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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.22 Bogotá Sep./Dec. 2005

 

Tecnología y sociedad: un contrapunto armónico

José Luis Villaveces*

* Director Observatorio Colombiano de Ciencia y Tecnología. Correo electrónico: jlvillaveces@ocyt.org.co


Resumen

El autor sostiene que la separación de las dos culturas, la cultura de las ciencias sociales y la cultura de las ciencias naturales, ha deteriorado la comprensión del todo. En ese sentido, aboga por su integración y afirma que para narrar el curso de la historia es tan importante la mirada sociológica como la mirada tecnológica.

Palabras clave: Cultura, sociedad, tecnología, individuo, historia.


Abstract

The author affirms that general understanding has been affected by the separation between both cultures—i.e. social sciences and natural sciences—. In this sense he pleads for their unification stating that, in order to narrate the course of history, sociological and technological points of view are in the same way necessary.

Keywords: Culture, society, technology, individual, history.


Preámbulo 1: sobre la era de las revoluciones tecnológicas

Estamos en una era de revoluciones tecnológicas y eso afecta mucho a la sociedad. Todos los días aprendemos nuevas formas de hacer las cosas o nos enteramos de avances sorprendentes.

Los medios de comunicación nos inundan con información sobre las “nuevas tecnologías” y los consultores se llenan la boca con listas de nombres. Los más “actualizados” nos hablan de “Nanotecnología” o de “Plasmónica” y los más “industrializados” de TDMA vs. FDMA u otros paquetes de siglas. Sin embargo, las tres más populares en nuestros días tal vez son los “Nuevos materiales”, la “Biotecnología”, y las “Tecnologías de la información y de la comunicación, TICS”. Parecería que estamos frente a tres nuevos gigantes de la historia que van a cambiar por completo nuestra sociedad. La más debatida es la Biotecnología que es anunciada por unos como panacea para aliviar el hambre y las enfermedades, pero atrae las iras de los ortodoxos religiosos, “¿cómo se atreve el ser humano a intervenir en los procesos de la vida, que es la obra de Dios?”, o de los fundamentalistas del ambiente que expresan su preocupación por la intervención sobre los ecosistemas. Pocos caen en cuenta de que llevamos milenios haciendo biotecnología y que lo que estamos haciendo hoy es un poco más de lo mismo que se ha hecho siempre, tal vez a otra escala.

Primer excurso: siglos de biotecnología

A pesar de la gran información que hay sobre ella, no hay una idea clara de lo que es la biotecnología. Monsanto, multinacional de este campo, la define como: “toda aplicación tecnológica que utilice sistemas biológicos y organismos vivos o sus derivados para la creación o modificación de productos o procesos en usos específicos”1.

Por su parte, el Foro Argentino para la Biotecnología, la define como: “Desde el punto de vista científico, es cualquier técnica que utilice organismos vivos o sustancias de estos organismos para hacer o modificar un producto, mejorar plantas o animales, o desarrollar microorganismos, para usos específicos”2. Desde este punto de vista no ha habido mayor revolución biotecnológica en la historia que el desarrollo de la agricultura. La posibilidad de tener en el patio de la casa seres vivos trabajando para producir nuestro alimento o nuestro vestuario surgió cuando se aprendió a sembrar. Incluso la posibilidad de tener casa y patio donde cultivar nació de allí. Antes, la humanidad vagaba en busca de alimentos; se hizo sedentaria cuando aprendió a cultivar el alimento. Entonces fue necesario hacer casas y reglas de juego para vivir en ellas, empezaron a juntarse las casas y a hacerse comunidades, que requirieron más reglas de juego. Empezó a haber tiempo libre durante el cual imaginar de dónde habíamos venido y si había un ser supremo que nos había dado esas gracias.

La sociedad y la cultura nacieron de ese proceso: son un producto de la biotecnología, de la primera y más grande revolución biotecnológica. La semilla plantada en el patio era un ser vivo al que, controlándole las condiciones, se le ponía a trabajar para generar productos deseados por quien la sembró. Siglos después se hicieron nuevas revoluciones biotecnológicas en las que se puso a los microorganismos a trabajar para generar productos deseados por el hombre: a transformar el mosto en vino, la leche en queso o la masa en pan. Sin ellos no se habría logrado la conservación de las perecederas materias primas ni la posibilidad de guardar alimentos para tiempos más difíciles. La fabricación de vacunas en el siglo diecinueve fue otro paso en el mismo proceso y si ahora el camino nos permite intervenir en escala más pequeña, ya no con el polen como hace mil años ni con la célula como hace cien, sino con las moléculas del DNA celular, es cierto que se ha achicado la escala, pero conceptualmente estamos en el mismo proceso.

Si la biotecnología no es tan nueva, y si sus primeros productos fueron las sociedades y la cultura, llevemos entonces la atención a la segunda de las altas tecnologías de la última década, para precisar cuál es la revolución que estamos viviendo hoy, en el siglo XXI: los nuevos materiales. Ellos sí, evidentemente son nuevos; de eso se trata, precisamente, de que sean nuevos. Pero, ¿cuánta revolución tecnológica hay en tener nuevos materiales, si desde los albores de la historia la humanidad ha trabajado por tener nuevos materiales? Al fin y al cabo, entre millones de materiales que en su momento han sido nuevos, qué cambia tener ahora otros cuantos nuevos?

Segundo excurso: siglos de nuevos materiales

Las verdaderas revoluciones de los nuevos materiales se dieron al principio de la historia o al fin de la prehistoria. De hecho, los grandes momentos de la organización humana, hace entre 5000 y 3000 años, han sido caracterizados por los historiadores con base en los nuevos materiales utilizados en cada momento: la edad del cobre, la edad del bronce, la edad del hierro. El dominio de la metalurgia de cada uno de estos materiales no fue simplemente una cuestión de talleres o de laboratorios. El cobre fue el primer metal que usó industrialmente el ser humano, pero cuando civilizaciones que disponían de este metal se encontraron con las que habían desarrollado el bronce, las relaciones de poder político cambiaron inmediatamente: el dominio del bronce dio el poder a las culturas de oriente medio que lo manejaron y que fueron expandiéndose lentamente a lo largo del Asia. Cuando el hierro comienza a desplazarse desde Irán hacia Occidente al ritmo de los movimientos indo-europeos, el poder político va alterándose con el hierro. El encuentro de los guerreros armados con espadas y escudos de hierro contra los armados de cobre o de bronce fue definitivo y los grandes imperios pasaron a ser los que dominaban el nuevo material. El resto de la historia ha sido la búsqueda constante de nuevos materiales para construir herramientas y sobre todo para ganar guerras. En el siglo XIX aparecieron los colorantes sintéticos y la primera mitad del siglo XX fue la era de los “nuevos materiales” plásticos.

Hacia 1960 podía afirmarse que la mayoría de las sustancias usadas por el hombre para su vestuario, para sus casas, para las pinturas con que recubrir los viejos objetos o para protegerse de los insectos no existían cien años atrás y nunca habían existido. Hoy se siguen creando nuevos materiales y aparecen las fibras de carbón, las cerámicas superconductoras o los extraños y promisorios fullerenos, pero en realidad es el mismo proceso. Hoy, como ayer, quienes dominan estos nuevos materiales tienen el poder y ganan en las guerras, tanto en las económicas como en las otras; pero las verdaderas revoluciones de los nuevos materiales fueron las que terminaron la prehistoria, generaron la historia y el poder político: la del bronce y la del hierro.

Así, la afirmación que vamos construyendo es que cuando hablamos de biotecnología y de nuevos materiales estamos hablando simplemente de lo mismo que se ha hablado a lo largo de la historia. Más fuerte aún: estamos diciendo que los productos importantes de la biotecnología y de las tecnologías de nuevos materiales han sido precisamente productos sociales, la sociedad misma, la cultura, la historia y el poder político.

Y, ¿de las tecnologías de la información y la comunicación, qué podemos decir? Esas sí parecen típicas de nuestros días y modeladoras de la sociedad actual.

Tercer excurso: siglos de tecnologías de la información y la comunicación

La más grande revolución en materia de tecnologías de la información y la comunicación, en realidad fue la creación del lenguaje. No es claro cuándo fue inventado ni a qué se parecieron los primeros lenguajes, pero con seguridad un paso mayor en el largo camino desde los homínidos hasta el homo sapiens fue el desarrollo del lenguaje. La revolución máxima, el cambio total fue el que permitió a dos seres humanos comunicarse, intercambiar información en un plano simbólico, describir lo que no estaba presente, hablar de lo ausente. Después de ser capaces de semejante proeza, generar mitos, fantasías, filosofías o religiones es apenas desarrollar la capacidad de hablar de lo no presente, de lo que no se necesita que esté presente ni nunca lo haya estado.

A las tecnologías de la información y la comunicación hay que añadir las tecnologías de la memoria, las que permiten guardar el recuerdo de algo que se dijo después de que haya sido dicho y aún en ausencia de quien lo dijo. La mayor de todas estas tecnologías fue el desarrollo de la escritura. Cuneiforme o alfabética, soportada en barro, en papiro, en papel o en chips, si hay escritura el problema de encontrar un soporte material adecuado es un progreso apenas incremental.

Así, las tres nuevas tecnologías que se anuncian llenas de promesas redentoras o de amenazas apocalípticas han acompañado a la humanidad a lo largo de toda su historia y de hecho, los productos más interesantes de ellas han sido la misma sociedad y la propia historia, la cultura y la política, el poder y la poesía. Como humanidad somos producto de la biotecnología, y de las tecnologías de los nuevos materiales y de la información y la comunicación, entre otras.

Preámbulo 2: hacia una comprensión polifónica de la sociedad

Las anteriores son afirmaciones fuertes, para introducir el tema que me parece esencial: la tecnología, esto es, las maneras de hacer las cosas, están indisociablemente ligadas a lo que llamamos la cultura y la sociedad. Contar la historia sólo desde el lado del desarrollo de las tecnologías es posible y no es difícil defender la hipótesis de que este desarrollo material ha forjado por completo el desarrollo cultural, social y político. Tampoco es difícil contradecir la hipótesis3.

Lo que quiero hacer, aprovechando la invitación de Jesús Martín Barbero para escribir en este número monográfico de la Revista de Estudios Sociales sobre Tecnología y Sociedad, no es enfrascarme en una discusión sobre esta hipótesis, sino decir que la historia de la sociedad se puede escribir en clave tecnológica y eso nos ayuda a entender muchas cosas, tanto como la historia de la tecnología se puede escribir en clave social y muchos relatos excelentes del tema hay, desde la magistral Historia Social de la Ciencia de John Bernal. Claro está, la historia de la sociedad también se puede escribir y lo es frecuentemente, en clave social, etc.

Así, si se pueden estudiar los mismos acontecimientos en clave tecnológica o en clave social, lo mejor es hacer un esfuerzo por integrar los dos tipos de relatos monofónicos en un conjunto polifónico y hasta contrapuntístico en el que se complementen las dos claves. El problema es que solemos escuchar sólo uno de los dos cada vez y perdemos así gran cantidad de la riqueza y armonía que se puede lograr al combinar las dos maneras de entender la sociedad. Me parece maravillosa la oportunidad que ofrece Jesús y habría que aprovecharla para conectar los dos conjuntos de ideas. Schönberg dice que las técnicas de conectar ideas musicales son tan variadas como las de combinar ideas en el lenguaje y dependen de que haya suficiente en común para permitir la adición. Cuando se logra el contrapunto armónico, entonces la combinación de las diferentes partes debe producir un todo comprensible; de hecho, lo que hay que hacer es trascender el placer que se deriva del desarrollo independiente de las partes de una polifonía y combinarlos en el contrapunto que significa “un punto que se opone de tal manera que su combinación con el punto original es necesaria si la idea va a existir” (Schönberg, 1924, edición revisada de 1975). Lo que trataré de afirmar acá es que la separación de las dos culturas, como llamaba Snow a la cultura de las ciencias naturales y a la de las ciencias sociales, ha deteriorado la comprensión del todo, que se puede recuperar si avanzamos hacia la integración polifónica.

De hecho, será aparente que en los párrafos anteriores he mezclado conscientemente las ideas de “tecnología” y de “ciencia”. La invitación es para escribir sobre tecnología y sociedad, no sobre ciencia y sociedad y durante siglos esos fueron términos diferentes y hasta opuestos: la tecnología hacía énfasis en las habilidades, dominar la tecnología era dominar el oficio y el profesional de la tecnología era el ingeniero, mientras que la ciencia hacía énfasis en la comprensión, dominar la ciencia era comprender el fenómeno y el profesional de la ciencia era el científico. La una hacía énfasis en la technê y la otra en la epistêmê. Incluso hoy, fuera del ámbito de la ciencia se ve poca relación entre la teoría y la práctica y se piensa que la primera está lejos de la realidad, que puede alcanzarse y modificarse con la sola práctica. Esta separación ha ido desapareciendo poco a poco en la edad moderna y la epistemología del siglo XX fue acercándolas más y más, hasta acuñar el término tecnociencia para hablar de la actividad compleja. Prefiero pensar en las dos como facetas distintas de un mismo proceso, indisolublemente ligadas, incapaces de existir la una sin la otra.

Lo importante es que la manera de hacer las cosas, la techen, constituye la cultura tanto como la manera de explicarnos por qué hacemos las cosas como las hacemos, la epistêmê. La diferencia principal entre cualquier pareja de culturas está en ello. La cultura y la sociedad son producto de la tecnología, y cada cambio importante en la manera de hacer las cosas produce cambios sociales y culturales concomitantes.

E pur si muove: del technê al epistêmê en la modernidad

Después de haber afirmado que existe esta fuerte relación, dedicaré los próximos párrafos a sostener que los verdaderos cambios sociales, los grandes cambios culturales no se deben tanto a los cambios en la forma en que hacemos las cosas, sino en las explicaciones que sobre ellas nos damos y que, al comenzar el siglo XXI, estamos asistiendo a un cambio en la manera de entender el mundo, no a un cambio tecnológico, que, como afirmé al comenzar, no es muy distinto de los que se dieron al comienzo de la historia, son básicamente los mismos llevados un poco más lejos. Por estar en medio del cambio no somos capaces de verlo con la suficiente claridad; es decir, no es fácil aún teorizar sobre este cambio y así, tal vez es útil seguir la recomendación de Umberto Eco, cuando hablando sobre el Nombre de la Rosa decía que aquello sobre lo cual no se puede teorizar, se debe narrar.

El cambio de pensamiento más importante en los tiempos recientes, muy bien narrado y razonablemente teorizado fue el que se dio entre la Edad Media y la Modernidad. Sentimos hoy que estamos dejando atrás esa modernidad y hemos entrado en una época nueva, innominada aún. Unos la llaman la posmodernidad, para otros es la era posindustrial, o poscapitalista. Algunos hablaron ya del fin de la historia. El consenso parece ser que estamos en la era pos-algo. Estamos después de lo que había pero no sabemos en qué consiste y por eso sólo queda fácil nombrarlo con referencia a lo anterior. Podemos hacer una rápida narración de cómo comenzó esa modernidad y qué de ella no está vigente ya.

Un hecho sobresaliente es que el nacimiento de la modernidad estuvo relacionado con nuevas tecnologías. Tecnologías de la información y la comunicación, como la imprenta. La posibilidad que ella abrió a todo el mundo de tener acceso a la información estuvo directamente vinculada al nacimiento de la modernidad, como otras dos tecnologías de la comunicación, en este caso de los medios de comunicación y transporte: la brújula y las carabelas que permitieron separarse de las costas y navegar en alta mar. La pólvora, usada como nuevo material para definir disputas de poder fue también determinante. Ellas trajeron a América a los europeos y condujeron a la constitución de los grandes imperios modernos.

Pero un cambio de pensamiento profundo comenzaba a gestarse en Cracovia en 1492 año en que Copérnico entró a la universidad a estudiar astronomía. La astronomía de posición se había vuelto repentinamente importante debido precisamente a las nuevas tecnologías de la navegación. Solitario, a dos mil kilómetros de la costa, rodeado de mar, un marino necesita saber dónde está y sus únicos puntos de referencia son las estrellas. La brújula ayuda a saber hacia dónde está el norte, pero para saber dónde se está hay que mirar con mucho cuidado las estrellas. Lo malo es que ellas se mueven y hay que saber calcular muy bien sus movimientos, así como los de los planetas que son mucho más complicados.

Hay, sin embargo, un hecho notorio: aunque todas las estrellas se mueven todas las noches, lo hacen conservando sus posiciones relativas y así, cuando uno ve un grupito con forma de toro, de virgen, de cazador o de cangrejo, como los vieron los persas, tal grupito se mantiene mientras el conjunto entero viaja de oriente a occidente. Esto llevaba a suponer que todas las estrellas estaban fijas sobre una esfera firme -el firmamento- que giraba en torno a la Tierra como se ve en cualquier noche que uno mire con atención al cielo. Calcular la velocidad de este giro después de unas cuantas noches de observación no era tan difícil y así se podía predecir dónde estarían las estrellas en una noche posterior y dónde el navegante en relación con ellas. Lo bonito de este modelo es que mostraba que el cielo es ordenado y muy distinto del caos reinante en la Tierra, donde todas las cosas se mueven sin patrón, al azar.

El orden de los cielos permitió hacer calendarios y ordenar la vida con relación a ellos. Con los planetas –en griego “planeta” quiere decir “errante” o “vagabundo”–, la cosa era más difícil. No parecían estar adheridos al mismo firmamento, pues a veces uno de ellos estaba cerca de la virgen o del Toro y luego cambiaba esa posición. Se supuso que estaban adheridos a otras esferas firmes, transparentes, que estaban más abajo que la de las estrellas fijas y se movían con distinta velocidad. El modelo teórico se iba complicando y hubo que postular la existencia de siete cielos sucesivos. Dante nos contó cómo es la ascensión a través de ellos y La Divina Comedia incluye un relato completo de la cosmología medieval. El modelo hasta ese nivel bastaba para explicar el orden de los cielos, pero no para quitar la angustia del marino en medio del mar, porque no le daba precisión suficiente. Las esferas de los planetas, parecían acelerar o desacelerar y eso hacía mucho más difícil predecir dónde estaría un planeta en una noche determinada y por lo tanto no perderse en el mar. Empezó a complicarse el modelo añadiendo otras esferas transparentes más pequeñas que giraban sobre las esferas transparentes grandes, de manera que a veces iban en la misma dirección y parecían acelerar, a veces en dirección contraria. Siglos de observación habían llevado a modelos de enorme precisión que permitían predecir con exactitud dónde estaría cada cuerpo celestial y cómo se comportaría en cada noche.

Lo importante del modelo era que el cielo estaba perfectamente ordenado -aunque no fuera simple- y transmitía una imagen del mundo que tranquilizaba: hay dos mundos, uno ordenado y hecho de cuerpos puros, el Cielo, y otro desordenado y caótico, lleno de cuerpos impuros de comportamiento impredecible, la Tierra. Existen unas leyes simples para lo celestial y los cuerpos nobles tienden hacia allá. Los humanos tenemos los dos componentes, un alma cuyo destino es tender al cielo y un cuerpo que nos atrapa en este valle de lágrimas. Cuando el alma se desapega de lo material logra ascender al cielo, pero cuando lo material predomina, el alma se queda atrapada y pierde la recompensa celestial. La Luna, el más bajo de los cuerpos celestes, con sus mutaciones y eclipses muestra esa cercanía con lo material. La única mancha impredecible en la perfección de los cielos era la aparición de los cometas que, justamente, se interpretaban como avisos que nos escribían en los cielos de que algo no estaba funcionando bien o no funcionaría bien en el único lugar donde hay cosas que no funcionen bien: la Tierra. Con las esferas grandes y pequeñas el modelo de los cielos ordenados se mantenía, pero se complicaba mucho. En 1543 se imprimió De revolutionibus orbium coelestium,el libro de Copérnico. En él retomaba una hipótesis que ya había sido usada en la Grecia clásica y abandonada: la que hoy llamaríamos un cambio en el origen de coordenadas.

Se mostraba que si se colocaba al sol en el origen de coordenadas de los planetas, y no a la Tierra, el modelo se simplificaba. De hecho, lo que buscaba Copérnico era la simplicidad y la estética: “En este hermoso templo, ¿quién pondría la lámpara en otra o mejor posición que aquella desde donde puede iluminarlo todo al tiempo? … Encontramos así una maravillosa conmensurabilidad del universo y un vínculo armonioso que no puede ser encontrado de otra forma… Tan grande es la mano del Todopoderoso”. El modelo más sencillo debería permitir hacer los arduos cálculos con más facilidad, pero tardó mucho en reunirse observaciones suficientes para lograrlo y Copérnico murió sin verlo.

A comienzos del siglo siguiente, en el norte de Italia, Galileo Galilei enseñaba astronomía en la universidad de Pisa. Era un excelente docente y, aunque los cálculos hechos con el modelo geocéntrico seguían siendo mejores, el modelo matemático de planetas girando alrededor del sol requería menos hipótesis de esferas imbricadas unas entre otras y Galileo lo enseñaba como una hipótesis más general y simplificante. Era cuidadoso en decir que era “como si” la tierra girara en torno al sol aunque evidentemente no era así, como lo mostraba la más elemental experiencia de los sentidos. Además, el modelo geocéntrico era el cosmológicamente correcto, que separaba lo celestial y lo terrenal y colocaba cada cosa en su lugar adecuado. La iglesia católica a comienzos del siglo XVII ya había revisado lo que enseñaba Galileo y no había encontrado ninguna objeción a que enseñara el modelo heliocéntrico siempre y cuando lo hiciera a manera de hipótesis, matemáticamente útil, pero evidentemente falsa.

Pero seguía la necesidad de desarrollar mejores observaciones de los astros, fuera cual fuera el modelo y así, cuando los holandeses inventaron el telescopio, Galileo se apresuró a construir uno y mirar con él al cielo. Vio lagos y montañas en la Luna. Vio que Venus tenía fases, como la Luna, y vio que Júpiter tenía cuatro lunas que giran alrededor de él. Era un descubrimiento simpático y lo divulgó pronto.

Todo lo que hemos recordado hasta ahora, desde la brújula hasta las lunas de Júpiter fueron nuevas tecnologías que cambiaron la manera de hacer las cosas. De pronto comenzó a entenderse el escándalo: lo grave no es que haya detallitos en el cielo. Lo grave es que si la Luna tiene montañas se parece demasiado a la Tierra y no puede ser así con un cuerpo celestial. Si Venus tiene fases se parece demasiado a la Luna y el desorden va aumentando, pero si Júpiter tiene Lunas, entonces Júpiter resultaría similar a la Tierra. Los nuevos inventos estaban resultando inaceptables porque atacaban la base misma de la sociedad y la cultura: los cielos estaban pareciéndose a la Tierra, lo celestial se volvía demasiado parecido a lo terrenal y Roma tuvo que llamar a Galileo y prohibirle que propagara esas ideas que se salían del ámbito de la ciencia y vulneraban todo el orden social, cultural y religioso.

Sin embargo, el daño estaba hecho. Después del telescopio, se inventó el Cálculo Diferencial por Newton y Leibniz, a mediados del siglo XVII. Con él hizo Newton algo más grave y fue preguntarse cómo caen las manzanas y por qué no cae la Luna. Lo peor fue que encontró que la Luna no ha cesado de caer sobre la Tierra desde su formación, y lo hace con la misma Ley con la que caen las manzanas en el otoño inglés:

Esta es la profanación fundante de la edad moderna. La inocente fórmula que repiten aburridamente los escolares culminó el trabajo de Galileo: las leyes del cielo son iguales a las leyes de la tierra. No hay tal separación entre lo celestial y lo terrenal.

¿Cómo se llegó a creer en algo tan contraevidente y que vulneraba todo el orden cultural establecido? Ya Galileo se había preguntado cómo llegaban algunos a creer que la Tierra se mueve en torno al Sol, cuando toda la evidencia nos muestra lo contrario. Pero creer que la Luna cae continuamente sobre la Tierra y que todos los cuerpos que caen sobre la Tierra, manzanas, balas, piedras, “masas puntuales” o cualquier otra cosa lo hacen con la misma ley es ya el colmo de la fantasía y de lo contrario al sentido común.

El enunciado de la Ley de Gravitación Universal fue muy importante, pero más lo fue la definición de una fuerza como “aquello que produce un cambio en la manera de moverse un cuerpo”, es decir, una aceleración. Con esta definición nueva y el cálculo diferencial a mano, se podía expresar la aceleración como el cambio en la manera de moverse, es decir como la derivada de la velocidad o la segunda derivada de la posición con respecto al tiempo:

El poder inmenso de estas ideas resulta cuando se sustituye en el miembro izquierdo la expresión para la Fuerza Universal de Gravitación y se integra la ecuación diferencial, pues entonces se obtiene una ecuación para x en función de t:

x = x (t)

Esta expresión fue más allá de la profanación y dio a la humanidad el poder de los dioses: clarividencia total sobre pasado y futuro.

Con ella se puede calcular la posición del cuerpo: manzana, luna o cualquier otro, en todo momento, pasado o futuro: su trayectoria. Basta con conocer la posición y la velocidad en un momento dado, para que, por el simple uso de la ecuación que describe la trayectoria, puedan calcularse todas las posiciones pasadas y futuras del objeto que nos interesa. La predicción se hizo posible y fue la piedra de toque de la física clásica desde los días de Newton4. Con ella en la mano, calcular dónde va a estar una aguja movida muy rápidamente por el vapor que se escapa de una caldera se vuelve elemental. El siguiente paso es cambiar la manera de hacer camisas a mano por una forma mecanizada de industria textil, o cambiar el coche de caballos por una máquina guiada por la misma ecuación que predice cómo se mueven las manzanas, la Luna y las locomotoras. La revolución industrial surgió de ese poder. Los economistas la han analizado exhaustivamente. Las dos ecuaciones que acabamos de mencionar se propagaron rápidamente.

Voltaire comenzó el esfuerzo por difundir estas ideas inglesas en el continente y a finales del siglo XVIII los filósofos franceses ya sabían, gracias a ellas, que las leyes del cielo son iguales a las de la Tierra. Más aún, que estudiando fenómenos sobre la Tierra pueden entenderse las cosas del cielo, que están contenidas en la Tierra.

Cuando Edmond Halley, contemporáneo y amigo de Newton, usó las ecuaciones de la manzana de Newton para predecir que cierta mancha inadecuada en el cielo volvería a verse setenta y cinco años después y cada setenta y cinco años una vez más, no sólo estaba dándole el nombre a “su” cometa. Estaba recuperando el orden de los cielos aún para eventos tan caóticos como los cometas, que se explicaban ahora con las mismas leyes de las manzanas y las máquinas de tejer. La aparición repetida con absoluta precisión del cometa de Halley –la última vez en 1985– nos confirma sin cesar que el cielo está contenido en la tierra.

El camino estaba abierto para decir que la unción divina de los reyes no envuelve misterio y que el poder político no tiene por qué venir de los altos e inescrutables cielos sino de fuentes terrenales bien concretas y cotidianas. Después de esto es muy fácil cortar la cabeza del rey que no gobierna para su pueblo y por su pueblo y declarar que el poder político viene del pueblo y no de Dios5.

Iniciadas la revolución industrial y la revolución política, pudo exclamar Laplace, el matemático de Napoleón, al comenzar el siglo XIX, “si conocemos las posiciones y velocidades de todas las partículas del universo en un momento dado, así como las fuerzas a las que están sometidas, podemos conocer la evolución futura de todo el universo”, por lo cual podemos acceder al conocimiento total y al dominio total. El ser humano es amo y señor de la naturaleza y Dios pasa a ser una hipótesis innecesaria.

El científico en el laboratorio, el técnico en el taller y el pueblo en las urnas o representado en los parlamentos son todo lo que se necesita para hacer marchar al mundo. Lo que estoy afirmando, para dejarlo suficientemente claro, es que la democracia moderna, pero no la mecánica o la retórica, sino la posibilidad misma de pensar democráticamente, nació de la revolución científica que tiene como actores descollantes a Copérnico, a Galileo, a Newton y a Laplace, además de los constructores de máquinas de la Escocia del siglo XVIII y así, ya llevo bastantes afirmaciones en este contrapunto: la sociedad nació de la biotecnología, la política de los nuevos materiales, la cultura y la poesía nacieron de las tecnologías de la información y la comunicación y la democracia es hija de la mecánica newtoniana.

Medida, objetividad y conectividad: del epistêmê al technê en la posmodernidad

Pero, como ya recordamos, ese triunfante pensamiento moderno está quedando atrás y hay consenso sobre el hecho de que estamos después de él, en la posmodernidad, la posguerra fría, la era posindustrial o en todo caso el posalgo. ¿Por qué, si todo funcionaba tan bien?

Una parte muy importante –y poco trabajada por los científicos sociales – del declive de la modernidad se debe a que la presuntuosa actitud de Laplace encontró una dificultad muy precisa: su premisa mayor es muy difícil de cumplir y si se cometen pequeños errores en la medida inicial, repercuten mucho en el resultado final, como lo ilustra la figura, en la cual pequeñas desviaciones en la medida inicial pueden hacer que no sepamos cuál de varias trayectorias muy cercanas es la que se sigue, generando una incertidumbre grande, Dx, en la posición al cabo de un cierto tiempo. El dominio y el conocimiento total no son tan ciertos, a menos que logremos medidas de precisión total en el momento inicial. El triunfalismo clásico depende de una teoría de la medida, que sólo en el siglo XX comenzó a desarrollarse con algún rigor6.

La medida en ciencias experimentales, aquella sobre la cual se funda todo el ideal de objetividad moderno, depende de la existencia de un aparato que interactúa con el objeto observado. El objeto debe modificar al aparato, hacerle mover una aguja o indicador, de manera general, para que pueda haber medida, pero el aparato no debe modificar al objeto, pues si lo modificara no estaría midiendo las propiedades del objeto, sino las resultantes de la interacción. La medida clásica supone así una asimetría entre aparato y objeto.

O —> A

Pero esa es una falla principal de la epistemología moderna. Cuando el aparato y el objeto interactúan, los dos son objetos físicos similares y la interacción es necesariamente recíproca. No es posible modificar al aparato sin modificar al objeto que se observa.

O <—> A

Pero, si el objeto es modificado por la observación, no es posible el conocimiento sin que el sujeto observe, es decir, no es posible el conocimiento “objetivo” como lo soñó Bacon y como lo necesitaba Laplace. Si un sistema se conoce por varias de sus propiedades, p1, p2, p3,…, cuando midamos p1, todas las demás cambiarán, cuando midamos p2, ya no será el mismo sistema para el cual medimos p1, etc. El ideal de la medida inicial de precisión absoluta, indispensable para la predicción de la trayectoria no es sostenible. Pues si no conocemos las condiciones iniciales, no podemos conocer con certitud el decurso y así, el mismo principio clásico de causalidad, que según entrevió Hume no provenía sino de la costumbre que tenemos de ver siempre el mismo orden temporal de los fenómenos: después de A ocurre B, se ve en entredicho, cuando no podemos ver con precisión ni a A, ni a B.

Al comenzar el segundo cuarto del siglo XX quedó claro que esta limitación era absoluta y Heisenberg le dio una forma cuantitativa con su Principio de Incertidumbre, cuando concluyó que para cualquier objeto existen variables complementarias que no pueden medirse simultáneamente con toda precisión. En la versión más conocida, dos de las variables complementarias son la posición y la velocidad, (o la cantidad de movimiento, p=mv), y el límite de la precisión con la que se pueden medir simultáneamente está dado por:

Estas son precisamente las dos variables que necesitaba Laplace para conocer sus trayectorias. Heisenberg nos demuestra que no se pueden conocer simultáneamente y así, el ideal de la modernidad está construido sobre pies de barro: Luis XVI y Dios Padre fueron decapitados sobre premisas falsas.

Desde el enunciado del principio de incertidumbre estamos en la posmodernidad, en la necesidad de modificar nuestra manera de pensar sobre el mundo, sin que esto haya sido suficientemente reflexionado. Los libros de texto elementales o divulgativos de física, dicen que para los niveles de aproximación usuales en la vida corriente no hay que preocuparse demasiado por estas imprecisiones que sólo son importantes en la escala atómica. Sin embargo, no se decapita al rey ni se cambian constituciones “sólo hasta cierto nivel de aproximación”. Los grandes relatos de la democracia se construyeron creyendo que la idea del pueblo por el pueblo y para el pueblo era buena siempre y, aunque en las últimas décadas los sociólogos y filósofos políticos han comenzado a sospechar de ellos y a sentir que también hay razones políticas para creer que la modernidad se agotó, hace falta más reflexión sobre las razones profundas de esta quiebra.

Retomo el tema, siguiendo la idea de que una polifonía repite un mismo tema presentado en muchas variaciones.

La modernidad, el pensamiento democrático contemporáneo y la misma teoría política de nuestros días son hijas de la física clásica: no hay “leyes del cielo” distintas de las leyes terrenales. Estas últimas las podemos descubrir y construir lentamente por la observación y la experimentación y gracias a ellas podemos enunciar leyes generales válidas en todas las circunstancias, como las leyes de Newton, o las de Maxwell para el electromagnetismo y una vez tengamos estas leyes generales las aplicamos adecuadamente a las diferentes circunstancias de tiempo y lugar, según que lo que deseemos sea fabricar máquinas de tejer, locomotoras, aviones, o explicar la astronomía. Esto es lo que hace la Teoría Constitucional en los estados nacionales: se da una ley general cuya fuente es el pueblo, la Constitución Política, y después se la aplica adecuadamente a las diferentes circunstancias de tiempo y lugar, según que lo que se desee sea fabricar máquinas de tejer o códigos penales bajo la mirada cuidadosa de una Corte que vigila el respeto permanente a la Ley General.

Lo que nos dicen sigilosamente en voz baja (como dicen que hizo Galileo al salir del tribunal de la inquisición) los físicos desde 1926 es que el modelo está mal, que la presuntuosa forma de ver el mundo de la modernidad no estaba bien, que había un error desde el principio.

La modernidad estuvo construida también sobre la noción del individuo y de la individualidad. In-dividuo o á-tomo, según se escoja la etimología latina o griega, son dos palabras clave del mundo moderno. La idea de que los átomos forman la materia, uniéndose gracias al enlace químico para formar moléculas y cuerpos más complejos se desarrolló paralelamente a la idea de que los individuos forman la sociedad uniéndose gracias al contrato social.

Una de las consecuencias más impresionantes y menos difundidas del principio de incertidumbre es que tal desacoplamiento entre los objetos físicos para dar origen a los individuos no tiene sentido. Que la idea de un individuo aislado, átomo, electrón o fotón no es sostenible. De hecho, Bell en 1964 enunció un teorema que permitía poner a prueba esa posibilidad y un grupo de físicos franceses, Aspect, Grangier y Roger (1981) en los años ochenta la pusieron a prueba de manera definitiva: no existe tal cosa como un objeto aislado en el universo7.

Como ya mencionamos, suele decirse que los efectos cuánticos son sólo visibles e importantes a escalas muy reducidas y no tienen por qué afectar nuestra visión del mundo. En este punto, una buena parte de mi argumento anterior se invierte y, si antes dije que los grandes cambios culturales no se deben tanto a los cambios en la forma en que hacemos las cosas, sino en las explicaciones que sobre ellas nos damos, ahora diré que al comenzar el siglo XXI estamos asistiendo a un cambio en la manera de actuar en el mundo que está basado en uno en la forma de entenderlo, pero que el gran cambio se está dando por el desarrollo tecnológico. La realidad es que los objetos cuánticos sí invadieron la vida corriente. Aunque los ingenieros no suelen pensar en ello, objetos cuánticos por excelencia son el transistor y el láser8. Las propiedades de semiconducción de un transistor, llevadas a una tecnología que permite manipularlas al nivel molecular para encerrar muchos millones de transistores en un chip de un milímetro son enteramente cuánticas, como lo son las de un fotón encerrado en una cavidad resonante que le permite generar una radiación láser. Computadores y teléfonos celulares, reproductores de discos compactos y televisión satelital son objetos completamente cuánticos de nuestra vida corriente.

Lo interesante es que son estos objetos los que están llevando a la construcción social del objeto encontrado por Aspect, Grangier y Roger con sus experimentos sobre fotones: el individuo aislado, átomo conceptual de la democracia moderna no existe. Todos estamos interrelacionados y correlacionados. Cuando vemos derrumbarse las torres gemelas o las bombas en Londres al mismo tiempo que se produce el hecho, la manera de pensar la política cambia, como cambian los gustos gastronómicos cuando todos comemos McDonald’s hechos de la misma manera. La cultura está cambiando por la interconexión. Más que un problema de “Tecnologías de la Información y de la Comunicación”, lo que está produciendo el desarrollo tecnológico contemporáneo es una desaparición de la idea de individuo aislado. Esto es un paso evolutivo comparable al que dieron los seres vivos unicelulares cuando conformaron organismos pluricelulares.

Un conjunto extremadamente complejo de señales entre las células permite la especialización a partir de la mórula que todavía señala el comienzo de la vida, para que puedan asumirse funciones extremadamente complejas y claramente emergentes en el proceso de la vida. Un organismo es mucho más que la suma de sus células, pero para que se mantenga se necesita que todas estén conectadas “en tiempo real” por el intricado sistema de señales. Esto trasciende de lejos el simple problema de una tecnología de la información y la comunicación expresada, en el caso de las células por la comunicación química entre células vecinas o por la comunicación mediada por la transmisión nerviosa entre células lejanas. Lo importante en la evolución no fue que se desarrollaran estas tecnologías de la información y la comunicación entre células. Lo importante fue el fenómeno emergente que surgió cuando las células se encontraron permanentemente intercomunicadas y surgió el organismo, que a su vez se lanzó en una violenta carrera evolutiva, desde las primeras algas hasta la humanidad contemporánea.

Parecería haber señales de que está sucediendo lo mismo en nuestros días. Sin duda los filósofos y los sociólogos lo están sintiendo, como Habermas cuando afirma que el 11 de septiembre fue el “primer acontecimiento histórico mundial” (citado en Borradori, 2003). “Un acontecimiento histórico mayor debería ser tan impredecible e irruptivo como para perturbar hasta el horizonte del concepto o de la esencia desde donde se cree reconocer a un acontecimiento en cuanto tal. De ahí que las preguntas “filosóficas” sigan estando abiertas, y quizás más allá de la filosofía en cuanto se trata de pensar el acontecimiento” (citado en Borradori, 2003).

A manera de coda

La nueva technê abre paso a la nueva epistêmê y esto es lo verdaderamente importante hoy. El tema es, y lo retomo por última vez, que para narrarnos el curso de la historia es tan importante la mirada sociológica como la mirada tecnológica. Que estamos sin duda ante una mutación en la historia de la humanidad por lo menos tan profunda como la que se dio al pasar de la Edad Media a la Edad Moderna, de la cual son signos el 11 de septiembre y el láser, el teléfono celular y la interconexión cuántica demostrada por Aspect (1981) y sus colaboradores, la multinacional sustituyendo a los estados nacionales y el desarrollo del transistor. Esta mutación proviene del fracaso de los grandes relatos políticos del siglo XIX tanto como del de los grandes relatos de la epistemología y el final del principio clásico de causalidad.

Lo único que podemos es estar alerta. En una época caótica se hace indispensable la filosofía para alumbrar el camino, pero hay que recoger las señales de todas las partes donde se están produciendo: de los cambios sociales y de los cambios técnicos, de la crisis de las teorías políticas y de las nuevas epistemologías. Sociología y tecnología o tecnociencia cuentan la misma historia, pero cada uno de los relatos monofónicos nos da apenas parte del total y podemos no ver el bosque por quedarnos en uno solo de los árboles. Hoy es más necesario que nunca el pensar polifónico y armónico usando todas las disciplinas del conocimiento humano.


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1 Recuperado de: http://www.monsanto.es/biotecnologia/glosario.html#b

2 Recuperado de: http://www.foarbi.org.ar/ppal/glosario.php

3 Muchos autores lo han hecho. Puede recordarse al Habermas de La técnica y la ciencia como ideologías o, más recientemente, al brillante ensayo de Lucien Stez, Tecnique et idéologie, un enjeu de pouvoir. Un argumento fuerte es que la técnica y la ciencia están siempre ideologizadas y por lo tanto producen aquello que ya tenían en sus causas y así, sólo reproducen cierta visión particular de sociedad, la de la clase dominante en el momento de la producción. Stez va más allá y afirma que toda la tecnociencia es un enorme juego de ficción, uno de los últimos grandes relatos sociales.

4 Difícilmente puede exagerarse en este sentido. De hecho la epistemología se sometió a la voluntad de predicción. Por cerca de tres siglos los filósofos manejaron la idea de que el conocimiento surge de la capacidad de enunciar frases que predigan ciertos resultados. Luego se trata de hacer los experimentos indicados. Si se cumplen las predicciones, el conocimiento que los produjo es cierto y, si no, es falso.

5 Como decía todavía, anacrónicamente, la Constitución Política que rigió a Colombia hasta 1991.

6 Para un recuento reciente bastante claro puede leerse Greenstein, G. & Zajonc, A.G. (1997). Para un análisis del efecto del problema de la medida en la química contemporánea puede verse Primas H. (1983). También puede consultarse Villaveces J.L. (2003), donde fueron presentadas algunas de las ideas que se desarrollan en este apartado.

7 Puede verse un análisis interesante en: http://www.brera.unimi.it/old/Atti-Como-97/Bergia.pdf , consultado en agosto de 2005.

8 Es impresionante la esquizofrenia epistemológica de la mayoría de los físicos e ingenieros contemporáneos que, teniendo una buena formación en los principios de la mecánica cuántica y en algunas de sus consecuencias epistemológicas, recurren sin embargo a afirmaciones peregrinas como la de que “los electrones son cuánticos, pero los núcleos son clásicos”, afirmación que surge de la aproximación de Born-Oppenheimer, que era un ensayo algebraico de poder obtener una solución aproximada a una ecuación diferencial. Así, siguen dando explicaciones de los objetos macroscópicos que corresponderían a epistemologías decimonónicas. Sobre la influencia de esto en la química puede verse el libro de Primas citado más atrás o los trabajos de Sutcliffe (1994) o de Moyano G. (1998).


Referencias

Aspect, A., Grangier, P., Roger, G. (1981). Experimental test of realistic local theories via Bell's theorem. Physical Review Letters, Vol. 47.         [ Links ]

Bell, J. (1964). On the Einstein-Podolsky-Rosen paradox. Physics, Vol. 11.         [ Links ]

Borradori, G. (2003). La filosofía en una época de terror. Bogotá: Taurus.         [ Links ]

Calais, J.L., Kluwer, O., de Moyano, G. (1998). Estudio de los fundamentos matemáticos para un modelo de las reacciones químicas. Tesis de doctorado no publicada. Universidad Nacional de G.         [ Links ]

Greenstein, G. & Zajonc, A.G. (1997). The Quantum Challenge. Modern research on the foundations of Quantum Mechanics. Massachussets: Jones and Bartlett Publishers.         [ Links ]

Primas, H. (1983). Chemistry, Quantum Mechanics and Reductionism. Berlin, New York: Springer-Verlag.         [ Links ]

Schönberg, A. (1975). Theory of form. En L. Stein (Ed.) & L. Black (Trad.), Style and Idea, selected writings of A. Schoenberg. California: University of California Press.         [ Links ]

Sutcliffe, B. (1994). The decoupling of nuclear from electronic motions in molecules. En E.S. Kryachko & J.L. Calais (Eds.), Conceptual Trends in Quantum Chemistry. Netherlands: Kluwer Academic Publishers Group.         [ Links ]

Villaveces, J.L. (2003). Epistemología con perspectiva de género. Colombia, ciencia y tecnología, Vol. 21.         [ Links ]

Fecha de recepción: Agosto de 2005 • Fecha de aceptación: Septiembre de 2005

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