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Folios

Print version ISSN 0123-4870

Folios  no.53 Bogotá Jan../June 2021  Epub Nov 19, 2021

https://doi.org/10.17227/folios.53-11258 

Artículos

Sobre la opresión de las mujeres por parte de otras mujeres: una zona gris en la relación madre e hija*

About the Oppression on Women by other Women: A Grey Zone in the Mother-Daughter Relationship

Sobre a opressão das mulheres por outras mulheres: uma zona cinza na relação mãe-filha

*Magíster en Filosofía. Profesora Asociada de la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia. Correo electrónico: dmacevedoz@pedagogica.edu.co


Resumen

El objetivo de este artículo de reflexión es describir una zona de opresión opaca y gris, en la que las palabras encubren el daño y se prestan para un sistema de complicidades y responsabilidades compartidas. Para ello haré uso del concepto de "zona gris" de Primo Levi, en la interpretación de Claudia Card, para aproximarme a la condición ambigua de una víctima que se convierte en perpetradora. Me interesa ilustrar un ejemplo de cómo funciona la producción del daño a las mujeres a través de los discursos o la palabra, es decir, la ejecución de la opresión en contextos en los que las mujeres, al ser víctimas del patriarcado, somos al tiempo replicadoras del mismo. Exploro particularmente la retórica de la protección, en boca de una madre que ha sufrido el daño en su condición de mujer, y cómo esta reproduce los patrones de victimización sobre su hija, en la novela En diciembre llegaban las brisas de Marvel Moreno. Utilizaré una perspectiva interseccional para analizar la forma en que la raza, la clase y el género se entrecruzan de formas complejas en el contexto de la relación madre e hija. Mostraré que la opresión sistemática vinculada al género, la raza y la clase tiene efectos en la vida cotidiana de las mujeres, al feminizar y racializar nuestros cuerpos, mentes, experiencias y los marcos que las dotan de sentido. Todo esto puede ocurrir sin que quienes ejercen daño sobre las mujeres tengan la intención de ejercerlo e incluso puede suceder desde "las mejores intenciones"; en ocasiones la violencia se ejerce, se reproduce, amplía y transforma a través de las palabras, por medio de discursos formativos bienintencionados.

Palabras clave: Zona gris; daño moral; interseccionalidad; feminismo; Marvel Moreno

Abstract

The purpose of this reflective paper is to describe an opaque and gray zone of oppression in which words cover up damage and lend themselves to a system of complicity and shared responsibilities. In order to do this, I will use Primo Levi's concept of "gray zone", in Claudia Card's interpretation of the term, in order to address the ambiguous condition of a victim turned into a perpetrator. I am interested in illustrating an example of how damage upon women functions through discourse or words, this is, how oppression is enforced in contexts in which victims of the patriarchy are also its replicators. I especially explore how the rhetoric of protection, exercised by a mother who has suffered damage because of being a woman, reproduces the patterns of victimization upon her daughter in the novel En diciembre llegaban las brisas byMarvel Moreno. I will use an intersectional perspective to analyze the way in which race, class and gender are intertwined in complex ways within the mother-daughter relationship. I will show that systemic oppression tied to gender, race and class has effects upon women's daily lives, feminizing and racializing our bodies, minds, experiences, and the frameworks that make them meaningful. All this might occur without the intention of those who harm women, and it can even happen from the "best of intentions". Sometimes, violence is exercised, reproduced, expanded, and transformed through words, through well-intentioned formative discourses.

Keywords: Grey zone; moral injury; intersectionality; feminism; Marvel Moreno

Resumo

O objetivo deste artigo de reflexão é descrever uma zona de opressão opaca e cinza, na qual as palavras encobrem os danos e se prestam a um sistema de cumplicidade e responsabilidades compartilhadas. Para tanto, utilizarei o conceito de "zona cinzenta" de Primo Levi, na interpretação de Claudia Card, para abordar a condição ambígua de uma vítima que se torna perpetradora. É do meu interesse ilustrar um exemplo de como a produção de danos às mulheres funciona por meio de discursos ou palavras, ou seja, a execução da opressão em contextos em que as mulheres, sendo vítimas do patriarcado, são ao mesmo tempo replicadoras do mesmo. Eu exploro particularmente a retórica da proteção, na boca de uma mãe que sofreu danos como mulher, e como ela reproduz os padrões de vitimização de sua filha, no romance En diciembre llegaban las brisas de Marvel Moreno. Usarei uma perspectiva interseccional para analisar a maneira como raça, classe e gênero se cruzam de maneiras complexas no contexto da relação mãe-filha. Vou mostrar que a opressão sistemática ligada a gênero, raça e classe tem efeitos na vida diária das mulheres, feminizando e racializando nossos corpos, mentes, experiências e as estruturas que os tornam significativos. Tudo isso pode acontecer sem a intenção de quem prejudica as mulheres, e pode até acontecer da "melhor das intenções"; às vezes a violência é exercida, reproduzida, ampliada e transformada por meio de palavras, de discursos formativos bem intencionados.

Palavras chave: Zona cinza; dano moral; interseccionalidade; feminismo; Marvel Moreno

Introducción al problema

Los discursos pueden hacer parte de sistemas y acciones que ejercen daño sobre las personas de maneras muy diversas. Me interesa ilustrar algunas formas del daño a través de la palabra; en particular, la colaboración femenina en la opresión de otras mujeres. En ocasiones, se utiliza coloquialmente la expresión: "¡pero si las mujeres son más machistas que los hombres!". Cuando se enuncia suele ser una forma de relativizar o descalificar los reclamos feministas y acusar a las mujeres de ser causantes de sus propias desgracias. El uso de esta frase es bastante perverso en la medida en que no solo expresa la misoginia que, en efecto, nos enseña a las mujeres que las violencias que se ejercen sobre nosotras son nuestra responsabilidad -por cómo vestimos, nos comportamos, pensamos, etc., es decir, por no ser "buenas mujeres"- sino que, además, pasa por encima el hecho de que no importa quién ejerza la violencia o quién cause el daño, toda forma de violencia contra las mujeres es repudiable y debe ser identificada, visibilizada y erradicada.

Por lo anterior, me interesa mostrar un ejemplo de cómo funciona la producción del daño a las mujeres a través de los discursos o la palabra, es decir, la ejecución de la opresión -si se me permite decirlo así- en contextos en los que las mujeres, al ser víctimas del patriarcado, somos al tiempo replicadoras del mismo, esto es: perpetradoras del daño a otras mujeres. El concepto de interseccionalidad es fundamental aquí, las formas de la opresión que se replican y acumulan en estos casos están cargadas de múltiples marcadores de opresión, a saber: la raza, la clase, la orientación sexual, entre otras. Considero que poner de manifiesto estas lógicas permite reconocer el reto que nos presentan, revisar nuestras formas de relacionarnos entre mujeres, revisar si participamos de un sistema (o múltiples sistemas) que nos oprime(n) a todas, si bien de formas muy diversas. Identificar esto, quizás, abra espacios de transformación hacia entornos menos hostiles entre mujeres, hacia formas de sororidad que pueden vincular nuestras luchas feministas por un mundo mejor y más justo para todas y todos.

La novela En diciembre llegaban las brisas, de Marvel Moreno, abre con un breve relato sobre la capacidad de comprensión de la abuela de Lina, uno de los personajes centrales de la novela, de las relaciones causales y las fuerzas ancestrales que gobiernan la vida de los seres humanos. En su sistema de mundo, la naturaleza corrupta y pecaminosa de la raza humana es la causa de la miseria y el infierno a los que estamos destinadas como descendientes de Eva. La vida de doña Eulalia del Valle, madre de Dora, se describe como un calvario, como una seguidilla de lamentaciones de las cuales la abuela de Lina tiene, por así decirlo, la clave de su interpretación. Este calvario, heredero de siglos y siglos de pecado, confluye finalmente en la existencia de Dora y la predicción con la que se presenta el personaje: "Si no es Benito Suárez será otro parecido, porque a mi entender tu amiga Dora está destinada a dejarse escoger por un hombre capaz de quitarle el cinturón a su pantalón para darle latigazos la primera vez que haga el amor con ella" (Moreno, 2014, p. 20).

Así, se asume que el destino está fijado, la vida de Dora es solo una prolongación de los sufrimientos y vejaciones que han padecido su madre y su abuela, y toda la línea materna que se remonta hasta la primera mujer. Dora se casa finalmente con Benito Suárez como un castigo por el pecado y la corrupción irreparables, asociados al descubrimiento de su sexualidad. La victimización de la hija, sutil y silenciosa, se empieza a cocer con los largos discursos que le profiere su madre, doña Eulalia, para instruirla sobre el sentido pecaminoso del sexo y el lugar de las mujeres en la sociedad. Las buenas intenciones de la madre, cultivar y formar a su hija, prevenirla ante los peligros a los que se enfrentará como mujer y de los que ella misma ha sido presa, conducen lentamente a su hija a una progresiva disminución de su capacidad de agencia, al cumplimiento de la profecía que la había destinado desde el principio de los tiempos a expiar el pecado inherente a su condición de mujer.

El daño que ilustraré hace parte de un sistema complejo que oprime a las mujeres y en cuya reproducción tienen parte algunas mujeres. Por esto, utilizaré el concepto de zona gris, expresión de Primo Levi, tal como es interpretado por Claudia Card (1999), para analizar un caso de colaboración femenina en la opresión de otras mujeres. La zona gris aquí se refiere entonces a mujeres que, siendo víctimas del sistema que las oprime, contribuyen a la victimización de otras mujeres, para ello recurriré al caso específico de la relación madre e hija. Analizaré la escenificación de dicha relación en la novela de la escritora barranquillera. La historia de Dora y su madre permite ilustrar una versión y un fragmento de la complejidad que sustenta la reproducción sistemática del daño a las mujeres, y los modos perversos en los cuales nos podemos ver involucradas en ella.

El tipo de discurso al que haré referencia es igualmente complejo, está cruzado por diversas categorías que nos recuerdan que es necesario reconocer en el daño a las mujeres múltiples "rostros de la opresión" (Young, 1990). Recurriré principalmente a las categorías de raza, género y clase desde un enfoque interseccional para entender los sentidos en que los discursos formativos dirigidos a algunas hijas replican patrones de opresión que sus madres sufrieron por cuenta de ser mujeres de determinada clase social y raza.1 El suelo común de ese discurso está anclado en bases doctrinales de la religión católica a partir de la idea de pecado y, en general, los discursos que regulan el comportamiento y la vida de las mujeres.

Antes de dar paso al análisis y al desarrollo del problema descrito, cabe aclarar que la novela de Marvel Moreno es abiertamente feminista y expresa o elabora de forma literaria lo que analizo en términos conceptuales. Los estudios literarios sobre la autora desde el punto de vista feminista, así como los estudios críticos sobre su obra en general, son abundantes y no es mi objetivo abordar los aspectos literarios de la obra, ni de los personajes y los sucesos narrados.2

Definición de conceptos y categorías

El concepto de zona gris que Card (1999) toma prestado de Levi se refiere a "áreas habitadas por agentes que son al tiempo víctimas de opresión y están involucrados en perpetrar opresiones sobre otros" (p. 3).3 Ubicarse en esta zona de opacidad es importante porque muchas veces nos conformamos con acusar de cómplices a las víctimas, y esto desconoce las complejas dinámicas de iteración implicadas en el daño que han sufrido.4 Es importante comprender cómo es posible que una mujer sea un instrumento de la opresión de otras mujeres; además, entender el sistema de privilegios y privaciones que permite la instrumentalización y jerarquización entre individuos y grupos según su género, orientación sexual, raza, clase social, entre otros.

Una zona gris es una zona opaca, poco transparente y ambigua. Estos adjetivos se refieren a la dificultad de proferir juicios morales sobre quienes habitan la dificultad de atribuir responsabilidad. También, se refieren a la complejidad que emerge en la coincidencia de víctima y victimario en una misma persona, en un mismo contexto de opresión, violencia o daño. De ahí que la opacidad se refiera a la imposibilidad de determinar a priori los límites de la experiencia, así como la imposibilidad de aplicar marcos normativos de valoración de las acciones y los agentes de forma absoluta, con total claridad y transparencia. Ante casos de colaboración femenina en la opresión de otras mujeres es frecuente encontrar dos polos de reacción: o se asume la inocencia de la víctima-victimaria o se le atribuye total responsabilidad. Estos dos polos caen en lo que Card llama un "feminismo superficial" (1999, p. 4), pues desconocen justamente el hecho de que quien habita una zona gris está revestida de una opacidad y ambigüedad entre inocencia y falta de inocencia. Es conocido que este concepto fue acuñado por Primo Levi para referirse a los Sonderkommando, es decir, aquellos prisioneros de campos de concentración Nazis que eran usados como instrumento para el exterminio de otros. El punto es que la colaboración de estos prisioneros, aún bajo amenaza de muerte o tortura, pasa por grados de voluntariedad e involuntariedad que complican las posibilidades de juzgarlos.

No me corresponde aquí extenderme en esos casos.5 En su lugar, hay que reconocer, siguiendo a Card, que extrapolar el concepto puede ser inadecuado si antes no se aclara que no se trata de comparar grados de horror: la experiencia en los campos de concentración Nazi no es comparable con la opresión sistemática de las mujeres de la que aquí se trata, en el sentido en que muchas diferencias deben ser salvadas si se llegara a tener tal objetivo, absurdo a mi juicio. Sin embargo, la extrapolación del concepto resulta interesante cuando se trata de poner de manifiesto y comprender formas de ejercer daño veladas o poco visibles por vía de opresiones sistemáticas, como es el caso del patriarcado y sus cruces con el racismo, el clasismo, entre otras. No se trata aquí, pues sería otro el propósito de este texto, de una violencia contra las mujeres que pone en riesgo directamente su integridad física; se trata, más bien, de una violencia silenciosa y fuertemente simbólica, por medio de la cual se limita la agencia de las mujeres y su capacidad de llevar una buena vida. De ahí que esta violencia se ejerza, entre otras formas, por medio del discurso. Por supuesto, el hecho de que se trate de una violencia de tal naturaleza no aminora el hecho de que es, en cualquier caso, una forma de violencia.

Una de las características de la zona gris es que quienes siendo víctimas están comprometidas con el daño a otras víctimas lo han hecho con algún grado de decisión o voluntariedad. La dificultad para juzgar estos casos responde justamente al hecho de que a diferencia del héroe trágico, como Edipo, hay conocimiento de lo que se está haciendo cuando se decide colaborar en la perpetración del daño. En palabras de Card (1999), esto significa que quien habita una zona gris está en "riesgo moral", corre el riesgo de "ensuciarse las manos" y "perder la inocencia" (p. 7). Ella es muy cauta en distinguir este riesgo moral o pérdida de la inocencia con una pérdida de virtud; si bien esta última puede estar implicada en la primera, ello no es necesario.

Con el ánimo de resumir a Card (1999), las condiciones para decir que alguien habita una zona gris son las siguientes: primero, es víctima; segundo, por medio de sus elecciones, es a la vez perpetrador o perpetradora del daño que ha recibido o recibe; tercero, está en condiciones apremiantes o de estrés.6 El último elemento se refiere justamente al hecho de que quien habita en una zona gris tiene comprometida una parte importante de su integridad; no obstante, esta no tiene que ser una amenaza de muerte. Vista así, la zona gris es en un sentido cerrada, pues quien la habita no tiene la posibilidad simplemente de irse o abstenerse de decidir sin consecuencias y sin ser esto mismo una decisión. Es una situación en la que quien la vive va siempre a pérdidas; de entrada, es una víctima y su condición de victimaria no puede ser desligada de este hecho. Pero, dada la opacidad descrita, hay maneras de "perder" y esto nos permite no solo proferir algún tipo de juicio moral, sino además entender lo que está en juego, es decir, complejos patrones de perpetración del daño que recurren a la instrumentalización y complicidad de las víctimas.

Antes de continuar con la forma peculiar de discurso de la que se trata este texto y el sentido en el que este es complejo, quisiera aclarar por qué recurro a la expresión "opresión sistemática". Iris Marion Young (1990), en su libro Justice and the Politics of Difference, justifica el uso del término para nombrar injusticias sociales como una categoría del discurso político. Esta categoría, según la propuesta de la autora, proviene de los movimientos sociales de mujeres, negros, lesbianas, gays, trabajadores, entre otros grupos, en los años sesenta en Estados Unidos. Dado que la opresión de estos grupos es diversa, de modo que no es posible establecer un criterio que unifique dicha diversidad, se asume que el concepto de opresión se refiere a una familia de conceptos más que a un fenómeno específico.7 Lo que resulta más destacable, en relación con nuestro objetivo, consiste en que el uso del término por parte de los movimientos sociales mencionados apela o se refiere a una estructura. Young (1990) nos cuenta cómo "opresión" se suele usar para referirse a una tiranía por parte de un grupo en el poder. En ese sentido, fueron oprimidas las comunidades negras surafricanas en el Apartheid, los hebreos en Egipto o los ciudadanos en los regímenes comunistas: "en el discurso político dominante no es legítimo usar el término 'opresión' para describir nuestra sociedad, pues la opresión es el mal perpetrado por los Otros" (p. 41).

El cambio de sentido que los movimientos sociales de los años sesenta realizaron al término "opresión" implicó asumir que esta no tiene que ser ejercida por un grupo tiránico, sino por "prácticas cotidianas de una bienintencionada sociedad liberal" (Young, 1990, p. 41). De acuerdo con la autora, se trata de restricciones sistemáticas a grupos sociales que no provienen de decisiones o políticas individuales o de un grupo restringido de individuos: "sus causas están incrustadas en normas incuestionadas, hábitos y símbolos, en la asunción de reglas institucionales implícitas y consecuencias colectivas de seguir esas reglas" (Young, 1990, p. 41). En este orden de ideas, la opresión hace parte de la vida cotidiana, y lo más notable es que las relaciones entre individuos pueden estar mediadas por lógicas opresivas sin que ello resulte de un propósito explícito de hacer daño por parte de individuos o grupos concretos. Todas aquellas acciones que dañan a una persona por pertenecer a un grupo oprimido deben analizarse entonces desde una perspectiva compleja, se requiere un análisis de las formas y estructuras que sustentan y refuerzan esas acciones y dentro de las cuales estas adquieren sentido para los agentes.

A través del concepto de opresión recién descrito nos aproximaremos al sentido bienintencionado de las palabras que ejercen daño y que hacen parte de un sistema de reproducción del daño a las mujeres que nos hace cómplices y partícipes, que nos "ensucia las manos", como diría Card. Pero no se trata de mujeres simplemente, apelando a una idea de mujer que pudiera englobar la experiencia de todas las mujeres y las muy diversas formas de opresión que enfrentamos a diario. Por eso al enfoque anterior se le suma la perspectiva interseccional, término cuyo origen está en el trabajo de Kimberlé Crenshaw sobre la experiencia de las mujeres afroamericanas en Estados Unidos. Este concepto surgió en la reflexión sobre la violencia contra las mujeres y cómo esta toma formas diversas en relación con dimensiones de sus identidades tales como la clase y la raza (Crenshaw,1991, p. 1242). Lo anterior no implica un paradigma aditivo según el cual, quien está en una condición de opresión acumula distintos criterios; como si se pudiera solucionar aisladamente cada uno de estos factores, de manera que se reduzca consecuentemente la desigualdad o injusticia producida a propósito de los mismos.

La interseccionalidad como enfoque pone de manifiesto la complejidad de la experiencia de la opresión y nos invita a ampliar la mirada y reconocer singularidades en casos que, para efectos de su inteligibilidad, hemos homogeneizado y generalizado. Un ejemplo puede iluminar el asunto. Algunos movimientos feministas de los años sesenta en Estados Unidos estaban compuestos en su mayoría por mujeres blancas de clase media, aquello que caracterizaba su experiencia de marginalización estaba asociado a la feminidad blanca: excluida del mundo del trabajo, relegada a su rol de esposa y madre como única fuente de éxito y realización, de corporalidad etérea y frágil, y estricta aplicación al cuidado de su belleza, decoro y presentación personal (véase por ejemplo Friedan, 1963). Ante esto reaccionaron el colectivo del Río Combahee (1977)8 con su "Black Feminist Statement" y mujeres afroamericanas, como Crenshaw. Quizás estas palabras de Sueli Carneiro, líder feminista brasileña, pueden aterrizar y ampliar la discusión en nuestro contexto:

Nosotras -las mujeres negras- formamos parte de un contingente de mujeres, probablemente mayoritario, que nunca reconocieron en sí mismas este mito [la mujer como frágil y musa de la casa], porque nunca fueron tratadas como frágiles. Somos parte de un contingente de mujeres que trabajaron durante siglos como esclavas labrando la tierra o en las calles como vendedoras o prostitutas. Mujeres que no entendían nada cuando las feministas decían que las mujeres debían ganar las calles y trabajar. (Carneiro 2005, p. 22)

Como se puede notar, el reparo de algunas líderes de movimientos negros consistía justamente en el desconocimiento de la especificidad y diversidad de su experiencia como mujeres al interior del discurso feminista. Esta perspectiva es un llamado a atender a los detalles y a la multiplicidad de condiciones y características de las formas de la opresión, por ejemplo, la especificidad de la experiencia de una mujer, negra, homosexual, latinoamericana, pobre. A esta perspectiva se le ha presentado la objeción de que ubica en compartimientos estrechos las experiencias o recurre a cajones para explicar los diferentes factores que intervienen en la posición social de las personas o grupos. Tal es, por ejemplo, la crítica de Jurema Werneck (2005), activista y feminista negra brasileña.

Esa crítica proviene de una conciencia de las consecuencias de la diáspora forzada de africanas y africanos esclavizados en Latinoamérica y el Caribe, a la vez que las formas diversas de resistencia de estas poblaciones ante dicha opresión sistemática. Las Ialodês son figuras femeninas, líderes políticas, culturales y espirituales de algunos pueblos afrobrasileños que han jugado un papel crucial en la resistencia ante la esclavitud y las formas de discriminación. Wernek (2005) indica que el enfoque interseccional puede perder de vista aspectos fundamentales de la raíz africana: "es como si la ialodé estuviese fragmentada en múltiples pedazos, partiendo de la noción reconstruida de interseccionalidad. Esta noción no enfrenta el punto de vista donde ella pueda ser entera, auténtica" (p. 37). Si bien no es este el lugar para detenernos en esta discusión, resulta muy interesante notar de entrada los límites de este enfoque. Tener a la vista las tensiones entre los diferentes feminismos sirve al propósito de no caer en la tentación de homogeneizar o aplanar nuestros modos de dar cuenta de la experiencia de las mujeres, por principio, múltiple y compleja.

María Lucía Rivera (2016) nos ofrece una alternativa interesante en este debate. Para la autora colombiana tenemos, al menos, dos opciones. Por una parte, podemos interpretar las intersecciones como si se tratara de un diagrama de Venn en el que "la región que demarca a una persona es el área de cruce de distintos conjuntos o marcadores identitarios" (p. 108); este es un paradigma acumulativo según el cual las particularidades de las personas o grupos son añadidos que se yuxtaponen para conformar un subconjunto, dentro de varios conjuntos.9 Por otra parte, podemos interpretar las intersecciones como "puntos de fuga o conexión entre distintos trazados que describen experiencias" (p. 108). Estos "puntos focales" harían parte de una red multidimensional que permite "mapear" relaciones complejas e incluso sujetas a variación y cambio a lo largo de la vida. En esta segunda versión, las intersecciones hacen parte de un entramado en el cual las descripciones de las experiencias singulares se conectan con otras experiencias y establecen vínculos de cercanía y distancia. Me apoyaré en lo que sigue de esta segunda aproximación a la inter-seccionalidad, y recurriré a ella como enfoque de lectura para analizar la complejidad de los discursos que nos ocupan. En primer lugar, porque exige del análisis flexibilidad y un tipo de pensamiento plástico asociado a las redes o entramados; y, en segundo lugar, porque nos invita a congregar o unificar en lugar de fragmentar nuestro objeto de estudio.

Entonces, si bien los conceptos mencionados (opresión sistemática e interseccionalidad) surgieron en los Estados Unidos en la mitad del siglo XX, aquí nos ocupa un caso situado en Latinoamérica. Una de las condiciones que ha marcado a los movimientos sociales latinoamericanos es el encuentro de una especie de antepasado común: la colonia. Por ser herederos de la occidentalización de Latinoamérica desde la colonia, los movimientos sociales se han enfrentado a que "[...] lo que podría ser considerado historias o reminiscencias del periodo colonial permanecen vivas en el imaginario social y adquieren nuevos ropajes y funciones en un orden social supuestamente democrático que mantiene intactas las relaciones de género, según el color o la raza instituidas en el periodo esclavista" (Carneiro 2005, p. 22).10 Los rostros de la opresión en Latinoamérica beben, entre muchas otras, de esta misma fuente: podemos encontrarla, diversificada, a lo largo y ancho del continente. La apelación al factor colonial de nuestra experiencia responde a los sentidos específicos que, desde este nodo de análisis, se otorgan al hecho de ser mujer, mulata, católica, de clase media-alta, heterosexual., me refiero al contraste entre no ser blanca y aspirar a ser blanca, y al hecho de ser mestiza o, más precisamente, mulata. Me refiero al espacio común que habitan las mujeres de la Barraquilla de mediados del siglo XX en la novela de Marvel Moreno, un espacio que les resta agencia y las oprime, y que involucra a algunas de ellas a través de la herencia que se trasmite de madre a hija, recurriendo para ello a discursos formativos. El reconocimiento de la complejidad de esta experiencia es el que anima el enfoque interseccional descrito.

Propongo entender la relación entre el discurso y el daño, no como una relación de producción según la cual el daño sería un producto o efecto del discurso, sino como un tejido o entramado en el cual el discurso y el daño convergen formando una especie de paisaje opresivo, una zona de opresión gris y opaca. Este tipo de composición del que hacen parte las palabras nos ubica en un entorno específico, nos da el tono o el clima de una coordenada en la que se ubican las agentes unas respecto de otras. Estas relaciones entre las agentes adquieren dimensión en la complejidad de los elementos entretejidos; los discursos, como un componente suyo, nos ofrecen una especie de mapa o ruta para entender este "lugar" o "entorno" o "zona" de opresión. Comprender un "lugar" es, por supuesto, una metáfora espacial: requiere en este sentido trazar un mapa, trazar recorridos, establecer cercanías y distancias entre diferentes puntos o nodos. De modo que no es posible abstraer un individuo o una porción del entramado de su lugar o entorno para analizarlo, es decir, del tejido que lo sustenta.

Las palabras se anudan en los discursos formativos de la madre y los espectros semánticos se cruzan, superponen, alejan y acercan. Hacer el mapa de este entramado, con el recurso de las categorías de análisis recién presentadas nos ofrecerá una imagen del ámbito o entorno moral que habitan algunas mujeres en contextos de opresión. La zona gris que habitan doña Eulalia y su hija hace parte de una geografía de opresión compartida por muchas mujeres en Colombia y seguramente en otras latitudes. El discurso será así una puerta de entrada a esta geografía en tanto que nos permite mapear algunas de sus zonas.

La ilustración de la zona de opresión en la novela

El clímax de la historia de la hija, Dora, es el matrimonio con Benito Suárez. Este es el momento en el que la profecía citada al principio se cumple: Dora empieza un largo camino de expiación del pecado de descubrir y gozar su sexualidad como no le corresponde a una mujer como ella. El calvario de la hija comienza propiamente en el punto en el que termina la acción de la madre, de ahí en adelante la hija se ha vuelto mujer y se enfrentará sola a las consecuencias de sus acciones. Reseñaré justamente la llegada a este punto en la historia, para mostrar la progresiva limitación de la agencia de la hija desde la tierna infancia, el sentido en el cual esto resulta de una estructura patriarcal opresiva, y el modo en que la madre se ve comprometida moralmente como instrumento de la opresión de la hija; siendo ella víctima de una opresión similar, pero no idéntica. Estos son algunos de los aspectos de la zona gris que ilustra la novela en relación con la opresión de las mujeres por parte de otras mujeres, por razones de espacio no podría analizarlos todos pues la novela tiene muchos más personajes e historias que podrían servir a estos propósitos.

Doña Eulalia dedica horas de su vida a dar largos sermones a su hija sobre la condición pecaminosa de la especie humana, sobre la suciedad del sexo tanto en el cuerpo femenino que llega a su madurez, como en el cuerpo masculino que describe como pecaminoso y desviado. Lo que llamaré la sexualización de la hija está mediada por el cruce entre consideraciones raciales y de clase. Se trata de una sexualización de la raza negra por vía del mestizaje; el componente racial está cruzado por elementos de clase en la medida en que el mestizaje es una herramienta de ascenso social y blanqueamiento desde el punto de vista del padre de origen negro.

Doña Eulalia del Valle pertenece a una familia de clase alta que se enorgullece de su pasado español y, por lo tanto, se describe a sí misma como blanca. Para esta familia el trabajo era una deshonra, de modo que sumidos prácticamente en el hambre recurren a casar a la única hija, bastante mayor para estar soltera según los estándares de la época, con un médico que viene de provincia, de origen desconocido, pero con el dinero suficiente para solucionar los problemas de la familia. El doctor se describe como un arribista más de los que llenan la ciudad: "un médico salido vaya a saberse de dónde, de piel no lo bastante clara y cabellos más bien rizados" (Moreno, 2014, p. 43). Para ambas partes el matrimonio resulta conveniente, para doña Eulalia se soluciona el problema económico, para el médico se soluciona un problema de origen: de alguna manera se blanquea su apellido y su piel, no lo bastante clara, al casarse con una heredera de la familia del Valle.11

Pero antes de llegar al matrimonio de doña Eulalia es preciso entender un poco su historia. Su madre era heredera de la familia Álvarez de la Vega, blanca y distinguida por sus apellidos españoles, y su padre era un samario cuyo tío abuelo había sido Inquisidor General de Cartagena. De modo que, por decirlo así, era blanca por parte y parte. Su padre, criado bajo la doctrina católica, de hábitos de estricta castidad y ayuno, tomó en matrimonio a la madre de doña Eulalia, cuando esta tenía doce años y unos rizos rubios que llamaron su atención tan pronto puso un pie en la casa de los Álvarez de la Vega. No obstante, la castidad le llegó hasta la noche de bodas: "esa misma noche violaría la regla admitida tácitamente por los suyos (...) según la cual debía esperar tres años antes de hacer valer frente a la niña sus derechos conyugales" (Moreno, 2014, p. 35). La descripción de la violación no solo se refiere al carácter brutal de la misma ante el cuerpo desprotegido de la niña, sino además a la deshonra que los gritos proferidos por ella, como signo del incumplimiento del pacto, provocaron en las familias aristocráticas, reunidas todas en unas pocas cuadras de la ciudad. Ella misma, la madre de doña Eulalia, fue deshonrada por el marido que le impuso su familia, siendo aún infante, como un acuerdo entre apellidos y abolengos españoles. Esa misma noche fue concebida doña Eulalia.

Tres años después, su madre se levanta de la cama de una larga convalecencia asociada a la violencia ejercida en relación directa con el hecho de haber nacido mujer: la violación en el lecho nupcial. El padre sucumbe en un estado vegetativo en el patio de la casa, condenado por su pecado a sentarse día tras día a contemplar los naranjos y perder progresivamente la visión. Entre tanto la madre, una vez recuperada, ordena decapitar todos los animales varones de la casa, retirar todos los cuadros de los antepasados varones, incluyendo el crucifijo y toda figura que refiriera a Cristo: ningún varón volvió a cruzar la puerta de su casa.

Doña Eulalia había sido educada por su madre, aquella niña que en su noche de bodas fue violada por su marido, remendada por un veterinario y preñada de una criatura que nueve meses después arrastraría al salir de su vientre su matriz y sus ovarios haciendo de ella una mujer que sin transición pasó de la infancia hacia el ocaso (...) La madre de doña Eulalia del Valle aprendió a odiar a los hombres. Fríamente. Lúcidamente. Y con la misma lucidez y frialdad comunicó aquel odio a su hija. (Moreno, 2014, p. 37)

Con este breve excurso se entiende entonces por qué la institución del matrimonio no se le impuso a doña Eulalia sino hasta el momento en que prácticamente su madre y ella estaban sumidas en la pobreza. Debido a que las mujeres blancas de clase alta estaban marginalizadas en su casa, completamente dependientes para su subsistencia de un marido, no había para ellas otra salida que el matrimonio. Fue en ese momento cuando apareció el médico con la fortuna suficiente para sacarlas de la pobreza a cambio de un apellido español que limpiara la mancha que representaba su ascendencia negra. Doña Eulalia comenzó a odiarlo desde el primer día de su matrimonio, ya no por una violencia brutal a su cuerpo y a su dignidad, sino porque era una expresión de su condición de valor de cambio, de ser un medio para la consecución de un fin: la posición social que le otorgaba al médico casarse y reproducirse con una mujer de su procedencia. Sus deseos, sus necesidades, su sexualidad, sus intereses, sus ideas y expectativas no tenían la menor relevancia para su marido ni para lo que significa el matrimonio en general para las mujeres de su clase. Se percató de ello el día que se levantó de la cuarentena prescrita a las mujeres recién paridas, al observar a su marido jadeante sobre una "sirvienta":

Lentamente regresó a su cuarto y estalló en sollozos jurando irse (¿a dónde?), trabajar (¿cómo?), hacer su vida (¿cuál?) secuencia que terminó con lamentos de tango cuando, temiendo la perspectiva de colocar otra vez a su madre ante la amenaza del asilo, cayó de rodillas junto a la cuna de su hija y le juró sacrificarse. (Moreno, 2014, p. 46)

Esta es la atmósfera opresiva en la que doña Eulalia se enfrenta a su condición de mujer blanca, de clase alta y ante la cual asume el único rol que, dentro de lo que le era permitido, le concedía un aire o un respiro, ante lo cual podía entregar toda su vida y sentirse un poco poderosa o al menos capaz de hacer algo por ella misma: la maternidad. El sacrificio que jura a su hija persigue los más nobles intereses, darle a su hija la vida que le arrebataron con el matrimonio, advertirle de los peligros de ser mujer, transmitir la herencia de su madre. Pero hay una diferencia insalvable entre ella y su hija, Dora no es blanca, es mulata, y el peso de la raza del padre reorganiza la relación madre e hija, haciendo imposible para doña Eulalia replicar la educación que recibió de su madre. Su primera tarea es compensar y contener a toda costa lo que representa la raza de Dora, de modo que la sexualización de la hija está atravesada por un elemento racial o de racialización.

El origen blanco se presenta como el único origen neutral y legítimo, transparente y acreditable; la ascendencia negra o indígena (aunque de distintas maneras) se presenta como manchas en el pasado de una persona. Dora, como hija de este blanqueamiento por parte del padre, conserva para la madre la mancha del origen negro. Consigo carga desde el nacimiento una marca que la determina y le asigna una naturaleza sexualizada, para la cual la sexualidad es exuberante y descontrolada, asociada a la animalidad como lo opuesto a la civilidad y el acervo humanos. Si bien la sexualización de la raza es un fenómeno que afecta tanto a hombres como a mujeres, esto se realiza de maneras diferenciadas. En este caso, Dora, al haber nacido mujer es sexualizada como un objeto de deseo.

Lina se sentía tentada a pensar que Dora había sido marcada en el momento de nacer, o como su abuela se había empeñado en explicárselo, al instante de comenzar a existir por el mismo sino que determinaba la naturaleza de su perra Ofelia (...) destinada por la naturaleza a concentrar en sí misma el incentivo, motivación o anzuelo que lleva a los seres a reproducirse y eso al margen de su voluntad y, por supuesto, de cualquier forma de conocimiento. (Moreno, 2014, p. 27)

Dora es descrita por otros personajes como un animal, carente de voluntad y conocimiento respecto de aquello que es capaz de despertar en todo tipo de varón de su especie. Su modo de ser se plantea como fundamentalmente pasivo ante la sexualidad que la desborda y la define. Dado que esta marca la acompaña desde el nacimiento, la sexualización empieza en la tierna infancia: "Ya de niña advertía que le era imposible salir sola al jardín de su casa sin provocar en cualquier mendigo o vagabundo que cruzara el sardinel el frenético deseo de abrirse la bragueta y masturbarse ante sus ojos" (Moreno, 2014, p. 26).

El cuerpo femenino de Dora se presenta como un territorio atravesado por fuerzas en disputa. Su sangre "dudosa y contaminada" trae consigo desenfreno y locura, conceptos ligados a la sexualidad y el pecado. Hay dos elementos discursivos que podríamos llamar principales en esta disputa: la fatalidad del pecado y lo pecaminoso del sexo, según las doctrinas religiosas católicas más tradicionales y la naturalización de la raza negra como hipersexuada y animal. El primer impulso de la madre es vendar, esconder, amarrar el cuerpo que "florece" con violencia y se abre paso entre las ataduras que le impone la madre; las caderas y el pecho se redondean pese a los vendajes, los crespos alborotados rompen los listones. El primer fracaso de la madre es la imposibilidad de dominar la corporalidad mestiza de su hija, lo que en la novela se describe como una raíz fuerte que la conecta con la tierra, en oposición con la levedad, palidez, carencia de forma y ascetismo de la figura de su madre. Ambas descripciones nos permiten notar cómo la sexualización se cruza con la racialización de los cuerpos femeninos: la pureza, ligereza o levedad asocian el cielo o elementos angelicales con los cuerpos femeninos blancos; y el desenfreno sexual, la impureza y el peso asocian la tierra e incluso una "manifestación del demonio", la intuición y la animalidad a los cuerpos femeninos negros. El cuerpo mestizo de Dora se describe en una permanente tensión entre estos dos polos. Al mismo tiempo que se refiere la sexualidad desenfrenada de Dora, los impulsos oscuros que la rondan, se la representa como dotada de un aura de inocencia y con una personalidad abstracta. Ante la corporalidad mestiza de la hija, la madre

trató fascinada de hacerla suya: como una enredadera se le trepó al cuerpo y quiso respirar con sus pulmones, mirar a través de sus ojos, latir al ritmo de su corazón: escudriñó su cerebro con la misma enervada obstinación con la que registraba las gavetas de su tocador y leía las páginas de sus libros y cuadernos: la obligó a pensar en voz alta, a contarle sus secretos, a revelarle sus deseos, terminó por poseerla antes que ningún hombre, abriéndole a todo hombre el camino de su posesión. (Moreno, 2014, p. 30)

La pasividad del cuerpo de Dora se resume en el hecho de que se presenta como algo a ocupar, como si fuera un espacio vacío destinado a ser penetrado o poseído por algo extraño o por alguien diferente a ella misma. Su cuerpo no es suyo, le pertenece en primer lugar a su madre. Este es el primer paso que conduce a Dora a su destino fatal: entregarse siempre para ser usada, reducirse a un objeto o propiedad. Por eso Dora se describe como inactiva, se diría que en términos generales ella no es el origen de sus movimientos y acciones. De la descripción animal se pasa a una descripción desde otro reino de la naturaleza: el vegetal. "En realidad, Dora nunca había intervenido en nada que implicara acción o movimiento: había sido una niña tranquila, casi vegetal" (Moreno, 2014, p. 25). La vida vegetativa, en este contexto es sinónimo de pasividad, se asume que las plantas no actúan porque no se mueven, a diferencia de los animales. Privada de auto-movimiento, a Dora no le queda sino recibir el movimiento, es condenada a ser movida por otros.

En el terreno de la acción eso implica una tendencia a anular o reducir la capacidad de ser origen de las propias acciones. Esta es la contraparte de la condición doble de víctima y victimaria de la madre: doña Eulalia está también desposeída de su capacidad de agencia y reducida como mujer a un útero reproductivo y a un instrumento para el ascenso social, solo tiene posesión, capacidad de acción y control sobre su hija. Aun cuando sus acciones son bienintencionadas, las decisiones que toma como parte de la formación de su hija son opresivas y redundan en una limitación de la agencia de la hija. El discurso religioso impone a las mujeres el sino del pecado por vía de la sexualidad de su cuerpo, delimita celosamente la sexualidad femenina a la función reproductiva dentro del matrimonio y sanciona como pecaminoso cualquier placer derivado de la sexualidad o cualquier aproximación a la misma que no sea parte de la función reproductiva dentro de la familia. Dora, al ser mujer, carga también con el destino fatal de estar sometida a su condición reproductiva; pero, al ser una mujer mulata, carga el destino fatal de una sexualidad desbordante y animalizada, que como una mancha desde el nacimiento la condena al pecado de forma inevitable.

Dora se describe como una niña nebulosa, quieta, fundamentalmente sumisa: escuchaba en silencio y "no discutía nada, no protestaba contra nada". Sin embargo, la posesión de la corporalidad de Dora por parte de su madre fracasa, al menos en su impulso de poseerla por medio del encierro, los amarres y vendajes a su cuerpo femenino, la constante violación de su privacidad. El cuerpo de la hija se presenta a la madre como un irreductible biológico, algo que se le escapa de las manos. No obstante, doña Eulalia pronto descubre que le queda un espacio de acción poderoso: "puesto que habría siempre una parte de Dora que biológicamente le escaparía, doña Eulalia trató de enfrentarse al demonio escondido en aquella sumisión utilizando el único instrumento a su alcance: la palabra" (Moreno, 2014, p. 32). Más adelante este procedimiento es descrito por Lina como un "lavado de cerebro obsesivo y demencial".

La palabra es usada por la madre en la forma de sermones y prédicas que día a día ocupan la infancia de Dora. Doña Eulalia pasa horas de su vida sermoneando a su hija sobre lo pecaminoso del sexo y del cuerpo. La rodeaba de interminables retahílas que asociaban el esperma masculino con el excremento, el falo masculino con el falo de los burros, los fluidos corporales con babas repugnantes y fétidas; ofrecía artimañas para resistir la tentación diabólica como imaginar a los hombres haciendo sus necesidades fisiológicas o ponerse una bola de alcanfor al lado del pubis. Cuando Lina presencia uno de estos sermones, a la edad de diez años, queda estupefacta, a pesar de que ignora buena parte de las palabras pronunciadas por doña Eulalia. Más adelante en el relato ella cuenta que, incluyendo su vida adulta, nunca se habría enfrentado a mayor depravación que aquellos sermones que alguna vez escuchó en casa de Dora.

La pérdida de la virginidad con un hombre casado es el punto de giro de la historia, es el momento en que la profecía empieza a cumplirse. El descubrimiento de su sexualidad hace que Dora sea por un breve tiempo dueña de su cuerpo. Este acontecimiento se describe en la novela como un despertar, como un "reconocimiento, un impulso que al fin define su objetivo" (Moreno, 2014, p. 57). Este impulso trae consigo una suerte de rebeldía ante la tutela de la madre. Es la primera vez que se describe a Dora como un personaje activo, con astucia, ligereza y determinación: como un pájaro que sacude sus alas, surgen de nuevo metáforas aéreas, esta vez referidas a la hija. No obstante, es notable que este súbito cambio de Dora proviene de las turbaciones del amor, de una fuerza arrobadora que de alguna manera la posee y, por ello, actúa como poseída. Este arco de acción culmina en el momento en que Dora descubre, en un evento social, que es una "simple querida" y "esta[ba] asociada allí a la mujer de color, mulata-negra-sirvienta-puta, y pertene[cía] allí a la clase inferior de modo visible" (Moreno, 2014, p. 70).

Dora descubre el sino trágico de su sexualidad de mujer mulata: ser sujeto de deseo es el pecado irrecusable que solo a través de múltiples y diversas humillaciones podrá expiar. Ella está condenada a una sexualidad exuberante, descrita como una fuerza oscura que la posee y que la ubica necesariamente en una clase inferior. El ciclo es posible cerrarlo solo con su aniquilación, la aniquilación del deseo. En este caso, es muy relevante que el deseo sexual es el único elemento a través del cual se ha descrito a Dora como una suerte de agente de sus acciones. Por eso, la aniquilación del deseo es la aniquilación del único resquicio de agencia que le queda: Dora deja de desear después de casarse con Benito Suárez y convertirse en madre, el matrimonio es la condena por el pecado que la ha marcado desde el nacimiento. Así el único acto que le concedió agencia en toda la narración procedió inmediatamente a arrebatársela.

Benito Suárez es un doctor de clase media con aspiraciones de ascenso social y con tendencias violentas y sociópatas por cuenta de una madre italiana fascista, cuya frustración proviene del matrimonio con un hombre mestizo de provincia. Dichas aspiraciones serían razón suficiente para casarse con Dora, a pesar de la pérdida de la virginidad que la deshonraba. Su esposo castiga constantemente su sexualidad, si bien goza de ella, los castigos involucran violencia directa sobre su cuerpo, su psicología y su persona. En el momento en el que Dora es madre, para su esposo cualquier muestra de deseo sexual resulta inapropiada pues como madre de su hijo "no debía regodearse en el lecho conyugal como cualquier ramera" (Moreno, 2014, p. 96). La agresión física y psicológica, así como la negación absoluta de los deseos, pensamientos o acciones que no fueran apropiados a su condición de madre, hacen que el esposo la reduzca a un "cuerpo sin vida", sin deseo, a una especie de autómata o sonámbula cuya única función es la crianza del hijo.

El matrimonio de Dora fue bendecido por su madre, doña Eulalia del Valle, como la purificación necesaria del pecado cometido por ella. Para doña Eulalia, la más alta traición de Dora a su condición de madre fue la pérdida de la virginidad antes del matrimonio. Esta traición representa para la madre una deshonra ante los sacrificios y esfuerzos que representaba la educación de su hija, ante el hecho de haber dedicado a ella su vida, sus acciones, sus expectativas y deseos. Otra manera de describir tal traición consiste en que, pese a los esfuerzos y sacrificios de la madre para limpiar la mancha que representa la ascendencia negra, la hija sucumbe a su destino como mujer mulata. El mismo destino que la misma madre contribuye a gravar en la hija a través de discursos y acciones bienintencionadas.

Se puede decir que este punto es una especie de síntesis premonitoria del discurso fatalista del pecado y lo pecaminoso del sexo. Los discursos formativos ofrecieron las condiciones para reproducir e incluso ampliar y transformar sobre la hija las condiciones opresivas que la madre misma padeció. El matrimonio de Dora fue

su triunfo y a su vez su derrota: todo se ordenaba de acuerdo a su esquema, tenía razón, Dora al menos le concedía razón: el sexo era sucio, los hombres innobles, innobles puesto que se empeñaban en conducir a la mujer al acto por medio del cual iban a despreciarla, acto que si provocaba su desprecio tenía evidentemente que ser sucio. (Moreno, 2014, p. 71)

No había más salida, Dora debía aceptar el castigo, la humillación y las vejaciones de ese matrimonio como único camino para expiar su pecado, el destino fatal se cumplía.

Conclusiones

He descrito hasta este un punto un paisaje de opresión gris y opaco. El objetivo no era aclarar tal opacidad, lo cual es imposible, era más bien hacerla explícita por medio de una descripción de las relaciones, intersecciones y tejidos que componen su complejidad. Para ello, describí una zona o lugar de opresión en el que las palabras encubren el daño y se prestan a un sistema de complicidades y responsabilidades compartidas; en este sistema, el género, la raza y la clase se cruzan y se fugan creando redes multidimensionales, como un tejido o una maraña. He ilustrado cómo la opresión sistemática vinculada al género y a la raza tiene efectos en la vida cotidiana de las mujeres, al feminizar y racializar sus cuerpos, sus mentes, su percepción de sí mismas, sus relaciones con otras mujeres, sus reacciones afectivas, sus decisiones, sus relaciones familiares, sus expectativas y deseos, en suma, sus experiencias y los marcos que las dotan de sentido. Todo esto puede ocurrir sin que quienes ejercen daño sobre las mujeres tengan la intención de ejercerlo e incluso puede suceder desde las mejores intenciones, es decir, que estas últimas no garantizan la prevención del daño.

En el marco de la relación madre-hija aquí analizada, la violencia se ejerce, se reproduce, amplía y transforma a través de las palabras, por medio de discursos formativos bienintencionados. El análisis del relato de la vida de Dora, en la novela de Marvel Moreno, me permitió hacer explícitas algunas formas de relación ambiguas y poco transparentes entre víctimas que, a su vez, son victimarias dentro de un sistema que oprime diferencialmente a las mujeres. La aprobación del matrimonio como castigo y aniquilación del deseo y la agencia, tanto de la madre como de la hija, hacen parte de un complicado sistema de repetición del daño, un sistema de opresión opaco, un terreno fangoso en el cual nadie se salva de "ensuciarse las manos". Es así como se han ilustrado algunos aspectos de una de las múltiples formas en que las mujeres participamos de la opresión de otras mujeres, y el lugar que los discursos pueden tener en la perpetración del daño.

Asimismo, se ha mostrado la necesidad del enfoque interseccional en estos contextos, en la medida en que los sistemas de opresión se cruzan, se acumulan, se modifican mutuamente, de modo que no es posible separar la violencia por género de la raza, la clase, la orientación sexual, entre otras. El concepto de zona gris permitió así entender algunos aspectos de la complejidad de este fenómeno de cruce entre mujeres, víctimas y victimarias. Este tipo de aproximación al tema de género contribuye a desmitificar la complicidad femenina en la opresión patriarcal, de modo que no se utilice para justificarla, ni como una excusa para evitar acciones conducentes a la erradicación de la misma. En cualquier caso, se trata de un sistema que usa a las víctimas para producir y reproducir el daño a través de las generaciones, por eso es fundamental contribuir y fortalecer todas las iniciativas que fomenten formas de la sororidad en nuestras comunidades.

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Para citar este artículo Acevedo Zapata, D. (2021). Sobre la opresión de las mujeres por parte de otras mujeres: una zona gris en la relación madre e hija. Folios, 53. https://doi.org/10.17227/folios.53-11258

1Habría aquí más posibilidades que, por razones de espacio, no podré desarrollar en el presente texto.

2Mercedes Ortega González-Rubio (2015), por ejemplo, analiza la producción literaria de Marvel Moreno desde el punto de vista de la técnica narrativa y la presenta como una forma de poner en escena. Para Ortega, comprender el sujeto que enuncia el discurso (la narradora, que oscila entre una posición intra y extradiegética) implica comprender su situación espacio-temporal, sus características ideológicas, raciales, de clase, edad, etc (p. 150). A quien esté interesada(o) en análisis detallados de la obra de Marvel Moreno desde el punto de vista literario y de género puede remitirse a la obra de Ortega, así como de Gilard (1997, 1996, 1987); Garavito (1995); Jaramillo, Osorio y Robledo (1995); Ordóñez (1989); Guarín (2011); Cuartas Restrepo (2007), por mencionar algunos casos.

3Traducción propia.

4El concepto de daño que usaré proviene también de Claudia Card (2002). En su Paradigma de la atrocidad, ella distingue entre el daño que es producido por malas acciones (wrongdoing) culpables, es decir, por acciones moralmente censurables de las cuales los agentes son responsables, y el daño intolerable producido por malas acciones culpables. Este último tiende a arruinar la vida de las personas que lo padecen, produce traumas que muchas veces no son superables por las víctimas o que en cualquier caso modifican negativamente para siempre sus vidas. Por ello, Card (2002) considera en su noción de "mal" tanto la perspectiva de la acción moralmente censurable como la del tipo particular de sufrimiento que produce. Si bien excede los propósitos de este artículo precisar los vínculos entre el daño, el mal y la atrodicidad, sí cabe aclarar que el tipo de daño que se ejerce en el marco del patriarcado es el que arruina las vidas de quienes lo sufren, en la medida en que no solo es perpetrado sistemáticamente, sino que altera negativamente sus marcos de sentido, sus concepciones de sí mismas, de su propia valía, su comprensión del rol que desempeñan en la sociedad, su capacidad de tomar decisiones, entre otras dimensiones fundamentales de la vida de las mujeres.

5Si bien "zona gris" es un concepto acuñado por Primo Levi, solo me interesa aquí el uso que hace Claudia Card de este en contextos feministas.

6Este es un resumen de Card (1999) de las características que Levi atribuye a la zona gris (1999, p. 9).

7La familia de conceptos a la que se refiere Young es la clasificación de cinco rostros de la opresión: explotación, marginalización, impotencia (o falta de poder, powerlessness), imperialismo cultural y violencia.

8"We also find it difficult to separate race from class from sex oppresion because in our lifes they are most often experienced simultaneously. We know that there is such a thing as racial-sexual oppresion which is neither solely racial, nor solely sexual, e. g., the history of rape of black women by white men as a weapon of political repression" (p. 326). Era muy importante para este colectivo no fraccionar el movimiento de manera que la lucha contra el sexismo incluyera la lucha contra el racismo, y en esta última la solidaridad con los grupos de hombres negros era fundamental, ganar ante ellos el reconocimiento del sexismo. Esto ocasionó muchas rupturas y divisiones al interior de los movimientos feministas. También podríamos citar aquí el trabajo de Angela Davis y muchas otras activistas y filósofas negras.

9En este punto, la autora se apoya en el trabajo de Franklin Gil Hernández, también crítico de esta interpretación.

10Hay que distinguir la colonización de la colonialidad; el primero se refiere al suceso histórico de la invasión, sometimiento y exterminio de los pueblos que poblaban las Américas y el Caribe, así como a la esclavización de los pueblos africanos; mientras que el segundo se refiere a un cambio en el patrón del poder mundial y es por ello de orden estructural e ideológico. Los feminismos decoloniales y otras posturas críticas de la colonialidad han señalado detalladamente la forma como el racismo hace parte de la estructura del poder desde la invasión colonial y cómo ha perdurado hasta nuestros días permeando toda suerte de relaciones sociales, constituciones de subjetividad y de intersubjetividad (Quijano, 2000; Oyewúmí, 2003; Segato, 2010; 2011; Gargallo, 2015; Viveros Vigoya, 2008, Lugones, 2008; Stolke, 1992; Mendoza, 2001; Hill Collins, 1993; 2002; Curiel, 2005; Cho et al, 2011; Cejas, 2011, Coba y Herrera, 2013, entre muchos otros).

11Desde la cultura hegemónica que crea el sistema de castas, la fluidez y los cambios de lugar social son percibidos como lamentables, pues domina el anhelo por una sociedad estamental en la cual todos deben tener un lugar conforme a su tipo racial. Pero como este anhelo está en tensión con el funcionamiento del mercado que produce una diferenciación económica sobrepuesta a la diferencia racial y que la desdibuja, entonces se llega a un compromiso. El éxito económico de los de abajo puede permitir limpiar su mancha, su color originario. Este compromiso —en el que se basa el sistema de castas— permite el blanqueamiento de los inferiores y el enriquecimiento de los superiores (Portocarrero, 2013).

Recibido: 29 de Enero de 2020; Aprobado: 08 de Junio de 2020

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