desconocimiento del papel de las nuevas tecnologías, sobre todo, en el campo pedagógico, donde son consideradas como meras ayudas o auxiliares didácticos y no como textos con una jerarquía similar a la del manual escolar (Aparici, 2001: 377).

La hegemonía del libro no es, sin embargo, virtuosa o dañina por sí misma, aunque resistiría un análisis profundo y amplio en torno a qué se lee, cómo y con qué intencionalidad; también valdría la pena interrogarse acerca de los desarrollos cognitivos, motrices y sociales que se alcanzan con el LT -sobre todo en el ámbito de la educación básica-, porque no parece que la acostumbrada frase de leer y leer más traiga consigo créditos de mayores y mejores formación e instrucción para los estudiantes, máxime cuando, como se anotó atrás, las prácticas de lectura y de escritura tienen las reducciones de ejercicios más o menos mecánicos, que a la larga resultan poco significativos y, en no pocos casos, aversivos. Así, parece que la herramienta privilegiada tenga una pobre preeminencia: estar siempre ahí, pero sin saber claramente para qué, o impedir el ingreso de otros medios y herramientas porque el LT es importante y lo demás es subsidiario, lo cual ni permite el ingreso de nuevas texturas ni potencia la que tradicionalmente se ha privilegiado.

Conclusiones

Los libros de texto, LT, han sido una herramienta importante en la escuela a propósito del proceso de formación. En esta medida, constituyen el referente obligado del aprendizaje que utilizan los aprendices. Este hecho hace que desde los LT se construyan sentidos fundamentales en el proceso formativo, y estos sentidos indican, desde luego, las formas de relación del sujeto con los saberes y con el entorno. Se podría decir que estos sentidos ingresan en una lógica de producción y de consumo (producción y consumo de textos, de escrituras) que legitiman formas sociales y culturales en las que se insertan las personas. Por esto, los LT son algo más que una herramienta o un recurso didáctico de la escuela: mediante ellos se ingresa en la lógica de producción de la sociedad.

Para algunos teóricos, los LT resultan problemáticos en el proceso de formación de los estudiantes. Las razones que se esgrimen pueden sintetizarse de la siguiente manera: la mayoría de los LT (manuales, cartillas o textos guía) tienden a la reducción del conocimiento, es decir, a una presentación del saber que, en aras de la claridad explicativa, deja por fuera asuntos complejos que el aprendiz requiere comprender; la estructura de estos libros tiende a la instrucción, lo que genera en el aprendiz la idea de utilizarlos para fines casi exclusivamente pragmáticos, con lo cual las acciones de lectura y de escritura elaboradas quedan prácticamente anuladas; en este mismo sentido, los LT, por su tendencia instruccional, impiden el desarrollo de análisis y de problematización de los contenidos expuestos.

Desde la perspectiva de lo que ocurre con los maestros, se puede señalar que hay dos efectos de los LT: en primer término, su uso hace que los profesores, sobre todo en la educación básica y media, produzcan muy poca escritura, por lo menos escritura que dé cuenta del conocimiento acerca de los contenidos que enseñan: los textos que utilizan lo entregan todo (hasta las respuestas de los ejercicios planteados a los aprendices), con lo cual los maestros no encuentran necesario escribir; en segundo término, y casi como una consecuencia de lo anterior, los LT se convierten para los maestros en un recurso que facilita la enseñanza, sobre todo en lo relativo a la preparación temática, pues al fin y al cabo el manual, la cartilla o el texto guía entregan todo lo que se necesita exponer del contenido de una determinada área de conocimiento.

El LT es una tecnología más en el acervo tecnológico de la escuela. En tanto es una tecnología, tendría que pensarse como un útil que requiere ser potenciado, y no sólo como un receptáculo de los contenidos que los diferentes saberes exponen como materia de conocimiento en el proceso formativo de los estudiantes. Esta tecnología es constructora de sentidos, lo que supone entender sus implicaciones pedagógicas y didácticas, así como el influjo fuerte que tiene en las producciones y recepciones políticas y estéticas en la cultura; no hay que olvidar que los contenidos presentados por los LT recogen producciones de la sociedad (sesgos políticos, imágenes más o menos estereotipadas, gustos, modas, concepciones, lenguajes y posturas ideológicas) y proponen maneras de mirar y de consumir. El LT no es, por tanto, un ingenuo contenedor de los saberes escolares: en él están condensados sentidos que socializan de una determinada manera.

No parece muy importante, finalmente, la discusión entre el LT y los demás recursos (las tic, por ejemplo) que utiliza la escuela. Es decir, queda claro que la enseñanza, en términos didácticos y metodológicos, hace acopio de los recursos que brinda la cultura, que produce la humanidad; sería ilógico pensar que la escuela no incorporara otras tecnologías, las denominadas como nuevas, para cuidar una supuesta tradición, la que, según algunos, estaría depositada en el libro. Cualquier tecnología puede ser deficiente, y aun peligrosa, si los maestros no construyen un pensamiento tecnológico que vaya más allá del empleo indiscriminado de las herramientas. Un pensamiento tecnológico permitiría que los maestros dejaran de lado tanto las posiciones tecnofóbicas como las posturas que le apuestan a la tecnología como salvación de los actos educativos y pedagógicos. En lugar de ello, es menester reconocer en qué lógica funciona cada tecnología, qué se puede producir con ella y qué tipo de sentido construye en el aprendiz.


Notas

1 En el presente texto, se va a entender el sentido desde una perspectiva compleja, lo cual quiere decir que éste no es, desde luego, significado, sino que se aviene más bien con la idea de un entramado relacional entre sujetos, acciones, símbolos, objetos, discursos, contextos y percepciones. Desde esta perspectiva, no se elude una delimitación: se entiende, mejor, que los límites del sentido son la puesta en escena en la que confluyen los componentes en una tensión que marca matices de acuerdo con la intención y la intensidad de los mismos componentes. Así, por ejemplo, el sentido bello de algo puede estar en el objeto, no en el observador, y viceversa; así mismo, lo bello puede estar en el contexto: en Medellín, verbigracia, Botero es la belleza para el común de los habitantes (ojo: la belleza entendida como lo bonito, que no obedece a sus gordos, sino a lo que el Maestro representa para los medellinenses, en general, aunque no tal vez para los críticos de arte, en particular).

2 Son reiteradas las quejas acerca de la inutilidad de los LT pedidos por la escuela, asunto éste más bien emotivo y aupado por ciertos noticieros de televisión que, sin conocer mucho del tema, hacen eco de reclamos generales, los mismos que ignoran la dinámica pedagógica y didáctica, en la cual se inscribe la institucionalidad escolar y, en particular, el uso de los materiales de trabajo, no sólo los LT. Lo importante para resaltar aquí es que la presión hacia la institucionalidad y hacia el maestro se amplían.

3 La acomodación es imprescindible para el mantenimiento profesional del maestro. En este sentido, operar con la lógica de la institucionalidad permite aceptación y reconocimiento, asuntos sensibles e importantes para el desempeño profesional. Asimismo, esta acomodación implica ahorrar tiempo para el desarrollo de las múltiples actividades en el marco escolar.

 

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