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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

versão impressa ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.20 no.2 Bogotá jul./dez. 2018

https://doi.org/10.15446/lthc.v20n2.70489 

Traducciones

Educación, semieducación, ineducación*

Konrad Paul Liessmann1 

1 Universität Wien, Viena, Austria


EL CONOCIMIENTO ES PODER. Con esta frase de Francis Bacon se inicia el proyecto de la modernidad. El conocimiento científico y las tecnologías vinculadas a él reemplazan, desde entonces y en todos los niveles, las instancias tradicionales en la comprensión e interpretación del mundo: religiones, cultos, misterios, mitos, magias e ideologías. Desde el desarrollo de la sociedad moderna, en ningún aspecto de la vida se depositó tanta esperanza como en la educación (Bildung).+ La educación era la utopía del pequeñoburgués, que podía concebir una tercera forma de existencia entre el trabajo remunerado y el capital; para la clase trabajadora, la educación constituía la esperanza de alcanzar ese poder que le había sido prohibido por las revoluciones frustradas o ausentes; la educación era y es el vehículo con el que las clases bajas, las mujeres, los migrantes, los marginados, los discapacitados y las minorías oprimidas se podrían emancipar e integrar; la educación es vista como recurso codiciado en la lucha por los emplazamientos en la sociedad de la información; la educación es el medio con el cual se previenen los prejuicios, las discriminaciones, el desempleo, el hambre, el sida, la crueldad y el genocidio, y se superan los desafíos del futuro; al mismo tiempo, es el medio para hacer felices a los niños y capacitar a los adultos. Precisamente porque nada de esto sucede así, en ningún otro campo se ha mentido o se miente tanto como en la política educativa.1

La educación se convirtió en la ideología de las sociedades seculares que no pueden fundamentarse en la trascendencia religiosa ni en la inmanencia revolucionaria; desde el principio, la educación se estableció como propulsor de los impulsos de la modernización, pero al mismo tiempo como un falso consuelo para quienes han sido impúdicamente llamados perdedores de la modernización, y se volvieron culpables de su propio destino por carecer de educación; la educación funge al mismo tiempo como estímulo y calmante: moviliza a las personas y, en cuanto promesa permanente de tiempos mejores que actúa como un imperativo amenazante, les impide movilizarse. La educación no debe tener éxito, pues entonces sus límites se harían evidentes: no sirve como compensación de las utopías perdidas, ni es garante del funcionamiento sin fricciones de una economía orientada hacia la eficiencia. Por eso, las instituciones educativas están en constante crisis -con regularidad deben anunciarse catástrofes educativas amenazantes- y la presión reformista sobre los sistemas educativos aumenta, precisamente, a causa de las reformas.

Los viejos conceptos educativos y las viejas instituciones educativas, se oye con frecuencia, deben ser reemplazados por unos nuevos. Las tareas de las escuelas y las universidades habrían cambiado. A comienzos del siglo XXI, se actúa como si hubiera que luchar contra los anticuados ideales educativos del siglo XIX. A ningún reformador universitario cercano a la economía -y que no desee torcerle el cuello a Humboldt- le gustaría desterrar de las escuelas los conocimientos fácticos o patrocinar abiertamente la orientación práctica y la flexibilidad en lugar del cultivo intelectual burgués (bildungsbürgerliche Kopflastigkeit). A pesar de que se muestran contrarios al discurso neoliberal, los pedagogos reformistas románticos que aún quedan también coinciden en esta crítica; solo que, en lugar de rendimiento y competitividad, prefieren la integración, la emocionalidad y la abolición de las calificaciones en las escuelas. Poco a poco, se extiende la idea de que la responsabilidad de las debilidades actuales del sistema educativo no se encuentra en los ideales educativos humboldtianos, sino en las sucesivas reformas educativas desde los años sesenta.

La situación es contradictoria. Mientras que, por un lado, los pedagogos reformistas, ya anacrónicos, todavía intentan salvar rápidamente lo que queda por salvar del "siglo de la infancia", por el otro, los reformistas modernos de la educación -con el pretexto de la "orientación práctica"- trabajan diligentemente en la reintegración de los jóvenes mediocrecidos al proceso laboral; mientras que los unos aún hablan de aprendizaje social, motivación, coeducación dirigida y división de géneros en trabajos especializados -para la protección de niñas-, los otros propagan duras pruebas de rendimiento, generales e independientes del género, para depurar el posicionamiento educativo; mientras que los unos aún sueñan con la escuela como el idilio de la solidaridad conjunta y la integración libre de conflictos, los otros nunca están satisfechos de concursos, competencia, pruebas, ránquines internacionales, evaluaciones, medidas de aseguramiento de la calidad y cursos orientados a la eficiencia; mientras que los unos apenas hablan de la exigencia, los otros ya la han exigido desde hace tiempo y la exigen una y otra vez. Es obvio que no se puede tener todo. Los debates educativos del presente están caracterizados por maniobras empecinadas de autoengaño.

Lo que une a los reformistas educativos de todas las corrientes es su odio hacia la idea tradicional de educación. Para ellos es una atrocidad evidente que las personas puedan mostrar un conocimiento ajeno a fines específicos, coherente, orientado hacia el contenido de las grandes tradiciones culturales, que no solo sea capaz de forjar el carácter, sino que también les conceda un momento de libertad frente a los mandatos del espíritu de la época. Pues las personas educadas serían todo, menos esos clones flexibles, móviles, capaces de trabajar en equipo y cumplir su función sin dificultad, que más de uno vería gustosamente como el resultado de la educación.

Por eso, quien hoy se crea a la altura de la época ya no habla más de una educación dirigida siempre a un individuo y al desarrollo de sus potencialidades; habla en cambio de "gestión del conocimiento". No se trata de educación, sino de un conocimiento que se produce, se comercia, se compra, se gestiona y se desecha como cualquier materia prima; se trata -prescindiendo de los programas especiales para las nuevas élites científicas- de un saber superficial, chapucero, fragmentado, que apenas sirve para mantener a las personas flexibles para el proceso laboral y disponibles para la industria del entretenimiento. Por eso, la diferencia entre las formas avanzadas del conocimiento científico y el nivel educativo general no debería hacerse menor, y más bien ha de aumentar.

Así se enfrentan las grandes mentiras educativas a las catástrofes de la educación que se proclaman con regularidad. Con palabras grandilocuentes, ellas nos hacen olvidar las verdaderas posibilidades y objetivos de la educación. Mientras que se nos vende el conocimiento como el recurso del futuro frenéticamente creciente -lo cual se evidencia en la estúpida metáfora de la explosión de conocimiento-, el conocimiento general disminuye a una velocidad vertiginosa. Son evidentes las lagunas educativas de las así llamadas élites políticas con respecto a las cuestiones históricas o histórico-culturales más simples, y el triunfo del periodismo de opinión es el reverso del hecho de que nadie sabe ya nada. La fe en el almacenamiento de datos en discos duros reemplaza al pensamiento, y la ubicuidad de informaciones en redes de datos sugiere una democratización del conocimiento, pero solo se puede constatar su allanamiento extensivo. "Lo que todos saben", escribía Nietzsche, "será por todos olvidado". Y agregaba: "¡si no hubiese noche, quién podría saber qué es la luz!" (10: 419). Si el conocimiento es poder, no ha de encontrarse donde todos se encuentran. Y si se encuentra allí, entonces ya no ha de ser poder.

En el mundo de la llamada sociedad del conocimiento y de la información, la "educación" misma se ha vuelto un concepto difuso, con el que pueden nombrarse tanto la adquisición y la transmisión de conocimientos y aptitudes distintos, como las instituciones y los métodos correspondientes. Esto tiene muy poco que ver con el campo semántico original de "educación". Y no es casual que sea así. En la realidad, en los últimos años se perfila un notable cambio de paradigma en el sector educativo.

La educación orientada al antiguo ideal y la concepción humanista era considerada, en primer lugar, como programa de la autoeducación del ser humano, como la formación y el desarrollo de cuerpo, espíritu y alma, de talentos y dotes, los cuales debían conducir a cada uno a la conformación de una individualidad desarrollada y a hacerse conscientemente partícipe de la comunidad y su cultura. Al mismo tiempo, la educación era vista como la única posibilidad de conducir al hombre fuera de la barbarie hacia la civilización, fuera de la minoría de edad hacia la autonomía. Norma y expresión de ello era el enfrentamiento con contenidos paradigmáticos que no eran casuales ni obedecían al mandato del aprovechamiento. El significado de las lenguas antiguas y el canon literario, así como el conocimiento de la tradición filosófica, estética, cultural y religiosa, se orientaban hacia el concepto de "espíritu" en el sentido ejemplar que le dio Georg Wilhelm Friedrich Hegel en su filosofía. Arte, religión y ciencia se aparecían ante él como las objetivaciones del espíritu en las que se articula aquello que sobrepasa lo azaroso y lo subjetivo, y como la pretensión de una verdad vinculante, central en cualquier proceso educativo. De este modo, la educación se presenta siempre como un trabajo de mediación entre las posibilidades de desarrollo individual y las exigencias de lo general, de las obligaciones del espíritu objetivo.

Para Wilhelm von Humboldt -el enemigo de todos los reformistas de la educación-, la educación era simplemente "la tarea última de nuestra existencia"; esto fue definido por él en su "Teoría de la educación del hombre" ("Theorie der Bildung des Menschen") con una frase memorable: "Proporcionarle un contenido tan grande como sea posible al concepto de la humanidad en nuestra persona, tanto durante el tiempo de nuestra vida como más allá de ella, a través de las huellas del actuar vivo", una idea que no significa otra cosa que una "vinculación de nuestro yo con el mundo a través de la interacción más general, más intensa y más libre posible". Tal concepción pretendía convertir aquello en un programa educativo, lo cual, según Humboldt, caracterizaba las mayores aspiraciones del hombre. "Desde el punto de vista de su propósito último", el pensamiento conocedor del ser humano es siempre apenas "un intento de su espíritu por hacerse comprensible", su acción es un esfuerzo de su voluntad, "por hacerse a sí mismo libre e independiente", y su "ocupación" se demuestra como la aspiración a no tener que permanecer ocioso en sí mismo. El hombre es un ser activo, y ya que toda acción y todo pensar deben tener un objeto, el ser humano intenta "abarcar tanto mundo como le sea posible, y tan estrechamente que pueda unirlo consigo mismo" (I: 235).

Hay que recordar estas afirmaciones de Humboldt porque muestran que el alejamiento del mundo no constituye el núcleo de la idea de educación humboldtiana. Al contrario, reconocer el mundo, apropiarse del mundo, disponer de la naturaleza: tanto el programa moderno de la exploración científica del mundo y del dominio de la naturaleza encuentran aquí su lugar, como la actividad diligente -aunque no como fin postrero, sino como medio para la consecución del propósito último que se persigue con la educación-, el autoconocimiento y la libertad. Todo conocimiento gana su sentido por medio de esta disposición. El espíritu humano desea comprenderse mejor, y toda ciencia y toda técnica han de hacer más libres a los seres humanos en su actuar.

Sin duda, las etapas atrofiadas de este concepto aún son palpables en la sociedad del conocimiento. Las inquietudes sobre los resultados de la investigación cerebral aún roen los restos del programa del autoconocimiento, y no hay innovación técnica que -al menos en cuanto ideología- no se sustente en algún indicio de que a través de ella se elevan las opciones y las potencialidades de la acción humana. Günther Anders, por ejemplo, ha formulado la objeción contra la técnica moderna, justamente a nombre de la libertad y el autoconocimiento, porque su empleo y puesta en marcha a gran escala transforman las intenciones originales en su contrario al convertir un medio, un instrumento, en una finalidad absoluta y dominante. Anders intentó en vano salvar la idea de educación frente a aquellas instancias que la liquidaban cínicamente en nombre de la libertad y el conocimiento.

Las reflexiones de Humboldt, surgidas alrededor de 1793, veían la educación como el encadenamiento de lo general y lo particular, del individuo y la comunidad en el trabajo, de la formación y el desarrollo de un sujeto en todas las dimensiones, a través de la apropiación y la promoción de todo aquello que en el siglo xviii se llamaba, de un modo enfático, la humanidad. Resultado de esta idea de educación fueron el Gimnasio humanista2 y la universidad humboldtiana, ambos en descrédito casi desde que existen. Pero la educación humanística -y no hay otra- no significaba una orientación general o reservada a las ideas de humanidad, humanitarismo o dignidad humana. Para el Nuevo Humanismo alemán, semejantes conceptos están estrictamente vinculados al estudio de las lenguas muertas, principalmente del griego antiguo y de la cultura antigua.

Por lo menos para Humboldt, quien como teórico de la educación y reformista se había identificado intensamente con el programa del Nuevo Humanismo, esto no se debe a una veneración acrítica e idealista de los antiguos, sino a razones de peso. En su notable ensayo de 1793, "Sobre el estudio de los antiguos y en particular de los griegos" ("Über das Studium des Altertums, und des griechischen insbesondre"), afirma sobre esta cuestión, entre otras cosas, que

un rasgo magníficamente destacado del carácter griego, ya en los períodos más tempranos de la cultura, es [...] un grado extraordinario en el cultivo del sentimiento y la fantasía, y en las etapas ya tardías una protección muy sincera de la sencillez y la inocencia infantiles. Así es que en el carácter griego se deja ver, después de todo, lo típico del carácter original de la humanidad en general, aunque con un grado tan alto de refinamiento como quizás alguna vez fue posible. [...] El estudio de tal carácter debe tener un efecto saludable sobre la educación humana en cualquier situación o época, pues en él se encuentran, en cierto modo, los fundamentos del carácter humano en general. Pero en una época en la que, por incontables condiciones confluyentes, se presta más atención a las cosas que a las personas, más a las masas de gente que a los individuos, más al valor exterior y a la utilidad que a la belleza interior y al placer, y en la que la cultura elevada y diversificada se ha apartado de la sencillez primordial, ha de ser excelentemente saludable mirar hacia el pasado de naciones en las que todo esto era prácticamente al contrario. (II: 18 y ss.)

Humboldt subrayaba con claridad los pensamientos que le eran caros: la cultura de los griegos tiene una primacía teórico-educativa porque ella puede ser llamada paradigmática del carácter de la humanidad en general y porque, gracias a su concentración en la belleza interna y el placer estético, puede poner un reflejo crítico frente al pensamiento utilitarista de la modernidad. El doble significado del humanismo se pone claramente de manifiesto: la educación humanística trata sobre el conocimiento de aquellas formas y figuras complejas en las que puede realizarse la humanidad, pero ya que es imposible estudiar empírica e históricamente tal variedad de modo extenso o más o menos completo, Humboldt propone un método que parece absolutamente moderno: el del aprendizaje ejemplar.

Sin embargo, solo es posible aprender ejemplarmente allí donde realmente se ha formado algo paradigmático y en cierta medida típico. Así, la tesis fundamental del Nuevo Humanismo es que la importancia del ser humano se puede estudiar de la mejor manera posible en su variedad y potencialidad, precisamente en aquella cultura que erigió por primera vez al ser humano, en cuanto individuo, en el centro de sus esfuerzos estéticos, políticos y morales. En la Antigüedad griega, Humboldt aún veía realizarse un interés en el ser humano como tal, un interés que ya no se daba en igual medida en otras culturas, en las que el ser humano era subordinado a poderes externos o estaba determinado exteriormente -a través de la religión o a través del dictado de la política o la economía en la modernidad-. Para Humboldt era posible adquirir, a través del ejemplo de los griegos, una comprensión aún decisiva sobre el carácter del ser humano, sobre sus posibilidades y límites, y ante todo sobre su individualidad y su singularidad, pues en esta cultura había emergido el hombre antes que nada como fin en sí mismo, como sujeto autónomo en el horizonte del enfrentamiento cultural y espiritual.

Bajo esta perspectiva, la educación delimita sin más el programa de la realización humana por medio del trabajo espiritual sobre sí mismo y sobre el mundo. Por supuesto que esto también implica la apropiación paradigmática de conocimiento sobre sí y sobre el mundo, así como el enfrentamiento razonable con este conocimiento. La idea de la ciencia como la penetración espiritual del mundo por voluntad misma del conocimiento no puede separarse de la idea enfática de educación. Después de todo, en Hegel la educación, la reflexión, el saber y el conocimiento científico son ante todo conceptos cuyo sentido se revela en su relación mutua. Así, por ejemplo, la Fenomenología del espíritu puede leerse como un proceso educativo que bosqueja y refleja no solo el desarrollo de una conciencia individual, sino también el del género humano en su desenvolvimiento histórico, pues de esta manera él mismo representa el proceso educativo verdadero. La educación no es exterior al espíritu, sino el medio por el cual este puede realizarse. El espíritu es aquello que se educa, y solo aquello que puede educarse puede llamarse espíritu. Bajo esta perspectiva, el hecho de que el concepto de espíritu haya sido expulsado con gesto decididamente triunfal de las ciencias y de las concepciones culturales modernas puede interpretarse como una voluntad declarada de renuncia a la educación.

No representa un reparo contra la concepción de la educación humanística el hecho de que ella solo haya podido realizarse deficientemente en el ámbito organizativo y que haya permanecido como un ideal simplemente inalcanzable. Sobre esto siempre se puede decir con Hegel: tanto peor para la realidad. El joven Friedrich Nietzsche ya constataba el fracaso de la pretensión de la educación humanística cuando, siendo profesor de lenguas antiguas en la Universidad de Basilea, razonaba en el año de 1872 en la conferencia pública "Sobre el futuro de nuestras instituciones educativas" ("Über die Zukunft unserer Bildungsanstalten"). Nietzsche constataba una discrepancia infinita entre las presunciones a las que una escuela humanística se exponía de un modo más o menos voluntario y su realidad, apenas demasiado lamentable al ser puesta junto a ellas. La escuela secundaria pretende proporcionar "educación" -por lo demás una "educación clásica"-, pero en la realidad el asunto se le presentaba de un modo diferente al joven filólogo: "de acuerdo con su conformación original, el Gimnasio no (educa) para la formación, sino para la erudición, y recientemente ha dado un giro, como si ya no quisiera educar más para la erudición sino para el periodismo" (1: 677).

Naturalmente, lo que Nietzsche temía ha sucedido ya hace mucho: con el tiempo, el Gimnasio ya no solo educa para el periodismo, sino también con la ayuda del periodismo. Esto es lo que se conoce, entonces, como los medios en la clase.

No obstante, el dictamen de Nietzsche no era una acusación, sino un diagnóstico. El Gimnasio humboldtiano erró en su meta, simplemente porque ella parecía inalcanzable: "Una 'educación clásica' verdadera es algo tan increíblemente difícil y extraordinario, y exige un talento tan complejo, que solamente la ingenuidad o la insolencia pueden reservarse la promesa de que ella sea una meta alcanzable para el Gimnasio" (1: 682). Ya se puede decir algo parecido sobre la cultura general (Allgemeinbildung) y la educación en general (Bildung überhaupt). E igual que antes, una mezcla de ingenuidad e insolencia caracteriza cualquier pretensión general de la cultura (Bildung). Lo realmente perturbador en Nietzsche fue y es, sencillamente, su afirmación en el sentido de que la educación está vinculada con la individuación y que no puede ser generalizada. Cuando tal cosa se intenta a pesar de esto, las consecuencias son inevitables para Nietzsche: "La educación más generalizadora es simplemente barbarie" (1: 668). Como muy pocos, Nietzsche puso el dedo en la llaga de la idea de cultura general (Allgemeinbildung). En la medida que se refiere al individuo y su desarrollo, la cultura (Bildung) no se puede generalizar. Allí en donde ella se transforma de hecho en cultura general, debe comportarse vilmente frente a lo individual y sus posibilidades. Ningún sistema educativo desarrollado pudo librarse de esta contradicción.

Todo esto no significa que no pueda haber sitios para la formación profesional; debe haberlos, sitios en los que los seres humanos se preparen para una profesión, para el desarrollo de acciones y flujos laborales más o menos estereotipados, y sean formados en competencias sociales y comunicativas. Esto lo sabía el mismo Nietzsche: "Yo, por mi parte, solo conozco una verdadera oposición, la que hay entre establecimientos de educación y establecimientos de necesidad vital: al segundo género pertenecen todos los existentes, pero yo hablo de los primeros" (668). Nuestras escuelas son instituciones de necesidad vital en un sentido que excede con amplitud la crítica de Nietzsche. La necesidad de la vida las obliga, entre tanto, a aceptar como obligación todo lo que se les presenta: sustituto de familias desmoronadas, último lugar de la comunicación emocional, institución para el control del sida y el uso de drogas, primer centro de terapia, albergue de educación sexual y otros, institución para la solución de problemas relativos a cuestiones del mundo adulto (desde la contaminación medioambiental hasta las guerras, desde la integración de migrantes hasta el choque de las civilizaciones, desde la miseria del tercer mundo hasta la ideología europea de competencia), indefensamente expuestas a los desarrollos vertiginosos de una economía y una tecnología orientadas al crecimiento, siempre agobiadas por y atrasadas ante los últimos avances de la técnica, literalmente desgarradas por la pretensión de transmitir a todos un saber cognitivo y al mismo tiempo seleccionar sin presionar a quienes pueden ser seleccionados. Sin embargo, y aquí se deben tomar en serio las palabras de Nietzsche, no todo lo que la necesidad obliga es por eso una virtud.

Para Nietzsche, los sitios para la educación eran lo "opuesto" a las instituciones de necesidad vital. Eran lugares que no estaban marcados por las mezquindades y miserias de la vida; por eso eran lugares de la libertad, porque en ellos los docentes y los educandos estaban liberados de la presión por la utilidad, por la relevancia de la práctica, por el realismo, por la actualidad -en una palabra: eran lugares de ocio-. Con esto, Nietzsche solo le devolvía a la escuela el sentido original del término. Escuela se remite, a través del latín schola, al griego scholé, que significaba originalmente "detención del trabajo". La sabiduría del lenguaje es a menudo mayor de lo que permite soñar nuestra cultura, que se ha olvidado del lenguaje: una escuela que ha dejado de ser un lugar de ocio, de concentración y de contemplación, ha renunciado por ello a ser una escuela. Se ha convertido en un sitio de necesidad vital. Y en ella dominan los proyectos y las pasantías, las experiencias y las redes de contactos, las excursiones y salidas de campo. No hay tiempo para pensar.

Pero de acuerdo con Nietzsche, en el centro de los lugares de la educación contemplativa no hay contenidos, sino -y en esto él es muy moderno- dos facultades, hoy llamadas competencias: hablar y pensar. Y aquí estaban, para él, también las deficiencias de los así llamados centros educativos de su tiempo: "en suma: el Gimnasio ha desaprovechado hasta ahora el objeto más cercano y el primero de todos, el objeto con el que comienza la verdadera educación: la lengua materna. Así, carece del suelo natural y fértil para todos los esfuerzos educativos posteriores" (1: 683).

Para Nietzsche, la competencia lingüística no tenía nada que ver con que el sujeto juvenil pueda articular sus necesidades inmediatas en un código restringido, sino con el estilo, la retórica, la poesía, el canon de la literatura clásica y el sometimiento a este, y todo esto con la consciencia de que, en y a través del lenguaje, lo singular de la comunidad e igualmente de la historia está vinculado con el objeto de la misma manera que con su interior -y donde el lenguaje se despilfarra, se pierden también estos vínculos-. Anticipándose a Karl Kraus, Nietzsche puede, por tanto, exhortar irónicamente a los Gimnasios de su tiempo:

¡Tomad en serio vuestra lengua! [...] Aquí, en el uso de nuestra lengua materna, puede verse cuánto o cuán poco apreciáis el arte y cuán familiarizados estáis con el arte. Si no conseguís obtener tanto de vosotros mismos, si no lográis sentir repugnancia física ante ciertas palabras y usos de nuestra jerga periodística, renunciad a vuestra aspiración a la cultura (Bildung). (1: 676)

La repugnancia física ante el lenguaje periodístico: ¿qué pedagogo se atrevería aún a formular esto como el primer objetivo educativo de la clase de alemán o de las instituciones de educación avanzada? Se refiere no solo a la náusea de la que, inevitablemente, uno es presa al ver ciertas revistas satinadas, sino a que esta náusea debería aparecer a veces con la lectura de los llamados periódicos de calidad. Además de esto, tomar en serio el lenguaje en el sentido de Nietzsche significaba dominarlo en su diferenciabilidad sintáctica y en la amplitud de su expresividad semántica, también significaba el respeto por su historia y su estructura, pues en el proceso de llegar a ser lo que es, esta refleja fielmente el desarrollo de una cultura y acumula tanto sus cimas como sus profundidades. Es obvio que esto no podía ni puede significar, bajo ninguna circunstancia, querer congelar el lenguaje en un nivel de desarrollo -Nietzsche, él mismo un destacado creador de lenguaje, jamás habría llegado a tomar esto en tal sentido-. Pero tampoco puede significar la entrega sacrificial de las posibilidades de expresión y diferenciación del lenguaje a cualquier modernismo y a cualquier actitud reformista contemporánea, por más progresistas y globalizados que gusten presentarse.

¿Y el pensar? En Humano, demasiado humano, Nietzsche pudo escribir todavía tan directa como provocadoramente:

La escuela no tiene tarea más importante que enseñar el razonamiento severo, el juicio prudente, la deducción consecuente: por eso, ella ha prescindido de todas las cosas que no son apropiadas para estas operaciones, como por ejemplo la religión. Pues ella puede contar con que la imprecisión, la costumbre y la necesidad humanas distiendan el arco demasiado tenso del pensamiento. (2: 220)

Aparte de la invectiva contra la religión, en la que Nietzsche tiene razón, naturalmente -en cuanto creencia, la religión no es objeto de la reflexión; por eso, en una situación de educación verdadera solo puede haber una propedéutica científico-religiosa que sirva de introducción a todos los grandes sistemas religiosos, pero no una clase de religión de carácter confesional-; en estas meditaciones de Nietzsche se aprecia también un conocimiento humano que, penosamente y con frecuencia, se echa de menos hoy en muchos presuntos filántropos: precisamente porque la cotidianidad de la vida desgastará una y otra vez la precisión del pensamiento -precisión que solo puede florecer en el ocio, en un juego relativamente libre de preocupaciones-, esta podrá ejercitarse con la conciencia tranquila en la escuela.

Hoy suele extraerse la conclusión contraria de este dictamen: no es en absoluto necesario aprender lo que no está siempre emparentado con y se ha desgastado por la práctica. De ahí el odio por las asignaturas en las que se pueden aprender y ejercitar las formas de pensar que carecen de relación directa con la práctica: lenguas antiguas, filosofía, matemática, literaturas clásicas, arte y música. Pueden probarse todos los intentos por preservar la legitimidad de estas asignaturas remitiéndose a su utilidad para la vida laboriosa en la sociedad de la competencia; sin embargo, a la postre ellos son patéticos.

No obstante, la crítica de Nietzsche a las instituciones educativas también tenía un componente político: ella se dirigía a los responsables sociales de estas instituciones, la burguesía culta (Bildungsbürgertum). De hecho, la burguesía culta -la cual se basaba, al menos teóricamente, en la filosofía y pedagogía del idealismo alemán- compensaba su escasa posesión económica y su bajo poder político con la posesión y la capacidad de disponer de los bienes culturales, y constituía aquel estrato social que le había proporcionado a la idea de educación clásica, al menos por algún tiempo, una existencia real, aunque fuese precaria. La enorme relevancia que adquirieron las burocracias estatales, sobre todo en los países alemanes y en la monarquía de los Habsburgo en el siglo xix, creó un prototipo de esta faceta de la burguesía en la figura del alto funcionario ministerial; la cadena de éxitos de las ciencias modernas creó otro en la del profesor universitario, concebido como funcionario estatal.

Para la burguesía culta, la educación no tenía tanta validez en cuanto condición para el éxito económico, sino en cuanto valor en sí mismo, valor cuya apropiación debía ser recompensada con el reconocimiento social y pecuniario correspondiente. El núcleo del concepto de educación burguesa y humanística era el canon de obras ejemplares de la literatura, el arte, la música y la filosofía, con particular orientación hacia las obras influyentes de los clásicos antiguos. Esta forma de entender el arte se expresó en la construcción de literaturas nacionales y en las colecciones de arte burguesas, en la edificación de teatros nacionales y en la apropiación y fundación de óperas y salas de conciertos; en suma, pues, en aquellos templos de las musas que se convirtieron en los centros arquitectónicos y sociales del elevado estilo de vida burgués y en una marca fundamental de la identidad burguesa.

Lo que la burguesía culta reivindicaba era, en efecto, que esta cultura se limitara, por una parte, a un estrato social exclusivo y, por otra, que valiera en suma como norma y patrón de medida para la cultura de un país. Esto favoreció un nuevo concepto de educación al que debemos la transmisión de obras de arte clásicas, y sin la cual no se habría podido desarrollar la estética moderna. Esto condujo, sin embargo, también a aquella caricatura mordaz de Nietzsche sobre el burgués culto, quien se sentía por encima del resto del mundo porque contemplaba a sus clásicos como un tesoro de citas, y no desaprovechaba oportunidad para saquearlo desfigurando su sentido. Por lo demás, la burguesía económicamente poderosa y muchos representantes del mundo comercial y mercantil nunca reconocieron este ideal y prefirieron enviar a sus hijos a una escuela técnica o comercial; de este modo, la burguesía culta se constituyó como un estrato social particular, cuyas debilidades económicas eran contrarrestadas con las construcciones a veces más extravagantes para la constitución de élites intelectuales.

La burguesía culta, que así pudo no solo establecerse momentáneamente como una posición particular, sino también fijar una cultura más o menos vinculante para la sociedad burguesa -una cultura que, de modo general, se convirtió en el patrón de medida de la educación a la que valía la pena aspirar-, ha desaparecido con el paso del tiempo. La aniquilación del Gimnasio humanístico y de la universidad humboldtiana, el desmonte de los cargos públicos en el marco de la reducción del Estado y la consecuente pérdida de empleos fijos en el profesorado demuestran, de un modo ejemplar, el lado de este proceso relativo a la política educativa y la responsabilidad pública; el derrocamiento de la cultura burguesa como modelo y norma de la actividad cultural en general da cuenta de la dimensión estético-normativa de esta pérdida de relevancia.

Con la desaparición de este canon burgués -que ha sido sustituido por la actual coexistencia de todas las expresiones estéticas-, con la trasformación de la cultura en estilo de vida, la antigua cultura burguesa dominante se ha transformado en un segmento mínimo de la cultura global del espectáculo, un segmento que ya ni siquiera es capaz de dar forma y contenido a los residuos de las formas de vida burguesa. El secretario de estado versado en arte, que discutía con conocimiento de causa sobre Heimito von Doderer y Franz Kafka con vanguardistas buscando subvenciones, ha sido reemplazado por el mánager de eventos que, en el mejor de los casos, busca en tales nombres su utilidad para una estrategia publicitaria. Y cuando el público del estreno de La Traviata de Verdi en el Festival de Salzburgo interrumpe el aria de Violetta en el primer acto, aplaudiendo sin piedad, sencillamente porque no conoce la ópera y ya no tiene el oído para una cesura musical, entonces le debe haber quedado claro al último adepto de la cultura burguesa que, con esto, una forma del espíritu ha envejecido y ha descendido al nivel de aperitivo para la sociedad saturada por los medios, que lo mira todo de soslayo.

Por lo menos, el conflicto de la sociedad mediática moderna con los ideales y las normas de la burguesía culta produjo ese concepto de seudocultura (Halbbildung), con el que Theodor W. Adorno analizaba los comportamientos culturales (Bildungsverhaltnisse) que se habían vuelto precarios en la sociedad de la posguerra. Bajo las condiciones de la industria cultural, la educación se convirtió según Adorno, en seudocultura socializada como forma de la manifestación ubicua del "espíritu alienado" (93). Puede que los viejos ideales de la educación humanística sean invocados en esta etapa, incluso retóricamente; el hecho es que son frustrados por una concretización de la educación en la realidad. La educación, que al menos teóricamente es un enfrentamiento vital del espíritu consigo mismo y con el mundo, es transferida a un revoltijo de bienes culturales que quizás son adquiridos y consumidos, pero ya no es posible apropiarse de ellos: "En el ambiente de la seudocultura, los contenidos convertidos en objetos de la educación perduran cosificados como mercancías, en detrimento de su contenido de verdad y sus relaciones vivas con sujetos vivos" (103).

Adorno vio tal cosificación en acción en aquellos Gimnasios en los que el canon educativo era obstinadamente aprendido de memoria, pero por lo menos todavía era aprendido. La reducción del canon a algunas palabras claves que uno prepara didácticamente y devora con velocidad, sin poder captar cualquier tipo de cohesión, constituía para Adorno la marca de esta cara de la seudocultura: "lo que se entiende y se experimenta a medias no constituye la etapa previa de la educación, sino su enemigo mortal" (111). La seudocultura se queda en una falta de comprensión, pues ella se aferra de todos modos a las categorías tradicionales de la educación y quiere disponer soberanamente de algo que ya no puede comprender. Los elementos de la educación aún están allí, pero se han vuelto completamente externos a la consciencia. Si algo es todavía comprendido de algún modo, cuanto más tercamente debe afirmarse: "es por eso que la seudocultura es irritada y mala; el estar siempre informado sobre todo es, al mismo tiempo, un querer ser sabelotodo" (116).

No hay duda de que las huellas de la seudocultura, tal y como fue diagnosticada por Adorno, todavía son visibles por todas partes. Quien haya sido socializado en la época de las reformas educativas desde los años sesenta creció en medio de este concepto y no tiene oportunidad de escapar de él. Pues los planteamientos sobre la política educativa de estos años, sin importar cuál grupo parlamentario los expusiera, se sintieron comprometidos con la idea de seudocultura, incluso cuando apenas la llamaban por su nombre. Esto se pudo reconocer porque la educación todavía existía como idea normativa -el Gimnasio también- pero el asunto mismo se perdió de vista paulatinamente. Lo que se propagó como un empujón necesario hacia la democratización y una apertura de los sistemas educativos tuvo un precio: la institucionalización de la seudocultura.

Mucho de lo que se ha categorizado como didáctica obedecía a un principio simple: que los contenidos de la educación clásica fuesen deteriorados, convertidos en una mescolanza medio atractiva de estímulos, entradas, incentivos y ganchos aparentemente cortados a la medida de las supuestas necesidades de los jóvenes. Esto comenzó cuando en la escuela, en lugar de Werther de Goethe, se leyó el ya olvidado Las nuevas cuitas del joven W de Ulrich Plenzdorf, y terminó con la sustitución de la clase de historia por un viaje por de la película de Steven Spielberg La lista de Schindler. Todas estas estrategias aún reconocían el motivo, para salvar algo de la educación incluso cuando ello significaba, al fin y al cabo, la corrupción de la educación por medio de su actualización y medialización.

Frente a esto, "ineducación" (Unbildung) significa que la idea de educación ha dejado a todas luces de cumplir una función normativa o regulativa. Sencillamente ha desaparecido. El espíritu alienado, que en Adorno aún se inquietaba entre las piezas de repuesto de las antiguas pretensiones educativas degradadas al nivel de bienes culturales (Bildungsgütern), se ha transformado repentinamente en banalidad aplaudida. La expulsión del espíritu del ámbito de las ciencias humanas, publicitada con mucha gracia y esfuerzo en los años ochenta, y el cambio de nombre y transformación de estas últimas en estudios culturales, no obedecieron únicamente a una moda y mucho menos a un avance del conocimiento. En ellos se manifestaba un programa que ya no quería tener nada que ver con aquel espíritu que, desde Humboldt y Hegel, fungía como sujeto y objeto de la educación. Sin espíritu, esto es, sin el intento de penetrar la dura corteza de lo empírico y conducirlo a un concepto reflexivo y autorreflexivo, o mejor: sin aquello que Adorno llamaba el contenido de verdad como referencia última de la educación, ya no se puede hablar de esta.

La ineducación no significa, en nuestro sentido, ausencia de conocimiento y mucho menos estupidez. Ya pasaron los tiempos en los que estos fenómenos no solo se podían diagnosticar, sino también localizar, y en los que la diferencia entre educación e ignorancia era también la que existía entre los centros urbanos y el campo más o menos llano. Donde aún hoy-como en los tiempos históricos de la Ilustración- se libra una batalla heroica contra la estupidez de los seres humanos, quienes aún saben muy poco, carecen de ilustración, no pueden argumentar correctamente, permanecen atrapados en sus prejuicios, son víctimas de estereotipos y no desean romper las cadenas ideológicas, los ocultismos, fundamentalismos religiosos, misticismos e irracionalismos, allí, todos los ejercicios de pedagogía popular producen un efecto hasta cierto punto conmovedor.3 Y esto ocurre así, no porque ya no hubiese nada más que ilustrar, sino porque el programa de la ilustración carece de fundamento jurídico. Pues toda idea de mayoría de edad, hacia la que hay que dirigirse desde una minoría de edad, sea como sea causada, presupone aquel concepto de educación al que ya no se le concede crédito alguno.

El abandono de la idea de educación se hace más evidente donde quizás menos se sospecha: en los centros educativos mismos. La trasformación de los llamados objetivos educativos en habilidades y competencias (skills) es, desde hace algún tiempo, un indicador muy preciso. Quien anuncia como objetivos educativos la capacidad de trabajo en equipo, la flexibilidad y la habilidad comunicativa, sabe de qué habla: de la suspensión de aquella individualidad que alguna vez fue destinatario y participante de la educación.

Dejando de lado la asunción frívola de que competencias como la capacidad de trabajo en equipo son cualidades que pueden ser adquiridas, entrenadas y ejercitadas descontextualizadamente -aparentemente, quien es "capaz" de trabajar en equipo puede hacerlo, en primer lugar, sin un equipo y, en segundo lugar, con cualquiera-, llama la atención que las metáforas centrales de la política educativa de nuestros días cuestionen abiertamente los objetivos fundados por el discurso clásico sobre la educación: la autonomía del sujeto, la soberanía del individuo, la mayoría de edad de cada uno. Solamente no pensar ya con la propia cabeza: ese parece ser el programa secreto de la formación de hoy. Quien no esté presto a actuar en equipos y redes y a adaptarse flexiblemente a todo lo que le es presentado como desafíos -a propósito, nunca por parte de seres humanos, sino siempre del mercado, de la globalización o incluso del futuro- ya no tiene posibilidad de satisfacer las pretensiones del conocimiento. Lo que las convierte en documentos de la ineducación no son las diversas cualidades o capacidades en sí mismas, sino la distancia de ellas con respecto al espíritu. Quien desvaría constantemente sobre integración en la red, sin malgastar una sola reflexión acerca de la presión por la conformidad que se promulga con ello, puede estar obedeciendo al espíritu de la época, pero no a la pretensión de un entendimiento más o menos soberano.

Por lo tanto, la ineducación hoy no es un déficit intelectual, ni una carencia de información, ni un defecto en alguna competencia cognitiva -aunque de todo esto habrá de aquí en adelante también-, sino la renuncia general a querer entender. Siempre que se hable hoy de conocimiento, se trata de algo diferente de comprender. La idea de comprender, que alguna vez fue el fundamento de la capacidad humanística en sí, invierna en el mejor de los casos en frases políticamente correctas sobre la comprensión del otro como expresión de la tolerancia exigida. Si no, se refiere al desarrollo de tecnologías que facilitan el dominio sobre la naturaleza y los seres humanos, o a la producción de indicadores que tienen cada vez menos que ver con aquello que, supuestamente, se maneja con ellos.

Lo que aún hoy obstinadamente se denomina educación ya no se orienta a las posibilidades y límites del individuo, tampoco a los fondos invariables de conocimiento de una tradición cultural, y mucho menos a un modelo de la antigüedad, sino a factores externos como el mercado, la empleabilidad (employability), la calidad de emplazamiento y el desarrollo tecnológico, y todos ellos que fijan ahora los estándares que los "educados" deben alcanzar. Bajo esta perspectiva, la "cultura general" (Allgemeinbildung) parece tan prescindible como la "formación de la personalidad" (Persõnlichkeitsbildung). En un mundo que cambia rápidamente, en el que se presume que las cualificaciones, las competencias y los contenidos del conocimiento también cambian constantemente, la "falta de educación" -es decir, la renuncia a las tradiciones espirituales vinculantes y los bienes culturales clásicos (klassische Bildungsgüter)- se ha convertido en virtud, una virtud que, además, le permite al individuo reaccionar rápida y flexiblemente, liberado del peso de la "carga cultural" (Bildungsballast), con el fin de responder a las necesidades siempre cambiantes del mercado. En la sociedad del conocimiento, así escuchamos, el conocimiento también es siempre cambiante y exige estrategias de producción y apropiación completamente diferentes de las que caracterizaban aquella idiosincrasia del siglo XIX que se llamaba educación. El conocimiento de la sociedad del conocimiento se define de antemano por su distancia de las esferas tradicionales de la educación; pero tampoco obedece más a las poses de la seudocultura. Lo que se realiza con el conocimiento de la sociedad del conocimiento es una ausencia de educación que, ahora, se ha vuelto segura de sí misma.

Obras citadas

Adorno, Theodor. Gesammelte Schriften. Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1980. Vol. 8.1. [ Links ]

Anders, Günther. Die Antiquiertheit des Menschen. Múnich, Beck, 1980. 2 vols. [ Links ]

Dzierzbicka, Agnieszka, y Alfred Schirlbauer, editores. Padagogisches Glossar der Gegenwart. Von Autonomie bis Wissensmanagement. Viena, Löcker, 2006. [ Links ]

Humboldt, Wilhelm von. Werke. Editado por Andreas Flitner y Klaus Giel, Darmstadt, WBG, 1980. Vols. I y II. [ Links ]

Nietzsche, Friedrich. Kritische Studienausgabe. Editado por Giorgio Colli y Mazzino Montinari, Múnich, De Gruyter, 1980. Vols. 1, 2 y 10. [ Links ]

Reutterer, Alois. Die globale Verdummung. Zum Untergang verurteilt? Mit einer Zitatensammlung zum Thema Dummheit. Viena, Springer, 2005. [ Links ]

* "Bildung, Halbbildung, Unbildung", capítulo 3 del libro Théorie der Unbildung. Die Irrtuürmer der Wissensgesellschaft (7.a ed. Munich, Piper, 2012, págs. 50-73). Traducción de Pedro Jaramillo Cano, revisada por William Díaz Villarreal [N. de los E.].

+ En alemán, la palabra Bildung significa "educación", "formación" o "instrucción" y alude al cultivo general del individuo. Sin embargo, ya que este ensayo se ocupa de la formación en las instituciones de enseñanza específicamente, se ha optado por usar el término "educación" cada vez que Liessmann utiliza la palabra Bildung. En aquellos casos, poco frecuentes por lo demás, en los que el término ha sido traducido de otro modo, se ha agregado entre paréntesis la palabra alemana original [N. del T.].

1Para ilustrar el vocabulario autoengañoso e ilusorio del ámbito educativo, véase el libro reciente de Agnieszka Dzierzbicka y Alfred Schirlbauer.

2En Alemania, el Gymnasium es un instituto de enseñanza secundaria al que van los jóvenes que quieren hacer estudios universitarios. Equivale al lycée de Francia y a la grammar school de Gran Bretaña. En el presente texto se ha optado por traducir Gymnasium como Gimnasio (con mayúscula inicial). Así, se apela al sentido anticuado que tenía este término en nuestra lengua: según el Diccionario de la Real Academia Española, un gimnasio era un "lugar destinado a la enseñanza pública" [N. del T.].

3Véase Reutterer.

Sobre el autor

Konrad Paul Liessmann es ensayista y crítico cultural, profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Viena. Ha escrito numerosos libros, entre ellos Philosophie der modernen Kunst (1993, traducido en la Editorial Herder en el 2009), Günther Anders. Philosophie im Zeitalter der technologischen Revolutionen (2003), Der Wille zum Schein. Über Wahrheit und Lüge (2005) y Lob der Grenze. Kritik der politischen Unterscheidungskraft (2012). Entre los libros que se ocupan del tema del presente número de nuestra revista, cabe destacar Geisterstunde: Die Praxis der Unbildung (2014), donde retoma ciertos motivos de Theorie der Unbildung (2006) y los despliega en el análisis de las prácticas académicas y pedagógicas contemporáneas. En su último libro, Bildung las Provokation (2017) examina las causas y los efectos de la actual omnipresencia del término Bildung (educación, cultura) en el discurso de políticos, administradores y periodistas.

Sobre el traductor

Pedro Jaramillo Cano es egresado de la carrera de Licenciatura en Filología e Idiomas con énfasis en Alemán de la Universidad Nacional de Colombia. Actualmente cursa la Maestría de Literatura ofrecida en esta misma universidad. Se desempeña como docente del área de alemán en la Universidad Ecci desde el 2014 hasta la fecha.

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