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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

Print version ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.14 no.1 Bogotá Jan./June 2012

 

ENTRE DIOS Y EL YO: TENDENCIAS DE LA JOVEN POESÍA COLOMBIANA Y SU RELACIÓN CON EL PASADO POÉTICO

BETWEEN GOD AND ME: TRENDS IN RECENT COLOMBIAN POETRY AND THEIR RELATIONSHIP TO THE POETIC PAST

 

Pablo García Dussán
Pontificia Universidad Javeriana - Bogotá, Colombia
pagardus@hotmail.com

Artículo de reflexión.
Recibido: 30/01/12; aceptado: 20/04/12


Este ensayo propone un recorrido por la historia de la poesía colombiana y un análisis de la más reciente producción, alejado del recurso tradicional de las generaciones, pues se pretende estudiarla no en bloques sucesivos, sino a través de las rupturas y los casos aislados que conforman la unidad poética.

Palabras clave: generación; hegemonía; poesía colombiana; relaciones discontinuas; siglo XX.


This essay proposes an overview of the history of Colombian poetry and an analysis of the most recent works which avoids the traditional concept of generations: rather than studying sequential blocks, it seeks to understand it from the standpoint of the ruptures and isolated cases that create poetic unity.

Keywords: Colombian poetry; twentieth century; hegemony; rupture; generation; discontinuous connections.


EL ESTUDIO DE LA POESÍA colombiana se ha abordado mayoritariamente a través de grupos, movimientos y generaciones gracias a la facilidad que ofrece ordenar las distintas obras a la luz de acontecimientos significativos en la historia cultural del país. Sin embargo, es conocida la problemática en torno a la idea de que los ordenamientos, por los que se agrupan distintos poetas alrededor de ciertos postulados, son tan duraderos como las mismas publicaciones que los dan a conocer. Resulta llamativo entonces que se continúe hasta el presente recurriendo a periodizaciones basadas en cortes de edad, fechas o gustos tan específicos como arbitrarios. Las antologías más recientes de la creación poética involucran a jóvenes poetas que sobresalen más por su reconocimiento en el extranjero que por la relación de sus obras con el pasado1, obviando tendencias que exponen la continuidad de una voz y por lo tanto, la cohesión de una unidad en la poesía colombiana. El propósito de este ensayo es encontrar la presencia de determinadas poéticas en la voz de los más recientes creadores, considerando relaciones particulares alejadas de una sucesión generacional, sin embargo, para este propósito es necesario comenzar con un recorrido que permita ubicar las tendencias de la joven poesía y su relación con el pasado poético nacional.

En la poesía colombiana existe un hito, tal vez el primero en su historia: la obra de José Asunción Silva. En ella es posible encontrar su propósito por ahondar en el dramatismo y la profundidad que ofrecía el simbolismo e, incluso, la evidencia de su rechazo del modernismo. En sus poemas "La protesta de la musa" y "Sinfonía color de fresas en leche", Silva confirmó su oposición al devaneo sonoro y al exotismo "rubendaríacos"; otro asunto muy distinto es el modernismo palmario en la prosa de su novela De sobremesa. La ironía y la parodia en los poemas mencionados son constancia de su discrepancia frente a las formas modernistas que en la poesía colombiana fueron prolongadas tanto como la hegemonía política conservadora, pues se extendieron por más de cinco décadas2.

Adoptado por los poetas pertenecientes al grupo del Centenario (1910-1920), el modernismo (1880-1910)3 resistió embates venidos de su misma entraña, pues no se doblegó ante las posibilidades de diferencia ofrecidas por Luis Vidales, fundador de Los Nuevos (1920-1930). En este orden de ideas, la antorcha modernista, avivada por el centenario Guillermo Valencia, fue legada por el novísimo Alberto Lleras al grupo Piedra y Cielo (1930-1950), cuyos representantes cultivaron el culto exacerbado por la forma y el sonido. Este interés no solo secó la poesía, sino que consagró su forma única en tal grado de preeminencia que a comienzo de los años cuarenta intentó absorber infructuosamente la originalidad inclasificable de Aurelio Arturo y la frescura de los cuadernícolas Fernando Charry y Álvaro Mutis, estos dos últimos integrados luego al grupo Mito (1950-1960).

El modernismo colombiano solamente se interesó por prolongar su imposición a través del cultivo formal del verso. El propósito de esta "carrera de relevos" era lograr la permanencia, afirmándose en el poder que dan las letras, acto que se constituye en una intención política4 vaticinada en la novela De sobremesa. En ella, Silva expone el ostracismo de la intelectualidad santafereña causado por el advenimiento de una clase intelectual burguesa, su miedo a la diferencia y su predilección por el poder homogeneizador.

A mediados de los años cincuenta, Jorge Gaitán Durán se enfrentó a este anquilosado despotismo a través de las ediciones de su revista Mito. Las publicaciones precedentes a Piedra y Cielo se vieron apabulladas ante la variedad de contenidos venidos de vertientes tan disímiles como la literatura oriental, latinoamericana y francesa puestas en paralelo con la colombiana. El erotismo en la obra de Gaitán fue el aspecto que más caló porque se diferenciaba ampliamente de los temas modernistas de Piedra y Cielo, que exaltaban la idealización del amor, influencia de Juan Ramón Jiménez y Pedro Salinas. En el grupo Mito existió, por el contrario, un afán de concreción, pues la idea del amor encarnó en algo distinto a la exaltación de la belleza, de la forma y su sonido perfecto.

El quebrantamiento de un modernismo prolongado se postergó incluso ante la presencia de poéticas particulares, enriquecidas por el influjo exterior. El grupo Piedra y Cielo conoció las propuestas del ultraísmo y del surrealismo y su acción renovadora5 y aún así las desestimó. Contrario a lo que sucedió en Colombia, en el resto de Hispanoamérica hubo una dinámica de superación poética. Ni siquiera la apertura a la poesía moderna venida de la mano de César Vallejo produjo un remezón significativo en la poesía nacional a la que no resulta desacertado llamar hegemónica, pues ni siquiera islotes significativos como Luis Carlos López y Luis Vidales6, estos últimos cercanos a lo popular, no alcanzaron a mellar el establecimiento poético. No fue sino hasta la aparición de la sosegada añoranza en Morada al sur (1942) de Aurelio Arturo, que el establecimiento tambaleó. Su aporte a la historia de la poesía colombiana es inmenso y representa la puerta abierta a la introspección y la intimidad del yo poético. Del mismo modo, el erotismo se constituye en la otra gran ruptura del continuum homogéneo modernista. A través de esta apertura entra la influencia europea moderna. Jorge Gaitán Durán alimentó la poesía con la reivindicación del erotismo sadiano de la mano de George Bataille, Jean Paulhan y Octavio Paz; también aparecieron la circularidad y los monólogos influidos por T. S. Eliot. Asimismo, el sentimiento existencial y la desesperanza del hombre moderno, influencia de Jean Paul Sartre, fueron reelaborados por Eduardo Cote y Álvaro Mutis.

Si el grupo Mito abrió las esclusas de un sistema conservador, el nadaísmo (1960-1970) desacralizó todo cuanto fue expulsado de ese cuarto oscuro, y tanto se concentró en su labor que se extinguió en su intención de rechazarlo todo. De su auto aniquilación sobrevivieron Jaime Jaramillo Escobar (X 504) y Mario Rivero, quien ya había renunciado al grupo y cuya obra es un caso aislado y significativo dentro de la poesía colombiana con la fortuna de ser reconocido casi de inmediato, a diferencia de Luis Carlos López, cuyo aporte solo fue valorado tardíamente. Rivero, poeta de lo urbano al igual que López, representa un puente dispuesto a conectar el pasado con el futuro poético, si se repara en la tendencia a describir la anomia urbana, tema acentuado en la poesía más reciente.

En la poesía colombiana del último siglo se pueden identificar tres momentos de ruptura: el desconcierto generado por la obra de Aurelio Arturo, el cosmopolitismo de Jorge Gaitán Durán y el choque estético de Raúl Gómez Jattin. Estos momentos y poetas específicos no son el ajuste de un sistema, sino la evidencia de una dinámica en la que la producción poética depende tanto de la singularidad de sus creadores como de las demandas sociales de un cambio estético7. Como es posible inferir, estas rupturas no aparecen con el relevo de generaciones, surgen por una necesidad de cambio ante el continuismo de algunas formas que, como la hegemonía del modernismo, pueden imponerse a través de varios grupos generacionales. Una aproximación a la dinámica de las generaciones y sus limitaciones dará luces acerca de las demandas de cambios en la estética, bases de las fracturas en la historia de la poesía nacional.

Las generaciones han sido la principal herramienta de estudio de la poesía colombiana en el siglo XX. Como lo señaló José Ortega y Gasset, siempre habrá generaciones, sin embargo, esto no significa que un mismo propósito estético les dé cohesión. En la historia de nuestra poesía se puede ver cómo varios autores han sido clasificados en grupos por disposiciones cronológicas, más que por filiación o relaciones estéticas; lo que, por lo general, convierte a algunos de ellos en poetas inclasificables, en exponentes de un cambio ineludible. Se hace necesario entonces un análisis de los poetas que, a manera de casos aislados, pueden servir para relacionar tendencias marcadas en la poesía colombiana, pues, tal como lo plantea Robert Rehder, en vez de forzarla y adaptarla, la unidad de la literatura debe ser hallada en las obras y autores particulares y no en los periodos ni en los movimientos literarios (Rehder, 45).

El truncamiento de los procesos y la falta de concordancia con influencias externas hicieron que la producción poética desembocara irremediablemente en el desencanto. El estancamiento8 generado por el nadaísmo tras la renovación que logró el grupo Mito allanó un terreno baldío en el que solo quedaron los fragmentos de una unidad reiteradamente escindida.

La producción poética de los años setenta se caracterizó por la disidencia frente a continuismos y banderas o derroteros inciertos. La Generación sin nombre o Desencantada (1970-1985) fue la última en reunirse en torno a un centro9: sus integrantes, nacidos en las décadas de los años cuarenta y cincuenta, declararon ser hijos de Aurelio Arturo, declaración con la que pretendieron librarse de caer en continuismos vacuos. Sin embargo, con ellos se confirma la imposibilidad de pensar en una evolución inmanente de la poesía a través de agrupaciones, pues los miembros de esta generación en particular fueron tan disímiles respecto a su producción como aquellos pertenecientes a las anteriores.

Las poéticas más recientes parecen haber aprendido bastante bien la lección, pues antes que organizar grupos, los jóvenes poetas se unen a las más acentuadas tendencias de la poesía colombiana. Estas adhesiones no obedecen a modas ni influencias y mucho menos a herencias, sino que tienen que ver con planteamientos según los cuales la poesía debe dar saltos, debe ubicarse en un universo discontinuo, pues la discontinuidad es la cifra de la libertad (Bloom, 116). La poesía colombiana, salvo los más recientes creadores, siempre había obrado de manera contraria, anquilosándose en grupos y revistas, y auto condenándose a ser monolítica. De ahí que sea fundamental dentro de las tendencias actuales la necesidad de reconciliarse con la cotidianidad del yo y con el entorno, pues la retórica de una misma poesía se ha encargado de petrificarlo.

Visto desde la idea de unidad, el contacto arturiano con la naturaleza permanece, aunque con una diferencia, pues de la descripción íntima se pasa a la añoranza sentenciosa, característica presente en la poesía de Andrea Cote (1981). Entre estas dos poéticas existe otra que consolida el concepto de unidad: la obra de José Manuel Arango. De la mano de una reflexión profunda, Arango describe situaciones del entorno y convierte a quien lo habita en centro de la descripción, recobrando para la unidad poética un yo que pasa de contemplador a protagonista. De Signos, poema XXV:

Estás tendida con la cabeza hacia el oriente
junto al corazón helado del agua
entre tus dedos crece
la hierba tierna. (93)

El aporte de José Manuel Arango a la unidad poética es invaluable en la medida en que retoma el antropocentrismo truncado unas veces por las hegemonías y otras, por la tabula rasa del nadaísmo. Se convierte así en el peldaño que las jóvenes poéticas han sabido reconocer. En la poesía de Andrea Cote es posible encontrar el espacio de ese yo matizado por la vuelta sobre la naturaleza, no a manera de influencia, sino como dinámica complementaria. De Puerto quebrado:

Si supieras que afuera de la casa,
atado a la orilla del puerto quebrado,
hay un río quemante como las aceras. (19)

El diálogo con alguien cuya presencia se convierte en un reflejo del yo es característica fundamental en su obra. El entorno y, más específicamente, la casa, el espacio arturiano por excelencia, se conecta con el escenario en donde se lleva a cabo este diálogo, convirtiendo el tono de exaltación en testimonial. De "Ver llover":

Sé que la lluvia también es un dios, atroz como el otro, calmo como el otro.
Lo sé porque veo a los hombres pronunciar alelados los dos nombres posibles de la lluvia
en sus tardes más grises [...] (113)

Aquí, el tema de la divinidad hace presencia reveladora; Dios, antes venerado en la poesía de Rafael Pombo: "[da] un miedo profundísimo de Dios"; en la de José Asunción Silva: "Y dadnos fuerza ¡oh Padre! para cruzar la vida" (66); en la de José Eustasio Rivera: "Las inmensidades que guardan el silencio de Dios" (73) y Porfirio Barba Jacob: "Gracias por el misterio / que el hombre sabe y no comprende nunca, / gracias por la inquietud del alma mía... / ¡Gracias a Ti, Señor, por ser quien eres!"(81)10, ahora es solo una alusión: "atroz como el otro", con lo que se corrobora su ausencia, el desamparo divino ante las circunstancias de atrocidad social.

Los creadores más recientes abordan lo urbano y lo cotidiano y su opuesto: lo extraordinario cifrado en el aspecto divino. Es la respuesta a una realidad pendiente de transformación que se decanta en el regocijo lejano y en la reiteración del yo poético que une la nostalgia del pasado con la desilusión del presente. Al respecto, la obra de Raúl Gómez Jattin constituye un puente entre las actuales poéticas y las que recurrieron al yo. Su principal aporte a la poesía colombiana es la escisión del yo entre la figura sagrada, que representa la autoridad, y la deificación del ser escindido tras la fractura. De "El dios que adora":

Soy un dios en mi pueblo y en mi valle
no porque me adoren sino porque yo lo hago,
[...] Porque no soy bueno de una manera conocida.
[...] Porque mi madre me abandonó
cuando precisamente más la necesitaba. (13)

En las poéticas más recientes, Dios, mencionado o aludido, es puesto en escena y convertido en centro, como lo evidencia el siguiente poema de Sandra Uribe (1972), que se titula "El espejo de Dios":

El espejo
es la conciencia del rostro
El rostro es la conciencia del tiempo
El tiempo es la conciencia de la muerte
la muerte es la conciencia de Dios. (63)

Resulta pertinente plantear el efecto iconoclasta derivado de "Temo" (2003), de Andrea Cote: "Temo que el infierno sea tan largo como el silencio de Dios" (71) y que comenzó con el advenimiento del hombre urbano en "Oración de los bostezadores" (1926), de Luis Vidales: "Señor, estamos cansados de tus días y tus noches" (85); en "Palabras para un amigo que se llama Dios" (1963), de Mario Rivero: "Amigo Dios [...] te cuento desde este bosque / que nadie parece malo / cuando atraviesa una avenida / o piensa que fue niño" (103); en "Caído en el limbo espiritual" (1974), de Gonzalo Arango: "Dios mío, sálvame de esta paz difunta" (297); en "El dios que adora" (1983), de Raúl Gómez Jattin: "Soy un dios en mi pueblo y mi valle" (37); en (Sin título) (2001), de Felipe García Quintero (1973): "Ilumíname Señor del jardín quemado" (129) y finalmente en "Ángel de la guarda, mi dulce compañía" (2007), de John Jairo Junieles (1970): "Con esta abundancia de escasez / un ángel de litografía colgado en la pared / -decorando nuestra miseria- / resulta suficiente para perdonar el olvido / de aquel Dios indescifrable" (21)11.

Dios es un tema recurrente en la poesía colombiana que ha pasado de la reverencia a la ironía, pues es reflejo de una realidad apenas cambiante. En este orden de ideas, es posible afirmar que la nostalgia, derivada de la ausencia de Dios, representa la unidad de la poesía colombiana. El interrogante por lo divino también es una respuesta si se considera desde diferentes posturas, entre ellas, la erótica, pues se la encuentra en la piel desnuda de la obra de Jorge Gaitán Durán: "Dos cuerpos que se juntan desnudos", o transformada como agente de equidad de género en Eva Durán (1976):

Señor
concédeme la gracia
para bajar los ojos ante la presencia de mi amado
para callar a una señal de sus manos
al susurro de su voz
Dame humildad
para servir en su templo
con la misma devoción
con que entrego en tu altar
el fruto de mis días. (s. p.)

Así pues, la figura de Dios es recurso y garante de la concordancia entre la historia colombiana y su "otra voz"12. De la misma manera, la trasgresión poética representa una oxigenación y corresponde a la demanda nacida de un imaginario social agotado con estéticas ornamentales, retóricas y evasivas. Una historia llena de arandelas y velos ha propiciado la aparición de poetas iconoclastas, muchas veces restringidos y deliberadamente omitidos de la historiografía poética. Su obra se ha caracterizado por la tendencia a lo popular y lo erótico hasta llegar a la crudeza, no sin antes pasar por variables particulares del simbolismo13. En torno a esta característica, la poesía de Eva Durán es la principal exponente, pues no solo despliega una firme autenticidad, sino que su mordacidad tiene epicentro en la voz del poeta (reflejo de quien lee-escribe), siendo este para ella, el cordero del sacrificio, un yo visto desde afuera que se abre las entrañas para reflejar la verdadera esencia. Su obra se complementa con la de Andrea Cote en la forma de transformar la realidad, pues del tono testimonial pasa a proponer una cruda invectiva; sus versos no saben de regodeos: son la médula de lo descrito.

Junto a Gómez Jattin, Eva Durán puede pensarse como un puente, pues su obra es necesaria en la medida en que no constituye una división con el pasado poético, es decir, puede ser vista como la continuidad de la desazón que se enfrenta al estatismo de la poesía nacional cultivada por monolitos retóricos y formas desgastadas. La relación entre estas dos poéticas representa, más que una semejanza, el complemento de la intención incendiaria simbolista. El poeta cartagenero incorpora esta intención a la poesía colombiana, logrando un choque estético que rompe los anquilosamientos14. Esta conexión suple la necesidad que estuvo presente en la realidad contextual de los años cuarenta y que permanece vigente: una estética que contrarreste el cultivo de las formas evasivas.

De la misma manera como Silva creó la novela del intelectual con De sobremesa, Durán ha creado, gracias a Jattin, el poema del poeta; ambas visiones son necesarias dentro del mismo contexto, pero en diferente tiempo, lo que le da unidad a la poesía colombiana. Los siguientes dos poemas de Eva Durán, pertenecientes a su libro inédito Raquel, ponen de relieve la esencia de estas tendencias de fractura.

Qué fácil es quererte ahora Raúl Gómez Jattin
cuando ya no representas un peligro para nadie
cuando eres un par de pies llenos de barro,
verduscos,
en la cabina de la camioneta de medicina legal,
nunca más niño, nunca más hombre,
nunca más fauno ni bestia.
Solo un cuerpo sangrante y patético
de loco atropellado,
que periodistas serviles
amigos y lagartos se disputan.
Pero tú te lo buscaste, y no voy a sentir compasión por ti
lo máximo que haré será escupirte a la cara.

Pegarle una patada
con los pies desnudos
a la jeta del poeta,
a su talento impúdico,
a su dolor exhibido
a su pene autografiado
a su inútil afán
de abrirse el culo ante el mundo
para mostrar su tormento
anhelando una gloria inservible. (s. p.)

La poesía de Eva Durán es el último eslabón dentro de las relaciones anteriores. En ella aparecen complementadas la ruptura con lo sacro-social, la innovación y la universalización de lo local, asimismo, la incursión de lo urbano y la nostalgia transformada en desconcierto. En su obra no hay utopía, todo el interés gira en torno al quehacer poético a la vez que resalta, gracias a la inversión de su desdén, el valor de la poesía.

Tanto el tema de Dios como el erótico han sido soslayados por la crítica colombiana. El primero aparece resaltado en poetas de comienzos del siglo pasado, quienes lo abordan con reverencia; sin embargo, empezó a manejarse con ironía casi de inmediato, lo que generó el suficiente recelo para que sus creadores fueran tratados con distancia y denominados transgresores o malditos. De la misma manera, el erotismo ha sido el tema apartado por excelencia, la principal característica de una isla dentro del mar poético nacional, de hecho Mario Rivero es más conocido por el aspecto urbano en su obra que por el erótico. Dentro del panorama del siglo XX aparecen tardía y someramente reconocidos Porfirio Barba Jacob, Jorge Gaitán, Raúl Gómez Jattin y Eva Durán. Al primero se le censuró, recriminándolo por su orientación sexual; Gaitán y Gómez son islotes que contrastan y a Durán prácticamente se le desconoce. Solo las poéticas "sublimes" adquieren un grado de atención, por lo general aquellas que abordan temas en los que pesa más la forma que el contenido. Según el poeta colombiano William Ospina: "los hábitos de nuestra tradición literaria son la poesía ornamental, la oratoria vacua y solemne, el sentimentalismo y los ritmos meramente inerciales" (Ospina, s. p.). Esta es la razón por la cual se aborda en la poesía actual un yo sentencioso y un hiperrealismo escueto; un yo solitario e invectivo que incumple con propósitos de retórica y descripciones vacías. Sus creadores, albatros en tierra, sufren, tal como en épocas de hegemonía modernista, el rigor de la inercia en cuadernos, antologías, festivales y revistas que repiten la tradición de un deber ser desgastado.

Visto de esta manera, la joven poesía colombiana no es ni intimista ni disgregada en sus propósitos. Por el contrario, resalta el yo testimonial, un aspecto redentor y constante en la producción de determinados poetas y que responde al silencio y la atrocidad de una realidad particular tanto como a imposiciones estéticas arbitrarias. Por esta razón, la obra de los creadores actuales se conecta con la de algunos poetas significativos, se constituye en fractura, le da unidad a la producción desde temáticas particulares y suple la necesidad de cambio a través de estéticas alejadas de lo tradicional entendido como esa pulsión a elegir y destacar solamente lo públicamente correcto, armonioso y sucedáneo.

Poéticas reconocidas en concursos extranjeros, desconocidas deliberadamente, abocadas a auto publicarse o a permanecer inéditas son la respuesta a demandas de formas en verdad representativas y que, más que una oposición a gravámenes formalistas o generacionales, son el contrapeso oculto de la poesía colombiana desde mediados del siglo pasado. Este contrapeso le hace frente al fantasma de la conveniencia editorial, comercial y política. Pues, si es verdad que toda antología es arbitraria, también lo es que el empoderamiento de su elección implica el deber ético de dar a conocer lo diferente, aunque el ejercicio tradicional sea ocultarlo detrás de la reiteración de poetas, corrientes, estilos y, en últimas, publicaciones que se repiten a sí mismas.


1 Me refiero a Antología de poesía contemporánea. México y Colombia y a Cien poemas colombianos cuyos fines son ofrecer una selección conveniente y hacer un recorrido cronológico de libre elección.

2 Al respecto, Fernando Charry Lara afirma que tanto Los Nuevos como Piedra y Cielo fueron continuistas del modernismo al acentuar su devoción por el rigor formal, prolongando el retraso de las nuevas formas ofrecidas por las vanguardias, pues su desinterés por estas fue total.

3 Es pertinente aclarar que el grupo de Los Panidas (1914-1920), contemporáneo al del Centenario, fue motivado por el deseo renovador de la vanguardia y aunque experimentó con el lenguaje, se limitó solo al juego con la sonoridad y la ruptura de la forma. Sus principales exponentes, como León de Greiff, formaron parte casi de inmediato de Los Nuevos, cuyo fundador, Luis Vidales, terminó difiriendo ampliamente del propósito inicial modernista.

4 Para Rafael Gutiérrez Girardot, el poeta crítico, es decir, modernista, es un antiburgués que tiene que nadar en las aguas de la burguesía. Esto corrobora la tesis de un interés político por prolongar el modernismo poético a través de epígonos valencistas, servidores públicos y testamentarios de la letra.

5 Resulta llamativo que poetas como Jorge Luis Borges y Vicente Huidobro, que crearon el ultraísmo y el creacionismo respectivamente, complementaron su obra en Argentina y Chile al mismo tiempo que comulgaron con el que fue el punto de partida de Piedra y Cielo: la celebración internacional de 1927 en homenaje a Luis de Góngora.

6 Luis Vidales fue el único poeta colombiano que apareció en la antología vanguardista realizada por Jorge Luis Borges, Vicente Huidobro y Alberto Hidalgo en 1926. Véase: Índice de la nueva poesía americana.

7 Para Noé Jitrik, el imaginario de una sociedad demanda especificaciones estéticas acorde con sus cambios históricos, pues se trata de un sistema entrecruzado de textos y experiencias.

8 Aunque la calidad de la poesía nadaísta ha sido ampliamente criticada es justo reconocer que la actitud que implicó "no dejar ninguna fe intacta ni ningún ídolo en su sitio" representa un aporte significativo a la renovación en la lírica colombiana.

9 Después de la Generación sin nombre no volvieron a existir movimientos con un eje definitorio. Actualmente no existen proclamas ni derroteros estéticos que congreguen a los jóvenes creadores. El último grupo fue tan disímil en su producción que honró su nombre: Generación sin nombre. Desde finales de los años cincuenta tampoco ha habido un manifiesto en la poesía colombiana; el último fue promulgado, paradójicamente, por el nadaísmo.

10 Estos son los últimos versos del poema "Oración", de Barba Jacob, que rompe con los esquemas modernistas; nótense la ironía y el erotismo, aspectos que complementarán más adelante Jorge Gaitán Durán y Mario Rivero y que en el poeta se consolidarán en su más reconocido poema: "Canción de la vida profunda".

11 Gracias a las relaciones discontinuas es posible hallar un eco de la poesía de Vidales en Rivero, así como complementariedad en tendencias por describir la extrañeza de lo cotidiano: eco de José Manuel Arango en la poesía de John Jairo Junieles.

12 Para Octavio Paz, la historia está acompañada por la poesía que desde otro orden también narra lo acontecido. Véase La otra voz: poesía y fin de siglo.

13 A Raúl Gómez Jattin se le llamó el cuarto poeta maldito no por su vida azarosa, sino por la relación de su poesía con los contenidos propios de los simbolistas, los cuales reelaboraron conceptos a partir de particularizaciones y experiencias personales; Jattin articula magistralmente esta influencia a su entorno local, universalizándolo.

14 El propósito estético de Arthur Rimbaud acerca de causar conmoción con sus versos describiendo a su hermana orinando sobre la nieve o la cópula de los animales, encarna en la cotidianidad colombiana en donde la doble moral y la ineficacia del afecto humano se develan a través de la poesía de Gómez Jattin (Véase "Donde duerme el doble sexo" y "Te quiero burrita").


Obras citadas

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