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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.17 Bogotá ene./abr. 2004

 

Pensamientos sobre el otro 11 de septiembre: en memoria de un futuro justo

Gregory Lobo*

* Ph.D. Universidad de California, San Diego. Profesor de planta, departamento de Lenguajes y Estudios Socioculturales, Universidad de los Andes. Agradezco a Chloe Rutter y Carolina Suárez por su ayuda con el español.


Resumen

En este ensayo el autor reflexiona sobre el 'milagro capitalista' que se inauguró en América del Sur el 11 de septiembre de 1973, cuando los militares chilenos, dirigidos por el General Pinochet y apoyados por los Estados Unidos, bombardearon y destrozaron la democracia chilena por haber intentado construir, libremente, el socialismo. Se argumenta que ese 11 de septiembre es un momento clave en una campaña bárbara y bastante exitosa contra el socialismo, que desde entonces habría dejado de existir como proyecto. Pero dado que el llamado "milagro económico" sigue en crisis, y que el capitalismo sigue privando de lo necesario a demasiada gente, el artículo concluye con la propuesta de que se reanime nuestra memoria para el futuro, un futuro sin pobreza, escasez, ni guerra.

Palabras clave:

Chile, memoria, democracia, Estados Unidos, socialismo.


Abstract

In this essay the author reflects on the 'capitalist miracle' that began in South America on September 11,1973, when the Chilean military, directed by General Pinochet and with the support of the United States, bombed and destroyed Chilean democracy for having tried to freely construct socialism. It is argued that September 11 has to be seen as a key moment in a barbarous and mostly successful campaign against socialism, and since then it would seem to be over as a project. However, since the economic miracle continues in crisis and capitalism continues to deprive too many people of basic necessities, the article concludes with the proposition that our memory of the future be reanimated, the memory of a future in which there was no poverty, scarcity, or war.

Key Words:

Chile, memory, democracy, United States, socialism.


En los años noventa del siglo pasado se decía que el mundo había entrado en una nueva época. Era, indudablemente, una época posguerra fría, pero otros adjetivos, inciertamente proféticos o serenamente analíticos se hacían comunes también. Por ejemplo, hablábamos de una época sin fronteras (Miyoshi, 1993), una de capitalismo tardío (Jameson, 1991; Mandel, 1975), una posmoderna (Harvey, 1989; Lyotard, 1984) y, por supuesto, una época designada por la palabra globalización - ineluctable, inevitable, e invocada por todas partes, el nombre del proceso que unos querían, otros odiaban, pero del cual todos hablaban.

En un artículo sobre la globalización, la posguerra fría y América Latina, Augusto Varas se refiere a la "nueva economía política global" como la que denota "grandes cambios en el flujo internacional financiero, el disminuir del conflicto oriente-occidente y la renovación de la hegemonía estadounidense, la nueva primacía de los mercados, y un retorno a los sistemas políticos competitivos" (Varas, 1993, p.21-23). Parecía que después de la guerra fría entrábamos a una época de la promulgación de unas economías neoliberales y unas democracias conservadoras. En el marco material e ideológico del retorno a la democracia en América Latina se palpaba la caída no sólo del comunismo soviético, sino también de la democracia social de la Europa occidental. Era un marco en el que la nueva doxología del comercio libre y el neoliberalismo era abrazada por los partidos políticos a través del borroso y encogido espectro político. En América Latina los partidos de la izquierda-que solía implicar partidos críticos del mercado-se tornaron en partidos que aceptaban la centralidad del mercado en sus sociedades y por lo tanto en el mundo entero. En 1994 Carlos Moneta y Carlos Quenan afirmaron que era "indiscutible ... que ... las perspectivas económicas de América Latina a mediano y a largo plazo (estuvieran), en gran medida, ligadas a la posibilidad de mejorar la inserción de nuestra región en una economía mundial" (Moneta y Quenan, 1994, p.9). Al hablar de la nueva democracia, Jorge Nef, en "Demilitarization and Democratic Transition in Latin America," argumenta que los nuevos gobiernos en América Latina "ni son verdaderamente demócratas ni soberanos," sino, más bien, son lo que él denomina "democracias limitadas" basadas en "pactos entre las élites". Son, por lo tanto, "distintamente exclusivas" (Nef, 1995, p.98).

La nueva democracia neoliberal llegó a Chile (y, sin duda alguna, a otros países latinoamericanos) por un camino tortuso. El asalto por parte de la nación chilena contra el capital, si es que se puede hablar en esos términos de lo que hizo el gobierno de Allende, provocó un contra asalto, irreprimible e implacable. Ambos fenómenos tuvieron su septiembre el mes de la victoria electoral de Allende y tres años después, el once del mismo mes, el golpe militar. Carlos Altamarino, un dirigente socialista, ilustra con bastante vividez la diferencia entre los dos septiembres en la introducción a su Dialéctica de una derrota (Altamarino, 1977). Señala el contraste entre las celebraciones tranquilas de la victoria de Allende, que tanto temía la burguesía, y las celebraciones después del golpe, cuando el miedo burgués, reprimido durante tres años, se desató en una barbarie malévola. En su presentación del septiembre de Allende y del pueblo chileno, leemos acerca de cómo los "trabajadores se asomaban a su destino con una increíble demostración de generosidad y madurez cívica," mientras que la "culpa acumulada en siglo y medio de dominación y explotación, oscurecía y silenciaba los barrios elegantes" (Altamarino, 1977, p. 9). No hay duda de que Altamarino es parcial, pero su descripción del comportamiento de la burguesía después del golpe es apremiante, y no es, de todos modos, una mentira:

    Cuando septiembre fue del pueblo, los partes policiales no registraron un solo desmán. Cuando fue de la burguesía, murió ensombrecido por el hedor de 40 mil cadáveres. El terror rojo, persistentemente anunciado por los heraldos de la burguesía, no se asomó entonces ni en los tres años subsiguientes. El terror blanco, en cambio, vino sin anuncio y su faena nunca se dio pausa después de la derrota popular. Dos estilos de vida, dos concepciones diferentes de la sociedad y del hombre. Una, la del pueblo, alegre, generosa, abierta a la esperanza de una vida superior; otra, la de sus adversarios, torva, deshumanizada, implacablemente resuelta a defender sus privilegios (Altamarino, 1977, p.9).

La represión contra la izquierda fue tal, que durante el régimen de Pinochet los exiliados rondaban los "cientos de miles" y los asesinatos sancionados por el Estado llegaron a por lo menos 3,000; las desapariciones continuaron hasta 1987.1 Mientras tanto, Chile se transformó en un laboratorio gigante para ensayar las 'nuevas' teorías económicas de la Universidad de Chicago y la Universidad Católica en Santiago. En su glosa del período, collier y Sater dicen que los comunistas - los llamados Chicago Boys- eran tan "utópicos" y "dogmáticos" como cualquier proyectista comunista (Collier y Sater, 1996, p.365). Parecía como si estuvieran engañándose a sí mismos o sencillamente ignorando la historia al gestionar un desplazamiento social hacia atrás, hacia los días edénicos del prekeynesianismo. Bajo Pinochet, "las relaciones del mercado tuvieron que ser impuestas en toda la sociedad"2 (Collier y Sater, 1996, p.366). Dado que una de las justificaciones de la intervención militar en la política chilena era que el gobierno de Allende actuaba fuera de las pautas constitucionales y que se le imponía al país, (Collier y Sater, 1996, p.360) las cciones del nuevo régimen parecerían algo hipócritas. Nos hacen pensar que cuando se desató el terror del Estado en Chile, éste no tenía nada que ver con el constitucionalismo, y todo que ver con aplastar el sueño utópico del pueblo.

En "The Political Evolution of the Chilean Military Regime and Problems in the Transition to Democracy" Manuel Antonio Garretón explica el encanto que tenía la teoría económica neoliberal para Pinochet, quien no sabía nada del tema. Garretón sostiene que los Chicago Boys le ofrecieron a Pinochet un "discurso que no se limitaba a la esfera de la pura política económica", un discurso neoliberal "capaz de vincular las medidas económicas a un modelo social coherente" y ligado a la visión social de Pinochet, basada en "una crítica histórica de la sociedad chilena del siglo veinte, vista como un cuento de demagogia que contrastaba con la imagen del período previo," (Garretón, 1986, p.102) durante el cual el gobierno era principalmente el vigilante neutral del derecho sacrosanto a la propiedad, y por lo tanto estaba más allá de la política como tal.

Obviamente ese tipo de gobierno favorecía al capital terrateniente; en su forma contemporánea atávica, y a pesar de su pretensión de una "universalidad supuestamente por encima de intereses (particulares)" la política del gobierno pinochetista "favorecía directamente el capital financiero nacional e internacional" (Garretón, 1986, p.101). En cuanto Chile se volviera groundzero para las renovadas teorías económicas, el golpe tendría que verse como algo que trascendía la esfera de lo nacional e incluso lo regional. Sería precisamente un evento histórico de gravedad global, o lo que se llamaría en inglés a world-historical event: la respuesta sanguinaria por parte del capital internacional a la crisis de su propio sistema.3

Mediante la violencia y su constante amenaza la dictadura concedió a la actividad política un espacio bastante limitado. La política de oposición que surgió durante los ochenta era menos anticapitalista que antipinochetista. Cuando los partidos políticos volvieron a actuar, su meta fue el rechazo de una segunda posesión "legítima" de Pinochet, el esperado resultado de un plebiscito proyectado para 1988. Fue así como los renovados partidos promovieron la democracia pura, sin impurezas socialistas. Jeffrey M. Puryear, en Thinking Politics, describe el momento epifánico cuando los intelectuales líderes de la oposición se dieron cuenta de que tenían que empezar a pensar dentro del marco pinochetista. Nos cuenta, por ejemplo, que los académicos de CIEPLAN (Corporación de Investigaciones Económicas para Latinoamérica) llevaban tiempo hallando fallas en las políticas económicas del régimen militar, pero empezaron "alrededor del año 1987, a tomar una posición más conciliatoria respecto a las reformas del régimen" (Puryear, 1994, p.115). Uno de los académicos, Oscar Muñoz, le relata a Puryear:

    Cuando vimos que de hecho las cosas funcionaban bajo (el rubro neo liberal), empezamos a hacerles caso a otros argumentos, mirarlos despasionadamente, y equilibrar mejor los distintos argumentos y encontrar al fin que no había una verdad sola (Puryear, 1994, p.115).

Después de conferir con sus colegas, Muñoz se dio cuenta que su manera de pensar había cambiado: "encontramos que todos estábamos transmitiendo un discurso que más tenía que ver con la continuidad que con el cambio" (Puryear, 1994, p.115).

Mientras tanto, y a pesar de estar reprimida por el terrorismo estatal, una coalición-la Concertación-logró quitar del asiento a Pinochet, una hazaña casi increíble si se tiene en cuenta que se hizo conforme a pautas decretadas por el régimen justo antes del plebiscito en 1988. Este logro llevó a una contienda electoral entre tres tendencias políticas en 1990, la cual ganó la misma Concertación.

Por asombroso que sea el éxito de la Concertación, no se puede olvidar que ya se veía en términos de "continuidad." Este punto se enfatiza en la introducción a la versión publicada de un congreso sobre el legado de la dictadura (The Legacy of Dictatorship) de Alan Angell y Benny Pollack, Los autores nos recuerdan que aunque "la oposición a Pinochet se oponía rencorosamente contra los medios utilizados por ese gobierno, y la verdad es que eran brutales, crueles, y dictatorios, llegó a compartir muchos de los fines de aquel gobierno" (Angell y Pollack, 1993, p.1).

Cabe anotar que, como nos relata Lois Hecht Oppenheim, "la exitosa coalición opositora de dieciséis partidos que (Patricio) Alwyn llevó a la victoria en marzo de 1990, incluía muchos de los partidos e individuos que estaban involucrados en la caída de Allende" (Oppenheim, 1999, p.4). Lo que Oppenheim encuentra "irónico" se podría ver de otra manera. ¿No sería más exacto verlo como una pista que nos revela la verdad de la redemocratización chilena dado el hecho de que aunque los socialistas participaron en la Concertación, la suya era una presencia que sólo confirmaba la diversidad de las voces políticas, y que nunca representó una amenaza de resurrección de la política anti capitalista en el gobierno?

En cuanto al socialismo en sí, en "Chilean Socialism and Transition," Eduardo Ortiz aboga a favor de un socialismo que equilibre la supuesta eficiencia de los mercados con un mayor énfasis en la justicia social (Ortiz, 1993, p.5). Pocos se opondrían al segundo elemento, pero cabe anotar con respecto al primero, que justo después de la transición, en 1991, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe de las Naciones Unidas observó que el nuevo paradigma en América Latina era "mantenido por unas disparidades de ingresos más grandes que en el pasado, un aumento de la inestabilidad de empleo, menos recursos fiscales y menos espacio de maniobra en cuanto a las políticas económicas" (United Nations, 1991, p. 5). A pesar de aquellas "eficiencias", Ortiz caracteriza como "comportamiento político sabio" el "abandono del dogma y las posiciones conflictivas del pasado." El socialismo demuestra su "madurez", dice, al "adaptarse a los nuevos tiempos y a las fortunas de la izquierda" (Ortiz, 1993, p.185). Es interesante que Paul Craig Roberts y Karen LaFollete Araujo, quienes escriben desde la derecha, estén de acuerdo. En su libro, The Capitalist Revolution in Latin America, desechan la "izquierdista anticapitalista" por haber "convertido en demonio al General Augusto Pinochet, cuyo gobierno. . .dejó como legado una democracia constitucional" (Craig y LaFollete, 1997, p.9). ¡Ni mencionan la destrucción por parte de Pinochet de la democracia constitucional anterior! El hecho de que Pinochet tuviera que confrontar lo que ellos llaman "terroristas organizados" se usa para exculpar sus represiones, las cuales, dicen los autores, "eran moderadas en comparación con las que Castro imponía sobre Cuba por ejemplo"-una afirmación sobre la cual no proveen ninguna evidencia. Continúan e insisten en que a pesar de la posibilidad de que hubiera crímenes, "los méritos de sus reformas no son discutibles" (Craig y LaFollete, 1997, p.9). Al comentar sobre el hecho de que los principios económicos de Pinochet siguen en marcha, argumentan que la "aceptación de sus reformas por parte de sus críticos es una aseveración de su valor." No estoy de acuerdo. Más bien es prueba del gran fracaso de la imaginación; es la señal de la derrota.

Si la derrota es completa, uno tiene que preguntarse entonces qué quería decir el nuevo presidente de Chile, Patricio Alwyn, durante un discurso a la nación transmitido por la televisión el 31 de diciembre de 1990, cuando habló con solemnidad del "reencuentro chileno con la historia"(Collier y Sater, 1996, p. 382). Tal imagen tiene su profundidad, pero sugiere que los años de Pinochet de alguna manera aislaron a Chile del transcurso del tiempo, y que el país se quedaba en el limbo. Siguiendo esa misma línea del pensamiento vale la pena preguntarse, ¿en qué momento histórico se encuentra Chile exactamente? No podía ser el momento justo antes de que Pinochet señalara su sendero al poder con bombas y asesinatos. Parece, entonces, que la noción de un reencuentro con la historia sólo tiene un barniz de profundidad. Tal vez la podemos mirar de reojo, especialmente a la luz de un ensayo reciente de Patricio Manns. Aunque pueda angustiar a los activistas y políticos que organizaron de manera exitosa la derrota de Pinochet, el libro Chile: Una Dictadura Militar Permanente, 1811-1999, escrito por Manns describe la historia política completa de este país como una dictadura militar permanente. La tesis verdadera del ensayo da un paso atrás con respecto a la provocación patente en su título, y de hecho sostiene que la autoridad política en Chile ha sido siempre un tipo de alianza cívica-militar, en la cual se ha permitido que los civiles gobiernen a la discreción de los militares, quienes se reservan el derecho de asumir el poder si lo consideran necesario (Manns, 1999). En otras palabras Manns da sustancia a la angustia expresada en 1989 por Ronaldo Munck en Latin America: The Transition to Democracy,donde se cuestiona sobre la autenticidad del retorno de la democracia a Latinoamérica.

Munck se pregunta si la redemocratización es algo cualitativamente distinto al mando de las dictaduras que la precedieron, o si por el contrario es "sencillamente un cambio de máscaras por parte del capitalismo e imperialismo de sus 'fachas militares' a sus 'fachas cívicas'" (Munck, 1989, p.8). Tanto Manns como Munck se muestran aprensivos en torno a lo que pudiéramos llamar el fascismo cívico en América Latina. Su angustia se asemeja a la de Teodor Adorno, quien en los años setenta analizaba su entorno posfascista e insistía en que "el fascismo sigue vivo." Adorno se preocupaba por la existencia del fascismo "dentro de la democracia," lo cual consideraba más amenazante que "la existencia continua de las tendencias fascistas contra la democracia" (Adorno, 1986, p.115). Lo que le preocupaba a Adorno, en sus palabras, es que:

    Ahora como antes, el orden económico, y en gran medida la organización económica construída sobre él, mantiene a una mayoría de la gente en un estado de dependencia, atada a unas condiciones sobre las cuales no ejerce ningún control, por lo tanto mantiene a la mayoría en una condición de inmadurez política (Adorno, 1986, p.124).

Aunque Adorno se refiere a Europa y a los Estados Unidos, puede ser leído en nuestro contexto latinoamericano y en el caso chileno. Según Oppenheim, mientras que "era la sociedad civil la que guiaba la lucha en las calles contra la dictadura..., su papel disminuyó bastante cuando la política normal resurgió en el momento de la posesión del nuevo presidente civil y el Congreso" (Oppenheim, 1999, p.222). Con la dictadura derrotada, no había nada por lo que luchar, ni a favor ni en contra. Las palabras de Alwyn, que invocaron un reencuentro con la historia, pueden ser leídas entonces como una descripción franca del momento post Pinochet, un reencuentro con la fachada del mando cívico.

Aunque el partido socialista ganó recientemente la votación (2001), como era de esperarse, se comprometió a mantener el desarrollo neoliberal que Pinochet inauguró. Como si la elección de Allende y el primer "9/11" no hubieran sucedido. ¿Será que no tiene sentido recordar ese momento? ¿Será que recordar es contraproducente, que los eventos de hace treinta años no tienen ninguna trascendencia, ninguna relevancia para las exigencias actuales, del presente? Pero, ¿acaso nuestras exigencias son las mismas? ¿Iguales a las del pasado? O, ¿será que el mercado libre ha acabado con todo eso? Yo diría que si nos enfocamos más en la gente libre que en el mercado libre, las exigencias del pasado son mutatis mutandislas exigencias del presente: el mercado libre puede haber colonizado el discurso de la revolución y derrotado los movimientos de oposición, pero no ha hecho lo mismo con la pobreza, la explotación y la desigualdad.

Desafortunadamente, hay que lidiar con lo que Gramsci llamaba "el pesimismo del intelecto." Este intelecto nos hace enfrentar la posibilidad de que, como dice Hernán Vidal, "el triunfo mayor de la dictadura militar fue más bien sicológico, en tanto pudo conducir a grandes sectores de la población, en el nombre de un 'realismo', 'pragmatismo', o 'renovación' política, a la certeza de que muchas de sus metas eran compartidas, por lo tanto despolitizando a la sociedad civil, debilitando la influencia de los partidos políticos y los sindicatos, estimulando drásticas modificaciones ideológicas como las que representa el socialismo 'renovado', e imponiendo un principio de realidad que aceptara la modernización capitalista, el dominio de los mecanismos del mercado, y la limitación de toda expectativa política" (Vidal, 1995, p.303). Y contra esto, ¿qué?

Recuerdo un domingo por la mañana durante el otoño de 1998. Estaba leyendo el periódico y en la primera página había un artículo sobre la detención en Gran Bretaña de un Augusto Pinochet Urgarte. Aunque lo leí dos o hasta tres veces, no lo pude creer. O no lo pude entender. Marqué a Inglaterra, llamé a un pariente (en ese entonces no recurría a la internet) y resultó, como ya se sabe, que los británicos habían detenido a Pinochet bajo cargo de posibles crímenes cuando era comandante en jefe de Chile. Específicamente, la orden de detención mencionaba "el crimen de genocidio y de terrorismo que incluye el asesinato" (Krauss, 1998). No obstante me pareció-y no creo que haya sido el único en sentir esto-algo raro.

El Estado británico siempre ha sido el socio menor en la política extranjera de los Estados Unidos (por lo menos desde los principios de la guerra fría), y Pinochet tenía, como se sabe, el apoyo de los Estados Unidos y era ocasionalmente huésped del gobierno de Margaret Thatcher en Londres. Aun así, los británicos habían detenido a ese ex -y ya viejo- dictador quien, como si fuera poco, había sido aliado de Gran Bretaña durante la guerra contra las Islas Malvina (Collier y Sater, 1996, p.364). ¿Qué podría significar que los británicos hubieran detenido a este hombre por posibles daños contra la humanidad, y a petición de un juez español? Semejante pregunta resonaba por lo menos en dos niveles. Se podría preguntar sobre las referencias al campo político británico. La acción del gobierno de Blair, por ejemplo, distaría de la del gobierno anterior, ya que parte de su cometido tendría que ver directamente con los derechos humanos.

Pero más allá de esa posibilidad, me interesaba la relación del asunto con una perspectiva histórica más amplia: ¿cómo afectaría un proceso jurídico contra Pinochet la relación del público con la historia? Podría confrontar al mundo entero, todavía embriagado de capitalismo triunfante, con la historia de aquel triunfo y la sangre que se derramó para realizarlo. Si el juicio hubiese proseguido, revelando sus delitos, más gente se habría enterado de que el fracaso de la izquierda no tenía que ver con fallas inherentes al socialismo, ni con el desvanecimiento de una mera ilusión (Furet, 1999),4 sino que el era resultado de una campaña de terrorismo estatal con apoyo internacional.

Ahora bien, el proceso contra Pinochet en España habría iluminado la época oscura de los años setenta en América Latina, permitiendo hablar de los gobiernos militares y sus ataques contra la izquierda local. A la postre el público habría vuelto a visitar los eventos violentos que acabaron con los proyectos socialistas y que prepararon la tierra, fertilizándola literalmente con cuerpos socialistas para el capitalismo victorioso y podría haber considerado la posibilidad de que el capitalismo no es un sistema más acorde con la naturaleza humana, a menos que quienes lo rechazan sean de antemano aniquilados. La detención, extradición a España, y la causa contra Pinochet hubieran podido ser un saldo de cuentas con la historia.5

Pero al final nada ocurrió. Sin embargo vale la pena preguntarse, ¿qué suerte de justicia habría sido? Aún si lo hubieran declarado culpable, ¿rectificaría el pasado?, ¿lo recompensaría? Diría yo que un fallo condenatorio habría sido bienvenido, pero nunca suficiente. Además de ser responsable de miles de muertos, Pinochet, su régimen y todos aquellos que lo apoyaban tienen también la culpa de la muerte de un sueño, el del socialismo como alternativa humana al capitalismo. Aun si se supone un éxito histórico en cuanto a lo oficial, el capitalismo no se ha mostrado capaz de abastecer al mundo entero con lo que le hace falta: comida, amparo, medicina, educación.

Es importante advertir que la posibilidad de sancionar a Pinochet sólo llegó en el momento del fin del socialismo como proyecto organizado. La elección de los llamados partidos socialistas en Gran Bretaña y la "Inglaterra de Sudamérica", o sea, Chile, los cuales no se parecen en absoluto a sus previas encarnaciones, confirman no sólo la muerte del socialismo, sino que se burlan de la idea misma: el fantasma socialista exorcizándose a sí mismo y orinando sobre su propia tumba.

Insisto en esta pregunta: ¿qué tipo de justicia, entonces, habría sido una condena contra Pinochet? Al comentar sobre los procesos de reconciliación en varios países, Reed Brody argumenta contra la idea de la reconciliación, las comisiones de verdad en las cuales los testigos, por su testimonio, reciben inmunidad. Defiende así la necesidad de pleitos, con su rencor, sus perdedores y ganadores y sostiene que "los perpetradores de atrocidades deben ser perdedores. . .Si los líderes empleaban la represión para empoderarse, luego en una transición ideal se les quitaría el poder, algo que el juicio, la convicción y el castigo hacen más efectivamente" (Brody, 2001, p.28). Tal sería, según Brody, la justicia "verdadera," pero yo insistiría en que todavía le falta algo. El problema, por lo menos con referencia a Chile, es que los agentes de la represión no eran en principio ni pandilleros ni bandoleros buscando enriquecerse. Tal era, sin duda, una atracción secundaria, pero hay que hacer hincapié en que los pinochetistas estaban defendiendo a 'su' país contra el socialismo, es decir, la práctica emancipadora del pueblo. Además, muchos de los que apoyaron tácitamente al régimen militar, interesados en su propia riqueza personal, no serán castigados mediante comisiones de verdad y reconciliación, ni mediante juicios específicos. Una justicia de esa naturaleza, no es verdadera por no ser completa; es más bien ejemplo de lo que Benjamin tal vez hubiera designado como el "poder mesiánico débil" (Bejamin, 1969).6 La justicia verdadera requeriría que ejerciéramos un poder redentor más fuerte, que hiciéramos justicia a las esperanzas y los sueños de aquellos que los militares asesinaron y enterraron sin ley ni orden o abandonaron a pudrirse como pura escoria social.

Ello requiere que reanimemos nuestra memoria para recordar la posibilidad de un futuro justo, en el que, por absurdo que suene hoy, todos contribuyan y se beneficien conforme a sus capacidades y necesidades. Dado que el intento de realizar este futuro ha provocado un largo y continuo daño a la humanidad, la dificultad radica entonces en activar la memoria, y generar recuerdos que la articulen. Pero la tarea no deja de ser imprescindible.


Comentarios

1 La cifra exacta de asesinatos se desconoce. La que usamos es de Collier y Sater (1996, p.360) y (Cáceres, Godoy, Palma, 1996, p.137). Pareciera que el número 40,000 de Altamarino, citado arriba, es exagerado. Ha de preguntarse si la cifra de 2,300 muertos, relatada por la Comisión de Derechos Humanos de Chile (Ver Oppenheim, 1999, p. 113), niega la fuerza de las palabras de Altamarino. Si es así, pues, ¿qué cifra justificaría tal tenor?

2 Énfasis del autor.

3 Si en períodos de crisis las corporaciones reducen el número de sus obreros, la respuesta pinochetista fue reducir el número de los chilenos.

4 La frase 'el desvanecer de una mera ilusión' es mi traducción de the passing of an illusion, título de un libro de Furet. Él usa la palabra "ilusión", que remite a la fé del comunismo soviético en la verdad histórica de la idea de la dictadura del proletariado. Tomo prestada la frase para invocar la idea de que los sueños socialistas, si bien en la teoría parecían bellas verdades, fueron relegados por la historia a ser locuras utópicas, contrarias a la naturaleza humana-idea con la cual no estoy de acuerdo.

5 Puede decirse que la detención de Pinochet no se desarrolló como se señala arriba porque la clase dominante en Gran Bretaña así lo prefirió. Sin embargo, pocos meses después de su regreso a Chile (Kraus, 2000), Pinochet pierde su inmunidad, lo que abre las puertas a un eventual proceso judicial. Si ello ocurre, ¿no sería su casa el lugar indicado?

6 Me refiero a las Theses on the Philosophy of History escritas por Walter Benjamín (1969, p.254).


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