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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

versión impresa ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.15 no.1 Bogotá ene./jun. 2013

 

PRESENTACIÓN


EN 1894, BALDOMERO SANIN CANO escribió a favor de la literatura como algo que trasciende las fronteras de la cultura nacional. De acuerdo con él, los lectores tienen derecho a experimentar nuevas ideas, nuevos sentimientos, nuevos estados del alma. Y los escritores no tienen por qué limitar sus experimentos poéticos, narrativos o dramáticos al rango de los asuntos nacionales o de su propia cultura. Por el contrario, todos, incluyendo los críticos literarios que habitan en ciudades materialmente aisladas del resto del mundo, como Bogotá, tienen derecho a gozar de una misma hacienda, dijo citando palabras de Goethe. De hecho, afirmó, el sentido histórico de Quevedo le viene de sus lecturas de Maquiavelo y de Montaigne; Tolstoi aprendió a analizar la sociedad contemporánea en Stendhal y en Balzac; Ibsen adapta ideas de Darwin, Spencer y Mill a situaciones de personajes vivos.

Treinta y ocho años más tarde, Jorge Luis Borges sostuvo que Racine ni siquiera habría entendido si alguien le hubiera negado su derecho al título de poeta francés por buscar temas griegos y latinos, o que para Shakespeare habría sido asombroso que le hubieran prohibido escribir Hamlet, que proviene de un relato escandinavo, o Macbeth, que tiene tema escocés. De acuerdo con él, los sudamericanos y, en realidad, todos los escritores tienen derecho a aventurar cualquier tema, manejarlo sin supersticiones y con una irreverencia que trae consecuencias afortunadas. "No debemos temer y debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo", anotó, haciendo eco, de nuevo, a las palabras de Goethe.

Más de medio siglo más tarde, Milan Kundera insistió en que la historia de la novela es inconcebible sin un dinamismo constante, sin un intercambio entre escritores de distintas lenguas: Sterne reacciona ante Rabelais y Fielding cita a Cervantes; Stendhal se mide con Fielding, Joyce escribe prolongando la tradición de Flaubert y, al leer a Kafka, García Márquez comprende que se puede escribir de otra manera. De hecho, el alejamiento geográfico permite al lector deshacerse del contexto local y percibir mejor la obra. Por eso, nadie comprendió a Rabelais mejor que un ruso, Bajtín; ni a Joyce que un austríaco, Herman Broch; y los escritores franceses fueron los primeros en destacar el valor de Hemingway, Faulkner y Dos Passos. Existe un territorio supranacional del arte y de la novela, y nos compete a cada uno de nosotros reconocerlo y acrecentarlo. Ese es el testamento de Goethe, sostiene Kundera.

Esta idea de un espacio supranacional, un lugar donde el lector puede codearse con cualquiera, confrontar ideas, ampliar horizontes, experimentar nuevos sentimientos y realidades es una utopía, un experimento del pensamiento, el deseo de un futuro apenas avizorado. También es, como lo señala Kundera, un legado al que no hemos hecho justicia. Aún hoy los manuales y antologías tienden a presentar la literatura universal como yuxtaposición de literaturas nacionales, como si ellas no tuviesen relación entre sí. Este legado tampoco se ha cumplido por las condiciones objetivas de existencia. No todos tenemos contacto con toda la literatura universal a un mismo tiempo; no todas las literaturas nacionales tienen el mismo peso en el contexto de la literatura universal. Hay razones sociales, políticas, económicas, que influyen en la configuración de la literatura universal. El uso, tan frecuente, de los términos centro y periferia en los debates sobre la literatura universal y la literatura comparada hoy día no es infundado.

Pero también se podría parar de cabeza el argumento y decir que ciertas circunstancias políticas, sociales o económicas permitieron la formulación de esta idea: asombrado por la lectura de traducciones francesas de narraciones chinas, Goethe la formuló; maravillado porque, en una ciudad tan aislada como Bogotá, el gerente de un tranvía de mulas recibía por correo publicaciones de sitios tan remotos como Dinamarca, Sanín Cano le hizo eco. Y en el pasaje más citado acerca de los debates sobre la literatura mundial hoy día, Marx y Engels sostuvieron que, gracias a la expansión del mercado, es posible no solo el intercambio de mercancías a nivel mundial, sino también el intercambio intelectual. En lugar de limitarse a la estrechez de miras de una nación, las creaciones intelectuales de todas las naciones pueden convertirse en propiedad común. Esta apertura de horizontes es una realidad, pero hasta cierto punto. Las creaciones intelectuales pueden difundirse hoy a escala planetaria, pero están limitadas por leyes del mercado, en el que no todo puede llegar a todos, y en el que, curiosamente, el carácter de mercancía implica que todo puede equivaler a otra cosa. Al entrar en la dinámica del mercado, las obras literarias están sujetas a las leyes de la oferta y la demanda, y de generación de lucro, lo que afecta su producción y su consumo. En otras palabras, al convertirse en un producto intercambiable, la literatura pierde su valor estético y cultural específico, y se convierte en equivalente a cualquier otro bien. Esta es la cara oscura del ideal de la literatura como territorio supranacional en el que, libres de las trabas temporales, espaciales y culturales, pueden encontrarse los seres humanos.

Estas reflexiones pueden parecer un poco ajenas a la edición de un número sobre literatura comparada en una publicación universitaria latinoamericana. No obstante, nos atañen muy de cerca, pues nuestra publicación está inserta en el circuito de intercambio de mercancías académicas, es decir, en un mercado académico global. Esto quiere decir que nuestra publicación pertenece a un momento histórico en el que el ideal de la institución universitaria ha cambiado. De estar destinada a formar ciudadanos críticos y autónomos, y a preservar el patrimonio cultural nacional, ha tendido a concebirse como una institución que forma individuos para el mercado laboral, y cuya labor docente e investigativa se rige por patrones de excelencia. La cuestión crucial del patrón de excelencia, como bien lo dice Bill Readings, es que no tiene un contenido. No hay necesidad de coincidir en qué es lo que se considera excelente y, por esta razón, el patrón de excelencia es semejante al nexo del dinero. Para poner un ejemplo: hoy día, la ministra de Enseñanza Superior y Educación francesa está propugnando por una ley que permita la creación de programas universitarios en inglés en su país. El argumento esgrimido es que, si se abren programas en dicho idioma, los estudiantes de países emergentes como Corea, India o Brasil querrán formarse en Francia. "Si no autorizamos los cursos en inglés, pronto seremos cinco hablando de Proust alrededor de una mesa", señaló. Su preocupación se debe, en gran parte, a que concibe el sistema educativo francés como una industria para la que es necesario captar un público con cierta capacidad de gasto, y no como una institución que forma a sus propios ciudadanos, y en la que se lee, se discute y se critica. En otras palabras, una institución en la que se preserva una cultura específica, en diálogo con otras.

Quizá no sea tan raro, entonces, que el modelo de la compañía de negocios, con sus estándares de producción, tienda a convertirse en el paradigma que dicte el tono de las actividades académicas, y que, en los debates internacionales acerca de la literatura comparada y del estudio de la literatura universal, se suela recurrir a imágenes mercantiles. Se dice, por ejemplo, que en el panorama de un mundo globalizado la tarea más urgente de las universidades es encontrar el modo de promover los productos culturales locales en el mercado mundial. O también se critica la forma en que, en las universidades norteamericanas, se ha llevado a cabo el embalaje, mercadeo y enseñanza de la literatura mundial en contextos monolingüísticos y monoculturales. O se señala que es necesario estudiar la institucionalización y puesta en el mercado de nuevas disciplinas, como la literatura universal. Pero más que el ánimo de actuar como censores lingüísticos y lamentar la ubicuidad de las metáforas económicas en el lenguaje académico, resulta interesante notar las transformaciones que este lenguaje impone en la enseñanza y en la investigación en la academia. Dos de esas transformaciones son la burocratización de las tareas de los docentes, que deben dedicar buena parte de su tiempo a cuestiones administrativas o, en algunas universidades, las exigencias que se les hacen para atraer más estudiantes a sus clases, o más recursos a su departamento a través de proyectos de investigación financiados por instituciones externas. Esto se hace, además, con cierta urgencia, ya que los departamentos de literatura y humanidades, en una universidad cuyo paradigma es el de la administración económica, o en un contexto político como el latinoamericano, en el que el sector público se ha ido reduciendo drásticamente en los últimos veinte años, suelen sufrir recortes presupuestales. Esta es, pues, la cara oscura de la discusión sobre el estudio de la literatura comparada, en la que se insertan los trabajos publicados en este número.

Pero el mercado académico en el que nos movemos también permite un intercambio de ideas mayor que hace veinte años, que nos acerca al ideal del espacio de encuentro supranacional. La prehistoria de este número se remonta a un proyecto de investigación de un grupo de profesores del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia que, en el año 2006, organizó un pequeño seminario para discutir sobre los problemas y las perspectivas de la literatura comparada. La intención inmediata era dilucidar cómo nuestras prácticas docentes e investigativas se enmarcan o no dentro de la disciplina y de los debates contemporáneos relacionados con ella. Este seminario, más que un consenso general, produjo una serie de diferencias que puso de relieve la amplitud del campo de estudios y la diversidad de enfoques de los profesores. Lo que comenzó con un proyecto localizado se desarrolló luego más allá de las fronteras nacionales con la participación del grupo de investigación en encuentros internacionales, y con la convocatoria del Primer Encuentro Internacional de Literatura Comparada en la Universidad Nacional de Colombia, en marzo de este año. Este encuentro se realizó de forma paralela a la edición de este número monográfico y la acogida que tuvieron ambos eventos superó ampliamente las expectativas de los organizadores. Recibimos una cantidad ingente de propuestas de ponencias y un número muy grande de artículos para la revista. La amplitud del espectro del campo de la literatura comparada se refleja en la diversidad de temas de los artículos, que no solo relacionan distintas literaturas nacionales, como en el caso del estudio de Maria da Conceição Oliveira Guimarães, que compara la poesía de autores portugueses y brasileños, sino que también ponen en diálogo la literatura con otros discursos, como el de la historia, con otras prácticas como la arquitectura, o con otras expresiones artísticas, como la música y las artes visuales. El artículo que quizá expande más los límites de la noción de literatura comparada es el de Winfried Menninghaus, que proviene de su libro más reciente Wozu Kunst? (¿Para qué el arte?) y estudia las reflexiones sobre música y retórica en los escritos científicos de Charles Darwin.

Dos textos resultan de particular interés en el contexto de los problemas comentados hasta ahora, y por eso encabezan sendas secciones de la publicación. El escrito de Paulo Sérgio Nolasco dos Santos y Joyce Alves, que abre la sección de artículos, propone una serie de tareas nuevas para la disciplina de la literatura comparada. Los autores de "Literatura comparada: trajétoria e perspectivas" hacen hincapié en la necesidad de ampliar la noción de literatura comparada de manera que no solo se logre un diálogo entre las literaturas y las culturas, sino también entre los métodos de trabajo y un objeto de estudio que ya no se limita a la literatura. Por eso proponen que se conciba el patrimonio cultural como un todo, que el lector acceda libremente no solo al mundo del libro sino también al del hipertexto y de cualquier expresión cultural, y que los proyectos investigativos alcancen una nueva flexibilidad en la articulación de los saberes. De esta manera, se daría una suerte de explosión creativa de todas las formas y prácticas posibles, y lo que se llama literatura comparada terminaría siendo equivalente a la producción del conocimiento.

A primera vista, este es un proyecto utópico muy similar al del espacio transnacional de diálogo que proponían Sanín Cano, Borges y Kundera. No obstante, existen dos diferencias fundamentales entre esta idea y la de los escritores que citábamos más arriba. En primer lugar, los autores del artículo rechazan la idea de Goethe de una literatura universal. Sostienen que ella implica una visión de mundo unitaria. Sin embargo, la noción de un patrimonio común al que se puede acceder libremente es central para la formulación de su proyecto. En segundo lugar, aquí no se está hablando de la lectura sino de la formación de una disciplina, de una práctica de conocimiento en una institución académica. Esta noción de práctica disciplinar, que fusiona la literatura comparada con el conocimiento en general, convierte la disciplina en algo de tan abrumadores alcances que ya no es un campo académico, sino el estudio de todo tipo de discursos y todo tipo de objetos culturales en cualquier parte. Tal vez sería conveniente, a estas alturas, recordar las circunstancias reales de nuestra práctica académica, en un contexto de expansión del intercambio de las mercancías culturales en las que la universidad, en cuanto generadora de conocimiento autónomo, pesa cada vez menos.

Esas circunstancias las recuerda Fabio Akcelrud Durão en su texto "Variaciones acerca de los equívocos del debate sobre el canon", que introduce la sección Notas de la revista. El autor parte del debate de los últimos veinte años en torno al canon para señalar los aspectos débiles del término y, por tanto, los aspectos débiles de la polémica. Recuerda, por ejemplo, que los detractores del canon se arrogan un papel contestatario que no les corresponde, pues las metáforas belicistas no se traducen, inmediatamente, en conquistas sociales. Por el contrario, sostiene, es necesario contemplar la polémica dentro de un marco doble: por una parte, el desarrollo histórico de la obra de arte en cuanto artefacto; por otro, un sistema social más amplio que el de la institución universitaria. El primer aspecto permite concebir las diferencias de relación de un sujeto con un objeto sacralizado, al que no tiene acceso, y un objeto que, gracias a sus cualidades intrínsecas, puede interpretar y manipular y, así, superar también su propia subjetividad. El segundo permite contemplar, con cierta ironía y de forma más aterrizada, las afirmaciones sobre el poder del académico y la academia. No obstante, la fragilidad evidente de las instituciones culturales también pone de presente que la falta de relevancia social del mundo de las letras también es su fortaleza. Solo porque la literatura es algo superfluo permite ejercer una libertad de pensamiento que no puede tener lugar en otros contextos.

Estos dos artículos, escritos por colegas brasileños, actúan como un contrapunto en cuestiones que atañen muy de cerca al tema de este número. Es una feliz coincidencia. Tal vez, para mantener viva la carga crítica de la idea utópica de la literatura como un espacio transnacional en el que se pueda realizar un diálogo y un debate libre con todos los seres humanos sea necesario, hoy más que nunca, tener en mente la cara oscura de esa idea, es decir, las condiciones reales de la producción del conocimiento y del papel de la academia en nuestras sociedades. En últimas, los seres humanos tenemos la capacidad de transformar nuestra existencia, pero nuestras acciones se dan en el contexto de unas circunstancias que no elegimos.


Patricia Trujillo
Coordinadora de este número
Universidad Nacional de Colombia