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Revista de Estudios Sociales

versión impresa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  n.22 Bogotá sep./dic. 2005

 

Sobre agendas de investigación y universidades de desarrollo

Judith Sutz*

* Ingeniera Eléctrica con maestría en Planificación del Desarrollo por la Universidad Central de Venezuela y doctorado en Socio-Economía del Desarrollo en la Universidad de Paris-Sorbonne. Profesora titular de la Universidad de la República, Uruguay, donde inauguró la cátedra “Ciencia, tecnología sociedad”. Coordinadora Académica del CSIC. Pionera latinoamericana en la investigación sobre Ciencia, Tecnología y Desarrollo, hace docencia periódica en centros académicos de Uruguay, Venezuela y Francia. Ha escrito libros y capítulos de libros en español, inglés y francés - relacionados con los aspectos sociales de informática, el cambio técnico, los sistemas de innovación. Ha coordinado los proyectos " Uruguay: el complejo electrónico de un pequeño país ", "Posibilidades y riesgos de una inserción activa en el mercado mundial: el caso de Uruguay", y “Compatibilidad Sistémica e Innovación en Uruguay". Entre 1991 y 1997 fué Secretaria de Ciencia, Tecnología y Desarrollo, de la Comisión latinoamericana de Ciencias Sociales (CLACSO).


Resumen

El artículo reflexiona en torno al papel que han desempeñado las universidades en los países del sur y del norte. Sostiene que en el contexto actual, momento en el que las relaciones con la tecnología se han estrechado, las universidades -particularmente del sur- han perdido la posibilidad de diseñar sus propias agendas de investigación. Aboga por la consolidación de universidades, en contextos de subdesarrollo, que cumplan el papel de agentes de cambio en las relaciones entre tecnología y sociedad.

Palabras clave: Universidades, agendas de investigación, tecnología, sur, norte, desarrollo.


Abstract

This article meditates on the role played by universities in countries on the north and south. It affirms that nowadays—period during which the relationship with technology has become closer—universities (mostly in the south) have lost the possibility of designing their own research agendas. The author advocates the creation of universities that, in developing contexts, play the role of change agents in the relations between technology and society.

Keywords: Universities, research agendas, technology, south, north, development .


Relaciones entre tecnología e investigación

Buena parte de los artefactos, en sentido amplio, con los que actualmente interactuamos, están basados en principios que no demasiado tiempo antes pertenecían al dominio de la investigación. Esto ocurre en el campo de las comunicaciones, en el de la provisión de salud en sus más diversas variantes, en múltiples aspectos de nuestra vida cotidiana.

No siempre fueron así las cosas. Como lo señala Mokir (2002), antes de 1800 los nuevos artefactos y las nuevas técnicas eran más bien productos azarosos de procesos de prueba y error. Ejemplo notable de artefacto cuyos principios de funcionamiento fueron explicados varios años después de haberse expandido su uso es la propia máquina de vapor. Dicho proceso azaroso de emergencia se debe a la ausencia de una base cognitiva sólida en torno a los principios operativos subyacentes; a su vez, la debilidad de la base cognitiva dificulta la evolución tecnológica a partir de los artefactos originales. “Cuánto más restringida es la base cognitiva en ? (conocimiento proposicional, acerca del qué) de una técnica particular, menos probable es que siga creciendo y expandiéndose luego de su primera emergencia, porque una expansión futura requeriría aún más eventos fortuitos” (Mokir, 2002, p. 19).

A partir de la segunda mitad del siglo XIX y de manera extraordinariamente dinámica durante el siglo XX, las tecnologías emergentes estuvieron asociadas a bases cognitivas sólidas; a la inversa, dichas tecnologías, en parte por su complejidad y en parte por su velocidad de aparición, se convirtieron en un flujo constante de nuevas preguntas planteadas al ámbito del conocimiento proposicional. No quiere decir esto que el azar haya dejado de jugar un papel en los procesos de descubrimiento e invención, sino que la búsqueda de explicación de lo nuevo se integra rápidamente al cuerpo teórico disponible. Esto ha colaborado al extraordinario despliegue de la tecnología que hoy nos rodea: planteando por la positiva la afirmación de Mokyr, cuánto más amplia es la base cognitiva de una técnica particular, más probable es que siga creciendo y expandiéndose luego de su primera emergencia.

La relación entre tecnología e investigación se evidencia especialmente en aquellos casos en que prototipos y resultados se obtuvieron en universidades. En algunos casos, de ellos se derivaron industrias enteras: ello ocurrió con la computación y con la biotecnología y no sólo respecto del puntapié inicial sino de buena parte de sus mayores avances. Antes aún dicha relación se había establecido en el campo de las ciencias agrarias, donde el carácter de bien público que hace cien años tenían buena parte de las tecnologías agropecuarias hacía de las universidades ámbito propicio para su desarrollo.

Ahora bien, no es solamente la emergencia de nuevas tecnologías la que está asociada a procesos de investigación. También lo está la búsqueda de nuevas aplicaciones de una tecnología dada, de su utilización en condiciones variadas, de posibles transformaciones que permitan obtener determinados resultados. En ocasiones esta búsqueda es realizada en empresas, en otras en universidades y en otras aún en esfuerzos cooperativos de ambos ámbitos.

Recordar que en el origen de las tecnologías y artefactos que pueblan nuestro entorno hay investigación, incluyendo investigación universitaria, importa en un doble sentido. En primer lugar porque ubica un espacio donde se toman decisiones -en torno a la agenda de investigación- de las que se deriva lo que puede llegar a realizarse en materia de tecnologías y lo que no tendrá chance alguna por no constituirse en problema. En segundo lugar porque remite parcialmente al ámbito universitario donde, en principio, la toma de decisiones admite orientaciones normativas y donde la opinión ciudadana puede llegar a tener, si no voto, al menos voz.

La “tecnologización” de los sistemas de investigación, Norte y Sur

Los sistemas de investigación académicos están siendo afectados por un doble proceso de “tecnologización”. Por una parte, la sofisticación de los instrumentos para hacer investigación es cada vez mayor; por otra, la lógica de la producción tecnológica tiende a imponerse en un medio donde anteriormente no prevalecía.

La importancia del primer vector de tecnologización no debiera ser subestimada: “Los instrumentos científicos pueden ser útilmente pensados como los bienes de capital de la industria de la investigación” (Rosenberg, 1995, p. 251). Trabajar con bienes de capital de última generación puede llegar a ser más importante para la productividad académica, al menos en ciertas áreas de conocimiento, de lo que lo es para la productividad industrial (Nedeva et al., 1998). Por otra parte, es muy significativo el papel que ha jugado la “tecnología de laboratorio” al migrar de los medios académicos a ámbitos de producción o de servicios: ejemplos típicos incluyen la computadora y la resonancia magnética nuclear. Además, el diseño de tecnologías de laboratorio da lugar a espacios privilegiados de trabajo interdisciplinario, en especial porque la innovación en ese plano suele tener como actor principal al usuario de la tecnología (von Hippel, 1998).

En el Sur, otra es la situación. La escasa inversión en I+D se refleja en la dotación tecnológica relativamente pobre de los sistemas de investigación, lo cual tiene a su vez consecuencias sobre el alcance y la visibilidad de los resultados obtenidos. Ejemplo de esto último es el requisito de validación en determinado tipo de equipos, por lo general de última generación, para que resultados experimentales sean admitidos en ciertas revistas, sobre todo en el área de ciencias de la vida. La investigación en el Sur no se detiene por esto, sin embargo. Al decir de una investigadora de la Universidad de California que trabajó por años en contacto con laboratorios de biotecnología de países especialmente pobres en el contexto latinoamericano: “Hacer accesibles instrumentos científicos en dichas situaciones necesita del análisis de los fundamentos de sus requisitos técnicos, lo que conduce a la inteligente adaptación de equipos, al uso de técnicas alternativas, a la simplificación de protocolos y al recurso al reciclaje. Los impedimentos que llegan a encontrarse... fomentan las más ingeniosas innovaciones que puedan imaginarse” (Harris, 2004). La tecnologización de la investigación forma parte de los factores que delimitan actualmente los alcances de lo que se puede investigar, un elemento diferencial entre Norte y Sur que remite a la cuestión de la agenda, sobre la que volveremos más adelante.

El segundo vector de tecnologización actúa sobre las prácticas de investigación de forma diferente, no tanto sobre sus condiciones materiales de producción sino más bien sobre sus modalidades de socialización. Además, no lo hace de manera directa, es decir, mediante artefactos tecnológicos, sino indirectamente, a través de la extensión del alcance de conceptos y prácticas familiares en su ámbito a otros. Un estudioso de los procesos recientes de transformación de la investigación académica ejemplifica la percepción de estos cambios a través de un ejercicio imaginario, en que una investigadora de la década de 1960 vuelve de un viaje espacial en los años 1990 y, al principio, sólo puede admirarse de cuánto avanzó el conocimiento en ese lapso. Pero poco a poco comienza a percibir cambios sutiles aunque perturbadores. Uno de ellos tiene que ver con los diálogos mantenidos en la cantina a la hora del almuerzo, “donde la Doctora iba a escuchar frecuentemente palabras que parecían bastante fuera de lugar en el mundo académico, palabras como “gerenciamiento”, “outputs”, “rendición de cuentas” y “evaluación”. Poniendo estas palabras todas juntas, junto al significado de otras, poco familiares, como “masa crítica” y “derechos de propiedad intelectual”, ella empezó a ver a la ciencia de hoy bajo una luz bien distinta” (Ziman, 1994, p. 2). Este proceso estaría llevando a un nuevo tipo de investigación, la investigación postacadémica (Ziman, 2000, p. 67). Un signo mayor de esta transformación es el pasaje del “tipo ideal” de normatividad académica descrito por Robert Merton comunalismo, universalismo, desinterés, originalidad, escepticismo organizado- a otro, mucho más propio de la investigación tecnológica realizada generalmente en ámbitos productivos: propietario, local, autoritario, comandado y experto (Ziman, 1994, p. 178). La legislación norteamericana de 1980 que permite el patentamiento de resultados de investigación universitaria a partir de fondos gubernamentales y las consecuencias que tuvo sobre las prácticas y orientaciones de la investigación es uno de los signos paradigmáticos de dicha transformación.

En el Norte, estos cambios se ven estimulados por la conjunción de dos factores. Por una parte, nuevas orientaciones de las políticas públicas buscan forzar aproximaciones entre el mundo académico y el empresarial, re-direccionando al primero; por otra, una parte minoritaria pero sumamente significativa de la industria, aquella basada directamente en resultados de investigación académica, abre oportunidades de trabajo y de ganancias a los trabajadores académicos -en su calidad de tales- como era impensable imaginar hace apenas unas pocas décadas. Los juicios de valor en torno a estos cambios van desde la preocupación manifiesta hasta la bienvenida calurosa; más allá de ellos, nadie discute mayormente qué está ocurriendo.

En el Sur, en cambio, la transformación es menos neta. La investigación post-académica “auténtica” requiere una fuerte demanda externa real; si quienes la fomentan son principalmente las agencias de financiamiento, nacionales o internacionales, su alcance será menor, más allá de condicionar -o distorsionar- el qué y el cómo de la investigación.

Cambios en la percepción acerca del papel de las universidades

Una tipología interesante clasifica a las universidades, desde su emergencia medieval, en cuatro categorías: universidades de la fe, de la razón, del descubrimiento y, en una tendencia que se estaría dibujando actualmente, del cálculo (Muller, 1996). La segunda, emblemáticamente representada por la Universidad de Berlín, fundada en 1811 por Guillermo von Humboldt, habría dado lugar a la primera revolución académica, por la cual las universidades, además de enseñar, adquirían una nueva misión íntimamente imbricada con la anterior: producir nuevo conocimiento, es decir, investigar (Etzkowitz, 1990).

En particular, las universidades de la razón no sólo se dedicaron a formar científicos sino también ingenieros: “el descubrimiento de conocimiento nuevo y el desarrollo de nuevas tecnologías empezaron a ser percibidos como el mayor logro de las universidades” (Muller, 1996, p. 16).

El énfasis en el descubrimiento y la invención como misiones explícitas de la universidad tuvo un gran impulso en el siglo XX, acompañando una serie de grandes eventos con repercusiones económicas inmensas. Las ciencias de la computación así como la primera computadora digital surgieron en universidades; la estructura de la transmisión de información genética y, años más tarde, los mecanismos que permitían manipularla, también fueron encontrados en universidades. La polémica se instaló: ¿debían las universidades proseguir sus búsquedas de acuerdo a impulsos internos, que tan buenos resultados habían dado hasta entonces, o más bien debían orientar su trabajo de acuerdo a criterios fijados, al menos en parte, desde afuera? Esto último es lo que estaría pasando en los hechos, según algunos. El influyente texto de Gibbons et al. (1994) así lo indica: no otra cosa sería el “modo 2” de producción de conocimientos, en que nada se investiga sin haber pasado antes por un proceso de negociación en torno a qué investigar en el que intervienen actores externos al medio académico.

Esta tendencia, todavía en proceso, admite en principio orientaciones diversas. La que percibe Muller, asociada a la universidad del cálculo, es por cierto poco grata: “La universidad del cálculo es una institución inmensa y cara, altamente funcional como inversión económica en términos de entrenamiento e innovación continua en ciencia y tecnología, ya no más comprometida con la enseñanza por sí misma y con la formación del carácter...”(Muller, 1996, p. 21). Además, “una implicación adicional de esta evolución institucional es que los participantes en sus actividades no compartirán necesariamente un conjunto de valores comunes más allá del imperativo económico de producir lo suficientemente bien como para ser recompensados y viceversa” (Muller, 1996, p. 21.) Por cierto elementos de esta tendencia son observables a simple vista.

La imagen de individualismo extremo, de pérdida de sentido institucional, asociada a la universidad del cálculo, no es visualizada como la deriva inevitable de una mucho mayor preocupación por contribuir al crecimiento y al desarrollo económico en una economía mundial basada en el conocimiento y motorizada por la innovación. Por el contrario, esta última podría dar lugar a una nueva misión de la universidad, asumida por todos sus integrantes, de compromiso con la creación de riqueza. Es a la asunción de esta nueva misión que Etzkowitz (2000) denomina “segunda revolución académica”; las universidades que las encarnan serían “universidades empresariales”. Una segunda revolución académica de este tipo, en línea con la idea de un “modo 2” de producción de conocimientos, sólo puede producirse si hay actores económicos externos a las universidades dispuestos a demandar y a utilizar los conocimientos que en ella se producen. Es esto lo que hace tan problemático, más allá de todo planteo normativo, la emergencia de universidades empresariales en el Sur.

Esta nueva misión de la universidad, propuesta como concepto que recoge tendencias profundas de cambio en la década de 1990, hace énfasis en una “universidad abierta al exterior”. Setenta años antes, otra idea de nueva misión para la universidad también basada en la apertura al exterior surge en América Latina, en Córdoba, 1918, más precisamente. Se trata de una verdadera revolución académica, si por tal entendemos, como lo hace Etzkowitz, la asunción por parte de la universidad de un nuevo papel en la sociedad (Arocena y Sutz, 2001a; Arocena y Sutz, 2005). Este papel incluía asumir “responsabilidades sociales...que volviesen a las universidades más democráticas, más eficaces y más actuantes hacia la sociedad” (Ribeiro, 1971, p. 85). Como toda revolución académica, la que derivó del Movimiento de la Reforma Universitaria (MRU) trajo consigo innovaciones institucionales, de las cuáles dos de destaque fueron el cogobierno estudiantil de la institución y la legitimación como tercer papel de la universidad del extensionismo hacia la sociedad, parte todavía hoy de la trilogía latinoamericana de deberes a cumplir por parte de sus integrantes.

El impulso del MRU parece agotado hace ya tiempo: “Cordoba...inauguró el ciclo heroico de la reforma universitaria, el mismo que se cerró en los ’70, en medio del control militar de las universidades y de la apertura de la enseñanza superior a las dinámicas del mercado” (Brunner, 1990, p. 21). Sin embargo, las luchas antidictatoriales de los años ’80 vieron a los estudiantes, respaldados por la ciudadanía, enarbolar esas viejas banderas. Las terribles crisis sociales por las que está pasando hoy América Latina y la comprensión de que no son resultado de la mala o incompleta aplicación de las recomendaciones del “Consenso de Washington” sino su consecuencia, abre nuevas interrogantes para los procesos de desarrollo de la región y para sus universidades públicas. Si es cierto que en la política latinoamericana se están procesando transformaciones para adecuarse a dicha comprensión, cabe preguntarse igualmente por la expresión de las nuevas misiones de la universidad en estos nuevos tiempos. A un intento de respuesta nos acercaremos hacia el final de este trabajo. Pero antes conviene examinar cuál es la situación, en general y en América Latina, respecto de la segunda revolución académica tal como ésta ha sido propuesta.

Ideología y realidad: ¿para qué sirven las universidades?

Datos provenientes de encuestas de innovación, en la Unión Europea y en América Latina, muestran un panorama relativamente similar en la percepción que las empresas tienen de las universidades: éstas son las fuentes menos importantes de información para la innovación. En el caso de la UE las encuestas indican consistentemente a las actividades de Investigación y Desarrollo internas a las empresas como fuente fundamental de dicha información. Aunque con diferencias de magnitud en ambas realidades, tampoco son las universidades los actores externos con los cuáles las empresas más entran en acuerdos con propósitos de innovación (UE, 2004; Sutz, 2004).

En un estudio realizado a mediados de los años ’80 en Estados Unidos, decenas de ejecutivos de más de cien industrias fueron interrogados acerca de la importancia de los resultados de la investigación universitaria para el progreso tecnológico en sus sectores respectivos, en diversos proyectos que abarcaban una multiplicidad de disciplinas. La conclusión es que, salvo en industrias como la farmacéutica o la biotecnológica, dichos resultados no eran percibidos como de mayor relevancia. El avance del conocimiento en las disciplinas antes mencionadas, sin embargo, era indicado por esos mismos gerentes como de importancia significativa (Rosenberg y Nelson, 1994).

Una explicación, explícitamente ofrecida en este último estudio y válida también para los datos inicialmente mencionados, es que el papel vital que cumplen las universidades para la innovación empresarial está asociado a la formación de alto nivel de los profesionales que trabajan en las firmas y no tanto como proveedoras de soluciones a problemas específicos. Los resultados de las encuestas están referidos al conjunto de la industria: en sectores especiales, donde la innovación en bienes y servicios está directamente basada en la productividad de la investigación académica vale lo primero y no lo segundo. Pero en términos generales, la información empírica sugiere fuertemente que la universidad importa en la medida que cumpla bien con el decimonónico “mandato humboldtiano”: investigar bien para formar mejor y formar bien para investigar mejor. La tercera misión de contribuir a la generación de riqueza ocupándose de problemas de directo interés para la industria no parece ser reconocida como tan importante por la propia industria.

Esta interpretación también se ve avalada por la literatura sobre innovación. La capacidad de innovar de las empresas está íntimamente asociada a sus capacidades para utilizar creativamente el conocimiento, denominadas “capacidades de absorción”. “Las habilidades de una firma para reconocer el valor de nueva información externa, asimilarla y aplicarla para fines comerciales es crítica para sus capacidades de innovación. Denominamos a esas habilidades capacidad de absorción de la firma, y sugerimos que es en gran parte una función del conocimiento previo (que ésta ha llegado a acumular) (Cohen y Levinthal, 1990, p. 128). “Para integrar cierta clase de conocimiento tecnológico complejo y sofisticado de forma exitosa a las actividades de la firma, ésta requiere de un grupo interno de tecnólogos y científicos que sean competentes en sus campos específicos y que tengan familiaridad con las necesidades idiosincráticas de la empresa, con sus procedimientos organizativos, sus rutinas, sus capacidades complementarias y sus relaciones externas” (Cohen y Levinthal, 1990, p. 135).

Parte de las capacidades de absorción de las firmas se incrementa a través del acceso a conocimiento creado fuera de ellas, pero para lograr dicho acceso sigue siendo fundamental contar internamente con personal altamente calificado, capaz de identificar fuentes externas, relacionarse con ellas, formularle demandas precisas e incorporar luego los resultados obtenidos a la dinámica empresarial.

El caso danés confirma concretamente lo anterior. En Dinamarca las universidades y los institutos de investigación juegan un papel bastante menor en los procesos de producción de nuevos productos y en el desarrollo de nuevos procesos. Ello no se debe ni a una calidad deficiente de las actividades académicas ni a su irrelevancia para las empresas, sino a las carencias de éstas en términos de “capacidades de absorción”. En efecto: “El potencial para una mayor colaboración entre empresas y universidades y centros de investigación no sólo depende de la motivación y capacidad que estos tengan para comunicar sus ideas y resultados de investigación con potencial de aplicación industrial. Es también crucial que las empresas mismas tengan la capacidad de buscar y de aplicar resultados de investigación provenientes de universidades” (Gregersen, 2000). Sólo una de cada tres empresas danesas de más de 50 empleados tiene personal con una educación académica de larga duración; una de cada cinco empresas pequeñas los tiene. Eso explica que se relacionen poco con universidades; eso explica también que exista un instrumento de política pública que subsidia a las empresas para la contratación de su primer académico, instrumento que también está presente en varios países europeos. El Sistema Nacional de Innovación danés es especialmente denso y en él tiene fuerte presencia un sistema de consultores “para quebrar el hielo”, una de cuyas funciones es ayudar a establecer puentes entre empresas y universidades. La polémica acerca de qué transformaciones tienen que procesar éstas para colaborar a ese acercamiento está instalada en Dinamarca, como en el resto del mundo: la respuesta que un experto da a esta cuestión es que “parecería más conveniente fortalecer las competencias científicas del sistema de consulta que fortalecer los aspectos comerciales del sistema académico” (Lundvall, 2002, p. 152).

A partir de variados elementos empíricos es posible discutir la propuesta de que las universidades sirven más al desarrollo económico en la medida en que se concentran en la resolución de problemas de directo interés para las empresas. La evidencia disponible parece indicar que lo que las empresas -y la teoría de la innovación- señalan como importante enfatiza sobre todo las capacidades internas a las firmas para vincularse con el conocimiento y, también, para buscar conocimiento fuera de ellas. Así, el papel crucial de las universidades estaría vinculado con la provisión de formación de la más alta calidad, para lo cual las actividades de investigación también de la más alta calidad son imprescindibles. Esto es válido en particular para las tecnologías: la razón por la que los gerentes del estudio norteamericano valoraban tanto el avance del conocimiento en disciplinas “fundamentales” como matemáticas y física para el desarrollo tecnológico de sus empresas tenía que ver con su aporte a la formación de profesionales creativos y con capacidad de seguir aprendiendo. Esto no ocurre sólo en el país más dinámico del mundo en materia de innovación; también es válido en el Uruguay. Preguntados ingenieros que habían creado empresas de electrónica profesional cuál era el aporte que más rescataban, para su condición de empresarios, de la formación universitaria recibida, la respuesta mayoritaria fue la formación en ciencias básicas: la razón esgrimida, de orden más bien psicológico, era que dicha formación daba la seguridad de que por complejo que fuera un problema, si se trabajaba lo suficiente se terminaría por resolverlo (Sutz, 1986)

La discusión sobre el papel de las universidades suele ser acalorada, incluso cuando se la expresa en artículos académicos. Es razonable que ello sea así, pues se está discutiendo sobre una institución cuyo fin específico es crear conocimiento y otorgar credenciales que aseguren que quienes las tienen pueden manejar razonablemente campos de conocimiento, y todo ello en momentos en que el conocimiento es visualizado como uno de los más importantes instrumentos con los que cuenta la economía.

Es común acusar y ser acusado de tomar posición en torno a estos temas por razones ideológicas: es malo que las universidades se mezclen con las empresas; es imprescindible que las universidades pongan las manos en el barro de la vida real. Sin entrar en plano normativo alguno -aún-, lo que se afirma aquí es que las políticas que implícitamente adjudican responsabilidad por los escasos contactos entre empresas y universidades a estas últimas y que buscan revertir esa situación promoviendo que las universidades definan sus agendas de trabajo en función de las demandas de la producción, no parecen contar con mayor soporte empírico.

Realidad y normatividad: la cuestión de las agendas de investigación

Las agendas de investigación académicas constituyen un eslabón clave en las relaciones entre investigación y sociedad y también, por tanto, entre tecnología y sociedad. No son por cierto estas agendas las únicas que cuentan: las elaboradas por grandes empresas, algunas de las cuales disponen de grupos humanos e infraestructura que superan largamente las que tienen muchas universidades, son también de enorme importancia. En el área farmacéutica, por ejemplo, la agenda de I+D de dichas empresas fija en buena medida qué enfermedades tendrán chance de tratamiento y cuáles no. Esto, con ser cierto, no quita en absoluto importancia a las decisiones que en materia de agendas de investigación se toman en los medios académicos.

¿Cómo se determinan estas agendas? No es razonable buscar una respuesta general a esta pregunta, pues refiere a un proceso que ocurre a nivel micro-social bajo la influencia de condiciones meso y macro sociales, todas ellas altamente contexto-dependientes. Las decisiones en torno a qué problemas específicos abordar se toman en el marco de la unidad colectiva mínima de trabajo académico: el grupo de investigación. (Unidad Académica CSIC, 2003). Estas decisiones, a su vez, están influenciadas por orientaciones definidas en las estructuras donde estos grupos se encuentran insertos, desde la más inmediata como el Departamento o Instituto hasta la más global, la facultad o la propia universidad. Las condiciones generales del país influyen igualmente, tanto a nivel de las políticas públicas como de la situación del sector privado. Las primeras determinan los recursos que se destinan a las universidades públicas, aunque no termina allí su influencia. En América Latina, donde aún hoy la investigación académica se lleva a cabo mayoritariamente en universidades públicas, los presupuestos nacionales a éstas destinados determinan en buena medida las estrategias de trabajo de los grupos de investigación. Las políticas de compras tecnológicas del estado, a su vez, han sido en ocasiones vector privilegiado de fijación de agendas de investigación académica (Edquist y Hommen, 1998), pero sobre todo en los países centrales y muy excepcionalmente en el subdesarrollo. La participación del sector privado en la fijación de las agendas de trabajo depende del nivel de importancia que tenga el conocimiento para sus estrategias comerciales y, también, de la tradición de relacionamiento con sectores académicos. En América Latina el sector privado es minoritario tanto en el financiamiento como en la ejecución de actividades de I+D; además, la proporción de los investigadores existentes que absorbe es muy pequeña -a diferencia del conjunto de los países desarrollados donde el sector empresarial emplea, en promedio, a la mitad de los investigadores- (RICYT, 2003).

Esto hace que, en términos generales, el sector empresarial sea un débil demandante de conocimiento sin mayor influencia sobre la agenda de investigación. Esta tendencia se revierte parcialmente en el sector agropecuario, cuyas direcciones de trabajo incluyen preocupaciones y objetivos planteados a nivel de la producción; en esto influye la tradición de larga data de vinculación entre productores agropecuarios e instituciones públicas de investigación agropecuaria, de mucha importancia y solidez en la región, que abren camino a la participación universitaria.

En términos muy generales puede decirse que las agendas de investigación se van configurando en torno a tradiciones cognitivas, al reconocimiento de nuevas avenidas en campos específicos, a diversos factores de legitimación del trabajo académico, a los recursos disponibles “libres” y a las políticas de las agencias de financiamiento de la investigación. Estas últimas, públicas y también privadas, nacionales e internacionales, son cada vez más influyentes, en todas partes. Ziman comenta este aspecto como un agregado a “to publish or to perish”: “to apply or to die”.

Cada vez más lo que puede hacerse en materia de investigación depende de la capacidad de traducir objetivos en proyectos que calcen dentro del esquema de prioridades de agencias externas al ámbito directo de funcionamiento de los colectivos de trabajo. Salvo para universidades privadas muy ricas en países altamente desarrollados, que configuran la excepción y no la regla, esta tendencia a “abrir” la agenda de investigación a influencias externas a la propia academia parecen irreversibles. Esto no es un juicio de valor; es, simplemente, una conjetura, casi una constatación.

La orientación de las agendas de investigación recibe también la influencia de los criterios de evaluación académica, en buena parte internos al sistema de investigación pero en parte también externos a él. La búsqueda de visibilidad individual, sea en esquemas de premios o incentivos sea en términos de posible movilidad académica, define una suerte de ingeniería reversa desde las mejores revistas y congresos -con sus respectivos requisitos y preferencias- hacia lo que se decide emprender.

Más en general, la evaluación académica orienta conductas, como puede apreciarse en este comentario de un investigador en ciencias sociales británico: “...el ethos de la investigación académica está dominado por lo que (se ha dado en llamar) ‘rituales de verificación’. Estos engendran el ethos de la valoración periódica -examen, escrutinio, evaluación, la justa medida de angustia- todos los cuales son tributos pagados en el altar de la rendición de cuentas. Esta orientación hacia ser continuamente valorados implica que la empresa de investigación ha sufrido un desplazamiento de objetivos y una reorientación en un aspecto clave: se trata menos de crear conocimiento y de comprender mejor que de demostrar que se es capaz de cumplir con criterios de alta calidad a efectos de generar ingresos” (Schlesinger, 2000).

A esta tendencia se suma, en el subdesarrollo, lo que puede denominarse la esquizofrenia del sistema de evaluación (Arocena y Sutz, 2001b). En realidades de escaso dinamismo económico, el discurso sobre la necesidad de que las universidades se vuelquen a apoyar la competitividad de las empresas, más allá de los desmentidos empíricos que ya comentamos, es particularmente fuerte. Pero la evaluación académica, preocupada -no sin buenas razones- por asegurar la calidad de las actividades de investigación, suele utilizar criterios de productividad basados en la publicación en revistas arbitradas de circulación internacional, sesgando las agendas de trabajo del Sur hacia problemas planteados en la agenda del Norte. Esta tensión se hace por momentos irresoluble: responder al “deber ser” de las agencias de financiamiento y, a la vez, al “deber ser” de la productividad académica puede llegar a tener una intersección pequeña.

El punto a destacar es que las agendas de investigación nunca se definen en soledad. Los grupos de investigación establecen líneas de trabajo en base a articulaciones entre la acumulación que han logrado en el pasado, a sus objetivos a futuro, a las posibilidades concretas que tienen de conseguir financiamiento, a estrategias para maximizar su visibilidad, a su percepción de lo que puede llegar a ser importante, sea para el avance disciplinar sea para la resolución de problemas. En esas articulaciones intervienen visiones normativas diversas, en ocasiones convergentes y en otras encontradas, con diferentes capacidades para incidir en el resultado final.

Dilemas de legitimación

Desde una perspectiva normativa, las agendas de investigación en contextos periféricos deberían tener la brújula apuntando hacia colaborar con los esfuerzos por superar el subdesarrollo. Esto exige el concurso de todas las orientaciones disciplinarias: no puede inferirse de lo anterior sesgo alguno a favor de lo “aplicado” y en desmedro de lo “básico”. El centro de la cuestión se ubica en el término colaboración: ¿colaboración con quién? ¿colaboración en torno a qué?, lo que equivale a plantear que las agendas de investigación incorporen a su formulación demandas que se generan en el ámbito social, en el sentido más amplio del término. Esto incluye cuestiones muy concretas que algunos actores de investigación estarán en condiciones de abordar de forma directa; incluye también orientaciones más amplias a las que otros investigadores pueden sumarse. En todos los casos la calidad en la producción de conocimientos es requisito imprescindible: a nadie sirve la investigación mediocre.

Una dificultad central para favorecer una orientación de este tipo de las agendas de investigación en contextos periféricos es la carencia de organicidad de la demanda a la que deberían responder. Los problemas se presentan por miles, con orígenes en la producción, la formación de los jóvenes, el medio ambiente, la pobreza, la marginalidad. No suelen presentarse aislados: parte de la degradación ambiental está asociada con la pobreza, así como la marginalidad está asociada en parte con la falta de formación de los jóvenes. Lo que aparece como dificultad es que este conjunto de problemas interrelacionados no se presenta ante la investigación de forma naturalmente integrable en agendas de trabajo. Lograr que lo esté configura un desafío mayor, que se plantea además en el plano de la legitimación.

Los investigadores deben legitimar sus actividades en un plano intrínseco: ello se produce a través de los sistemas de evaluación académica. Para poder realizarlas deben recurrir crecientemente a mecanismos de financiamiento que resultan también elementos de legitimación: quien accede a ellos no sólo puede trabajar mejor sino que demuestra ex-ante “ser mejor”. La legitimidad de trabajar en cualquier área de conocimiento, con otros, procurando aportar a la solución de problemas del subdesarrollo, no se construye desde la sola conciencia o voluntad de los investigadores. En ausencia de una sólida fuente externa de legitimidad así entendida, en el mejor de los casos se producirán dilemas individuales en torno a qué dedicar esfuerzos; lo más probable sin embargo es que ni siquiera se planteen.

Normativamente, entonces, importa que aparezca un dilema de legitimación. Ello ocurrirá si la orientación hacia problemas del subdesarrollo se configura como un conjunto de demandas explícitas a cuya solución se convoca a la investigación, asegurando que quienes a ello se dediquen contarán con recursos materiales para hacerlo y con reconocimiento académico y social por hacerlo. Lograr cosa semejante no es tarea para un solo actor; buena parte de la dificultad consiste precisamente en la necesaria articulación entre actores múltiples que miran la cuestión desde perspectivas particulares de convergencia problemática. Pero principio tienen las cosas y las universidades, por muchos motivos, están en el principio.

Universidades de desarrollo como agentes de cambio en las relaciones entre tecnología y sociedad

Las universidades pueden ser, y en diversas ocasiones históricas lo han sido, agentes de cambio. Se trata de que vuelvan a serlo, en contextos de subdesarrollo, para colaborar a revertirlo. A las universidades que adopten explícitamente esa misión como nuevo compromiso institucional proponemos llamarlas universidades de desarrollo (Arocena, Gregersen y Sutz, 2004; Sutz, 2005).

Resulta claro que no podrá haber universidades de desarrollo en contextos nacionales para los cuales el desarrollo integral de la sociedad o desarrollo humano auto-sustentable no sea una meta; igualmente claro resulta que en el marco de la economía (¿global?) del conocimiento esta meta no se logra sin transformaciones sustantivas de las universidades.

Cuatro elementos distintivos caracterizan a las universidades de desarrollo y marcan los espacios de interacción con el medio en que se insertan: i) Formar más estudiantes a alto nivel, para los cuales oportunidades de aplicar creativamente el conocimiento adquirido deben abrirse en los espacios nacionales. Una universidad de desarrollo no puede atender a una minoría de la población en la edad correspondiente: el Banco Mundial, 2002, acuñó una expresión elocuente, brecha de la matriculación, para ilustrar la distancia que separa al mundo periférico con menos del 20% de matrícula universitaria en promedio del mundo desarrollado, donde más de la mitad de los jóvenes acceden a educación superior. Pero además, la demanda por conocimiento tiene que ampliarse de modo de dar cabida a los jóvenes formados: de lo contrario la emigración parece destino ineluctable. En esta ampliación de demanda juega papel central la formulación de problemas que afectan a la parte más desfavorecida de la población - salud, vivienda, nutrición, educación- además de otras demandas asociadas a la vida económica y social en general. Ello lleva a ii) Colaborar a definir agendas de investigación que atiendan necesidades sociales y cooperar con agentes externos de modo de asegurar que los resultados obtenidos sean efectivamente aplicados. Dicho de otro modo, las universidades de desarrollo tienen que instalar un nuevo dilema de legitimación para la vida académica, centrado en la satisfacción de demandas sociales y, también, impulsar que esa legitimación alcance al conjunto de la sociedad, muy en especial a la esfera de acción pública. Para que ello sea posible hay que iii) Impulsar desde los criterios de evaluación académica la atención a problemas del subdesarrollo, elaborando nuevos criterios para la valoración del trabajo de investigación que premien explícitamente las orientaciones disciplinarias e interdisciplinarias abocadas a la solución de dichos problemas. Esto debe hacerse sin descuidar, sino todo lo contrario, la excelencia académica de la investigación emprendida, combinando de forma adecuada, que no podrá sino ser muy innovadora, criterios que atiendan al qué se investiga y al cómo se lo hace. Esto exige a su vez iv) Ayudar a que profesores y estudiantes se involucren con problemas productivos y sociales del medio nacional, tomando una posición pro-activa respecto de sus intereses y lealtades, incluyendo en esto la organización de la docencia, de la investigación y de la articulación entre ambas. Esta posición institucional necesita en particular de las ciencias sociales y de las humanidades, cuyo papel, si falta hiciera, debe ser reivindicado.

En las universidades de desarrollo se van a producir conocimientos y tecnologías. Ambas tendrán como sello distintivo derivar de un proceso de definición de problemas orientado por preocupaciones sociales muy diversas, que a todas las vertientes disciplinarias pueden dar cabida. Detrás de esta idea hay una hipótesis, que es de recibo explicitar llegando al final de este texto: una parte significativa de los investigadores que viven y trabajan en el subdesarrollo nada querrían más que resultar todo lo socialmente útiles que pueden ser. Misión específica de las universidades que quieran devenir de desarrollo es transformarse a sí mismas y, también, actuar como agentes de transformación en el medio social de modo que esa aspiración se realice.

¿Qué conocimientos y qué tecnologías producirán las universidades de desarrollo? Imposible saberlo de antemano, aunque cabe suponer que se integrarán en mayor medida que antes al desarrollo en tanto capacidad de la gente para “no vivir menos ni ser menos”, como lo plantea Amartya Sen. Si avanzan en esta dirección volverán a ser, allí donde estén, como supieron serlo en el pasado latinoamericano, agentes de cambio en las relaciones entre conocimiento, tecnología y sociedad.


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Fecha de recepción: Agosto de 2005 • Fecha de aceptación: Septiembre de 2005

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