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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

versão impressa ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.20 no.2 Bogotá jul./dez. 2018

https://doi.org/10.15446/lthc.v20n2.70241 

Entrevistas

El intelectual colombiano y el antintelectualismo. Entrevista a Gilberto Loaiza Cano

Juan Diego Medina Cruz1 

1 Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia judmedinacr@unal.edu.co


LA PRESENTE ENTREVISTA SE LLEVÓ a cabo mediante correo electrónico entre el 12 de julio y el 16 de octubre del 2017. Para ella, se tomaron como punto de partida algunos planteamientos de Gilberto Loaiza Cano en Poder letrado: ensayos sobre historia intelectual de Colombia, siglos XIX y XX, un texto que traza algunas inquietudes novedosas para la historiografía social e intelectual colombiana. De acuerdo con Loaiza, los cambios tecnológicos y materiales que tuvieron lugar durante la modernización colombiana entre 1920 y 1960 implicaron un proceso de "mutación cultural", es decir, una transformación no solo de las costumbres e ideas que había en torno a la cultura política, sino también un cambio en las formas de entretenimiento. El cine, los campeonatos de fútbol, la televisión, la radio, desplazaron poco a poco las discusiones políticas, literarias y filosóficas, que en ese entonces se desarrollaban en los medios escritos. Durante este período, desapareció progresivamente la figura del político letrado que había imperado tradicionalmente en Colombia (piénsese, por ejemplo, en figuras como Silvio Villegas, Nicolás Esguerra o Luis Tejada). La actividad política se separó entonces de la actividad intelectual: la primera se dedicaría a la administración del Estado, la segunda a su reflexión.

JUAN DIEGO MEDINA

¿Cree que la "mutación cultural" que usted describe en Poder letrado ha alimentado la seudocultura en nuestro país?

GILBERTO LOAIZA CANO:

La pregunta trae dos categorías de reflexión en las que es bueno detenerse; la una es "seudocultura" y la otra es "mutación cultural". La primera puede remitir a lo que las ciencias sociales y humanas del siglo XX nos han permitido entender por falsa cultura y la segunda tiene que ver con una caracterización histórica de un momento de la historia cultural, en este caso la historia cultural colombiana del siglo XX. Ambas nociones son, por supuesto, debatibles, y la pregunta las pone en relación. Claro, en mi libro Poder letrado hablo de una mutación cultural más o menos reciente y vinculada con una transformación muy fuerte de las coordenadas de la cultura o, por lo menos, de lo que venían siendo las prácticas culturales predominantes.

Es una mutación cultural, asociada con la erosión de unas premisas de funcionamiento, valoración, producción y consumo de todo aquello que solemos llamar cultura y, más precisamente, cultura letrada. Es una transformación de las formas de producción y consumo de bienes simbólicos, un desplazamiento de la noción de lo bello, lo bueno y lo verdadero. Por eso cabe bien decir que es una mutación; fue un desplazamiento de los valores que hasta entonces le habían dado sustento a la muy exclusiva y excluyente cultura letrada. Ahora, la pregunta que podemos hacernos es si esa mutación dio vía libre a la falsa cultura por la vía de la masificación del consumo, por la trivialización del arte, por un desplazamiento de los paradigmas de lo artístico. Sin duda, la mutación cultural contuvo un desplazamiento de la producción y consumo de bienes simbólicos que relativizó una estructura de significaciones tradicional, basada en el peso de la autoridad del mundo letrado. El cine, la radio y la televisión llenaron de fuerza las manifestaciones audiovisuales y aplastaron un orden cultural basado en la escritura, en el universo de lo impreso.

Este suceso, si se compara con la larga historia de Europa, es un fenómeno histórico condensado en décadas, algo que en Europa ocupó siglos. Mientras Europa vivió y discutió el proceso de abandonar la circulación de las ideas en latín a las lenguas vernáculas y luego discutió (y sigue discutiendo) el paso de la cultura impresa a la masiva cultura audiovisual, nosotros hemos saltado más rápida y superficialmente esas etapas históricas. Así, por ejemplo, sin haber vivido larga y plenamente la vida del libro ya estábamos entrando en el universo de la caja de imágenes de la televisión. Mientras Europa vivió un largo período de producción y consumo del libro científico, en este lado del Atlántico se pasó rápidamente del libro científico al libro que hablaba de teorías políticas. Esa relativa rapidez de los cambios en la vida cultural ha moldeado sociedades muy superficiales, con raíces, con tradiciones, con instituciones muy débiles, de corta o mediana duración. Aun así, la cultura letrada tuvo su larga duración, en medio de mutaciones en su fisonomía; la cultura fundada en los ritmos de la escritura, la lectura y la producción y consumo de impresos atravesó siglos hasta el estallido de novedades tecnológicas del siglo XX.

Si consideramos por falsa cultura todo aquello que ha acaecido entre nosotros luego del derrumbe de la cultura letrada, podemos caer en un grueso error y estaríamos muy cerca de reproducir un elitismo o aristocratismo muy propio de esos letrados decimonónicos que despreciaban las turbas bárbaras. Creo, más bien, que es muy importante situarse históricamente para tratar de comprender qué es, o mejor qué era posiblemente la "falsa cultura" en cada circunstancia. En otras palabras, la falsa cultura es una oposición que se establece con la auténtica cultura; es una pugna sustentada en las experiencias de los individuos, sobre todo de los individuos creadores en cada época. Para quienes detentan o desean seguir detentando el control, la autoridad sobre los paradigmas de la cultura, cualquier cosa que atente contra su autoridad y los paradigmas que defiende, puede ser considerado como falsa cultura, como una mentira para la cultura, como un engaño o fraude. A la falsa cultura se le opone la verdadera cultura. No es difícil detectar esa pugna: cuando emerge el cine en las ciudades, los escritores y actores vinculados con la actividad teatral denostaron acerca de las perversiones y falsedades que rodeaban el cine. Los filmes de Cantinflas, en el decenio de 1940, fueron considerados un atropello al buen gusto, a la elegancia, porque, entre otras cosas, alejaban al público de las representaciones teatrales. Recordemos la frase de Marx que le dio título al libro de Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire. Todo lo que ha tenido un aura sagrada será profanado, toda cosa que era el summum de la expresión del arte de una época queda relegada por otra cosa que, antes de lograr el reconocimiento, era vista con desprecio.

Es cierto que la masificación tiene una buena dosis del predominio de una monoglosia, de un lenguaje pobre que reclama ser el único, el verdadero. Eso sucede mucho con las manifestaciones religiosas y su institucionalidad que buscan imponer dogmas sobre el comportamiento humano. También lo hacen los políticos, particularmente los dictadores que no desean disensos ni oposición activa. Toda tendencia monológica entraña pobreza cultural, persecución a la libre expresión.

Pensemos en qué puede ser falsa cultura en las circunstancias de nuestra época. Para eso hay que pensar en las mutaciones que hemos estado viviendo en los últimos tres o cuatro decenios: la desvalorización de la vida del libro, la expansión de las llamadas redes sociales, la multiplicación de los lenguajes audiovisuales. La falsa cultura la asocio, en estos años, con un empobrecimiento del lenguaje y de las acciones de comunicación pública. Aquí estoy de acuerdo con un examen que hacía el filósofo Robert Redeker en Egobody (2010); según él, las personas estamos pensando poco antes de escribir y nuestra escritura se está empobreciendo en abreviaturas, apócopes y demás refugios en miniatura de tanto mensaje espurio que producimos y recibimos de manera cotidiana. Además de eso, nos hemos concentrado en preocupaciones relacionadas con la salud, el bienestar corporal, una estética de lo que él llama el "individualismo corporal". Creo que en Colombia participamos de ese individualismo y de muchos otros. A eso podemos agregarle que históricamente Colombia no ha podido ni sabido producir formas de cultura colectiva, ya sea políticas culturales estatales o de iniciativa privada. En ese sentido, la falsa cultura es, entre nosotros, el vacío de proyectos de vida colectiva, de "felicidad común" como dirían los letrados del siglo XVIII; de tal modo que nuestra falsa cultura es una larga experiencia asociada con la pobreza de nuestro mundo político, con la carencia de un Estado fuerte, integrador y, aunque incomode decirlo, hegemónico. Yo soy de los que hubiese preferido una sociedad integrada y homogenizada bajo una publicidad cívica proveniente de un Estado fuerte; una situación de estas produce por lo menos dos cosas interesantes: afinidades colectivas que nos hacen pertenecer a algo y unas disidencias o resistencias que defienden y reivindican todo aquello que el Estado aplasta u olvida. Creo que el liberalismo extremo en que hemos vivido no ha producido nada orgánico, nada consistente y le ha dado cimiento a la ramplonería prevaleciente, al consumismo sin criterio; puede ser que en medio de eso, de modo aleatorio, surjan voces críticas, gente talentosa e inquieta, pero todo eso termina condenado a una vida efímera y marginal.

J. D. M.

Desde comienzos de la década de 1990, Latinoamérica ha experimentado drásticas reformas de corte neoliberal que han tenido efectos ideológicos profundos. ¿Usted considera que, para el caso específico de Colombia, la implantación del neoliberalismo en 1991 (año de la adopción de una nueva constitución y la puesta en marcha de las reformas neoliberales del gobierno de César Gaviria) ha conllevado un pensamiento cada vez más uniforme y menos reflexivo?

G. L. C.

Hablemos, más bien, de lo que ha podido significar la expansión de los valores conexos del neoliberalismo a la vida intelectual y, en general, a la vida pública. No creo que 1991 sea un año de inicio de algún hecho nuevo; creo que desde antes, en el decenio de 1980, con el ascenso del narcotráfico, hubo un trastorno de valores que tuvo impacto en el lenguaje cotidiano, en las relaciones entre los individuos, en la formación de un funcionariado estatal, en los consumos de símbolos. Desde entonces hemos entrado en una frenética exaltación de un individualismo extremo. En muchas ocasiones, los académicos nos hemos puesto a examinar qué nos une como nación o comunidad, y encontramos elementos muy frágiles y episódicos. Los deportes y deportistas nos hacen reunir, muy malamente, en los estadios y ante las pantallas de televisión. Luego de esos estallidos emocionales, volvemos a ser lobos entre nosotros mismos. Al lado de eso han emergido unos liderazgos políticos muy limitados, y sobre todo repugnantes, que han optado por enfrentar a unos contra otros con base en lemas de odio, de separación. Como sociedad estamos muy escindidos.

Eso que llamamos corrupción es una de las consecuencias de ese liberalismo extremo. Los funcionarios y los "hombres públicos" son portadores de intereses muy privados, muy particulares y muy propios. Buscan la satisfacción personal y, si acaso, de aquellos que les son muy cercanos (parientes, amigos, vecinos). Como no hay un proyecto de nación lo suficientemente incluyente, la política es un medio de adquisición de notoriedad y de ganancias rápidas. Las universidades no están formando hombres y mujeres de Estado, están simplemente informando y dotando de habilidades básicas a individuos cuyos propósitos son ajenos al altruismo más elemental. Estamos asediados por gente competitiva, hábil, pero sin brújula; su horizonte de expectativa, sus utopías no abarcan la reflexión sobre lo que deben y pueden ser nuestras ciudades y nuestra sociedad en general dentro de dos o tres decenios. Como todos los pragmatismos, sus preguntas y respuestas son de corto alcance temporal; saben cómo afrontar coyunturas, saben cómo lucrarse, pero no saben o no quieren saber cómo resolver encrucijadas colectivas.

Mientras no haya un proyecto de nación liderado por un Estado moderno, seguirán predominando todas las variantes de intereses privados que buscan satisfacer su situación particular, aprovechar el cuarto de hora de control de recursos para el provecho propio. Pero llegar a ese proyecto de nación y a esa condición del Estado nos tomará mucho tiempo, mucho trabajo, varias generaciones de funcionarios formados en principios meritocráticos.

J. D. M.

Después de cincuenta años de enfrentamientos con las FARC, Colombia se encuentra ante un proceso de posconflicto en el que, por un lado, los antiguos guerrilleros deben someterse a una reinserción económica, política y social, y, por el otro, se necesitan importantes cambios en la mentalidad del colombiano. ¿Qué papel pueden cumplir los intelectuales en este proceso?

G. L. C.

Hablemos de intelectuales en el desempeño de diversas funciones. Aquellos que tenemos vínculos de especialización con el conocimiento de las ciencias sociales tenemos nuestras posibilidades de intervención en la vida pública; no de la misma manera que los médicos, los arquitectos o los ingenieros. En lo que concierne a las ciencias humanas y sociales, nos corresponde -es mi humilde apreciación- construir y difundir conocimiento. Me parece que el tiempo del posconflicto es el tiempo de luchar por el fortalecimiento institucional y la autonomía de las ciencias humanas y eso debe plasmarse en institutos de investigación en filosofía, en historia, en antropología. En becas de investigación, en programas editoriales, en museos, en fortalecimiento de la universidad pública. Insisto que la lucha fundamental es contribuir a la formación de un Estado moderno, regulador, que ayude a superar el liberalismo y el individualismo extremos. Si creemos que una de las grandes causas del conflicto armado colombiano ha sido un Estado históricamente débil, entonces la solución más coherente con ese diagnóstico es participar, con nuestros saberes especializados, en fortalecer el Estado, dotarlo de prioridades, de planificación urbana, de políticas públicas, de premisas culturales.

No concibo el compromiso intelectual por fuera de pensar el Estado y desde el Estado. Eso puede sonar muy conservador, pero me parece todo lo contrario. El Estado está hecho de sociedad y los intelectuales son una parte muy activa de la sociedad; lo dicen muy bien varios clásicos de la sociología: los intelectuales cumplen un papel intermediario en muchos sentidos, y uno de esos es entre el Estado y la sociedad. Esa relación entre Estado y sociedad hay que reconstruirla y allí están -deben estar- los intelectuales.

Hemos olvidado, de adehala, que los científicos sociales somos personificación del Estado. Pierre Bourdieu y otros pensadores nos recordaron que las ciencias sociales son un genuino producto del Estado en su voluntad de saber y, sobre todo, en su voluntad de saber gobernar. De modo que cuando nos formamos en las ciencias sociales, estamos en la órbita de reclutamiento de intelectuales de Estado que administramos y difundimos las ciencias que alguna vez el Estado inventó. Otra cosa es que ese conocimiento de la sociedad no lo quiera usar el Estado porque ha sido poseído, momentáneamente, por otras prioridades, por otros agentes de poder. Por eso me parece erróneo querer distanciarse del Estado, porque eso es lo que precisamente desean los corruptos, quienes no quieren que los científicos sociales hagamos tantas tareas que, en nuestro proceso histórico, han sido aplazadas u olvidadas.

J. D. M.

En su libro Antintelectualismo en la vida norteamericana (1963), Richard Hofstadter separaba la inteligencia del intelecto y, de este modo, a los "inteligentes" de los "intelectuales": mientras que los primeros viven por las ideas, los últimos viven para las ideas, para renovarlas y ser críticos ante ellas. En ese sentido, sostiene que los intelectuales "han tratado de servir como antena moral de la raza humana, anticipando y, si es posible, clarificando los principios morales fundamentales antes de ser impuestos en la conciencia pública". ¿Usted cree que estas afirmaciones tienen sentido para la situación del intelectual en Colombia?

G. L. C.

Creo que es bueno vivir con ideas y crear ideas en todos los ámbitos de la creación de conocimiento (eso incluye las ciencias naturales, las exactas, las formas de creación artística). Vivir para las ideas o para ciertas ideas o, peor, para una idea, puede volverse dogma, y el dogma anula, por definición, cualquier gesto creador. El intelectual es el creador de problemas y soluciones; propone mundos posibles; señala los agotamientos de unas ideas y las posibilidades de otras.

Los intelectuales que me parecen interesantes y dignos de constituir un paradigma por sus legados son aquellos que supieron separarse de lo habitual, que tuvieron que ser, por unos momentos, una especie de herejes, de incomprendidos y luego se volvieron canónicos. Un creador genuino con el cual no hemos sabido establecer un diálogo suficientemente fecundo es Gabriel García Márquez; él nos ha mostrado un camino, de los tantos posibles, acerca de cómo se crea algo que se sale de la horma y supera una tradición. Otro es León de Greiff, porque fue capaz de crear un universo autónomo, libre, dentro de las posibilidades del sistema de una lengua. Otro puede ser Manuel Zapata Olivella, un médico que se volvió antropólogo para mostrarnos la riqueza del mestizaje. Otro puede ser Enrique Grau; lástima que se trata de un universo un poco elitista; pero la pintura de Grau es la de un gran artista que construyó etapas, que exploró para tratar de superarse a sí mismo. Es alguien muy lejano de la monoglosia visual de Fernando Botero.

Me dirán que ninguno de ellos es el paradigma de un intelectual revolucionario. Sin embargo, creo que sí lo fueron en la medida en que hicieron lo que podían hacer con sus medios: transformar radicalmente los universos simbólicos a los que pertenecieron y algo más. A los intelectuales no les podemos pedir que hagan nada distinto; los intelectuales no somos los políticos. Los políticos son los que pueden hacer real lo que los intelectuales pensamos. Pero si los intelectuales nos trasladamos a la praxis, al intentar hacer, estamos dejando de ser intelectuales; nos hemos ido a habitar un mundo que nos es ajeno. Los intelectuales, cuando nos distraemos en la voluntad de gobernar, nos desperdiciamos y eso tiene unas implicaciones culturales que debemos examinar. ¿Por qué tantos asuntos prioritarios de las ciencias humanas siguen sin resolverse? No es solamente por la precariedad de los medios institucionales, por los presupuestos estatales mezquinos, por la trivialidad reinante. También sucede que los intelectuales nos perdemos en el voluntarismo. Por eso hay pocas obras que sean resultado del largo aliento, de trabajo sistemático de veinte o treinta años. Los cantos de sirena de las militancias políticas nos desgastan mucho. Y olvidamos que un gran compromiso es producir conocimiento sistemático sobre nuestra sociedad. Es un problema de no saber definir prioridades en la cultura.

Me interesa mucho ahora la figura social y política del médico. Estamos acostumbrados a ver abogados por todas partes, desde la fundación de la república nos hacen hecho creer que ellos han sido los demiurgos que han puesto orden en el caos con sus devaneos legislativos. Sin embargo, con todas las precauciones posibles, deberíamos detenernos en los médicos. José Celestino Mutis fue un médico que terminó dictando física newtoniana y liderando una expedición científica. Los médicos colombianos estuvieron atentos a la recepción del darwinismo, con los riesgos que implicaba desobedecer los mandatos de la Iglesia católica a fines del siglo XIX. Los médicos han estado en los debates álgidos de las políticas de salud pública, de control de los comportamientos colectivos, de las campañas de higiene, en fin.

J. D. M.

¿Cómo entiende entonces usted el término "antintelectualismo"?

G. L. C.

El antintelectualismo es de todos los extremos, cada uno con su particular aderezo. El antintelectualismo de derecha que le teme al pensamiento crítico, que le incomoda la ciencia social, que solamente quiere una tecnocracia dócil para resolver sus afanes de lucro. Otro aún más extremo es el de los fascismos y totalitarismos que no quieren ni libros, ni bibliotecas, ni pensamiento de ninguna índole, solo desean reclutas adoctrinados para salvaguardar un dogma y venerar a un líder. Ha habido antintelectualismo de izquierda, cuando nos decían que la forma superior de lucha era la de las armas y que eso de ser intelectual era una opción estéril. ¿Cuántos intelectuales hemos visto morir en el triste salto a la lucha armada? El antintelectualismo también lo hemos conocido como una reproducción cotidiana hasta en nuestras familias. No podemos olvidar que muchos de mi generación somos la primera generación letrada.

El antintelectualismo puede entenderse, en nuestra vida cotidiana contemporánea, como una pérdida de polifonía, como la incapacidad de aceptar diversos registros de habla o diversas posibilidades de comprender un mismo asunto. Todo aquello que se inclina por la monoglosia y la repetición tiende a lo autoritario. Eso sucede con las prácticas religiosas, con las militancias acérrimas, con los consumos masivos, con los grupos organizados para expresar odios.

J. D. M.

¿Cuál cree usted que ha sido la posición del intelectual colombiano desde la imposición del mercado de masas y de consumo?

G. L. C.

Usemos el plural: intelectuales colombianos, porque hay intelectuales para todos los gustos. Detrás de la imposición del mercado también hay intelectuales. Pero, en general, sin entrar en detalles (que además no conozco), los intelectuales críticos en Colombia han ayudado a alimentar nuevas sensibilidades que son nuevas posibilidades de presencia en la vida pública de discursos que hace unos años eran inimaginables. Poder plantear hoy, en la vida pública, los derechos de una sociedad diversa es el resultado de esa eclosión de sensibilidades que ha sido alimentada por ideas, por símbolos. Hoy defendemos la diversidad de identidades de género, hoy hemos hecho creer que los animales son seres sintientes, hoy intentamos persuadir sobre la necesidad de defender el vínculo de comunidades nativas con sus territorios. Al respecto me parece muy valioso lo que hace un intelectual como Arturo Escobar con su propuesta del pluriverso.

J. D. M.

Acerca de la figura del intelectual académico, es decir, el intelectual vinculado a una universidad, ¿cómo son sus vínculos con la sociedad? ¿Cómo cree que el intelectual académico es percibido hoy en día? ¿Cumple alguna función especial?

G. L. C.

El intelectual académico es una figura social caracterizada por auditorios restringidos. Nos ha quedado difícil salir de nuestros campus universitarios y nuestros cercos disciplinares. La proyección de lo que decimos es muy limitada; pero, aun así, me parecen muy importantes los esfuerzos divulgativos de las estaciones de radio universitarias y las pequeñas pero significativas incursiones en la televisión. El intelectual académico va aprendiendo a conversar más a menudo con la sociedad, pero necesita fortalecer esa conversación porque eso significa, en últimas, fortalecer ante la sociedad la institucionalidad universitaria; es una validación social permanente de lo que pensamos y decimos.

El diálogo con la sociedad es necesario, también, para darle firmeza a las comunidades de conocimiento. Nos obliga a transitar por mundos menos conocidos y seguros; quizás nos hemos dejado llevar por la costumbre de conversar entre nosotros mismos, entre especialistas, entre colegas, entre grandes amigos o enemigos. Y de tanto mirarnos el ombligo se nos puede olvidar la sociedad, que es el verdadero punto de partida y de llegada de nuestras investigaciones.

El mundo universitario no es tan autónomo y autosuficiente como deseamos; dependemos de instituciones estatales que aprueban o desaprueban presupuestos, de gobernadores de departamentos que tienen agendas alejadas de la producción sistemática de conocimiento, de facciones políticas que se reparten las regalías en las regiones, dependemos de la incoherente y empobrecida Colciencias. La política educativa del presidente Juan Manuel Santos ha sido desastrosa, sus perjuicios no los disimulan siquiera los lemas que le sirvieron de propaganda oficial. En medio de condiciones tan adversas, las ciencias sociales y humanas siguen siendo el lugar de convergencia de formas de investigación de pensamiento y escritura que sugieren soluciones a las múltiples encrucijadas de este país que ha entrado en una incierta etapa de transición política. Eso hay que decirlo con más frecuencia y enfatizarlo cuantas veces sea necesario.

J. D. M.

La universidad pública en Colombia ha sido estigmatizada y perseguida por los medios de comunicación. ¿Cree usted que tal actitud hacia los estudiantes de esas instituciones son muestras contemporáneas de antintelectualismo?

G. L. C.

Esas persecuciones no son nuevas; los señalamientos a los intelectuales y a los estudiantes de las universidades públicas hacen parte de una insistente maniobra de desprestigio a una intelectualidad que le es incómoda. En nuestro sistema mixto de educación, la universidad pública está llevando la de perder; es vulnerable en muchos sentidos. Las universidades privadas se lucran, construyen campus babilónicos, forman el personal de la administración del Estado, mientras tanto en las universidades públicas vivimos con presupuestos deficitarios, con controles excesivos para cualquier pequeña inversión y nos miran con desconfianza.

Ojalá esta transición política que estamos comenzando a vivir nos sirva para hacer un ejercicio de reconstrucción del sistema público de enseñanza de tal manera que la universidad pública vuelva a ocupar un lugar prioritario en políticas de financiación de la investigación y la creación artística y recobre el liderazgo perdido.

Sobre el entrevistado

Gilberto Loaiza Cano es profesor titular del Departamento de Filosofía de la Universidad del Valle y, en el grupo de investigación Nación-Cultura-Memoria, es responsable de la línea de investigación en "Historia intelectual de Colombia, siglos XIX y XX". Es autor de dos estudios fundamentales sobre figuras intelectuales en Colombia: Luis Tejada y la lucha por una nueva cultura, 1898-1924 (1995) y Manuel Ancízar y su época, 1811-1882 (2004). Asimismo, se ha ocupado de procesos sociales e intelectuales en el país durante los siglos XIX y XX, como lo atestiguan Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación. Colombia 1820-1886 (2011) y Poder letrado: ensayos sobre historia intelectual de Colombia, siglos XIX y XX (2014).

Sobre el entrevistador

Juan Diego Medina Cruz es bachiller del colegio Liceo Navarra. En el primer semestre del 2014 ingresó al pregrado en Historia de la Universidad Nacional. A mediados del 2016, habiendo cursado cinco semestres, decidió trasladarse al Departamento Literatura en la misma universidad. Le interesan las líneas de teoría literaria, historia de la literatura y escritura creativa. Como géneros literarios, gusta del cuento, el ensayo y la novela.

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