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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

versão impressa ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.20 no.2 Bogotá jul./dez. 2018

https://doi.org/10.15446/lthc.v20n2.70344 

Reseñas

Marx, William. El odio a la literatura. Traducido por Juan Moreno Blanco, Cali, Universidad del Valle, 2017, 193 págs.

William Díaz Villarreal1 

1 Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia


"¿Qué es la literatura? Demasiadas cosas: ningún objeto idéntico a sí mismo" (9). En términos estrictos, nada nos permite agrupar bajo ese nombre tres mil años de textos heteróclitos, salvo el hacer parte de un discurso apartado de los otros y que se enfrenta a una oposición permanente: la literatura es el más débil, "el más sospechoso, siempre en vía de quedar fuera de moda o superado" (10). Aquello que la define no es una cualidad positiva, como la desprestigiada "literariedad" que buscaban en vano algunos formalistas, sino el campo negativo que la desafía: "Llamamos literatura todo discurso al que se opone la antiliteratura. No hay literatura sin antiliteratura" (9). El origen mítico de esta oposición es más o menos simple, pero sus efectos han mostrado una gran capacidad de perduración. En la Grecia antigua había dos discursos fundamentales, "el de la ley y el de las musas"; cualquier discurso que pretendiera un lugar de honor debía justificarse con respecto a ellos. En ese contexto, la filosofía surgió enfrentándose al segundo, negando su autoridad, su pretensión de acceso a la verdad y su moralidad. Los poetas no pudieron parar la estocada filosófica y, desde los tiempos de Platón, "quedaron pobres y desnudos" (10). "Lo que llamamos literatura" es lo que sobrevivió cuando les quitaron todo, su destino es el producto de este despojo originario.

Las anteriores afirmaciones resumen los presupuestos básicos de El odio a la literatura, el último libro del crítico francés y profesor de literatura comparada, William Marx, que acaba de ser traducido al castellano por Juan Moreno Blanco para la Editorial de la Universidad del Valle. Esta traducción -la primera a un idioma extranjero- se suma a su buen recibimiento por parte de la crítica y la opinión pública: reseñas positivas en periódicos franceses, un dossier en Romanische Studien -la revista más importante sobre estudios literarios y filológicos en lenguas romances en Alemania- y una traducción inglesa bajo el sello de Harvard University Press, que se publicará pronto. Como colofón al dossier de Romanische Studien, Marx publicó una nota en la que, de alguna manera, justifica este buen recibimiento en la forma en que el libro plantea y desarrolla sus preguntas centrales. No le faltan razones para ello. De un modo todavía seminal en la introducción a Las retaguardias en el siglo XX (Les arrière-gardes au XXe siècle, 2004) pero mucho más decisivo en El adiós a la literatura (Ladieu à la littérature, 2005), Marx se había ocupado de "los escritores que expresaban públicamente su hostilidad o su decepción con respecto a la literatura". Mientras que el objeto de los libros anteriores eran los "adversarios internos" de la literatura, El odio a la literatura trata de comprender y enfrentar a sus "adversarios externos": "filósofos, eruditos, teólogos, pedagogos, hombres de estado que atacan la literatura para reducir su lugar o sus usos en la sociedad de su tiempo".1 La lección que se puede extraer del libro se encuentra en su forma de aproximarse a la literatura de modo negativo, en ver cómo ella se constituye a través del reflejo que proyecta sobre ella la antiliteratura.

Sin embargo, más allá de tales aportes indudables, el efecto principal de El odio a la literatura no se deriva de sus principios metodológicos, sino de su estrategia retórica general. Lo que tienen en común las reseñas de Robert Kopp (Le Magazine littéraire) y Jean-Louis Jeannelle (Le Monde) y los textos del dossier en Romanische Studien es su identificación tácita con la posición que adopta el autor del libro. Marx es un defensor apasionado de la literatura, y en cuanto tal busca poner en evidencia una "galería grotesca" (13) de enemigos ridículos. Él sabe, además, que la mejor arma para lograr este objetivo es la ironía -y la ironía es, obviamente, la fuerza elemental que anima la literatura-. Quien se interese más por la literatura que por sus contextualizaciones sociales, psicológicas, políticas e ideológicas puede encontrar en este ensayo un manual de combate muy valioso, no solo porque le permite ver la disposición de las tropas de sus enemigos, sino también porque hace evidentes sus intenciones. Los discursos antiliterarios, se lee en las primeras páginas, no aspiran necesariamente a la muerte de la literatura; "a menudo se contentan con aplastarla para gozar a su turno de la existencia". En otras palabras, al rebajar el valor de la literatura, ellos se valorizan a sí mismos. Y es que de eso se trata. "Si la literatura no estuviera ahí, la antiliteratura terminaría por inventarla" (12).

No es casual, por eso, que el primer argumento que señala Marx en contra de la literatura sea el que se hace en nombre de la autoridad. Los poetas se consideran "servidores de las musas"; sin embargo, ¿qué son las musas?, ¿qué verdad encarnan?, ¿qué valores defienden? "Todos comienzan por recibir su educación con Homero" constataba Jenófanes resignado, pero luego agregaba que Homero y Hesíodo les atribuyeron a los dioses los peores vicios humanos (32). No es posible, en estas circunstancias, reconocer en ellos autoridad alguna. Ataques como este recorren la filosofía presocrática y alcanzan su punto máximo en Platón. El hecho de que los poetas hayan sido expulsados de su república imaginaria y los filósofos tengan el dominio en ella muestra, de acuerdo con Marx, que en el fondo se trata de un asunto de autoridad. "En la Grecia arcaica, la verdad plural era enseñada por tres tipos de maestros: el aedo, el adivino y el rey" (40); Platón ejecuta un golpe de estado virtual en favor de los reyes filósofos, en quienes se lleva a cabo una alianza nueva entre el saber y el poder. La poesía representaba, para Platón, aquel discurso que no puede subsumirse a ninguna forma de dominio. "Hubo un tiempo en el que el amor a la sabiduría (philosohia) coincidió curiosamente con el odio a la poesía" (36).

Por supuesto, los filósofos nunca se tomaron el poder realmente. El primer -y tal vez el único- "totalitarismo universal" que logró controlar al ser humano en su integridad fue el cristianismo, un totalitarismo que se alimentó, no obstante, de las ideas de Platón. "El conflicto con la literatura era inevitable, dada la preferencia originaria de Jesús por los ignorantes y simples de espíritu" (47). Sin embargo, el cristianismo siempre ha mante nido una relación ambigua con la literatura, dice Marx, y ello a causa de su doble naturaleza. En cuanto revelación y trascendencia, el cristianismo aspira a romper con la tradición literaria y a derivar toda su autoridad de Dios; pero en cuanto encarnación, no puede evadir las formas del lenguaje en las que la poesía y la literatura han dejado una huella casi irreductible. "El oído divino juzga las intenciones en lugar de las palabras", decía Guibert de Nogent en la transición entre los siglos XI y XII (53), y quinientos años antes Isidoro de Sevilla había afirmado que las palabras de los paganos brillan en el exterior, pero están "vacías de sabiduría y de virtud" (50). En contraste, agregaba, los cristianos simples de espíritu pero llenos de piedad cargamos nuestros tesoros "en jarrones de arcilla", como los apóstoles. Así, muchos teólogos, traductores y padres de la Iglesia se vanagloriaban de sus errores de gramática o de su falta de elocuencia como del mejor salvoconducto para el Reino de los cielos.

De esta relación paradójica extrae Marx una conclusión muy sugestiva. Paradójicamente, aunque la fe cristiana tomaba la forma de un rechazo absoluto del arte de escribir, en el fondo tal rechazo sirvió para el desarrollo de "otra literatura, más simple, más tosca, más esencial: [...] una escritura diferente, fundada en lo amargo y lo picante más que en la dulzura y la caricia" (54). Esto muestra que, en muchas ocasiones, los ataques contra la literatura producen transformaciones fundamentales en ella. La literatura nunca es destruida y siempre resurge renovada de sus cenizas. Así como el cristianismo produjo al final una literatura más sencilla que abrió las puertas a la novela moderna, Platón logró superar los mitos homéricos en nombre de una mitología nueva, y los argumentos de Rousseau en contra de la afectación de la literatura clásica abrieron las puertas a la sinceridad del romanticismo. La antiliteratura ha llegado a ser, de este modo, uno de los motores que alienta la renovación literaria.

Sin embargo, esto solo es posible cuando la literatura posee algún tipo de autoridad, real o imaginaria. Después de Platón, la literatura ya no representaba una amenaza para los filósofos griegos, y por eso nadie se tomó la molestia de atacarla. El cristianismo todavía veía en la literatura el peligro de la vanidad y atisbaba en ella espacios interiores en el ser humano que no pueden ser controlados. Pero la actualidad es diferente, pues vivimos más allá de la utopía que soñó Platón: la nuestra es "una sociedad cuyos miembros nunca se deciden a abrir un libro sino para extraer los placeres puramente gratuitos de la imaginación" (57), que no reconoce autoridad alguna y las impugna todas. Cuando la autoridad ya no es un problema, dice Marx, la acusación principal en contra de la literatura se desvanece, y junto a ella cualquier acusación posterior. Sin embargo, incluso en estos casos el discurso antiliterario no descansa y "se mueve [...] hacia otros argumentos" (57). El propósito del libro de Marx no es hacer una historia de la antiliteratura, sino presentar líneas generales de los argumentos anti literarios, argumentos repetidos sin cesar, "con un goce del eterno retorno y de la menuda variación, de la argucia y de la controversia" (13), en una monótona letanía antintelectual.

Marx divide los argumentos de la antiliteratura en cuatro categorías o juicios, que corresponden a los cuatro capítulos del libro: en nombre de la autoridad, de la verdad, de la moral y de la sociedad. El primero es el más importante, y de él se derivan los demás. El segundo dice que la literatura no solo carece de autoridad, sino que además es ficcional y, por lo tanto, falsa o científicamente inútil. Su testigo principal es el químico y novelista best seller británico C. P. Snow, un verdadero figurín de guiñol antiliterario. En su famosa conferencia de Cambridge (1959) sobre las "dos culturas" -"la cultura literaria y la cultura científica, que, según el orador se ven las caras como dos perros de porcelana sabiamente colocados cada uno al lado de una chimenea, sin jamás poder encontrarse" (60)-, Snow parecía abogar por un diálogo entre ambas. No obstante, el suyo era un ataque velado a los "defectos y faltas de la cultura literaria": mientras que la cultura científica es "decididamente heterosexual" -la expresión es del mismo Snow-, la cultura literaria aprecia "lo felino y lo oblicuo" (63); la cultura científica está inmunizada contra la tentación "hecha de derrotismo, de egoísmo complaciente y de vanidad moral" (66). Como si todo esto no fuese suficiente, Snow recuerda que muchos escritores importantes del período del modernismo terminaron apoyando el fascismo -como si muchos científicos no lo hubiesen hecho, y como si tal apoyo hubiese sido decisivo en la práctica cultural y política nazi- (64-65).

Todos estos argumentos, por supuesto, no resisten el menor análisis. Sin embargo, lo que llama la atención es la situación que permite que se los tome en serio: "en pocos meses, el texto [de la conferencia de Snow] fue reprodu cido, traducido y comentado en todo el planeta" y "su autor aclamado como un pensador de primera fila y acogido en todas partes" (61). Se convirtió en lectura obligatoria en la Universidad de Cambridge, e intelectuales, críticos y políticos lo convirtieron en un texto de cabecera. Esto fue posible, dice Marx, porque la conferencia no hacía "sino martillar con la fuerza deslumbrante de la seudo-evidencia una tesis de la que todos estaban ya íntimamente convencidos, a veces sin atreverse siquiera a confesárselo: literatura y progreso se habían mostrado incompatibles. [...] El mundo de la posguerra se había lanzado en la vía irresistible del mejoramiento material y moral de la humanidad", y la ciencia se presentaba como la base de los proyectos utópicos del siglo XXI (68). En estas circunstancias, el discurso antiliterario podía convertirse en el discurso oficial de las élites, y se abrían las puertas a "la antiliteratura mediática", tan importante a partir de la segunda mitad del siglo pasado.

El juicio en nombre de la moralidad afirma que la literatura no solo carece de autoridad y es ficcional, sino que además promueve el vicio y es inmoral. "En la época moderna", dice Marx, "las mujeres hacen el papel de princípiales víctimas de la literatura, al igual que los niños, y es en nombre de los valores conyugales y familiares que se desencadena la diatriba antiliteraria" (100). En cierto modo, añade, la familia es en un sentido simbólico "la fuente del primer traumatismo antiliterario". Marx presenta anecdóticamente un caso tomado del cambio del siglo XVII al XVIII: Tanneguy Lefevre, hijo del hele nista francés del mismo nombre y hermano de Anne Dacier (traductora de renombre de varios autores griegos). Recibió una educación literaria fuerte y, después de convertirse al calvinismo, terminó por rebelarse contra ella en un panfleto en latín convenientemente titulado De la futilidad de la poesía. Según Marx, la antiliteratura moralista a menudo adquiere una forma que, metafóricamente, puede verse a través del psicoanálisis: si defender a los poetas significa "mantener el vínculo entre la lengua original y la tradición, y perpetuar el hilo que une cada generación tanto a la siguiente como a la precedente", entonces atacarlos es, para quien se siente oprimido por ellos, querer asesinar la imagen del padre encarnada en "los antiguos maestros de la humanidad" (119).

El libro de Marx está construido dialécticamente: cada capítulo retoma las hipótesis del capítulo anterior y las desarrolla en nuevas hipótesis. El último capítulo, dedicado al juicio en nombre de la sociedad, toma como punto de partida las múltiples declaraciones de Nicolás Sarkozy en contra de que se preguntase acerca de La Princesa de Clèves a los participantes en la convocatoria para cargos administrativos del Estado. Un ataque a la tradición nacional que, en este capítulo del libro, adquiere nuevo matiz social. Nadie le pregunta a la cajera en una entidad pública acerca de la novela de Madame La Fayette, decía en un discurso del 2006 el entonces candidato a la presidencia francesa. "Pónganse ustedes en el sitio de ese hombre o esa mujer que trabaja, que tiene una familia y que además debe preparar prueba para ascender a un nivel superior" (141). Esta manifestación de Sarkozy es una muestra más de la antiliteratura populista y mediática que se ha puesto tan de moda en las últimas dos décadas. Con ironía, Marx comenta que la imagen de una pobre madre de familia de cuarenta años que se ve obligada a leer la novela mientras que con la otra mano prepara la comida de sus hijos parece "una versión en el siglo xxi de Pobres gentes de Victor Hugo. No está lejano el día en que las obras maestras de la literatura serán prohibidas como tratamiento inhumano y degradante por las convenciones internacionales" (141).

La discusión sobre si este tipo de preguntas debe incluirse en las pruebas de los funcionarios estatales es compleja, y Marx trata de encararla con cierto éxito. Para un funcionario público de cierta importancia, sostiene, un conocimiento mínimo de la historia de Francia "no parecería inapropiado", y cabría preguntarse en qué medida ese conocimiento debería también extenderse a la literatura (144). Al fin y al cabo, como decía Curtius en 1930, "la literatura juega un papel capital en la conciencia que Francia tiene de sí misma y de su nación" (146). Lo que resulta curioso es, por un lado, que un presidente tan preocupado por la cuestión de la identidad nacional, como era Sarkozy, no haya visto la importancia de estas cuestiones, y por el otro que insistiera tanto en un asunto que, a la larga, es menor dentro de las responsabilidades de un jefe de Estado -la pregunta sobre Madame de Clèves se convirtió en un blanco de ataques tan frecuente por parte de Sarkozy, que al final esta novela terminó por convertirse en el caballo de batalla de todos aquellos que se oponían a sus políticas-.

Estas cuestiones anecdóticas, sin embargo, se enmarcan dentro de la forma que ha adquirido la antiliteratura en el debate público, y no solo en Francia. Setenta años después de las afirmaciones de Curtius, la literatura parece no representar nada en la conciencia francesa, y nos enfrentamos al choque de dos legitimidades, dice Marx: por un lado, la legitimidad "emanada del sufragio universal" que busca imitar a un pueblo supuestamente ignorante y hostil hacia la literatura, y la legitimidad del poder de "la pluma y el tintero", al que a veces se le concede la gracia de "encarnar la nación" y hablar a su nombre (149). Este choque es aprovechado por políticos y oportunistas para poner sobre la mesa de la discusión pública uno de sus ases bajo la manga: el supuesto elitismo de la literatura. El Secretario de Estado encargado de la Función Pública del gobierno de Sarkozy, por ejemplo, decía que solo los egresados de la Escuela Normal Superior podrían saber quién es la autora de La princesa de Clèves. Preguntas como esa en una prueba para proveer cargos públicos son "lamentables", afirmaba, "preguntas de un conocimiento puramente elitista" (143). Lo curioso, en todo caso, es que estas acusaciones contrastan con las que se hacían en contra de la literatura hace tres o cuatro siglos, cuando los nobles -incluso nobles humanistas del renacimiento francés- veían lo que hoy llamamos literatura como un arte secundario, frívolo e inútil para la vida cortesana. "El odio por los libros, en los siglos XVI y XVII, fue un odio de clase [...] junto con un odio de casta en lo que concernía a los maestros de escuela y a los escritores" (153). Así, mientras que en las sociedades aristocráticas los grandes señores menosprecian la literatura por no ser suficientemente aristocrática, en las sociedades democráticas la gente, o quienes se asumen a sí mismos como sus representantes, se permite un desprecio abierto hacia ella por ser elitista y contribuir a la profundización de las diferencias de clase.

Las últimas páginas de El odio a la literatura se concentran en los efectos que este populismo antiliterario ha tenido en la academia en las últimas décadas, y por eso merecen cierta consideración. El argumento general de Marx en este punto ya es conocido para el lector del libro: la literatura, como tantas otras veces, fue desplazada del espacio que otras formas de discurso no habían colonizado todavía. Durante los años cincuenta, los sociólogos y los académicos asumieron el papel que, hasta entonces, habían cumplido algunos escritores como Zola, Hugo o Vallés: intermediarios y voceros de quienes no tenían acceso a la palabra escrita en la sociedad democrática. El estudio y la reivindicación de la cultura popular, hasta entonces marginal en la universidad, dio origen a los estudios culturales ingleses, cuyos pioneros fueron Richard Hoggart y Raymond Williams. Ninguno de los dos tuvo la intención original de devaluar la literatura; al contrario, para ellos los escritores más importantes de la modernidad ocupaban un lugar central en el marco de sus reflexiones. Sin embargo, dice Marx, "no se puede negar que objetivamente el desarrollo de los estudios culturales tuviese un efecto antiliterario, al reducir en la práctica la parte correspondiente a la literaria dentro de los cursos académicos y la investigación universitaria" (158). A esta reducción le siguió un abierto desprecio por la literatura: ataques como los de Snow y su teoría de las "dos culturas" ofrecían el trasfondo adecuado para que la sociología -que mezclaba el interés por la cultura con pretensiones científicas y de objetividad- terminara por convertirse en un arma eficaz para el ascenso de la antiliteratura académica contemporánea.

En el caso francés, la sociología de Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron jugaron un papel central, sostiene Marx. Hoggart y Williams todavía recurrían a un método "subjetivo, enfático, intuitivo -literario, si se nos permite decir-" para el análisis cultural; Bourdieu y Passeron parecían reivindicar "una objetividad y una cientificidad sin compromiso" a través de una retórica universitaria específica y un tecnicismo desapasionado (159). Ni Hoggart ni Williams ponían en tela de juicio el valor preeminente de la alta cultura literaria; al contrario, su interés por la cultura popular se desprendía de ese reconocimiento. Bourdieu y Passeron, por el contrario, ya no se ocuparon del valor propio de la literatura, y más bien conservaron frente a este punto "una neutralidad axiológica y una distancia epistemológica perfecta" por medio de la cual pudieron mostrar que "esta cultura de la que se alardea tanto, en definitiva, no es otra cosa que un instrumento de poder en manos de las clases dominantes" (160). Su sociología no era antiliteraria en sentido estricto. Bourdieu incluso desconfiaba de los políticos populistas que condenan a los desposeídos de alta cultura dentro de su particularismo cultural, y manifestaba admiración genuina por muchas obras importantes de la tradición literaria francesa. Sin embargo, al borrar el valor estético y el sentido de las obras literarias dentro de su sistema, él y Passeron convir tieron la literatura en "un objeto vacío, sin contenido", cuya única utilidad es servir de rasgo distintivo "de un capital lingüístico y cultural heredado" (160). Así, terminaron por "dotar de armas terribles a los adversarios de la literatura" (162).

Pero la literatura sobrevive a pesar de todo: tal es la conclusión de Marx después de presentar este panorama desolador. Y su argumento es lo único que se puede esgrimir con alguna certeza hoy en día. Gracias a su inutilidad y su mudez inherentes, la literatura es el discurso que se resiste a la instrumentalización, y por eso es atacada permanentemente. Sin embargo, esa misma resistencia le da la plasticidad suficiente para mantenerse "presente, viva, actual" (163): siempre arrinconada y desplazada por otros discursos, se ve obligada a quedarse con los espacios sobrantes de la vida individual y política. La antiliteratura, entre tanto, seguirá limitando los poderes y los usos de la literatura, seguirá definiendo sus contornos, sugiriéndole sus peligros y lamentando sus fracasos. El discurso antiliterario ha demostrado una enorme continuidad histórica, y a pesar de lo absurdos, injustos y anacrónicos que pueden llegar a ser sus juicios, afirma la existencia de aquello a lo que se opone y le rinde así un "homenaje paradójico". Sin embargo, este optimismo de Marx contrasta con la situación que se vislumbra hoy dentro y fuera de la academia. Cada vez estamos menos dispuestos a reconocer algún valor o importancia de la literatura, y la inutilidad que esgrimen algunos es un argumento que ya casi no tiene ningún efecto, porque la noción misma de inutilidad se ha disuelto en la indiferencia social y cultural de la que se sirve el statu quo para reproducirse a sí mismo. La literatura es hoy aceptada fácilmente como un bien inútil, pues tal inutilidad puede ser un argumento valioso para ciertos sectores del mercado que se lucran de ella. En las condiciones actuales, la defensa de la literatura es cada vez más redundante, porque incluso la antiliteratura se está volviendo superflua. William Marx lo intuye, pero su libro parece temeroso de ahondar en las implicaciones de estos hechos. Por eso, las palabras que cierran el libro tienen la forma de una invocación agridulce: "Mucho peor que el odio a la literatura sería la indiferencia: a los dioses no plazca que su tiempo llegue" (171).

1Marx, William. "Approcher la littérature par 'réflexion'". Romanische Studien, vol. 1, núm. 4, 2016, pág. 136.

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