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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

versão impressa ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.20 no.2 Bogotá jul./dez. 2018

https://doi.org/10.15446/lthc.v20n2.70589 

Artículos

El lector antintelectual [o de la lectura como una forma de caza]

The Anti-Intellectual Reader [or, on Reading as a Form of Hunting]

O leitor anti-intelectual [ou da leitura como uma forma de caça]

Jineth Ardila Ariza1 

1 Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia, jardilaar@unal.edu.co


RESUMEN

Hace quince años se pensaba erróneamente que la técnica iba a alejar a los lectores de la literatura, que la "tribu de Gutenberg" desaparecería. ¿Nos estábamos anticipando? Los lectores no han desaparecido y la literatura tampoco, pero sí se han transformado de manera profunda. La lectura continúa vigente, e incluso más vigente que nunca, pues la cultura digital ha sobredimensionado lo escrito, aunque su materialidad y su asunto se han vuelto múltiples y de algún modo extraños. Si partimos del lugar común de que el libro existe como literatura solo porque es leído y solo cuando es leído, reflexionar acerca de la representabilidad de la lectura nos llevaría a pensar en el estado de la literatura. Este artículo es el intento de sumergirse en tres imágenes de la lectura en cuanto imágenes arquetípicas de la cultura, en las que se pretende hallar distintos modos de su supervivencia en el universo de imágenes que nos define.

Palabras clave: historia de la lectura; lectura digital; lector erudito; lector-cazador; seudolectura imagen arquetípica

ABSTRACT

Fifteen years ago it was common to think that technology would drive readers away from literature, that "Gutenberg's tribe" would disappear. Were we getting ahead of ourselves? Readers have not disappeared and neither has literature; however, they have changed deeply. Reading continues to be very much alive, perhaps more than ever, given that digital culture has overemphasized writing, despite the fact that its materiality and subject matter have multiplied and become somewhat strange. If we start out from the commonplace assertion that the book exists as literature only because and when it is read, carrying out a reflection on the representability of reading would lead us to think about the state of literature. The article delves deeply into three images of reading as archetypal images of culture, in order to identify the different ways in which they survive in the universe of images that defines us.

Keywords: history of reading; digital reading; erudite reader; reader-hunter; pseudo-reading; archetypal image

RESUMO

Há quinze anos, pensava-se erroneamente que a técnica afastaria os leitores da leitura, que a "tribo de Gutenberg" desapareceria. Estávamos nos antecipando? Os leitores não desapareceram, tampouco a literatura, mas sim se transformaram de maneira profunda. A leitura continua vigente e, inclusive, mais vigente do que nunca, pois a cultura digital ultrapassou a escrita; ainda que sua materialidade e seu assunto tenham se tornado múltiplos e, de alguma forma, estranhos. Se partimos do lugar comum de que o livro existe como literatura somente porque é lido e somente quando é lido, refletir acerca da representabilidade da leitura nos levaria a pensar no estado da literatura. Este artigo é uma tentativa de mergulhar em três imagens da leitura na qualidade de imagens arquetípicas da cultura, nas quais se pretende encontrar diferentes modos de sua sobrevivência no universo de imagens que nos define.

Palavras-chave: história da leitura; leitura digital; leitor erudito; leitor-caçador; pseudoleitura; imagem arquetípica

A la tarde, cuando el mar fósil yacía inmóvil y tibio, y las viñas se erguían tiesamente en los patios, y en el distante y recogido pueblito marciano nadie salía a la calle, se podía ver al señor K en su cuarto, mientras leía un libro de metal con jeroglíficos en relieve, sobre los que pasaba levemente la mano como quien toca el arpa. Y del libro, al contacto de los dedos, brotaba un canto, una voz antigua y suave que hablaba del tiempo en que el mar bañaba las costas con vapores rojos y los hombres lanzaban al combate nubes de insectos metálicos y arañas eléctricas.

Ray Bradbury, Crónicas marcianas

HACE MÁS DE QUINCE AÑOS publiqué en esta misma revista un artículo acerca de las distintas amenazas que como tela de caza se cernían en ese entonces sobre la literatura (Ardila). Se pensaba erróneamente -así lo leí en un libro de Alvin Kernan titulado La muerte de la literatura- que la técnica iba a alejar a los lectores de la literatura. Que la "tribu de Gutenberg" desaparecería. ¿Nos estábamos anticipando? Los lectores no han desaparecido, ni la literatura tampoco, pero sí se han transformado de manera profunda. La lectura continúa vigente, e incluso está más vigente que nunca, pues la cultura digital ha sobredimensionado lo escrito, aunque su materialidad y su asunto se han vuelto múltiples y de algún modo extraños. Si partimos del lugar común de que el libro existe como literatura solo porque es leído y solo cuando es leído -de lo contrario es un objeto más entre las cosas, como esos libros de arte que permanecen en dormancia sobre las mesas de centro de la sala-, si la lectura hidrata el libro, lo incita a germinar, reflexionar acerca de la representabilidad de la lectura nos llevaría a pensar en el estado de la literatura. Por ello reincido en este tema, que se convirtió para mí en uno de los libros que nunca he escrito (una referencia excesiva a esa bellísima obra de George Steiner).

En el ensayo al que me refiero, comentaba ampliamente un capítulo de otro libro de Steiner, Pasión intacta. En ese capítulo, "El lector infrecuente",1 Steiner interpreta un óleo de Jean Siméon Chardin titulado El filósofo leyendo (Le Philosophe lisant), que viene a ser una suerte de bodegón de la lectura erudita (imagen 1). Así como los bodegones disponen su "naturaleza silenciosa", Chardin, que era un pintor de bodegones y de escenas íntimas de un realismo sorprendente para su época, crea una alegoría en la que se pueden encontrar, alrededor de la imagen del filósofo lector, los atributos de la lectura. En ese cuadro del siglo xviii, Steiner halla representada la lectura canónica, la lectura "bien hecha", aquella que el crítico reaccionario que dicen que es, defensor a ultranza de la alta literatura, no duda en considerar desaparecida, muerta, ausente por completo en épocas recientes.

Imagen 1 Jean Siméon Chardin. El filósofo leyendo (Le Philosophe lisant). Óleo sobre lienzo, 1734. 

En primer lugar, voy a volver a ver el óleo de Chardin, años después de haberlo leído a través de Steiner y de haberlo visto por primera vez en reproducciones que se podían acercar menos a la obra que las que ahora se encuentran en la web. Para Steiner, la lectura bien hecha es un momento de revelación. El lector se presenta ante el libro "investido", más que vestido, con ceremoniosidad; obsequioso, "como en un día de fiesta"; dispuesto a tener "un encuentro numinoso" con el libro; con la cabeza cubierta, aunque se encuentre en el interior de su casa, lo cual indica que, como los antiguos, se acerca al libro como si se tratara de una materia sagrada o de un oráculo.

La lectura bien hecha es, para Steiner, una "ceremonia intelectual, del tenso reconocimiento del significado llevado a cabo por la mente". El libro mismo es un objeto magnífico que el crítico describe con lujo de detalles. En efecto, se trata de un volumen grueso, grande, que no se podría sostener entre las manos sin dificultad. El libro se apoya sobre la mesa, pero, apenas ahora, noto que parte del cuerpo del lector descansa también sobre el libro y que el lector se ve obligado a doblar ligeramente hacia sí la hoja que lee para alcanzar las primeras líneas de la página. Chardin, un pintor que había escogido representar la vida al natural, ¿traiciona aquí un poco el tema de la alegoría canónica de la lectura erudita, en el sentido de que el libro es menos objeto de culto que objeto simplemente, que el filósofo no teme manipular a su antojo? De otro lado, Chardin representa al filósofo leyendo relajado, menos tenso de lo que uno pudiera deducir de la descripción de Steiner, demasiado... saludable, ligeramente obeso, confortable, sonrojado. No es así como imagino al exégeta medieval que Steiner quisiera que viera reflejado en el lector, dispuesto a transcribir, a responder o a corregir el texto leído. Más bien parece solo un lector, juicioso, sí, que disfruta en su casa de la lectura; absorto, sí, aunque no abrumado por la autoridad del libro.

Pero no nos llamemos a engaños. Steiner describe minuciosamente y le da sentido a cada uno de los objetos que aparecen en la estantería del fondo y sobre la mesa del lector. Y su interpretación es plena y coherente: el paso del tiempo representado en el reloj de arena le recuerda enfáticamente al lector, grano a grano, que frente a su vida breve la del libro ha sido y será todavía mucho más larga; los volúmenes que están detrás del lector los imagina como parte de la misma obra, que el filósofo lee en varios tomos; la cortina pesada aísla al lector del mundo y le garantiza el silencio que precisa para su tarea. "La doble condensación de la luz, en la página y en la mejilla del lector, revela un hecho fundamental en la percepción de Chardin: leer bien es ser leídos por lo que leemos". Así es hasta que llega al cálamo del lector (su pluma), el cual, según Steiner, "define la lectura como acción", pues insinúa que el lector se propone prolongar o responder el libro en sus márgenes, "participar en una reciprocidad responsable con el libro que se lee"; porque, asegura Steiner, "en cada acto de lectura completo late el deseo de escribir un libro en respuesta. El intelectual es sencillamente un ser humano que cuando lee un libro tiene un lápiz en la mano". Pues bien, voy a plantearla de una vez, y espero que este texto logre dar pistas que justifiquen el despropósito o la obviedad de una pregunta semejante: ¿el lector antintelectual sería, entonces, sencillamente un ser humano que cuando lee un libro tiene un mouse en la mano?

El lector moderno no es representado de la misma manera que el de Chardin. El lector moderno -las claves de esta oposición las ofrece el mismo Steiner- es incapaz de hacer una lectura seria, una lectura bien hecha; no tiene una relación cortés con el libro; el libro no representa una autoridad para él; el objeto mismo, de bolsillo, no guarda ninguna relación con el tomo antiguo. A los lectores modernos, agrego, el libro los perturba, como a los émulos de la señora Bovary; les da forma, como a los herederos de Marcel; o los enloquece, como a los alienados de la estirpe de Alonso Quijano. Algunas veces, da la impresión de que el lector acaba de abandonar el libro desasosegado, como ocurre en el cuadro de Hopper, titulado Excursión a la filosofía, que describí con detalle en el texto de marras. El que lee allí, o mejor, el que acaba de dejar de leer en esa imagen, no es un filósofo -como sí lo es el lector de Chardin- sino alguien que hace una excursión a un libro de filosofía -un tomito de Platón, según los diarios de trabajo de Hopper-, que quizá no entiende, o que ha entendido tan bien que lo ha dejado abatido.

El lector moderno se sabe de algún modo "analfabeta" frente a las páginas del libro, o se entrega ingenuamente a la lectura como si el que leyera fuera una página en blanco que el libro mismo escribiera; o bien, se dispone a retar y a establecer un combate con el libro leído, o bien, se abstiene de responderle recíprocamente. De cualquier manera que lo veamos, el lector moderno no busca respuestas absolutas en el libro; ni precisa apartarse del mundo tras la pesada cortina del óleo de Chardin. Dice Steiner: "La lectura seria excluye incluso a los íntimos". El lector moderno, según la iconografía que retrata André Kertész, por ejemplo, a lo largo de medio siglo (entre 1915 y 1970) en Europa y en Estados Unidos,2 no excluye ni siquiera a los desconocidos. No parece necesitar tanto silencio para lograr ensimismarse en la página que lee. Puede leer en la calle, en las terrazas, en el metro, en el café, en la cama, en el prado, entre la basura, en medio de los destrozos de la guerra en el jardín, en el parque, en las bibliotecas públicas, mientras la vida continúa pasando a su alrededor. La vida, en últimas, no es suspendida por el libro. Más bien, el libro tiene la capacidad de otorgarle algo adicional a la vida. Esos espacios urbanos en los que Hopper, como Kertész, retrataba a sus lectores ensimismados, son capturados por los artistas en el momento en que la lectura manifiesta el poder que tiene para volver acogedor cualquier lugar.

En una de sus fotografías, Kertész retrata a una joven leyendo en una biblioteca en la universidad de Long Island, en 1963 (imagen 2). El sofá sobre el que se reclina tiene los bordes y parte del espaldar con el cuero y el relleno roídos por el uso; la ventana desde donde se filtra la luz está opaca por el polvo; un cable o la cuerda de una cortina, semienrollada, cuelga de manera turbadora sobre el vidrio sucio. Todo parecería conspirar contra la posibilidad de la lectura seria. Al fondo de la foto, en una estantería al alcance de la mano, reposan varios tomos empastados de modo uniforme, probablemente negros, con letras doradas que indican sus títulos, sus autores quizá y sus códigos de catalogación. El libro, pues, ha perdido toda su identidad y ha sido despojado del aura que tenía en el óleo de Chardin.

Imagen 2 André Kertész. "Mujer leyendo en una biblioteca" ("Woman Reading in Library"). Universidad de Long Island, Nueva York, 1963. 

La joven está ligeramente escurrida sobre el sofá, lleva algún tiempo resbalando, ensimismada en la lectura, con el libro apoyado en su regazo y sostenido entre las manos. El dedo índice de la mano derecha enrosca un bolígrafo popular, que oprime con su pulgar por uno de sus extremos, cuyo clic debe sonar de vez en cuando, como un metrónomo que le impone un ritmo a la lectura y la ayuda a mantenerse concentrada; no parece destinado a escribir, ya que no aparece algún cuaderno de notas en la foto en donde la lectora pueda responder al libro, comentarlo, transcribir alguna cita relevante. Y es probable que el libro, de uso público, no deba ser siquiera subrayado o anotado. A su lado se alcanza a adivinar la forma de un bolso de cuero oscuro, que se confunde con el sofá, sobre el que fue dejado al desgaire. No habrá lugar, pues, al intercambio recíproco que exige Steiner para que la lectura sea bien hecha. Sin embargo, la presencia del bolígrafo es inquietante. Sin embargo -y sobre todo por tratarse de un fotógrafo que afirmaba "Yo escribo con luz"-, la luz que se refleja en la mejilla de la lectora se refleja también en la página del libro: es decir, la correspondencia que Steiner vio entre el lector y el libro de Chardin es la misma que hay entre la lectora del desangelado rincón de la biblioteca de la universidad de Long Island y su libro de uso público: ¿la lectora de Kertész también estará siendo leída por el libro que lee? El gesto de la joven no es obsequioso, ni su actitud corporal ceremoniosa. Pero lo que más llama la atención del observador, lo que ha querido Kertész que veamos mejor, lo que recibe más luz en la foto, además del borde roto del sofá, son la página del libro y la parte superior del rostro de la lectora: de perfil, una de sus gruesas y muy oscuras cejas está perceptiblemente arqueada, y los labios permanecen cerrados, sellados, levemente apretados en un gesto de intensa concentración: el "tenso reconocimiento del significado llevado a cabo por la mente" (Steiner) es lo que retrató el fotógrafo húngaro: la ceremonia intelectual de la lectura, que todavía es posible, entonces, en contextos en los que según Steiner no hubiera podido darse ya. Aunque también hay algo más en la imagen que nos ofrece Kertész de la lectura: la actitud de la lectora es de una elocuente desconfianza, pero, a la vez, de una intensa comunicación con el texto leído. Esto último es el modo de ser propio de la lectura seria en la modernidad.

Armando Petrucci describe un contexto que parecería pensado a propósito de la joven lectora de la fotografía de Kertész:

La impresión que se tiene cuando se frecuentan los lugares de estudios superiores en Estados Unidos y en especial algunas bibliotecas universitarias (si es que una experiencia personal y casual puede asumir un significado general) es que los jóvenes lectores están cambiando, como en todos los países, las reglas del comportamiento de la lectura que hasta ahora han condicionado rígidamente este hábito. Y esto se advierte en las bibliotecas, lo cual es aún más importante para el observador europeo, porque significa que el modelo tradicional ya no tiene validez ni siquiera en el lugar de su consagración, que en otros tiempos fue triunfal. (447)

Petruccci describe los gestos con los que los estudiantes transgreden la lectura seria, canónica: doblan los libros, los manipulan como si no fueran a permanecer, se sientan a leer literalmente en cualquier lugar y de cualquier manera, los escritorios los usan para descansar los pies... Sostienen una relación subversiva con y junto con el libro que leen.

De cualquier manera, la constatación de la presencia de la ceremonia intelectual aun en la fotografía de Kertész, aunque en nada coincida y más bien se aparte elocuentemente de las exigencias clásicas de la lectura descritas por Steiner, me invita a retomar este tema, ahora desde una nueva luz, un poco menos radiante pero sí más invasiva: ¿cómo leemos ahora la mayor parte del tiempo? ¿Cómo se lee en la carrera de Letras o Filosofía o Estudios Literarios en una universidad? ¿Cuántos libros clásicos de literatura o filosofía nos ufanamos de haber leído sin haberlos tenido nunca en nuestras manos o sin haberlos leído de comienzo a fin? ¿Cuántos de esos libros hemos leído alguna vez en un ejemplar usado y anotado sutilmente al margen, tomado prestado de alguna biblioteca, pública o privada? Cada día menos. Si acaso alguna vez alguno. He aquí una imagen posible, narrada, de la lectura digital. Hago una búsqueda cualquiera, al azar, hoy mismo, y ahí aparece:

https://nicolasramospintado.files.wordpress.com/2009/10/en-busca-del-tiempo-perdido-marcel-proust.pdfPor el camino de Swann, doscientas setenta y siete páginas.

Tengo curiosidad: oprimo Control + F (se abre la herramienta de buscador en el texto) y escribo "la magdalena". Enter.

antes de llegar a la Magdalena ya iba emocionado al pensar que me acercaba a una calle donde inopinadamente podría ocurrir la sobrenatural aparición.

Ahí no es. Otro Enter.

Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes.

Aquí está. Ese es el pasaje en su primera aparición. Pero ya no me dice nada. Está mudo. Incompleto. Desfigurado. ¿Qué fue lo que le pasó? Si hubiera tenido en las manos el libro, habría seguido leyendo el fragmento proustiano y quizá habría encontrado la respuesta como una anticipación en sus propias palabras:

¡[D]e esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria, no sobrevive nada y todo se va disgregando!; las formas externas -también aquella tan gratamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos-, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo. (Proust 63)

¿Qué dice mi lectura digital acerca de estas palabras de Proust y de la manera como las formas externas... con sus dobleces severos y devotos... se van disgregando, adormecidas o anuladas... y han perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia? ¿No es acaso eso mismo lo que le ha ocurrido al pasaje de Proust leído en la pantalla? ¿No es acaso eso mismo lo que le ha ocurrido al libro transformado bajo las nuevas técnicas? ¿Qué dicen mis gestos de lectora digital? Tengo un artículo por escribir. Quiero usar la cita de la magdalena. Por lo tanto, me siento frente al escritorio, y sobre él resplandece la pantalla del computador; busco el libro virtual, lo cual es más rápido que hojear el libro real, que no tengo a la mano, así como tampoco tiempo; el cursor se mueve en la pantalla; el clic del mouse le impone un ritmo frenético a la lectura. Extraigo el pasaje y, sin siquiera leer bien o completa la cita escogida, copio y pego. Me detengo. Descubro los subrayados rojos del autocorrector de Word: la cita se transformó en un texto incomprensible y lleno de errores. De repente, un aviso de publicidad aparece al otro lado de mi pantalla, promocionando una plataforma de libros virtuales. De este modo, la pantalla me dice, literalmente, que su luz, reflejada en mi mejilla, me ha estado leyendo a mí también; pero no es el libro quien me lee. Es la red que atrapó mi deseo, la capacidad que tiene la tecnología de reconvertir mi búsqueda en una oferta de consumo.3 Este antirritual de la lectura, tan propio, sobre todo, de la seudolectura académica, de la seudolectura seria entre nosotros, lo repetimos cada día. Decido buscar el libro de Alianza de Proust en mi biblioteca (un regalo que me hizo David Jiménez en septiembre de 1994, a mí como a tantos de sus alumnos durante varias generaciones). Junto al pasaje, reencuentro un signo de admiración y una nota marginal escrita a lápiz, en letra pequeñísima, redonda y esmerada, que ocupa casi todo el borde de la página.

Todo está escrito. Así que hago otra búsqueda, de nuevo en mi biblioteca, y me reencuentro con uno de esos libros que he abandonado sin terminar de leer. Creo recordar que en su prólogo, del 2011, describe lo que ocurre en términos gestuales, de prácticas corporales e intelectuales, durante la lectura digital. El libro se llama Historia de la lectura en el mundo occidental (coordinado y presentado por Roger Chartier y Guglielmo Cavallo). Se trata de uno de esos tomos gruesos, llenos de datos eruditos que uno no imagina que alguien pueda llegar a saber. Allí los historiadores de la larga duración del libro y de la lectura me obligan a caer en cuenta de que el gesto físico de leer no ha sido siempre el mismo, desde la Antigüedad hasta hoy. Y con ello entiendo que la lectura implica una disposición no solo de la mente ante el libro, sino también del cuerpo. Por lo tanto, deduzco, es posible percibir la historia en el modo de representar la imagen visual de los lectores que ha habido en el mundo, narrada en las diferencias que percibimos en la imagen entre sus hábitos de lectura. No otra cosa he estado buscando en el motivo del lector en el arte.

El lector del rollo de papiro -regreso al libro de Historia- tenía que desplegar el rollo delante de sí, atrapado entre sus dos manos. ¿Y si quería devolverse y encontrar un pasaje ya leído? Lo imagino con el libro desplegado sobre el piso, andando a cuatro patas, buscando la columna que contenía un fragmento de Platón, muy difícil de encontrar, acerca, quizá, de la lectura: "Todo logos, una vez escrito, circula (kulindeitai) por doquier, tanto entre quienes lo entienden como entre quienes nada tienen que hacer; y no sabe (el logos) a quién debe hablar y a quién no" (30). Comentan los autores que este texto es puesto en boca de Sócrates y, gracias a un análisis filológico enmarañado, llegan a la conclusión de que el pasaje se refiere a la circulación del rollo entre las manos de los lectores y a la lectura en voz alta. Corrijo entonces mi imagen visual del griego en cuatro patas por esta, más significativa, del rollo sostenido por las manos de un grupo de oyentes en asamblea, que lo van desplegando. La verdad es que no se usaban las citas ni había todavía lectores eruditos. Dicen también los comentaristas que todo el pasaje no es más que la crítica que Platón le hace a la lectura individual en una época en la que se leía colectivamente y en voz alta. Pues en boca de Sócrates agrega que el logos escrito no puede defenderse, y tiene que recurrir a quien lo dice oralmente para hacerse entender. De ahí que Platón prefiera la conversación, el diálogo que ocurre después o durante la lectura, a la lectura solitaria, al enfrentamiento solipsista con el texto, porque, asegura Sócrates: "el discurso escrito es como una pintura: si se le formula una pregunta, no responde, y no hace sino repetirse a sí mismo hasta el infinito" (30).

Por fortuna esta idea de Platón no prosperó y se afianzó la lectura silenciosa y solitaria, que confía en la relación que cada individuo puede tener con un libro, o con una pintura -que también dice algo además de repetirse a sí misma-; el acto de leer dejó de ser visto como una actividad propia de esclavos y el lector dejó de ser poseído como un "instrumento dotado de voz" (Svenbro 76). Como lo muestra un análisis filológico sobre la evolución de los verbos (y de los hábitos) usados para referirse a la lectura, en la Antigüedad griega el acto de leer en algún momento estuvo asociado a lo que los griegos entendían por pederastia, "tan instrumental como el lector en relación con el escritor" (Svenbro 77). Así lo ejemplifica la siguiente definición de la naturaleza de la lectura, que no es la única, nos advierten, aparecida en la inscripción dórica de un vaso hallado en Sicilia y que se presume de las primeras décadas del siglo v a. C.: "El que escribe estas palabras dará por el ano (puxígei) a quien haga su lectura" (Svenbro 77). No obstante, hacia finales de ese mismo siglo, el siglo de los trágicos, se comienza a transformar poco a poco la naturaleza y la percepción de la lectura, cuando algunos griegos aprenden a "leer para sus adentros", aprenden a reconocer que "la escritura habla" (Svenbro 87).

Cuentan que Eurípides, el más irreverente, el más moderno y el más anacrónico de los trágicos griegos, frustrado por no poder vencer nunca a Sófocles en los torneos trágicos, se fue a vivir como un ermitaño en una cueva de la ladera de una montaña de Salamina. Esa es la versión que ha sobrevivido. La verdad quizás sea que el más trágico de los trágicos permanecía más tiempo en su casa porque algo lo retenía: Eurípides fue uno de los primeros eruditos que acumuló rollo a rollo, tablilla a tablilla, una biblioteca personal (García Gual). Un siglo después, Aristóteles compartirá con sus alumnos la primera biblioteca pública de la que se tiene noticia, con lo cual la lectura deja de ser "escenificada" en un espacio de algún modo teatral, y comienza a requerir un espacio cada vez más cerrado, silencioso y solitario.

Del rollo, el libro pasó al códice manuscrito sobre pergamino (un soporte más fácil de adquirir, despellejando animales, que el papiro, que era preciso importar); la lectura pública se volvió íntima; con el códice, el libro tuvo tapas, tomos, textos diferenciados, capítulos, páginas (folios); la escritura continua se separó en palabras independientes, que facilitaron la lectura; aparecieron los signos de puntuación, que indicaban cómo entonar el texto, cómo se debía pausar; el punto aparte, sobre todo, fue un aporte importante de los escribas, pues dividió visualmente la página en párrafos de sentido completo (hacia el siglo v). Posteriormente el volumen, que en sus inicios (desde el siglo 11) recogía muchos libros en un solo objeto, coincidió con un solo título o con un solo autor; y mucho más adelante el libro tuvo además prólogo, epílogo, dedicatorias... Y con todo ello fueron mudando los gestos físicos y los hábitos de lectura. Gracias al códice, los eruditos hallaron agradable la operación de citar, comentar, glosar el folio tal del volumen tal... Y lo criticaron, y lo reseñaron y lo comentaron. A la aparición del códice, entonces, se le imputa la aparición de la ciencia literaria, de la lectura académica. El texto, con esa aparición, parece haber mudado también su carácter orgánico: ya no era continuo, como ocurría con su disposición en columnas compactas en el rollo, sino un texto dividido en fragmentos, deshojado, desfoliado; no obstante, citable.

Esta historia de la lectura de Chartier y Cavallo se despliega durante quinientos cincuenta páginas. Y, como hacen las buenas historias, crea una ficción narrativa: del rollo orgánico al libro en folios, hojas sueltas, cartapacios; de las tapas duras a las tapas blandas, que hacen más frágil el libro, pero que lo hacen también menos pesado; del libro sin título al libro con título, del libro que lleva grabado en oro el nombre de su dueño, al libro cuyo poseedor es anónimo; de las maquinarias y dispositivos que exigía la lectura (rueda de libros, atriles, cuaderno de tópicos y otros instrumentos) a la lectura cada vez más libre de aparatos: al encuentro despojado y de algún modo más personal entre el libro y el lector; de las ediciones lujosas a las de bolsillo, que son todas las que encontramos hoy en una librería, aunque algunas presuman de sí mismas ser de lujo. Y con el libro de bolsillo hubo cada vez un número mayor de lectores, lo cual popularizó la alfabetización para disfrutar de la democratización de la lectura tanto como afianzar un nuevo mercado. Sin embargo, Steiner nos dice, brutal, que "acumular libros de bolsillo no es reunir una biblioteca" (38).

Advierte Chartier en el prólogo de la Historia que los cambios experimentados por el texto, desde su existencia en el rollo hasta la cultura de la imprenta, no habían logrado modificar su materialidad. Hasta que entramos en la era de la lectura digital. ¿Qué texto leemos hoy? ¿Cuáles son nuestros gestos corporales y nuestros hábitos de lectura frente a la pantalla iluminada? Intentaré sintetizar en adjetivos algunas posturas minuciosamente descritas por los historiadores e intérpretes de la lectura (un género de la historia y de la hermenéutica que, por cierto, apareció para dar cuenta del recorrido de la lectura impresa, que no sabemos si pasa ahora mismo por una efervescencia que demuestra su capacidad de resistir la amenaza de la cada vez más invasiva cultura digital, o si, para decirlo con la entrañable metáfora luminosa, brilla más porque no es sino el último resplandor de una llama de vela que se extinguirá pronto, cuando haya en el mundo más nativos digitales que miembros de la tribu Gutenberg).

En primer lugar, están algunos de los lugares que se van volviendo comunes acerca de la lectura digital: según los expertos, esta se hace sobre un texto aplanado, indiferente, distante, reflectivo, inmaterial, intocable... El lector lee distraídamente o con la atención del cazador que persigue a su presa: hace una lectura rápida, fragmentada, "dosificada" "discontinua" (Chartier 19, 21), que no pretende o no consigue encontrar la coherencia del texto en su totalidad, en una forma diferenciada por su materialidad. Más bien, el texto se expande, se deforma, se vuelve elástico, blando, se despliega hasta el infinito en la pantalla, siguiendo la voluntad de asociación del lector -o del buscador-, que salta de un lugar a otro. El lector-cazador persigue el texto a través de "palabras clave" que le permiten llegar hasta el "fragmento textual del cual quiere apoderarse" (Chartier 19). Para imaginar las implicaciones de la metáfora del lector-cazador, transcribo la definición de la caza que dio Ortega y Gasset. Supongamos la existencia de un paralelismo entre la seudolectura académica y la caza utilitaria y la lectura seria moderna y la caza deportiva:

En la caza utilitaria [...] la verdadera finalidad del cazador, lo que busca y estima [es] la muerte del animal. Todo lo demás que hace antes es puro medio para lograr ese fin, que es su formal propósito. Pero en la caza deportiva este orden de medio fin se vuelca del revés. Al deportista no le interesa la muerte de la pieza [...]. Lo que le interesa es todo lo que antes ha tenido que hacer para lograrla; esto es, cazar. Con lo cual se convierte en efectiva finalidad lo que antes era solo medio. La muerte es esencial porque sin ella no hay auténtica cacería: la occisión del bicho es el término natural de esta. (53)4

Las dos lecturas, como las dos formas de caza, buscarían, a la larga, la muerte del bicho. Pero la primera se entretiene un poco antes de conseguirla. Paradójicamente, quizá sea la lectura seria, la lectura erudita, la lectura académica -digital o no-, sobre todas las demás, la que no solo metafórica sino literalmente instrumentaliza más el texto, de un modo u otro. La nuestra va siendo cada vez más una lectura que no reconoce ni pretende ningún acuerdo entre el lector y el texto. Entra a saco en él y lo devalúa a través de la cita -convertida en el Gran Indicador de valor intelectual- descontextualizada.

El concepto de libro -ordenado, teleológico, controlado, referencial y con una significación autónoma- que ha de ser leído por lectores alfabetos ha sido reemplazado por el de texto, fragmentado, contradictorio, incompleto, relativista, arbitrario e indeterminado, que ha de ser interpretado por personas a quienes les cuesta un gran trabajo juntar los signos rotos de la página. (Kernan 143)

El texto que describe Kernan, aunque pretendiera ser de otra forma, es un producto de nuestro modo antintelectual de leer. De manera homóloga, el producto académico de la época, el artículo, la ponencia -este texto que usted lee en la pantalla de su computador-, ellos mismos textos desmembrados, pura funcionalidad que no aspira ontológicamente a ser libro, sino a flotar y sobreaguar en la nube, son los habitantes más cómodos de esa misma discontinuidad.

En segundo lugar, los gestos habituales del lector cambian por completo: el lector digital no hojea un libro, no lo toca, no lo huele, no lo absorbe, no se relaciona de ninguna manera con su objeto: ya no ceremoniosamente, ya ni siquiera de manera desconfiada. La luz condensada en la página y en la mejilla del lector del cuadro de Chardin o en la fotografía de Kertész no es de la misma naturaleza que la luz de la pantalla que invade y aplana los gestos del rostro del lector digital.

Esta comparación no pretende ser exhaustiva ni menos infalible. Además, reconozco que hay mucho de la arbitrariedad steineriana en esta manera de disponer las imágenes para intentar causarle desasosiego al lector, comoquiera que lea. Si esa fuera la única intención de este texto sería ilegítima: el cambio del soporte del libro conlleva bondades y ventajas en el manejo y en el acceso a ese universo textual, a esa biblioteca universal, que no voy a enumerar aquí, pero que todos conocemos bien. A esas ventajas nos vamos acomodando rápidamente, hasta que ya no haya otra manera de leer a la cual oponer ningún tipo de nostalgia de la imprenta, hasta que tengamos frente a nosotros solo textos infinitamente desplegados, nuevas "tecnologías" de la lectura y la escritura, como las llaman ahora, que quizá habrán encontrado su propia manera de moldear la forma literaria, distante ya de la cultura impresa: quizá del libro metálico, "al contacto de los dedos", surja alguna vez "un canto, una voz antigua y suave" que hable "del tiempo en que el mar bañaba las costas con vapores rojos" (Bradbury 33). Pero sin duda no contará el mundo como lo hace esta voz del narrador de Marte, porque esta voz viene de otra galaxia: la de Gutenberg, la del códice, la del rollo de papiro.

Para terminar, regreso al inicio de este texto: a la pregunta por la imagen del lector que ha sobrevivido en el arte. Para ello tendré que malinterpretar, parasitar y parafrasear la propuesta de Aby Warburg: cada imagen está sobredeterminada arqueológicamente, algo que descubrió Warburg con los trabajos que absorbieron toda su vida: la Biblioteca (Kulturwissenschaftliche Bibliothek Warburg) que seleccionó y reorganizó constantemente según la "ley del mejor vecino" para comprender las ciencias de la cultura a través del camino que va de las palabras a las imágenes -trazado "en cada intervalo entre los libros" (Didi-Huberman 27)- y el Atlas Mnemosyne, es decir, los paneles en los que dispuso también -como en la biblioteca- una suerte de "teatro de la memoria" (Checa 16) a través de los diálogos entre las imágenes. La imagen representa el mundo del que surge, se hunde en su propio origen memorable y se despliega y muta en el tiempo. Siempre, en toda imagen, hay algo más de lo que la imagen es en sí misma, que se hace manifiesto en ella, es decir, que leemos en ella: se trata de algo extraño a la imagen misma, un contenido espiritual adherido a lo que uno puede ver en ella. Se trata de un "amasijo" de "relaciones", una suerte de "rizoma" -tal es la metáfora orgánica que usa Didi-Huberman (40)- entre la imagen que observamos y lo que le es extraño y se hunde en su arqueología, en su historia.

Ese rizoma, pienso yo, se interrumpe, se arranca de nuestra cultura, cuando desaparece una de aquellas imágenes arquetípicas, que reconocemos como tales por su memorabilidad, en términos de Warburg, y que voy a malinterpretar aquí como su tradición. La imagen del lector, tal como el arte la ha reproducido una y otra vez, en todas sus mutaciones, es una de esas imágenes destinada en un futuro muy próximo a desaparecer. La imagen del lector como alguien que "pierde el tiempo entre los libros" o como alguien que pasa su tiempo entre los libros, terminará por borrarse de nuestra memoria, no porque ya no leamos, sino, paradójicamente, porque hoy en día leemos tantos textos que ya no nos queda tiempo de leer un libro; leemos tan fragmentariamente que vamos perdiendo la noción acerca de a quién o qué es aquello que leemos; leemos tan rápido que ya no sabemos qué es leer despacio:

Para aprender a leer es preciso leer muy despacio, y en seguida es preciso leer muy despacio y, siempre, hasta el último libro que tenga el honor de ser leído por usted, será necesario leer muy despacio. Es preciso leer despacio un libro tanto para disfrutar de él como para instruirse o criticarlo [...]. Nuestros padres decían: "Leer con los dedos". Eso quería decir hojear de tal modo que, a fin de cuentas, los dedos tenían más trabajo que los ojos. El señor Beyle (Stendhal) leía mucho con los dedos, lo que quiere decir que recorría mucho más de lo que leía, y daba siempre con el lugar esencial y curioso del libro [...]. Sucede solo que ese método le quita todo el placer a la lectura y lo substituye por el de la caza. Si usted quiere ser un lector diletante y no un cazador, su método debe ser exactamente el opuesto. De ninguna manera debe leer con los dedos, ni leer en diagonal, como se dice también de forma bastante pintoresca. Debe leer con el espíritu atento y desconfiar mucho de su primera impresión. (Faguet 10)5

Cada vez que el hombre pierde una imagen arquetípica algo desaparece en el mundo: aquello que el libro le donaba, aquello que lo hacía más confortable (aquello que encuentra Proust en sus lecturas de infancia y que hacía que los lectores tuvieran tantas experiencias "no viviendo") ya no es visible en la imagen del lector erudito y hoy apenas sobrevive en las imágenes de la lectura de entretenimiento.

La imagen arquetípica condensa la cultura. Warburg hablaba del "poder mitopoyético" de la imagen (citado en Didi-Huberman 43). Cultura es la capacidad de crear colectivamente un mito representado en una imagen. Una imagen que desaparece esconde, entonces, el proceso contrario: una implosión de la cultura, capaz de destruir una imagen que ha permanecido más o menos inmutable durante siglos: desde la imagen de la lectora, del siglo v a. C., que lee un rollo (Manguel 61), los frescos romanos del siglo i d. C. que se conservan (Chartier y Cavallo 105), las imágenes de la Anunciación (en la versión de Simone Martini del siglo xiii, María aparece en el instante en que cierra el libro para atender las palabras del ángel, pero conserva el dedo pulgar como marcador de la página en la que iba), hasta las incontables imágenes más modernas que han tenido como tema obligado o recurrente la lectura.

¿Por qué no es representable, sino apenas documentable, la imagen del lector frente a la pantalla iluminada? Sin duda no se trata de una imagen memorable. Y tendrá que pasar mucho tiempo antes de que la nueva forma de leer haga parte de la memoria y pueda llegar a ser, de algún modo que no podemos anticipar, representable. Adorno, en "La teoría de la seudocultura", parecería hablar de un modo radical de una pérdida semejante a la que se trata aquí, en una frase que quisiera ser capaz de desgajar palabra a palabra: "la pérdida de la tradición por el desencantamiento del mundo va a parar a un estado de carencia de imágenes, a una devastación del espíritu" (97).6

Me atrevería a decir que lo memorable de la lectura -sin ánimo de formularlo de un modo original, pues ha sido dicho de innumerables formas por la teoría de la lectura, por la Estética y por la intuición de muchos escritores y lectores, sino en búsqueda de las palabras que sean más adecuadas aquí-, lo que hace que la lectura sea una imagen memorable de nuestra cultura es ser cada vez una puesta en escena en la que intervienen tres fantasmas, que solo existen en el momento de su realización, pero sin los cuales dicha cultura no existiría: el autor, el libro y el lector. Fantasmas en el sentido de que cada uno es una imagen para el otro, una representación, una ilusión si se quiere. El momento en el que aquellos dejan de ser volátiles es cuando se encuentran en el espacio interior de un cuarto fantasma: el sujeto, que tiene cada vez menos ocasión de aparecer, del cual el lector es médium. La lectura bien hecha inscribe en el rostro del lector médium un rasgo distintivo, una diferencia que lo suspende del mundo: la luz que se refleja en el rostro del lector y en la página del libro no es otra que esa lucidez que solo tiene lugar cuando los actores ocupan un lugar en la lectura. En ese "teatro", el lector hace una visita, temporal, a su sí mismo, se ensimisma: "Somos lo que leemos", dice Alberto Manguel (186). Se trata de una visita, que, mientras más lúcida sea, más refleja una cierta imagen de melancolía en el rostro del lector. Manguel, en dos momentos de Una historia de la lectura, ofrece dos imágenes distintas de esa melancolía: una es el llanto que se le exige al lector del Corán.7 La otra está implícita en los siguientes versos de Whitman:

Camarada, esto no es un libro.

El que lo toca, toca a un hombre

(¿Es de noche? ¿Estamos solos los dos?)

Me tienes a mí y yo te tengo, me sujetas y te sujeto.

Salto desde las páginas a tus brazos, la muerte me llama.8

(Citado en Manguel 177)

Imagen 3 Lisette Model. Bosque de Boulogne, París (Bois de Boulogne, Paris), 1933-1938. 

La muerte me llama. La lectora de esta fotografía de Lisette Model es una mujer mayor, a quien la muerte llamará pronto. Apartada de la gente, en medio de un terreno estéril del bosque de Boulogne, de espaldas al tronco grueso de un árbol que le da sombra pero que a la vez debe ser el causante de que la tierra esté seca a su alrededor, la anciana está absorta en su lectura. Quizá insiste en una lectura del tipo que Chartier y Cavallo llamaron "intensiva": aquella que se hace -se hacía- una y otra vez del mismo libro, como la lectura de la Biblia por los cristianos o la del Corán por los musulmanes.

Lisette Model, de origen judío, nacida en Viena en 1901, vivió en París desde los años veinte y emigró a Estados Unidos huyendo de la persecución nazi, poco antes de que comenzara la guerra. La fotografía de la lectora la tomó entre 1933 y 1938 y se titula Bois de Boulogne, Paris. El tema de la lectura no le interesaba especialmente a Model; le interesaba sorprender a la gente con fotografías clandestinas que "disparaba desde su estómago", como ella decía, manteniéndose a distancia de su objeto. Después, Model recortaba los negativos hasta hacer desaparecer todo lo que distrajera de la persona que quería hacer ver; sus retratos fueron muchas veces despiadados.

Que la lectora de Model lee el mismo libro una y otra vez, lo podemos suponer por la familiaridad -o la seguridad- con que lo agarra; que se trata de un libro de carácter sagrado al que ella vuelve es un prejuicio que le atribuimos por su edad, por la ropa que viste, por su aislamiento, por el gesto de quien atiende a un llamado que proviene del libro, cuya emoción oculta en su rostro con una de sus manos. Más que un prejuicio, ¿es una imagen que tenemos grabada en nuestra memoria?: la de nuestras abuelas, viudas, que al final de sus vidas se aferraron a su libro como médium de consuelo, para conjurar el miedo a la muerte inminente o para distraer la melancolía de su soledad. Sea cual sea el libro que lee, su gesto revela que mantiene con él un "vínculo apasionado" (en términos de Judith Butler 17 y ss.); lo abarca con una de sus manos, demasiado grandes para las proporciones de su cuerpo.

La silla vacía al lado de la anciana, idéntica a la que ella ocupa, levemente vuelta hacia ella, ¿no le hace compañía? ¿Está a su lado solo para recibir el bolso y el paraguas o está dispuesta de manera íntima? Supongamos que la silla subraya la ausencia de otro que alguna vez ocupó ese lugar. ¿Alguien a quien ella le leía en voz alta? ¿Por qué la mujer mayor ha escogido, en medio de un parque-bosque, justo ese lugar inhóspito, que recuerda el polvo en que ha de convertirse ya muy pronto? ¿Por qué la ha escogido la fotógrafa como parte de su iconografía despiadada? Son demasiadas preguntas para las que ofrezco otra pregunta como respuesta: "¿Por qué aún estoy vivo y otros perecieron en mi lugar?" (Citado en Karczmarczuk 120).

La de Model es una imagen del sujeto que configura la lectura como sobreviviente, más cercano al mundo de los muertos que al de los vivos. No hay otro sujeto al que se pueda volver. A menos que hagamos como si no hubiésemos escuchado los cantos suspicaces de la hermenéutica, el movimiento de hojas que ha dejado un paisaje yermo alrededor de la lectura. No hay cómo no oírlos. Anuncian despiadados que todo está o estuvo siempre muerto: el lector, el libro, el autor. La escritura que heredamos, la más obediente reproductora de tal hermenéutica, cambió la búsqueda de la objetividad por la desubjetivación de sí misma. Su temor a lo subjetivo de cualquier manera ya la había despojado del sujeto y, de paso, despojó al autor de la defensa del valor de su propia experiencia. Esa impostura ascética de la escritura, cuando es seria, esa ilusión, se volvió contra sus textos, hoy llamadas producciones, para revelar sin pudor su fetichización como mercancía.

***

Ser más consciente de que con la forma como leemos encarnamos una imagen del lector era entonces la intención última de este texto. Leer más libros y menos textos fragmentados, leer menos como un cazador, más como médium, intensivamente -en el soporte que sea-, podría retardar, en un espacio íntimo, cotidiano, la pérdida definitiva de la imagen del lector en la memoria privada, a sabiendas de que no será más que un gesto tímido, comprensible para quienes todavía -transcurridos otros quince años si soy optimista en varios sentidos- tengamos algún contacto con esos extraños paralelipípedos de papel a los que solíamos llamar libros. Ese lector solo podría tener alguna supervivencia mayor entre nosotros si también, del otro lado de la imagen, existieran todavía autores -en el espacio académico mucho más prestos a desaparecer- dispuestos a remar contra la corriente y escribir menos ponencias y artículos que anhelen sujetarse, configurarse como si fuesen para ser leídos de comienzo a fin. Es una ingenuidad. Hay que decirla.

Obras citadas

Adorno, Theodor. Escritos sociológicos 1. Obra completa. Vol. 8. Editado por Rolf Tiedemann, traducido por Agustín González Ruiz, Madrid, Akal, 2005. [ Links ]

Ardila, Jineth. "La literatura en tela de caza". Literatura: teoría, historia, crítica, núm. 3, 2001, págs. 64-85. [ Links ]

Bradbury, Ray. Crónicas marcianas. Traducido por Francisco Abelenda, Buenos Aires, Clásicos Minotauro, 2015. [ Links ]

Butler, Judith. Mecanismos psíquicos del poder. Teorías sobre la sujeción. Traducido por Jacqueline Cruz, Valencia, Ediciones Cátedra, 1997. [ Links ]

Chartier, Roger, y Guglielmo Cavallo, editores. Historia de la lectura en el mundo occidental. Traducido por María Barberán, Mari Pepa Palomero, Fernando Borrajo y Cristina García Ohlrich, Ciudad de México, Taurus, 2012. [ Links ]

Checa, Fernando. Introducción. Warburg Continuatus. Descripción de una biblioteca. Por Salvatore Settis. Barcelona, Ediciones de La Central, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2010. [ Links ]

Didi-Huberman, George. La imagen superviviente. Traducido por Juan Calatrava Escobar, Madrid, Abada Editores, 2013. [ Links ]

Faguet, Émile. A arte de ler. Traducido por Adriana Lisboa, Río de Janeiro, Casa da palabra, 2009. [ Links ]

García Gual, Carlos. Prólogo. Tragedias. Por Eurípides. Traducido por José Alemany y Bolufer, Madrid, Edaf, 2009. [ Links ]

Karczmarczuk, Pedro, compilador. El sujeto en cuestión. Abordajes contemporáneos. Buenos Aires, Edulp, 2014. [ Links ]

Kernan, Alvin. La muerte de la literatura. Traducido por Julieta Fombona, Caracas, Monte Ávila, 1997. [ Links ]

Kertész, André. Leer. Madrid, Periférica, 2016. [ Links ]

Manguel, Alberto. Una historia de la lectura. Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2013. [ Links ]

Ortega y Gasset, José. Prólogo. "La caza como ejercicio y como ética". Veinte años de caza mayor. Por Eduardo Yebez. Lisboa, 1942. [ Links ]

Proust, Marcel. Por el camino del Swann. En busca del tiempo perdido. Vol. 1. Traducido por Pedro Salinas, Madrid, Alianza Editorial, 1993. [ Links ]

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Steiner, George. Pasión intacta. Traducido por Menchu Gutiérrez y Encarna Castejón, Bogotá, Siruela, 1996. [ Links ]

Svenbro, Jesper. "La Grecia arcaica y clásica. La invención de la lectura silenciosa". Chartier y Cavallo, págs. 67-97. [ Links ]

1Las expresiones entre comillas de este apartado son todas tomadas de este ensayo de Steiner (20-45).

2Iconografía reunida en Leer (Kertész), libro de fotografías originalmente publicado en 1971, cuya reciente edición española (2016) fue prologada por Alberto Manguel.

3Gracias a Isabel de Brigard (del grupo de investigación sobre antintelectualismo, en el seno del cual surge este texto) por la luz en sentido inverso que dirigió su lectura sobre la imagen del lector digital.

4Énfasis añadido.

5La traducción es mía.

6Énfasis añadido.

7Se trata de la sexta regla externa de la lectura del Corán: "Leed el Corán y llorad [...]. No es de los nuestros quien no cante con el Corán con tristeza [...]. Si vuestro ojo no llora, que llore vuestro corazón [...] la situación del ser humano ante el Corán es la más grande de las calamidades" La regla es mencionada en Una historia de la lectura de Alberto Manguel; la cita ampliada la tomo de internet: http://www.musulmanesandaluces.org/hemeroteca/46/reglas_para_la_recitacion_del_coran.htm

8Énfasis añadido.

Cómo citar este artículo (MLA): Ardila Ariza, Jineth. "El lector antintelectual [o de la lectura como una forma de caza]". Literatura: teoría, historia, crítica, vol. 20 núm. 2, 2018, págs. 131-154.

Sobre la autora

Jineth Ardila Ariza es egresada del pregrado y estudiante de la maestría en Estudios Literarios en la Universidad Nacional de Colombia. Terminó estudios de portugués en el Instituto de Cultura Brasil-Colombia. Ha publicado los libros Vanguardia y antivanguardia en la crítica y en las publicaciones culturales colombianas de los años veinte (Biblioteca abierta, UNAL, 2013) y Literatura (Intermedio, 2003). Es correalizadora para Post-office Cowboys de documentales sobre escritores colombianos: Cámara oscura (2006), sobre Helena Iriarte, y Jugando con el ruido (2009), sobre Juan Manuel Roca. Traductora del portugués en dos libros de Boaventura de Sousa Santos: Democracia y transformación social y Democracia al borde del caos (Siglo del Hombre y Siglo XXI Editores, 2014 y 2017) y de las Cartas de una monja enamorada: Mariana Alcoforado (Intermedio Editores, 2014). Es editora independiente y correctora de estilo desde hace más de dos decenios. Desde el 2014 es asesora técnica del Centro Nacional de Memoria Histórica.

Recibido: 12 de Diciembre de 2017; Aprobado: 01 de Febrero de 2018

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