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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  n.21 Bogotá mayo/ago. 2005

 

¿Degenera la raza? Contribución al estudio de este importante problema en lo referente a nuestra Facultad de Medicina (II Parte)

El número de universitarios

¿No será este un factor importante en el punto que aquí se trata? Cierto que nunca nuestra Escuela se había visto con el número de estudiantes con que cuenta hoy. Y si a esto se agrega que el número de habitantes del país está muy lejos de aumentar en la misma relación, ¿no traerá esto como consecuencia la desconcertante rivalidad, más bien que emulación, que ya empieza a sentirse? Y no debe ignorarse que la rivalidad es tanto más perjudicial cuanto mayor es el número de actores que entran en ella. Si es cierto, como es, el principio que ha sentado Le Bon en su Psychologie des Foules, de que el espíritu y dignidad de una agrupación de individuos son muy inferiores al espíritu y dignidad de cada uno de sus miembros, habrá un fuerte argumento para afirmar que el desastre en los estudios universitarios se debe en gran parte al creciente número de estudiantes que a nuestras Facultades afluyen.

Multitud de jóvenes que en otros campos hubieran tenido éxitos compensadores de sus esfuerzos se van hoy, ciegos por una funesta ilusión tras un doctorazgo que, al poseerlo, detestarán sin duda ante la realidad de lo adquirido, ante la disipación de halagüeñas esperanzas dignas quizá de mejor suerte.

Un título de doctor: hé allí la meta de la juventud actual: que sea o no merecido, poco importa: nadie habrá de averiguarlo para disputarle los buenos miramientos que entre los incautos pueda captarse con él.

Y el número de aspirantes aumenta, y aumenta. ¿Cómo se quiere que hoy, cuando en nuestra Facultad de Medicina hay alrededor de quinientos estudiantes, pueda haber el mismo entusiasmo que cuando en la misma solo había ciento o ciento cincuenta?

Agréguese a esto las consideraciones que en estas circunstancias hace el estudiante para su porvenir. En un tiempo aquél abrigaba la esperanza, y la mayor parte de las veces tenía la seguridad de que al terminar sus estudios reembolsaría pronto el dinero que en su costosa carrera había gastado, y que tanto más pronto lo reembolsaría cuanto mejor preparado saliese, porque el mérito sería su mejor carta de recomendación, entonces, cuando éste se reconocía. Pero hoy, cuando de nuestra Universidad salen centenares de médicos, de los que no irán a tener más risueño porvenir los que más meritoria carrera hubieren hecho, sino los más audaces, ¿Cuál podrá ser ese aliciente para el joven, esa esperanza que lo entusiasme, ese imán, por decirlo así, que sobre él se imponga para guiarlo? Si la audacia, sin más apoyo que la desvergüenza que fatalmente va consigo, viene a sobreponerse al mérito conquistado para el talento y el estudio asiduo, heroico las más de las veces, ¿Cómo puede haber ese deseado entusiasmo? Doloroso es decir que de nuestra Escuela de Medicina, por cada cien doctores, salen diez médicos, y que, mientras unos van quizá a medrar, no será difícil que éstos corran la suerte de quedar en el olvido.

¿Cómo sería posible limitar el número de estudiantes? Aumentando el valor de la matrícula, como se ha pretendido? Ese es un medio injustificable: él haría de nuestra Escuela un privilegio a que sólo podría aspirarse con el dinero, y no es precisamente entre los ricos donde están los hombres más aptos para el estudio: las grandes lumbreras han salido de cunas humildes.

De otra manera puede remediarse aquello: la Escuela podría exigir a los aspirantes a sus aulas garantías más eficaces que las que actualmente se exigen. Obligar a quienes por primera vez se presenten a sus puertas la presentación de todos los certificados de sus estudios de Literatura, y rechazar a aquellos jóvenes a quienes sus certificados no acrediten verdaderamente aptos para los estudios de Medicina. En estas circunstancias estarían aquellos que tuviesen en sus certificados la quinta parte de calificaciones bajas: nada tan razonable como pensar que quien en los estudios del bachillerato no alcanzó a ser siquiera buen estudiante, no podrá ser ni mediocre en los difíciles estudios médicos. Para quedar al abrigo de todo error, tales certificados se examinarían debidamente, hasta eliminar, con la severidad posible, toda sospecha sobre su autenticidad. Mucha influencia debería tener para la aceptación o rechazo de tales documentos la mayor o menor seriedad del colegio o colegios que los expidiesen, como también la clase de materias aprobadas con tal o cual calificación.

Todavía en el Establecimiento se haría nueva selección. ¿Cómo? ¿Reprobando? Si, pero no reprobando estudiantes, sino reprobando malos estudiantes. Sería éste un medio que eliminaría toda sospecha sobre la idoneidad de nuestros jóvenes médicos.

Perversión de la justicia

Punto es éste que justificaría todo un libro que sobre él se escribiese; sin embargo, para limitarme, solo quiero considerar lo que se refiere a calificaciones anuales.

Más que indignación produce en uno, durante los meses de exámenes, el oír la lectura de las calificaciones en muchos cursos, en la mayor parte de los cursos de nuestra Facultad. ¿Y cómo no habría de ser así? Bastaría para ello tener la más vaga noción de justicia. ¿Quién mejor que uno puede conocer las capacidades y conocimientos de sus condiscípulos, uno que está en continuo contacto con ellos, y más que eso, en continuo intercambio de ideas? Ante esas calificaciones, cuántas veces habrá sentido uno ese hondo disgusto, que más que disgusto es una muda pero viril protesta al ver la justicia pisoteada por quienes dada la circunstancia de ser maestros de la juventud, deberán respetar a aquélla como a divinidad invulnerable. Ver calificados con el grado de sobresaliente a estudiantes que solo la noche anterior tomaban el libro correspondiente para estudiar uno o dos capítulos, capítulos que la suerte les deparaba para presentar examen en ellos...y que del resto de la materia podrían dar la noticia que pudiera dar yo del idioma chino. Y talentos, porque los hay, ¿no se han visto calificados con un dos? ¿Y no fue por eso por lo que muchos buenos estudiantes, con sinceridad insospechable, decían preferir una calificación baja (que diera el curso como aprobado), más bien que la de 5? Pues que ésta, en vez de ser el premio que solo al mérito debería adjudicarse, se había hecho el estigma para quienes verdaderamente eran dignos de ella.

Así se veían premiados en sus afanes jóvenes que a sus capacidades añadían una constancia, una asiduidad que no pocas veces rayaba en sacrificio. Y por eso aquellos estudiantes, a quienes el reloj sorprendía a la una o dos de la mañana inclinados sobre las páginas de sus libros, tienden a desaparecer; esto tiene que ser una consecuencia fatal.

Es posible que un buen estudiante no presente un examen lúcido; pero condenarlo por esto sería ignorar crasamente las más elementales nociones de psicología para aplicarlas en este caso concreto. ¿Y sabéis cómo se lavan las manos los profesores que así proceden? Nosotros no tenemos la culpa -dicen;- no los conocemos, son muchos. Razón fútil, mil veces reprochable por la falta de honradez que la inspira, por la malicia que en si encierra, como todo lo forjado por la mala fe.

Los profesores pueden conocer a sus discípulos, y conocerlos perfectamente por numerosos que éstos sean; pero no procuran conocerlos; no hacen el esfuerzo para conocerlos, no quieren conocerlos. Encierra esa actitud algo de orgullo, o será un mal meditado desdén? Es eso lo que sucede muchas veces, cosa por todo aspecto perjudicial para profesores y estudiantes.

Sí puede conocerse perfectamente a todos los discípulos. Vaya un ejemplo: el doctor Rivas, profesor de Anatomía, cuya justicia podría ponerse aquí como ejemplo (salvo algunos errores de que no pueden quedar exentos algunos actos humanos por más rectitud que el hombre procure darles), conoce bien a sus alumnos, poco importa que sean ciento o más; y tan bien alcanza a conocerlos, que varios meses antes del examen ya sabe quiénes son buenos estudiantes, quiénes malos; ya está en posibilidad de juzgarlos con rectitud, Y agrego al pasar que sin duda alguna a eso se debe el entusiasmo que se pone en el estudio de aquella materia. Por eso es este curso uno de los que mejor se estudia en nuestra Escuela; porque allí nadie se entrega en manos de la buena suerte; allí sólo será tabla de salvación lo que se haya aprendido durante el año. Cosa igual podría decirse respecto al doctor Lombana Barreneche.

Y ¿qué se dirá del caso, que como escandaloso puede considerarse, de que en alguna o algunas clases se llevase el rigor hasta el punto de no considerar a ningún estudiante en el examen como digno de la aprobación del respectivo jurado? ¿Cómo es eso posible? No es sino que la justicia va uncida al carro de una petulancia denigrante. Vosotros, profesores, queréis que vuestros discípulos sepan como vosotros en un examen, y no tenéis en cuenta: 1o., que vosotros no les habéis enseñado todo eso que sabéis, y si mucho de ellos les habéis enseñado, no pocas veces habrá sido estéril por defecto en vuestros métodos pedagógicos; y 2o., Olvidáis que para saber lo que sabéis habéis tenido que estudiarlo diez o veinte años, y todo aquello ha sido casi únicamente asimilado por la tarea de la enseñanza: si quieres aprender, enseña, dijo un escritor inglés imitando a Cicerón.

Falta de estímulo

Por su carácter puede considerarse este factor por separado, aunque lógicamente debería haberse considerado con el anterior.

No se encuentra en nuestra Facultad el estímulo ni aun de los mismos compañeros; si éstos ven que alguno de sus condiscípulos hace algo digno de alabanza, unos procuran denigrarlo porque ven en ello circunstancias, que solo su envidia u odio han podido fingir; otros, tal vez se adelantarán a darle un aplauso a su compañero, pero al darlo lo hacen de tal manera que hacen perder todo aspecto de sinceridad.

La iniciativa personal, por vigorosa y noble que sea, tiene que estrellarse si le falta un apoyo desinteresado. El estímulo, cuando es merecido, es hasta una obligación moral, porque con él se encomia lo bueno. El estímulo, el premio adjudicado a quien no lo merece, es acto de corrupción por parte de quien lo prodiga. Raciocinio sosegado y detenido examen debe haber siempre hasta para tributar un simple aplauso; no tener en el ánimo el prejuicio de que es tal o cual quien el premio merece, si no se quiere que éste pierda el carácter de tributo debido a la justicia. n cuanto a falta de estímulo, quiero tratar aquí algo macroscópico para quien siquiera haya pisado el umbral de nuestra Escuela.

quienquiera que diga haber salido triunfante en uno de los concursos que periódicamente se abren en la Facultad, se le tendrá, en el concepto de quienes ignoran lo que en ella pasa, como al más inteligente de los aspirantes a él. Salvo excepciones, que honran nuestras aulas, cometerá un grande error quien así piense. Es que, como dijo Goethe:

<<... la elección
Hasta al que no la merece
Dignifica y engrandece>>.

Otros casos muy distintos del talento, son los que en aquel triunfo influyen; de ellos no quiero ocuparme, prefiero evitarme esa mortificación.

Allí está un aliciente echado por tierra. Se alegará que el único aliciente que debe llevarnos al bien no debe ser otro que la satisfacción de nuestra propia conciencia: Sile Stulle, pudiera contestarse al pseudomoralista que así argumentara. Bien estaría el ver a ese maestro de moral, que no sería sin duda el más profundo psicólogo, dando el ejemplo.

Hoy esos concursos no tienen el carácter de tales; ya no hay esa emulación caballeresca de antes, que hacia de aquéllos campos de lucha noble en que solo llevaría la palma quien la mereciese.

Por eso un sentimiento casi general existe hoy en los estudiantes; no presentarse nunca a concurso. ¿Para qué, si mucho antes de verificarse éstos ya se han designado mentalmente a quien ha de adjudicarse? ¿De qué otra manera podría explicarse el que estudiantes que ni a disputarse el triunfo se han presentado salgan favorecidos, y favorecidos algunas veces en materias que no han cursado aún, como se ha visto en algunos clínicas de San Juan de Dios?

Por eso el boicoteo a los concursos está prácticamente establecido.

Y, saliendo del estrecho círculo de nuestra Escuela, ¿qué diremos de lo que pasa en la sociedad misma en cuanto a estímulo se refiere? ¿No se ha visto, en histérico delirio, pedir la inmigración de médicos extranjeros? ¿Es ese el aliciente que debe ponerse delante de nuestros compatriotas? Pudiera argumentarse que ante una inmigración de médicos extranjeros el estímulo despertaría en los nacionales, para no dejarse superar por aquéllos. Pudiera alegarse esto si esos médicos inmigrados fueran científicos, y no fracasados charlatanes y si estuviéramos en un país en que se considerara a los extranjeros en lo que merecen, y no como a hombres superiores, casi divinidades, como acostumbramos considerarlos. Testigos muchos enfermos que, al sentirse con la más banal de las enfermedades, con unas hemorroides que sea, emprenden camino hacia Ancón so pretexto de que aquí no hay médicos ni cirujanos, cuando los hay eminentes, que puedan tratarles su enfermedad. ¿Y qué se les ha hecho en Ancón? Se les habrá sacado el apéndice... pero regresan felices porque los operó un extranjero.

Apunto ahora algo muy importante que de intento he dejado para este lugar. Hay en cada uno de nuestros años de estudio un núcleo de estudiantes a que los demás alumnos dan el nombre de Estado Mayor, con un fino sarcasmo de que parecen no darse cuenta aquellos.

He aquí un bosquejo de sus caracteres. Son estudiantes que con la adulación quieren obtener las ventajas que con sus mediocres o nulas capacidades les ha sido imposible obtener. Desde la inauguración de un curso empiezan por hacerse conocer del respectivo profesor; a la llegada de éste procuran hacérsele encontradizos y con él traban conversación hasta llegar al recinto de la clase; ¿qué le han dicho en ese trayecto? Aunque interesa, no quiere decirlo. El profesor rodeado de ellos ha entrado al salón, toma asiento; sus recién conocidos se sientan lo más cerca posible a escucharle con una atención, tan bien fingida, que hasta a quienes los conocen engañan muchas veces; toman un cuaderno, mueven y mueven el lápiz simulan haber copiado toda la conferencia, y de todos aquellos vaivenes, ¿qué aparece al fin en sus cuadernos? La pintura de... un muñeco! Concluida la clase, sale el profesor; allí a su lado vienen ellos, ¿qué le conversan? Esto si que solo ellos los saben; pero si puede asegurarse que el interés que en la conversación ponen no es inspirada por la honradez; sus ojos los venden; en ellos se refleja la malicia, aunque con esa similitud de bondad que le da la hipocresía. Y esas escenas seguirán repitiéndose diariamente.

¿Se trata de una clínica? Llegad momentos antes de que entre el profesor; allí los encontraréis al pie de sus enfermos. ¿Alcanzan a ver a aquél que entra? Entonces son los afanes: inspecciona, palpan, percuten, auscultan; ¿no los ha visto? Percuten más recio; poco importa mortificar al enfermo, el todo está en que el profesor alce a mirarlos. ¿Ya los vio? Descansan; han cumplido su deber. El profesor quedará convencido de que esos son los mejores estudiantes. ¿Sale aquél? Salen éstos también; no tiene objeto el Hospital; la farsa se ha hecho con buena suerte.

Llega el examen: aquéllos serán los elegidos; los demás, poco o nada representan por inteligencias privilegiadas que entre ellos haya. Se reprueba a éstos, y la disculpa será la eterna frase:

<<no os conozco>>

Sirviera esto como una voz de alerta para los que regentan cátedras en nuestra Facultad. No creáis, señores profesores, que los que más interés muestren en vuestra presencia por el estudio son los mejores estudiantes. No, esos son boas que con el hálito de su hipocresía os están adormeciendo; os están cerrando los ojos para que no les conozcáis su fondo, cubierto con la máscara de una desvergonzada malicia.

No he querido comprender aquí a todos los profesores. Catedráticos hay de experiencia que procuran y saben esquivar las intrigas; que saben desenmascarar el vicio y hacer justicia a la virtud. Para ellos un espontáneo aplauso.

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