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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

Print version ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.15 no.1 Bogotá Jan./June 2013

 

VARIACIONES ACERCA DE LOS EQUÍVOCOS DEL DEBATE SOBRE EL CANON*

 

Fabio Akcelrud Durão
Departamento de Teoría Literaria
Unicamp - Brasil
fabio@iel.unicamp.br

 


El canon como lugar común

SERÍA INTERESANTE ALGÚN DÍA INVESTIGAR a fondo el proceso, establecimiento y cristalización de los lugares comunes académicos, aquellas ideas que son aceptadas por todos en la universidad y que pasan a gozar de una transparencia y obviedad que las vuelven difíciles de ser criticadas. Es como la dialéctica de "La carta robada" de Edgar Allan Poe, pero más dinámica que en el cuento del autor norteamericano (1984, 680-698): justamente por ser repetidos ad nauseam, por ser el presupuesto de diversas matrices productoras de argumentos, los lugares comunes académicos acaban volviéndose invisibles. Este pequeño ensayo pretende lidiar con uno de los lugares comunes más sobresalientes en los estudios literarios de hoy; a saber, el concepto de canon como entidad represora1. La intención es mostrar que la cuestión del canon literario, de la forma como es normalmente articulada tanto en Brasil como en el exterior, es un falso problema; es un tornillo girando en falso, por así decirlo, con poca o ninguna sustancia. Como los mismos términos en los cuales se plantea el debate están equivocados, no solo los detractores del canon, sino también sus defensores caen en un error. No obstante, señalar el engaño no es tan interesante como investigar su necesidad. Más que un mero desliz conceptual, la polémica en torno al canon puede ser interpretada como un síntoma de un sistema social más amplio, en el cual también desempeña un papel específico y para nada contestatario.

Desvalorización del valor

El núcleo de la crítica no es difícil de resumir. En su origen griego, kanon significaba 'regla' o 'patrón', 'lista' o 'catálogo'. Como concepto, el canon surge en un contexto religioso, como la lista de libros que componen la biblia judeo-cristiana, y que posee una autoridad incuestionable en tanto directamente "inspirada por Dios o legitimada por una comunidad creyente". El uso secular del término en la crítica literaria se aplicaría así: "a) a las reglas de la crítica; b) al conjunto de obras de un autor dado; c) a la lista de textos que se consideran centrales o 'clásicos'" (The Princeton Encyclopedia of Poetry and Poetics 1993, 166). Es ese último sentido el que debería ser cuestionado, toda vez que no habría una instancia análoga a la divina que justificara la elección de unos y no de otros escritos. Como un conjunto de obras seleccionadas entre el universo extremadamente vasto de la literatura universal, lo que define el canon, por lo tanto, es su carácter necesariamente restrictivo. Canon y exclusión se implican mutuamente.

Sin embargo, sería engañoso dibujar la historia intelectual del término como algo lineal y progresivo. Aunque sin duda sería posible invocar innumerables autores antiguos que habrían, de una o de otra forma, contribuido a la elaboración de un canon occidental (en efecto, en el límite, el término se confunde con la misma noción de tradición), la representación que hoy tenemos del concepto se construyó a partir de la década del sesenta. Solo desde entonces la cuestión del valor vino a ser sustituida por la del poder. Es importante percibir aquí que esas dos nociones no figuran aisladamente en el discurso de la teoría literaria, sino que, por el contrario, se encuentran interrelacionadas. La primacía del poder reconfigura internamente el valor, pues como anteriormente la existencia de este último no era cuestionada, podía simplemente existir sin necesidad de grandes elaboraciones conceptuales. Si hasta el siglo XIX el valor no necesitaba justificarse como tal, eso ocurría, por un lado, porque el concepto de literatura era mucho más amplio y abarcaba el conjunto de las belles lettres; por otro, porque la oposición básica no era exactamente entre lo bueno y lo malo, sino entre lo refinado, pulido, educado, y lo bárbaro, lo burdo, lo sin sentido. En suma, al contrario de una escala cuantitativa (de mayor o menor valor), se fortalecía mucho más el eje de algo versus nada. Fue con el Romanticismo que apareció el concepto de obra que nos es más familiar, como algo cerrado en sí mismo y que expresa una experiencia subjetiva digna de admiración; para usar una expresión famosa, la obra no era ya más un espejo sino una lámpara (Abrams 1971 [1953]). Esa individualización creciente del objeto -que, es claro, rearticula el concepto de literatura-, permite que surja, potencialmente, una tensión vis-à-vis con los parámetros universalistas de juicio, lo que le confiere mayor relevancia a la cuestión del valor.

Lo que sucede hoy es diferente, pues el valor se convirtió en una categoría sospechosa a priori. Esto sucede porque aquel pasa por un proceso de desprendimiento de cualquier componente que le sea exterior. Como algo cada vez más inmanente a sí mismo (un perfecto ejemplo de la lógica de la dialéctica de la Ilustración [Horkheimer y Adorno 1985]), el valor es tenido como un constructo, algo forjado histórica y socialmente en condiciones específicas y concretas; además de eso, justamente por no encontrar instancia alguna que lo valide, el valor penetra en el campo semántico de la guerra y pasa a confundirse con cuestiones de táctica y estrategia. En lo sucesivo, los llamados autores canónicos serán confrontados como instrumentos de dominación de toda especie -de clase (la burguesía sobre el proletariado), de raza (la blanca sobre todas las otras), de género sexual (lo masculino sobre lo femenino), sexualidad (la heterosexual sobre la homo- y la trans-), geopolítica (el Primer Mundo sobre el Tercero), colonial (el Occidente sobre el Oriente), nacional (las capitales sobre las provincias), semiótica (el significado sobre el significante), psíquica (el consciente sobre el inconsciente)-. El hecho de que la lista pueda extenderse todavía más sugiere que lo que está en juego no son contenidos específicos sino, por el contrario, algo estructural.

Sea como fuere, para contraatacar la opresión, comienza a tener sentido luchar por conseguir un espacio para las voces apagadas y suprimidas. No obstante, como tal supresión no ocurre en el vacío, sino en ambientes institucionales específicos, como no puede haber canon sin institución (aunque sea plenamente imaginable una institución sin canon), como las instituciones, en cuanto aparatos ideológicos del Estado (Althusser 1985), subjetivizan a los individuos, como la universidad es un componente importante en la reproducción de la sociedad (Althusser 1995), basta solo, entonces, invocar un concepto distorsionado de hegemonía, el de Gramsci2, para que quede montado el escenario sobre el cual ocurre la guerra del canon. A todos los actores, entre tanto, parece escapárseles lo esencial: que el objeto de la contienda, el valor, es algo que ya no existe. Socialmente, es algo sin valor.

Teoría canonizada

De una forma o de otra, la crítica al canon es una parte central del actual discurso de la "teoría", esa nueva formación discursiva que en los Estados Unidos viene suplantando lo que hasta hace poco se llamaba teoría literaria (Durão 2011b). Como lo he mencionado arriba, para cada relación de opresión hay un sistema conceptual que la analiza y la desacredita. Desde el pionero e influyente trabajo de Richard Ohmann (1987), pasando por el postestructuralismo, el feminismo y los Black Studies, hasta los estudios culturales, la crítica postcolonial y la queer, el ataque al canon (por un desliz conceptual, cada vez más asociado a lo normativo) actúa como denominador común de una serie de corrientes teóricas que, de otra manera, tendrían muy poco qué compartir. Discursivamente, por lo tanto, el canon funciona como un antagonista privilegiado, que en cierta medida es la condición de posibilidad de la articulación centro versus margen. Nótese, con todo, la ironía patente: críticos de las más diversas líneas defienden la inclusión de nuevas voces en nombre del principio de diferencia. Sin embargo, la perspectiva teórica a partir de la cual lo hacen es extremadamente limitada y difícilmente será posible prescindir de Derrida y Foucault o, más periféricamente, de Deleuze, Agamben y Žižek. O sea, la crítica al canon literario se encuentra ella misma amparada en un canon teórico, mucho más restringido y difícil de eludir que aquel, que por lo menos tiene varios siglos tras de sí.

Amarras del canon, en contra o a favor

No obstante, aquellos que defienden el canon literario tampoco tienen razón. El argumento aparentemente tiene sentido: debido al tiempo necesariamente limitado de la vida de los individuos, es necesario tener cuidado con aquello que se lee. Dada la avalancha de basura que la industria cultural produce continua e ininterrumpidamente, y dado que gran parte de la socialización de los individuos ocurre en torno de narrativas espectacularizadas (la novela, el fútbol, el último blockbuster de Hollywood y el último best-seller), una falta de esfuerzo consciente llevaría fácilmente a la pérdida de preciosos años de lectura. Hay, sin embargo, otros factores que merecen consideración. El primero es el de que el tiempo para la lectura no es tan exiguo; es más que suficiente para que alguien se vuelva culto e instruido3. Además de eso, la posición de aquellos que son favorables al canon presupone que lo malo no puede, ocasionalmente, ser interesante, lo que no es verdad. La historia de la crítica literaria está repleta de ejemplos de comentarios y de análisis muy superiores a sus objetos (como el Trauerspiel para Benjamin [2011], o Gradiva para Freud [2004]); e incluso lo estrictamente pavoroso puede ser productivo, como en el caso del camp4.

Más importante, sin embargo, es observar que la postura pro-canon, generalmente conservadora, está obligada a presuponer que las grandes obras poseen un contenido que las posibilita de alguna forma para figurar en la lista de las más valiosas. Para decirlo en otras palabras, el concepto del canon prevé formalmente que los monumentos literarios de Occidente contengan atributos, predicados, que les puedan ser conferidos, mientras que lo que hace que tales artefactos sean dignos de lectura es justamente su capacidad de generar predicados -o, mejor, tal vez, de negar la predicación (Durão 2008)-. La preocupación por el canon incentiva una identificación de características, temas y asuntos en las obras, mientras que lo verdaderamente interesante es relacionarse con ellas por medio de cuestiones que, en última instancia, las modifican por dentro. Dígase, de paso, que eso ayuda a explicar el enflaquecimiento de la producción crítica más reciente de Harold Bloom, como El canon occidental (1994), en relación con el comienzo de su carrera, en La angustia de las influencias (1973) o en Wallace Stevens: The Poems of Our Climate (1977), por ejemplo. Al acompañar su trayectoria, es posible percibir que las obras literarias se van volviendo cada vez más idénticas a sí mismas.

El último estadio de empobrecimiento se alcanza cuando el adjetivo "canónico" se vuelve pesado, sea positiva, sea negativamente. Así como en el caso de "cultura erudita", su empleo ya corresponde a un distanciamiento de aquello que sería la experiencia estética del artefacto. En otras palabras, lo "canónico" es un contenido que se convierte en un obstáculo frente a aquel difícil ideal hermenéutico de intentar hacer que el texto transforme al sujeto y al lector en el objeto a través del cual él habla, o sea, el ideal de no traer nada a la confrontación con la obra, de fingir ingenuidad o de acordarse de olvidar5. En ese sentido, el canon funciona como una especie de pre-organización de sentido; él participa, en el fondo, de la lógica de la industria cultural, que ora confiere a los objetos de la llamada alta cultura toda la dignidad y reverencia, porque eso vende; ora los ataca como elitistas en pro de otros, porque eso también vende. Ocurre una cosa semejante con el término "clásico". Cuando no se utiliza en su sentido técnico y estricto, es una denominación espuria, una etiqueta de mercado que sirve para apuntar, o hacia un supuesto valor trascendente, o hacia un conservadurismo que otra cosa, innovadora, superará. En ambos casos, no obstante, el sentido subyacente es el mismo. El significado de "clásico" como fruto de la industria cultural es "aquello que usted no ve desde adentro", "aquello que usted no interpreta". El concepto de gran obra, en contrapartida, es precario y dinámico. Si aquella deja de tener algo nuevo qué decir, simplemente muere -y la crítica no deja de ser el agente de esa muerte-. No hay garantía alguna de que Shakespeare sea considerado un gran autor; por el contrario, es un asunto urgente saber si sus textos pueden sobrevivir a la sobre-exposición a la cual vienen siendo sometidos. Si usted se deja afectar por lo "canónico" de lo que lee, sea positiva o negativamente, hace poca diferencia que tenga a su disposición diez o cincuenta años para leer.

Un poco de realidad

La opresión con la cual se identifica el canon es imaginaria y no se sustenta empíricamente. Es fecundo aquí comparar la revuelta americana, que es crítica y ocurrió hace sesenta años, con la francesa, que fue literaria y se dio mucho antes, por lo menos junto con las vanguardias del comienzo del siglo XX, si no con Baudelaire. En los Estados Unidos no existe una Academie Française que determine cuáles palabras existen y cuáles no entrarán en el diccionario; nunca existió una instancia centralizadora, como un Ministerio de Educación interventor, que determinara lo que debería ser leído en las universidades. Y aunque en el bachillerato haya listas de libros, eso está muy lejos de la censura o incluso de la indisponibilidad de las obras. Aquel que sería el autor central del canon anglófono, Shakespeare, fue innumerables veces atacado por críticos de tendencia clasicista por no respetar las unidades aristotélicas, por no acatar el decoro lingüístico e inundar sus escritos con lenguaje obsceno, y por mezclar estilos; lo que muchas veces denotaba una ojeriza hacia lo popular por parte de sus detractores.

En Brasil, dada la fragilidad de las instituciones en todo el ámbito de la cultura, la supuesta dominación de un canon es todavía más irreal. Solo basta pensar en la precariedad de nuestras bibliotecas o en la ausencia de un concepto normativo de universidad en la mayor parte de las instituciones de enseñanza superior en el Brasil (que son vistas, bien como escolões, es decir, universidades con mentalidad de escuelas de enseñanza secundaria, o bien como lugares para aprovechar el presupuesto del Estado), para que se deshaga la autoridad del concepto de autoridad. Ni siquiera Machado de Assis, la figura central de lo que sería el canon brasilero, posee una edición definitiva de sus obras completas que incluya todas sus crónicas y escritos periodísticos. El estado de saturación común de los grandes autores -este sí una gran amenaza para su vida y su relevancia-, aquella superproducción bibliográfica que hace que un Proust, un Kafka, un Dante, un Homero o un Cervantes se vuelvan casi ilegibles, es prácticamente inexistente en Brasil, tal vez con la excepción de Machado de Assis y Guimarães Rosa. Las únicas ocasiones en las cuales tiene algún sentido hablar de canon son en las adquisiciones gubernamentales para las escuelas públicas y en la lista del examen vestibular6, realizada por profesores universitarios, nuestros colegas.

En realidad, la fragilidad de las instituciones culturales nacionales no logra escapar del ridículo, como en el episodio de la concesión, en 2011, de la medalla Machado de Assis, la más alta condecoración de la Academia Brasileña de Letras, al jugador de fútbol Ronaldinho Gaúcho y a su técnico, Wanderlei Luxemburgo. La idea aquí era darle prestigio al equipo Flamengo como un importante agente de la cultura popular brasileña (la presidente del club también recibió una distinción menor en aquella ocasión). Lo cómico, en este caso, reside tanto en la incongruencia casi surrealista entre el jugador y el técnico, por un lado, y el mundo letrado, por otro, como en el hecho de que algunos meses después ni el jugador ni el técnico pertenecían más al conjunto. Ese acontecimiento grotesco es saludable para mostrar el servilismo y la falta de cualquier brío de los llamados eruditos en Brasil, vis-à-vis aquello que se denomina cultura popular, pero que en el caso del fútbol no es sino un conglomerado de empresas con transparencia mínima, uno de los menos democráticos y responsables de la sociedad. Frente al poder de la industria cultural, que abarca también la alta cultura, el poder de esta última es una broma.

La fragilidad del mundo de las letras es el fruto de su absoluta falta de relevancia social, lo que también es su fortaleza. Discutir sobre literatura es un lujo; como algo superfluo, que no se relaciona con las instancias reales de poder, permite el ejercicio de una libertad de pensamiento inconcebible en otros contextos. Hablar de opresión, de estrategias de silenciamiento, de lucha por la hegemonía, suena ligeramente cómico cuando se piensa en lo diminuto que es el objeto de disputa. No hay mediación directa posible del campus a la revolución. En vista de eso, y precisamente por causa de la libertad de la que goza, la militancia anticanónica acaba teniendo el efecto de una self-fulfilling profecy, un vaticinio de no libertad que hace concreto aquello que propone. Si se trata de hablar de política de las Letras, más importante que condenar la supuesta opresión de Shakespeare, Joyce o Clarice Lispector, sería fijarse en el hecho de que, en Brasil, campo de los estudios literarios como un todo solo existe debido a una especie de buena voluntad política para con las instituciones universitarias existentes, sin duda motivada por el bajo costo de su sostenimiento. Para repetir lo dicho arriba, frente al proceso de modernización capitalista, de la transformación de todo en mercancía, la existencia de los cursos de Letras públicos y gratuitos, con una presencia generosa de la literatura, es algo desfasado y precario. No sería difícil imaginar una situación en la cual la universidad pública fuera reestructurada y en donde se aboliera o disolviera el estudio de la literatura -algo que ya está sucediendo en el bachillerato-. Por eso tal vez sería más productivo voltear el problema patas arriba e identificar en esa postura beligerante una construcción ficticia que otorga grandes poderes al profesor universitario, como si este estuviera en el centro de un remolino cultural; como si sus posturas y actitudes fueran decisivas para la conservación o desestructuración del statu quo. Ese es un mecanismo de compensación, en la mejor de las hipótesis, o manía de grandeza o mala fe, en la peor.

La idea de un canon sofocante, organizado para vanagloriar a escritores hombres, blancos y occidentales, proyecta una imagen de autoritarismo que es falsa. Presupone aquello que Guy Debord hace ya bastante tiempo llamó "espectáculo concentrado" (Debord 1997), una centralización extrema de la producción de signos, justo al revés del régimen de sobreproducción semiótica que marca nuestra cotidianidad. Con un poco de imaginación es posible traer a la mente lo que sería una situación de opresión real, que implicara la prescripción de determinados textos y la prohibición de otros; que normara plenamente la enseñanza obligando a la lectura de las mismas obras; que controlara el sentido de los llamados clásicos; que monopolizara la concesión de premios literarios; que manipulara las asociaciones de escritores; que cerrara editoriales; que regulara las ilustraciones; que tuviera a su disposición los periódicos. Una amiga rumana me ofreció una imagen fuerte de aquello al describir el triste sentimiento de vacío que tuvo después de la destitución y ejecución de Nicolae Ceaușescu, a quien odiaba. Las repulsivas imágenes y la voz del dictador de alguna manera le hacían compañía; su ausencia demostraba la ubicuidad del cuerpo del tirano y cómo aquel funcionaba como núcleo para la producción social de signos. Pese a que la creciente concentración de poder de los grandes conglomerados empresariales de la cultura pueda sugerir algo parecido, el funcionamiento básico de los dos regímenes sígnicos, el difuso y el concentrado, es bien diferente. Bajo nuestro régimen de producción de lenguaje ni siquiera la injuria se alcanza con facilidad. Véase el caso de Pornopopéia, de Reinaldo Moraes (2011): en vez de ser proscrito, o al menos vendido a escondidas en las librerías, ya tiene edición de bolsillo. Sería más pertinente observar que hoy es necesaria la contienda para sostener las relaciones de poder. A través de ella se conserva la apariencia de la libertad y se descartan las mercancías producidas ayer. La revolución es un término que puede aparecer en prácticamente cualquier comercial.

Un sistema sin centro

El carácter irreal de la dominación del canon tiene una necesidad social más amplia; de hecho, lo que apoya la propia formación del concepto de canon -y, más importante, claro, el debate en torno a él- está en armonía con la transformación de la cultura en el capitalismo globalizado. En su interesante libro, The University in Ruins (1997), Bill Readings postula que en el mundo trasnacional de hoy la universidad dejó de tener la misión de propagar la Razón, como en el siglo XVIII, o de promover la cultura nacional, como en el XIX. Ella está ahora regida por un imperativo de excelencia, lo que significa que ya no es medida por ningún parámetro exterior, sino tan solo por la comparación entre instituciones. Una universidad excelente no es aquella que realiza una tarea específica, sino la que la hace mejor. Eso ilustra el funcionamiento de la cultura como un todo en este comienzo de siglo XXI. Totalmente profesionalizada, industrializada y mercantilizada, totalmente desprovista de un horizonte utópico que le confiera alguna negatividad, la cultura postmoderna se volvió el lugar de la mediación universal, de la posibilidad de conexión de todo con todo. Es interesante notar cómo se manifiesta eso en relación con los grandes autores, cuyos textos surgen en campos de sentido en los cuales pueden significar cualquier cosa. La cultura pierde así a su otro y la propia alteridad se convierte en un tópico predilecto. La causa y consecuencia de eso es la irrepresentabilidad de cualquier noción de centro, y uno de los pasajes más iluminadores del libro de Readings es aquel en el que observa que, incluso los pensadores de derecha norteamericanos, como Allan Bloom (1987) o John M. Ellis (1999) (o el brasileño Luiz Felipe Pondé, aunque bastante inferior a ellos), necesitan argumentar que son excluidos para que sus ideas puedan siquiera aspirar a tener algún nombre o validez aparente. Como ya fue indicado arriba, el canon literario desempeña un papel discursivo preciso: el de permitir la defensa de lo que le sea contrario, que estaría siendo cercado por él, ignorado o suprimido -y, de nuevo, frente a la pérdida de especificidad de la cultura, ese gesto se volvió necesario para que cualquier argumento pueda ser sustentado-. La identidad defensora de la crítica al canon se adapta tanto al funcionamiento de la universidad productiva como a la sociedad en su sentido más amplio -una sociedad, es claro, con amplias fisuras, en la cual es todavía plenamente posible llamar la atención acerca de los equívocos del debate del canon-.


* Traducción de Jineth Ardila. Traductora independiente.

1 Me gustaría ofrecer tres ejemplos de tentativas que buscan romper con tales lugares comunes. Dos son mías y trabajan sobre los conceptos de texto y sobre la teoría de Bakhtin: "Do Texto à Obra" (2011a, 67-81) y "Monologismo de lo múltiple" (2009, 25-46). La otra, extremadamente elocuente, es de Robert Hullot-Kentor, que desmitifica el ensayo de Walter Benjamin, "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica". Cf. "O que é Reprodução Mecânica" (Hullot-Kentor 2009, 9-23).

2 Cf. el esclarecedor artículo de Marcos del Roio, "Gramsci e a Emancipação do Subalterno" (2007, 63-78).

3 Hice el siguiente cálculo: asúmase una semana de 40 horas de trabajo y un año con 48 semanas (total: 1.920 horas anuales); considérese una vida productiva de 65 años (de los 15 a los 80, por ejemplo; total: 125.800 horas); ahora imagínese un ritmo de 10 páginas por hora (total: 1'258.000 páginas), y una media de 200 páginas por volumen. El total de libros que se puede leer en una vida es de 6.290. Es verdad que esas son condiciones extremadamente favorables; sin embargo, la masa textual que permite es superior a lo que casi cualquier gran escritor jamás leyó, incluidos Marx, Freud, Nietzsche, Shakespeare, Goethe o Machado de Assis.

4 Cf. Sontag (2009[1964]). Para una interesante aplicación al cine, Leite (2012).

5 De allí el interés metodológico del libro de Heller-Roazen, Ecolalias (2011).

6 El examen vestibular es un examen unificado que los estudiantes de secundaria presentan para entrar a la universidad.


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