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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.17 Bogotá jan./abr. 2004

 

Género, violencia intrafamiliar e intervención pública en Colombia

Javier Pineda Duque*Luisa Otero Peña**

* Economista - Universidad del Valle, PhD - Universidad de Durham UK. Director CIJUS, Universidad de los Andes.

** Magíster en Antropología Social de la Universidad Iberoamericana de México, investigadora CIJUS, Universidad de los Andes.


Resumen

Colombia ha experimentado una creciente violencia, militarización y violación de los derechos humanos. La construcción cultural de las identidades ha estado afectada por una amplia violencia en el campo de lo doméstico, la cual se superpone con otras expresiones políticas y sociales de violencia. La respuesta reciente del Estado ha buscado, a través de mecanismos de protección y conciliación, reducir la violación de los derechos humanos en la esfera de la vida doméstica evitando la judicialización y penalización de los conflictos.

Este artículo presenta resultados de las dificultades de esta respuesta, no sólo por extender la conciliación a casos de violación de derechos humanos, sino también por la escasa consideración a los patrones culturales y las identidades de género en el contexto de la violencia intrafamiliar. El estudio explora los discursos de agresores y víctimas a través de entrevistas separadas. Cualquier intervención se encuentra limitada, no sólo por la gran demanda y el modelo de atención adoptado, sino también por los valores e imágenes culturales de las autoridades, que hacen problemática la intervención, toda vez que se trata de violencia en la vida privada. La investigación es llevada a cabo en Bogotá por un grupo interdisciplinario de género mixto, a través de una amplia muestra de expedientes en comisarías de familia, y por medio de entrevistas personales, para valorar la efectividad de los procesos de conciliación y protección en el marco de la Ley contra la Violencia Intrafamiliar.

Palabras clave:

Violencia, género, masculinidades, conciliación en familia, violencia intrafamiliar, negociación en los hogares.


Abstract

Colombia today is a country of increasing violence, militarization and human rights abuse. The cultural construction of identities here has been shaped by widespread domestic violence, which overlaps with other expressions of social and political violence. The recent state response has sought through mechanisms of protection and conciliation to end the violation of human rights in the sphere of domestic life without involving the family in penal processes.

This article reports findings of the problematic of this response, which is grounded not only on working through conciliation in cases of human rights abuse but also on a lack of consideration of the gender identities and cultural constructions surrounding domestic violence. Any intervention by the authorities is critical not only by the overwhelming demand but by their own perceptions, values and cultural images which render intervention problematic as interpersonal violence takes place in private life. The research is being conducted in Bogotá through a sample from cases of family conflicts brought to Family Commissaries Offices and through personal interviews. The aim is to assess the effectiveness of the protection and conciliation processes of the Law against Domestic Violence.

Key words:

Violence, gender, masculinities, family conciliation, family violence, home negotiations


Colombia ha sido caracterizada como uno de los países más violentos del mundo, fenómeno cuyas dimensiones ha hecho aparecer un importante número de estudios y un amplio debate que se ha centrado en el análisis de la violencia generada por el conflicto armado. La violencia doméstica es un fenómeno de más reciente consideración pública y académica en el país. Los 'actores armados' en casa, han sido poco considerados en lo que se ha denominado los estudios sobre la violencia.

La violencia doméstica, al igual que la política, tiene importantes características desde la dimensión conceptual de género. Una de ellas parte del hecho que la violencia es primordialmente ejercida por hombres, lo cual se constituye en elemento de intersección entre las diferentes expresiones de violencia. Los hombres son los principales perpetradores de la violencia, y, en el campo de lo público, sus principales víctimas. Según un estudio del Banco Mundial (2002), la probabilidad de ser víctima de homicidio para los varones colombianos en edades entre 15 y 35 años fue quince veces superior a la de las mujeres de la misma cohorte. Aunque el número de víctimas disminuye con el incremento de la edad, las brechas de género persisten. Por su parte, la violencia ejercida por hombres contra sus parejas en relaciones heterosexuales sigue siendo un fenómeno amplio. En la última década, varias encuestas a mujeres en algún tipo de unión conyugal han establecido que entre el 33 y 37% ha sufrido algún tipo de violencia verbal, y entre un 19.3 y 39.5%, violencia física.

Las expresiones de violencia están relacionadas con ideas de lo que significa ser hombre o mujer en cada contexto específico, en nociones que confieren determinados derechos a unos y a otras para el ejercicio del poder y en las consecuencias violentas que dicho ejercicio implica. Los hombres como hombres, con identidades de género, se articulan en jerarquías de poder donde no todos son privilegiados o contra quienes se discrimina de la misma forma, en una diversidad de elementos culturales, raciales, de clase, etc., que articulan las diferentes definiciones y usos de la violencia (Hearn, 1997; Greig, 2002). Hombres y mujeres, niños y niñas, experimentan formas de violencia basadas en género. No obstante, este tipo de violencia es predominantemente ejercido por hombres contra mujeres, niños y niñas, contra otros hombres y contra sí mismos: en el abuso infantil, la escuela, la guerra o el hogar. El carácter de género de los conflictos violentos en Colombia ha sido recientemente explorado en el campo de la violencia doméstica (Rico de Alonso et al., 1999; Galvis, 2001; Zambrano, 2001; Rubiano et al., 2003;), e igualmente, con mayor intensidad, en el campo del conflicto armado (Rojas y Caro, 2002; Mazo, 2001;Velásquez, 2001; Pino, 2002; Meertens, 1995/97/98 y 2000 ; Tuft, 2001; Grupo Mujer y Sociedad et al., 2001; Estrada et al., 2003).

Durante la década de 1980, crecientes organizaciones de mujeres iniciaron un amplio reconocimiento del fenómeno de violencia intrafamiliar en Colombia, acompañadas por la importancia que el tema presentó en las agendas y conferencias de los organismos multilaterales de cooperación. Durante los años noventa, con la nueva Constitución de 1991 y la ratificación de convenios internacionales en la materia por parte del Estado colombiano, se inició un conjunto de reformas normativas y del Estado, a fin de intervenir en la problemática, abriendo de manera clara la negociación de concepciones de lo público y lo privado y creando campos de acción para la protección de derechos humanos en lo doméstico. No obstante, dado lo reciente de las normas y de la intervención pública, el debate sobre el alcance y características de dicha normatividad e intervención apenas se abre.

El presente artículo busca contribuir al entendimiento de la violencia doméstica en Colombia. Se exploran las identidades masculinas y femeninas presentes en los casos de violencia con el propósito de mostrar cómo el modelo de intervención del Estado en este campo es limitado. Se presentan algunos de los resultados de una investigación de campo basada en información cuantitativa y cualitativa a partir de la revisión de una muestra de expedientes en cuatro comisarías de familia en Bogotá y entrevistas realizadas en forma separada a parejas involucradas en procesos de violencia intrafamiliar.

El artículo inicia con una breve mención del marco de la teoría de la negociación de los hogares, el cual permite incorporar las valoraciones y representaciones de género como parte de los aspectos que juegan en la negociación. Luego se revisarán los elementos socioeconómicos que inciden en el poder de negociación de los miembros adultos del hogar en conflicto, tal como estos se presentaron en los usuarios entrevistados en comisarías de familia en Bogotá. En la cuarta sección, se analizan las representaciones masculinas de la violencia intrafamiliar y en la quinta la intervención del Estado a través de las comisarías y su alcance e incidencia en los procesos de negociación en los hogares. Finalmente se presenta cómo, tanto la conciliación como las medidas de protección establecidas por la Ley, presentan severas limitaciones, ya sea en la intervención ya en su alcance para prevenir y restablecer los derechos de las víctimas de violencia. A la luz de este análisis se concluye con algunas ideas sobre violencia e identidades de género.

Violencia intrafamiliar y poder de negociación

Las demandas interpuestas ante autoridades públicas y la intervención del Estado en los hechos de violencia intrafamiliar, constituyen un momento de renegociación de las relaciones de poder entre las parejas o los miembros adultos involucrados, bien para generar rompimientos o para cooperar bajo condiciones diferentes. Dicho proceso de negociación puede ser alterado en una u otra dirección por los actores involucrados y, especialmente, por la autoridad de justicia. No obstante, tanto en las relaciones de poder en el hogar, como en la intervención de las autoridades, las identidades de género juegan un papel importante en la forma de asumir la violencia y en la conducción de los conflictos.

La intervención del Estado, vista en este estudio a través de las comisarías de familia en Bogotá, configura un momento de redefinición y es uno de los elementos que incide en éste, a través del castigo a los delitos de origen familiar, la protección de las víctimas y los acuerdos y compromisos que frente a la prevención de hechos de violencia asuman las partes. La acción del Estado opera directamente sobre aspectos relacionales de las parejas que afectan las capacidades para el ejercicio del poder, como son los aspectos económicos de subsistencia, la movilidad, la custodia de los hijos, etc. Igualmente, esta intervención altera las relaciones en los hogares, no solamente a partir de las decisiones de protección y/o acuerdos conciliatorios, sino también a partir de los elementos implícitos y simbólicos de dicha intervención, como son las representaciones e identidades de los propios conciliadores, el acercamiento a un nuevo lenguaje, la presencia de la autoridad y la nueva auto-percepción de los actores.

La eliminación y prevención de la violencia intrafamiliar a partir de la renegociación de las relaciones entre los miembros de las familias, está dada también por la dinámica y estructura misma de aquellos elementos que van más allá de la intervención pública. Estos se refieren a los valores y representaciones socialmente prevalecientes, la inserción de los miembros en los mercados laborales, la presencia de redes familiares y sociales, y los niveles de vulnerabilidad y pobreza de los hogares y sus miembros. Este marco de análisis no pretende proveer una visión completa que dé cuenta de la complejidad de las relaciones violentas en los hogares y del proceso dinámico de la realidad y de la intervención pública. No obstante, se considera que los valores y representaciones de género hacen parte de un modelo de negociación en los hogares (Sen, 1990) y sus desarrollos desde el pensamiento feminista, que brinda conceptos básicos y permite un mejor entendimiento social de las relaciones violentas y de poder en los hogares.

Los enfoques de la negociación han sido construidos con base en la crítica a los modelos unitarios de las decisiones en el interior de los hogares dentro de las teorías de la economía doméstica o del hogar (Becker, 1965). Estas últimas consideran a los hogares como unidades de intereses donde un 'dictador benevolente' busca el bienestar del hogar en su conjunto, haciendo abstracción de la asimetría de posibilidades y capacidades de sus miembros. Los enfoques de la negociación se basan en el argumento común de la necesidad de preguntarse qué sucede en los hogares y examinar las relaciones de poder y los procesos de toma de decisiones dentro de ellos. Se asume que los miembros de un hogar no necesariamente comparten los mismos intereses, que los recursos no son distribuidos equitativamente entre ellos y que esto es fuente implícita de conflictos. De la misma forma se asume que las personas constituyen un hogar porque esto les favorece, les otorga ciertas ventajas y permite su realización personal, pero así mismo, pueden dejar ese hogar si se presentan mayores ventajas en hacerlo. Amartya Sen (1990) va más allá de estos postulados básicos para argumentar que los modelos tradicionales del enfoque de la negociación presentan límites para explicar la percepción de los intereses y la contribución de los miembros en un hogar. Para él, las identidades y normas sociales de género influyen y moldean las oportunidades y escogencias de las personas, dentro y fuera de los hogares, estableciendo así un puente decisivo para acercar este enfoque a las perspectivas de género en el estudio de los hogares.

Se enfatiza la existencia simultánea de elementos de cooperación y conflicto dentro de los hogares. Asume que la cooperación tiende a ocurrir si las ganancias de ella son mayores que las de la separación, y que los procesos de negociación determinan cómo las ganancias de esta cooperación son distribuidas entre los miembros del hogar. Los miembros con el mayor poder de negociación presentan una probabilidad más alta de obtener mejores resultados y ese poder se relaciona en forma positiva con el mínimo nivel de bienestar (o posición de rompimiento) del que los miembros individualmente considerados gozarían, incluso si la cooperación no se presentara o se diera un rompimiento. El poder de negociación de los diferentes miembros de un hogar depende de: (1) su posición de rompimiento, (2) el valor percibido de su contribución, (3) la percepción de sus intereses, y (4) su habilidad de ejercer la coerción, la amenaza y usar la violencia.

Una de las limitaciones generales que ha sido señalada en los modelos de negociación es que estos son orientados hacia el entendimiento de los resultados de la negociación y no consideran debidamente los procesos mismos de negociación. Este hecho le resta capacidad explicativa a los procesos de conflicto y cooperación, como también a la forma como la percepción de intereses y de la contribución de los distintos miembros del hogar, son definidos y negociados (Kabeer, 1995). De esta manera nuevos estudios han extendido el enfoque de la negociación más allá de los hogares para vincular sus interrelaciones con los ámbitos del mercado, la comunidad y el Estado, pero especialmente, para incorporar elementos cualitativos que puedan determinar el poder de negociación, tales como las normas y las percepciones sociales (Agarwal, 1997).

La interrelación de los hogares con los servicios del Estado y, especialmente, con los servicios de justicia, afecta el poder de negociación en los hogares. El acceso a la justicia y el ejercicio de los derechos por parte de los miembros con menor poder de negociación se convierte en un espacio crítico para mejorar dicho poder y debilitar el ejercicio de la coerción, la amenaza y la violencia. No obstante, el alcance de la justicia opera en relación con los demás factores que inciden en el poder de negociación y la eliminación de las distintas expresiones de violencia en los hogares depende entonces de alterar el conjunto de elementos que inciden en ese poder de negociación. La violencia es un hecho que afecta profundamente el bienestar de las personas y, por tanto, el nivel mínimo en el cual están dispuestas a negociar. En tal sentido, el acceso a la justicia y la intervención de la autoridad pública afecta, no sólo el poder de negociación, sino también el alcance de éste para definir una posición de rompimiento, separación, o de cooperación - convivencia. Las decisiones que tomen las parejas en torno a los nuevos arreglos, bien sea para convivir o no, están dadas por su poder de negociación, es decir, por el nivel de bienestar que alcanzarían, la percepción de sus intereses, la capacidad de ejercicio de sus derechos, su inserción en los mercados, las redes de familiares, de amistad y apoyo, y los servicios que obtengan del Estado. El acceso a la justicia puede incidir, en mayor o menor medida, en estos elementos.

Este artículo no incluye el análisis de todos los elementos que inciden en la violencia intrafamiliar. Se retomarán algunos elementos relevantes y aquellos relacionados con las percepciones y representaciones tanto de los hombres, quienes en su mayoría han ejercido la violencia como forma para conducir los arreglos familiares, como los correspondientes a las mujeres, en su gran mayoría víctimas y también participantes de las dinámicas de relaciones violentas.

Violencia, pobreza y justicia en lo doméstico

Uno de los argumentos que aparece recurrentemente en la literatura sobre violencia doméstica o intrafamiliar es aquel que demuestra que este fenómeno no es exclusivo de hogares pobres, y por el contrario está presente en todas las clases y estratificaciones sociales. Si bien el argumento es válido, poca evidencia se ha establecido en Colombia para mostrar la forma como este tipo de violencia afecta de manera diferenciada a los distintos grupos socioeconómicos, y la forma como la pobreza incide en ésta.

El Modelo de Stress Social, elaborado por la Organización Mundial de la Salud y adoptado por el Distrito hasta el 2002 (Fundación Gamma Idear, 2000), incorpora a los factores de riesgo de la violencia el estrés social, donde a su vez se incluye la 'secuencia de vidas sufridas' para denominar los problemas difíciles de resolver, derivados de la condición social, cultural o económica que datan de tiempo atrás, asociados con la pobreza. Si bien este modelo contribuye a entender los distintos factores que inciden en la violencia, es limitado para explicar la dinámica de las relaciones violentas entre los miembros del hogar, al igual que para analizar cómo estos factores se expresan de manera diferenciada entre los miembros en conflicto y cómo inciden en este.

Los usuarios de las comisarías de familia observadas provienen de estratos socioeconómicos bajos, conforme con las localidades de la ciudad a las cuales corresponden, aunque de manera marginal se presentan algunos casos de estratos medios profesionales. Para la generalidad de los usuarios de las comisarías de familia, la manera diferenciada como cada uno ha tenido acceso a la educación y como se ha insertado a los mercados de trabajo y, en consecuencia, las capacidades de acceder o no a ingresos y a relaciones de dependencia, incide claramente en las formas y los elementos de negociación en las audiencias de conciliación, compromiso y de medidas de protección. En este campo, el poder de negociación es fuertemente influido por la existencia o no de relaciones de dependencia económica, pero estas no necesariamente determinan los productos de la negociación.

Cuando en el hogar existe un proveedor único o principal y éste ha sido el agresor, la determinación para llevar a un punto de rompimiento la relación durante la negociación es menguada, tanto por el riesgo inmediato de la caída drástica de medios de subsistencia, como por la utilización de esta herramienta por parte del proveedor y el efecto que ésta logra en la conducción y decisiones de las audiencias y la intervención de la comisaría. El nivel de vulnerabilidad en los miembros con dependencia económica, generalmente mujeres y niños, es mayor, disminuye su poder de negociación y convierte su subsistencia en objeto de negociación y conflicto.

Un estudio que explora los efectos que tiene el funcionamiento de la justicia sobre la situación de las mujeres tras una separación, demuestra que un alto porcentaje de los hogares femeninos empeora su situación tras una ruptura familiar debido, entre otros factores, a que las cuotas se fijan a partir de lo que los demandados reportan como ingresos sin ningún tipo de certificación, y con baja consideración por las necesidades del hogar femenino (Zambrano, 2001). Además, se estima que más del 50% de los demandados no cumple con las cuotas.

Dos aspectos resultaron relevantes en los testimonios de los informantes en su relación con los hechos de violencia intrafamiliar: inestabilidad y pérdida de empleo para los varones e incorporación de la mujer al mercado laboral. En el primer caso, en los contextos de pobreza de la gran mayoría de los usuarios de las comisarías observadas, las demandas realizadas hacia los hombres como proveedores del hogar se convierten usualmente en fuente de conflicto y violencia, tanto por las tensiones que la escasez genera en el hogar, como por las frustraciones que los hombres presentan ante una identidad masculina cuya función de proveedor es fuertemente afianzada y exigida socialmente.

Aunque las limitaciones económicas se constituyan en detonadores de violencia en los hogares, no puede justificarse ni explicarse ésta a partir de aquéllas. El uso de la violencia constituye justamente formas de ejercicio de poder para acallar demandas que ponen en entredicho el cumplimiento de funciones socialmente prevalecientes. En otros términos, el hombre más responsable y con capacidad para cumplir su función de proveedor, no necesariamente resuelve el problema del ejercicio de poder y del uso de violencia, como lo muestran otros casos observados. En este punto, habría que prevenir, dada la concentración de las observaciones en población con mayores niveles de inestabilidad laboral y económica, que se puede caer en un prejuicio de clase al hacer especial énfasis en que sean precisamente hombres de clase trabajadora los que tengan una gran tendencia a actuar de manera violenta, aunque sí presenten mayores condiciones de riesgo. Lo que parece relevante, pero no generalizado, es que cuando los facilitadores de procesos de conciliación y operadores de justicia en la intermediación no consideran los elementos de poder y desigualdad de manera integral, la justicia parece contribuir a desgastarse como elemento no tangible que profundiza las condiciones de pobreza de los miembros más débiles en los procesos por violencia intrafamiliar. Así, si la justicia contribuye al alivio de la pobreza y de los pobres, igualmente puede exacerbarla.

El otro hecho relevante es aquel relacionado con la incorporación de la mujer al mercado laboral; éste ha sido muy significativo durante las últimas décadas en Colombia y continua siendo un fenómeno que cambia las estructuras sociales y culturales de la sociedad y de la vida cotidiana de los hogares urbanos (Pineda, 2002). Se constituye así en fuente muy generalizada de conflicto y violencia intrafamiliar por los factores con los que está relacionado y que inciden en los arreglos familiares y las relaciones de género, como: mayor movilidad de la mujer y cobertura de nuevos espacios urbanos, autonomía económica, redistribución y/o sobrecarga de responsabilidades con el cuidado de niños y los oficios domésticos, apertura de expectativas y ampliación del círculo de relaciones sociales, etc.

Estos elementos han incidido fuertemente en la necesidad de nuevos arreglos entre las parejas y como tal, son fuente común de conflictos y violencia en los hogares por dos factores fundamentales. Primero, por la resistencia de muchos hombres al cambio, debido a identidades basadas en un gran control sobre la mujer y bajo valor de la autonomía femenina, como en una estricta división del trabajo en el hogar. Segundo, por las restricciones y demandas de tiempo que imponen sobre los adultos la ausencia de servicios comunales adecuados y las condiciones laborales y la vida urbana.

En el contexto de pobreza, otro de los elementos que incide es el de los bienes patrimoniales que surgen, ó como fuente de conflicto, ó como fuente de poder para negociar. La vivienda, los negocios, los muebles, las herramientas y equipos o los vehículos, cuando los hay, suelen estar en disputa en un proceso de desalojo, separación o negociación después de un hecho de violencia intrafamiliar.

La prolongación de conflictos y hechos de violencia entre parejas y hogares suele ir más allá de los acuerdos que logran las partes en procesos llevados en las comisarías de familia, hasta tanto la distribución y control de los bienes patrimoniales no estén totalmente resueltos y legitimados entre las partes. Incluso, se encontraron casos de parejas que, después de varios años de separación, presentaban hechos de violencia debido a la no resolución de la propiedad y el control patrimonial.

Los altos niveles de congestión de la justicia civil, que en los últimos años tiene admisiones superiores a los 600.000 mil procesos anuales, la demora en los procesos, que se encuentran en un promedio de 2.5 años en la primera instancia y 4 años en la segunda (CSJ, 2002, p. 38), los costos de los litigios y la percepción de la justicia, hacen que los conflictos patrimoniales persistan por mucho tiempo o indefinidamente, y encuentren soluciones de hecho y arreglos a favor de alguna de las partes, con lo cual se convierten en fuente continua de violencia.

La distribución de responsabilidades en el cuidado de los hijos y en las labores domésticas es usualmente tanto fuente de conflicto como objeto de renegociación entre las parejas. Es aquí donde se presencia aún una fuerte división del trabajo por género, según patrones históricos. No obstante, el surgimiento de responsabilidades en el hogar en el discurso de los entrevistados, suele ser más un argumento para controvertir y desaprobar al otro, que un elemento para ser redistribuido propiamente, dada la fuerte aceptación cultural de la división del trabajo que no suele ser cuestionada en lo fundamental y, en cambio, se utiliza como premisa de valor aceptado para argumentar y juzgar.

En los discursos de los hombres suele haber demandas basadas en que la mujer no cumple sus funciones de cuidado de los menores y labores de mantenimiento doméstico, como forma de debilitar su imagen y posición negociadora. A su vez, las funciones asignadas a los hombres (por ejemplo la de proveedor), en las cuales afianzan su identidad, son resaltadas para contrarrestar la imagen que resulta de sus actos de agresión o violencia. Las representaciones de lo que significa ser hombre y de lo femenino, se juegan aquí de manera central en la negociación de intereses y responsabilidades. Estos discursos son asumidos en cierta medida por los operadores de la conciliación y la justicia.

Representaciones masculinas y violencia intrafamiliar

La autopercepción y representación que hacen los hombres de los hechos de violencia resultan un elemento importante en las audiencias de negociación y protección, dado que, en la medida en que son asumidas dentro de una misma valoración cultural por las autoridades de conciliación y justicia, los resultados pueden reproducir las situaciones de inequidad y violación de derechos.

Dos elementos comunes resultan de la representación de la violencia en los hombres. Primero, definen a ésta sólo como violencia física; las demás expresiones de violencia no son consideradas, ya sea porque hacen parte de los patrones culturales de relación incorporados en los diferentes ambientes de socialización en los que han participado hombres y mujeres, ya porque para ellos no han sido nominadas otras formas de violencia, que son menos visibles y que aparecen como de menor importancia. Segundo, los hechos de violencia en las historias masculinas y masculinizantes de los hombres aparecen minimizados y justificados de diversas formas, como manera de imponer su propia jerarquía de significaciones que, en ocasiones, logra calar en los resultados y la dirección de la balanza de la justicia. El siguiente extracto resulta representativo de las definiciones y minimización de los hechos de violencia:

    No aguanté más y exploté y ya. No hubo más que hacer. Pero de pronto toda la denuncia es porque ella agrandó el problema. No es que haya sido grave, porque ella no llegó aquí con ningún golpe ni nada de esas cosas, de pronto cuando una vez le pegué una patada, que ella fue a medicina legal, fue porque ella me agredió de tal forma que yo tuve que defenderme (Alberto, 41 años, enero 2003, Kennedy).

En general, todos los factores que son identificados como causantes del estrés social, que se convierten en detonadores o factores de riesgo, que inciden en el uso de la violencia, como el consumo de alcohol, el desempleo y el honor varonil, se tornan repetidamente en justificadores y excusas de los hechos de violencia. No solamente son considerados como atenuantes en relación con la imputabilidad de los hechos de violencia contra la mujer, sino que también actúan eliminando la responsabilidad sobre la conducta y/o desplazando la culpabilidad hacia la víctima. La internalización de estos mecanismos y de los propios patrones de actuación violenta, impide avanzar hacia el reconocimiento de la intervención y el apoyo que se podría recibir.

El fenómeno más común encontrado en las entrevistas, relaciona los hechos de violencia con la infidelidad. En síntesis, las historias parecen tener una ruta crítica común, basada en los siguientes dos elementos que se constituyen en premisas contextuales de los hechos. Primero, los hombres reflejan una identidad basada en la amplia aceptación de la infidelidad del varón, ocasional o permanente, que da licencia para su actuación generalmente oculta a su pareja. Este elemento de identidad masculina, claramente hegemónico o culturalmente predominante en la sociedad, hace que ellos lo presenten en una escala de valores muy diferente a aquel correspondiente a la infidelidad femenina. Segundo, las mujeres en el contexto urbano de amplia participación laboral, acceso a espacios sociales y públicos, movilidad espacial y acceso a patrones y símbolos culturales diversos, han desarrollado percepciones y valoraciones que se contraponen a los patrones masculinos de valoración y actuación. Bajo estas premisas de contexto, la ruta crítica de la violencia surge cuando, una vez conocidas las relaciones ocultas del compañero, la relación se deteriora por la pérdida de confianza. Aun estando vigente el conflicto, generalmente los niveles de violencia física o extrema no se presentan de manera inmediata. No obstante, pasado un período que puede cubrir varios años, la mujer se siente con licencia o encuentra la oportunidad para realizar algunos de sus imaginarios. Es aquí donde la pérdida de control de la relación y la desestabilización de la autovaloración del varón, lo impulsan a encontrar en la violencia la forma de reestablecerlos. El hecho de que suela pasar un período de tiempo relativamente largo para que la mujer "pague con la misma moneda", el conflicto se torne violento, y se dé el rompimiento de la relación, se explica no sólo por la oportunidad que pueda encontrar la mujer al conquistar nuevos espacios de socialización, sino también por la manera de sortear recursos para su subsistencia y la de su prole, y para reconstruir su proyecto de vida por fuera de los ideales de una unión conyugal.

Un patrón que parece repetirse con frecuencia es que, a diferencia de los hombres, las mujeres encuentran en las relaciones extraconyugales, no una forma de afianzar una identidad femenina tomada prestada de sus contrapartes, sino una alternativa para reconstruir su vida sobre mejores términos de negociación. De esa forma, en algunos de los casos conocidos, las mujeres no tienden a tener relaciones 'infieles' temporales o permanentes, sino a establecer una nueva relación, para lo cual la violencia de sus compañeros se convierte en la principal contribución.

La intervención pública

    Aunque estaba decidida a separarme, durante la audiencia la doctora le preguntaba (a él): ¿Y tú qué quieres? Él respondía: 'Que vuelva'. La doctora me miraba y me miraba y como que me ablandaron el corazón (Mujer, 23 años, febrero 2003).

Las funciones jurisdiccionales otorgadas a las comisarías de familia a través de la Ley 575 con el objetivo de descongestionar los juzgados de familia y promiscuos municipales, trasladó sin duda una gran demanda de usuarios a estas entidades, sobre la base de considerar los delitos de violencia intrafamiliar, como 'delitos menores'. En tal sentido, la demanda represada de delitos y conflictos familiares ha tenido expresión en la actual cogestión de las comisarías. Según la Secretaría de Gobierno del Distrito Capital, para el 2002, de los 87.466 usuarios registrados por las 20 comisarías de familia en Bogotá, 47.980 (54.9%) realizaron audiencias de conciliación, compromiso y protección. De estos últimos 26.135 (54.5%) presentan hechos de violencia.

A partir de las apreciaciones de los usuarios, las comisarías mantienen una imagen positiva y cercana a la comunidad, lo cual confirma lo encontrado por otros estudios (Rico de Alonso et al., 1999). No obstante, según la Encuesta Nacional sobre Demografía y Salud (PROFAMILIA, 2000), del total de mujeres que han declarado experiencia de violencia, el 78.8% nunca ha buscado ayuda. Las mujeres que demandan a sus cónyuges ante las comisarías lo realizan con necesidades e intenciones que se configuran en sus relaciones de género y van, desde su deseo de poner fin a la vulneración de sus derechos en situaciones extremas, hasta su intención de presionar un arreglo favorable en determinado aspecto, moderar el comportamiento de su cónyuge, definir ante una autoridad pública la terminación de relaciones y la custodia de los hijos, sancionar un hecho específico, etc. Las expectativas son la expresión de los términos en que cada cual, a partir de su propia percepción de intereses, quiere renegociar sus relaciones y cambiar la balanza de poder, buscando para esto el apoyo del Estado.

Los hombres demandados que acuden a las citaciones de audiencias construyen sus expectativas a partir de imaginarios sobre la acción de la autoridad pública y la justicia, y en tal sentido acuden, o bien con el desánimo de reconocer una responsabilidad a medias, teniendo en cuenta la dinámica de violencia desde ambas partes, o con el propósito de eximirse con diversas justificaciones, incluyendo la de culpabilizar a la víctima. En algunos casos las expectativas de los hombres se refieren a legítimas búsquedas por ejercer su paternidad ante los riesgos de que sus hijos o hijas puedan tener parte en las nuevas relaciones que establecen sus madres. Este es un terreno problemático donde la intervención suele partir de una concepción naturalizante en la cual las madres son las llamadas al cuidado y custodia de los menores; si bien los patrones de crianza y los valores y destrezas aceptados y desarrollados socialmente así lo sugieren, las posibilidades de encontrar arreglos en los que los hombres puedan tener mayor espacio y participación, que faciliten el cambio de dichos patrones, se cierran.

Las audiencias previas de conciliación a las que obliga la Ley, tienen la ventaja de confrontar las versiones de las partes y, por lo tanto, de adentrarse en la complejidad de las relaciones violentas, para comprender que el fenómeno va mucho más allá de una simple relación de agresor y víctima, y que también contiene percepciones limitadas de intereses, interiorización de patrones de agresión verbal y física, manipulación de pruebas y discursos, etc. En tal sentido, aunque ciertamente en algunos casos los delitos de violencia en el ámbito de los hogares son "conciliados', no se puede esgrimir un criterio general de que la procedibilidad obligatoria de la conciliación dada por la Ley sea negativa.

Dos aspectos son objeto de valoración de su efectividad e impacto en este análisis cualitativo a partir de las voces de los usuarios de las comisarías: los procesos de conciliación y las medidas de protección. Su efectividad puede ser valorada, a su vez, en dos niveles. En primer lugar, por su impacto en cesar y prevenir todo daño físico o psíquico, amenaza, agravio o cualquier otra forma de agresión por parte de un miembro del grupo familiar. En segundo lugar, por su impacto en las relaciones de poder entre los miembros de la pareja y en los elementos que determinan estas relaciones, y por esa vía, la sostenibilidad de relaciones conflictivas no violentas.

Dada la compleja naturaleza de la violencia, los procesos de conciliación y las medidas de protección han tenido un impacto que, aunque limitado, es significativo en la prevención y erradicación de la violencia, de acuerdo con las valoraciones de las mujeres y los hombres en los procesos. Esto demuestra el avance que las leyes 294 de 1996 y 575 de 2000 han tenido en la materia en Colombia.

A pesar de que el impacto es diferenciado en cada caso específico, es posible analizarlo según el nivel y la fuerza de cada uno de los acuerdos y medidas, los cuales bajo este criterio y en forma ascendente se pueden agrupar así: a) conminaciones, compromisos y acuerdos para abstenerse de cometer todo tipo de maltrato físico, verbal o psicológico, o abstenerse de penetrar o visitar cualquier lugar donde se encuentre la víctima; b) obligación de acudir a un tratamiento reeducativo y terapéutico; y pago de gastos de servicios médicos y de salud en general, como de reparación de bienes; c) desalojo y protección especial de la víctima, y prohibición al agresor de esconder o trasladar de la residencia a los menores.

El primer grupo suele aparecer en la mayoría de los procesos (82% de los casos tanto en medida previa como definitiva) y su impacto parece cobrar sentido, no por sí mismo, sino por los elementos que acompañan el proceso. El hecho de que la violencia en la intimidad del hogar salga a la vigilancia pública, advierte el comportamiento de quienes han sido agresores e implica la presencia de una autoridad pública con potencial sancionatorio. No obstante, este primer elemento de efectividad simbólica y de sanción social, que de alguna manera otorga poder de negociación a la víctima, puede ser realmente útil si el servicio público opera con sanciones efectivas. Las comisarías, en tal sentido, manejan un discurso persuasivo en procura de preservar el mandato constitucional de la 'unidad y armonía de los miembros de la familia' (numeral g. artículo 3, Ley 575), el cual no debe ser desestimado, pero que puede resultar frágil en cuanto a la duración de su efecto.

Se observaron casos de reincidencia en la violencia intrafamiliar en parejas que ya habían pasado por procesos anteriores de conciliación y compromiso.1 En ellos se evidencia más que la ingenuidad en la valoración de los casos y la procura de preservar la unidad familiar, el afán de buscar conciliaciones y evacuar el gran volumen de procesos, la limitación misma de la intervención y el control sobre las conductas, dificultando severamente el freno a la continua violación de derechos humanos en los hogares. El segundo grupo de acuerdos, compromisos y medidas, relacionado con los tratamientos reeducativos y terapéuticos, ha sido de gran importancia para muchas parejas y personas, y parece tener una gran efectividad en el mejoramiento de las actitudes cooperativas y menos agresivas, cuando existe voluntad y disposición de las personas para con el tratamiento. El hecho de escuchar otro lenguaje, hablar confidencialmente con un profesional que brinda un apoyo, y contar con un espacio de reflexión, entre otros, resulta muy significativo para muchas personas. No obstante, aunque en todos los casos es posible y recomendable aplicar los servicios de tratamiento y terapia que ofrecen distintas instituciones, el alcance y efectividad de los tratamientos en sí mismos presentan límites para afectar los comportamientos y las relaciones violentas.

El tercer grupo de medidas, centrado en el desalojo de la vivienda por parte de quien ha sido agresor y la protección policial de la víctima, es el de mayor impacto cuando se aplica oportunamente. Es significativo el esfuerzo y la prudencia de comisarias y comisarios; mientras en las medidas provisionales, el desalojo se aplica en el 9% de los casos, en las medidas definitivas, el desalojo se decide en el 22%. En muy pocos casos, cuando se abren procesos penales, las medidas van acompañadas de arresto del agresor en forma provisional, lo cual permite un impacto de la intervención mucho más efectivo y una presencia clara de la justicia.

¿Conciliación o protección?

Al ver la intervención pública y el servicio de la justicia en lo que respecta a la violación de los derechos humanos en el interior de la familia como parte de un proceso de renegociación de relaciones de poder, con mayores o menores niveles de cooperación y conflicto, podemos calificarlos como elementos importantes, aunque limitados, para alterar relaciones de poder y frenar el uso de la violencia en el conflicto.

Teniendo en cuenta que según los resultados de este estudio el 88% de los casos de violencia intrafamiliar se tramitan a través de procesos conciliatorios, la primera pregunta que surge desde la intervención pública es si en relaciones desiguales de poder, el modelo de conciliación adoptado por la Ley es adecuado. Este modelo introducido en Colombia como una alternativa a la solución judicial de los conflictos en momentos de congestión de la rama judicial, presenta serias dificultades en lo que respecta a la naturaleza de la violencia intrafamiliar. En primer lugar, la actual conciliación busca la solución de conflictos entre partes en igualdad de condiciones y con intereses divergentes, en acuerdos en que ambas partes ganen a través de la satisfacción parcial de dichos intereses. La violencia intrafamiliar, al ser la expresión del ejercicio desigual de poder a través de los múltiples elementos identificados en este estudio, requiere una solución en justicia y equidad a fin de alterar la desigualdad en dichas relaciones. En otras palabras, mientras la conciliación busca la solución satisfactoria para ambas partes, la violencia demanda el restablecimiento de los derechos vulnerados y la redistribución de poder.

Se ha observado ampliamente en los testimonios de las mujeres, que ellas acuden a las comisarías en busca de protección y apoyo en claras condiciones de desventaja frente al demandado, así ellas participen en algunos casos en los patrones de relación violentos y utilicen la denuncia para objetivos no explícitos. Las condiciones en que se presentan las partes para negociar la solución del conflicto violento no son entonces iguales, como no lo son las capacidades para expresar y representar los intereses y la libertad para tomar decisiones y disponer de opciones.

El modelo de conciliación para la solución de conflictos también contempla como principio la imparcialidad del conciliador. En realidad resulta difícil que ante la desigualdad de las relaciones de poder entre las partes, el conciliador asuma una actitud neutral en la que no defienda a ninguna de las partes y considere por igual los intereses de ambos. Para quien ha utilizado la violencia en el ejercicio del poder, en el mejor de los casos, el interés es el de ejercer el mismo poder sin requerir la violencia y gozar de las ventajas que ésta le proporciona: sumisión, mantenimiento de la distribución desigual de responsabilidades, infidelidad no cuestionada, etc.

Para la víctima-activa o no-de los hechos de violencia, que se encuentra en desventaja, el interés es que se haga justicia, incluso si ésta sólo implica la alteración del estado de cosas para posibilitar una mejor salida de cooperación y convivencia. Bajo estas condiciones el conciliador no puede y, en la práctica, no permanece neutral. El requisito de procedibilidad de la conciliación dado por la Ley, no se compadece con el ánimo conciliatorio de las demandantes y de los demandados y menos con las relaciones desiguales de poder y de negociación. Lo que acontece en la práctica en la mayoría de los casos de violencia intrafamiliar, cuando las demandantes acuden por justicia, es que el funcionario presiona salidas para que se adopten como acuerdos y compromisos, cuyo nivel de cumplimiento es reducido. La exigencia de neutralidad es absurda y el conciliador actúa como juez en un proceso en el cual las pruebas son mínimas y las concepciones y prejuicios del funcionario tienen espacio amplio de actuación.

En el modelo de conciliación para la solución de conflictos son las partes las que llegan a un acuerdo que se supone, es de beneficio común, no por el conciliador, sino por su propia decisión. No obstante, esto es difícil cuando las relaciones son desiguales, las opciones de quien ha sido víctima son pocas, las historias personales extensas, los intereses confusos y la dignidad y el respeto están en juego. En consecuencia el conciliador, en un proceso de violencia intrafamiliar, debe ser juez y no mediador neutral. Las opciones que proponga, los escenarios que presente, las recomendaciones que sugiera, deben ser distributivas en justicia y en la búsqueda de alterar las relaciones de poder. La violación de derechos humanos puede quedar subsumida por el hecho de no contemplar la Ley; es necesario determinar en qué casos procede la conciliación y en cuáles no (Lemaitre, 2002, p.86), considerando la prevalencia de los patrones culturales de funcionarios y usuarios, en los cuales los hechos de violencia conyugal son valorados como más o menos graves, o como un problema cultural para las futuras generaciones y no como un problema de derechos humanos.

Las limitaciones del modelo imperante de solución de conflictos, cuyos principios y aplicabilidad pueden cumplirse en casos distintos a los de violencia intrafamiliar, no necesariamente hacen parte de todo enfoque de conciliación. Esta podría permanecer en los casos de violencia intrafamiliar, bajo un modelo diferente que tenga en cuenta al menos los siguientes elementos. Primero, es necesario eliminar el requisito de procedibilidad y establecer claramente en qué casos no procede la conciliación; segundo, se debe reconocer la no neutralidad del conciliador o conciliadora, a fin de contribuir al equilibrio de las diferencias de poder entre las partes como base de justicia y equidad. Así, la conciliación debe proceder sólo cuando las partes están interesadas en intentar el acercamiento y no forzadas a hacerlo, y exige un esfuerzo por recomponer la situación, conocer las historias y configurar el marco general de las relaciones entre las partes. En tal sentido, no puede ser una simple herramienta de descongestión de despachos, sino un mecanismo que ayude a transformar el conflicto, que considere la voz de quien ha sido agresor, y dé poder a quien se encuentra en desventaja, mejorando su autoestima, valoración y su pleno reconocimiento del otro, para dar paso a acuerdos defendibles y sostenibles.

Masculinidades y violencia: una relación por explorar

El estudio de la violencia intrafamiliar en Bogotá ha mostrado la extensión e importancia de una expresión de la violencia ejercida mayoritariamente por hombres. El hecho de que las mujeres, niños y niñas presenten alto riesgo, es un tema de gran preocupación personal, política y teórica. Se trata de un fenómeno social que plantea las relaciones entre individuo y sociedad, que reta la dualidad entre lo público y lo privado, y que abre avenidas para explorar las complejas interrelaciones entre distintos niveles de violencia.

La intervención estatal en los casos de violencia intrafamiliar presentados aquí, ha mostrado que las formas de valoración y representación de hombres que han sido agresores, presentan ciertos niveles de ascensión o aceptación en funcionarios/as públicos, que contribuyen a desarrollar procesos de negociación, manteniendo relaciones desiguales de poder. Estos límites de la intervención hacen parte del conjunto de elementos sociales y económicos ya descritos, que se encuentran en las bases de tal desigualdad. Esta ascensión tiene que ver con elementos culturales hegemónicos de lo que significa ser hombre o mujer o de los ordenamientos de género imperantes en la sociedad.

El estudio de los hombres, no sólo como agresores, víctimas, o actores armados, sino en su condición de hombres, es decir, como seres con identidades de género, abre avenidas para situar la violencia en el marco de procesos culturales y amplias relaciones de poder en la sociedad. Entender las masculinidades como "ese conjunto de connotaciones, representaciones y valoraciones asociadas con el ser hombre, que pueden ser usadas, afirmadas o alteradas también por las mujeres, y que pueden convertirse en hegemónicas cuando son usadas para ejercer poder" (Pineda, 2003, p. 29), puede permitir establecer esquivos vínculos entre cultura y violencia.

Existe un reconocimiento de la inexistencia de investigaciones en América Latina que aborden los vínculos entre la violencia ejercida en los ámbitos de lo público y aquella en el campo de lo doméstico o privado (Viveros, 2002, p. 98). Relación que se puede establecer en doble vía: por un lado, la violencia política y social que ha caracterizado la historia de Colombia ha afectado la dinámica de los hogares en forma directa, como más recientemente lo evidencian los procesos de desplazamiento forzado; y, por otro, la persistencia de patrones relacionales mediados por comportamientos violentos en el abordaje de los conflictos familiares ha generado procesos de socialización que facilitan en los individuos su reproducción y legitimación en esferas institucionales o públicas.

Existe un número importante de evidencias que revelan la transmisión intergeneracional de la violencia. A través de un extendido maltrato infantil las nuevas generaciones adoptan pautas violentas de relación y solución de conflictos que, como adultos, extienden hacia sus propios cónyuges, hijos e hijas (Corsi, 1994; Profamilia, 2000; Aguiar, 2002). Los niños varones enfrentan situaciones violentas con más frecuencia que las niñas en muy diversos espacios diferentes al hogar, como escuelas, calles, parques y campos deportivos. Según patrones de socialización por género, los comportamientos violentos resultan más aceptables para los varones. Existe una clara relación entre la violencia y la demostración de patrones de masculinidad. El ser hombre suele asociarse con el trabajo duro, la responsabilidad, el proveer económicamente y el ser sexualmente activo, pero también con un acto que debe demostrarse y que en algunos casos, en sus relaciones con las mujeres y con otros hombres, con el derecho de hacer uso de la violencia contra la mujer si ésta no cumple con las normas implícitas de lo que de ella se espera, y con otros hombres con quienes se establecen relaciones de competencia, poder y agresión.

Desde la psicología social, una reciente investigación sobre cómo han sido configuradas la vida cotidiana y la dinámica familiar en centros urbanos regionales afectados históricamente por el conflicto armado y de actual dominio paramilitar (Estrada et al., 2003), señala cómo las pautas y patrones de socialización de género basadas en prácticas autoritarias en la familia, facilitan la inserción de sus distintos miembros, especialmente niños, niñas y jóvenes, a los códigos y estructuras de relación de los grupos armados. Es así como dichos grupos ejercen control sobre la vida cotidiana de la población, reproduciendo actitudes intolerantes y de violación de los derechos humanos. Para aquellas jóvenes que entran en relaciones afectivas o de intercambio de servicios con hombres paramilitares, al igual que lo hicieron con guerrilleros cuando el dominio territorial era de estos, lo realizan en un contexto de reducidas alternativas y de dominación masculina y militar en el que configuran sus feminidades bajo estrategias de 'negociaciones patriarcales'.

La imposición de 'códigos de convivencia' por los grupos armados en sus territorios de dominio ha hecho que los niños y niñas socialicen bajo modelos de vida social en los cuales, los prototipos de masculinidad impuesta por los grupos, basados en la opción de la guerra, articulan las subjetividades y la construcción de las identidades en los varones. Así, por ejemplo, el reclutamiento de niños para la guerra se basa en tácticas de seducción apoyadas en los símbolos masculinos de poder e idealización de la vida del guerrero. En un estudio realizado por UNICEF y la Defensoría del Pueblo (2002) con 86 adolescentes desvinculados del conflicto armado, 70% de los cuales eran varones, el 83% de ellos manifestó que su vinculación fue 'voluntaria'. Aunque las historias familiares son importantes en la vinculación, un joven de 17 años resume muy bien este punto: "mi sueño era ser guerrillero".

Los discursos sobre las masculinidades han surgido en un intento por ir más allá de la simple culpabilización de los hombres por la discriminación y la violencia, para entender cómo las sociedades patriarcales actúan en la vida de todos y predisponen a los hombres al uso de la violencia. Las experiencias contradictorias del poder en los hombres (Kaufman, 1994) enfatizan el hecho de que en ellos convive el poder y el no-poder, la inseguridad, el miedo y la afirmación, y que esta doble experiencia les produce violencia. Esto cobra relevancia cuando el concepto de masculinidades es preferible al singular de masculinidad (Connell, 1995), en un reconocimiento de la heterogeneidad del grupo de personas agrupadas bajo el término de hombres, y de que los vínculos entre las identidades de género y la violencia son problematizados por las relaciones de poder entre hombres de acuerdo con su clase, estatus social, etnia, edad, sexualidad, etc. Las distintas formas de discriminación y opresión y las violencias que ellas generan, llevan a colocar la violencia surgida de la discriminación de género, no como un lente priorizado de análisis, sino como un interactor con las distintas jerarquías de poder. La violencia intrafamiliar ha mostrado cómo las mujeres son victimas y toman parte de la violencia masculina a través de sus vidas, en las manos tanto de hombres individuales como de instituciones dominadas por el orden de género que impone sus propias valoraciones. Las entidades encargadas de impartir justicia entran en un juego contradictorio y limitado en la renegociación de las relaciones de poder, que en muchas ocasiones se convierten en elementos de reproducción de la discriminación, y por ende, de la violencia basada en género. Las limitaciones que presenta la intervención pública en el fenómeno de la violencia intrafamiliar, no sólo plantean las dificultades que este reciente resquebrajamiento de los límites de lo público y lo privado significa para el Estado, sino también las de alterar una cultura masculinizada que conquista las instituciones. Los procesos de conciliación y protección, como principales mecanismos instaurados legalmente para enfrentar la violencia intrafamiliar en Colombia, requieren un replanteamiento acorde con las desigualdades de poder y los hechos de violación de derechos humanos en los hogares. En tal sentido, el enfoque de negociación en los hogares ha provisto un marco adecuado para situar y desarrollar un análisis crítico de la intervención del Estado y avanzar hacia acciones más acordes con una política de equidad y protección de derechos humanos. Los procesos de negociación entre parejas afectadas por eventos de violencia adelantados en comisarías de familia de Bogotá, demuestran la necesidad de instrumentos adecuados para la transformación del conflicto, cambio en las relaciones de poder y reducción de la violencia basada en género.


Comentarios

1 La mitad de los expedientes con medidas de protección había presentado denuncias o trámites anteriores, de los cuales un 44% lo había hecho ante una comisaría, un 18.4% ante la fiscalía y el resto ante juzgados de familia o Bienestar Familiar.


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