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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.17 Bogotá jan./abr. 2004

 

Guerras, memoria e historia

Gonzalo Sánchez (2003). Bogotá: ICANH.

Alvaro Camacho Guizado*

* Sociólogo. Director del Centro de Estudios Socioculturales e Internacionales de la Universidad de los Andes.


No entendemos lo que causa que las

cosas sucedan. Historia es la ficción

que inventamos para persuadirnos

que los sucesos son conocibles y que

la vida tiene orden y dirección. Por

eso los eventos son siempre

reinterpretados cuando cambian los

valores. Necesitamos versiones

nuevas de historia que justifiquen

nuestros prejuicios actuales...

Calvin, en diálogo con Hobbes

Trataré de explicar mis reacciones frente al libro de Gonzalo Sánchez, Guerras, memoria e historia, y sólo haré unos comentarios sobre los temas que con mucho atrevimiento considero los más importantes, aunque en algunos momentos deba desviarme, para hacer énfasis en una de las cuestiones nodales del texto: la historia y el reto de la recuperación de la memoria.

La Violencia como vivencia Gonzalo nos introduce al tema con una muy viva y emocionante referencia a su infancia y a sus experiencias con una Violencia que lo asedió en su pueblo, desde niño, junto con su familia. Desde esa época, y a pesar de sus esfuerzos en contrario, el fantasma lo persigue. Este no es un tema ajeno para los colombianos: en mayor o menor medida a quienes pasamos de cierta edad, no digamos cuál, nos persigue y acecha esa sombra de la Violencia. Para otros, más jóvenes, el asedio provendrá de la guerra.

Violencia y guerra: temas que constituyen uno de los ejes fundamentales del trabajo de Gonzalo. Y digo lo de la edad y la experiencia porque a mí también me persigue la imagen de un pueblo gris, triste, frío, somnoliento, sin eso que después se llamaría dialéctica, pero pacífico, que de un momento a otro se convirtió en un escenario de violencia en el que el partido de gobierno, el conservador de Ospina y Laureano, se dedicó a tratar de homogenizar políticamente a la población, de convertirla en irrestricto apoyo gubernamental, y para esto sus agentes y simpatizantes no vacilaron en recurrir a la fuerza de las armas, al amedrentamiento, la amenaza, y, por qué no, la muerte. Y todo esto acompañado de manifestaciones callejeras, con motivo de las cuales se obligaba a todos los habitantes a izar banderas azules en las ventanas de sus casas, so pena de recibir venganzas posteriores. Y claro, esos habitantes oían los vivas a la Virgen del Carmen y a Cristo Rey y los abajos a los cachiporros, cuyas mamás eran objeto de innombrables epítetos. Eran la época, el departamento y el reinado de los chulavitas. De por allá salieron, y llegaron al Líbano, donde Gonzalo y su familia los padecieron, y de quienes, como ocurrió con mi familia, tuvieron que huir.

Ahora bien, a diferencia de tantos colombianos que han pasado por experiencias similares, Gonzalo ha sabido derivar lo positivo de la vivencia, y por eso, luego de una vasta producción intelectual que le ha merecido un "Doctorado por obra", que, bajo la dirección de Daniel Pécaut, le otorgó la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, hoy nos damos el gusto de leer este libro, que es una suma de su reflexión histórica, sociológica y política. Con él se ratifica lo que alguna vez dijera Eduardo Pizarro: "Gonzalo es el papá de los violentólogos", esa horrible caracterización de un oficio y que se popularizó luego de que una insistente periodista amiga, presa del síndrome de la chiva, nos preguntara a los miembros de la Comisión de Estudios de la Violencia qué estábamos haciendo, y para quitárnosla de encima, alguno de nosotros le dijo: "pues violentología". Su venganza fue publicar el reportaje y por tanto popularizar la fea palabreja.

Violencia, guerra y memoria

Vamos ahora sí a algunos elementos que componen el almendrón del texto. Un tema central se refiere al triple papel de la guerra: en la construcción de la historia de la nación, en los relatos que se tejen en medio de relaciones de poder y subordinación, en las huellas que se concretan en lo que Gonzalo llama "lugares de memoria". Estas tres dimensiones, identidad, pluralidad y perennidad constituyen ejes de construcción de la historia, como objetivación de un pasado, y que se diferencia de la memoria en cuanto ésta es militante, construye relatos y es la presencia viva del pasado en el presente. Abusando de una metáfora al estilo de Claude Lévi-Strauss, podría decirse que la historia, en tanto cosificación, es "fría", y que la memoria, como vivencia, es "caliente".

Ahora bien, en Colombia historia y memoria se comportan de maneras diferentes cuando se trata de la Violencia o cuando se trata de la guerra. En la historiografía tradicional de nuestra Violencia, hasta antes de que se produjera una nueva literatura científica que desentraña los más profundos significados de la contienda, y de la cual la muestra más evidente es la obra general de Gonzalo, ésta fue una Violencia multiforme y medio ciega en la que no hubo realmente ganadores ni perdedores; tanto es así que se pudo apaciguar al país a partir de un pacto elitario entre quienes habían estado en las posiciones de comando en la confrontación, y con sus retóricas y prácticas la estimularon. Para llegar a esta reconstrucción histórica sólo se necesita reconocer los nuevos ricos que usufructuaron tierras e hicieron fortunas y los centenares de miles de campesinos muertos.

Las preguntas

En lo que sigue quiero recurrir a una estrategia que me facilita la presentación: me haré preguntas. Probablemente son algunas de las mismas que Gonzalo se ha formulado a lo largo de su vida intelectual. Primera pregunta: ¿Cómo nombrar al otro? Es claro que en las confrontaciones violentas las partes deben recurrir a técnicas y herramientas lingüísticas para enunciar al otro. Sólo que esta enunciación no es inocente: al definirlo, al otro se le asignan características que a la vez que lo satanizan, buscan enaltecer a quienes los bautizan. Durante la Violencia, las fuerzas del orden, del Estado, los conservadores y no pocos liberales, llamaron "chusma" a los campesinos que se defendían de la agresión. Los pájaros y paramilitares de ese entonces, en cambio, eran "guerrillas de paz". En los extremos, se llegó a llamar a esos campesinos "comunistas", cuando no acataban plenamente las instrucciones de la "oligarquía" liberal. Pues bien, hoy se han dado nuevos giros en la nominación. Cuando el presidente Pastrana se encontraba inmerso en un proceso de paz, llamaba "guerrilleros" a las Farc. Y usaba este calificativo a contrapelo del general Mora, quien se ha solazado ya por años con su caracterización de la misma organización como una "cuadrilla de bandidos". Son los mismos a quienes los campesinos de las regiones bajo su dominio llaman "los muchachos".

Y hoy hasta el presidente Uribe parece contagiado de este lenguaje condenatorio, y no baja de "bandidos" y de terroristas" a las Farc. Los guerrilleros, desde luego, tienen su propia retórica: el gobierno de Uribe es "vendepatrias", "fascista" "terrorista de Estado", "lacayo del imperialismo"... Y así, epítetos de esta naturaleza llevan la guerra a lo que Gonzalo llama "duelo en el terreno de los discursos". La criminalización por el lenguaje es un arma muy poderosa. Segunda pregunta: ¿Cómo llamar lo que tenemos hoy? En los cincuentas se llamó Violencia a esa concatenación de múltiples procesos que incluían la confrontación partidista, el enriquecimiento ilícito, la defensa territorial, el acaparamiento de tierras y hasta las venganzas personales.

Hoy, ¿estamos ante una guerra civil? ¿Una guerra revolucionaria? ¿Una guerra de nuevo tipo? ¿Una guerra contra la sociedad? Los debates son candentes, y la semántica al respecto es también algo más que purismo idiomático. Es una práctica con efectos políticos. Podríamos agregar que desde dos extremos buscamos caracterizaciones alternativas. Algunos piadosamente hablan de un "conflicto armado"; otros, como el presidente Uribe, niegan que haya un conflicto, y caracterizan el momento como una situación en la que cuarenta y cuatro millones de colombianos son agredidos por una minoría de bandidos ricos.

Tercera pregunta: ¿Cómo terminan las guerras? A diferencia de las revoluciones, que triunfan o son derrotadas, nuestras guerras parecen eternas, y además no resuelven los conflictos que las suscitaron o siquiera las impulsaron. Testigos han sido las diferentes amnistías e indultos, tan caros a nuestra historia y tema recurrente en el trabajo de Gonzalo: ellos no se cumplen (recordemos la suerte de Guadalupe Salcedo, Carlos Pizarro y muchos de los miles de militantes de la UP), no desmovilizan sino parcialmente (recordemos a Chispas, Desquite, Tirofijo y otros más), y sí dejan pendiente las dimensiones judiciales y morales y las necesidades de reparación de las víctimas. Nuestro más glorioso ejemplo es el Frente Nacional: su mayor gestión a este respecto fue un remedo de reparación: la colonización del Ariari, en la que el Estado mandó a las selvas a centenares de campesinos, con la condición de que fueran "damnificados" de la violencia. Unos cuantos créditos de la Caja Agraria y luego una gran oportunidad para que unos cuantos grandes propietarios ganaderos ensancharan sus propiedades. ¿Y lo demás? No, el Frente Nacional prefirió el olvido.

El tema, sobra decirlo, es crucial hoy: en el supuesto, muy discutible desde luego, de que en un futuro cercano nos embarquemos en un proceso de paz medianamente exitoso, ¿caben las perspectivas tradicionales de amnistías e indultos? En el país ya no se enfrenta un gobierno con unos campesinos que se defienden en luchas y persecuciones más o menos locales con escopetas de fisto y organizaciones débiles y fragmentadas. Hoy estamos frente a una confrontación de ejércitos de cobertura nacional, bien armados, organizados, y ciertamente muy ricos. ¿Será que el proceso terminará con una negociación de favorabilidad política, suspensión de penas, casa, beca y taxi? ¿Y los cerca de cuarenta años de lucha armada dónde quedan? ¿Y los millones de desplazados? ¿Y el acaparamiento y ensanche de propiedades agrarias a costa de los campesinos que huyen de sus tierras? ¿Y los humillados y ofendidos de Bojayá, El Tomate, Mapiripán, Trujillo y tantas otras masacres?

No tengo muchas herramientas para examinar esta perspectiva. Sólo me basta decir que expertos y eruditos en el tema de la justicia transicional, como Iván Orozco, andan estrujándose el cerebro para imaginar una opción medianamente decorosa. Lo que sí puedo afirmar es que el eventual resultado de la actual confrontación no será una victoria decidida de ninguna de las partes, y que el tema tendrá que romper en dos nuestra historia.

Cuarta pregunta: ¿Qué nos ha dejado la violencia, y qué nos dejará la guerra? La pregunta se conecta muy directamente con las respuestas a la anterior. Pero aún en medio de la incertidumbre sí podemos afirmar que la Violencia nos dejó un país fragmentado en lo regional, una expansión de la frontera agrícola hacia regiones no aptas para la agricultura, un acelerado y caótico proceso de urbanización. Y que la guerra probablemente dejará efectos más deletéreos aún: en las lógicas contemporáneas se encuentra que no hay unidad temática ni visión compartida de futuro: las diferentes fuerzas armadas ilegales tienen programas independientes, diversos, incongruentes. Tienen, sin embargo, algo en común: la pretensión de ser los voceros de la población, los representantes legítimos de sus intereses. Esta expropiación de la voluntad y vocería popular se traducirá sin duda en que las posibilidades de autonomía de la población civil sean de nuevo frustradas.

Quinta pregunta: ¿Y quién podrá representarnos? Entre tanto, la rutinización de la guerra y su consecuente ensuciamiento, la ausencia de paradigmas, no permiten crear identidades colectivas guerrilleras indispensables en una negociación. De hecho, del lado guerrillero su degradación e involución hacen controvertible su condición de actores políticos, y aunque reclaman luchar contra la incapacidad del Estado de satisfacer las necesidades de la población más pobre, sus prácticas de privatización de las funciones del Estado y su recurso constante a la coacción física de los ciudadanos anulan su pretensión. Y esto es así porque el potencial amenazante de las guerrillas y los paramilitares sobre la población es inversamente proporcional a su pretensión de representatividad. La insurgencia y la contrainsurgencia dejan así de ser vistas como una promesa de paz o nuevo orden y reactivan la memoria de la Violencia: extorsiones, secuestros, masacres, todo lo que constituye, en palabras de Gonzalo, "la herencia negativa de la violencia".

Probablemente la peor consecuencia de la expropiación de la voluntad popular por parte de las guerrillas es impedir la movilización social en pro de un orden alternativo. En cambio, ellas, a la manera del doctor Frankenstein, han creado su propio monstruo: los paramilitares. Y con ellos se configura una situación en la que ya no hay posibilidades de adhesión por la convicción o la simpatía: ahora es el temor lo que permite a los extremos armados reclamar la aquiescencia de las poblaciones sometidas. Gonzalo llama a este fenómeno "la tribalización de la violencia".

Sexta pregunta: ¿Qué hacer con el pasado como memoria? Recordemos de nuevo la experiencia del olvido del Frente Nacional: cuando en 1961 Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna publicaron el primer tomo de La violencia en Colombia,las reacciones fueron fuertes y encontradas: algunos intelectuales y políticos liberales la colmaron de encomios, aunque alguno de ellos, como si quisiera exculpar a la dirigencia política, dijera que "El libro no parte de una división entre buenos y malos. En este libro hay un acusado: la sociedad colombiana". Los conservadores, en cambio llegaron a expresar puntos de vista como que "los autores.se ganan la vida más indignamente que las cortesanas", o que "Es un relato mañoso, y acomodaticio, respaldado por unos documentos secretos". Olvido, exoneración de responsables, insultos, fueron, pues, algunas de las reacciones ante quienes quisieron construir una memoria de la Violencia. Son vívidas expresiones del olvido como recurso de poder: se pretendía hacer olvidar las arbitrariedades propias y negar las posibilidades de que las víctimas pudieran construir su memoria y buscar así aunque fuera una modesta reparación.

Hoy enfrentamos situaciones diferentes, pero no tanto: como lo han demostrado otras experiencias recientes, como la de Suráfrica, lo que realmente está en juego es la necesidad de memoria, y con ella de la idea de justicia y de consolidación democrática. Y esta necesidad implica no sólo que las partes en contienda intenten al menos desarrollar una "ética de la guerra", que permita que la reconstrucción del pasado sea menos traumática, y que los damnificados puedan al menos reconocer que la guerra fue eso: pasado, memoria, historia y que el porvenir valga la pena.

La crítica

No puede un comentarista terminar su tarea sin señalar algo que no le gustó del libro. En mi caso, por más que rebusqué, sólo encontré dos punticos: primero, cuando aboca el tema internacional, y se refiere a la internacionalización negativa de Colombia, y cuando trata el espinoso tema de los efectos de la guerra colombiana sobre los países vecinos, Gonzalo habla de la "continentalización" de la guerra. Yo preferiría hablar de su internacionalización, puesto que la exclusión de Europa significa desconocer las críticas que la Unión Europea ha formulado a la degradación del conflicto y a la política estadounidense. Significa no reconocer los apoyos a la paz negociada, a las críticas a las violaciones a los derechos humanos, que han formulados intelectuales e iglesias del viejo continente. Pero implica hacer caso omiso de la apreciación, que me parece ineludible, de que las gestiones de la Unión Europea serán absolutamente necesarias en una salida política y negociada a la guerra.

Y segundo, sorprende que el tema del narcotráfico aparezca sólo al final del libro. En efecto, la mención se refiere a la estrategia del Plan Colombia y su metamorfosis del plan antinarcóticos en estrategia contrainsurgente. Dice Gonzalo con justicia que "bajo el impacto de la universalización de la hegemonía norteamericana tiende a borrarse la distinción entre terrorismo y narcotráfico".

Pero esto no es todo lo que se puede decir del papel del narcotráfico en nuestra guerra. El paso de la guerra que desplegaron en defensa de su negocio y en su confrontación con el Estado, en la que actuaron como empresarios y comerciantes ilegales, como "gremio", a la guerra que ahora activan en su condición de propietarios de tierras, y que se traduce en la barbarie paramilitar, se combina con el papel del mercado ilícito en el fortalecimiento de las arcas de la guerrilla y su acelerada degradación. Dejar esto de lado, me parece, es una falla. Consideremos solamente el papel que desempeñará el narcotráfico en la futura construcción de nuestra memoria.