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Literatura: Teoría, Historia, Crítica

versão impressa ISSN 0123-5931

Lit. teor. hist. crit. vol.20 no.2 Bogotá jul./dez. 2018

https://doi.org/10.15446/lthc.v20n2.70413 

Reseñas

Jacoby, Susan. The Age of American Unreason. Nueva York, Vintage Books, 2009, 357 págs.

Diana Milena Duarte Salinas1 

1 Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia


Thomas Jefferson (1743-1826), tercer presidente de los Estados Unidos de América (1801-1809) y uno de los padres fundadores del país, dijo en 1816 que "si una nación espera ser ignorante y libre, en un estado de civilización, espera lo que nunca fue y nunca será".1 Al poner esta frase como epígrafe de su libro The Age of American Unreason, Susan Jacoby muestra en qué medida comparte este parecer de Jefferson. En la introducción, ella se define a sí misma como "una conservacionista cultural: en el sentido estricto del término según el diccionario, comprometida con la preservación de la cultura 'de las influencias destructivas, la descomposición natural o el desperdicio'" (XII). Su postura "conservacionista" está inspirada, sin duda, en su lectura del ya clásico estudio sobre las corrientes antintelectuales en la cultura norteamericana, Anti-intellectualism in American Life (1963), donde Richard Hofstadter rastrea históricamente los cambios de la función del intelecto en la sociedad norteamericana, así como la creciente desconfianza y desprecio que este produce en las sociedades democráticas. Según Jacoby, el libro de Hofstadter fue "en un sentido importante, [...] un producto de la era de McCarthy": el objeto de su examen era "la mezcla feroz, en la posguerra, del antintelectualismo y el anticomunismo persecutorio dentro del amplio contexto a largo plazo de la propensión estadounidense que se manifestó tan pronto los colonos puritanos llegaron a Plymouth Rock" (XV). Podríamos decir que el libro de Jacoby es, de modo semejante, el producto de la era de Bush hijo y el ascenso del Tea Party Movement: el nuevo antintelectualismo de finales del siglo XX y comienzos del XXI se manifiesta en la ignorancia, la indiferencia e incluso en el desprecio por la ciencia, la "equiparación popular del intelectualismo y el liberalismo" (XVIII) y "la ausencia de curiosidad acerca de otros puntos de vista" (XIX). Articular estas tendencias implica desarrollar críticamente una descripción histórica de la cultura de masas estadounidense(s), el fundamentalismo religioso, la educación pública mediocre y el populismo político.

Jacoby desarrolla esta articulación en once capítulos y una conclusión. El primero describe la situación actual a partir de un fenómeno hoy omnipresente en la vida pública norteamericana: "tan solo hace unas décadas, los estadounidenses eran tratados como pueblo (people) o, en un pasado más distante, como damas y caballeros (ladies and gentlemen). Hoy todos somos amigos (folks)" (3). La palabra folks se ha esparcido como una plaga entre presentadores de radio y televisión, predicadores de megaiglesias, gurús de autoayuda, políticos y hasta presidentes de los Estados Unidos. Todos ellos buscan, con su uso, identificarse con "los valores americanos ordinarios y presumiblemente íntegros" (3). Sin embargo, tal identificación se funda en una degradación del lenguaje y los individuos. Durante años, folks era un coloquialismo sin ningún sentido político específico, pero ahora es la manifestación de una indiferencia general hacia las distinciones más básicas, en las que se basa la riqueza de cualquier lenguaje. Hoy, el apelativo folks designa en masa a cualquiera, desde las víctimas de un huracán, de un acto terrorista o abuso de menores-"our prayers go out to those folks", dicen los presentadores de noticias (3)-, hasta un grupo de expertos -"our homeland security folks", decía el presidente George W. Bush (3)-. No se espera nada especial de los sujetos convertidos en folks, salvo la exaltación de lo ordinario y lo cotidiano a costa de lo singular y lo específico.

En los capítulos dos y tres, Jacoby explora los antecedentes históricos del antintelectualismo actual en las tensiones propias del origen y la juventud de la nación estadounidense, mientras que en el capítulo cuatro muestra la forma que la persecución a los intelectuales de izquierda adquirió durante la primera mitad del siglo XX. Los padres de la Revolución norteamericana eran herederos de la Ilustración europea: para ellos, "los asuntos culturales e intelectuales eran inseparables de la unidad política que forjaron con éxito", aún en contra de las circunstancias adversas (34). Graduados en universidades estadounidenses y europeas o autodidactas, los fundadores de la nación americana creían en el valor de la educación secular, que promovían con entusiasmo, porque para ellos el pensamiento era inseparable de la acción. En 1837, cincuenta años después de la firma de la Constitución (1787), intelectuales de la talla de Ralph Waldo Emerson defendían la independencia intelectual de los Estados Unidos con el mismo ímpetu que sus ancestros revolucionarios habían defendido la independencia política: una independencia "no de la cultura europea en sí, sino del sentido de inferioridad con respecto a la cultura europea continental y británica" (31). Emerson sentaba así las bases del nacimiento de una cultura estadounidense, única y común, cuyos detentadores eran los intelectuales. El riesgo que, de acuerdo con Emerson, corría el "hombre pensante" (Man thinking) en la sociedad estadounidense era el de convertirse en un "simple pensador" (mere thinker), un especialista del pensamiento (37). De acuerdo con Jacoby, estas observaciones de Emerson permiten ver hasta qué punto él percibía en su momento las tendencias sociales que servían de base a "la esquizofrenia permanente en las actitudes de la nación con respecto al conocimiento y el intelecto": una inclinación hacia la especialización, ligada a la idea de que la educación debe proporcionar beneficios prácticos directos (37). El antintelectualismo, tal y como se manifiesta en la sociedad norteamericana, no es una actitud contraria al conocimiento per se, sino más bien al conocimiento excesivo, al saber más allá de lo necesario para la solución de ciertos problemas pragmáticos. Una de sus manifestaciones es la separación del intelectual y el problem solver.

Si el antintelectualismo es, para Jacoby, la desconfianza frente al intelecto libre de las restricciones pragmáticas, el antirracionalismo es la incapacidad de aceptar cualquier argumento, incluyendo la evidencia empírica más transparente. Su fuente fundamental se encuentra en el fundamentalismo religioso, que ha sido un factor determinante en la definición de la cultura norteamericana. Para Jacoby, el secularismo jugó un papel indiscutiblemente positivo en la constitución política y social de los Estados Unidos, pues la creencia religiosa en sí no va en contra de la razón. Sin embargo, desde los tiempos del Segundo Gran Avivamiento (entre finales del siglo xviii y la primera mitad del siglo XIX), el fundamentalismo se ha convertido en uno de los ingredientes centrales del antirracionalismo estadounidense, pues pone la creencia por encima de la argumentación racional y de la evidencia empírica. "De acuerdo con la mayoría de cálculos, solo el diez por ciento de los estadounidenses en 1790 eran miembros de alguna denominación religiosa reconocida" (40). En esta atmósfera, el librepensamiento tuvo una influencia decisiva en la formulación de los principios seculares de la Constitución norteamericana; además, las primeras generaciones de intelectuales cristianos mantenían una postura tolerante y una curiosidad intelectual ejemplar. Pero la libertad religiosa que consagró la Constitución de 1787 abrió las puertas al antirracionalismo y ello fue favorecido por las diferencias sociales y culturales. Los librepensadores pertenecían por lo general a las clases más educadas, mientras que el pueblo raso estuvo expuesto a la proliferación de innumerables sectas protestantes que apelaban más a la emoción que a la razón. La situación no deja de ser paradójica a los ojos de Jacoby. "En Europa, las uniones dominantes entre la Iglesia y el Estado hicieron de algún tipo de racionalismo -y no de otra religión- la respuesta más común para quienes habían perdido la fe en su religión o su gobierno" (46); en Estados Unidos, por el contrario, la libertad religiosa permitió que quienes estaban insatisfechos con el Estado no tuvieran que desenraizar las instituciones religiosas para cambiar las instituciones sociales, o viceversa: solo tenían que vincularse a una nueva o fundar una particular -tal es el caso de los mormones, los testigos de Jehová o la Christian Science- (46-47).

Jacoby retoma este fenómeno en el capítulo ocho, dedicado al fundamentalismo religioso de los últimos cuarenta años. En los años cincuenta y sesenta, dice a partir de su experiencia personal, la religión era un asunto privado y la educación secular pública estaba más o menos garantizada. Sin embargo, por esa misma época aparecieron innumerables denominaciones que destruyeron poco a poco las corrientes principales del liberalismo protestante, un fenómeno que ha sido descrito por muchos como un "tercer reavivamiento espiritual". Para Jacoby, este no es un fenómeno cíclico pasajero, sino un movimiento potencialmente mucho más peligroso, por el poder que estas comunidades han adquirido al construir alianzas y conquistar posiciones decisivas entre los sectores políticos ultraconservadores del Partido Republicano. El acelerado crecimiento del fundamentalismo religioso desde los años sesenta dio origen a la derecha cristiana, cuyos políticos populistas han sacado provecho de la denuncia de "las élites educadas" como responsables de la destrucción del sueño americano. Esta derecha se nutre de la ignorancia de clases sociales empobrecidas intelectualmente y ha construido sus propias élites que se educan en "una red de colleges cristianos ultraconservadores" (189), en los que ataca abiertamente la teoría de la evolución y se defiende la lectura literal de la Biblia, por ejemplo:

Muchos de sus estudiantes son producto de la escolaridad doméstica, una práctica elogiada por los elementos más extremos de la derecha cristiana, y la vida del campus es supervisada cuidadosamente en un esfuerzo por mantener la pureza religiosa e ideológica de la educación primaria y secundaria de los estudiantes, basada en la fe. (190)

De los tiempos del Segundo Gran Reavivamiento (1790-1840) proviene "la creencia de una minoría significativa de estadounidenses de que el intelectualismo y la educación superior secular son enemigos implacables de la fe" (81). Pero en las décadas finales del siglo XX, "el resurgimiento del fundamentalismo en los Estados Unidos ha tenido lugar dentro del contexto de un penetrante antirracionalismo no religioso que fortalece las formas más extremas de la religión y también afecta los puntos de vista del público general sobre la ciencia, la educación y la realidad misma" (209). Esto nos conduce a un tema esencial en el libro de Jacoby: el destino reciente que ha tenido el sistema público de educación en los Estados Unidos. En efecto, la ignorancia científica no puede atribuírsele solamente al fundamentalismo religioso, pues "la proporción de estadounidenses que rechazan la teoría de la evolución es mayor -en un quince por ciento- a la proporción de quienes creen en una interpretación literal de la Biblia" (23). A esto hay que agregar que "los estadounidenses son tan ignorantes acerca de las particularidades de la religión como de la ciencia" (23). En otras palabras, la mayoría de norteamericanos que defienden su religión ni siquiera la conocen o la entienden, "no pueden nombrar los cuatro Evangelios o identificar el Génesis como un libro de la Biblia" (25). Como el fundamentalismo religioso, las fallas en la educación pública actual tienen raíces históricas profundas (y paradójicas) en las contradicciones inherentes al modelo democrático estadounidense. La Constitución y la Carta de Derechos, ambas basadas en principios seculares, restringían los controles federales sobre la educación. Junto al pluralismo religioso en las instituciones educativas, estas medidas también alentaban formas sin control de dogmatismo. La enseñanza de la ciencia basada en el análisis de evidencias concretas fue desplazada, cuestionada y, en algunos casos, restringida por algunas escuelas y universidades de carácter confesional. Esto permitió la proliferación de uno de los componentes más nocivos del antintelectualismo estadounidense: "la toxina de la seudociencia, que los estadounidenses tanto de izquierda como de derecha siguen absorbiendo como un medio para que sus teorías sociales se vuelvan impermeables a los desafíos basados en la evidencia" (81).

La primera manifestación de seudociencia masificada fue el florecimiento del darwinismo social, que equiparaba la selección natural con la selección social. Esta teoría no fue defendida en el siglo XIX "por ignorantes pueblerinos, sino por algunos de los magnates e intelectuales de negocios más importantes de la nación, incluidos Andrew Carnegie, John D. Rockefeller y William Graham Sumner, un científico político de la Universidad de Yale e intelectual público prototípico" (61). Esta seudociencia tomó fuerza décadas después de la Guerra Civil y tuvo espacio en los currículos académicos de las universidades, con lo que pudo propagarse como la primera forma moderna de lo que recientemente ha venido a llamarse "ciencia chatarra" (junk science), de la que Jacoby se ocupa en el capítulo nueve.

La expresión "ciencia chatarra", sin embargo, ha terminado por adquirir un sentido político: la derecha la usa como etiqueta condenatoria de todo lo que se oponga a su agenda política, social o cultural, desde la investigación sobre el cambio climático hasta la evidencia sobre el efecto del uso de preservativos para controlar la propagación de enfermedades de transmisión sexual. Tal distorsión del término constituye para Jacoby una de las manifestaciones del "pensamiento chatarra" (junk thought), que se caracteriza por "el antirracionalis-mo y el desdén hacia la contraevidencia y la opinión informada" (210-211). Esta forma de pensamiento puede anidar en cualquier lugar del espectro político: "a la derecha le encanta ponerle al pensamiento chatarra la etiqueta de corrección política (la cual se usa simplemente para todo lo que se oponga a los valores de derecha), mientras que la izquierda tiende a ver la ciencia chatarra como un subproducto del fundamentalismo religioso y la superstición" (211). Sin embargo, para Jacoby "el poder real del pensamiento chatarra se encuentra en su estatus como fenómeno de centro, alimentado por el credo americano de la tolerancia que pone en condiciones de igualdad todas las opiniones y se esfuerza muy poco por separar los hechos de las opiniones (211). En estas condiciones, es difícil evitar la penetración del pensamiento chatarra: no solo porque pareceremos tolerantes si consideramos como igualmente válidas la teoría de la evolución de Darwin y la teoría del "diseño inteligente" de las especies, por ejemplo, sino porque el pensamiento chatarra parece usar "el lenguaje de la ciencia y la racionalidad" (115). De este modo, los estudiantes son expuestos en las escuelas y universidades a todo tipo de información científica, seudocientífica, histórica y religiosa sin ningún filtro, y los docentes se polarizan cada vez más, enseñando temas y perspectivas que se acomodaban más a sus propias creencias que al rigor científico.

Lo que se puede decir con un grado de certeza claro es que la chatarra antirracional ha adquirido respetabilidad social en los Estados Unidos durante el último medio siglo, que interactúa tóxicamente con los elementos más crédulos de las ideologías seculares y religiosas y que ha probado ser resistente a la vasta expansión del conocimiento científico que ha tenido lugar en el mismo período. (216)

¿Qué permitió que esto ocurriera? La respuesta a esta pregunta conduce al tercer tema importante del libro: el dominio cultural de los medios de infotenimiento (infotainment) y el triunfo de la cultura audiovisual sobre la cultura impresa. Los medios han sido cómplices del antintelectualismo creciente de la sociedad norteamericana pues, guiados por la presión del mercado y los intereses económicos, le dan credibilidad pública a la chatarra intelectual: sus eslóganes, sus simplificaciones, sus apelaciones a lo sobrenatural, sus especulaciones new age y su charlatanería obtienen espacios en los programas de radio y televisión, etiquetados como opiniones de expertos. Toda información que atraiga al público se difunde sin ser debidamente evaluada y categorizada, y el espectador no tiene escapatoria. Esto, sumado a los problemas educativos -que conducen a la pérdida de la capacidad de selección de las fuentes de información por parte de los jóvenes-, configura una tormenta antintelectual perfecta.

Jacoby es una defensora acérrima de la lectura en todas sus modalidades y lamenta el hecho de que los videojuegos, la internet y otros medios hayan desplazado a la lectura recreativa a un segundo plano. Su argumento puede ser objeto de debate, pero vale la pena mencionarlo. "Cuando Ana Karenina se lanza frente al tren", dice, "el lector se queda con una serie interminable de preguntas acerca de la naturaleza de la traición, los dobles estándares sexuales, los compromisos del matrimonio, la obligación parental contra la realización personal, la lealtad familiar, la religión en la Rusia del siglo XIX". En contraste, "cuando un gamer supera el último obstáculo de un video juego, no tiene mucho que pensar, salvo la búsqueda de otro juego más complicado" (252). Por más elaborado que sea el juego, y por más "educativo" que se le considere, este es incapaz de proporcionar a los jóvenes "la curiosidad acerca del pasado y del presente que es la esencia del aprendizaje verdadero" (254). La inmediatez es la regla de la cultura actual del infotenimiento: los artículos periodísticos son cada vez más breves y la atención prestada por los medios a las artes hoy consideradas "minoritarias" -como la literatura y la música clásica- es cada vez menor (257-262).

"Si los libros son el primer pilar poderoso e indispensable de la vida intelectual, la conversación es el segundo" (268). Al menos en el entorno familiar, esta comenzó a decaer en los años cincuenta con la aparición de la televisión. En las dos últimas décadas se ha producido "una explosión de lo que llamamos aparatos para evitar la conversación", entre los que se encuentran no solo los juegos de video y los reproductores de música con audífonos, sino también (y paradójicamente) los teléfonos celulares y las prácticas de correo electrónico y los mensajes de texto (268). La conversación familiar en la mesa se ha convertido en algo anacrónico y ello no solo se debe a las mayores presiones del mundo laboral, sino también al efecto aislante que tiene la tecnología. Con la desaparición de la conversación como elemento vital en la experiencia cotidiana, las habilidades necesarias para un intercambio de ideas fructífero han sido desplazadas por formas sustitutas: programas de televisión cuyos presentadores tienen poco interés en lo que tengan que decir sus invitados, o blogs cuyo objetivo es "la autoexpresión, no el diálogo" (272). En las versiones online de los periódicos, los comentarios de los lectores son una muestra patente de antintelectualismo: salvo excepciones cada vez más escasas, de ellos no se pueden rescatar discusiones o debates, sino más bien ataques personales y colecciones de opiniones sin ningún sustento argumentativo, sordos a la perspectiva ajena, muestras, en fin, de que el arte de la conversación inteligente ha muerto.

El antintelectualismo en Estados Unidos ha llegado a tal punto, sostiene Jacoby, que el provincianismo, la estupidez y la ignorancia se exhiben con orgullo. "Los políticos, al igual que los miembros de los medios, son tanto creadores como criaturas de un público receloso de la complejidad, los matices y el conocimiento sofisticado" (281). Si en el siglo XIX los letrados ilustrados eran vistos como enemigos de la fe y durante gran parte del siglo XX fueron declarados comunistas enemigos de los valores norteamericanos, desde la década de 1960 los intelectuales liberales fueron presentados como la "elite" -en un momento en el que, de hecho, tales intelectuales tenían una presencia cada vez menor en el gobierno-. Desde entonces, "los intelectuales conservadores dominaron un arte que los liberales no: lograron, de alguna manera, presentarse como una minoría agraviada" (290). Así, han logrado "enmarcar su batalla con los intelectuales liberales como un conflicto entre los estadounidenses 'comunes' y quienes los miran hacia abajo desde su elevado pedestal" (292). Además, han logrado mantenerse por fuera del radar de los medios de comunicación más importantes: los arquitectos de la invasión a Irak después del ataque a las Torres Gemelas, o los asesores de las políticas de George W. Bush, todos ellos intelectuales que se formaron en la era de Reagan, lograron mantenerse como figuras invisibles, a pesar de su enorme influencia.

Lo que los intelectuales de izquierda y derecha en los Estados Unidos se han negado a asumir, dice Jacoby, es la significación política que tiene la ignorancia pública. Esta favorece la polarización, pues al prescindir del conocimiento histórico de los hechos, cualquier opinión política puede ser llevada al extremo. La historia de los Estados Unidos no es ni "una larga e ininterrumpida crónica de injusticias" (304) -como lo quieren ciertos sectores de la academia liberal-, ni una historia embellecida de "esperanzas satisfechas y sueños hechos realidad en los que acontecimientos como la esclavitud constituyen apenas un 'episodio triste' que se puede superar sin más" (300) -como decía Ronald Reagan en 1981-. Pero, la ignorancia política general ha sido el caldo de cultivo en el que han madurado un antintelectualismo y un antirracionalismo rampantes, llenos de simplificaciones ideológicas e históricas que amenazan con destruir los ideales sobre los que se funda la nación estadounidense. ¿Cómo ha sido posible que la situación se haya agudizado de tal modo durante las últimas décadas? Aquí se encuentra, quizás, uno de los argumentos más polémicos del libro de Jacoby. "Blaming it on the sixties" ("Hay que culpar a los años sesenta") es el título del sexto capítulo del libro. En los círculos conservadores y reaccionarios, esta década es descrita como la llegada de la bestia negra, encarnada en estudiantes y académicos radicales de izquierda. Para Jacoby, esta imagen es tan falsa como la de quienes defienden la mitología liberal que la describe como nuestra década.

Gran parte de las luchas políticas y culturales de esa década tuvieron lugar en las universidades: los estudiantes protagonizaron importantes movimientos en contra de la Guerra de Vietnam y a favor de los derechos civiles. Pero muchos cambios en el currículo académico que tuvieron lugar en esa época y que fueron defendidos por estudiantes y profesores radicales han tenido efectos antintelectuales evidentes para Jacoby. La guetoización de los estudios afroamericanos, feministas y étnicos, así como el desmonte de los estudios básicos son ejemplos de cómo se ha empobrecido la formación integral de los estudiantes. Por otra parte, a menudo se pasa por alto que, junto a las protestas estudiantiles y las reformas curriculares, se desenvolvían los otros años sesenta, que no eran temas de interés para las cámaras de los noticieros: además de juventudes conservadoras que apoyaban a Nixon, el fundamentalismo religioso renacía y la derecha cristiana se fortalecía. Pero quizás la herencia más evidente de la década de 1960 fue el poder ubicuo que adquirió la cultura juvenil, y Jacoby tiene muchas reservas ante este fenómeno tan celebrado por los medios. Cuando "los gustos musicales en la moda, el cine, la televisión, la poesía [...] y, sobre todo, la música, ya no se distinguen de la cultura popular como un todo", las distinciones estéticas e intelectuales pierden importancia y la cultura popular del pasado queda sin valor (163). Así, "en un giro irónico, el mercadeo masivo de la música pop de los sesenta estaba íntimamente conectado con la despolitización de antiguas canciones asociadas con la vieja izquierda" (164). Esto permitió que los jóvenes de izquierda y de derecha se unieran en torno a sus ídolos de la música pop y que a veces tomaran las letras de sus canciones más en serio que sus compositores. La juventud terminó por imponer sus gustos y sus modas y, al final, gracias al auge del mercadeo y de la industria cultural, triunfó la "resistencia contra la idea de la jerarquía estética" (171). La televisión alimentó poderosamente la cultura de la celebridad y se inició la decadencia de la cultura impresa a favor de la cultura del video. En resumen, en palabras de Jacoby al final del capítulo siete: "la fusión del vídeo, la cultura de la celebridad y el mercadeo de la juventud es el legado antintelectual de los sesenta" (182).

Las conclusiones de Jacoby parecen a menudo unilaterales. Muy pocas veces la autora se plantea cuáles serían las alternativas frente al declive del pensamiento y la actividad intelectual en el presente, además del con-servacionismo que defiende. Por momentos, parece estar de acuerdo con los versos del poema "Autoepitafio" escrito por Reinaldo Arenas: "todo lo cotidiano resulta aborrecible, / solo hay un lugar para vivir, el imposible". Sin embargo, también hay que reconocer que esta es una característica inevitable de cualquier libro que busca insertarse con pasión en los debates contemporáneos, asumir una postura y defenderla de modo aguerrido con datos históricos y argumentos precisos. Al cerrar el libro, podemos hacernos un mapa claro de la historia intelectual, política, cultural y educativa norteamericana y podemos identificar hipótesis históricas importantes sobre sus cambios recientes. También, siguiendo sus sombrías conclusiones, nos podemos dar una idea del futuro que nos espera. Para enero del 2018 (la presente reseña fue escrita durante el segundo semestre del 2017) se ha anunciado el lanzamiento de una reedición del libro. Ya en el título, The Age of American Unreason in a Culture of Lies, la autora evidencia su interés por ponerse al día en los acontecimientos políticos norteamericanos, enmarcados en la era de Trump, Twitter, Breitbart y las controversias sobre las noticias falsas (fake news). El libro fue originalmente publicado en el 2009 y hasta ahora, lamentablemente, la realidad política estadounidense le ha dado la razón a Jacoby.

1Esta y todas las traducciones son mías.

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