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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

Print version ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.17 no.1 Bogotá Jan./June 2015

https://doi.org/10.15446/lthc.v17n1.48700 

http://dx.doi.org/10.15446/lthc.v17n1.48700

Reseñas

Ruedas de la Serna, Jorge, coord. La misión del escritor. Ensayos mexicanos del siglo XIX. México: UNAM, 2014. 419 págs.

La historia de la literatura mexicana del siglo XIX —o, por mejor decir, la historia general de la producción literaria de nuestro país— es, todavía hoy, una tarea en marcha que requiere, al menos, del cumplimiento de dos condiciones: la primera es la formulación de una teoría según la cual se determine con objetividad y precisión en qué reside la naturaleza esencial de los textos literarios, a fin de que no aparezcan entremezcladas en un único plano de consideraciones las obras que pertenecen a diversas agencias del espíritu (v. gr., la historia, la filosofía, la ciencia) con las creaciones verbales de carácter fundamentalmente artístico-literario. La segunda condición es, a mi modo de ver, que el historiador y el crítico cuenten con una suficiente información historiográfica que les permita dar cuenta de los insoslayables vínculos que los productos artístico-literarios contraen con las realidades históricas contemporáneas, esto es, con las condiciones culturales, políticas e ideológicas que determinan —en muy buena medida— la sustancia semántica de las obras literarias, que surgen inevitablemente dentro de un complejísimo proceso de evolución o cambio social. Y todo esto porque no basta el tradicional recurso a los repertorios de retórica y poética para determinar la singular significación de una obra determinada, como tampoco es suficiente la simple exposición de los acontecimientos históricos de un cierto periodo para, con solo eso, revelar sus profundos y, en ocasiones, disimulados vínculos con las condiciones históricas que prevalecen en su momento.

En auxilio de los historiadores y críticos literarios suelen venir los propios autores, mediante la explícita exposición de su pensamiento acerca de las cuestiones planteadas. Este libro que hoy presentamos —ideado y coordinado por el Dr. Jorge Ruedas de la Serna, publicado por primera vez en 1996 y hoy venturosamente reeditado— constituye una imprescindible colección de documentos de primer orden que recoge diversos artículos y discursos de veinte escritores mexicanos del siglo XIX acerca de las que para ellos —cada uno en su momento y de conformidad con sus tendencias ideológicas— fueron las cuestiones que mayormente les preocupaban en torno del sentido y utilidad de la literatura en el México independiente, así como de las contribuciones que esta podría o debería hacer para el progreso de la nueva nación mexicana.

Advierte Ruedas de la Serna, en la presentación del volumen, que fueron "fuente fundamental para el registro, localización y selección de los textos aquí recogidos" los meritísimos estudios de nuestro maestro don José Luis Martínez acerca de La expresión nacional (1955). Debemos reconocer la extraordinaria importancia que para los estudiosos de la literatura mexicana tuvieron y continúan teniendo sus ejemplares trabajos en torno a "la emancipación literaria de México". Con todo, La misión del escritor tiene una distinta intención y una concreta utilidad: en sus estudios, don José Luis citó abundantemente los testimonios de los escritores del siglo XIX para fundar su particular comprensión de las ideas de los escritores de entonces (y muy especialmente las de Ignacio Manuel Altamirano) acerca de la función que había de desempeñar la literatura en el México independiente, no menos que de la obra nacionalista llevada a cabo por los miembros de la Academia de Letrán y del Liceo Hidalgo. Por su parte, La misión del escritor se constituye como un bien ordenado repertorio de los artículos, discursos y ensayos que, entre los años de 1830 y 1890, fueron publicando en periódicos y revistas los más destacados escritores pertenecientes a tres generaciones y tres corrientes literarias sucesivas (la clasicista, la romántica y la modernista), entre los que descuellan José María Heredia, José María Lafragua, Luis de la Rosa, Guillermo Prieto, Francisco Zarco, Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano, José María Vigil, Vicente Riva Palacio y Manuel Gutiérrez Nájera. "Más que una antología en la que hubiesen prevalecido criterios complacientes con las preferencias estéticas o ideológicas de nuestra época —aclara Ruedas de la Serna— hemos buscado que los textos seleccionados fuesen representativos de las ideas rectoras que guiaron el debate de los escritores mexicanos del siglo XIX"; de suerte, pues, que gracias a la consulta de ese almácigo documental los estudiosos de aquella etapa de nuestra historia literaria podrán superar los habituales prejuicios de una crítica al uso, siempre acechada por las tentaciones de la glosa mostrenca y el juicio redundante.

La idea de seleccionar y reunir en un solo volumen esos textos fundamentales para la cabal comprensión del desarrollo de las letras mexicanas del siglo XIX surgió de un seminario de posgrado que tiene a su cargo el Dr. Ruedas de la Serna con el fin de reunir toda esa documentación, generalmente dispersa en publicaciones periódicas, poniéndola al alcance de los jóvenes estudiantes, incitándolos a llevar a cabo un género de estudios histórico-críticos en los que se establezcan las necesarias relaciones entre las obras de creación literaria y las ideas sobre la literatura sostenidas por sus mismos autores; es decir, poniendo a contribución los testimonios de una constante preocupación, no solo por los aspectos estéticos de la producción literaria, sino también por la misión o compromiso social que —especialmente en esas circunstancia de la patria— los escritores se sentían obligados a cumplir. En efecto, tal como observa Ruedas de la Serna, la actividad literaria a lo largo del siglo XIX "estuvo acompañada por una reflexión, o podríamos decir ‘autorreflexión’, de quienes ejercieron el oficio de escritor y contribuyeron a darle una especial dimensión entre las actividades humanas, mayormente resaltando su utilidad e importancia para mejorar a la sociedad, depurar sus costumbres [...] revalorar nuestro patrimonio geográfico y cultural, afirmar nuestra identidad y, con todo ello, fortalecer la conciencia nacional".

A pesar de no ser su autor un literato en el sentido estricto de la palabra, me parece un gran acierto haber incluido muy al principio de este conjunto documental un fragmento del libro de Tadeo Ortiz de Ayala, México considerado como nación independiente y libre (Burdeos, 1832), porque ese patriota ilustrado, informante de Morelos y colaborador del gobierno de Vicente Guerrero, dedicó un capítulo de su libro a la consideración "de los beneficios del cultivo de las ciencias y artes", que es, en toda su extensión, un verdadero proyecto de política cultural nacionalista, cuyo principal propósito era el de contribuir a la formación de la juventud (es decir, de los nuevos ciudadanos en quienes reside el destino de la patria) por medio del fomento de las ciencias y las artes.

Se propuso el autor dar un testimonio de reconocimiento "a la memoria de los brillantes genios y sabios escritores mexicanos, cuyas infatigables tareas honraron el tiempo en que vivieron y prestaron servicios a la patria". Pero, ¿cuáles eran para Ortiz de Ayala las dimensiones históricas de la patria mexicana? Si bien no se formuló expresamente tal pregunta, la respondió implícitamente en la exposición de sus argumentos, puesto que esos "brillantes genios" a los que se refirió se extienden desde el pasado prehispánico hasta el dilatado periodo colonial y así, por ejemplo, destaca entre ellos a Netzahualcóyotl y Netzahualpilli como legisladores y poetas del mundo azteca, cuyo idioma —en contra de la adversa opinión de muchos "sabios" europeos de entonces— es sin duda "bello, copioso y armónico". Pondera, además, la obra de los científicos e historiadores de los siglos XVII y XVIII (Sigüenza y Góngora, Alzate, Clavijero, etc.), de suerte que —con parecer contrario al que más tarde expresarían algunos escritores liberales— la nueva nación mexicana fundada a partir de la independencia política no tenía por qué cercenarse más de cinco siglos de su civilizado trayecto.

Pero no bastaba con reconocerse como mexicanos en las glorias de ese pasado prehispánico y colonial. Era imperioso empezar a construir la moderna nación republicana y, así, precursor en todo, Ortiz de Ayala formuló un programa de política cultural que beneficiara especialmente a la juventud: es preciso —decía— fundar "una academia de ciencias consagrada a su cultivo, extensión y protección", "una buena biblioteca pública", que reúna a la que existe en la Universidad, las de los excolegios religiosos y los conventos suprimidos; dotar de una "administración celosa del honor nacional" a la Academia de Nobles Artes de México fundada en 1781, y crear un Museo mexicano que albergue "las antigüedades aztecas" y en particular las "antigüedades colosales de mérito", que aumentarán sin duda con las investigaciones de Palenque, Mitla y otras zonas arqueológicas. Como bien se advierte, mucho del espíritu nacionalista y civilizador de Ortiz de Ayala se trasuntará en los escritores que le sucedieron.

Pero es hora ya de entrar en el terreno de las discusiones propiamente literarias y, dado el número y la extensión de los textos incorporados a La misión del escritor, se nos impone la necesidad de escoger para nuestro comentario solo algunos ejemplos relevantes. Al promediar el siglo XIX, en 1844, José María Lafragua publicó en El Ateneo Mexicano su discurso "Carácter y objeto de la literatura". En él, sin aludir al concepto que tenía Ortiz de Ayala acerca de la extensión y continuidad de la historia mexicana, Lafragua afirma rotundamente que "acabamos de nacer: la literatura mexicana está pues en la cuna", porque, a su juicio, "nuestra edad primitiva se pierde en la noche de la conquista" y la edad "media" —esto es, el periodo colonial— fue tan solo un remedo de la sociedad española. Hasta 1821 —declara— "nuestra literatura [...] con muy honrosas excepciones, estuvo reducida a sermones y alegatos", y no podría haber sido de otro modo, ya que esa "sociedad no tenía carácter propio". Así, pues, concebida la literatura por Lafragua como "la expresión moral del pensamiento de la sociedad", la mexicana actual había nacido propiamente a mediados de 1836, cuando un grupo de jóvenes fundó la Academia de Letrán; de ahí también que el liberal Lafragua convocara a todos sus compañeros a crear una "literatura nacional" que "pinte nuestra sociedad, mejorándola".

En ese mismo año en que Lafragua imprimía su referido discurso, Luis de la Rosa leyó en una de las sesiones de El Ateneo Mexicano su disertación "Utilidad de la literatura en México". De la Rosa englobaba bajo el término "literatura" tanto a la oratoria como a la poesía, a "la historia y todos los ramos anexos a ella", si bien sea la poesía "la más bella imitación de la naturaleza [...] física y moral"; en síntesis, una "pintura radiante y animada de las obras de Dios". Es evidente que en tan breves párrafos se conjuntan diversos paradigmas literarios e ideológicos en apariencia contradictorios; el primero, de carácter estético, remite al clasicismo todavía vigente en la poesía mexicana de la primera mitad del siglo XIX; el segundo paradigma, ideológico, apela a los más tradicionales dogmas de la retórica católica. Con todo, en consonancia con su pensamiento político liberal, De la Rosa coincidía con Lafragua en que "no se llegará a conocer en México la importancia de la literatura, su influencia en la civilización y en el engrandecimiento de la patria, hasta que se llegue a formar una literatura verdaderamente nacional". Para él —como para Lafragua— también bajo el gobierno colonial "los mexicanos no tenían patria; eran como extranjeros y estaban como desterrados en su propio país". Así, la verdadera poesía mexicana solo comenzó a escribirse durante la guerra de Independencia, porque entonces "se concibió la esperanza de tener una patria". De modo, pues, que cuando "lleguen los día de felicidad" social, la literatura mexicana, ocupada en cantar todas las bellezas naturales del país y todas las hazañas de sus libertadores, llegará a ser la más elevada y amena del mundo y sus escritores no tendrán ya —como hasta entonces— que "mendigar la inspiración ni adornar sus composiciones con las galas de otra nación".

La discusión en torno de la existencia de una literatura propia de la nación mexicana fue un tema obsesivo y recurrente para todos los escritores liberales a lo largo del siglo XIX. En efecto, en un artículo publicado en La Ilustración Mexicana, en 1852, Francisco Zarco se hacía cargo de la situación: "muchas personas ponen en duda [...] la existencia de una literatura mexicana, otras la creen naciente, imperfecta y plagada de defectos", pero no faltan quienes piensen "que tenemos ya una literatura completa". A examinar esos planteamientos —siempre contaminados por el ardor de las luchas político-ideológicas— dedicó Zarco el artículo citado y en él sostenía que quienes "se empeñan en desacreditar al país" y "ven con amargura su existencia política como nación soberana (esto es, los conservadores), afectan creer que somos incapaces de todo adelanto"; por el contrario, quienes "se jactan de que México tiene ya una literatura propia, rica y enteramente original se dejan llevar por un arranque de patriotismo".

Un examen a su juicio imparcial de la cuestión, llevaría a Zarco a las siguientes conclusiones. La culpa de que la literatura en México "esté en su infancia, lo mismo que todos los conocimientos humanos", no es del país, sino del hecho de haber sido colonia de España durante tres siglos, porque "la literatura —dice— no nace generalmente en pueblos que viven esclavizados", y así —contra las opiniones anteriormente sostenidas por Ortiz de Ayala— no es "nada extraño que los mexicanos durante la dominación española, no pudieran contar ni poetas, ni filósofos ni historiadores [...] la Inquisición hubiera detenido toda investigación filosófica, hubiera apagado toda luz que hubiera intentado derramarse sobre la verdadera condición de la humanidad". Con todo, al reflexionar sobre tan drásticas opiniones, y reconociendo que "no hay opresión que sea capaz de amortiguar la inteligencia", también en el México colonial pudieron darse, al menos, dos "rarísimas excepciones": Juan Ruiz de Alarcón y Sor Juana Inés de la Cruz, que fueron aclamados en todo el mundo, si bien el primero "tuvo mucho que sufrir", perseguido por "el odio y por la envidia de los españoles", y la segunda, que gozó fama de Décima Musa, fue una monja "que se dejó llevar del mal gusto de su época", es decir por el deturpado gongorismo.

Y concluía Zarco prometiendo dedicar otros artículos a examinar "cuál ha sido la marcha de la naciente literatura" mexicana, cuál es su estado actual y cuál será su porvenir, así como las causas que podrían influir en ella para darle un carácter relativamente original, puesto que —moderando los extremos de un nacionalismo pacato en que otros habían caído— no podrían los mexicanos dejar de sentirse incluidos en un siglo en que una misma "civilización [...] asimila a todos los pueblos de la Tierra".

El apasionado debate acerca de la naturaleza y el propósito de una literatura nacional y original se mantuvo constante a lo largo del siglo XIX en el pensamiento de los escritores de cuño liberal, y no es poco lo que acerca de esto puede documentarse en La misión del escritor; pero no siendo posible alargar este comentario a la totalidad de los textos incluidos en el libro, solo queda referirnos brevemente a dos destacados escritores: Ignacio Manuel Altamirano y José María Vigil.

Del primero se incluye en este volumen su "Carta a una poetisa" —publicada por entregas en El Domingo a lo largo de los primeros meses de 1872—, en la cual, so capa de comentar las composiciones líricas de una "amable señorita", y haciendo gala de sus amplísimos conocimientos de la producción literaria europea y americana, aborda algunos problemas cruciales para la literatura mexicana de su tiempo, como la imitación servil de los modelos extranjeros frente a la convicción de que las obras originales solamente podrían surgir en la medida en que se cumpla la inexcusable misión que corresponde a los poetas mexicanos de darnos sus composiciones inspiradas en "los bellísimos cuadros de la naturaleza americana" y "en el campo fecundísimo de nuestra historia nacional"; y puesto que cada país tiene "su poesía especial", esta debe reflejar "el color local, el lenguaje y las costumbres que le son propias".

Con todo —se dolía Altamirano— "solo en México se han visto con desdén nuestros recuerdos patrióticos", y si se exceptúa a Moreno, Lejarza, Rodríguez Galván y Roa Bárcena, "todos los demás han preferido pedir a la historia extranjera sus héroes, imitando o traduciendo a los poetas de otro país". Y es que "aquí en México", "todavía no nos hemos atrevido todos a dar el grito de Dolores en todas materias", porque seguimos acostumbrados a acatar los preceptos que vienen de España con la misma reverencia con que "nuestros abuelos recibían las antiguas reales cédulas". Sin embargo, la generación actual —proclamaba Altamirano— ya va comprendiendo lo que significa la independencia de México y examina lo que llega de España, "y así como aplaude y admira lo bueno de allá, censura lo malo y lo desdeña".

En El eco de dos mundos, a mediados de 1872, publicó José María Vigil su disertación "Algunas observaciones sobre la literatura nacional". Todavía entonces, decía el autor, se escuchaba la queja de algunos de "nuestros más ilustres literatos" de que no existe en México una literatura propia. Hombre de vasta cultura histórica y literaria, Vigil señalaba la necesidad de basar la discusión sobre algunos principios indispensables, el primero de los cuales era la pertinente definición del concepto de "bella literatura", bajo cuyo nombre se engloban únicamente "aquellas obras que proceden de las creaciones de la fantasía" y en cuyo campo —por supuesto— no se incluyen las de la ciencia ni la filosofía. Definida por Vigil, la "poesía o bella literatura [...] puede considerarse a la vez como el reflejo de la sociedad en que se produce" y "como la expresión embellecida de las necesidades, preocupaciones, tendencias y sufrimientos de los pueblos" para, con todo eso, poder convertirse en guía de "los pueblos por el camino más corto a la noble consecución de sus destinos".

Apuntado lo anterior, exponía Vigil su concepto acerca del carácter que debía poseer una literatura "propiamente nacional" y cuáles habían de ser las condiciones necesarias para su surgimiento. Por una parte, coincidía con sus colegas liberales en que, durante la dominación española, el desarrollo que tuvieron las letras fue análogo al que se seguía en la metrópoli, "sufriendo la misma decadencia que la pérdida de libertades políticas y religiosas había hecho sentir en la literatura".

Con la revolución de Independencia, se abrió para México un nuevo horizonte: surgieron ideas, necesidades y tendencias desconocidas para el país colonial; la poesía entonces —sostiene Vigil— sirvió para "inculcar el odio a los tiranos", "ponderar las dulzuras de la libertad" y "enaltecer los derechos del hombre". A partir de ese momento, "se echaron las bases de una literatura propia que ha venido tomando las formas adecuadas a los tiempos en que vivimos y a las exigencias de nuestra sociedad". Pero volviendo a su definición de literatura nacional y al empeño de esta por reflejar los conflictos y aspiraciones de la nueva sociedad mexicana, concluía Vigil que, si la "literatura nacional significa [...] una cosa exclusivamente nuestra, sin puntos de contacto con ninguna otra, sería preciso renunciar a ella" puesto que la misma "lengua que hablamos nos liga invenciblemente a una literatura a cuyo íntimo parentesco no es posible renunciar".

En fin, trazaba Vigil un expreso programa para los autores mexicanos agrupados en el Liceo Hidalgo: cada uno de ellos —"sea cual fuere su estro individual"— debe dirigirse a un fin común: "a traducir las necesidades de nuestro pueblo, a elevar sus sentimientos, a purificar sus costumbres, embelleciendo lo bueno de ellas, corrigiendo lo digno de censura" para, de este modo, "alcanzar el fin moral [...] que se muestra en el fondo de toda literatura".

Tengo que poner fin a estos apuntes, no sin antes recordar —en palabras de Jorge Ruedas de la Serna— que en ese conjunto de ensayos incorporados a La misión del escritor "se va dando forma gradual y dinámica a un programa doctrinario perfectamente asimilado [...] por Ignacio Manuel Altamirano", quien acepta, modifica o rechaza, pero sobre todo "sistematiza", las ideas expuestas por los escritores mexicanos desde los albores del siglo XIX. Quedan, pues, invitados los lectores de esta meritísima obra a hacer sus propias indagaciones textuales y a formarse una idea bien meditada de los avatares del pensamiento literario y social de los mexicanos en esa etapa crucial del proceso histórico de nuestra nación.

José Pascual Buxó
Universidad Nacional Autónoma de México, México, D. F., México