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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

Print version ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.16 no.1 Bogotá Jan./June 2014

https://doi.org/10.15446/lthc.v16n1.44326 

http://dx.doi.org/10.15446/lthc.v16n1.44326

POR UNA HISTORIA POLÍTICA DEL TEATRO DEL OPRIMIDO*

POR UMA HISTÓRIA POLÍTICA DO TEATRO DO OPRIMIDO

TOWARD A POLITICAL HISTORY OF THE THEATER OF THE OPPRESSED

 

Julian Boal
Universidade Federal do Rio de Janeiro - Brasil
julian.boal@gmail.com

Artículo de reflexión.
Recibido: 16/10/2013; aceptado: 03/04/2014


El presente artículo intenta dar cuenta de cómo una forma teatral, el teatro del oprimido, genera nuevos efectos al sobrevivir a la coyuntura que lo vio nacer. La articulación original, operada por esta forma en los años setenta, entre la crítica de la representación teatral, el llamado a la participación popular y el combate a la opresión, le dio una enorme potencialidad crítica, solo que esta articulación se ve desplazada en la actualidad. Una tentativa de mapear el desplazamiento de esos tres términos (representación, participación y opresión), así como los efectos que provoca en el teatro del oprimido, es el objeto principal de las páginas que siguen.

Palabras clave: teatro del oprimido; teatro político; opresión; representación; participación.


O presente artigo pretende dar conta de como uma forma teatral, o teatro do oprimido, gera novos efeitos ao sobreviver à conjuntura que o viu nascer. A articulação original, operada por essa forma nos anos 1970, entre a crítica da representação teatral, o chamado à participação popular e o combate à opressão, deu-lhe uma enorme potencialidade crítica, só que essa articulação se vê deslocada na atualidade. Uma tentativa de mapear o deslocamento desses três termos (representação, participação e opressão), bem como os efeitos que provoca no teatro do oprimido, é o objetivo principal das páginas que seguem.

Palavras-chave: teatro do oprimido; teatro político; opressão; representação; participação.


The article discusses the way in which the theater of the oppresses has generated new effects beyond the specific historical situation in which it arose. The original articulation among the critique of theatrical representation, the call for popular participation, and the struggle against oppression, achieved by this genre in the 1970s, gave it an enormous critical potential that has nevertheless been displaced in the contemporary world. The main objective of the article is to map the displacement of these three terms (representation, participation, and oppression), as well as the effects of such displacement on the theater of the oppressed.

Keywords: theater of the oppressed; political theater; oppression; representation; participation.


Ninguno sin embargo saldrá ileso de la gran mentira desconcertante.
Para que el presente permanezca inteligible y el futuro pensable, tendremos que saldar las cuentas; poner sobre las heridas el hierro rojo de la crítica histórica; Hacer el inventario de nuestro bagaje teórico, sabiendo que el mismo vocabulario se vio afectado y que, a falta de nuevas experiencias fundadoras, estamos condenados a sondear lo real con palabras enfermas [...].
Solamente hay invenciones e innovaciones auténticas en el rescate de una tradición perdida y en el despertar de sus potencialidades adormecidas.

Daniel Bensaïd, Penser Agir

EL TEATRO POLÍTICO ES UNA forma dramática que abrazó la causa de la emancipación. Para huir tanto del idealismo como del dogmatismo, solo le hace falta ser un teatro determinado por la coyuntura en la que desea influir. Es natural que, de cierta forma, este teatro se haya visto afectado por el siglo que lo vio nacer. Como es normal que renueve sus posibilidades al retomar la combatividad en el campo social y teórico.

El teatro del oprimido no escapó a las contradicciones del siglo pasado y de él no salió ileso. Aunque el libro homónimo tuvo su primera publicación en Argentina en 1975, el teatro del oprimido, en cuanto método, se arraiga en las experiencias e investigaciones anteriores de Augusto Boal.

Augusto Boal fue uno de los miembros del Teatro Arena. Este teatro, fundado por José Renato, tuvo como primer objetivo permitir el montaje de piezas con bajo presupuesto y la realización de investigaciones formales, como una clara alternativa frente al teatro de la alta burguesía paulistana, el Teatro Brasileño de Comedia. El enorme e inesperado éxito de la obra "Ellos no usan smoking" ("Eles não usam Black-Tie") salva al grupo de la bancarrota y hace que descubra la existencia de un gran público interesado en las temáticas sobre la política brasilera. El Teatro Arena se volvió la mayor referencia teatral de una juventud universitaria que comenzaba a politizarse. Las formas de esa politización fueron diversas, pero el discurso dominante en la izquierda era el del Partido Comunista Brasilero (PCB), que demandaba, en aquella época, la formación de una gran alianza que abrazase al proletariado, a los campesinos, a los intelectuales, a los profesionales liberales, a los funcionarios, a los soldados, a los oficiales, el clero sensibilizado por los problemas del pueblo y también a

los pequeños y medianos industriales y comerciantes, así como parte de las grandes industrias y de los comerciantes quienes también sentían la competencia de los imperialistas norteamericanos y sufrían los efectos de la política económica y financiera del gobierno de los latifundistas y grandes capitalistas. (Lima citado en Pécaut 1989, 71)

En esa concepción, la ideología era mucho más importante que la posición de clase, y los intelectuales y artistas no tenían por qué cuestionarse sobre la distancia que los separaba del "pueblo". Esa distancia era vivida únicamente como la que separaba la ignorancia del saber; saber que ellos debían divulgar entre las masas.

Esta anécdota es conocida, por lo menos entre las personas que hacen teatro del oprimido. Después de la presentación de una pieza sobre la reforma agraria realizada en un pueblo del sertón pernambucano, la cual finalizaba instando al público a la lucha armada, un campesino se acercó a hablar con el grupo. Agradeció la pieza, elogió al elenco y, después, pidió a la compañía, que acababa de cantar una canción que terminaba con la siguiente estrofa: "¡debemos verter nuestra sangre para liberar nuestra tierra!", que tomase las armas tan vistosas mostradas en escena para juntarse a los campesinos en la lucha que iban a iniciar al día siguiente contra el Coronel y sus matones. La compañía quedó evidentemente alarmada con tal propuesta y declinó la invitación. Las armas eran accesorias, ¡los actores no sabían disparar! Cuenta Augusto Boal que el campesino respondió: "Ahora sí que he entendido vuestra sinceridad estética: la sangre que según vosotros debe derramarse es la nuestra, y desde luego no la vuestra" (2004c, 14).

Según Augusto Boal, fue en ese momento que decidió iniciar una investigación en la que el teatro ya no tendría más como función dictar a su público cuál era su identidad, de qué problemas sufría ni cuál era la solución para esos problemas. La dictadura, la derrota de las izquierdas latinoamericanas, el exilio en varios países, así como las experiencias con la alfabetización en Perú y Ecuador, en donde aprendió la pedagogía del oprimido, hicieron parte de la maduración que llevó a la creación del teatro del oprimido. Este teatro, "método de trabajo, filosofía de vida, sistema de técnicas" (Boal 2004a, 11) tiene, globalmente, tres principios fundamentales, los cuales se presentan a continuación.

"Dar a los oprimidos los medios de la producción teatral"

Los actores, especialistas de la expresión, ya no pueden pensarse como vectores invisibles capaces de re-transcribir las narraciones de todos y de cualquiera. El monopolio ejercido por estos sobre el escenario tiene que ser transgredido. Los oprimidos tienen que apoderarse del escenario. Al hacer teatro, los oprimidos recuperan intelectual y físicamente la posibilidad, que les es negada, de producir sus propias representaciones. Escapan, por lo menos en parte, de la identidad impuesta por el otro: el opresor. Es una recuperación y también forzosamente una pesquisa, una investigación. La construcción de una representación propia pasa necesariamente por el desencadenamiento de una crisis de las representaciones dominantes. Es inevitable luchar contra la "invasión de cerebros", descrita por Augusto Boal en su último libro La estética del oprimido. Esa preocupación por no delegar nada más a los experts, por hacer que un saber marginalizado venga a tono, es la misma que tiene Foucault con ocasión de las "encuestas sobre la intolerancia", promovidas por él dentro del Grupo de Información sobre las Prisiones, del cual es uno de los fundadores. Las encuestas son redactadas por los prisioneros:

Estas encuestas no son realizadas desde afuera por un grupo de técnicos: los encuestadores son aquí los propios encuestados. Toca a ellos tomar la palabra, derrumbar los tabiques, plantear lo que es intolerable y no tolerarlo más. Toca a ellos hacerse cargo de la lucha que impida el ejercicio de la opresión. (Foucault 2012, 174)

"En una escena del teatro-foro, el centro de gravedad se encuentra en la platea y no en el escenario"

La primera opresión contra la cual el teatro del oprimido se propone luchar es justamente aquella generada por el propio teatro. Ya el nombre teatro del oprimido indica que existe un teatro que no pertenece al oprimido, un teatro que es del opresor. El teatro del oprimido es, de cierta forma, una lucha contra el teatro. Aunque Augusto Boal (1989) retoma las críticas de Brecht al teatro "digestivo", "hipnótico", que sirve de "oficina de compensación por aventuras no vividas", su crítica es mucho más radical. Lo que es principalmente criticado en el teatro es la división entre los actores y el público, la división inmutable de tareas entre aquellos que están autorizados a hablar, a actuar, y aquellos que están confinados al mutismo, a la oscuridad:

La poética de Aristóteles es la poética de la opresión: el mundo es conocido, perfecto o por perfeccionarse, y todos sus valores son impuestos a los espectadores; estos delegan pasivamente poderes en los personajes para que actúen y piensen en su lugar. (Boal 1989, 58)

No basta poner en escena piezas de contenido crítico, progresista o revolucionario. La relación en sí que une la escena a la sala debe ser revisada, bajo pena de ver fracasar todas las esperanzas de transformar el teatro en un posible instrumento de emancipación, puesto que hasta el teatro brechtiano podría tornarse catártico (Boal 2004a). Esta crítica al teatro se inspira obviamente en la crítica de Paulo Freire (2005) a la educación.

Freire es también un crítico riguroso de la realidad a la que se enfrenta, la de una concepción "bancaria" de la educación, en donde el "educador se enfrenta a los educandos como su antinomia necesaria. Reconoce la razón de su existencia en la absolutización de la ignorancia de estos últimos" (2005, 79). La pedagogía que propone Paulo Freire parte de una hipótesis de confianza en el educando: es imposible ser totalmente ignorante. El trabajo debe ampliar el saber sin cesar, a partir del conocimiento ya poseído por cada uno. Es imposible enseñar una vez que se considera al otro como inferior.

Esto significaría dejarse caer en uno de los mitos de la ideología opresora, el de la absolutización de la ignorancia, que implica la existencia de alguien que la decreta a alguien. <

El acto de decretar implica, para quien lo realiza, el reconocimiento de los otros como absolutamente ignorantes, reconociéndose y reconociendo a la clase a que pertenece como los que saben o nacieron para saber. Al reconocerse en esta forma tienen sus contrarios en los otros. Los otros se hacen extraños para él. Su palabra se vuelve la palabra "verdadera", la que impone o procura imponer a los demás. Y estos son siempre los oprimidos, aquellos a quienes se les ha prohibido decir su palabra. (Freire 2005, 173-174)

Es por eso que

no existe, por lo tanto, en la teoría dialógica de la acción un sujeto que domina por la conquista y un objeto dominado. En lugar de esto, hay sujetos que se encuentran para la pronunciación del mundo, para su transformación. (218)

"El teatro-foro es un ensayo de la revolución"

Es verdad que el teatro de Augusto Boal es, de cierta manera, un teatro que posterga la insurrección, pero este "retraso" solo se comprende cuando se atiende a la forma como se comparten sufrimientos, a la construcción táctica de la pluralidad de emancipaciones puestas en juego. Según él, "el teatro no es superior a la acción. Es una fase preliminar. No puede sustituirla. La huelga enseñará más" (Boal 1989, 229).

Augusto Boal (1989, 17) habla de un "ensayo de la revolución". Es triste tener que recordar que el ensayo en sí no basta, que permanece, de cierta manera, mutilado hasta que no llegue el momento en que tenga lugar aquello por lo que trabaja. El teatro del oprimido es un momento en una larga marcha por la emancipación, que no se satisface con su mera existencia -si fuera este el caso, se perdería en lo que precisamente denuncia: el contentamiento en el instante, la pura satisfacción estética-. El teatro del oprimido es, por definición, insuficiente, pero es de ahí que, ciertamente, viene parte de su interés: del hecho de no satisfacerse en el encerramiento escénico, en la pura actividad teatral, sino de luchar con todas sus fuerzas por su superación. En ese sentido, se inspira en la concepción leninista de la cultura, en la que esta última es vista como un pequeño tornillo dentro del gran mecanismo de la revolución.

Frente a los narcisismos artísticos que se valen hoy, sin esfuerzo, del heroísmo político, el teatro del oprimido, desde su comienzo, conoce sus límites y establece siempre sus limitaciones; las reivindica como una forma de no sustituir la lucha propiamente dicha, y, también, como un modo de delimitar un espacio y un poder que le son propios y que le permiten actuar políticamente en la realidad. Instrumento parcial de liberación hic et nunc, pero también de creación y colectivización de las esperanzas, de las imágenes del mundo que se desea construir,1 este teatro no sustituye ni la huelga ni la lucha. En el mejor de los casos, podrá llevar a la segunda y, quién sabe, darle formas reflexivas y prospectivas.

Los tres principios aquí citados llevaron a Augusto Boal a la construcción de un sistema coherente de formas teatrales diversas, a saber: teatro-imagen, teatro-periódico, teatro invisible, arco iris del deseo y otros. De todas esas formas, aquella que es la más conocida, así como la más utilizada, es sin duda el teatro-foro. En esta forma, idealmente, un grupo de personas que comparten una opresión específica se unen y crean un espectáculo en el que el protagonista intenta luchar contra una manifestación de esa opresión y termina siendo derrotado. La presentación de la pieza se hace en dos momentos. En el primero, el espectáculo transcurre normalmente. En el segundo, un mediador (llamado comodín [coringa]) pide a los miembros del público, que deben ser personas ligadas a la opresión, el favor de tomar el lugar del protagonista y de intentar nuevas alternativas de lucha. No existe un número fijo de intervenciones. Lo que se busca no es tanto resolver una situación, sino estudiarla bajo todos los aspectos, hacer que los "espect-actores"2 se vuelvan investigadores activos y voces legítimas en un discurso que refuta la fatalidad de la opresión.

El teatro del oprimido tuvo un destino curioso. Diferente del teatro brechtiano, que sufrió cierto eclipse durante los años ochenta, el teatro del oprimido aparentemente no sufrió el reflujo de la situación política revolucionaria que lo vio nacer. Al contrario, tuvo una expansión vertiginosa, que se puede entender de varias formas. Los libros de Augusto Boal fueron traducidos a más de veinticinco idiomas. Un sitio en internet3 registró grupos que dicen hacer teatro del oprimido en sesenta países. Muchas veces, estos países tienen más de un grupo. Casi todos los años, en la mayoría de los continentes, hay encuentros y festivales en los cuales los practicantes de distintos lugares tienen la ocasión de conocerse y de crear, así, una especie de comunidad internacional del teatro del oprimido.

La expansión no es solo geográfica, sino también temática. De las condiciones de los prisioneros hasta la lucha contra las privatizaciones de la educación superior, pasando por la reforma agraria, no hay tal vez un tema de cierta relevancia que no haya sido utilizado para crear escenas del teatro del oprimido.

El éxito aparente es debido, en parte, a esas apropiaciones. Augusto Boal ya pedía que se hiciera la distinción, en los usos que se hacen del método, entre las "herejías creativas" y las "imperdonables traiciones" (2001, 10). Por traiciones él entendía el uso de su método como técnica de recursos humanos para seleccionar empleados o mejorar las relaciones entre trabajadores y gerentes en una empresa. ¿Pero serán estas las únicas traiciones?

Existen experiencias absolutamente extraordinarias que se originaron a partir del teatro del oprimido, como el movimiento Jana Sanskriti en la India. Creado a partir de esta forma teatral, hoy cuenta con más de 25 000 campesinos, que luchan por la propiedad de la tierra o por la igualdad de género, y hace cuatro años creó la Federación India del Teatro del Oprimido, que posee más de 400 000 miembros, todos ellos militantes de movimientos sociales.

La existencia de esas experiencias no debe servir para ocultar el hecho de que, frecuentemente, creo yo, lo que se hace con el teatro del oprimido parece más un adiestramiento interactivo de las víctimas. ¿Qué hace posible esta recuperación? ¿Qué hizo posible que, entre otros hechos, en 2009, algunos meses después del fallecimiento de Augusto Boal, en un festival de teatro del oprimido en Austria, en donde se reunieron cientos de practicantes, hubiera un debate acerca de si se puede o no usar el teatro del oprimido como método para facilitar la comunicación entre empleados y empleadores? La respuesta a este interrogante debe encontrarse en gran medida en la evolución del contexto histórico, pero también en las propias contradicciones y ambigüedades contenidas en los textos de Augusto Boal, en los que él articula de forma original los temas de la participación, la representación y la opresión.

Participación

Y sobre todo cuerpo mío y también alma mía,
guardaos de cruzar los brazos en la actitud estéril del espectador,
porque la vida no es un espectáculo,
porque un mar de dolores no es un proscenio,
porque un hombre que grita no es un oso que baila...

Aimé Césaire, Cahiers d'un retour au pays natal

En relación con la participación del público, del no-actor, directamente en escena, está la cuestión del espectador que induce la polémica. Piedra angular de la práctica teatral, el espectador solo sufrió críticas de forma minoritaria. Pero la tarea crítica hoy se redobla, a causa del contexto político hegemónico. Raras son las voces que afirman con vigor que

por supuesto, el punto desde donde se puede pensar una política, el que permite, incluso después, comprender la verdad, es el de los actores y no el de los espectadores. Es a partir de Saint-Just y de Robespierre que se entra en esa verdad singular que libera la Revolución francesa, de la que se constituye un saber, y no a partir de Kant o de François Furet. (Badiou 1999, 7)

Y si la verdad solamente es aprehensible desde el punto de vista de los actores y no por aquellos que, a la distancia, juzgan los eventos, entonces, la emancipación del oprimido solo puede resultar del trabajo de los propios oprimidos. La valoración del actor en detrimento del espectador va contra la corriente de ciertas tendencias de nuestra época. El escritor Camille de Toledo, hoy con poco más de treinta años, revela cuánto de esa transformación del paradigma puede haber tenido valor de ruptura a inicios de los años noventa:

Los cínicos podían reír y morirse de la risa; los esnobs burlarse, los dandis humillarnos. Con cada embestida, resurgíamos más crecidos, más inquebrantables todavía. Tal vez anacrónicos, mas sublimes. Porque éramos autor y personaje, escenógrafos de nuestras causas pérdidas, y los que se burlaban eran solamente espectadores. ¡Espectadores! Entendámoslo bien. Espectadores, es decir críticos y deconstructores, es decir impotentes; sin duda, esta es la inversión vergonzosa de la razón cínica. Ella certificó a la crítica como superior al acto. Consideró a la risa superior a los llantos. Creyó poder vencer al sentimiento dejando de sentir. La pasión de Marcos por el Quijote interrumpió esta impostura, y creo que en este sentido -y solo en este sentido-, su insurrección fue una revolución. (Toledo 2009, 179)

La destitución de la primacía del espectador instituye la praxis como criterio distintivo y discriminante. Sin embargo, definir lo que sería una participación realmente emancipadora parece volverse más complicado cada día que pasa. Así como Roberto Schwarz (1999) nota que las técnicas brechtianas, como el distanciamiento y el desvelar de la obra en cuanto obra, ya perdieron mucho de su potencial crítico y hacen parte hoy del arsenal usado por propagandas y noticieros televisivos, la participación también ha sido banalizada y edulcorada.

Los programas de televisión que cuentan con la participación activa del público ya son innumerables. Uno de los recursos de los reality shows es precisamente la promoción de miembros del público para ser los personajes principales, que ganarán o perderán, según las elecciones de los espectadores. Los programas de novatos parecen haber encontrado la fórmula del éxito inagotable, el noticiero pide la opinión de los transeúntes, y Augusto Boal tuvo que luchar contra la confusión entre el teatro invisible y las bromas.

La democracia participativa, que suscitó un entusiasmo internacional al proponer fórmulas originales de democratización del poder, parece haberse convertido en un lema desprovisto de contenido. Todas las ONG se visten hoy con el traje de una conducta irreprensible, al ofrecer a las poblaciones con las que trabajan la posibilidad de escoger entre las opciones que ya vienen listas y que son incuestionables. El premio a la falsedad ideológica probablemente corresponda a Ségolène Royal, candidata del Partido Socialista francés a la elección presidencial de 2007, quien promovió, bajo el nombre de la democracia participativa, encuentros donde los ciudadanos eran convidados a expresarse libremente sobre cualquier tema, de manera que esas asambleas, desprovistas de todo poder de decisión y de control, sirvieron solamente para generar millares de posiciones individuales contradictorias, no sintetizables, ya que habían sido adoptadas sin el denominador común de ser propuestas para ser debatidas.

La participación, sin duda, está de moda. En las empresas, en las que, bajo el modelo de los círculos de calidad o de la empresa en red, se pide cada vez más al empleado que se entregue totalmente al trabajo. Según Boltanski y Chiapello:

La voluntad de utilizar nuevos yacimientos de competencias de los trabajadores sometidos hasta entonces a un trabajo parcelario favoreciendo su implicación ha conducido igualmente a incrementar el nivel de explotación. En efecto, la explotación se ha reforzado porque ha utilizado para sí capacidades humanas (de relación, de disponibilidad, de flexibilidad, de implicación afectiva, de compromiso, etc.) que el taylorismo, precisamente por tratar a los seres humanos como máquinas, ni podía ni pretendía alcanzar. (2002, 353)

En el campo artístico, las instalaciones interactivas ya son banales y los espectáculos que cuentan de una forma o de otra con la participación del público son innumerables, al punto de preguntarnos si, de hecho, el potencial emancipador de la participación era tan grande como pensaba Boal. ¿Será que el espectador, al volverse actor, da un paso hacia su emancipación?

Jacques Rancière nos convida a hacer una crítica de esta presuposición y de muchas otras en su libro El espectador emancipado (2010). Su objetivo principal es el de "reconstituir la red de las presupuestos que sitúan la cuestión del espectador en el centro de la discusión sobre las relaciones entre arte y política" (10), para verificar qué tanto de esas presuposiciones representa un desvío radical en relación con lo que él llama la emancipación intelectual. El principio fundamental de esta es lo que todos piensan. Como dice Peter Hallward:

A diferencia de todos los filósofos, sociólogos y tecnócratas convencidos de que solamente aquellos que tienen el tiempo y la autorización de pensar son los que piensan, Rancière sustenta que la capacidad de escapar de sí mismo y a su lugar pertenece a todos. (2006, s.p.)

Y precisamente ese principio será negado por el teatro político al exigir que su público, de pasivo pase a ser activo. ¿Pero de qué pasividad estamos hablando, cuando nos referimos al espectador?

¿Qué es lo que permite declarar inactivo al espectador sentado en su asiento, sino la radical oposición previamente planteada entre lo activo y lo pasivo? ¿Por qué identificar mirada y pasividad, sino por el presupuesto de que mirar quiere decir complacerse en la imagen y en la apariencia, ignorando la verdad que está detrás de la imagen y la realidad fuera del teatro? ¿Por qué asimilar escucha y pasividad sino por el prejuicio de que la palabra es lo contrario de la acción? Esas oposiciones -mirar/saber, apariencia/realidad, actividad/pasividad- son todo menos oposiciones lógicas entre términos bien definidos. Definen convenientemente una división de lo sensible, una distribución a priori de esas posiciones y de las capacidades e incapacidades ligadas a esas posiciones. Son alegorías encarnadas de la desigualdad. (Rancière 2010, 18-19)

Para Rancière, "ser espectador no es la condición pasiva que precisaríamos cambiar en actividad" (23). El espectador no está desprovisto de poder; al contrario, él tiene un poder específico.

Es el poder que tiene cada uno o cada una de traducir a su manera aquello que él o ella percibe, de ligarlo a la aventura intelectual singular que los vuelve semejantes a cualquier otro, aun cuando esa aventura no se parece a ninguna otra. (23)

La participación del público en escena se ve así desacreditada por Rancière (2010), pues la considera apenas un ropaje nuevo de una vieja ideología, donde

el arte se definía por la imposición activa de una forma a la materia pasiva, y este efecto lo ponía en concordancia con una jerarquía social en la que los hombres de la inteligencia activa dominaban a los hombres de la pasividad material. (60)

De hecho, muchas veces los practicantes del teatro del oprimido parecen ser víctimas de una ingenua arrogancia que los hace creer que ellos poseen el secreto de la liberación de su público -al que definen como la masa amorfa de los espectadores embrutecidos por la corriente incesante de las imágenes-mercancía-; liberación que sería tan sencilla como su participación física en escena. Por eso se ven cada vez más espectáculos de teatro-foro, donde se prohíbe a los espectadores hablar desde la platea y, algunas veces, llega a prohibirse que hablen hasta en sus intervenciones en escena, siendo reducidos a utilizar la pantomima, como si la emancipación solo pudiera acontecer en la escena o solo pudiese suceder cuando el espectador abdicase del habla.

Rancière, a mi modo de ver, destruye con razón el mito del espectáculo todopoderoso, que influencia a su público. Esta destrucción es sin duda necesaria como un momento de lo negativo, como una forma de cuestionar radicalmente los presupuestos sobre los cuales están basadas muchas formas de teatro político. Pero mi hipótesis es que la destrucción se hace al precio de la construcción de otro mito: el del espectador todopoderoso, siempre capaz de distanciarse y volver a traducir de manera original lo que se le presenta. Considero que el desafío real sería construir un modelo dialéctico que sea la transposición, para el mundo del espectáculo, de la famosa frase de Marx de El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte: "los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos" (2000, s.p.). Esto con el fin de que el espectáculo guarde alguna efectividad en la creación de los afectos de un espectador que no sea reducido a un consu- midor pasivo.

Sin embargo, otra lectura de la relación entre público y escena, que "salva" el teatro del oprimido, es posible en el propio ámbito de la filosofía de Jacques Rancière. Esa relación no sería más aquella que "separa a los vivos de los muertos" (Benjamin 2003, 18), sino la de la apertura de un espacio para la posible transgresión de una prohibición formadora de nuestras sociedades, la prohibición hecha a aquellos que no son nada de poder expresarse como los que poseen la legitimidad del discurso.

La crítica de Augusto Boal al teatro convencional se basa en el rechazo radical de la jerarquía entre aquellos que tendrían la competencia para subir a la escena y aquellos que estarían desprovistos de ella. Porque esta jerarquía no está solamente presente en el teatro, es, por el contrario, uno de los fundamentos de nuestra sociedad. La jerarquía está presente en la vida en general, en la que "alienta a la población a ser solamente los espectadores de 'seres excepcionales' y no a descubrir lo que hay de excepcional en cada uno de ellos" (Boal 2004b, 45) y principalmente en nuestras democracias parlamentarias, donde el elector, la otra cara del espectador, ejerce su poder, el de votar, solo para verlo desaparecer durante toda la duración del mandato del electo-actor. Es por eso que "no admitimos que el elector sea el simple espectador de las acciones parlamentarias, incluso cuando ellas son correctas" (Boal 1996b, 46).

En suma, podríamos decir que el teatro del oprimido sigue la línea propuesta por Lenin (1973) en El Estado y la revolución: conquistar el poder del Estado es ciertamente un objetivo importante, pero solamente si la toma del poder es inmediatamente articulada a una transformación radical de este, en donde no exista más como entidad separada de la población. No sirve de nada hacer teatro: es preciso transformarlo para que no sea otro lugar más de reparto entre los que saben y los que no.

Esa otra lectura se relaciona directamente con lo que el propio Rancière propone como definición de la política:

Hay política porque -cuando- el orden natural de los reyes pastores, de los señores de la guerra o de los poseedores es interrumpido por una libertad que viene a actualizar la igualdad última sobre la que descansa todo orden social. (1996, 31)

Hay política porque quienes no tienen derecho a ser contados como seres parlantes se hacen contar entre estos e instituyen una comunidad por el hecho de poner en común la distorsión, que no es otra cosa que el enfrentamiento mismo, la contradicción de dos mundos alojados en uno solo: el mundo en que son y aquel en que no son, el mundo donde hay algo "entre" ellos y quienes no los conocen como seres parlantes y contabilizables y el mundo donde no hay nada. (42)

El teatro del oprimido sería entonces una figura del teatro denunciado por Platón:

Si Platón denunció tan fuertemente la tragedia, no fue simplemente porque los poetas fueran personas inútiles o sus historias fueran inmorales. Fue porque percibió una solidaridad esencial entre la ficción teatral y la política democrática. No puede haber -dice- seres dobles en la ciudad, donde cada uno debe ocuparse exclusivamente de sus propios asuntos: pensar, gobernar, combatir, trabajar el hierro o el cuero. Y no solo los actores de teatro son seres dobles. El trabajador que deja de trabajar con su herramienta para convertirse en el actor de un personaje como "el pueblo" también es un ser doble. El propio pueblo es una apariencia de teatro, un ser hecho de palabras, que además viene a imponer su esencia de apariencia y de malestar en lugar de la correcta distribución de las funciones sociales. (Rancière 2011, 55-56)

Este estorbo, esta confusión está también en el corazón del proyecto de Augusto Boal, donde "somos todos actores, incluso los actores" (2002, 21). A través de esta lectura, podemos tal vez superar la división poco productiva entre pasivo/activo para ver en la participación la posibilidad de una crítica en el acto de la división social del trabajo que, según Marx, "solo se convierte en verdadera división a partir del momento en que se separan el trabajo físico y el intelectual" (1970, 32). La participación y la posibilidad de interrupción que el teatro-foro ofrece sería así una crítica hic et nunc en la que, desde ahora y no en una sociedad comunista por venir, sería posible, aunque sea ficcionalmente, después de realizar el trabajo durante el día, "ser un crítico después de la cena" (Marx 1970, 34).

El teatro del oprimido sería así un dispositivo que funcionaría contra la jerarquía del sistema capitalista: "En otras palabras, una jerarquía que no es, como en las sociedades precapitalistas, legitimada por estatutos sociales, sino por competencias técnico-científicas necesarias para la organización de un proceso de producción que se volvió colectivo" (Artous 2003, 84).

Representación

¡Como si las clases fueran homogéneas!
¡Como si sus fronteras estuviesen netamente
determinadas de una vez por todas!
¡Como si la consciencia de una clase correspondiera
exactamente a su lugar en la sociedad!
El análisis marxista de la naturaleza de clase de partido
se convierte así en una caricatura.
[...]
En realidad, las clases son heterogéneas, desgarradas
por antagonismos interiores, y solo llegan a sus fines comunes por
la lucha de las tendencias, de los grupos y de los partidos.
[...]
No se encontrará en toda la historia política, un solo
partido representante de una clase única, a menos que
se consienta en tomar por realidad una ficción policíaca.

León Trotski, La revolución traicionada

De forma recurrente en la historia, las crisis políticas se superponen a las económicas, y las crisis culturales a las políticas. En 1917, la Revolución de Octubre trajo consigo un vasto movimiento de agitprop al cual se asociaron grandes nombres, como Maiaikovski y Tretiakov. La influencia de este movimiento se fue extendiendo hasta la Alemania revolucionaria donde, según Philippe Ivernel, la estrategia cultural y política del agitprop será la de

aspirar no solo al cambio de los contenidos, sino también de las formas, no solamente de las formas, sino también de las funciones, y a través del cambio de las funciones una acusación contra el arte en cuanto actividad separada, y a través de esa acusación una tentativa de colocar al frente una hegemonía proletaria que tendería a expresarse directamente y no a través del canal único de sus representantes o expertos renombrados. (1978, 52)

El teatro "autoactivo" revolucionario alemán cuestiona quién habla y su legitimidad para hablar en nombre de los otros, tanto en la escena como en la política.

En Brasil, según Schwarz, el golpe de 1964 truncó el vasto movimiento democrático al cual intentaba responder un teatro nuevo, dejó el campo de las artes relativamente libre en un primer momento. Esa libertad bloqueada hizo que, de cierta manera, las artes se transformaran en escena de sustitución para las luchas políticas que ya no tenían más sus escenarios tradicionales.

Como no podía dejar de ser, el triunfo en escena de aquella izquierda que, en la calle, fue golpeada casi sin lucha, iría a traer y elaborar las marcas de lo que sucederá, llevando a rumbos imprevistos, entre muchas cosas, la propia experimentación brechtiana. (Schwarz 1999, 124)

Uno de esos rumbos imprevistos, siguiendo a Schwarz, fue el uso que hizo Augusto Boal de los procedimientos narrativos brechtianos, pensados para propiciar la distancia crítica "en vehículos de emociones nacionales, de 'epopeya', para hacer contrapeso a la derrota política" (124).

El exilio y las sucesivas derrotas de las izquierdas latinoamericanas frente a los golpes de Estado hicieron que Augusto Boal diera otros rumbos imprevistos al teatro brechtiano, así como al teatro como un todo.

Es una hipótesis bastante verosímil la de que buena parte de los intelectuales exiliados, al ver que las ilusiones de la izquierda confrontaban la violencia de los aparatos represivos del Estado, país por país, en medio de la relativa indiferencia de la mayor parte de la población, reflexionaron críticamente sobre los errores de interpretación o de la estrategia que ellos habrían practicado.

El análisis de Augusto Boal dice, en parte, que las organizaciones revolucionarias, así como los grupos de teatro de izquierda, estaban destinados a la derrota, ya que no pertenecían al pueblo al cual se dirigían:

Las personas que hacen teatro pertenecen en general, directa o indirectamente, a las clases dominantes: sus visiones cerradas serán entonces aquellas de las clases dominantes. El espectador del teatro popular, el pueblo, ya no puede continuar siendo la víctima pasiva de esas imágenes. (Boal 1996b, 48)

La crítica de Augusto Boal al teatro se asemeja en ciertos puntos a la realizada por Marx al Estado en Sobre la cuestión judía. En la lectura de esta crítica hecha por Antoine Artous, el Estado, al anunciar la ciudadanía moderna, abstrae a los ciudadanos de las diferencias sociales que hay entre ellos. En otras palabras, abstrae a los individuos de sus condiciones de existencia concreta. Al hacer esto,

el Estado moderno intenta disimular la división de la sociedad en clases, produciendo una comunidad imaginaria. Él trabaja sobre las contradicciones de clases a fin de reformularlas a través de la temática del pueblo soberano, de la voluntad general, haciendo creer que los individuos no están incluidos en grupos sociales antagónicos. (Artous 2003, 19)

De forma similar, el teatro convida a su público a identificarse con una comunidad imaginaria, donde la hamartia (definida por Boal como "única tendencia que no está en armonía con la sociedad" [1996a, 110]) será purgada.

Así, el teatro del oprimido puede ser visto como una tentativa de quiebre de la función ideológica del teatro, al adaptar a ese campo lo que fue una invención popular contra la democracia parlamentaria, que después fue adoptada y promovida por varios sectores de extrema-izquierda internacional: los soviets.

En los soviets no existe más separación entre el ciudadano abstracto y el individuo concreto. La separación de los productores de sus medios y del Estado de la sociedad civil es puesta en cuestión. El derecho al voto, a representar y a ser representado, es directamente definido en función de un estatuto social definido. Grosso modo, solamente un trabajador de determinada fábrica tiene el derecho de votar en esta fábrica, habiendo adquirido ese derecho por ser trabajador.4 De la misma forma, en el teatro del oprimido, el derecho a construir una representación, a actuar e intervenir en ella, es relativo a la condición de oprimido bajo una opresión específica. Siguiendo esta lógica, solamente los desempleados podrían actuar en una pieza sobre el desempleo, los homosexuales, en una pieza sobre homofobia, etc.

Esa forma de concebir la representación no deja de traer consigo sus propios problemas. Daniel Bensaïd nos indica que

la crítica generalmente dirigida a la democracia de tipo soviético tiene como objetivo su lógica corporativa: una suma (o una pirámide) de intereses particulares (de parroquia, de empresa, de oficina) ligados por mandatos imperativos no sabría crear cualquier tipo de voluntad general. (2008a, 175)

Esa crítica es tan antigua como la propia Revolución rusa:

Después de Kronstadt esa oposición, interna al partido bolchevique [se trata de la Oposición Operaria], representó una primera tentativa valiente de resistir a los peligros de la burocratización y las derivaciones autoritarias generadas por la guerra civil. Lo que Lenin combatía a través de la Oposición Operaria era una concepción corporativa de la democracia social, que adiciona sin síntesis los intereses de la localidad o de la empresa. Se vuelve entonces inevitable que un bonapartismo burocrático venga a coronar una red autogestionada, descentralizada y una democracia económica, en andrajos, sin proyecto hegemónico para el conjunto de la nación. (Bensaïd 2008b, 202)

Podemos ligar esta cuestión a la otra. Si la apropiación, hecha en tiempos revolucionarios por los trabajadores, de los medios de producción, sean estos teatrales o no, corre el riesgo de llevar a los oprimidos a tener una visión corporativa de sus intereses, ¿qué sucede, entonces, cuando esa apropiación tiene lugar en momentos en los que no son revolucionarios?

La herencia de 1917 parece estar bien lejos, y si, como parecer ser, un espectro ronda Europa y el mundo, más que aquel del comunismo, se trata del fantasma amedrentador del estalinismo, no como posibilidad inmanente a nuestra coyuntura, sino como modelo negativo de los llamados "nuevos movimientos sociales". Una crítica justa a los partidos estalinistas lleva muchas veces a una denuncia radical del propio principio de representación.

Esa renuncia a cualquier tipo de mediación tiene también otras raíces. Una de ellas es la desestructuración del mundo del trabajo. Según Boltanski y Chiapello, el deterioro del mercado del trabajo volvió más delicada la representatividad de los sindicatos. No solo el desempleo causado por las deslocalizaciones, el aumento de la productividad dado por la tecnología y la falencia de sectores que eran verdaderos bastiones sindicales, sino la misma precarización del trabajo, hizo que el sindicalismo francés se enfrentara con un cuadro totalmente nuevo:5

La desintegración de la comunidad de trabajo por el empleo en un mismo espacio de trabajadores procedentes de empresas diversas y sujetos a distintos estatutos contribuye también a desarmar y desorientar la acción colectiva [...]. Supongamos sociedades emparentadas cuyas actividades son complementarias. Tales sociedades proceden a intercambios de personal. Pero sus centros están perfectamente diferenciados, al igual que el estatuto colectivo de su personal. Esto significa que en un mismo lugar trabajarían asalariados de sociedades distintas, sujetos, por lo tanto, a estatutos diferentes. ¿Cómo podría instituirse la representación organizada del personal? (Boltanski y Chiapello 2002, 379)

Al volverse progresivamente menos representativos de los trabajadores, los sindicatos franceses son vistos cada vez más como una nueva "nomenclatura", preocupados apenas por la conservación de la ilusión de un diálogo social que les permita beneficiarse con privilegios otorgados por el Estado, acusación que, infelizmente, no puede ser vista como del todo calumniosa.

La otra raíz del desdén por las mediaciones que será estudiada aquí es la filosofía tal como fue elaborada, principalmente en Francia, a final de los años sesenta y el inicio de los años setenta. Isabelle Garo, en un libro sobre la relación de Foucault, Deleuze, Althusser y Marx, pone a los tres primeros pensadores dentro de la categoría de posmodernos. Para ella, "[el] mérito de la noción de posmodernidad es la de poner el foco de atención en la relación de las ideas con lo real, definido como mimético y ya no como representativo" (2011, 374).

De hecho, un texto presentado como una conversación entre Foucault y Deleuze (1979) tiene como uno de sus principales temas la cuestión de la representación. Deleuze llega a afirmar que la representación es el divisor de aguas entre el reformismo y la revolución:

O bien la reforma es realizada por personas que se pretenden representativas y que hacen profesión de hablar por los otros, en su nombre, y entonces es un remodelamiento del poder, una distribución del poder que va acompañada de una represión acentuada; o bien es una reforma, reclamada, exigida por aquellos a quienes concierne, y entonces deja de ser una reforma, es una acción revolucionaria que, desde el fondo de su carácter parcial está destinada a poner en entredicho la totalidad del poder y de su jerarquía. (Foucault y Deleuze 1979, 80)

No hay, para Deleuze, posibilidad alguna de que exista una organización en donde los representantes sean delegados o mandatarios legítimos bajo el control de las personas a las que representan. En el mismo texto, Deleuze añade: "Quiero decir: la representación provocaba la risa, se decía que había terminado, pero no se sacaba la consecuencia de esta reconversión 'teórica', a saber, que la teoría exigía que las personas concernidas hablasen al fin prácticamente por su cuenta" (80). Es decir, por un lado las ideas se convierten en la realidad misma; por otro, todas las organizaciones representativas son condenadas por ser ineluctablemente reaccionarias, pudiendo ser solamente instituciones de la reproducción del poder.

Este discurso está bastante difundido en la actualidad. Dos de los autores más leídos por el movimiento altermundista, Negri y Holloway, están claramente a favor de una figura de la política que dispensaría pensar sus mediaciones. Para Negri, "la democracia de la multitud" afirma la "imposibilidad radical de ser representado", ya que en la globalización, "la multitud sin soberano" se opone "directamente, sin mediaciones" al "capital y al imperio" (Negri citado en Bensaïd 2008b, 281).

Los movimientos recientes, que aún están en desarrollo, hace poco invadieron las plazas del mundo, y tuvieron como tema común, la mayoría de veces, una desconfianza relativa a las formas de representación. En España, una de las arengas más seguida del movimiento 15-M fue, y aún es: "Nadie nos representa, no representamos a nadie". Si la primera parte de la frase es fácilmente comprensible en el sistema político español, que ve la alternancia entre el Partido Socialista Obrero Español y el Partido Popular, sin que nada cambie los rumbos de una gestión neoliberal del Estado, su segunda parte es más delicada. ¿Qué sería de un movimiento que dejase completamente de lado la intención de representar personas que están fuera de él? ¿La intención de una manifestación no sería justamente la de crear la visibilidad de una reivindicación crítica frente al Estado para que las personas que (aún) no están manifestándose puedan unirse a la siguiente movilización?

En el Manifiesto Plural redactado en la Puerta del Sol,6 cuando los manifestantes se definen como "estudiantes, profesores, bibliotecarios, desempleados, trabajadores, etc.", ¿no estarán ellos, implícitamente, asumiendo que los problemas que están nombrando se aplican a todas esas categorías e incluso a otras más, y que, de cierta forma, ellos, los manifestantes, están representando a los otros, a los ausentes?

Es claro que las instituciones representativas burguesas son extremadamente cuestionables, e incluso van más allá de eso: son nefastas. La tendencia que en ellas existe a la burocratización, a la separación, entre aquellos que administran y aquellos que son administrados, se propagó por el movimiento obrero y en todas las organizaciones con vocación emancipadora. La crítica radical a esa división del trabajo es uno de los aspectos tal vez más notables y positivos en los movimientos de los Indignados, de los Occupy Wall Street. El problema, a mi modo de ver, es que estos movimientos parecen considerar que cualquier tipo de representación acaba reproduciendo necesariamente esa división del trabajo. Las asambleas generales que no designan ningún tipo de delegado o mandatario pueden funcionar bien durante un tiempo para los grupúsculos, pero ¿cómo lograr que la clase trabajadora o las mujeres, como conjunto, expresen sus voces sin pensar en forma de representaciones? La crítica legítima a la representación política en la sociedad burguesa tendrá que desdoblarse en una reflexión y una práctica sobre otras formas posibles de representación.

La tesis de la negación de la representación, si bien responde a una verdadera cuestión de cómo no despojar de su palabra a los oprimidos, deja otras preguntas abiertas. Algunas pueden parecer triviales, pero la cuestión del control de los portavoces, para que no sean cooptados por la media, por ejemplo, me parece de gran importancia. Las delegaciones informales se revelan muchas veces como las peores.

¿Cómo cuidarse, también, de caer en lo que Bensaïd (2008a, 238) llamó "ilusión de lo social", que sería el refugio de la pureza contra los compromisos y la obsesión de la lucha por el poder personal, características propias de la política? La especificidad de la política tendría que buscarse, lejos de una corrupción que le fuera constitutiva, en el hecho de que "ella no se resume a un buqué o a una suma de acusaciones sociales. Busca dar una respuesta global a la dominación sistemática impersonal del capital" (248). ¿Cómo introducir en el campo del teatro del oprimido la posibilidad de pensar esta respuesta global, si permanecemos atados a la esfera social? ¿Cómo no recaer en las viejas formas, donde esta tentativa de respuesta fue elaborada también a partir de la descualificación de las voces de ciertos grupos? No pensar la cuestión de las mediaciones nos conduce a dos problemas: el primero, que llamaremos junto con Bensaïd (2008b, 220) "paradoja anarquista"; el segundo, el esencialismo.

La paradoja constitutiva del anarquismo es que el rechazo de cualquier forma de autoridad se extiende lógicamente al rechazo de la democracia mayoritaria en la sociedad, al igual que en el movimiento social:

Este rechazo puede terminar generando una forma de sustitución aún más radical que aquella atribuida a la noción de partido de vanguardia: cada uno saca de sí mismo su propia regla, a riesgo de creerse investido de una misión y tocado por la gracia. La abolición de cualquier principio de representación lleva, así, a la relación social, a un juego de los caprichos de las subjetividades deseantes. (Bensaïd 2008b, 221)

En del mundo del teatro del oprimido, esa es la paradoja que constituye el hecho de enunciar fue así que viví tal o cual situación como argumento imbatible contra cualquier crítica sobre la orientación política de una pieza.

No todos los oprimidos son iguales, ni todos se resienten de forma similar frente a su opresión. Negar la representación, como instancia separada de lo real, que, sin embargo, mantiene relaciones dialécticas con él, es también una forma de reactivar la fantasía de un mundo social totalmente transparente y homogéneo. El hecho de tener un denominador común social no hace que un oprimido no pueda sufrir otras opresiones que le sean específicas.

Augusto Boal dedicaba la edición francesa del teatro del oprimido "a las clases oprimidas y a los oprimidos dentro de esas clases" (1996b), en una posible alusión a las mujeres trabajadoras. Pero el problema no está solo ahí. Sufrir cierta opresión no hace que la interpretación de esa opresión sea unívoca: no todos los oprimidos son iguales con relación a lo que piensan sobre su situación y sobre cómo resolverla, cuando quieren resolverla. Si la práctica de un teatro-foro es, de cierta forma, la práctica de la revelación y exposición de las divisiones existentes en un público, podría decirse que la cuestión central se resume en la pregunta ¿ellos son de hecho un colectivo o podrían volverse uno? Ronda en el mundo del teatro del oprimido un cierto esencialismo, que haría del oprimido el depositario inmediato de la verdad sobre su propia situación y un ejemplar intercambiable del grupo de los oprimidos al cual pertenece.

Si se piensa en los personajes de la anécdota fundadora del teatro del oprimido, la pregunta que permanece abierta es: si entendemos que la representación de un campesino por parte de un pequeño burgués es problemática, ¿cómo hacer para que un campesino represente legítimamente, tanto en el teatro como en la política, a otro campesino?

Muchas veces dentro del mundo del teatro del oprimido la mediación teatral es vista como una prolongación de la propia realidad, ya que son los oprimidos los que hablan. Esa concepción es lo que hace posible las críticas a los espectáculos que serían "demasiado" trabajados. La tentativa de crear un lenguaje apropiado para mostrar la opresión es criticada por ser "artificial". La reproducción del hecho "real", inalterado, sería el acceso privilegiado a la verdad de la opresión.

Opresión

La gran novedad del fin de la ideología, de la era post-política contemporánea es la despolitización radical de la esfera de la economía.
En cuanto sea aceptada esa despolitización fundamental, el conjunto del discurso sobre una ciudadanía activa quedará circunscrito
a las cuestiones "culturales" de las diferencias religiosas, sexuales y de otros modos de vida.

Slavoj Žižek, Plaidoyer en faveur de l'intolérance

No deja de ser interesante notar que la opresión, noción que debería ser la piedra angular de cualquier práctica del teatro del oprimido, está ausente en las discusiones en el mundo de los practicantes. Las prácticas académicas y las formaciones tienen como eje central la técnica, los juegos y los ejercicios. Y las interpretaciones más divergentes sobre esta noción, que parecería ser tan fundamental para diferenciar esta práctica de otras prácticas teatrales, circulan libremente por falta de debates que dejarían en claro que a las diversas concepciones sobre la opresión corresponden diferentes concepciones del mundo en que vivimos y de las luchas que serían o no necesarias para transformarlo.

Es verdad que la falta de una definición clara por parte del fundador del teatro del oprimido posibilitó que fuesen muchas las interpretaciones. Tal vez se debe al hecho de que Augusto Boal tuviera el espíritu de un dialéctico, por demás consciente de los procesos que transforman incesantemente el mundo, que jamás haya deseado elaborar una definición globalizante del oprimido, del opresor o de la opresión. No encontramos en sus libros ninguna descripción lapidaria de estos términos, a los cuales, sin embargo, siempre se refiere. En sus escritos no hay ningún retrato en su totalidad, sino pinturas hechas a partir de sucesivas pinceladas.

A veces, cortos trechos nos recuerdan que, si fuera absolutamente necesario atenernos a estas palabras, ellas no podrían ser reducidas a una visión maniquea del mundo. Un trabajador oprimido por la explotación capitalista también puede ser un marido opresor que le pega a la mujer. Los oprimidos no son portadores de una verdad: "la cabeza de los oprimidos ya está inundada por pensamientos que no les pertenecen" (Boal 2004b, 47). Tampoco son héroes positivos sin fallas: "todo oprimido es un subversivo sometido" (Boal 2004c, 63). Los propios opresores se dividen entre aquellos que tienen coronas sobre sus cabezas y aquellos que no tienen nada que ganar en el ejercicio de su opresión (Boal 2010, 210). Decir que existen oprimidos y opresores no es, como se acostumbra decir con mucha frecuencia, una simplificación del mundo. Por el contrario, significa problematizarlo, ir más allá de una simple moral que opondría seres buenos y seres que poseen una esencia maligna. Es aceptar que las identidades no son fijas, sino que están en constante movimiento, pues "el oprimido no se define en relación a sí mismo, sino en relación a su opresor" (Boal 2004a, 293). Una única cosa sigue siendo cierta: "¡Si la opresión existe, es preciso acabar con ella!" (25).

Estas definiciones, un tanto vagas, también pueden explicarse por el contexto histórico en el que escribió Augusto Boal, en el que la opresión era un tema muy debatido. Además de la referencia evidente a Paulo Freire, debemos recordar que, en uno de los textos que ciertamente fue uno de los más importantes para la izquierda latinoamericana de los años setenta, el Manifiesto del Partido Comunista, el tema de la opresión aparece con frecuencia. Así, el segundo parágrafo del primer capítulo del Manifiesto indica que

la historia de todas las sociedades que existieron hasta nuestros días ha sido la historia de las luchas de clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos, maestros y oficiales, en una palabra, opresores y oprimidos, en constante oposición, han vivido en una guerra ininterrumpida, unas veces franca, otras disfrazada; una guerra que terminó siempre con la transformación revolucionaria de la sociedad entera, o en la destrucción de las dos clases en lucha. (Marx y Engels 1999, s.p.)

Hoy en día, en que hablar de antagonismo como asunto constitutivo de las relaciones en la sociedad es un discurso poco común, en que la política como espacio de lucha entre intereses sociales divergentes parece desaparecer, y cede su lugar a una definición estricta de la política en cuanto gestión de la cosa pública, ¿llegaremos al punto de la "destrucción de las dos clases en lucha"?

Para elucidar, en parte, esta pregunta, sería importante intentar construir una historia de las transformaciones a las que fue sometida la palabra opresión. Si la semántica es también una "zona de guerra",7 entonces es importante definir cuáles fueron las batallas, cuáles fueron los enemigos, para poder intentar volver a lanzar una nueva batalla con mejores herramientas.

Un primer "ataque" a la palabra opresión fue hecho por el que debería ser, en apariencia, su defensor natural, por lo menos en Francia: el Partido Comunista. Este partido, extremamente estalinizado, defendió una concepción de la opresión como algo únicamente capitalista. Ninguna autonomía, ninguna dinámica propia era reconocida a las otras opresiones que no estuviesen directamente ligadas a la explotación de los trabajadores. Lógicamente, toda opresión, ya que siempre estaba en última instancia ligada al sistema de producción, no necesitaba de luchas específicas contra opresiones específicas, ya que estas, por sí mismas, acabarían con el fin del capitalismo. El patriarcado, el racismo y los homosexuales (y no la homofobia)8 eran condenados a desaparecer en el socialismo. Toda lucha específica era sospechosa de ser pequeñoburguesa.

Fue contra esta confiscación autoritaria del significado de todas las luchas que tuvieron que levantarse varios movimientos. El feminismo francés es, en este sentido, ejemplar. La trayectoria tanto militante como teórica de Christine Delphy ilustra la necesidad que existía, entonces, de intentar encontrar una autonomía en relación a la confiscación que representaba el conflicto entre el capital y el trabajo, tal como era presentado por el Partido Comunista Francés. Todo el trabajo de Delphy puede ser resumido en una tentativa de definir el patriarcado como un sistema de opresión absoluta- mente distinto:

Yo estudio la opresión de las mujeres. Pero la opresión de las mujeres es específica no porque las mujeres sean específicas, sino porque es un tipo de opresión única. ¿Pero será un hecho único que una opresión sea única? No es banal: todas las opresiones son únicas, así como los individuos. La singularidad es la cosa mejor distribuida en el mundo. (Delphy 2001, 46)

La conceptualización del patriarcado en cuanto modo de producción, en el que el fruto del trabajo de las mujeres (trabajo doméstico para mantener la casa, ocuparse de los hijos, etc.) es directamente apropiado por los hombres es, sin duda, de gran interés. Sin embargo, al establecer que el modo de producción patriarcal es paralelo y distinto del modo de producción capitalista, esa teoría se revela incapaz de analizar por qué las mujeres son las más afectadas por los trabajos precarios, por qué ganan menos que los hombres por un mismo trabajo y por qué son generalmente relegadas a los trabajos menos prestigiosos, y tantos otros aspectos de la articulación entre capitalismo y opresión de las mujeres que son la situación cotidiana de millones de ellas en el mundo entero.

Otros "ataques" fueron hechos no solo para replantear la idea de la centralidad de una estructura opresiva en relación a otras, sino también el hecho mismo de que la sociedad esté organizada por el enfrentamiento entre grupos sociales antagónicos. Una de las razones invocadas contra esta concepción es que se refería a sistemas totalizantes, sistemas que serían los preámbulos de una sociedad totalitaria:

Los siglos XIX y XX ya nos hartaron de terror. Ya pagamos lo suficiente a la nostalgia del todo y del uno, de la reconciliación del concepto y de lo sensible, de la experiencia transparente y comunicable. Bajo la demanda general de la transparencia y del apaciguamiento, escuchamos murmurar el deseo de recomenzar el terror, de realizar la fantasía de abrazar lo real. La respuesta es: "guerra al todo, demos testimonio de lo impresentable, activemos los diferendos, salvemos el honor del nombre". (Lyotard 1987, 26)

En un mundo en el que tener un análisis con una ambición totalizadora suponía ser considerado un aliado objetivo de Stalin, solo quedaban los hechos que justificaban una indignación y una resistencia. Fue, nos dice Bensaïd (2004), la solución que Foucault, después de haber sido "tomado por la cólera de los hechos", proclamaba: era urgente "liberar la acción política de toda forma de paranoia unitaria y totalizante" (271). Pero, ¿qué son los hechos? ¿Qué es una realidad que se da sin concepto?

Ese inmediatismo de una realidad que se autoexplicaría está presente en el imaginario construido en torno de otra figura que compite con la del oprimido: la de la víctima. Las campañas contra el hambre en África, por ejemplo, hechas por las grandes ONG o por las instituciones interestatales como la UNESCO, siempre se apoyan en imágenes que se muestran como una presentación inmediata de una realidad unívoca e intolerable. Claro que la visión de un niño famélico es chocante, pero, ¿cuál es la posición que se demanda del espectador de esas imágenes? Probablemente no la de la solidaridad, sino la de la piedad. En cierta forma

se vuelve entonces imposible considerar la piedad como un simple dato psicológico o ético. Se vuelve necesario, sin embargo, abordarla como dato político: su función sería precisamente despolitizar la relación con el otro. La piedad sería una pasión que ciega, que nos ocultaría el origen criminal de las relaciones de fuerza económicas, para focalizar nuestra atención emocional sobre la única realidad física de sus efectos. (Vollaire 2007, 18)

La víctima es totalmente impotente frente a su sufrimiento. Este sufrimiento llamará más la atención si es inexplicable: las donaciones hechas para las ONG después del tsunami fueron incomparables frente a las recaudadas para otras tragedias, pero con raíces políticas identificables, como Darfur (Sudán), por ejemplo. La víctima ideal no tiene historia. De hecho, no es totalmente humana. Bordea la figura sobrehumana cuando nos evoca las imágenes del martirio, de la humanidad transcendida por el dolor9 y otra subhumana: "Ese abordaje, que reduce las víctimas a la necesidad biológica (identificada con la animalidad) de la nutrición y de la sobrevivencia, produce también una forma de deshumanización" (Vollaire 2007, 11).

Existen otras aceptaciones del término víctima. Cuando, por ejemplo, se dice de una mujer que es víctima de la violencia doméstica, lo que se evidencia es que esta violencia le acontece en cuanto individuo y, por lo tanto, es una violencia excepcional, que no necesita, para ser erradicada, de la transformación de la sociedad como un todo.

Esa misma individualización ocurre con el término excluido. Si este término es muy utilizado en los países europeos, es notable la ausencia del término que le sería correlativo: excluidor. Dada esta ausencia, el responsable de la exclusión tal vez no sea alguien distinto del propio excluido. El enfrentamiento ya no existe:

Dos mecanismos están aquí en acción: primero, la percepción de la "exclusión" como sustitución de la escisión "vertical" de clase y, por ende, de la "cohesión" o de la "integración" social como programa de lectura (y norma al mismo tiempo), que sucede a la lucha y al conflicto. (Kouvélakis 2007, 25)

Sería necesario un estudio más amplio sobre la opresión, que profundizase en varias cuestiones. Primero, una tentativa de replantear, como central, la cuestión del conflicto y del interés en la definición de la opresión. El conflicto en cuanto lo que define los campos en presencia versus una visión esencialista de lo que es un oprimido o un opresor. El segundo eje podría ser un estudio sobre lo que la noción de totalidad dialéctica puede proponernos contra la fragmentación postmoderna y sus dos correlatos: el abandono de la perspectiva de la superación del capitalismo, así como el de cualquier sistema de opresión, y la moda de lo micro en política.

Ese entusiasmo por la acción local tendrá que ser estudiado en todos sus aspectos contradictorios. Si muchas veces se reduce a una adaptación a la sociedad como ella es o a un enfrentamiento en sus márgenes, ese entusiasmo también puede ser visto como una negativa tanto de la espera de horizontes, que hoy nos parecen inalcanzables, como del orden existente. Yonathan Shapiro, miembro israelí de Anarchist Against the Wall, cuenta, en el documental Rachel (2009), que lo que separa su generación de la generación de la directora del documental es precisamente la capacidad de luchar sin creer en la victoria (véase Bitton 2009). ¿Qué se torna opresión y, fundamentalmente, lucha por la emancipación, cuando la perspectiva estratégica se nos escapa?

Conclusión

Por desgracia, en nuestra época, la crítica de la crítica se volvió un lugar común. Se lamenta el hecho de que las fuerzas emancipadoras, que aparecieron en el siglo pasado, hayan sido recuperadas para volverse herramientas o accesorios de nuestra dominación. Ese lugar común no está totalmente desprovisto de verdad. Las promesas de emancipación traídas por movimientos e ideas ya nos parecen bien distantes, cuando vemos que muchas de ellas se volvieron caricaturas de sí mismas: un movimiento obrero que renunció globalmente a la lucha por una redistribución y producción de las riquezas para tornarse un coadyuvante, cuyo mero papel es el de acompañar los cambios del sistema capitalista; un feminismo instrumentalizado, que sirve en algunos países de taparrabo a discursos y prácticas racistas; un movimiento homosexual, que en su mayor parte promueve una identidad colonizada por la estandarización consumista; la ecología, que se despolitizó para volverse una mercancía, y la contracultura, que también se sometió a la ley de esta.

La lista es larga y sirvió muchas veces como argumento para aquellos que, entre las amarguras del desespero y las delicias de la acomodación, decían que el capital era el horizonte insuperable de nuestra historia y pedían, como François Furet, que nos resignásemos a vivir en el mundo en que vivíamos.

Es probable que estemos viviendo el fin de ese ciclo. La (nueva) crisis del capitalismo ya tuvo como respuesta manifestaciones por toda Europa. En España, el caso más conocido, las luchas fueron libradas con medios organizativos y arengas innovadoras, que ganaron la adhesión de la mayor parte de la población. Dictaduras que parecían inquebrantables en Túnez y en Egipto no resistieron la primavera árabe, que continúa soplando. Hasta en los Estados Unidos los movimientos están oponiéndose a la destrucción de los pocos derechos que aún les quedan a los trabajadores. Ese relativo volver a despertar de las luchas se acompaña también de un relativo volver a despertar de una teoría crítica y hasta de un regreso de los análisis marxistas. La presente crisis afectó también las ideas dominantes y su matriz neoliberal, así como las filosofías que presentaban como única resistencia posible la construcción de micropolíticas inéditas y la estetización de sus derrotas e impotencias. Es cuando un ciclo se cierra que se hace posible y necesario hacer su análisis, no solo para saber lo que fue, sino principalmente para entender cómo todavía define el terreno de las luchas que aún están por venir.

En medio de los escombros, debemos ver lo que podrá servir de nuestras herencias para la construcción del mañana. El teatro del oprimido también debe someterse a un deber de inventario, establecer en su práctica qué es la heterogeneidad, para separarla de lo que es la divergencia. Debemos investigar en qué aspectos siguen siendo válidos sus presupuestos, evitar que las propuestas de Augusto Boal se conviertan en dogmas incuestionables, pero manteniendo su perspectiva de cambio radical, tanto del mundo como del teatro. Para juzgar si continuamos fieles a esa perspectiva, tal vez podamos tomar como uno de los criterios lo que Augusto Boal escribió en las líneas iniciales de su primer libro:

Las élites consideran que el teatro no puede ni debe ser popular. Nosotros pensamos que el teatro no solo debe ser popular, sino que también debe serlo todo lo demás: especialmente el Poder y el Estado, los alimentos, las fábricas, las playas, las universidades, la vida. (1972, 9)

Tal vez sea en este punto que se encuentre el carácter esencial capaz de hacernos saber si estamos o no haciendo teatro del oprimido, más allá de las formas, de las representaciones, de los contextos y de las coyunturas: buscar, siempre, hacer que la recuperación del escenario por todos se articule con la recuperación, por todos, del mundo.


* Traducido del portugués por Hernando Sáenz Acosta.

1 Esto viene a contradecir el discurso recurrente de una falta de poesía en el teatro del oprimido: da forma provisional a lo que aún no existe, abre un corte en lo que está petrificado, pone en movimiento lo que parecía inmóvil. ¿No hay ahí una posible emergencia de la poesía?

2 Neologismo creado por Boal (2002, 21).

3 Páginas amarillas del teatro del oprimido. Disponible en http://theatreoftheoppressed.org

4 Esta proposición merecería ser relativizada, puesto que, desde su origen, los soviets fueron más incluyentes y tuvieron autoridad sobre territorios, siendo el más conocido el de San Petersburgo.

5 Ese cuadro, válido para Francia, también debe tener cierta validez, que debe ser evaluada, para otros países.

6 Disponible en: http://imagenes.publico.es/resources/archivos/2011/5/18/1305739128720Manifiesto%20fantasma.pdf

7 Véase el subtítulo del capítulo "Metamorfosis y usos abusivos de la palabra" de La estética del oprimido (Boal 2012).

8 Ciertos apartes de Engels en el Origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado legitimaban la homofobia de muchos dentro del Partido Comunista Francés (PCF).

9 En este sentido, véanse las declaraciones de la Madre Teresa de Calcuta sobre el carácter "sublime" de los leprosos moribundos.


Obras citadas

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