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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

versión impresa ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.17 no.2 Bogotá jul./dic. 2015

https://doi.org/10.15446/lthc.v17n2.51270 

http://dx.doi.org/10.15446/lthc.v17n2.51270

Las humanidades, la universidad y la era de la excelencia académica
(A manera de introducción)

1

La situación actual de las humanidades en el mundo académico se puede asociar con dos imágenes. ¿Qué les pasó a las humanidades? (What's Happened to the Humanities?, 1997) es un libro editado por Alvin Kernan, que reúne ensayos de importantes profesores ingleses y norteamericanos de historia, literatura y humanidades. De acuerdo con Kernan, la finalidad de este volumen es explorar en profundidad "algunos de los cambios en las humanidades que han acompañado el salto de paradigma, en la educación superior, de la universidad a la demoversidad"; es decir, la transformación hacia una institución que "tiende a darle poder a lo variado más que a la singularidad unitaria, que cuestiona la autoridad tradicional centralizada y todas las formas de elitismo". Kernan no usa la palabra "crisis" para referirse a la situación del momento. Sin embargo, los términos con los que la describe tienen un sentido muy preciso: las humanidades de finales del siglo XX se han convertido en "los campos de batalla de una Kulturkampf extendida", un "espíritu revolucionario" se extiende en el ámbito intelectual, la "agitación en las humanidades" hace parte de un cambio mayor en la educación superior norteamericana, y ha habido "movimientos tectónicos" que han afectado a las artes liberales y las humanidades en general. ¿Qué les pasó a las humanidades? "nos cuenta qué ha ocurrido de hecho, en lugar de argumentar acerca de lo que debió haber ocurrido, o de lo que pudo haber ocurrido". El libro no pretende denunciar responsables. No es fortuito por eso que Kernan acuda a los movimientos telúricos para dar cuenta de los cambios recientes, pues un terremoto es, a fin de cuentas, un movimiento superficial que suele tener su origen en desplazamientos tectónicos en la profundidad de la tierra. La segunda imagen proviene de otro libro. ¿Hay que quemar las ciencias humanas y sociales? (Faut-il brûler les Humanités et les Sciences humaines et sociales ?) es el resultado de un coloquio organizado en 2012 por el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Paul Valéry, de Francia, en el que participaron profesores de sociología, filosofía, psicoanálisis, historia, lingüística, filología y estudios literarios. El título del evento es intencionalmente provocador, pues evoca las quemas de libros en los regímenes totalitarios, que se convirtieron en el leitmotiv del mundo ficcional de Fahrenheit 451. Incendiar las humanidades es, a la luz de la novela de Bradbury, un acto consciente e intencional cuya finalidad es destruir nuestros lazos con el pasado, ignorar la necesidad de la reflexión y pisotear el valor de la cultura, para mantener bajo control una sociedad uniforme.

Para Jean-François Thomas -autor de la introducción de ¿Hay que quemar las humanidades?- las ciencias humanas y sociales son objeto de ataques violentos que han obligado a los intelectuales a reaccionar. "¿Francia se ha vuelto suicida?", se preguntaba un grupo de filósofos y escritores franceses en una declaración publicada por Le Monde en 2012 -citada parcialmente por Thomas-, a propósito del desmonte progresivo de las humanidades en la formación general. El estupor que expresa esta pregunta es producido por los acontecimientos más recientes en el sistema escolar francés: el área de cultura general está siendo reemplazada por las ciencias políticas, los concursos docentes para profesores de letras clásicas ya no exigen que ellos sepan latín o griego, la enseñanza de la historia y la geografía es reemplazada por disciplinas científicas. "Verdaderamente, hay un incendio" en el que se revela un fenómeno profundo, comenta Thomas. "Si las ciencias humanas y sociales ven atacado de ese modo su papel en la formación básica, y si los políticos conducen tales cambios, es porque la sociedad ya no comprende lo que está en juego en estos dominios de la cultura". La declaración de Le Monde acusa a "una clase política miope, tanto de derecha como de izquierda", de haber iniciado una empresa de destrucción progresiva de la enseñanza, basada en una falsa comprensión de la modernidad. "La hoguera ya humea", comentan.

Ya sea vista como un movimiento telúrico producido por transformaciones profundas en la institución universitaria, o como un incendio provocado por la acción voluntaria de un grupo de pirómanos, es recurrente referirse a la crisis como una fragmentación. En su entrega de otoño de 2009, The American Scholar publicó un artículo de William Chace sobre la decadencia de los departamentos de inglés en las universidades norteamericanas, que fue considerado por el New York Times uno de los mejores ensayos del año. De acuerdo con su visión histórica, el papel central que tenía la educación liberal en la formación profesional y en la relación del canon con ciertos valores se vino abajo a finales de la década de 1960, cuando "nada estuvo a salvo de análisis negativos y reductivos". Frente a la arrolladora energía antiautoritaria de esa época, "muy pocos elementos del patrón cultural de las décadas anteriores pudieron seguir en pie". Junto a esto, ha habido un cambio importante en la población estudiantil universitaria, de acuerdo con Chace: cada vez hay más "estudiantes emprendedores y con muchas dotes académicas" que provienen de familias y entornos conformados por inmigrantes, personas que tienen "vínculos muy escasos con la cultura occidental". Estos jóvenes son recelosos ante "el supuesto de que los 'grandes libros' de Inglaterra y los Estados Unidos deberían disfrutar de una centralidad fija en el mundo". En estas nuevas circunstancias, aquello que antes se consideraba central aparece hoy como provinciano. Según Chace, los departamentos de literatura inglesa no han sabido responder adecuadamente a los retos que imponen estos cambios demográficos y culturales, pues no han sido capaces de mostrarles a los estudiantes que los libros que enseñaban constituyen un "bien humano en, y por sí mismo". Al contrario, la respuesta errática de tales departamentos ha consistido en desarticular sus planes de estudios, por ejemplo, la idea de que la comprensión histórica de la literatura es importante; en cambio, los programas han terminado por sustituir la experiencia de la lectura de los grandes libros por "una variedad dispersa de asuntos secundarios", como "los estudios sobre las identidades, la teoría abstrusa, la sexualidad, el cine y la cultura popular".

En medio del actual caos de reformas curriculares, han surgido nuevas áreas de estudio y aproximaciones críticas que compiten y se atropellan entre sí, dice Chace. Como respuesta, muchos académicos han decidido defender sus intereses particulares "en lugar de reconciliar sus diferencias y encontrar un fundamento sólido sobre el que apoyarse todos". Este argumento parece retomar en ciertos aspectos las hoy ya clásicas posturas de Allan Bloom en la década de los ochenta. En la primera línea de la introducción a The Closing of the American Mind (traducido al español como El cierre de la mente moderna), Bloom pone en evidencia lo que él considera el mal de la segunda mitad del siglo XX: "casi todos los estudiantes que entran a la universidad creen, o dicen creer, que la verdad es relativa". De acuerdo con Bloom, esta postura resulta a la larga más cómoda para quien la asume, pues lo dispensa de la responsabilidad de buscar un juicio más preciso que le permita corregir sus errores. Al fin y al cabo, la única verdad a priori en el mundo de las verdades relativas es que nadie tiene razón, pues todos los valores son prejuicios. Dice Bloom que si un profesor formula "una de esas preguntas que buscan confrontar a los estudiantes", como por ejemplo: "¿Si usted hubiese sido un administrador inglés en la India, les habría permitido a los nativos bajo su gobierno quemar en el funeral de un hombre muerto a su viuda?", lo más seguro es que permanezcan en silencio o respondan que los británicos nunca debieron colonizar la India. Semejante respuesta no muestra que los jóvenes busquen comprender el proceso colonizador inglés para enjuiciarlo históricamente, sino que se contentan con un rechazo tópico de la colonización en general. La educación recibida no los ha formado para tener un verdadero interés en el pasado de otras naciones, o incluso en el de la suya propia, pues el propósito de la educación actual "no es hacer de los estudiantes eruditos, sino proporcionarles una virtud moral: la apertura de miras (openness)". Así, la educación reciente ha terminado por traicionar los ideales de los padres fundadores de la patria norteamericana, pues en lugar de ocuparse de la formación de sujetos democráticos, se ha ocupado de la formación de una actitud democrática, es decir, una mera postura carente de todo contenido reflexivo y crítico.

La consecuencia más evidente de la openness es, de acuerdo con Bloom, una forma velada de conformismo. "Nuestra apertura de miras significa que no necesitamos a los demás. Así, lo que se promociona como una gran apertura es un gran cierre". Con frecuencia, Bloom ha sido acusado de conservador, e incluso de fascista, por la ironía destructiva con la que critica las posturas de algunos defensores de las minorías étnicas, sociales y económicas. No obstante, su posición política e ideológica es más cercana al liberalismo burgués de los siglos XVIII y XIX que al conservadurismo romántico o a la reacción fascista. Bloom no añora un retorno a las formas tradicionales de producción ni a los lazos comunitarios, así como tampoco aspira a la organización de las masas alrededor de alguna encarnación de la autoridad nacional. Cuando Bloom habla de la nación estadounidense, se refiere a las promesas contenidas en su declaración de independencia y su constitución, que son la cristalización de un contrato social racional. Igualmente, los padres fundadores tienen algo de heroico y ejemplar para él, pero no por ser líderes cuya voluntad hay que seguir ciegamente, sino por su habilidad para encontrar salidas que alivian las contradicciones propias de una nación étnica, social, cultural y económicamente diversa. Así, por ejemplo, el gran defecto del Black Power norteamericano se encuentra, para él, en haber renunciado a los ideales de los movimientos por los derechos civiles de los siglos XIX y XX. Las aspiraciones de estos descansaban en la Declaración de la Independencia y la Constitución: "los negros eran verdaderos estadounidenses al demandar la igualdad que les corresponde en cuanto seres humanos por derecho natural y político". El Black Power, en cambio, partía del supuesto de que la constitución misma era corrupta, y que se había construido para defender la esclavitud: "Su demanda era por la identidad negra, no por derechos universales. Lo importante no eran los derechos, sino el poder. Insistía en el respeto a los negros en cuanto negros, no en cuanto simples seres humanos". Al apelar a la fuerza y desconocer la constitución, el Black Power rompe el contrato racional que vincula a todos los miembros de la nación estadounidense, y por eso representa una amenaza para la democracia.

Este argumento es lógico desde el punto de vista de la democracia liberal que funda la nación estadounidense, pero sus conclusiones son demasiado unilaterales. La tendencia de Bloom a defender ciertos principios universalmente válidos lo conduce con frecuencia a borrar las diferencias específicas. En términos de los movimientos por los derechos civiles, puede decirse que Bloom pasa por alto el que los "simples" seres humanos de los que habla eran (y son todavía) irrespetados en cuanto negros y que por eso son rebajados como seres humanos. Uno de los logros de La ceiba de la memoria de Roberto Burgos Cantor ha consistido, precisamente, en mostrar que la privación de los derechos de los negros africanos durante la esclavitud se manifestaba, en primer lugar, como una privación de su nombre original. Aunque la novela de Burgos está ambientada en Cartagena de Indias y no en los puertos del Sur estadounidense, su reflexión estética tiene también validez para el caso norteamericano. Con la destrucción del nombre, se borra también el pasado cultural, las raíces que los atan a su lugar de origen, a su familia y a sus comunidades, en pocas palabras, a aquello que los constituye como seres humanos "por derecho natural y político". De ese modo, la defensa de su identidad en movimientos como el Black Power estadounidense también supone una defensa de su humanidad. Por otra parte, es un hecho que la asimilación de los esclavos negros al mundo ajeno de los blancos se llevó a cabo por medio no solamente del dominio físico, sino también de sumisión a ciertas formas discursivas que determinan la naturaleza del Estado, como las leyes, los decretos y las cartas de propiedad. En términos marxistas, el dominio material del otro por parte de los colonos también estaba sustentado en una superestructura de textos en los que se cristalizaban ciertos valores dominantes. Por eso, la afirmación de la cultura negra también supone un acto de resistencia y, por lo tanto, de poder. Sin embargo, la traducción inmediata de estas luchas políticas al ámbito académico no deja de ser problemática, en la medida en que los profesores, los investigadores e incluso los escritores que se ocupan de estas cuestiones no son necesariamente representantes de sus propias identidades, y las luchas simbólicas en el campo artístico y cultural no son el reflejo directo de las luchas políticas en la vida pública.

Notar esto no es un acto de elitismo ni el mero indicio de un pensamiento conservador; al contrario, ciertos sectores en la izquierda lo han señalado. n+1 es un magazín neoyorquino que cita con frecuencia a Marx, Benjamin, Adorno, Barthes, Foucault y la vanguardia teórica francesa de la década del sesenta, que apoya abiertamente la protesta social, y que defiende los derechos de los explotados y las minorías. En las páginas editoriales del número 16 (2013), apareció un artículo titulado "Too Much Sociology", en el que los autores denuncian la expansión de ciertas formas de pensamiento sociológico en las humanidades. "Ver el arte como un producto, mera cosa, se ha convertido en el signo de una conciencia liberal buena (opuesta a la del elitista malo)". Hoy parece un hecho evidente en sí mismo que el arte expresa, en primer lugar, las clases y las jerarquías sociales, y solo en segundo lugar contiene fragmentos de valor estético. La sociología de Bourdieu tenía la intención de acabar con ciertos mitos culturales, como el del genio creador o el espacio intocado de las musas, por ejemplo; sin embargo, la expansión y la generalización de la sociología cultural ha desvanecido su impacto crítico. "La sociología ha dejado de ser desmitificadora porque se ha convertido en la manera en que todo mundo piensa", se lee en la nota editorial. Por eso, esta forma de pensamiento sociológico ha desbordado ya las fronteras de las discusiones académicas y parece haber permeado otros campos:

Al escribir a favor de su propia iniciativa de autopublicación, Jeff Bezos dice que "incluso guardianes bienintencionados atrasan la innovación. [...] Autores que habrían podido ser rechazados por los canales de publicación del establecimiento tienen ahora una oportunidad en el mercado. Vean la lista de los bestsellers de Kindle y compárenla con la del New York Times. ¿Cuál es más diversa?". Bezos [...] está adoptando el análisis sociológico del capital cultural y apela a la diversidad para validar el éxito comercial de libros como Cincuenta sombras de Grey, una fantasía, mal escrita, acerca de una mujer que se libera de su libertad moderna por medio de la dominación erótica de un macho rico y poderoso.

El texto de n+1 no es un ataque a la sociología, sino a la forma que ha llegado a tomar cierta sociología de la cultura en la vida pública, a causa del desarrollo de la ideología de la apertura de miras que describe Allan Bloom. "Argumentar que un epifenómeno de una sociedad injusta existe para racionalizar la injusticia de esa sociedad se ha convertido en una maniobra silenciadora, que los sociólogos culturales han perfeccionado hasta el punto de ser invencibles".

La posición de n+1 puede ser reductiva, pues la coincidencia en algunos puntos entre la declaración del director ejecutivo de Amazon y algunos académicos no implica una influencia real de estos sobre aquel. En otras palabras, como decía un lector de la revista que reaccionó agriamente ante la nota editorial, ni siquiera Bourdieu creía que el arte es un simple precipitado de la estructura social, y los sociólogos de la cultura no tienen la culpa de que "algunos productores culturales [...] adopten este punto de vista para lograr su propio ascenso, tomando Las reglas del arte como su versión personal de El príncipe". No obstante, la coincidencia misma es llamativa, pues es más común de lo que se cree. Cabe incluso suponer que la crisis actual de las humanidades se encuentra precisamente en la concurrencia de sus postulados teóricos y las opiniones culturales de quienes detentan el poder político y económico en los tiempos que corren. Kundera captó con agudeza este hecho cuando, en El telón (2005), defendía la obra de Witold Gombrowicz en los siguientes términos:

"Hay que ser absolutamente moderno", escribió Arthur Rimbaud. Unos sesenta años más tarde, Gombrowicz no estaba tan seguro de que eso fuera necesario. [...] Gombrowicz captó en Ferdydurke el giro fundamental que se produjo durante el siglo XX: hasta entonces, la humanidad se dividía en dos, los que defendían el statu quo y los que querían cambiarlo; ahora bien, la aceleración de la Historia tuvo consecuencias: mientras que, antaño, el hombre vivía en el mismo escenario de una sociedad que se transformaba lentamente, llegó el momento en que, de repente, empezó a sentir que la Historia se movía bajo sus pies, como una cinta transportadora: ¡el statu quo se ponía en movimiento! ¡De golpe, estar de acuerdo con el statu quo fue lo mismo que estar de acuerdo con la Historia que se mueve! ¡Al fin, se pudo ser a la vez progresista y conformista, biempensante y rebelde!

Esta postura bienintencionada que se mueve en la dirección de la historia se ha institucionalizado en la segunda mitad del siglo XX. Desde hace tiempo, dice Kundera, todo el mundo quiere andar en el sentido de la historia, y mira con desconfianza al que no se suba satisfecho a la cinta transportadora. Entre ellos están "los colegiales modernos, sus madres, sus padres, así como todos los luchadores contra la pena de muerte y todos los miembros del comité para la protección de los recién nacidos". Pero Kundera también menciona a los políticos -y uno puede agregar a los directores de las grandes corporaciones-, quienes empujan hacia adelante su propio sillón en el sentido de la historia y vuelven su rostro sonriente al público que corre tras ellos y también ríe, pues sabe que "solo el que se alegra de ser moderno es auténticamente moderno". Sin embargo, dice Kundera, en estas circunstancias "una parte de los herederos de Rimbaud" puede llegar a comprender "algo inaudito: hoy, la única modernidad digna de ese nombre es la modernidad antimoderna".

2

En "Sobre la organización interna y externa de los establecimientos científicos superiores en Berlín" (1810), Wilhelm von Humboldt decía que la esencia de la universidad consiste, por un lado, en "unir la ciencia objetiva con la formación subjetiva", y por el otro en "articular la enseñanza escolar ya concluida con el estudio que apenas se inicia bajo la guía propia del estudiante". Según Humboldt, el centro de toda la actividad universitaria es la ciencia (Wissenschaft), entendida como el conocimiento racional en general, cuya aspiración permanente -y siempre inacabada- es la unificación del saber en un ideal. Al mismo tiempo, la universidad se dirige a la "formación armónica de todas las capacidades de los alumnos"; solo así es posible que ellos se orienten por sus propios medios a la adquisición y el desarrollo del ideal. En términos modernos, las dos ramas que definen el quehacer de la universidad de Humboldt son la investigación y la enseñanza, y es eso precisamente lo que la diferencia de otras instituciones, como las academias científicas -en las que se investiga, pero no se enseña- y las escuelas de educación media y técnica -donde se enseña, pero no se investiga-. El modelo de Humboldt concibe la universidad como una institución estatal y no privada, pues solo el Estado es capaz de asegurarle la autonomía necesaria para cumplir con sus fines. Este no debe restringir el desarrollo autónomo de la ciencia por medio de prohibiciones, ni debe hacerle demandas prácticas inmediatas, y en cambio debe garantizar la existencia de un espacio relativamente autónomo, en el que los individuos dedicados a la enseñanza, la investigación y el aprendizaje no sean requeridos por fines externos. Cuando la ciencia y el talento se relegan a "asuntos prácticos", dice Humboldt, ambos se vuelven inútiles para el afianzamiento de la ciencia, y más bien "se dispersan en nociones fragmentarias". Por eso, las universidades no pueden ser instrumentalizadas, pues su autonomía es la condición básica para que puedan buscar el ideal al que aspira el Estado, un ideal que este no puede alcanzar porque debe ocuparse de los fines prácticos del gobierno. Según Humboldt, es preciso cultivar en las universidades "la profunda convicción de que cuando logran su fin último también realizan los fines estatales": los fines de la universidad son tan elevados que, en su realización, "se pueden poner en juego fuerzas y puntos de apoyo muy diferentes de los que el Estado, por sí mismo, es capaz de poner en movimiento".

De acuerdo con Bill Readings en La universidad en ruinas (The University in Ruins, 1996), la idea de universidad de Humboldt "extrae su legitimidad de la cultura, que denota la síntesis de enseñanza e investigación, proceso y producto, historia y razón, filología y crítica, erudición histórica y experiencia estética, la institución y el individuo". Ella constituye así el espacio de una síntesis en la que la revelación de la idea de cultura y el desarrollo de las potencialidades del individuo son una y la misma cosa; el proceso y la meta, el pensamiento y la acción aspiran en ella a una unidad orgánica. Así, las instituciones de educación superior son independientes del Estado, pero cumplen una función indirecta para él: si "la universidad busca encarnar el pensamiento como acción", en este caso, como la aspiración a un ideal, el Estado debe aspirar a "la realización de la acción como pensamiento", el cual se cristaliza en la idea de la nación. Sobre estas bases se define, para Readings, la universidad como institución moderna: "El Estado protege la acción de la universidad; la universidad salvaguarda el pensamiento del Estado. Y cada uno de ellos lucha por la realización de la idea de cultura nacional".

El problema para la universidad contemporánea, sostiene Readings, radica precisamente en que la idea de Estado nación y su proyección en la idea de una cultura nacional han venido desmoronándose, entre otras causas, por la presión de la globalización económica. No se trata, sin embargo, de que el Estado nación desaparezca, sino que "simplemente se hace más y más administrativo, cada vez más incapaz de imponer su voluntad ideológica, es decir, incapaz de imponer su voluntad como el contenido político de los asuntos económicos". La manifestación más evidente de su decadencia es la despolitización de sus miembros y el desarrollo de la sociedad de consumo. El sistema capitalista contemporáneo no les ofrece a los individuos una identidad nacional, sino un sentimiento de pertenencia aparentemente despojado de contenido ideológico y político, "una identidad corporativa en la que ellos participan solamente al precio de volverse operativos" y consumir. Con el ocaso del Estado nación y la transformación de los sujetos en consumidores, sostiene Readings, la universidad pierde la función que la definía como institución moderna. En el modelo de Humboldt, la universidad y la nación "son dos caras de la misma moneda", de modo que al disolverse la segunda, la primera ve deshacerse sus fundamentos. La universidad de finales del siglo XX es, por lo tanto, una institución en ruinas.

Dos décadas después de la publicación del libro de Readings, su hipótesis tiene algo de profético, pues él no anuncia el fin de la universidad, sino su transformación radical. Sobre los fragmentos de una institución caduca que ya no encarna la idea de cultura, ha crecido una organización corporativa que busca integrarse a la economía de mercado. No deja de ser interesante que Coursera, la red con ánimo de lucro líder en educación masiva online, haya ofrecido en el primer semestre de 2014 un curso titulado La globalización de la educación superior y la investigación para la "economía del conocimiento" (Globalizing Higher Education and Research for the "Knowledge Economy"), a cargo de los profesores Kris Olds y Susan Robertson, de las universidades de Wisconsin en Madison (EEUU) y de Bristol en Inglaterra, respectivamente. El hecho de que dos profesores de dos universidades prestigiosas de países distintos hayan podido ofrecer un curso masivo en una plataforma virtual con ánimo de lucro, y que lo hayan tomado simultáneamente miles de alumnos en todo el mundo es sintomático de lo que está ocurriendo en la universidad de hoy. En la introducción a ¿Qué les pasó a las humanidades?, Kernan hablaba en 1997 del paso de la universidad a la demoversidad, y con ello se refería a los efectos de la diversificación de la población estudiantil norteamericana. Olds y Robertson postulan una universidad contemporánea atravesada por intereses económicos de alcance global, vinculada a proyectos y planes regionales que alteran la geopolítica mundial, ávida de captar estudiantes de todas las nacionalidades, de formar redes académicas trasnacionales y de llegar como una marca registrada a los centros urbanos de poder a lo largo y ancho del planeta; se trata, en resumen, de una universidad integrada, como uno de sus actores decisivos, a una economía del conocimiento global.

Varios factores inciden en este cambio, de acuerdo con los profesores de La globalización de la educación superior. En primer lugar, está el aumento y la urbanización creciente de la población mundial. Las ciudades globales, compuestas de millones de habitantes de origen variado, se han convertido en "nodos interconectados de la economía global", a través de los cuales circula la información y el conocimiento. En segundo lugar, agencias intergubernamentales cada vez más consolidadas, como la UNESCO y la OCDE, hacen demandas específicas a los países acerca de la educación y la investigación científica, pues el desarrollo y la reestructuración económica requieren la capacitación de mano de obra altamente calificada, no solo en las economías desarrolladas, sino también en los países emergentes. El tercer aspecto está constituido por los cambios recientes en la tecnología de la información, que permiten la consolidación de redes de conocimiento globalizadas, capaces de conectarse y de intercambiar conocimientos en tiempo real. Los miembros de estas redes, además, pueden comunicarse con más facilidad porque el inglés se ha convertido en la lingua franca de la academia global. Finalmente, un factor determinante en las transformaciones recientes de la educación superior es la influencia cada vez mayor de una ideología orientada hacia el mercado, que no solo impone políticas de austeridad en el gasto público, sino que además fomenta la participación de nuevos actores privados en el sector educativo.

La exportación de la educación superior constituye hoy un sector de la economía altamente rentable para los países. De acuerdo con la OCDE, el número de personas que hacen estudios superiores en el extranjero se ha duplicado a lo largo de la primera década del siglo XXI, y ha llegado a cerca de 4,1 millones en el 2011. Esta movilidad implica ingresos para las universidades, y flujos de dinero en las economías locales por el concepto de transporte, alojamiento y alimentación. Así, por ejemplo, de acuerdo con los cálculos de la asociación de educadores internacionales (NAFSA), los casi novecientos mil estudiantes internacionales y sus familias en universidades y colleges de los Estados Unidos durante el período 2013-2014 "han ayudado a mantener 340.000 empleos, y han contribuido con 26.800 millones de dólares a la economía estadounidense". En una nota preparada para GlobalHigherEd, el blog conjunto de Olds y Robertson, el economista Adolf Stroomberge calcula que, en el 2008, los ingresos de Nueva Zelanda por concepto de exportaciones de la industria educativa fueron de 2.100 millones de dólares, esto es, cuatro veces lo recaudado en 1999. "Muy pocas industrias podrían reivindicar un crecimiento anual promedio del dieciséis por ciento en casi una década", comenta Stroomberge. Un informe de 2009 del Banco de la Reserva de Australia le adjudica a la exportación de servicios educativos un crecimiento promedio anual del 14% desde 1982, de modo que estos ya constituyen el 6% de las exportaciones totales. En el Reino Unido -el segundo mayor exportador de servicios educativos en el mundo, después de los Estados Unidos-, las exportaciones en educación crecieron de 14.100 millones de libras esterlinas en el periodo de 2008-2009, a 17.500 millones en el 2011, es decir, un 24% en menos de tres años. Esto explica los esfuerzos de muchos países por hacer más global su educación superior. Junto a Estados Unidos, Nueva Zelanda, Australia, Inglaterra o Alemania, se podrían considerar los esfuerzos países con niveles de desarrollo tan disímiles como China, Japón, Noruega, Los Emiratos Árabes, Corea del Sur, Indonesia, Taiwán, Brasil, México o Argentina por atraer cada vez más estudiantes extranjeros.

La globalización de las universidades no se limita a la absorción de estudiantes en sus campus tradicionales. Un informe de 2013 del Gobierno Británico afirma que el 75% de los ingresos por exportaciones de educación proviene de estudiantes extranjeros en el Reino Unido, pero también recomienda continuar con los esfuerzos de llevar los servicios educativos a otros países con el fin de hacer más variadas las fuentes de recursos. En el informe señala que, en ese año, ocho universidades británicas tenían ya sede en los Emiratos Árabes -siete de ellas en Dubái-, tres en Malasia, cuatro en China, dos en Singapur, y una en Australia, Ghana y Uzbekistán, respectivamente. Las sucursales internacionales (International Branch Campuses, IBC) son una nueva estrategia comercial de las universidades que está dando, al parecer, excelentes resultados financieros. Los últimos datos del portal Global Higher Education, actualizados en junio de 2015, enumeran 42 sedes internacionales de las universidades británicas, y 182 de las estadounidenses. Australia, China, Francia, India, y hasta México y Brasil tienen instituciones de educación superior que se han comprometido con este negocio, que ha proliferado en los centros urbanos necesitados de mano de obra calificada, y con el capital económico suficiente para invertir en su formación. Esto obliga, según Olds y Robertson, a revisar el lenguaje tradicional que definía las universidades. "¿Cuando una universidad pública se globaliza al montar una sede en Asia, es todavía pública, o privada?". Ante este tipo de situaciones, "debemos avanzar con nuestras imágenes geográficas y sociológicas y pensar en los paisajes -desde los contextos urbanos hasta espacios virtuales nuevos- y las políticas que remodelan las relaciones entre las universidades y los lugares en los que se encuentran." En los términos de Readings, esto significa que la relación tradicional entre la universidad y el Estado ha sido disuelta por las fuerzas del mercado.

Para facilitar el camino de las universidades hacia el logro de sus metas, los estados mismos promueven la globalización -es decir, la "desnacionalización"- de la educación superior de diversas maneras. Por un lado, se integran a sistemas educativos regionales, como el Espacio Europeo de Educación Superior -también conocido como el Espacio de Bolonia-, Mercosur o la Comunidad Andina. Estos proyectos tienen, por lo general, objetivos estratégicos de carácter geopolítico y económico. El Espacio de Bolonia tiene como fin competir con la hegemonía de la academia norteamericana; las redes de colaboración entre Europa y Latinoamérica buscan hacerle contrapeso a la enorme presencia de Estados Unidos en los países latinoamericanos; Mercosur busca crear mecanismos para promover una identidad regional fuerte que reduzca el efecto de las políticas estadounidenses, y que permita la promoción de formas propias de libre comercio. Todos estos proyectos de integración educativa implican que los estados ceden parte de su propia soberanía para lograr la creación de sistemas regionales y no nacionales. Lo mismo ocurre con la adopción de las políticas educativas propuestas por organismos multilaterales, como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o la OCDE. Las recomendaciones de estos se basan, por lo general, en diagnósticos de carácter técnico acerca de las necesidades de cada país, y promueven la visión de la educación como un sector económico cuyo fin es la formación de capital humano competitivo y apto para desempeñarse adecuadamente en los mercados globalizados. La educación es hoy un bien de alcance trasnacional que se negocia en tratados de libre comercio e integración comercial. Por eso está sometida a reglas y políticas que tienen muy poco que ver con los ideales de Humboldt. En palabras de Olds y Robertson, las políticas actuales de internacionalización "refuerzan la idea de que la educación (incluida la educación superior) es un bien transable que debe ser negociado por los ministros de comercio, y no por los ministros de educación".

Otra forma de globalizar la educación superior de un país consiste, curiosamente, en apelar a una idea que, de manera superficial, evoca la cultura nacional. Al no poder imponer ya sus objetivos políticos en las luchas económicas, los gobiernos solo pueden promover la imagen de sus países como destinos académicos atractivos. Olds y Robertson se refieren al caso de Nueva Zelanda, que a finales de 2013 lanzó la "New Zealand Education Brand Story". El concepto central de esta estrategia publicitaria gira en torno a la palabra "nuevo". En el video promocional -que puede verse gratis en internet-, varios jóvenes de diversas nacionalidades hablan, en no más de una frase, de lo que han aprendido en ese país: una estudiante habla de robots, otra de que en Nueva Zelanda una montaña puede ser un salón de clase, otros de la relación amigable entre los profesores y los estudiantes, uno más explica cómo asar vieiras, un joven profesional habla del empleo que consiguió en Ernst & Young, y algunos dicen cosas vagas sobre experiencias nuevas. La cultura nacional, que de acuerdo con Readings sirve de sustento a la vida académica en la universidad moderna, se convierte en un significante vacío y ahistórico que puede resumirse en el eslogan final de la campaña publicitaria: "New Learning. New Experiencies. New Opportunities: Think New". De materiales como este se nutren las ferias educativas, cada vez más frecuentes en los grandes centros urbanos del mundo. Ellas, dicen Olds y Robertson, constituyen "algunos de los lugares más fascinantes" para ver al desnudo el mercado global de la educación en busca de estudiantes: "las salas de exhibición son enormes, y están llenas de funcionarios que representan los gobiernos nacionales, algunas universidades, asociaciones nacionales relevantes, y una industria del sector privado que crece rápidamente alrededor del lucro que pueden extraer de este comercio".

Olds y Robertson son, en general, optimistas frente a estas transformaciones, y las ven como un campo fecundo para nuevas oportunidades. Sin embargo, una visión antimoderna sobre esta modernidad arrasadora puede iluminar aquello que, entre tanto, se ha perdido. De acuerdo con Readings, las humanidades eran un elemento central en la universidad moderna, pues en ellas se realizaba con más claridad el sentido de la cultura nacional. No es casual que en la universidad alemana del siglo XIX haya tenido un papel central la filosofía, y que en la universidad norteamericana lo haya tenido la formación literaria. En la primera, la idea de cultura está ligada a la idea de razón, mientras que la segunda se debate en torno a la definición de un canon universal que sirva como idea articuladora de una cultura nacional. Pero con el ocaso del estado nacional y el vaciamiento del contenido cultural de la universidad, las humanidades también pierden la razón de ser que tenían en el modelo tradicional. Aparentemente, ellas ya no tienen mucho que aportar en la economía globalizada del conocimiento, a excepción de algunas nociones fragmentarias dirigidas al incremento de la producción. En este marco encajan las opiniones de altos funcionarios gubernamentales acerca de la poca "empleabilidad" que generan las humanidades, e incluso del cuestionamiento de la importancia de una cultura nacional para la formación universitaria. Un caso paradigmático fueron las declaraciones de Geneviève Fioraso, ministra de educación superior y de investigación francesa, cuando presentó su proyecto "pragmático" de reforma de la educación superior en marzo de 2013. "Si no autorizamos los cursos en inglés, no atraeremos a los estudiantes de países emergentes, como Corea del Sur e India. Y entonces nos reduciremos a cinco personas sentadas alrededor de una mesa hablando de Proust", decía. "Me encanta Proust" comentaba, pero también dejaba en claro que el papel que tiene la lectura del autor de En busca del tiempo perdido en la era del capital humano y la economía del conocimiento es apenas marginal.

Por otra parte, el vaciamiento de la idea de cultura en el contexto del Estado nación produce, según Readings, un vaciamiento del objeto de las humanidades que afecta su sentido último. Ahora lo único evidente es que nada es evidente en el ámbito de la cultura: ni el valor, ni la calidad estética, ni la prioridad de algunos objetos simbólicos sobre otros. En las condiciones actuales, todo es susceptible de convertirse en cultura y, por lo tanto, cualquier cosa puede devenir objeto de las nuevas humanidades, que muestran una gran inclinación hacia la "apertura de miras" de la que hablaba Allan Bloom. La jerarquización que debe caracterizar toda apropiación cultural es vista inmediatamente como elitismo reaccionario, como incapacidad para aceptar el valor de "lo otro", y las nuevas humanidades en la era de la economía del conocimiento transforman los bienes culturales en reflejos de valores excluyentes o excluidos, según sea el caso: lo clásico, lo canónico, encarnan valores elitistas y antidemocráticos, mientras que lo marginal, lo poco valorado, son la cristalización de identidades excluidas por un sistema antidemocrático. De ese modo, el discurso económico y el discurso académico terminan por coincidir, sin que este último parezca notar que la desmitificación a la que cree someter los bienes culturales ya había sido llevada a cabo con más eficacia por las políticas económicas y las presiones del mercado.

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Paul Valéry decía que ciertas palabras elevadas son como los billetes que pasan de mano en mano: de tanto usarlas en el discurso público, se desgastan, pero nosotros seguimos tercamente atribuyéndoles cierto valor y cierto brillo, aún a pesar de que no son más que piezas de papel arrugadas, rasgadas, y manchadas, que ya no son tan relucientes como lo fueron al salir del banco. Desde hace algunos años, el término excelencia ha venido calando ampliamente en el discurso de los profesores, los investigadores y los administradores académicos. Con una asiduidad que ya resulta sospechosa, se habla, en el diseño de políticas públicas para la educación superior, de investigaciones y grupos de excelencia, universidades y programas académicos de excelencia, y estudiantes y profesores de excelencia. La excelencia permea con facilidad el discurso público porque parece designar un fundamento al que nadie puede oponerse, pues todos la vemos como una meta deseable. No obstante, en su uso contemporáneo el término parece no tener un significado concreto. En su entrada al satírico Bestiario de Bolonia (Bolonia Bestiarium, 2013), Jürgen Paul Schwindt -profesor de la Universidad de Heidelberg- afirma que la excelencia parece haber perdido su sentido latino originario, que denotaba la idea de que algo sobresale en algún aspecto por encima de otros objetos semejantes. La excelencia se aplica hoy a tantas cosas a la vez, sin plantear entre ellas ninguna diferencia, que "se ha convertido en verbum exclamationis, y como concepto no está más arriba de '¡bravo!', '¡qué bárbaro!' o '¡de primera!'". Así, como afirma Bill Readings, "todos los departamentos en la universidad pueden sentirse llamados a buscar la excelencia, pues la aplicabilidad general de esta noción se encuentra en relación directa con su vacuidad".

De acuerdo con Readings, la excelencia se ha convertido en la forma en que las universidades han terminado por adaptarse a su situación ruinosa. Cuando la cultura como concepto central de la universidad moderna ha perdido sentido, cuando ella ya no puede encarnar el ideal al que aspira el Estado nación, apela a un concepto vaciado de contenido como principio justificativo. Además, la excelencia se ajusta con facilidad al discurso dominante de la economía del conocimiento, pues su uso actual proviene del discurso administrativo. La política del "manejo total de la calidad" (Total Quality Managment) se aviene bien con una institución académica que se ve a sí misma como un agente de producción en un mercado competitivo. Las políticas de calidad académica se verifican en indicadores, estándares y criterios cuantitativos que, por lo general, no dicen nada acerca del contenido de lo que se hace en la universidad. La clasificación en los ránquines nacionales e internacionales se determina por factores como la "empleabilidad" de los egresados de una universidad, el número de grupos de investigación, la cantidad de publicaciones y sus índices de citación o el número de premios recibidos por la comunidad académica. Los índices bibliográficos califican y establecen jerarquías entre los "productos" académicos, y se basan en criterios meramente cuantitativos y administrativos: índices de citabilidad, el número de artículos publicados por año, la composición del comité editorial (cierto porcentaje de editores externos, cierta cantidad de miembros extranjeros, etc.). Algo parecido pasa con la evaluación de la calidad de un docente investigador: ya que se privilegian los productos por encima de otros aspectos, es más importante tener cierto número de publicaciones anuales en revistas indexadas que reflexionar sobre los procesos educativos; es mejor participar en eventos internacionales que atender las preguntas de los estudiantes; es más conveniente participar en grupos de investigación interdisciplinarios y con investigadores extranjeros que tratar con profundidad un problema en clase.

Sin necesidad de cuestionar la fragilidad de sus cimientos en la economía de mercado, las instituciones académicas han encontrado en las ideas de excelencia y calidad una razón de ser ilusoria. Además, por carecer de contenido, estas ideas se basan en patrones de medida ajenos a la dimensión cultural y política local, y los patrones de medición pueden ser usados para evaluar cualquier institución académica del mundo. Con ello, por un lado, la excelencia de la nueva universidad encaja en las demandas puramente numéricas de los organismos multilaterales, y se ajusta a las necesidades de integración e intercambio institucional que demanda la educación convertida en servicio. La educación y la investigación se transforman en productos intercambiables en una especie de mercado simbólico global cuya neutralidad parece no ponerse en duda. Las carreras se expresan ahora en sistemas de créditos que permiten la movilidad entre universidades, y el saber circula entre los profesores e investigadores como una mercancía. Por otro lado, la universidad que aspira a la excelencia tiene la ilusión de participar del saber globalizado. A través de los ránquines, una universidad con recursos limitados en cualquier país del tercer mundo, por ejemplo, tiene la ilusión de medirse objetivamente y con los mismos parámetros frente a una universidad de élite del primer mundo, del mismo modo que una publicación en una disciplina cree participar de la sociedad del conocimiento por el hecho de ser indexada en las bases de datos internacionales.

Al apelar a indicadores neutrales para la medición de la excelencia y la calidad, se ha creado el espejismo de que los procesos de medición son también neutrales e inocuos. Richard Münch, sociólogo de la universidad de Bamberg, en Alemania, ha escrito varios libros que se ocupan de las consecuencias de las políticas de excelencia sobre el sistema académico global. De acurdo con Münch, las nuevas políticas de administración pública -lo que se conoce como la New Public Managment, NPM- basan la distribución de recursos en la visibilidad de los productos académicos (el output), y tienen en cuenta cada vez menos las necesidades identificadas por las universidades y los centros de investigación (el input). La adopción de este principio quiebra la autonomía universitaria y académica. Los investigadores, los institutos de investigación, los programas académicos y las universidades han entrado en una dinámica de competencia por el reconocimiento, en la que la excelencia se mide en la productividad y se premia con recursos económicos. Pero, como en el resto de la vida económica, no todos los agentes que han entrado en la competencia por ser excelentes cuentan con las mismas condiciones: algunos tienen ya un reconocimiento global previo, una mayor cantidad de recursos, y una serie de ventajas competitivas enormes. Por supuesto, estos agentes aprovechan estas ventajas para aumentar sus recursos y su reconocimiento, con lo que se forman estructuras monopólicas en las instituciones y las disciplinas. Las instituciones más excelentes usan su prestigio para obtener más recursos, gracias a lo cual continúan aumentando su prestigio. Se crea así un círculo vicioso por el que los que tienen más reciben más, y los que tienen menos reciben cada vez menos. Esto no solo afecta a las universidades, los institutos de investigación y las disciplinas en desventaja, que a la larga tienden a desaparecer, sino que además retrasa los avances incluso de las disciplinas aventajadas, porque la innovación requiere de diversidad.

En el mundo de la excelencia, las humanidades resultan perdedoras, pues para ellas es más difícil alcanzar algún tipo de visibilidad, ya que sus efectos sociales no son tan evidentes como los de la medicina, por ejemplo. Además, en la medida en que la "empleabilidad" de los profesionales en humanidades o artes liberales es más baja que en otras profesiones, los gobiernos basados en el modelo de la NPM castigan con menos recursos a este sector poco productivo. El resultado de este proceso es el sentimiento que expresaba el español Jordi Llovet en un artículo de 2012 para la edición catalana del diario El país: que "la ciencia [...] y la técnica [...] ocupan el lugar central en los planes universitarios de todo el mundo occidental, mientras que las humanidades, con cada vez menos alumnos, han quedado relegadas a un papel residual". Este sentimiento exacerba la oposición entre "las dos culturas", la humanística y la científica, que describió C. P. Snow a finales de los años cincuenta -y que fue alimentada por el affaire Sokal a finales del siglo pasado-. No obstante, es un hecho que las disciplinas científicas y técnicas están sometidas a presiones parecidas, y que dentro de ellas también funcionan los mecanismos de monopolio. Así, por ejemplo, los estados y las empresas privadas invierten más recursos en aquellos proyectos de investigación que ofrecen una mayor visibilidad pública: en el caso de la medicina, es más rentable y prestigioso investigar sobre ciertas enfermedades, como el cáncer o el sida, simplemente porque los medios de comunicación suelen ocuparse más de ellas que de otras igualmente letales.

Por otra parte, las políticas de la excelencia favorecen el monopolio simbólico en el campo académico, pues las instituciones con más reconocimiento terminan por definir las áreas y los horizontes de investigación en las disciplinas. En su libro Capitalismo académico (Akademischer Kapitalismus, 2011), Münch menciona el ejemplo del giro en la teoría económica de las últimas décadas: la primacía de dos o tres institutos de investigación norteamericanos ha llevado a que prácticamente todos los economistas del mundo crean que, si quieren ser reconocidos, deben basarse en los modelos y principios que estas escuelas plantean. Así, se ha reducido enormemente la variedad de perspectivas económicas destacadas, y se han hipertrofiado, por ejemplo, los métodos cuantitativos por encima de las perspectivas políticas, sociales o históricas en la economía académica. Algo parecido ocurre con las áreas humanísticas. El auge de los estudios culturales en los centros de mayor prestigio no solo sirvió de factor de expansión de sus perspectivas en todo el mundo, sino que impuso una forma crucial de división global del trabajo académico. Como lo ha notado el brasileño Fabio Durão en Teoría (literaria) americana (Teoria (literária) americana: uma introdução crítica, 2011), los centros con mayor poder simbólico en el campo de las humanidades se han dedicado a producir la teoría que las instituciones de la periferia aplican, pues aquellos cuentan con una posición global monopólica. El resultado final es un empobrecimiento paulatino de las perspectivas de investigación, una simplificación de los problemas, y una reducción de la creatividad.

Al convertirse en dominante, el nuevo modelo académico global destruye la concepción tradicional de la universidad, que se fundaba en la confluencia de todos los saberes y disciplinas. Los ránquines crean una estratificación entre las instituciones, basada en el dinero y el prestigio. Para no desaparecer, las universidades en desventaja no ven otra alternativa que concentrarse en lo que ellas ven como sus fortalezas, esto es, en aquello que las distingue en la competencia global por el reconocimiento. A menudo, esta distinción descansa sobre unas cuantas disciplinas, sobre algún instituto, sobre algún grupo de investigación, o incluso sobre un investigador particular. Al concentrar sus esfuerzos en estas fortalezas, la universidad, cuyos recursos son ya limitados, abandona progresivamente lo que ella ve como débil, y se ve forzada a estratificar internamente sus departamentos según el dinero y el prestigio, o a especializarse en unas pocas disciplinas. En pocas palabras, no solo a nivel global o nacional, sino al nivel de las instituciones mismas se crean estructuras monopólicas, en detrimento del espíritu universalista y vinculante que debe poseer la universidad. Solo las universidades con mayor capital pueden sobrevivir como universidades íntegras en esta competencia por desbancar a los otros según el principio de la mayor visibilidad. En palabras de Münch, "esto implica el final de la universidad integral como modelo universalmente vinculante para el lugar de la formación y la investigación".

Como puede verse, la actual crisis de las humanidades -y de la universidad en general- es el producto de movimientos telúricos que tienen lugar en la profundidad del sistema académico, pero también el efecto de la acción de pirómanos que, montados en la banda de la historia, llevan a la hoguera todo aquello que se opone a su movimiento hacia adelante. Los artículos, las notas, las traducciones y las reseñas que se presentan en este número de la revista Literatura: teoría, historia, crítica tienen como fin plantear algunos efectos de los cambios recientes en la academia, y también algunas posiciones de principio. Esperamos que contribuya con elementos para el debate sobre el futuro de las humanidades.

William Díaz Villarreal
Editor invitado
Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia