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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

versión impresa ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.17 no.2 Bogotá jul./dic. 2015

https://doi.org/10.15446/lthc.v17n2.51286 

http://dx.doi.org/10.15446/lthc.v17n2.51286

Citas, notas y comentarios

David Jiménez
Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia


1

"Como un firme creyente en la educación liberal, me entristece la eliminación de los departamentos de humanidades y bellas artes", escribe Richard Vedder, director del Center for College Affordability and Productivity. "Además de la importancia de estas disciplinas en el desarrollo de individuos pensantes, que puedan crear una mejor comprensión de la condición humana, una gran cantidad de graduados en humanidades terminan haciendo cosas altamente útiles, incluso evaluadas con estrechos cálculos financieros por parte de aquellos que ven la universidad como una inversión en capital humano". El texto forma parte de un debate sobre las humanidades y sus posibilidades de sobrevivencia en la universidad de hoy, aparecido en las páginas de The New York Times en octubre de 2010. En él participaron, además, personajes destacados de la academia estadounidense como Louis Menand y Martha Nussbaum, entre otros.

Al párrafo transcrito, con sus tristezas y sus declaraciones de fe en las humanidades, sigue otro que contiene las obvias salvedades: los problemas de affordability y productivity, precisamente, en los que es experto el autor. Comienza, cómo no, con la inevitable muletilla: "That said, however". "Esto dicho, sin embargo, si los estudiantes no escogen estos estudios como carrera y la proporción entre el número de estudiantes y la planta docente cae a niveles no razonables, las universidades se verían en la necesidad de redistribuir los recursos entre las áreas de mayor demanda".

No parece que el doliente enamorado de las bellas letras y las bellas artes esté en buena comunicación con el especialista en presupuestos, viabilidad económica y productividad. Tiene que partirse en dos y asignar su papel a cada parte. El lenguaje que alude al objetivo de formar "individuos pensantes que puedan desarrollar una mejor comprensión de la naturaleza humana" entra en conflicto con el lenguaje de la "redistribución de recursos entre las áreas de mayor demanda". No coexisten bien, pero hay que intentar, por lo menos, yuxtaponerlos, para que simulen convivir en una misma declaración. "Nosotros no olvidamos que la universidad es una empresa de pensamiento", parece decir, "pero ustedes no olviden que es también una empresa económica, un negocio que debe administrarse con criterios de rentabilidad".

2

Louis Menand, profesor de literatura en la Universidad de Harvard, autor de The Marketplace of Ideas y colaborador de la revista The New Yorker, sostiene en el mismo debate, sin lamento pero con cierto énfasis de furia contenida: "Habría que tener una visión muy primitiva sobre la finalidad de la educación para creer que en esta no haya lugar para la herencia cultural de la humanidad". Esa "visión muy primitiva" de la educación no es tan rara hoy, ni en Estados Unidos ni en Colombia ni en ninguna parte: es más bien el enfoque dominante desde cuando la educación superior se convirtió en asunto de inversionistas privados con poder para hacer y deshacer, como parece el caso del director del Centro ya mencionado. "¿Qué padre de familia no querría que su hijo o su hija tuviera acceso a la literatura, la filosofía y las artes?", se pregunta Menand. "¿Quién piensa que esos son lujos prescindibles para profesionales educados, en una sociedad avanzada?"

Uno de los colaboradores espontáneos del foro de lectores del debate dio una respuesta indirecta a esas preguntas del profesor Menand con estas fórmulas ya bastante trajinadas pero aún esgrimidas en controversias universitarias: "El argumento clásico de los estudios humanísticos, incluyendo la literatura en lenguas europeas, ha sido que los grandes hombres y mujeres del pasado y las obras literarias que los describieron y las filosofías que propugnaron nos enseñarían cómo vivir hoy una vida socrática autoconsciente. El problema es que ya no creemos en gran parte de lo que nuestros ancestros sostuvieron como lo más preciado. Nuestro pasado es monárquico, racista, expansionista y colonialista". Tales serían las razones para que los padres de hoy, supuestamente, no quisieran que sus hijos estudiaran humanidades. Contra ellas existe todo un pliego de cargos: racismo, colonialismo, sexismo. Otro, más común pero de menos correcta presentación, sería su precaria utilidad en términos económicos. Vedder lo dice sin darle muchas vueltas al asunto: "Las universidades tienen que hacer lo que hacen los negocios exitosos: reinventarse a sí mismas para adecuarse a la demanda". Y Menand no se hace muchas ilusiones: "La razón para cerrar los departamentos de humanidades es, todo el mundo lo sabe, que esa es la única manera de despedir la planta permanente de profesores de tiempo completo" (tenured faculty), demasiado onerosa para la universidad que se mira al espejo de la racionalidad empresarial.

3

Es difícil sostener un diálogo entre posiciones tan lejanas y hostiles. Los mismos títulos de los trabajos universitarios al respecto comienzan ya a reflejar un estado de guerra académica declarada. Por ejemplo, el libro del profesor Toby Miller, Blow Up the Humanities, publicado en 2012 por la Temple University Press, o la obra de autoría colectiva, Faut-il brûler les Humanités et les Sciences humaines et sociales ?, aparecida en 2013 bajo el patrocinio de la Université Paul Valéry Montpellier III. Miller comienza su libro, cuyo título suena a incitación al terrorismo académico contra las humanidades, con esta declaración: "Hay dos clases de humanidades en los Estados Unidos: una es la de las universidades privadas más selectas, donde la burguesía y sus subalternos favorecidos son tutelados. Las llamo humanidades uno porque son venerables y poderosas y tienden a determinar cómo se discute en público el sector. La otra es la de las escuelas públicas que se enfocan más en los prospectos de empleo. Las llamo humanidades dos. Las humanidades uno dominan retóricamente. Las humanidades dos dominan numéricamente". Según el autor, esta división es tanto de clases sociales como de intereses en cuanto a los temas de estudio e investigación: mientras las humanidades uno siguen ocupándose de las disciplinas tradicionales (literatura, historia, filosofía), las humanidades dos se ocupan de la comunicación y los estudios de medios.

Más que una disertación sobre la crisis de las humanidades en los últimos decenios, el libro de Miller parece, sobre todo, un alegato rencoroso contra la civilización occidental, desde la antigüedad griega y romana, por el cúmulo de males que, según él, le ha causado a la humanidad a lo largo de la historia. La tradición cultural de Occidente no ha sido "una buena guía en la búsqueda de vida, libertad y amigos en Facebook", sostiene el autor. Y ahora, cuando las naciones que se enriquecieron con la esclavitud, el imperialismo, la guerra, el colonialismo y el capitalismo se enfrentan al desastre, ¿están respondiendo efectivamente las humanidades por su papel en esta historia de dominación internacional y sus resultados? Miller responde que no. Y culmina ese cuadro de desolación apocalíptica en formato ampliado, con una inesperada reducción cómica: "Nos aislamos al retirarnos a claustros/enclaves de hombres blancos muertos y gente viva de color, mientras el gobierno nos recompensa con recortes de presupuesto".

Una síntesis apretada de las ideas de Miller sobre las humanidades bien podría ser esta: "Esencialmente, las humanidades son instrumentos baratos de enseñanza masiva, que otorgan elevación a la clase dirigente (humanidades uno) y control a las clases media y trabajadora (humanidades dos), a bajo costo". Su prehistoria, también apretada, cabe en dos páginas que se nutren en la Historia de la sexualidad, de Michel Foucault, bajo el imperio de la palabra "masculinidad". Lo que en Foucault es historia de la sexualidad, en Miller se transforma en historia de las humanidades, mediante una sencilla maniobra de sustitución. Esta "genealogía" comienza con la "formación de la masculinidad de élite en las antiguas Grecia y Roma, cuando el deseo cuidadosamente modulado podía ser signo de aptitud para gobernar a otros a través de una juiciosa pero placentera mezcla de austeridad y hedonismo". Rápidas menciones de nombres, seleccionados entre los venerables para los humanistas clásicos, le dan un toque de amena ligereza anecdótica a este pasaje del libro: Aristóteles y Platón favorecían los "flirteos regulares con el exceso", y de Platón hasta su nombre es ya una referencia a "la amplitud de sus hombros marciales" que todavía hoy siguen inspirando a algunos filósofos pop el gusto por el combate. Nuestro autor da, en seguida, un salto brusco, para no alargarse demasiado: "Esta tradición de liderazgo a través del autocontrol continuó con otros pensadores que llegaron a ser sabios del curriculum en Estados Unidos, especialmente de las humanidades uno". Es el mismo autocontrol de los antiguos clásicos, traducido a la cultura angloamericana de hoy como hipermasculinidad, el que se canaliza y convierte en control social y expansión imperialista, previa la inculcación de antivalores elitistas, marciales y etnocéntricos a través de las humanidades. Y ahí se origina la culpa que purgan: su castigo merecido son los recortes de presupuesto y los estudios culturales.

"El viejo mundo, creador de hombres belicosos, no puede reclamar que ha comprendido la quintaesencia de la humanidad a través de una antropología incorrecta, marcada por sus orígenes en la esclavitud, la hipermasculinidad y la filosofía romántica", escribe Miller. Cicatrices históricas semejantes desfiguran también la legitimidad de los grandes libros del canon, "sin importar la raza, el género o la política de sus autores". Una dialéctica defectuosa legitima una y otra vez la autoridad del profesor, asentada en el prestigio de las obras canónicas, con el pretexto de que los alumnos son sujetos éticamente incompletos.

Sin duda, el recurso a los inicios y a las culpas originales es el procedimiento favorito del autor de Blow Up the Humanities. No es historia antigua lo que narra sino mitos de fundación: en esas manchas de los orígenes míticos se basa el juicio sumario contra las así denominadas por él humanidades uno.

No menor es su seguridad cuando anticipa el futuro. Comienza sin ambages: "He aquí el futuro de las humanidades". Su descripción, más deseo que predicción, incluye un conjunto de asignaturas cuyo material proviene de los medios de comunicación: "cómo se hace, circula y se recibe el significado en todos los medios". Los temas de estudio enumerados son: la ciencia, el capital, la ficción, el deporte, las noticias, la historia y la política, "con necesarios enfoques en los negocios, el gobierno, el trabajo y la demografía", con lo cual se rompería el predominio de los "cursos sobre grandes libros" en favor de los "cursos sobre grandes asuntos". Miller pretende contraponer la interdisciplinariedad de su propuesta a un presunto "modelo monástico de conocimiento monográfico de un solo autor" y a la carencia de "trabajo interdisciplinario" de las humanidades uno. Lo que en realidad hace es contrastar un esquema idealizado de su proyecto con una versión caricaturizada de las humanidades, desconociendo lo que éstas significan como disciplinas cuya existencia histórica ha sido larga y meritoria, aunque no indiscutible y unívoca.

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"Obama dijo una vez que él quería que todos en los Estados Unidos fueran a la universidad. Qué snob". Este comentario fue públicamente expresado, durante la campaña presidencial de 2012, por el precandidato republicano Rick Santorum. Lo que dijo en seguida resulta del mayor interés para entender por qué la educación superior o, al menos, las humanidades y las ciencias sociales se han convertido en una especie de enemigo público para un sector significativo del mundo político y de los medios de comunicación: "Hay hombres y mujeres decentes que trabajan duro cada día y ponen a prueba sus destrezas no aprendidas en la universidad ni enseñadas por algún profesor liberal en plan de adoctrinar a sus alumnos. Oh, yo entiendo por qué quiere él que ustedes vayan a la universidad. Lo que quiere es rehacerlos a su imagen. En cambio, lo que yo quiero es crear empleos para que la gente pueda rehacer a sus hijos a su propia imagen, no a la de él".

La polémica no se hizo esperar, y Santorum tuvo que multiplicar las explicaciones sobre lo que quiso decir y sobre lo que parecía esconderse detrás de lo que dijo. En TheHuffington Post apareció una réplica del presidente del Macalester College, Brian Rosenberg, con dos cuestionamientos directos: uno, si de verdad el candidato republicano disponía de argumentos válidos para considerar dañino que cada vez más estudiantes alcanzaran el nivel universitario; y dos, si la opinión del candidato sobre las universidades como centros de adoctrinamiento político de izquierda equivalía a considerarlas una amenaza para la seguridad nacional o si la amenaza era más bien el candidato mismo que manifestaba tal desaprobación contra las universidades como centros de pensamiento en los que todos los puntos de vista civiles y razonables sobre temas importantes podían libremente expresarse y debatirse.

Según el columnista republicano de The New York Times, David Brooks, Santorum ve los problemas de los Estados Unidos como resultado de una guerra cultural entre los conservadores temerosos de Dios y los liberales narcisistas. Su proyecto político sería lograr una nueva síntesis que permita al conservatismo mantener un equilibrio entre el capitalismo como "destrucción creativa" y el sistema de "valores intemporales, morales y religiosos, de la fe judeo-cristiana". Esto explica la aversión de Santorum por los programas de humanidades y de ciencias sociales en las universidades de su país, antros del pensamiento secularizado y encarnaciones del orgullo satánico de los intelectuales. En 2008, Santorum se dirigió a los estudiantes y profesores de Ave Maria University, en Florida, con estas palabras: "Satanás nos ataca a todos y ataca todas nuestras instituciones, pero, en mi opinión, el lugar donde más éxito ha tenido es la academia. Allí, Satanás supo corromperlos por su lado más débil, puesto que son, o se creen, más inteligentes que todos los demás y pueden salir con algo nuevo y diferente cada vez. Persiguen nuevas verdades, niegan la existencia de la Verdad y hacen juegos de ingenio con ella".

Familia, comunidad, religión, moral tradicional han sido ya barridas en casi todos los rincones de la vida contemporánea de los Estados Unidos. Pero la educación superior secularizada no ha sido el factor fundamental en ese proceso: es más un efecto que una causa. El capitalismo creador de abundancia, responsable de convertir al ciudadano medio en un obseso perseguidor de riqueza a cualquier costo, máquina de producir desigualdad y corrupción, con su hipertrofia financiera, sus más recientes desarrollos tecnológicos y su globalización, es también el culpable de la destrucción de la familia tradicional, su religiosidad y su moralidad. Santorum ha sido el representante de esos sectores que quedaron atrás. Él los idealiza y se identifica con ellos. Son los trabajadores manufactureros, gentes de la parte de abajo en la escala social, que aprenden su oficio en la práctica y ocupan en el mercado de trabajo un lugar cada vez más insignificante y cercano al desempleo. Ellos son, para Santorum, los depositarios de las virtudes tradicionales del norteamericano promedio. Con ellos termina esa tradición que él dice echar de menos. Sin embargo, lo que el político les contrapone como la cara opuesta y enemiga no es la élite financiera, por ejemplo, sino la élite intelectual.

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El odio por la intelectualidad académica no es exclusivo de esa secta política. Hay otro segmento de la franja conservadora que odia con igual furor las humanidades y las ciencias sociales, pero no esgrime contra ellas argumentos religiosos o morales sino económicos. En una entrevista publicada en The Herald Tribune, el gobernador de la Florida, Rick Scott, anunció: "Si voy a exigir al ciudadano común más dinero en impuestos para la educación, voy a utilizarlo para crear empleos. Por lo tanto, quiero que ese dinero vaya destinado a títulos profesionales con los que la gente pueda conseguir trabajo en este estado. ¿Es de vital interés para el estado tener más antropólogos? Yo no lo creo".

El mismo gobernador Scott encargó a un grupo de consulta privado la tarea de evaluar el sistema público de educación superior en cuanto a calidad y eficiencia. El presidente de la comisión, profesor de marketing en Florida State University, manifestó que su trabajo era pura economía y negocios aplicados a la educación superior y que el debate se había centrado en el valor relativo de varios programas. El informe sugiere que si la Florida no puede costear con suficiencia su sistema de universidad pública, entonces debería priorizar los programas y títulos que, con base en estadísticas de demanda de mercado, ofrecerían el mayor rendimiento al estado. La firma evaluadora, The Blue Ribbon, da al modelo el nombre de "matrícula diferenciada". La recomendación consiste en mantener congelados los costos de las matrículas para los programas identificados por la legislatura del estado como de "alta-destreza, alto-salario, alta-demanda", mientras se recomienda elevarlas en otros programas como historia, antropología, filosofía.

"La matrícula diferencial surgió de la cuestión real acerca de qué podemos hacer si no hay dinero suficiente para invertir en educación", declaró el presidente de la comisión, Dale Brill, quien se desempeña también como presidente de la Florida Chamber Foundation en la Cámara de Comercio. "Hemos comenzado por preguntarnos con base en qué toman sus decisiones las oficinas de nivel medio de cualquier compañía con respecto a los productos que ofrecen. Y la respuesta no puede ser otra: rendimiento de la inversión".

El senador Don Gaetz, republicano de Florida, advirtió a las universidades que deben reconsiderar sus gastos y orientar el dinero de su presupuesto hacia la ciencia y la tecnología, desviándolo de programas como filosofía o lenguas eslavas. "Cuando el programa número uno en subvenciones y becas es sicología y el número dos es ciencia política, tal vez deberíamos, antes de exigir $100 millones más a los contribuyentes, reorganizar lo que tenemos. De esa manera nos aseguraremos de no estar sacando al mercado egresados con títulos que no significan mucho", opina Gaetz.

Algunos congresistas han propuesto medidas como prohibir a la National Science Foundation financiar investigaciones en ciencias humanas que no sean certificadas como de alta prioridad, esto es, "esenciales para la seguridad o los intereses económicos de los Estados Unidos". El senador republicano de Oklahoma, Tom Coburn, se refirió concretamente a las investigaciones en ciencia política. Una vez aprobada la medida en el senado, Coburn dijo estar "muy complacido por la restricción impuesta a la financiación de proyectos de baja prioridad en ciencia política". Según él, "no hay razón para gastar $251.000 dólares en un estudio sobre las actitudes de los estadounidenses con respecto al senado de los Estados Unidos, cuando los ciudadanos mismos se lo pueden imaginar gratuitamente".

La reacción de la American Political Science Association habla en su comunicado de una "grave intrusión" en la autonomía académica y de una "peligrosa pendiente resbaladiza": "Mientras la investigación en ciencia política es la más inmediatamente afectada, quedan en riesgo las investigaciones en todas las disciplinas financiadas por la NSF. La medida vuelve cualquier investigación científica vulnerable a los caprichos de la presión política".

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Si los criterios para juzgar el valor de las humanidades en la educación superior se reducen a productividad, eficiencia y satisfacción del consumidor, como ocurre con cualquier producto que se ofrece al mercado, es difícil encontrar una objeción contra los que sostienen que es urgente retirarles el apoyo financiero y utilizarlo en campos de estudio más lucrativos o, como se dice con insistencia obsesiva, más directamente ligados al empleo productivo.

La verdad es que la preocupación manifiesta por las humanidades en los niveles directivos tanto del Estado como de la misma universidad pública puede calificarse de nula, sostiene Stanley Fish en su blog de The New York Times. Al menos los rectores y vicerrectores académicos deberían dar siquiera una señal de que entienden la complejidad del problema y asumir una posición pública de defensa, así sea convencional, proclamando su importancia ante los institutos oficiales encargados de la política de educación superior cuando estos desconocen no ya el valor sino la existencia misma de este campo de estudios.

Hubo mejores tiempos en los que la justificación de las humanidades era innecesaria porque se consideraba evidente. "Una universidad era ante todo un lugar para la educación del carácter, para la formación de los hábitos morales e intelectuales que juntos forman la base para vivir la mejor vida posible", escribe Anthony Kronman en un libro reciente, titulado Education's End: Why Our Colleges and Universities Have Given Up on the Meaning of Life. Se suponía que la realización de esta meta requería una inmersión en los grandes textos de la literatura, la filosofía y la historia, incluyendo su memorización, pues "aprender de memoria un texto es fijar en la mente la imagen y ejemplo del autor y su argumento". Kronman es profesor de derecho y fue decano de la School of Law de Yale. Su defensa de las humanidades, como se evidencia en las citas, puede sonar bastante anacrónica. Para él, solo las humanidades pueden enfrentar la "crisis del espíritu" que hoy sufrimos y "restaurar el asombro que siempre experimentan aquellos que han vislumbrado la condición humana". Kronman insiste en que el método propio de las humanidades para lograr tal "vislumbre" es exponer a los estudiantes a un conjunto de textos que expresen con inigualable poder "una cantidad de respuestas en contienda" a esta cuestión. Un "humanismo secular", no dogmático, en el que los estudiantes se sientan alentados a "considerar, de diferentes alternativas, las que más se acerquen a su propio desarrollo del sentido del yo". Pero no se trata solo del crecimiento del yo y de los diferentes modos de vida, experiencias, valores e ideas propuestos por los autores estudiados, sino también de "poner en cuestión las creencias y prejuicios de la vida moral y política" y "traer lo oculto a la luz pública".

Stanley Fish, quien reseñó el libro en enero de 2008, comenta que la de Kronman es una justificación de las humanidades que no recurre ni al idealismo forzado ni al determinismo del empleo. Es una "estimulante visión" que ofrece "la más elevada recompensa" a sus lectores. Sin embargo, la promesa de experimentar "una forma de inmortalidad" y alcanzar "una posición inmune a los poderes corruptores del tiempo" para aquellos que entran en conversación con los grandes autores de la tradición occidental se tropieza con el escepticismo de Fish, profesor de literatura y de derecho en la School of Law de Yale, ya retirado (y a tiempo, agrega él). A las dos preguntas: "¿Nos ennoblecen las humanidades?", "¿Tienen por misión salvarnos?", su respuesta es no. "Los profesores de literatura y filosofía son competentes en un tema, no en un sacerdocio". Salvar no está dentro de sus objetivos pedagógicos, así como tampoco está el de conseguir fondos para la universidad o empleo para los egresados. "¿Qué hacen los profesores de humanidades?" Fish responde: "nada", si por "hacer" se entiende producir efectos prácticos sobre el mundo. Y si no provocan efectos prácticos sobre el mundo, entonces tampoco pueden justificarse, excepto en relación con el placer que proporcionan a aquellos que las disfrutan. En esta respuesta, con todos sus recortes y limitaciones, consiste el honor de las humanidades, según Fish. Cualquier otra justificación, por la vía de los efectos que produce, equivaldría a conferirles un valor desde fuera, desde una perspectiva ajena a su propio desempeño. "Una actividad que no puede justificarse es una actividad que rehúsa considerarse a sí misma como instrumental con respecto a otro bien mayor. Las humanidades son su propio bien".

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"Lo que resulta tan difícil en estos días es encontrarnos bajo presión para describir y defender una serie de proposiciones y creencias que durante tanto tiempo hemos tomado por evidentemente verdaderas y cuyo valor informa nuestras prácticas diarias y el más amplio sentido de vocación", escribe Judith Butler, reconocida pensadora feminista y profesora de literatura en Berkeley y en Columbia University, en su ensayo "Ordinary, Incredulous". "Lo agobiante", agrega, "es tratar de mostrar que el compromiso en la vida pública está estrechamente ligado desde el principio con los fundamentos de una educación humanística que se plantea cómo aprendemos a pensar, a trabajar con el lenguaje y las imágenes, y a leer, a dar sentido, a intervenir, a separar, a formular juicios evaluativos e, incluso, a rehacer el mundo". Según Butler, se ha vuelto muy complicado hablar y ser escuchado, pues lo antes obvio es ahora cuestionado bajo nuevos parámetros de valor: "A veces me cuesta creer cómo estaba de equivocada cuando pensaba que el valor público de estas actividades era tan obvio que difícilmente necesitaba defensa".

El daño que se ha hecho a las humanidades y las artes en la universidad es de tal magnitud que obliga a preguntarse: ¿Qué clase de valores son los que guían y autorizan a los administradores para atreverse a decidir no solo los recortes de presupuesto sino las nuevas medidas de evaluación y, por lo tanto, el contenido mismo de los programas? La respuesta lleva a humanistas como Butler a hacer pública declaración de incredulidad: no es posible que se esté dando un proceso de destrucción tan profundo en nombre de valores supuestamente indiscutibles, y en el fondo tan cuestionables, como demanda y rentabilidad de las disciplinas, adiestramiento en habilidades comercializables, eficiencia administrativa, capital humano, empleabilidad, competitividad, productividad. Todo un nuevo régimen de valores, una ortodoxia tan rígida como la de los Santorum y que profesa el mismo anti-intelectualismo cerrado, con la diferencia de que su iglesia ya no es la del Tea Party sino la sagrada congregación de las finanzas.

Butler hace un listado de los distintos tipos de argumentos con los que hoy se sale en defensa de las humanidades. El primero es el del valor intrínseco, defendido por Fish. El problema con este argumento es que vale para los que ya creen, pero tiene que ser demostrado para los que no lo reconocen. Y más problemático aun: el argumento tiene que ser formulado en el lenguaje de los que no lo aceptan y deben ser persuadidos. Pero ese lenguaje ha sido configurado precisamente para no reconocer el tipo de valores del humanismo, un lenguaje en el que no existe el léxico para hablar de humanidades, omisión que las condena al olvido. Una segunda posición, muy cercana a la del valor intrínseco, es la que sostiene que las humanidades son inútiles y deben defenderse como tales. Las humanidades son en sí mismas una crítica a la instrumentalidad.

Opuesta a las dos anteriores es la que arguye que las humanidades deben adaptarse a formas contemporáneas de instrumentalidad y encontrar maneras de traducir lo que se hace en este campo a las medidas particulares del valor instrumental. Geoffrey Harpham, adelantado de este tipo de defensa por la vía de la adaptación, asegura que ya no es posible simplemente "insistir en que el conocimiento solo es digno de su nombre si se persigue como un fin en sí mismo y que la educación en humanidades se contamina cuando se subordina a justificaciones utilitarias". Es necesario, según él, demostrar que las humanidades pueden desarrollar en los estudiantes habilidades útiles para la vida económica o indispensables para la vida pública y la formación del ciudadano. "En todo caso, no podemos darnos el lujo de seguir entendiendo nuestra vocación como una forma de pureza".

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Butler cuenta una anécdota tan divertida como aleccionadora con respecto a la consigna de adaptarse y tratar de traducir, o reducir, la lengua de las humanidades a la lengua de los fines útiles. Una colega del Reino Unido propuso al Arts and Humanities Research Council, para su financiación, una conferencia que se enfocaría en los varios significados del término monarquía para los países europeos en los tiempos actuales. La propuesta fue rechazada y la razón esgrimida fue que no lograba demostrar "impacto". Cuando preguntó qué quería decir "impacto" para el caso de su conferencia, los administradores de las becas le dijeron que ella tendría que haber mostrado que los resultados de tal conferencia serían aplicables a la política contemporánea. En efecto, la página web de la institución dice explícitamente que "impacto" se refiere a la "demostrable contribución que la investigación de excelencia hace a la sociedad y a la economía", y añade que esa "contribución" puede medirse demostrando cómo el conocimiento generado puede "transferirse" a individuos y comunidades fuera de la academia. En su respuesta, la investigadora sugirió que la conferencia podría contribuir a la caída de las monarquías sobrevivientes en Europa. Pero sus potenciales financiadores no quedaron encantados con la respuesta y hasta ahí llegó el proyecto.

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"Podemos muy bien pensar que debemos conformarnos a los estándares implícitos en la demanda misma con el fin de ofrecer una respuesta satisfactoria y recibir la financiación que necesitamos, ya sean asignaciones locales, becas del gobierno o fondos privados. Sin embargo, si nos ajustamos demasiado bien, demasiado perfectamente, corremos el riesgo de renunciar a una de las más importantes tareas de las humanidades, esto es, pensar críticamente acerca de los modos de medir y los esquemas de evaluación, para descifrar cuáles se justifican, cuáles se adaptan realmente a sus objetos", escribe Butler. Obligadas a demostrar su validez actual en un momento histórico en el que concurren diferentes y rivales esquemas de valoración, entre los cuales algunos profesan que el valor no es susceptible de medida y otros sostienen que todo lo real es medible, la salida fácil puede ser el conformismo: la pugna por la financiación más lucrativa hasta descubrir que a medida que la bolsa ha crecido, el supuesto objeto de la financiación se ha esfumado. Sin embargo, queda la disculpa: "no había otra manera". Butler responde: "Si decidimos que no había otro camino y forzamos las humanidades para que se adapten a modelos que desconocen o extirpan su valor, en ese punto tenemos que detenernos y preguntar qué es lo que realmente estamos financiando, y a qué costo, y cómo se relaciona esto con el ideal que queremos preservar y animar".

Los conservadores culpan a cierta presunta izquierda de haber ideologizado las humanidades y las ciencias sociales, y de haber convertido el campo académico en un espacio para hacer proselitismo político. Roger Kimball, director de la muy afamada revista cultural The New Criterion, dijo en una entrevista: "A la universidad como institución se le confió la tarea de preservar y transmitir 'lo mejor que ha sido pensado y conocido', pero desde los sesentas, se ha convertido en un refugio para el activismo político radical. Con pocas excepciones, nuestras más prestigiosas universidades han instalado entero el menú radical en el centro del curriculum de las humanidades. Cada interés especial (women's studies, black studies, gay studies) y cada nueva moda interpretativa (deconstrucción, post-estructuralismo) ha encontrado su bienvenida en la academia, mientras el curriculum tradicional de las humanidades y sus maneras propias de exploración intelectual son injuriadas como racistas, sexistas o simplemente reaccionarias". Kimball asegura que el problema, para él, no es la orientación política de izquierda o derecha sino la politización de la vida intelectual en la academia y el adoctrinamiento en las aulas. Su propuesta no es reemplazar una orientación por otra o balancearlas, sino despolitizar las humanidades y favorecer los estándares intelectuales, no los políticos.

Podría discutirse hasta dónde la despolitización sea la fórmula. Ya es bastante claro, por ejemplo, que la guerra ideológica contra lo que llama Kimball "el menú radical" es política, y se vale de las finanzas y la administración, no del debate intelectual, para destruir al enemigo. Sin embargo, es la misma Judith Butler quien propone distinguir esos ataques de los propiamente intelectuales, provenientes de una derecha pensante como la que representa la revista The New Criterion. "Lo que se ha vuelto bastante confuso", escribe Butler, "es que aquellos que desestiman el valor de las humanidades con frecuencia se presentan a sí mismos como innovadores que pelean contra fuerzas recalcitrantes y herméticas dentro de la universidad. Es un momento extraño en que los conservadores de viejo cuño se unen con sus enemigos de otra época en la izquierda crítica". La escritora, reconocidamente de izquierda, se pregunta qué pasó para que llegara ese momento en que habría de sentirse conservadora dentro de ciertos marcos culturales de referencia. Sin embargo, se trata de una experiencia no tan rara hoy en día, y sucede con frecuencia en el marco de referencia académico de las humanidades. Las amenazas que se ciernen sobre ellas vienen no solo de burócratas neoliberales y de una derecha extrema con poder político, sino de una academia presuntamente de izquierda, dogmática y sectaria a rabiar, que prohíbe autoritariamente los temas literarios en los cursos mismos de literatura, con argumentos tan razonables como que "Proust ya pasó de moda", o de profesores que no permiten a los estudiantes hacer trabajos sobre los clásicos porque eso, según dicen, "no está dentro de mis intereses".

"Vacilando entre sentirme como una loca izquierdista y una conservadora, me veo a mí misma en resistencia contra esa versión de 'lo nuevo', advirtiendo que tales propuestas están llegando lentamente a monopolizar ciertos términos: 'creativo', por ejemplo, en expresiones como 'soluciones creativas' e, incluso, 'el futuro'. Quisiera prevenir una pérdida que para mí es demasiado grande para soportarla. Y a veces pienso que sería muy afortunada si pudiera dejar este mundo antes de tener que presenciar la destrucción total de las humanidades", concluye Butler, con una nota de melancolía que le sienta muy bien a su texto teórico.

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The New Criterion, según su director, Roger Kimball, es una publicación modernista en su posición cultural y conservadora en política. Su modelo viene de la revista The Criterion, publicada por T. S. Eliot en Inglaterra, entre 1922 y 1939. Por modernista entiende Kimball no una particular afiliación a una escuela o a un partido sino más bien la seriedad para asumir las responsabilidades estéticas y morales de la crítica. Según él, se trata de una revista excepcional en este aspecto: es, al mismo tiempo, una seria reflexión sobre los monumentos del pasado cultural y una divertida y perceptiva mirada crítica sobre la cultura contemporánea.

"Creo que las artes funcionan como un buen barómetro para medir la salud de una cultura", afirma. "Ellas reflejan los miedos, las obsesiones, las aspiraciones y las ambiciones de un momento cultural". Un par de palabras, "transgresor" y "desafiante", por ejemplo, permitirían un diagnóstico sobre el arte y las actitudes de los artistas de hoy con respecto a la tradición. Ellas pertenecen al vocabulario de la crítica moderna y se usan para distinguir, con el más alto elogio, las obras de arte que no se atienen a las normas del pasado. Kimball, como crítico cultural conservador, anota que el arte contemporáneo es casi siempre "más corrosivo que afirmativo" y se pone en "actitud de antagonista" con respecto a las ambiciones estéticas, morales y culturales de nuestra tradición.

Las fórmulas preferidas de un conservador como él, las que repite sin cesar y constituyen el fundamento de toda su concepción estética y filosófica son: "nuestro compromiso no es con lo nuevo sino con lo verdadero", "la tradición es una fuente de posibilidades, no una parálisis", "la belleza y el placer son partes esenciales de la vida del arte", "lo que importa no es lo último sino lo permanente". La actitud contemplativa frente al arte, en contraposición a la actitud distraída del que participa en el espectáculo postmoderno, es otra insistencia: el arte verdadero es silencioso. "Las cosas permanentes pueden ser nuevas o pueden ser viejas, pero su relevancia no se mide por el ruido que producen sino por los silencios que inspiran". En últimas, su posición frente a la cultura es religiosa. Para él, en la verdad y la tradición está el secreto del arte y del pensamiento. De ahí proviene también su autenticidad: de la religión, dice Kimball, o al menos del reconocimiento de alguna fuente de trascendencia. Y, en su caso, de una ortodoxia: el catolicismo tradicional tomista. "Si tuviese que describir mi orientación filosófica general, supongo que diría que soy un tomista aristotélico" y que "mis convicciones han sido esenciales en la formación de mi visión acerca de la cultura".

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Kimball comienza su ensayo "Experiments Against Reality" con un epígrafe tomado de Richard Rorty: "No encuentro mucha utilidad a nociones como 'valor objetivo' y 'verdad objetiva'". E inicia el primer párrafo de su texto con una cita de Ernst Robert Curtius, del prólogo a la traducción inglesa de Literatura europea y Edad Media latina, con obvia intención de contraste: "Mi libro", dice Curtius, "no es el producto de puros intereses académicos. Surgió de la inquietud por la preservación de la cultura occidental. Busca servir a la comprensión de la tradición cultural de Occidente tal como se manifiesta en la literatura. Intenta iluminar la unidad de esa tradición". Según Kimball, no sería fácil encontrar un pasaje más en desacuerdo, en tono y sustancia, con las sensibilidades que dominan el paisaje cultural de hoy. La sola idea de preservar el legado occidental es atacada desde casi todos los flancos y exaspera a una parte considerable de la academia todavía conocida bajo el nombre de "humanidades". En cuanto a Rorty, la acusación de Kimball se basa en el entusiasmo con que el filósofo acoge la consigna de Nietzsche de renunciar al conocimiento de la verdad, fundamento de la tradición y del arte tanto como de la filosofía.

Con frecuencia se ha insistido en que el canon de las grandes obras requiere, para su justificación, un fundamento metafísico en valores eternos, como lo reclaman Kimball y, en general, la ortodoxia conservadora tradicional. Rorty lo llama "platonismo" y lo define, en "The Inspirational Value", como "la idea de que todas las grandes obras de la literatura, en últimas, dicen lo mismo. Son grandes precisamente porque inculcan siempre los mismos eternos valores humanísticos y nos recuerdan los mismos rasgos inmutables de la experiencia humana". Para Rorty, lo mejor es descargar al canon de su peso metafísico y deshacerse de los presupuestos trascendentes, sin por eso descartar la esperanza. El filósofo juega con la fantasía de una "religión de la literatura, en la que las obras de la imaginación secular reemplazarían la Escritura como fuente principal de inspiración y esperanza para cada nueva generación". En su concepto, es necesario admitir de buen grado que los cánones son temporales. Pero esto no tiene por qué llevarnos a descartar la idea de grandeza. La fórmula que propone es: "Las grandes obras de la literatura son grandes porque han inspirado a muchos lectores, no han inspirado a muchos lectores porque sean grandes". Es la salida del "funcionalismo pragmatista", la mejor respuesta posible, según Rorty, al esencialismo platónico: "Mientras los esencialistas toman el estatus canónico como indicador de la presencia de un vínculo con la verdad eterna, los funcionalistas aceptan que el estatus canónico es tan mutable como las condiciones históricas y personales de los lectores".

Rorty cuenta a Harold Bloom entre los funcionalistas, esto es, entre aquellos que piensan que la literatura y el canon nada tienen que ver con la eternidad y la estabilidad, y todo que ver con el futuro y la esperanza. Inspirado por Bloom, Rorty se pone de parte de los inspirados. Para él, son "Marx, Whitman y Dewey los utópicos románticos que profetizaron un futuro humano no pensado según los moldes del pasado ni de la eternidad". Atribuir a algunas obras literarias cierto poder de inspirar, eso que el título del texto llama "inspirational value", significa que "esas obras hacen pensar a sus lectores que hay en esta vida mucho más de lo que ellos han alcanzado a imaginar". Es un valor que no se produce por las operaciones de un método, una ciencia, una disciplina o una profesión. Cuando se considera que la obra literaria es efecto de un mecanismo cultural que puede desmontarse por análisis, el valor inspiracional desaparece. Se puede obtener así conocimiento pero no esperanza y transformación del yo. El conocimiento pone la obra en un contexto familiar y la relaciona con cosas ya sabidas. Aunque en todas las disciplinas son necesarias las dos tendencias, según Rorty, la profesionalización y la academización favorecen los talentos para el análisis y descalifican la imaginación. Poner los textos literarios en contextos o acomodarlos en marcos teóricos son habilidades que se prefieren a la celebración de la originalidad. El entusiasmo queda aplastado por la pedantería seca y sardónica.

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En Ruido de fondo, novela del gran escritor norteamericano Don DeLillo, hay un diálogo entre dos profesores de la facultad de humanidades en alguna universidad de provincia de Estados Unidos: uno es el director del departamento de estudios sobre Hitler, el otro se ocupa en un proyecto para crear el departamento de estudios sobre Elvis Presley. El segundo, recién llegado a la universidad, dice, un poco alarmado: "Comprendo la música, comprendo las películas, comprendo incluso hasta qué punto las tiras cómicas pueden revelarnos cosas, pero aquí hay profesores hechos y derechos que no leen otra cosa que los envases de cereales para el desayuno". La respuesta de su colega más experimentado es brillante: "Ellos son nuestra vanguardia, la única con que contamos". Nuestra vanguardia, los que van adelante y marcan el sendero hacia el futuro. Los estudios sobre Hitler, por supuesto, no se ocupan de la ideología nacional socialista o de temas históricos o políticos relacionados con el nazismo: se enfocan en Hitler como icono de la cultura de medios masivos, par de Elvis.

Setenta páginas más adelante se transcribe una charla académica entre los dos mismos profesores, ante un auditorio de estudiantes. La conversación transcurre en estos términos: -"¿Sabía su madre que Elvis moriría joven?". -"Hitler adoraba a su madre". -"A Elvis y a Gladys les gustaba besarse y acariciarse. Durmieron en la misma cama hasta que él comenzó a ser físicamente maduro. Constantemente hablaban entre sí con lenguaje de bebé". -"Hitler era un chiquillo perezoso. Sus notas estaban llenas de suspensos. Pero Klara lo quería, lo mimaba, le proporcionaba la atención que su padre no le dio. Era una mujer callada, modesta y religiosa, a la vez que una buena cocinera y ama de casa". -"Gladys acompañaba a Elvis al colegio todos los días y luego iba a recogerlo. Lo defendía en las peleas callejeras, y le soltaba un sopapo a cualquier chiquillo que intentara pegarle", etc. Son nuestra vanguardia, sin duda. Sin embargo, la novela de DeLillo apareció en 1985. La vanguardia debe haber avanzado mucho desde entonces.

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Otro libro, esta vez un ensayo sobre la universidad actual, El saldo del espíritu, del escritor y docente español Antonio Valdecantos, contiene al final una serie de cartas de un profesor de humanidades a un destinatario ficticio, "Diez cartas sobre valores, cultura y capitalismo", donde se encuentra la siguiente anotación: "Aprovechando la intimidad de esta correspondencia nuestra, le participaré mi convencimiento de que no pocos de mis colegas se encontrarían mucho más a gusto en cualquier otro oficio (se aburren como ostras -no hay más que verlos- y hace mucho que perdieron todo interés en lo que enseñan), de modo que estas modernizaciones les vienen muy bien para disfrutar de algo que tiene todas las ventajas de un cambio de profesión sin ninguno de sus inconvenientes". Las modernizaciones aludidas tienen relación con las que satiriza DeLillo y con otras similares, que pretenden ocupar los espacios que dejarían vacíos las disciplinas humanísticas tras su derrota en la universidad. No obstante, Valdecantos aclara que su posición nada tiene que ver con nostalgias del pasado y tradiciones perdidas. Según él, los efectos propios de un serio estudio de la literatura o la filosofía serían más bien de indisciplina y desorden que de intentar restaurar un orden perdido.

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¿Cuál es la relación entre la universidad de hoy y la cultura? Bill Readings, en su famosa obra The University in Ruins, responde: "ninguna". Desde las primeras páginas, el autor formula como objetivo de su trabajo "argumentar cómo puede replantearse la universidad en un momento en que la educación liberal ha perdido su centro de organización, esto es, la idea de cultura como el objeto, el origen al mismo tiempo que la meta, de las ciencias humanas".

Readings recuerda su experiencia como joven profesor en la Syracuse University, una institución cuya ambición explícita era orientarse por entero hacia el mercado, noción que las directivas llamaron "La Búsqueda de la Excelencia". El entonces rector caracterizaba su universidad como "un establecimiento agresivo que se configura a sí mismo sobre el modelo de la corporación, en lugar de adherir al modelo de los muros cubiertos de hiedra" (en alusión a las tradicionales universidades de élite conocidas como Ivy League). Fue también por esos años cuando la administración ordenó suprimir en documentos y correspondencia oficiales el sello académico tradicional con su lema latino y adoptar un logo de empresa.

Un caso curioso, no tan tristemente célebre como el de Syracuse, fue el de la rectora del University College de Cape Breton en Nueva Escocia, quien se refirió a la universidad como una "industria integrada", dentro de un ingenioso marco de explicación que refraseaba (o parodiaba) a Humboldt en su concepción de la universidad alemana como articulación de enseñanza e investigación. Según Readings, Humboldt concebía la universidad como una fusión de proceso y producto: producía el conocimiento de la cultura (en la investigación) e inculcaba la cultura como un proceso de aprendizaje (en la enseñanza). La versión de la rectora retoma esta doble articulación y la pone al día. Según ella, la universidad como espacio para el "desarrollo del recurso humano" produce empleos (a través de la investigación) y provee adiestramiento para el empleo (en la enseñanza). Con sorprendente audacia, preserva la articulación estructural de enseñanza e investigación de Humboldt mientras la transfiere a un nuevo campo: el "desarrollo de recursos humanos para el mercado" como sustituto de la cultura nacional.

La tesis principal que se sustenta en The Universityin Ruins, según su autor, es la siguiente: "Puesto que el Estado-nación ya no es la instancia primaria de la reproducción de los capitales globales, la 'cultura', como la contraparte simbólica y política del proyecto de integración perseguido por el Estado-nación, ha perdido su valor. El Estado-nación y la noción moderna de cultura surgieron juntos y están dejando de ser al mismo tiempo esenciales para una economía global crecientemente transnacional. Este cambio tiene graves implicaciones para la universidad, que ha sido históricamente la institución primaria de la cultura nacional en el moderno Estado-nación". Entre las más sustanciales está el surgimiento de la retórica de la "excelencia" que viene a desplazar los anteriores atractivos de la idea de cultura como el lenguaje en el cual había buscado hasta ahora explicarse a sí misma y a los otros.

En el mismo contexto se ocupa Readings de los estudios culturales: "Más que significar una amenaza, los análisis ejecutados por los estudios culturales corren el riesgo de convertirse en nuevas oportunidades de marketing para el sistema". Aparecen como ensayos académicos, pero la dignidad que adquieren no es la de una auténtica alternativa al sistema de mercado sino una forma de acceso al estatus de mercancía. La crítica cultural depende de un supuesto: que la cultura objeto de análisis esté organizada en términos de verdad o falsedad y no en términos de actuación exitosa o fracasada. Adorno, citado por Readings, ya había escrito en "Crítica cultural y sociedad" que el problema de la crítica frente a la cultura contemporánea consiste en que esta ya ha abandonado por completo toda pretensión ideológica y por ello mismo la crítica de la cultura como ideología se ha vuelto obsoleta. "La cultura ya no esconde nada", dice Adorno, no tiene ningún trasfondo, "no hay ya nada que la crítica cultural pueda encontrar en ella". Esa "transparencia", sin embargo, no la ha hecho "más honesta sino más vulgar".

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La gran mayoría de los que hoy hablan acerca de la universidad adoptan, según Readings, una de estas dos posiciones: o bien la de los lamentos nostálgicos por la desaparecida universidad de la cultura, instituida por Humboldt, que aspiraba a la síntesis de enseñanza e investigación, historia y razón, filología y crítica, erudición histórica y experiencia estética, institución e individuo, y cuya legitimidad arraigaba en la cultura; o bien las demandas tecnocráticas que exigen a la universidad abrazar de una vez por todas su identidad corporativa y centrarse en la meta de volverse más eficiente y más productiva.

De las tres funciones que todavía se invocan en la universidad contemporánea -docencia, investigación y administración- es esta última la que más rápidamente ha expandido su campo de acción y sus finanzas. Esta expansión es síntoma de que el contrato idealista entre enseñanza e investigación se ha roto. "En la universidad de excelencia", dice Readings, "un principio general de administración reemplaza la dialéctica de enseñanza e investigación, de manera que estas, como aspectos de la vida profesional, se subsumen bajo la administración".

El punto de vista del mundo empresarial sobre las universidades parece muy claro: son instituciones que no se comportan racionalmente ni en la evaluación de cursos e investigaciones ni en la asignación de fondos de financiación. La idea de un nuevo estilo de manejo administrativo consiste, ante todo, en que el rector se convierta en una especie de CEO (Chief Executive Officer) de una corporación y que la universidad entre en un proceso de racionalización por el que ya pasaron todas las empresas capitalistas y al que todavía se niegan algunas instituciones de educación superior. Aquellos proyectos y programas que no se adapten a esta exigencia quedarían por fuera del puerto seguro de la legitimación, en palabras del investigador alemán Peter Uwe Hohendahl. "Si las exigencias de reducción de costos y eficiencia se aplicaran exclusivamente a los problemas administrativos en sentido estricto, podrían considerarse como un cambio menor en el desarrollo reciente. Pero este no parece ser el caso. Por lo menos tendencialmente, el nuevo enfoque se está extendiendo a cuestiones de fondo de la investigación, a su organización, a la definición de sus objetivos y a la mentalidad de los académicos involucrados", sostiene Hohendahl. Una concepción que viene de mentalidades externas y ajenas a la autocomprensión de la comunidad científica aspira a definir las metas y tareas de la investigación en la universidad, y ya ha avanzado gran parte del camino en esa dirección.

La tesis de Hohendahl al respecto reza así: "La disminución del financiamiento estatal en los años recientes ha forzado a las universidades de investigación, públicas y privadas, a resituarse a sí mismas frente al sector privado, no solo en lo relativo al financiamiento sino en términos de su propia misión". Las universidades han roto con su larga tradición de autonomía, y sus científicos e ingenieros han comenzado a participar en proyectos empresariales, con la bendición de las instituciones académicas a que pertenecen, ávidas de alianzas con la industria privada. Por supuesto, tales alianzas cambian el enfoque de la investigación y la someten a evaluaciones en términos de su valor de mercado.

La participación directa de la universidad en empresas y mercados del capitalismo plantea nuevos problemas de legitimación. "El estatus especial de las universidades en la esfera pública", sostiene Hohendahl, "se basaba en su autonomía y en su servicio público. ¿Puede mantenerse este supuesto cuando la universidad se ha convertido en una empresa comercial?" La naturaleza misma de la investigación tiene que cambiar cuando su entorno se ve cada vez más determinado por consideraciones de lucro. El mismo modelo académico tradicional que separaba el trabajo teórico de la investigación aplicada tiende a desaparecer en favor de un nuevo esquema que derriba las barreras entre las disciplinas e impone un modelo interdisciplinar.

Los departamentos de humanidades, en opinión de Hohendahl, no han entendido el alcance de esta transformación estructural de la universidad contemporánea y por ello tienden a reducir todo el problema a la cuestión particular del mercado de trabajo. Las humanidades, sin duda, no significan un gran costo para la universidad en términos comparativos y las investigaciones de los profesores en este campo requieren poco más que tiempo libre y financiación de las publicaciones. Sin embargo, los libros y ensayos, producto de su investigación, "no representan una contribución significativa a las finanzas de la institución: su valor se mide en términos meramente intelectuales", dice Hohendahl, como si formulara una objeción válida y olvidara que el primer valor de todo trabajo académico debería ser el valor intelectual. El lucro, en cambio, no es un valor académico y, según lo había dicho él mismo unos renglones antes, plantea problemas de legitimación a la investigación académica, sobre todo cuando aspira a jugar el papel de valor dominante. En todo caso, Hohendahl considera que las humanidades enfrentan su propio problema de legitimación ante la opinión pública cuando relegan a segundo plano la enseñanza para darle la máxima importancia a la investigación, sobre todo si ésta, además, nada tiene que ver con los temas propios de la disciplina.

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Hay todavía estudiosos que pueden contar la historia de las humanidades desde el Renacimiento hasta hoy y encontrar no solo rupturas sino también elementos de continuidad. Richard Wolin, en un ensayo sobre la crisis de las humanidades, afirma que en el humanismo renacentista a finales del quattrocento se manifestó un temor de que el conocimiento como un fin en sí mismo, autorreferencial y divorciado de los intereses y necesidades de la ciudad, pudiera culminar en una nueva escolástica, en una pasiva fetichización o glorificación de los Grandes Textos y no en su apropiación crítica. En el siglo XIX, durante la época del clasicismo alemán, una nueva concepción del humanismo, bajo el concepto de Bildung, celebró la idea del Kulturmensch, el hombre culto, de refinada formación, cuya virtud consistía en un sereno desinterés por los fines propios de la ciudad. Tal fue la concepción de personalidad glorificada por los grandes clásicos de Weimar como Goethe y Schiller, ideal elogiado luego por Burckhardt en su memorable estudio sobre el Renacimiento en Italia.

Wolin ve en esta concepción de la cultura como autoformación del individuo una directa relación con la idea de autonomía en Kant. En una época de absolutismo, la imagen del ciudadano autónomo era una abstracción. Para Kant, la educación como autonomía resultaba determinante dada la situación de inmadurez y de incapacidad de sus contemporáneos para la autorregulación. Wolin piensa que el momento actual presenta una similitud con la que describe Kant: un despotismo de la cultura masiva que, lejos de estar al servicio de la autonomía, favorece el conformismo social y constriñe el sentido crítico. Cuando el autor, profesor de historia y de literatura comparada y autor de una destacada obra sobre Benjamin, Walter Benjamin: An Aesthetic of Redemption, escribe que "el aprendizaje humanístico dota a los ciudadanos de los requisitos culturales e intelectuales tanto para la autorrealización individual como de la autodeterminación colectiva", no está pensando solamente en la época de Kant sino en la propia. Su convicción apunta a que la educación aún podría formular sus objetivos en términos kantianos. ¿De qué otro "remedio" mejor podría echar mano la educación de hoy para enfrentarse a la complacencia de una ciudadanía pasiva?

En la visión de Bill Readings, por el contrario, la universidad tiene que renunciar a los pasados sueños de comunidad, unidad e identidad. Es necesario abandonar la idea reguladora de "transparencia comunicativa" y el consenso, para adoptar en su lugar la idea de "comunidad de disenso". Según él, la comunidad universitaria sirvió durante mucho tiempo como un ejemplo para "la comunidad política" en su sentido más amplio: un "modelo de racionalidad, que encarna el nexo puro de sociabilidad en torno a la búsqueda desinteresada de la idea", "la única esperanza de una experiencia más allá de los imperativos del mercado". Son los ecos tardíos del idealismo alemán, todavía aplicables para Wolin, pero ya imposibles para Readings, pues los vínculos entre la universidad y la sociedad que la rodea ya están rotos y esa ruptura no es transitoria, como no lo es el proceso de globalización del que forma parte. Y sin embargo, reconoce Readings, el esquema persiste en cuanto se supone todavía que "la universidad es un modelo potencial de discusión libre y racional", la "comunidad fundada sobre el compromiso con una abstracción, sea esta una tradición o un contrato racional". Este autor se aparta, por supuesto, de tales esperanzas, e insiste en la idea de universidad como "comunidad de disenso". Comunicación, transparencia, comunidad, libre discusión y consenso le parecen creencias que no resisten el análisis. La universidad de hoy, afirma, tiene que pensarse como "una comunidad en la que la comunicación no es transparente, una comunidad en la cual la posibilidad de comunicación no está fundamentada y reforzada por una identidad cultural común".

La perspectiva más desesperanzadora, porque no se trata de un futuro posible sino de una fuerza de transformación en marcha, victoriosa, y que promete convertir la universidad en algo que ya nada tendrá que ver con lo que hasta hace poco fueron sus valores y su misión, es la llamada universidad corporativa. Podría definirse, con François Rastier, en "Idéologie managériale et sciences de la culture", como "una concepción general del universo social, con fines exclusivamente económicos, basados en el lucro, y con medios administrativos calcados sobre los de las grandes empresas y empleados de manera coercitiva". La administración así comprendida ya no es directamente política, aunque instrumentaliza el Estado y las instituciones públicas para sus intereses privados. Las ideas académicas centrales de debate y crítica son reemplazadas por normas administrativas no solo indiscutidas sino indiscutibles.

Rastier, director de investigación del Centre national de la recherche scientifique, es un lingüista especializado en semántica que trabaja en proyectos de semiótica de las culturas. Su diagnóstico es pesimista, pero no carece de propuestas: "Es indispensable hacer estudios precisos, país por país y disciplina por disciplina, sobre la evolución de los sistemas educativos", "evitar toda tentación corporativista y medir el tamaño del desafío". Es importante, según él, ir más allá de los límites nacionales, porque el problema es internacional, y no quedarse en la educación superior pues la secundaria y la primaria también están amenazadas. "Lo que está en juego es la noción misma de conocimiento", más allá de las disciplinas. Es una crisis que no concierne solo a las humanidades sino también a las ciencias naturales y sociales.

La alarma de Rastier se justifica cuando se leen las declaraciones de la Commission des communautés européennes en lo que concierne a la universidad: "Europa aspira a convertirse en la primera economía y sociedad del conocimiento del mundo, y las universidades son, en potencia, los motores de esta ambición". Para conseguir la meta anunciada, la Comisión advierte sobre la necesidad de "desarrollar una cultura empresarial en el seno de las universidades, lo cual exige profundos cambios en el gobierno y la dirección de las universidades". El Parlamento europeo, en consecuencia, "invita al mundo de los negocios a contribuir a la adaptación de los programas universitarios, lanzando y financiando cursos específicos destinados a familiarizar a los estudiantes con los desafíos del empresariado". Pero la declaración más reveladora de la Comisión (el lector ya no sabe si es en serio, puro candor de los comisionados, o si es una broma de mal gusto) es la siguiente: "Se ha juzgado de particular importancia que la formación de los futuros docentes y formadores desarrolle en ellos una actitud abierta y positiva hacia el mundo de la empresa, en cuanto fuente de progreso, de empleo y de bienestar". El comentario de Rastier no podía ser más oportuno: "El mundo de la empresa ya no es un simple dominio, entre otros, del mundo social, sino el modelo institucional de todos".

Si existe un mayoritario acuerdo acerca de la indiferencia e, incluso, hostilidad de las grandes corporaciones con respecto a la democracia en cuanto modelo de organización interna, y con respecto al orden jurídico en sus actuaciones en el mercado, no es entendible cómo a alguien se le puede ocurrir que ese sea el modelo para la universidad del presente y del futuro. Las grandes corporaciones, tal como las conocemos hoy, son un desafío permanente a los principios básicos de la democracia, afirma el profesor de derecho Daniel Greenwood, en su artículo "Markets and Democracy: the Illegitimacy of Corporate Law". Lo que los ciudadanos de los Estados Unidos, y de casi todo el mundo, tienen que enfrentar para conservar todavía lo que les queda de democracia son esas inmensas concentraciones de riqueza y poder, más importantes en muchas instancias de su vida diaria que el poder del Estado, con muy escaso control y supervisión y un mínimo de responsabilidad social y política. Por eso las declaraciones oficiales acerca de la necesidad de adaptar la universidad a los esquemas del mercado y de la gran empresa suenan inevitablemente a broma no solo de mal gusto sino macabra.

Sobre el autor

David Jiménez se licenció en Filosofía y Letras en la Pontificia Universidad Bolivariana de Medellín, y se graduó de magíster en Sociología de la Literatura en la Universidad de Essex (Inglaterra). Es profesor titular jubilado de la Universidad Nacional de Colombia. Ha publicado los siguientes libros de historia y crítica literaria: Rafael Maya (1989), Historia de la crítica literaria en Colombia (1992), Fin de siglo. Decadencia y modernidad: ensayos sobre el modernismo en Colombia (1994), Poesía y canon: Los poetas como críticos en la formación del canon de la poesía moderna en Colombia 1920-1950 (2002). También ha publicado ensayos sobre el romanticismo, la literatura colombiana de los siglos XIX y XX, y la teoría y crítica de Walter Benjamin, Theodor Adorno y Harold Bloom. Su primer libro de poemas, Retratos, ganó el Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia en 1987; el segundo, Día tras día, obtuvo el Premio Nacional de Poesía de Colcultura en 1997.